Por dos motivos fundamentales vale celebrar el anuncio de estreno porteño de Arabia, largometraje de João Dumans y Affonso Uchôa que participó de la competencia internacional del BAFICI de 2017, donde cosechó una mención especial. El primero: son escasas las películas brasileñas que llegan a nuestra cartelera comercial (¿El proceso de Maria Augusta Ramos habrá sido la más reciente?). El segundo: son numerosas las virtudes de esta ficción que empezó a gestarse en 2014, y cuyo corte final circuló por otros 35 festivales de cine antes de exhibirse en salas de su país de origen, en abril de 2018. Arabia recrea los recuerdos y reflexiones que un jornalero, changarín, operario treintañero escribió en un cuaderno. A partir de este personaje de nombre Cristiano, Duans y Uchôa visibilizan la existencia de los desposeídos de Brasil en particular y de América Latina en general. La realidad sociopolítica de nuestro país vecino cambió de modo drástico entre la gestación y el estreno nacional del largometraje. Uchôa lo describió de la siguiente manera en el marco de la entrevista que le concedió a Alessandra Alves de Cinema em Cena: “Cuando iniciamos el proyecto (N de la R: durante el primer mandato de Dilma Roussef), queríamos que la historia de Cristiano surgiese como algo oscuro, que fue dejado de lado ante la euforia por el crecimiento económico. Era una forma de recordar que no todo el mundo venció, que el ‘Todos ganan’ nunca fue real, que había gente que seguía perdiendo. Sé que Brasil enseña constantemente que la realidad es mucho más absurda y mucho más rápida de lo que el cine u otro arte puede suponer. Si estábamos pensando en mostrar el lado oscuro de aquel momento, hoy ya no se trata de un lado oscuro. Cuando sucede el golpe de 2016 y la fuerza liberal toma el poder, ya no es cuestión de recordar el lado oscuro de un momento que era optimista. Ahora la oscuridad debe ser compartida”. A partir de una atinada combinación de cine, literatura y música, Arabia echa luz sobre esa oscuridad que se revela total o parcial según el contexto. Los realizadores articulan con destreza la fotografía de Leonardo Feliciano con la lectura en off de pasajes del cuaderno mencionado, y con una preciosa banda sonora compuesta por canciones brasileñas y –acaso porque ésta es una road movie cuyo protagonista tiene bastante de lone ranger– por melodías del folk estadounidense. Al principio de la película, el plano acordado a una mesa de luz donde descansa un libro de Julio Cortázar parece anunciar la decisión narrativa de encastrar dos relatos, al estilo de Continuidad de los parques o de Axolotl: aquél del adolescente Andrés que descubre el cuaderno mencionado; y la suerte de autobiografía que escribió Cristiano. Entre uno y otro se cuela el chiste que da origen al título de la obra. La conformación del elenco es otro acierto de Dumans y Uchôa. Sobresale el trabajo de Aristides de Sousa a cargo del rol principal. Arabia es, sin dudas, un film político. Un personaje secundario nombra a Inácio Lula da Silva tan rápido como pasa el plano que muestra la portada del libro de Cortázar. Esa sola mención basta para explicitar la mirada crítica que los realizadores despliegan sobre el desamparo que los Cristiano(s) sufren aún en los contextos menos adversos. La solidaridad, la amistad, el amor también hacen a este fresco del Brasil contemporáneo. El reconocimiento de esta red de contención emocional amortigua un poco la amargura derivada de cierta reflexión sobre la alienación en tanto destino inexorable. Sin embargo, al término del film, algunos espectadores experimentamos una tristeza inmensa.
Un adolescente de clase baja anda en su bicicleta en un espacio abierto, suena una canción y la vida parece bella y amable. Pero pronto la película, en un juego narrativo, dejará a André de lado, su historia y todo lo que empezábamos a saber de él. Un obrero que vive cerca de él ha fallecido en circunstancias que no se explican. André encontrará un cuaderno en el cual Cristiano, el obrero, llevaba un diario íntimo. La película será a partir de ese momento la historia del muerto, con su voz en off justificada por la lectura del diario. La película describe el mundo de estos obreros que van abriéndose paso como pueden, que trabajan de diferentes cosas, que pasan de una changa a la otra a medida que les va pasando la vida. El gran hallazgo del film es ocuparse de mostrar el trabajo, el lugar de trabajo, pero también la amistad, los pequeños momentos de ocio, los amores, todo lo que forma parte de la vida de un trabajador y que nunca vemos. Así presenciamos algunos momentos luminosos como cuando cantan canciones, o una melancólica pero poderosa historia de amor con una mujer de la que finalmente se separa. Tal vez el momento más interesante en ese aspecto es cuando discute con otro obrero acerca de que es lo más difícil de cargar. Arranca Cristiano afirmando que lo peor son las bolsas de cemento, pero le retrucan que peor es cargar tejas, la charla enumera varias cosas diferentes y así descubrimos que esa ha sido su vida, cargar durante años todo tipo de cosas. Hay imágenes muy potentes y un gran acierto en abrir la puerta de ese mundo, a punto tal que se le puede perdonar a la película un cierto número de licencias poéticas. Pero donde la película no logra fuerza alguna es en los largos planos de personajes estáticos, sin hacer nada, pero sin que tampoco la película consiga que eso tenga fuerza cinematográfica usando esos momentos.
Relato dentro de otro relato. La periferia del universo reunida en un pequeño poblado en donde el amor marca el ritmo de los días de un hombre que verá cómo su vida cambiará al entrar en sintonía con un joven que a su vez, cual dibujo de Escher, lee sus memorias de un cuaderno.
Una maravillosa canción de protesta Cuando los recursos literarios aplicados al cine generan la sensación de que muchas veces una imagen no vale por mil palabras, de inmediato surge el dilema de saber cuándo sí y cuándo no es conveniente recurrir a la voz en off en una ficción. Arábia es una muestra palpable de la potencia del elemento literario entremezclado con el recorrido de los fotogramas y los segundos, siempre al servicio de la narración. Entonces, ¿Alcanza con tener una buena historia entre manos?, la respuesta es fácil: claro que sí, cuando está bien contada, narrada, acompañada de personajes creíbles y queribles, con los cuales surjan voces y la honestidad que transmite la emoción genuina o su contracara la tristeza genuina. Lo alegre y lo triste marcan el compás de esta maravillosa canción de protesta contra lo efímero de la vida; contra las curvas peligrosas de un viaje para el que nadie está preparado solamente desde la necesidad de viajar quieto pero viajar al fin y al cabo. Ese viaje se inserta -como las canciones- en la propuesta de la dupla João Dumans y Affonso Uchoa, quienes dirigen con absoluta precisión y confianza el derrotero de un personaje que nos habla desde su diario encontrado por un joven, André (Murilo Caliari) en plan de voyeur literario. La idea de que todos tenemos una historia importante que contar o experiencias de vida jugosas confronta de inmediato con la realidad y la aventura como herramienta lícita de transformación de esa realidad muchas veces dura y sin tregua para quien la transita. En ese sentido, la no correspondencia de Arabia como lugar geográfico y el escenario de Ouro Preto en Brasil, espacio donde transcurre el film cuando avanza sobre el pasado del personaje, enfatiza la poca importancia de la palabra y la trascendencia de lo que evoca o representa para el protagonista (Aristides de Sousa) en un acumulado vaivén de oficios, personas con las que se relaciona durante cada trabajo y su desgaste mental y físico para dejar en claro los embates de otra transformación entre el Brasil industrial y el rural. Es de destacar la capacidad y sutileza de albergar tantos tópicos que van de las angustias existenciales del protagonista a sus reflexiones sobre la vida, el paso del tiempo, el aprendizaje de la calle, de la cárcel y de formar parte de los millones de parias que viven errantes, sin posesiones más que aquellas migajas que recogen de sus trabajos insalubres, como el de una fábrica de aluminio en horario nocturno expuesto al calor y al esfuerzo de los músculos, para mover piezas de una maquinaria que fagocita energía, vidas e ilusiones. El otro pivote de Arábia es el joven que establece el nexo entre lo literario y lo cinematográfico, quien recorre con su bicicleta otro Brasil distinto al de las letras, vive con un hermano enfermo menor que él en la casa de una tía muy cerca de la polución de la fábrica en Ouro Preto, ese gigante que no duerme y sigue de pie gracias a la fuerza de los músculos cansados de los hombres de a pie. Hay una frase que define el tiempo y el universo que transita por Arábia y que llega como no podría ser de otra manera en una canción: el amanecer es un nuevo comienzo. Simplemente antes de partir quizás haya que vivirlo día a día como si fuese el último y entonces recordarlo aunque más no sea en las hojas desperdigadas de un diario o una pequeña historia con una gran aventura detrás, sea en Arabia, en Brasil o en un papel.
Un viaje narrativo, geográfico y político es lo que proponen los brasileños Affonso Uchoa y Joao Dumans en Arábia (2017), una película cercana a esos viejos relatos épicos, novelescos, donde el protagonista recorre distintos trabajos por las zonas menos retratadas de un Brasil sumido en la pobreza y la opresión social. Un adolescente encuentra el cuaderno de un trabajador que entra en coma tras un accidente en una fábrica de aluminio de Ouro Preto (Minas Gerais) donde están escritas sus memorias. Memorias en las que relata a modo de aventuras ocho años de vida laboral precarizada, tras salir de la cárcel, en distintas ciudades del sudeste brasileño. Mediante una estructura similar a la de Las mil y una noches, el binomio de realizadores construye una road movie suburbana a partir de los relatos que André, el joven que se hizo del cuaderno, va narrando. La historia recorre con un flashback la vida de Cristiano (Aristides de Sousa), el trabajador accidentado, a través de las calles, avenidas y carreteras del sudeste brasileño, para así bosquejar una historia de amor, de nostalgia y de impotencia desde las entrañas de un personaje cuya mirada lírica nos sumerge en la realidad de la clase más desfavorecida de Brasil. Arábia es un film enclaustrado en sus formas, donde hay una clara decisión de rellenar los laterales del encuadre. La cámara parece estar atrapada entre paredes creando un contraste espacial, un juego interesante ante la concepción tradicional de la road movie. Esta elección estética logra crear un viaje dinámico, alternando destellos musicales en medio de un ambiente bucólico y tiempos muertos, utilizando una excelente música folk en la que se mezcla la tradición popular norteamericana estilo Woody Guthrie o Pete Segger con las canciones y la música brasileña del Sertao. Con una lectura humana y al mismo tiempo política en su mirada crítica sobre el nuevo neoliberalismo en Brasil y en el mundo entero, Arábia está repleta de tanta emoción como melancolía pero también de poesía y dolor.
Un personaje termina de cargar unas cajas con cemento, ve a otro, se sienta en un carrito y le dice que no hay nada peor que cargar cemento. El otro no acuerda y enumera cosas más difíciles de cargar. A eso le sigue una lista de cosas que son agradable cargar: colchones, comida para peces, papas. La conversación, que podría haberse transformado en apenas otro diálogo de obreros alienados, se vuelve un inventario de materiales y placeres que reordena el mundo de manera caprichosa y feliz. La escena condensa la visión que tiene Arabia sobre el universo del trabajo y explicita además un método: a ese universo hay que aproximarse con cautela, tomando los recaudos necesarios para no caer en los automatismos de la denuncia. Los directores diseñan un dispositivo que les permite tomar distancia de lo que se narra para barrer mejor las historias y los espacios: en Ouro Preto, un obrero tiene un accidente. De forma azarosa, André, un adolescente de la zona, recibe la tarea de ir a buscar sus pertenencias a su casa y llevarlas al hospital. André encuentra un cuaderno en el que Cristiano cuenta, o trata de contar, su vida. La lectura reenvía al pasado: una infancia pobre, el robo de un auto, la cárcel, la libertad y los viajes incansables por Brasil en busca de una ocupación. La película sigue el recorrido de Cristiano y descubre una red de hombres igualmente perdidos que conforman familias ocasionales, grupos humanos siempre al borde de la disolución. Un trabajo conduce al otro, el final de una cosecha empuja a la ruta y a empezar todo de nuevo. Los directores observan con delicadeza, siempre atentos a la fragilidad general de los espacios, a los gestos de camaradería o de derrota. El programa de la película queda claro en pocos minutos: se quiere retratar el mundo del trabajo en su materialidad, en la fugacidad de sus vínculos y de sus pactos, en los efectos que deja en el cuerpo y el carácter. Se trata de un mundo diferente al del cine, por ejemplo, de los Dardenne o Ken Loach, que parecen ver solo los engranajes de un sistema desigual, sus atropellos y poco más que eso; Dumans y Uchoa, en cambio, hallan un universo de gran espesor, una realidad que fascina justamente por que no se la obliga a decir nada, un conjunto intrigante que no deviene insumo de una queja grave. Los Dardenne y Loach ven a sus personajes como piezas que deben apuntalar una visión inapelable sobre el mundo del trabajo; en Arabia, al contrario, Cristiano funciona como un vector que permite abrirse paso por un mundo que la película no presume conocer y que no intenta explicar, mucho menos reducir a unas pocas consignas altisonantes. Ese respeto por la historia de sus personajes blinda a la película contra los subrayados, ya desde el comienzo: André se levanta temprano para prepararle una bebida caliente a su hermano menor, que está en cama. La frialdad de la mañana, la escasez de los utensilios y de las habitaciones, la información de que se acabaron los remedios, todo recuerda a la escena de la criada en Umberto D, pero apenas unas miradas entre los hermanos alcanza para disipar esas sospechas: una sonrisa espontánea del más chico confirma que lo que está por verse no es un panfleto sobre la miseria sino algo bastante más interesante; que Arabia es un objeto con menos seguridades que dudas, que mira lanzado por la curiosidad antes que por el despliegue de certezas. La fórmula es de una eficacia impresionante: Dumans y Uchoa encuentran casitas derruidas, labores pocas veces filmados, tiempos muertos entre empleos y amistades al paso; en esa red móvil de trabajos mal pagos la película muestra, claro, una miseria general, profunda, pero también una tristeza silenciosa que invade todas las escenas, incluso los breves momentos de felicidad, y que desborda las condiciones de explotación, una tristeza casi antropológica. Se trata de un mal que parece tocar a todos por igual, ya sea al joven André como a Cristiano, como si fueran atacados por una melancolía irrefrenable, la consecuencia tal vez de vivir expuesto a un paisaje dominado por el humo de fábricas, las calles desparejas de los barrios pobres, el pasar demasiado tiempo viajando de un lugar a otro sin una residencia fija. Algunas críticas de Arabia hablan de neorrealismo, es decir, apelan a una etiqueta conocida, de uso sencillo, que puede ayudar a medirse con la propuesta de la película. Pero en los cuartos mal pertrechados que se muestran lo que se juega no es tanto el retrato de una humanidad empobrecida, sino una poesía de la marginalidad que hace acordar más a las películas de Pedro Costa. Si en Arabia hubiera algo parecido al neorrealismo, habría que hablar de otra cosa, menos de realismo que del aire de fantasía discreta de una buena parte del cine portugués actual. Un cine cuya potencia se cifra en transformar el mundo circundante, volverlo un lugar misterioso en el que los postergados no quedan reducidos a su situación económica, donde además de trabajar y padecer pueden hablar de lo que se hacen, pensarlo, escribirlo, incluso diseñar inventarios de las cosas que cargan.
Una historia conocida por todos en estos días Arabia es una película que tuvo un gran recorrido en festivales antes de que llegue a las pantallas de su propio país. En el año 2017 formó parte de la selección oficial de largometrajes del BAFICI y también del Festival de Rotterdam, en donde logró una gran aceptación. El film de los directores João Dumans y Affonso Uchoa cuenta la historia de André, un chico que vive en un barrio industrial de Brasil y que luego del accidente de uno de los trabajadores de una fábrica de aluminio cercana, debe ir a la casa del hombre a buscar algunas de sus pertenencias. Al llegar, descubre un cuaderno donde estaban escritas las memorias y anécdotas del que ahora conocemos como Cristiano. A partir del descubrimiento de estos escritos, la película da un revés de relato y se convierte en un rememoramiento de la vida de Cristiano acompañado con su voz en off. Así se va formando con el correr de los minutos en un film con tintes de “Road Movie”, donde vemos a el personaje recorrer muchas veces las rutas haciendo dedo y trabajando en cualquier lugar donde le den la posibilidad y también encontrando el amor. La fotografía de Leonardo Feliciano por momentos logra crear muy buenas secuencias visuales, donde las sombras y las luces van siendo parte de la narración. João Dumans y Affonso Uchoa de esta forma quieren contar la vida de una persona que sufre la crisis social y económica de Brasil, y así van dándole a Arabia la categoría de película política. Hay muy buenos pasajes donde el protagonista va dejando reflexiones interesantes acerca de la vida, el amor o la creencia de las religiones pero ya llegando a la conclusión no llega a un puerto donde el producto final sea visto como algo que perdure en el tiempo, ya que te deja con gusto a poco y que pudo haber sido abordado muchísimo mejor Arabia, como aclaré, es una historia conocida por todos en estos tiempos que estamos viviendo. Donde la pobreza y la explotación laboral es moneda corriente en estos días pero como Cristiano deja en claro, igual a la vida hay que vivirla porque hay mucho que aprovechar de ella. Arabia es una historia acerca de una persona común y corriente, que evidencia la situación política y social de América Latina. Reveladora.
Dirigida y escrita a cuatro manos por João Dumans y Affonso Uchoa, “Arabia” es una película que funciona en su estructura un poco como una mamushka: una historia dentro de otra historia. El film comienza con André, un adolescente que vive en un barrio industrial de Brasil, cerca de una fábrica de aluminio, y tiene a su hermano menor enfermo. Cuando le encomiendan ir a buscar las cosas de un obrero accidentado, descubre un cuaderno. Pasaron veinte minutos de película, André comienza a leerlo y se imprime el título de la película en la pantalla. Y entonces empieza “Arabia”, que en realidad lo que va a hacer es narrar esa historia que este obrero, Cristiano, cuenta en sus cuadernos. Lo poco que sabemos antes de introducirnos en estos textos escritos a mano, es que es un laburante y, con el accidente acaba de salir a la luz, tuvo en algún momento algún problema con la ley. “Todos tenían una historia, hasta los más callados”. Todos estamos conformados por historias. Cristiano empieza a escribir pensando en contar cómo conoció a Ana. Sin embargo, de cada historia se despliegan otras y para contar esa parte tiene que narrar antes otros momentos de su vida. Así, Ana aparece recién a la hora de la película. Antes conocemos a un muchacho muy trabajador, que casi no duerme, que disfruta de la buena compañía de colegas y de la música (la música está presente durante toda la película así como en la vida de Cristiano) y que es ambicioso, el tipo de ambición que lo lleva a trabajar de cualquier cosa, la cantidad de horas que sean necesarias, mientras den su fruto. Lo importante es no morirse de hambre como lo hizo su padre, ésa es la ambición que carga. La voz en off así está presente durante todo este relato y acá, como pocas de las veces que el cine apela a la voz en off, funciona a la perfección. Porque nunca subraya lo que ya vemos, sino que apunta a lo introspectivo, a todo aquello que le pasa a Cristiano por la cabeza, por el cuerpo. Lo que piensa, lo que siente, mientras muchas veces no dice nada, o está solo trabajando, solo con su cabeza. “Arabia” muestra el largo recorrido que lo llevó a Cristiano a estar hoy en esa cama, un recorrido plagado de diferentes trabajos, de amistades, de decepciones, de errores y de un amor que no fue como hubiese deseado. El film además está impreso de un tono melancólico que no abruma el relato pero sí lo torna conmovedor durante gran parte. La famosa historia con Ana termina siendo, a nivel dramático, bastante más simple de lo que uno podría haber supuesto, y sin embargo define la persona que es hoy. También algunas escenas y silencios son largos, mas nunca se hace pesada. En cuanto a esta curiosa estructura que elige la película, así como empieza con André, no vuelve a tomar su punto de vista. André aparece solamente en algún momento mencionado en esta especie de ensayo autobiográfico, pero el film termina con Cristiano, situando ese inicio como una especie de prólogo y nada más. No todas las historias tienen cierre, no todas las historias se terminan, ¿Cuándo se termina una y empieza otra? “Arabia” resulta una película conmovedora que retrata la vida de un trabajador que nunca cede sus ganas de trabajar y de superarse en la vida, pero lo encuentra mucho más difícil de lo que podría haberse pensado. Un film narrado con mucha sensibilidad, un retrato social e individual que a veces parece no tener rumbo pero es que hay que entender esto: la historia que narra luego de sus títulos es la que Cristiano escribe y por lo tanto termina con la última de sus líneas. Y no necesita más que eso para contar lo que se quería contar.
André y Cristiano viven en una ciudad de Mina Gerais llamada Ouro Preto. Apenas se conocen. Sin embargo, cuando Cristiano muere a causa de un accidente en la fábrica de aluminio donde trabaja, el azar hará que el pequeño André recorra los últimos 20 años de la vida del obrero gracias a la aparición de un manuscrito que la película Arábia se encargará de poner en escena. Así, pasados los 15 primeros minutos de metraje, cuando André encuentra ese texto, la ficción se transforma, mágicamente, en una representación visual del proceso de introspección de un hombre ansioso por olvidar al amor de su vida: un ejercicio que realiza mediante la escritura de un diario –narrado casi siempre en off– y acompañado por un grupo de teatro. Un giro inesperado que evoca el sorprendente cambio de la primera a la segunda parte de Tabú, del portugués Miguel Gomes. La película dirigida a cuatro manos por Affonso Uchoa y João Dumans -ambos radicados cerca de Belo Horizonte- es una maravillosa propuesta de raíces neorrealistas que aborda escenas cotidianas de lo más trágicas pero con suma ternura y delicadeza, suavizando así su carga melodramática. El film no pretende exaltar o exagerar la desdicha de los personajes, sino plasmar el sentimiento de soledad y melancolía que los envuelve. Ya sean esos niños de la primera historia que desayunan con café porque no pueden comprar leche, o el autor del diario que viajó por las carreteras de Brasil aceptando cualquier trabajo que surgiera, o los mendigos y desvalidos que el peregrino conoció durante su viaje. Ninguno de ellos hace otra cosa que cuidar de sí mismo para sobrevivir. Arábia retrata un Brasil donde la pobreza económica ha superado sus fronteras y, ahora, carcome el alma de su gente. La escritura, que debiera ayudar al protagonista a deshacerse del recuerdo de Ana, termina causando un efecto imprevisto: despertarle de su alienación mientras rememora su vida. En las últimas páginas de las memorias, Cristiano nos confiesa que sólo cuando deja de escuchar el sonido del metal de la fábrica consigue oír el latido de su corazón. Justamente Uchoa y Dumans mantendrán en el fuera de campo la muerte de Cristiano para que esta deslumbrante película nos deje con una incógnita: ¿Tuvo él un accidente o, en realidad, murió de pena?
La historia que filman los directores Affonso Uchoa y João Dumans tiene el secreto vuelo de las vidas ordinarias que al ser convertidas en relato se vuelven extraordinarias. En un barrio fabril de Ouro Preto, un adolescente encuentra el diario de un vecino. El Cristiano (Aristides de Sousa) cautivo en esas páginas dispersas se revela como un imprevisto aventurero, dueño de amores y tragedias, de una vida errante marcada por la soledad y la pérdida. La película se despliega en su honor con el mismo gesto de sorpresa y encantamiento que define a la mirada del joven André, convertido en el único lector de ese extraño peregrinaje. Filmada con el justo extrañamiento, Arábia demuestra que la sintonía con un personaje puede darse aun en esa discreta penumbra.
Arábia: Un Aladdin sin lámpara. Es raro encontrar un film independiente con todas las características de ese tipo de cine y que no sufra los tantos vicios del mismo. Por suerte este no es sólo un ejemplo de ello, sino también una experiencia sudamericana hasta la médula. La presencia de la producción brasilera Arabia en el BAFICI deja bastante claro para los cinéfilos que tipo de película es. Una cinta independiente con ritmo lento, un elenco desconocido y una fuerte visión por parte de sus cineastas. Aunque en este caso, el hecho de que haya logrado una nominación a Mejor Película y ganado una Mención del Jurado, también habla a las claras de que más allá de sus características se trata de un trabajo con una destacada calidad con respecto a sus pares. Y por supuesto, tampoco esta de más que haya sido nominada al premio Horizontes Latinos en el Festival de San Sebastián. El titulo refiere a la misma Brasil, y el por qué se encuentra dentro de una fábula relatada durante una de las tantas ramas de su narrativa. Es que a diferencia de tantos otros trabajos, el punto de Arabia son las tantas tramas por las que se ira yendo. Estos pequeños relatos, desventuras y personajes que pueden durar pocos minutos en pantalla pero cuyo color no es simple complemento sino la esencia principal de su narrativa. Incluso uno de los fragmentos que más importancia da el narrador, la de su fugaz amor perdido, termina llegando muy tarde en la historia y teniendo un impacto mucho mayor al tiempo que ocupa en pantalla. Es este interlocutor quien le da forma a la película, ya que la misma no es más que las recolecciones de su vida plasmadas en un diario. En este caso descubierto y leído por un joven adolescente que vive al lado de una gran fábrica, cuya figura da vida no sólo al pueblo sino a esta historia. Arabia es un relato sobre un joven sin educación que despierta en medio de sus incontables días de trabajo para darse cuenta que su vida es emblema de todo un país: peones que no están dispuestos a levantar la cabeza y cuestionar por un segundo una vida de incansable trabajo. Revelación que no es inmediata, sino paulatina, y lejos de causar una revolución termina de a poco coloreando una vida tan corriente y mundana. Esta misma película podría devenir en una lucha de clases, una épica melodramática o un ensayo proletario. Pero en este caso Arabia se mantiene en su juego, y nunca sale de su camino de entregar sus calmas pero punzantes vivencias. El dueño del diario no tiene el lujo de bajar los brazos, por lo que cualquier reflexión pasajera será en medio de sus trabajos. Varias de ellas pasarán, destacadas por la película pero sin dudas como breves fotogramas de su vida, sin un impacto inmediatamente aparente. Sin embargo, encontraremos como nuestro narrador fue cambiando a lo largo de sus días. Todas estas vivencias se irán sumando inconscientemente hasta llegar al punto justo durante la conexión que descubre con su gran amor, al igual que el desenlace de esa relación que sabemos antes de que se inicie la lectura, que ya no es más. Uno los cambios que logran impactarlo en su superficie es la existencia misma del diario en cuestión, justificado por la decisión de mojar los pies en las artes junto al grupo de teatro de una de las fábrica. Una vez más, ese grupo de teatro que provoca esta exploración virgen al mundo de la literatura podría parecer un detalle entre tantos. Pero más allá de darle una estructura a la narración, no es ni más ni menos que el punto de todo el film. El trabajo no es un fin en si mismo, y un pueblo adicto a una noble ética laboral podrá esconder las consecuencias en el orgullo que ello conlleva. Culpables, como con todas cuestiones tan complejas, hay muchos y en todo sector social. Pero la realidad es que cuando un país se malacostumbra a algo, incluso algo tan sano a primera vista como la ética laboral, termina pagando el precio con el tiempo. El arte y la cultura es una bendición que florece con facilidad en las sociedades con estabilidad económica y dispuestas al ocio. Esta reflexión, viaje y proceso, es por el cuál pasa nuestro protagonista indirecto. Sea en el primer o tercer mundo, el nuestro es un planeta repleto de problemas que se multiplican y exacerban a pasos agigantados. Aún así, es la función del arte explorar varios de estos por más pequeños, insignificantes o incluso ofensivos que estos parezcan. A simple vista no hay dudas de que, dentro de la ya poca audiencia de la que dispondrá un trabajo de las características de Arabia, no tardara en encontrar alguno ofendido por “una simple peliculita que se atreve a desalentar el trabajo“. Pero verdaderamente es una de esas cuestiones que servirá como reflexión para unos tantos, mientras que otros que ya tenían algo similar en su cabeza, podrán debatir acerca del modo en que se eligió explorar la temática. Uno de los pocos vicios del cine indie que logra impactar de forma negativa al film es su duración: aunque logra alcanzar una cómoda hora y media, no le haría mal reducir el tiempo en pantalla de lo que ocurre antes de que el diario comience a ser leído. Uno de esos detalles tan discutibles como entendibles, que al fin y al cabo va a quedar lejos en el recuerdo para cuando arranquen los créditos. Es una cinta independiente, que tiene la características pero no sufre los vicios de este tipo de cine. El dúo de directores-guionistas de Affonso Uchoa y Joao Dumans se aseguraron de crear una cuidada experiencia rebosante de personalidad, pero con la sobriedad de opacar sus colores. Ritmo de cine poco comercial, pero asegurándose la riqueza suficiente para satisfacer a conocedores y desprevenidos. Una experiencia suave, potente y sudamericana hasta la médula que termina coronándose con una secuencia tan ambiciosa como de pocas luces que resultaría insoportablemente independiente en un producto de menor calidad.
Un hombre que escribe un diario, que nació y vive sin nada, solo con los recuerdos de una mujer, de un hijo que no llegó a gestarse por completo, de una pequeña cuota de amor para una vida cuyas posesiones caben en una caja de cartón. La historia de un hombre de los caminos que puede emplearse de lo que sea: picar piedras, recoger frutas, o estar en una fundición. Pero por sobre todo la comprensión de los desheredados. Las imágenes y las palabras bellamente escritas, no necesitan de un discurso panfletario. Toda la vida de ese protagonista es manso y desposeído, un manifiesto en si mismo: sin derechos, generalmente estafado, condiciones de vida paupérrimas, recuerdos y menciones a otros tiempos todavía peores, de esclavitudes y represiones. Una existencia de comprensiones durísimas, de lirismo seco, de tristeza sin fin como rezan los poemas cantados. La película dirigida por Affonso Ucoa y Joao Dumans tiene una cruza de cine y literatura, de calidad inusual y conmovedora.
Darles voz a los trabajos y los días Tras presentarse en competencia en el Festival de Rotterdam, Arábia anduvo por todos lados, del Bafici a San Sebastián. Es una película frágil, solitaria y singular, que merece verse. Da la impresión de que Joaô Dumans y Affonso Uchoa, correalizadores y coguionistas de Arábia (en portugués se escribe con acento) se propusieron primero hacer un relevamiento documental sobre el estado del trabajo manual en el interior brasileño. Que después se decidieron por la ficción, con un protagonista que funcionara como cifra del conjunto de la clase trabajadora. Y que finalmente a eso le sumaron una voz narradora, reflexiva y progresivamente nostálgica. La trayectoria de los realizadores Joâo Dumans y Affonso Uchoa, nativos del estado de Ouro Preto, se presenta hasta el momento entrelazada. Dumans escribió el guion del único largo previo de Uchoa, La vecindad del tigre (2016), y ahora codirigen por primera vez. Tras presentarse en competencia en Rotterdam, Arábia anduvo por todos lados, del Bafici a San Sebastián, pasando por IndieLisboa. Es una película frágil, solitaria y singular, que merece verse. Cuando se asoma a la ventana, André, un muchacho de unos 15 años, ve el humo de una fábrica de aluminio. Uno diría que esos mundos, el del muchacho de clase media y el del edificio amurallado como una cárcel, no tienen por qué tocarse, podrían permanecer ajenos toda una vida. Y sin embargo lo harán, cuando André encuentre el cuaderno de un obrero llamado Cristiano, y se interese en leerlo. Cristiano lo escribió como parte de un ejercicio encargado por los directores del grupo de teatro que funciona en la fábrica, y el momento en que André empiece a leerlo representará un quiebre. Un quiebre en el relato, que hasta ese momento había tenido por protagonista a André (con una indicación indudable al respecto, que es su protagonismo absoluto en la escena de créditos). A partir de ese momento el protagonismo girará hacia Cristiano. Que sea el adolescente el que lee sus memorias podría hacer pensar en una posible fusión de la voz narradora, pero ésta es indiscutiblemente la del obrero, en el sentido más literal del término “voz” (en off). Cristiano narra –como si se tratara de una road movie, con la ruta como eje– sus peregrinaciones en busca de trabajo. Su relato tiene algo de crónica, cuando cuenta los detalles de cada trabajo, y algo de melancolía, a medida que va entendiendo que no son buenos tiempos para la clase trabajadora. Cristiano cosecha mandarinas, no le pagan durante tres meses, reclama y le dicen que no hay plata. Participa luego de la construcción de una ruta. Hace unas reformas en “el puterío de Doña Olga”, trabaja más tarde en un empleo de cargas, luego en una hilandería y finalmente en la fábrica de aluminio de Ouro Preto, invitado por su mejor amigo. Allí terminará de constatar que no hay seguridad ni garantías para nadie, y allí el relato hace un rulo final, con Cristiano trabando conocimiento de André, “un muchacho al que parece no gustarle el barrio”. En realidad, más importante que todo eso es su conocimiento de Ana, una chica que trabaja en la hilandería, y que le gusta mucho de entrada. Como todo vagabundo, Cristiano es un solitario. Esa oportunidad de enamorarse parece única, pero la fortuna no acompañará, dejando para la melancolía una bella primera salida. El relato se hace progresivamente amargo, un poco por las injusticias laborales, otro poco por circunstancias personales. Su mejor amigo, Cascâo, describe un mundo contemporáneo en el que todo se ha vuelto más insensible. Un viejo héroe sindical campesino, cuyo camino se cruza en un punto llamativamente con el de Lula, vive solo, olvidado y bajo el peso de falsos estigmas. Influida seguramente por el ambiente campestre, Arábia (¿por qué Arábia?) avanza con ritmo pausado y se permite de a ratos algunas rupturas de tono, como la graciosa escena en que Cristiano y un empleador juegan a enumerar, casi al infinito, “buenas” y “malas” cargas para subir al camión. Si los tres cuartos de película que tienen a Cristiano por protagonista se presentan focalizados y concentrados, no ocurre lo mismo con el primer cuarto, protagonizado por André, su hermano menor y su tía, ninguno de los cuales llega a adquirir una entidad dramática. La banda de sonido, muy esmerada, incluye un tema del primer disco de Maria Bethánia (1965) y uno del songwriter Jackson C. Frank, autor de un único y venerado disco.
Esta es la historia de un laburante: Un adolescente pedalea su bicicleta por la carretera. Al comienzo lo hace relajado, pero el camino es sinuoso y por momentos lo veremos pedalear con mayor esfuerzo. El plano general de una fábrica en funcionamiento de noche, nos sitúa en un pequeño pueblo del Brasil, que más adelante sabremos que es Ouro Preto, en el Sudeste de Brasil. Allí vive André (Murilo Caliari), que tiene dotes como dibujante y que desde la ventana de su habitación divisa el paisaje y la fábrica. Sus padres pasan temporadas afuera y lo dejan solo al cuidado de su hermano pequeño, que tiene problemas respiratorios. La escasez de la medicina del pequeño y de la leche para el desayuno, ya los sitúan en una condición social vulnerable, pese a que la juventud es la etapa de la vida de las promesas donde todos los sueños parecen posibles. André, de tanto en tanto, recibe la ayuda de su tía Marcia, la enfermera del pueblo. Que la puesta en escena la ubique fuera de su auto justo debajo de la cruz del rosario que está en el interior del vehículo, la sitúa como la buena samaritana que asiste a los más vulnerables del pueblo. Será así que se ocupará del cuidado de Cristiano (Aristides de Sousa), un trabajador de la fábrica de aluminio que ha entrado en coma y este suceso hará que André tome contacto con el cuaderno en el cual fue volcando episodios de la historia de su vida, a pedido del taller de teatro de la factoría. Este es el comienzo de Arabia (2017), segundo largometraje de la dupla de realizadores brasileños João Dumans y Affonso Uchoa, que tiene todas las características de una fábula lírica hibridada con elementos del road movie y del drama social. Es interesante el recurso de que el testimonio escrito de Cristiano sea retomado por André, de quien sabemos que tiene dotes artísticas por su dibujos y su afición por la lectura, información que los directores nos hacen saber con los planos detalles de los dibujos y de un libro de Cortázar en su escritorio. De este modo, crean la ambigüedad de qué tanto de esa historia es la biografía que escribió Cristiano leida por André y qué tanto es la narración de ficción creada por André a partir de la notas que ha hallado. Al mismo tiempo, establecen cierta continuidad entre un personaje y otro. Es que Cristiano perfectamente podríamos considerarlo como un alter ego de André. André se encuentra en los comienzos de su vida donde todo parece posible, pero vive una dura realidad social donde resulta más facil creer en el demonio que en Dios (como le dice su pequeño hermano durante el desayuno), de manera que no es improbable pensar la historia de Cristiano, que relata sintiéndose viejo (aunque no lo es) y cansado, como la futura vida de André. El tono literario que remarca el carácter de ficción, alejándose así del documento social, es preservado por los directores mediante el recurso de la voz en off del narrador en primera persona de Cristiano, narrando elementos de su peripecias y reflexiones sobre su vida, sin resultar excesivo ni tedioso. Estos pasajes están bien matizadas con la ficción y los momentos musicales que van puntuando los elementos emocionales de la trama con música tradicional de estilo country, ya sea que se trate de la protesta social o del melodrama amoroso, siempre teñidos de una aura de melancolía y de saudade propia del aire del Sertón brasileño. De esta manera los directores en cierto sentido, logran trasponer el imaginario de Joao Guimaraes Rosa respecto de la dura vida del yagunzo en el sertón al contexto actual de la vida un trabajador precarizado en épocas de políticas neoliberales. La historia de Cristiano comienza en los suburbios de la ciudad de Contagem (Belo Horizonte), cuando, sin nada que perder y que temer, realice fallidamente con un amigo el robo de un auto, de lo cual resultará su paso por la prisión durante un año y unos meses. Aquí ya podemos pensar la estructura del camino del héroe que cae en desgracia y que luego de aprender la lección, emprendería un camino de redención. Cristiano cuenta que luego de salir de la cárcel, al comienzo creía que trabajo lo dignificaría y lo redimiría. Así se transforma en lo que podemos llamar un trabajador golondrina, moviéndose siempre donde aparezca una oportunidad laboral, y aquí es donde la película toma el sesgo de la road movie. Cristiano siempre camina a la vera de las rutas y sube a camiones que lo dejan en parajes cercanos. El camino toma entonces la dimensión metáforica del camino de la vida y el camino del héroe, donde el mismo nombre de Cristiano lo constituye como un personaje con características cristicas. En su periplo, soportará la explotación y humillación del patrón de la finca donde recolecta mandarinas, soportará la dureza del trabajo en la construcción de una autopista, insistirá cargando el peso de los males del mundo cuando trabaje en la descarga de camiones, hasta dar con un trabajo con mejores condiciones en una fábrica textil, donde conocerá el amor. La relación con Ana (Renata Cabral), empleada administrativa, será el mejor momento de su vida, hasta que ella pierda un embarazo. En momentos de crisis, una mujer lo que más necesita son las palabras de amor de su partenaire. Cristiano, acostumbrado a ser fuerte y al trabajo duro, no podrá emitir palabra alguna y su silencio hermético será lo que determine el distanciamiento entre ambos. Será así como finalmente terminará trabajando como peón en la fábrica de aluminio de Ouro Preto. Pero a esta altura, ya no será el joven optimista del comienzo. La puesta en escena lo enmarcará en la ventana, marcando el encierro en la precariedad social cuando caiga en la cuenta de que la idea de progreso o ascenso social por medio del trabajo es un engaño, la quimera de un futuro mejor que nunca llega; cuando el sistema está planteado para que sigan ganando los mismos pocos de siempre. Ouro Preto se convierte entonces en la Arabia del título, que refiere a un chiste entre obreros que revela el espejismo del oasis en medio del desierto. En Arabia no hay redención posible (al menos en esta vida), cuando los vínculos están mediados por el capital. Un aura de amargura y desaliento se instalará al final. Mediante la historia de Cristiano, los directores aciertan en su intención de visibilizar la vida de tantos obreros que son olvidados por la política neoliberal, ya que lo hacen sin caer en golpes bajos ni en un estilo panfletario al acentuar el lirismo de la imágenes, las palabras y el sonido, lo cual se hace más evidente en el tramo final.
La historia de un hombre que muere descubierta por un chico de 18 años no sólo es un panorama social, un film sobre las desigualdades y las tristezas de la vida, sino una reflexión sobre su sentido. Ya hablamos de esta película, pero su estreno (en diciembre) se cayó. Y como es extraordinaria y merece ser vista –va en poquísimas salas alternativas– merece que insistamos. La historia de un hombre que muere descubierta por un chico de 18 años no sólo es un panorama social, un film sobre las desigualdades y las tristezas de la vida, sino una reflexión sobre su sentido. Rodada con la distancia justa para conmover y permitirle al espectador sacar conclusiones propias. Y filmada con una belleza siempre funcional, nunca puro alarde. Trate de no perdérsela.
Morir de pena. Una hermosa canción que acompaña a un adolescente paseando en bicicleta presenta los créditos de Arábia. El joven se llama André y tiene a cargo a su hermano pequeño, dado que sus padres no se encuentran en casa, siempre supervisados por la tía Márcia, la enfermera de un pueblito del Brasil profundo sustentado por una fábrica que produce aluminio. De repente ocurre un accidente con uno de los obreros de la fábrica, por lo que la tía le da la llave de la casa a André, para que le vaya a buscar una muda de ropa para el hospital. Mientras este busca el atuendo, descubre en la mesa un cuaderno escrito. La curiosidad lo vence y se pone a leer esas palabras que se suceden como agua brotando de un manantial. Este será el punto de partida para que nos transportemos a las vivencias de Cristiano, un sobreviviente, un trabajador vapuleado por su propio contexto. A modo de diario íntimo y con una triste voz en off, conoceremos la lucha incansable de este hombre quien hace lo imposible por superarse. Removiendo graba en una obra en la carretera, reparando un burdel que se cae a pedazos, cargando mercadería en camiones, trabajando en la industria textil, hasta llegar a la fábrica de aluminio. Estas son algunas de las tantas labores que conoceremos de Cristiano, quien en el durante hará catarsis cantado melodías con sus amigos y también se enamorará. Arábia comienza morosa, pero a medida a que avanza va adquiriendo una dinámica notable. Queremos saber más de Cristiano, de su vida, de sus inquietudes…de su historia. Un lienzo con escenas cotidianas, que a pesar de dar cuenta de rasgos marginales, jamás cae en el melodrama. Más bien describe de un modo poético las fases emocionales que atraviesa el protagonista: soledad, impotencia, desilusión, melancolía. Una película con vuelo lírico que nos muestra no solo la pobreza que rodea a Cristiano, también la de un alma en pena, derrotada, que se sume en un sueño del que no querrá despertar, ya que se siente más plena en la inconsciencia que en la misma realidad.
La alienación no es una palabra entre otras; indica un malestar naturalizado con el que se sienten el mundo circundante y el propio yo. El alienado no se percibe como tal, porque la conciencia solamente puede expresarse en el mudo sufrimiento cotidiano y en el concomitante malhumor. El protagonista de Arábia descubrió, quizás por mero azar, el poder que tiene la escritura para observar todo lo que lo rodeaba y asimismo comprenderse. Que Cristiano sea un trabajador como cualquier otro le puede resultar inverosímil al prejuicioso. ¿Por qué un operario de una fábrica no podría cultivar el placer de escribir? Arábia es una película notable contra la determinación o eso que llamamos destino. Nadie tiene prefijada su posición en el mundo, más allá de que los amantes del statu quo pueden preferir el invencible orden fijo de las cosas. El patrón y el peón serán siempre los mismos; los que tienen y los que no, también. ¿Tiene que ser así? Seguir los pasos de Cristiano es conmovedor debido a que en su propia conciencia se representa lo que se espera de él y lo que él puede llegar a desear sin obedecer aquello. En su propio interior se manifiesta la propia contradicción de las dos palabras que acompañan a la bandera de Brasil: orden y progreso. Lo primero pide resignación y acatamiento; lo segundo, desobediencia y pensamiento. El filme no es otra cosa que el instante previo al alumbramiento de la conciencia de clase. La película de Affonso Ucchôa y João Dumans es sobre algo muy complicado, pero narrado con una amabilidad y una sencillez que puede despertar lágrimas hasta a un indolente reaccionario. Oriundos de Contagem, un barrio marginal de Belo Horizonte, Cristiano y un amigo decidieron robar un auto y los atraparon. Después de un año y algunos meses en la cárcel, el protagonista comenzó a viajar por Brasil mientras trabajaba en lo que podía: granjas, negocios, carreteras y fábricas. También conoció entonces el amor, y en él la distancia que puede existir entre personas de orígenes sociales inconmensurables. Todo esto y mucho más no es otra cosa que los episodios de un diario escrito por Cristiano y leído por un joven de Ouro Preto. Los primeros 20 minutos nada parecen indicar que el filme será una road movie obrera, en la que se puede intuir la precariedad social de Brasil y la universalidad de cualquier persona, no importa su condición social, que puede entrever el poder que otorga pensarse. Sin embargo, en los contrapuntos entre la cómoda cotidianidad del joven y la fábrica cercana a su casa que nunca cesa su actividad, un ida y vuelta que se propone visual y sonoramente en el inicio, Ucchôa y Dumans tienden el juego dialéctico que sostiene el hermoso filme que dirigieron. Película hermosa y precisa como pocas; los planos generales son estética y políticamente justos; las secuencias de ocio y de ternura son exactas, como las elipsis y los motivos musicales empleados. Si la fábrica se detiene, quizás el operario escuche su corazón; si el espectador acompaña, le pasará lo mismo. He aquí un filme político que no grita ni evangeliza, tan solo pone en escena la sensibilidad de los que (no) eligen.
Los trabajos y los días. El relato de la vida de un trabajador, con sus cambios de ánimo, su esfuerzo por sobrevivir, su melancolía a cuestas y sus eventuales momentos de felicidad: de eso se trata este sensible film brasilero, de efecto persistente, ganador de una Mención Especial en el BAFICI hace dos años y cuyos directores fueron premiados en IndieLisboa por “cuestionar con perspicacia la ideología del neoliberalismo” y “recordar la necesidad e inevitabilidad de una revolución a pesar de ser plenamente conscientes de que el hombre nunca será liberado del dolor del trabajo”. Arabia comienza acompañando a un adolescente que va solo en bicicleta, luego cuida de su hermano menor y conversa con una tía que los visita. Cierto misterio ronda ese tramo: cuando, en un momento, le preguntan al más chico si cree en Dios, éste dice que, en el mundo violento e injusto en el que vivimos, es más fácil creer en el Demonio que en Dios. La reflexión, deslizada con serenidad, será una de las varias que el film esparcirá sin énfasis. Esos pensamientos sirven de apoyo a la taciturna visión de la vida en ciertos sectores de nuestra sociedad que expresan las propias imágenes. Ya en ese segmento inicial hay cosas que no se dicen ni se muestran: por qué están ausentes los padres de los pibes, o qué pasó exactamente con un obrero fallecido, son hechos en los que los realizadores no se detienen porque no son lo que importa. Lo que sí asoman allí son detalles que aluden a la contaminación de una fábrica cercana, hecho que irá cobrando relevancia en el transcurso de la película. Porque, en determinado momento, el joven descubre un cuaderno de notas escrito por el trabajador fallecido, a partir de lo cual Arabia se convierte en la narración que aquél hombre hizo de su propia vida. Un relato informal y sincero, contado con su propia voz, como si él mismo leyera en voz alta lo que escribió, a pedido de ya se sabrá quiénes. De ese modo iremos conociendo a Cristiano (ése era su nombre) y, a través suyo, a tantos trabajadores humildes propensos a atravesar experiencias parecidas, desde un despido arbitrario, un trabajo insalubre o el paso por la cárcel por algún delito menor, hasta distintas formas de generosidad y compañerismo, o la felicidad de un amor. Es notable cómo Dumans y Ucchôa saben darle espacio a elementos y situaciones importantes en la vida de alguien como Cristiano (y de hombres que él, de alguna manera, representa): por ejemplo una guitarra, o el hecho de poder dormir, disponiendo de un lugar y un horario adecuados. Film sosegado y agridulce, tanto las canciones que lo cruzan como las referencias a la necesaria unión de los trabajadores, a algún líder sindical campesino y al propio Lula, resultan bienvenidas. Hay también respiros de humor, como el chiste del que se desprende el título de la película, o la discusión con un compañero camionero acerca de qué carga puede ser más o menos pesada, registrada en un solo plano fijo, sin dudase uno de los grandes momentos del cine reciente. Arabia puede llevar a la desazón pero también a la comprensión: aunque el joven del comienzo casi no vuelve a aparecer, podemos pensar que lo que Cristiano dejó escrito en su cuaderno dejará huellas en él, convirtiéndolo en alguien más maduro y solidario, como suele sucedernos a todos después de conocer la vida de otras personas. Por Fernando G. Varea
Con la reconstrucción de un relato en primera persona y con voz en off, Arábia presenta al espectador la situación social de Brasil durante una década. La historia sigue a Cristiano, que sufre un accidente en una fábrica y muere. El joven André va a su casa para recolectar sus pertenencias y descubre un diario personal. Allí comienza a leerlo y a reconstruir la vida de Cristiano durante diez años: “Hice todo lo que un hombre pudo hacer”. El relato, que deriva de la lectura del diario, desarrolla una numerosa cantidad de situaciones: muerte, romance, castigos y varios trabajos que tiene que hacer Cristiano para subsistir. En el camino conoce a un hombre que fuera dirigente laboral en sus jóvenes comienzos y ésto empieza a florecer en el protagonista, que se da cuenta de las injusticias sociales que atraviesan él y otros compañeros. Lo que se acrecienta cuando pide su paga por un trabajo en un campo de naranjas y el jefe se lo niega y le da frutas a cambio. Los directores continúan la historia épica de Cristiano en un formato poético de road movie. El protagonista va de trabajo en trabajo, conociendo nuevas personas de pueblo en pueblo. El título del film Arábia procede de un chiste que cuenta uno de sus compañeros de trabajo, que también resume esta idea de la labor forzada, sean cuales sean las consecuencias. “Todo lo que tenemos son nuestros brazos y nuestra voluntad de levantarnos al día siguiente”.
AL MARGEN DE LAS GRANDES HISTORIAS El cine latinoamericano demuestra cada tanto que hay salida a ese formato de porno-miseria que se explota deliberadamente en los festivales de cine y que se ha hecho muy -tal vez demasiado- popular, abrazando premios y el favor de un público con el horror a flor de piel. La brasileña Arabia, de João Dumans y Affonso Uchoa, es un ejemplo de un cine que aún exhibiendo los problemas sociales de la región, toma la distancia adecuada para no hacer una apología de lo sórdido. Relato dentro de otro relato, los directores no cometen la inmoralidad de montar un gran espectáculo ni hacer foco en las miserias que el protagonista atraviesa, como vagabundo que va de aquí para allá buscando laburos y changas mientras de fondo de desangra un país. Arabia se resuelve en lo íntimo, en lo que está lejos de los grandes discursos, en aquello que se hace foco muy pocas veces. Y vale doble cuando los grandes temas están en el reverso de esta historia de supervivencia. Arabia arranca con el relato de dos hermanos y una abuela. Pero la muerte de un trabajador en la zona industrial de Ouro Preto, en Minas Gerais, da pie no sólo a que el mayor de los hermanos descubra un cuaderno con apuntes del propio trabajador, sino también a que la película cambie de punto de vista y se convierta en ese relato que el obrero fallecido, Cristiano, hacía de sus días en ese diario íntimo. La película de Dumans y Uchoa trabaja a partir de la voz en off del propio Cristiano, de ese flashback, que cuenta sus días, las miserias que atraviesa, el amor que encuentra, los detalles de cada empleo que consigue, los ratos de compañerismo y amistad. Esa voz en off, que parece injustificada en un comienzo, luego encuentra su razón. Y es una razón que no sólo habilita el recurso narrativo, sino que también da lugar a cierta poética que Cristiano utiliza para contar su entorno y contarse a sí mismo. Es una voz en off ajustada, precisa, que utiliza las palabras adecuadas y que suenan honestas y propias de quien las expresa. Las imágenes en Arabia acompañan, nunca redundan a las palabras y sirven para extender mucho más el universo del film: ese Brasil obrero y marginado que sufre y padece en silencio. Así como la voz en off de Cristiano luce precisa, no pasa lo mismo con algunos diálogos que están más cerca del aforismo y el subrayado: que un personaje diga lo injusto de todo cuando lo estamos viendo en cada plano, es una licencia algo innecesaria y hasta impropia de los varios pasajes luminosos que tiene la película. Tampoco está del todo justificado ese quiebre narrativo, que pierde de mano decididamente la primera parte del relato, la historia de aquellos hermanos (de hecho, esos primeros minutos eran un poco intrascendentes), para retomarla tangencialmente sobre el final y demostrar su carácter apenas funcional. Son detalles, imprecisiones apenas, que no terminan por hacer mella. Y es curioso, porque forman parte del repertorio de truquitos del cine contemporáneo que aquí, ante la nobleza que evidencia el resto del relato, quedan aún más en evidencia.
Mucha agua ha corrido bajo el puente a la hora de retratar la miseria y la marginalidad en Latinoamérica, un debate en torno a imágenes y representación que sigue vigente. Frente al discurso prevaleciente que elige la fuerza discursiva de tono político, los directores de Arábia eligen una puesta en escena cuyo tono aletargado, moroso, se presenta como una alternativa diferente. Hay algo así como un marco en la película que abre una dimensión social desde lo privado. Un obrero llamado Cristiano, de frondoso prontuario, tiene un accidente en una fábrica de un barrio industrial de Ouro Preto, Minas Gerais. Una enfermera voluntaria le pide a uno de sus protegidos que busque documentos y ropa en la casa del joven convaleciente, hecho que lo ponen en contacto con unos cuadernos donde Cristiano cuenta su vida. Entonces accedemos a las imágenes que derivan de ese diario, un ejercicio de taller teatral. Al principio, la escritura niega su mismo acto de enunciación debido a las dudas que manifiesta el propio Cristiano, amparado en su falta de instrucción (como si se tratara de un personaje picaresco al estilo de Lázarillo de Tormes, que debe responder ante una autoridad), hecho que pronto se disipará porque si hay algo claro en la película es que la única fuente posible de historias es la experiencia callejera, los viajes y sus consecuencias, independientemente del status social. Claro está, si la materia es un diario íntimo, debe existir ese lector que lo descubra y se sienta fascinado, como ocurre en este caso. El haber aludido al accidente del protagonista al comienzo es solo una estrategia narrativa que abrirá un mapa de preguntas provisorias ya que el encanto del relato nos hará olvidar momentáneamente la cuestión. Desde esta perspectiva, las imágenes ofician como un encantamiento similar al mismo acto de lectura que se realiza de la escritura. Pero hay otras implicancias porque, a partir de este marco, el relato construido desde lo privado será una vía simbólica y política que funciona como alegoría del desarrollo económico de la región en desmedro de las relaciones laborales, fundada en la explotación de los grandes granjeros. La diferencia es que dichas tensiones son mostradas desde una óptica alternativa donde una mirada intimista desplaza el foco de conflicto (no por desinterés, sino porque no hay nada que hacer al respecto, un gesto de absoluta resignación) y se concentra en el itinerario del protagonista por diversos lugares, retratando fundamentalmente rituales de supervivencia y evitando la épica característica en esta clase de filmes. De allí la morosidad de su tono contemplativo, de planos fijos que contrastan con la dinámica de la dialéctica de la lucha de clases. Allí, donde se supone deberíamos asistir a una confrontación discursiva propia de un campo de tensión ideológica, encontramos una puesta en escena que muestra lo contrario y que, en todo caso, repara en valores de camaradería (la música) y solidaridad (en un mundo de restos vinculares). Claro está, la fugaz felicidad convive con otros momentos de inevitable violencia. Mientras tanto, todos tienen derecho a una voz, a un relato. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Bienvenido estreno –en pocas salas, pero estreno al fin– de una de las mejores películas brasileñas de los últimos años, un retrato de la vida de un trabajador “golondrina” a lo largo de varias décadas. En lo que parece ser un combo entre ficción y documental (o un muy logrado registro neorrealista enmarcado en otro más clásico), ARABIA propone un recorrido por la experiencia diaria y sufrida, a lo largo de los años, de un trabajador migrante del estado brasileño de Minas Gerais. El filme empieza como un clásico relato ficcional acerca de un adolescente que vive con su hermano un tanto enfermo –sus padres viajan todo el tiempo– pero pega un giro brusco cuando el aparente protagonista encuentra un diario de un trabajador que acaba de morir en un accidente. La lectura del diario abre las puertas al cuento dentro del cuento, uno que será relatado por la lectura del propio manuscrito. Los directores van narrando las diferentes idas y vueltas laborales de Cristiano, un hombre que se gana la vida haciendo todo tipo de trabajos y yendo de un lugar a otro, suerte de trabajador “golondrina”, un buscavidas que recorre el estado de fábrica en fábrica, de campo en campo, tratando de sobrevivir. A lo largo de este viaje que abarca dos décadas, Cristiano se va cruzando con gente (amigos, una pareja, jefes y así) que la película va mostrando a partir de pequeñas situaciones, cuentos y anécdotas, como la que da título a la película. Con actores que parecen ser no profesionales y muchas historias que parecen provenir de las verdaderas experiencias de los que las narran, ARABIA va avanzando con paso lento pero firme en esta especie de pintura panorámica y sensible acerca de las dificultades –y, en menor medida, los placeres– de la vida de este tipo de trabajadores. El look excesivamente prolijo y estudiado de la película por momentos opera en contra de la espontaneidad y la urgencia de algunas situaciones que se cuentan y, acaso, al protagonista le falta un poco de carisma para soportar todo el peso de la historia. Pero también es cierto que su rostro funciona más que nada como un receptáculo de historias, monólogos y situaciones que les suceden a los demás. Humanista y sensible, calma y pausada como un cuento de campo (no es del todo absurdo, aunque suena raro, que usen música country norteamericana en más de una ocasión), ARABIA –una de las ocho películas que compite por los premios Tiger en Rotterdam– es un filme que muestra a un nueva generación de cineastas brasileños buscando encontrar un lenguaje propio, en cierto sentido cercano al de películas como BOI NEON, de Gabriel Mascaro, pero sin la potencia narrativa y visual de ese filme. A ARABIA le falta, tal vez, un poco de fuerza y originalidad para ser vista como una propuesta cinematográfica novedosa o renovadora, pero su neorrealismo empático y su generoso poder de observación le dan un valor propio que no es para nada desdeñable.
Doble sorpresa la de esta película brasileña. Porque se estrene aquí, aunque lo haga en pocas salas, y por el valor de su relato. O sus relatos, mejor dicho: en Minas Gerais, un chico encuentra el diario de un vecino, Cristiano, aventurero que lo cautiva, muerto en un accidente en la fábrica donde trabajaba. Los directores Affonso Uchoa y Joao Dumans, reconstruyen veinte años en la vida de ese hombre, trabajador de los llamados golondrina, en su ir y venir según los dictados de la supervivencia, en empleos temporarios, cruzándose con otros personajes. Una película extraña, subyugante y conmovedora. Y un retrato del país vecino donde la necesidad se ha convertido en mucho más que apuro económico.
El ocaso de una vida Sin importar el retrato de los espacios, Arábia es una película claustrofóbica, que nos obliga a reconocer el estado de nuestros cuerpos. Un adolescente llamado André pedalea su bicicleta para atravesar una ruta montañosa en Ouro Preto, Minas Gerais. No importa de dónde viene y cuál es su destino. La cámara invierte la atención en el proceso del viaje de una travesía que minutos después emprenderemos nosotros. Arábia es una película neorrealista brasileña que dibuja con paisajes escondidos y relatos poéticos los pasos de un trabajador de una favela que intenta sobrevivir día a día a través de tareas pesadas. Su espinoso mundo se revela como un laberinto a descifrar cuando el chico que pedalea sin respiro descubre un cuaderno repleto de crónicas en la habitación, ahora vacía, de un obrero que duerme en un hospital debido a un grave accidente laboral. Las páginas escritas le permiten a Cristiano tener voz a pesar de no estar despierto, obteniendo además la posibilidad de despertar, a través de todo el dolor acumulado, a la persona que se topó con las experiencias que le apagaron la vida. “Todos tenemos una historia, aún los silenciosos”, deja tatuado en el cuaderno hallado. Abandonando por un rato a su pequeño hermano que está enfermo de aspirar el humo que despide la fábrica que atenta contra la salud de todo el barrio industrial, André nos sumerge con su lectura en la historia de Cristiano. Una voz en off nos lleva de las narices como si fuera una guía turística, para mostrarnos los rincones periféricos del Brasil que nadie visita. Son postales sociales e individuales de las consecuencias oscuras del desarrollo económico de Brasil en los últimos diez años. Cristiano no nos priva de abordar aventuras: como si fuera Ulises, el personaje edifica y atraviesa su propia odisea. Deja su casa, se cruza con toda clase de personas, crea vínculos fugaces, lucha contra su trágico destino mientras se escribe cartas con su Penélope, aquí llamada Ana. Y al igual que el protagonista de la epopeya griega también es encerrado entre rejas, pero no por Polifemo. Sin embargo, en esta película no existe reino ni Itaka a la que regresar. Porque no hay a dónde ir ni espacio para refugiarse de la desolación. La pobreza y la deshumanización vuelven imposible la heroicidad. Cristiano traza caminos pero se encuentra inhibido de cambiarse de lugar. Por eso el tono del relato parece monocorde: para conseguir reflejar una tristeza estática, arraigada en el cuerpo que pone en cada trabajo. Sea cosechando mandarinas o padeciendo el yugo de las tareas forzadas en una fábrica de aluminio, no hay búsqueda de acentos o subrayados, ni siquiera cuando ocurren eventos que marcarán el futuro del protagonista. Esa es la mayor virtud de los directores João Dumans y Affonso Uchoa: no traicionar el ritmo cotidiano y quieto de Cristiano en pos de construir climas de tensión y conflictos que tarde o temprano deberán ser resueltos. Lo que no es estático es lo que siente el espectador al acompañar a Cristiano en su odisea, conociendo a través de él los miles de Cristianos que extraen la riqueza para otros, tejen puentes, abren carreteras, levantan cimientos, recibiendo como magra recompensa, a veces, la posibilidad de apenas sobrevivir. “Es difícil elegir un momento importante para contarlo. Porque al final lo único que queda es el recuerdo”, dice Cristiano, a través de las notas que escribió para una obra teatral de la fábrica que le quitó las últimas gotas de vitalidad. Arábia es un ejercicio de observación de lo que pasa afuera y adentro de un sistema, en los alrededores y en el interior del cuerpo de un trabajador que no puede distinguir la diferencia entre estar vivo y estar muerto. ¿Qué sucede cuando los recuerdos solo ahondan en el sufrimiento? ¿Ocupan más o menos espacio? “Por primera vez, paré para observar la fábrica. Y sentí tristeza de estar allí”, escribe. El personaje plantea en esa imagen desesperanzadora si hace falta dormir bajo tierra para afirmar que uno está muerto. Cristiano respira (aluminio) por inercia, y aunque su corazón late, hace años que dejó de vivir. No hay una gran distancia entre la fábrica donde trabaja y la cárcel donde estuvo preso. La única diferencia es que de la cárcel un día pudo salir; de aquella fábrica se siente esclavo sin posibilidad de salida. Sin importar si la fotografía de Leonardo Feliciano retrata espacios cerrados o abiertos, Arábia se presenta como una película claustrofóbica. Tan opresiva que nos obliga a reconocer el estado de nuestros cuerpos. La tristeza es un sentimiento finito, que cede tarde o temprano. La saudade, ese término portugués tan característico de la cultura brasileña, que definió a todo un movimiento artístico, significa, en cambio, aprender a convivir con una tristeza permanente, con la certeza de que quizás no vamos a conseguir nunca lo que buscamos. De eso habla con palabras y planos precisos Arábia: de estar muerto en vida. En 1660 el escritor portugués Manuel de Melo explicó el término saudade como «bem que se padece e mal de que se gosta» (bien que se padece y mal que se disfruta). El cuaderno que deja Cristiano como legado es un testimonio para que André descubra una vida a evitar y no abrace para siempre la tristeza. Si es que acaso puede lograrlo.
La narración de la historia Arábia (Brasil, 2017), la notable película de João Dumans (Donde envejezco, 2016) y Affonso Uchoa (Afternoon Woman, 2010; El Tigre oculto, 2014), va a desplegar durante su desarrollo, sin alardes de ningún tipo, sin grandilocuencia, pero más que nada sin renunciar al carácter discreto y amable que caracteriza la forma en que compone su narración, cuestionamientos precisos acerca de cómo el cine latinoamericano –en este caso, el brasileño– se ocupa de filmar la pobreza, cómo se aproxima a la existencia de los “desconocidos de siempre”, cuyo destino pareciera ser inmodificable; cómo representa, en definitiva, la desdichada realidad que deben sobrellevar los trabajadores hasta el final de sus vidas. Cuestionamientos que van a propiciar secretamente una interrogación crítica no menos importante, acaso más profunda, sobre el sujeto mismo de la enunciación, sobre quién es, a fin de cuentas, el que puede –o no– escribir. No es otra cosa que desencanto lo que va a determinar la mirada de André (Murilo Caliari), un joven de 18 años que vive junto a su hermano enfermo en un barrio industrial de Ouro Preto, en Minas Gerais. A través de la ventana de su habitación, André va a observar lo único que tiene ante sí, esclavizado por la perspectiva inequívoca que define su experiencia: una inmensa fábrica de aluminio ocupa el centro del espacio que habita. La fábrica organiza simbólica y materialmente el devenir de la comunidad. Su omnipresencia va a desvelar al joven porque puede intuir que allí se encuentra el origen de su malestar. La miseria es manifiesta. No hay dinero. Ni para comida ni para medicamentos. Un estado de cosas que hace más fácil imaginar, como referirá su hermano, la existencia del demonio más que la de Dios. Una situación que se le presenta, a priori, sin posibilidad de cambio. Un día, sin embargo, una ambulancia se va a llevar inesperadamente a un operario de la fábrica. Y André encontrará en la casa de ese trabajador un cuaderno. Y en ese cuaderno, la narración de su vida. El film de Dumans y Uchoa iniciará a partir de ese momento –como si lo anterior no fuera más que una introducción- el relato de esa historia escrita en un cuaderno. “Es difícil elegir un momento para contarlo. Hace tiempo que no veo un lápiz ni un cuaderno. Pero ustedes nos pidieron que contemos algo importante de nuestras vidas. Y me gustaría al menos intentarlo”, expresará la voz –en off– de Cristiano (Aristides de Sousa). La película se ocupará de narrar, casi como una road movie proletaria, su trayectoria vital, determinada por el desplazamiento permanente que moviliza al protagonista a buscar trabajo. El trabajo que sea. Su anecdotario incluirá no pocos problemas, una estadía en la cárcel, las primeras ocupaciones caracterizadas por la explotación y el desprecio de patrones, el descubrimiento del amor, los compañeros de ruta. Hay en Arábia, como en pocas películas en el cine contemporáneo, escenas que logran consolidar, con sensibilidad y sencillez, momentos de una profunda significación acerca de la fraternidad entre pares. La lectura colectiva de una carta familiar o el placer que puede promover la simple melodía de una guitarra refrendan de inmediato el carácter de amistades si bien efímeras, inolvidables. La llegada de Cristiano a la fábrica y, fundamentalmente, la conquista de una práctica siempre inalcanzable para hombres de su clase, le procurará la oportunidad inédita de pensar –se– y comprender así su destino. Una noticia: en Arábia no habrá lugar para el miserabilismo ni la solemnidad. Tampoco para el gesto cruel que tiene como único designio alcanzar la conmoción cándida del espectador. El pequeño gran film de Dumans y Uchoa desestimará por completo la tentación del estereotipo y la idealización romántica de la pobreza. Su puesta en escena es ajustada, firme en su convicción –desde luego cinematográfica, por supuesto política– de aproximarse con prudente distancia a la realidad de los que nunca escriben. Es, a su discreta manera, un film épico. Una película tan importante y potente sobre nuestro tiempo que conviene no perder de vista, a pesar de la escasa, escasísima, cantidad de salas concedidas para su exhibición.