Crítica publicada en YouTube
Ya se sabe que si hay algo que no abundan por Hollywood son ideas. Y tampoco es nueva ésta de retomar los personajes de alguna película de terror y transformar esa producción en una nueva saga, o al menos darle una vuelta de tuerca y adaptarla a los tiempos presentes. Con un ojo en todo eso, otro claramente en la taquilla, y si hubiera un tercero en la diversidad -la mayoría de los intérpretes son afroamericanos, lo mismo que los responsables detrás de cámara, la dirige una mujer y hay una pareja gay interracial-, Candyman no defraudará a los amantes del slasher. Que es, en definitiva, lo que le importa a quienes pagan su entrada. No hace falta haber visto el clásico del terror de 1992, ni tampoco sus secuelas. Jordan Peele, el actor devenido en guionista y director de ¡Huye! y Nosotros coescribió y coprodujo esta secuela espiritual, como la gente de marketing le gusta denominar a la Candyman versión siglo XXI. La original y ésta El personaje de la película original era un espectro que regresaba con sed de venganza. Lo explican aquí, con una suerte de marionetas proyectadas. Ahora, lo que era una leyenda urbana se convirtió en una metáfora -aunque es bastante explícita- sobre el maltrato a la comunidad negra. El hombre de los dulces, que tenía un gancho como mano izquierda, un séquito de abejas y un abrigo de piel largo, derivaba de un artista que a fines del siglo XIX pintó el retrato de la hija de un magnate blanco. Bueno, además de pintarla tuvo un amorío con ella, quien quedó embarazada y el señor blanco mandó a lincharlo. Le cortaron la mano, lo rociaron de miel, las abejas lo picaron y después lo prendieron fuego. Ese fantasma regresa si se lo menciona, si se repite su nombre cinco veces. No lo prueben en sus casas. En la actualidad, Anthony (Yahya Abdul-Mateen II, que fue Bobby Seale en El juicio de los 7 de Chicago) es otro artista. Se crió en las viviendas Cabrini-Green de Chicago, allí donde transcurría la Candyman dirigida por Bernard Rose, sobre un cuento del gran Clive Barker (Hellraiser; estén atentos porque hay un guiño hacia Baker en el filme). En pareja con Brianna (Teyonah Parris), quien trabaja para un galerista medio insoportable, Anthony está preparando material para una muestra. Y no va que, atrevido más que vanguardista, Anthony busca en Candyman inspiración. Quiere salir de lo habitual, crea algo similar al arte performático, una instalación. Y bueno. Candyman vuelve. Y no porque se haya ido sin que lo llamen. Por eso de decir cinco veces Candyman. No, no lo digan frente a un espejo. La realizadora Nia DaCosta, que ¿a qué no saben qué está filmando? The Marvels, la secuela de Capitana Marvel, no teme mostrar cómo el Candyman, que de dulce, más que presentarle a los chicos un caramelito en su mano, no tiene nada, puede cortar el cuello, o cómo le arrancan el brazo a otro hombre, y así, hasta el infinito. Sadismo en primer plano. Hay buenos efectos y seguramente pueda pregonarse que este Candyman es más una alegoría sobre los supremacistas blancos, por lo de los complejos habitacionales que fueron como un gueto. Pero ya sabemos lo que el público que va a ver Candyman quiere ver. Y DaCosta, Peele y el elenco se lo dan en bandeja.
Candyman fue una película que en 1992 le otorgó un soplo de aire fresco al terror sobrenatural y en especial al subgénero slasher. Inspirada por un cuento de Clive Barker (creador de Hellraiser), la obra del director Bernard Rose sorprendió con una gran exploración de la mitología de las leyendas urbanas y el racismo en los Estados Unidos. Eventualmente se convirtió en una propuesta de culto que quedó en el recuerdo por la interpretación de Tony Todd en el rol del villano y la tremenda banda sonora de Philip Glass. Lamentablemente los productores luego no supieron explotar el potencial del personaje y expandieron la franquicia con dos filmes horrendos que carecían de la calidad artística de la entrega original. La nueva película que llega a los cines esta semana se establece como una continuación directa de la obra de Rose y contó con la producción de Jordan Peele. Un cineasta obsesionado con el racismo y la constante victimización de la comunidad negra norteamericana que hasta ahora no se le cayó una idea en su filmografía, más allá de repetir una y otra vez estas temáticas. Esta versión de Candyman adapta el concepto del personaje en los tiempos del Black Live Matters donde obviamente el tema de la brutalidad policial no podía quedar afuera. En este contexto lo mejor que le pudo pasar al proyecto fue que la dirección quedara a cargo de Nia DaCosta, quien supo encontrar un balance más equilibrado entre el cine de género y el sermón del comentario social que en manos de Peele hubiera sido infumable. DaCosta, quien actualmente trabaja en Capitana Marvel 2, debutó hace unos años con el neo western Little Woods (con Lily James) y en este caso ofrece un film decente que se conecta con la obra original. Si no tienen muy presente la primera Candyman lo ideal sería repasarla antes de ver esta película para apreciar mejor los detalles que vinculan a las dos historias. De hecho, el origen del nuevo protagonista representó una subtrama de la producción del ´92. De todos modos para quienes no llegaron a verla el argumento también incluye un resumen de los acontecimientos previos que se narran a través de secuencias de animación con siluetas. Uno de los aportes artísticos más inspirados de esta continuación.
La nueva versión de Candyman tiene un gran punto a su favor: la unión con las películas anteriores (sobre todo a la original estrenada en 1992) y a la vez sirve de reboot para las nuevas generaciones. No ignora ni su origen ni su legado. En ese sentido está a la altura de la circunstancia. Ahora bien, en cuanto a película de terror deja bastante que desear. No asusta prácticamente nada. Da la sensación de que los realizadores pusieron más el foco en el mensaje que en la entrega del mismo. O sea, al ser una producción de Jordan Peele, el énfasis está en el tremendo problema de discriminación racial histórica que hay en Estados Unidos. Lo cual se aplica a la perfección con este personaje. Pero al mismo tiempo pierde. Sin dar spoilers, las víctimas siguen un mismo patrón y uno puede sacar sus conclusiones al respecto. La directora Nia DaCosta hace un trabajo muy correcto, pero con cero innovación o personalidad a la hora de intentar asustar un poco. Es todo repetición, cliché o abuso de recursos ya establecidos. El elenco también está bien, pero nadie para destacar en ningún sentido. El film es más apto para los muy amantes del personaje, ya que le da una cierta reivindicación, contexto y peso. No mucho más.
El terror, en términos de género narrativo, sirve como una estructura sobre la cual construir historias fantásticas en torno a temas reales, siendo el duelo y la violencia algunos de los más recurrentes. Asustar no es el objetivo, sino el medio para generar un efecto catártico y, en el mejor de los casos, iluminar algunos aspectos de la experiencia humana. Jordan Peele lo hizo en ¡Huye! y Nosotros, películas de terror que hablan sobre la historia de violencia contra los afroamericanos. Esa misma intención está presente en Candyman, cuyo guion fue escrito por Peele, Win Rosenfeld y la directora Nia DaCosta. Pero en esta secuela del film de 1992, el mensaje está escrito en letra mayúscula, presente en cada diálogo y cada plano. La insistencia en dejar claro cuál es el verdadero terror que enfrentan los afroamericanos (una pista: no es un asesino que sale del espejo cuando se repite su nombre cinco veces) sugiere desconfianza en la capacidad del espectador para interpretar distintos niveles de sentido. En una escena, un personaje critica la obra del protagonista porque es muy literal la relación entre la violencia simbólica y la real; el comentario podría aplicarse a Candyman, implicando la intencionalidad del subrayado. Tal vez, los guionistas y la directora crean que en el contexto actual la sutileza es una pérdida de tiempo. Sin embargo, la obviedad le quita filo a un film repleto de ideas visuales, en el que DaCosta demuestra talento para generar imágenes poderosas. Algunas de ellas son combinaciones seductoras de belleza y tragedia, como las secuencias que utilizan figuras negras recortadas, proyectadas sobre una pared blanca, que evocan la obra de la artista Kara Walker, dedicada a explorar los mismos temas que el film.
Resignificando el mito (y los espacios). Desde el momento que supimos que Jordan Peele estaba detrás de la producción y el guion de esta especie de secuela espiritual de la Candyman de Bernard Rose, era de prever que la resignificación del mito no se iba a limitar al aspecto gore. Después de ¡Huye! y Nosotros, sabemos que la crítica social va asomar sea de manera implícita o explicita. Sumada aquí la mano de su directora, Nia DaCosta, que además de coincidir con indagar sobre la violencia policial y racial, añade el arte como catalizador de fenómenos culturales (identitarios) de masa. Situados en el 2019, en Cabrini Green, el mismo vecindario donde comenzó la leyenda del hombre garfio, ahora nos encontramos con un suburbio con hermosos departamentos habitados por jóvenes promesas que desconocen su oscuro pasado, como Brianna Cartwright (Teyonah Parris) y su pareja el pintor Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), quién está atravesando una crisis creativa. En una reunión, después de escuchar una historia del lugar sobre una mujer que enloqueció por investigar la leyenda del hombre avispa, Anthony se involucra con la misma y decide inquirir a fondo, más allá de una atracción inconsciente, con la excusa de tener un buen tema para su nueva exposición. A partir de aquí comienza la pesadilla, comienza una etapa en la que el mito y lo real se combinan poniendo en duda la racionalidad de los actos que ocurren, y hasta nuestro propio juicio. Todo va en declive, se oscurece, Candyman vuelve materializarse a través de las inocentes invocaciones, a través de la necesidad de exorcizar años y años de abusos e injusticias; a través de la propia carne, adquiriendo diferentes simbolismos, pero perpetuándose. Una historia que se irá reconstruyendo con la sangre del presente y el pasado. Nia DaCosta, da un paso más allá para reinterpretar este relato teniendo en cuenta no solo el género y el timing de la historia, ni hablar de las precisas y simétricas locaciones, así como una música que se amalgama al espíritu colectivo de esta leyenda que trasciende su propio estatus; también para incorporar como concepto (o como raíz) la forma y el contenido del arte, reflejando esos elementos culturales con los que se identifica una sociedad. El carácter social del arte, aquel en que el hombre puede adquirir concepciones que le permiten forjar un lugar de pertenencia. Sumergidos en un ambiente casi onírico donde la verdad y el dolor se elevan porque es imposible el olvido, aparecen también marionetas hechas de cartón y sombras chinescas para contarnos con simpleza sucesos aberrantes que no se pueden simplemente callar; por el contrario, toman más fuerza que nunca a través de una herida abierta que tardará mucho, mucho tiempo en cicatrizar. Y aquí es donde la directora también manifiesta sus rasgos, su identidad. En su forma de narrar, de insinuar con un fuera de campo potente y exquisito; en su forma de dotar al género con una mirada diferente, dramática y también comprometida.
En la versión de 1992 dirigida por Bernard Rose (ya de culto), protagonizada por Virginia Madsen quien interpretaba a Helen Lyle, nace este personaje inspirado en un cuento de Clive Barker. Daniel Robitaille (Tony Todd) era un artista negro e hijo de un esclavo que se enamora de una mujer blanca. El padre de la joven se encargó de que fuera torturado por una multitud, que en lugar de brazo se le coloque un garfio y que sea quemado vivo. Así surge Candyman, quien vuelve cual fantasma vengativo. Eso sí, se lo convoca repitiendo su nombre frente al espejo cinco veces. Esta nueva entrega producida por Jordan Peele ("Get Out") y dirigida por Nia Da Costa (también co-guionista) nos sitúa en Chicago en la actualidad, donde el artista plástico Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) conoce a William Burke, visitado por "el hombre de los dulces" cuando era niño. Anthony se obsesiona con esta leyenda urbana y arrastra en su locura a su pareja y agente Brianna Cartwright (Teyonah Parris). Tony se dirige a Cabrini-Green, el complejo de viviendas donde todo comenzó, a investigar y a inspirarse para trabajar ya que se encuentra en un bloqueo creativo. Allí es picado por una abeja y comienza su deterioro físico y mental, además de asesinatos a su alrededor. Lo que sigue, sería spoiler. Candyman pasa la prueba a pura metáfora y mantiene el suspenso. Las actuaciones y los efectos visuales con espejos están muy bien. El film toca la brutalidad policial y la discriminación racial que está lejos de disminuir (ya lo hacía en el anterior y al final hay un sitio web para denuncias) con lo que recalca la toma de conciencia. Tiene el plus artístico de contar parte de la historia con sombras que se proyectan en la pantalla, muy bien logradas. Gracias @universalpicturesarg #candyman
Candyman a través del espejo Un personaje “disfraza” a otro de Candyman y, mientras lo hace, explica que, si bien la suya es una reinterpretación del asesino del tapado y garfio, es necesario que algunos de esos elementos que formaron parte de su caracterización original, devenida icónica, persistan para otorgarle una cierta consistencia, validez, a este nuevo acercamiento. Ese diálogo tal vez demasiado explícito constituye un buen punto de partida para leer esta secuela/reboot de Nia DaCosta que, a la manera de Halloween (2018), se presenta como una continuación directa del clásico que la originó, pero acaba siendo más bien una actualización de aquél y un borrón y cuenta nueva para la saga que propició. Otra pista posible para entender las intenciones de la película reside en los minutos iniciales, particularmente en su secuencia de títulos: mientras que los de Candyman (1992) se desarrollaban sobre un plano cenital de la ciudad de Chicago, los de Candyman (2021) lo hacen, por el contrario, sobre varios planos contrapicados —e invertidos— de las cimas de esos mismos edificios. En efecto, la nueva Candyman busca ser el reverso perfecto de su antecesora y, al mismo tiempo, una reapropiación de ella “para las nuevas generaciones” (ay, esa frase vacía usada para encubrir los fines netamente económicos detrás de la resurrección de viejas y conocidas propiedades intelectuales). Irónicamente, siendo una película plagada de dobles y dualidades, la última producción de Jordan Peele acaba siendo perjudicada por su propia e inherente dualidad, por esa ambivalencia constante que, por un lado, la hace apelar al legado del slasher de Bernard Rose, abrazarlo y homenajearlo, y que, por el otro, la lleva a tirarlo por la borda y reescribirlo en pos de aquello que verdaderamente la motiva: vociferar lo que ya se había dicho, pero con el subrayado y la urgencia que demandan los tiempos que corren. En consecuencia, tal como las hormigas negras devoran el cadáver de una abeja (insecto inmediatamente asociado al personaje del título), la película de DaCosta hace suyo al villano encarnado por Tony Todd, lo separa de su mito originario y lo vuelve una máscara atemporal, una figura anónima y simbólica (“Candyman ain’t a he. Candyman is the whole damn hive”), una suerte de protector al que la comunidad negra debe acudir, invocar, para lidiar con la injusticia social y escudarse contra la violencia institucional. Lejos ya quedaron los días del asesino sobrenatural que vanidosa y aterradoramente volvía para recuperar aquello que una mujer blanca, nada menos, le había quitado al desmitificar su leyenda. Entonces, ¿cuál es la amenaza que ahora motiva su regreso? El riesgo del olvido colectivo, la impotencia ante los atropellos que dicha comunidad históricamente sufrió y la voluntad de evitar que, como la historia de Candyman, se sigan repitiendo una y otra y otra vez. De este modo, lo que empezó como una película de terror que, con audacia, buscaba allanar su propio camino y que, simultáneamente y con respeto, seguía los pasos de su progenitora, paulatinamente comienza a separarse de aquella y a descuidar el pulso que el género requiere (la proliferación de líneas narrativas en el segundo acto afecta sobremanera a su fluidez). Eventualmente, Candyman (2021) acaba desnudándose por completo y develándonos su torso sangriento, su verdadero ser: un film de denuncia que busca ser celebrado con igual o incluso mayor ahínco que Get Out, por los sectores más progres de la industria y gracias a “su mensaje” de trazos gruesos y sobreexplicada conclusión. De hecho, si bien ésta prueba ser más que correcta para el camino que la película eligió tomar, ello no quita que también resulte un tanto superficial, bastante arbitraria (la pérdida del punto de vista del protagonista durante casi todo el tercer acto probablemente sea la principal causa) y hasta incongruente, teniendo en cuenta el lugar desde donde partió. En cualquier caso, si el visionado de Candyman (2021) resulta una experiencia dentro de todo gratificante, ello se debe —entre otras cosas— a su directora, quien no sólo demuestra saber dirigir a sus actores (aplausos para Vanessa Williams, quien, como Candyman, también debe ser inmortal, dado que en 30 años no parece haber envejecido un día), sino que también ostenta la suficiente confianza detrás de cámara como para emprender una serie de logradas escenas de suspenso con múltiples juegos de espejos y reflejos, sin caer en el agotamiento del recurso. En este sentido, cabe destacar también la vital contribución del compositor Robert A. A. Lowe, quien logra una hazaña verdaderamente notable: que no extrañemos —mucho— la melancólica y memorable banda sonora de Phillip Glass. Lo que sí se extraña es algo que brilla por su ausencia en Candyman (2021), pero que sí estaba presente en el cortometraje homónimo que Nia DaCosta dirigió y lanzó hace poco más de un año, a modo de teaser, y que puede verse casi completo en los créditos finales del film. Su inclusión resulta sumamente curiosa ya que, puestos uno al lado del otro, en su inevitable comparación, en ese involuntario reflejo, el corto acaba poniendo en evidencia al largo, demostrando que la misma historia que éste contó podía ser narrada con gracia, sin declamaciones forzadas y confiando en la elocuencia de sus imágenes.
El mito no muere, renace Digan su nombre cinco veces… La leyenda regresa con Yahya Abdul-Mateen II (Aquaman, Watchmen) al frente. ¿De qué va? La leyenda de Candyman vuelve a acechar tanto a Cabrini Green como a sus alrededores en busca de un nuevo heredero, ya que la chispa del horror no debe ser silenciada nunca. Desde los primeros minutos del film, contemplamos el cómo los logos de las productoras y desarrolladoras del metraje se muestran a la inversa, de tal forma que nos hace inclinar levemente la cabeza hacia la pantalla y pensar en que “parecen reflejadas”. No son las de siempre, pero son las mismas. Son diferentes, pero iguales. Durante los títulos, unos planos aberrantes de los edificios de Chicago inundados de una neblina opaca, que sirven como techo de aquellos gigantes de concreto, o tal ves como base, ya que es difícil comprender dónde comienzan y donde terminan. Acompañando a lo visual, los primeros compases de la música compuesta por Robert A.A. Lowe remarcan el tinte turbio y siniestro de lo que vamos a ver a continuación. De esta forma da inicio esta “secuela espiritual”, que no solo trae a nuestros días la leyenda conocida, sino que la trae de forma reforzada, a tal punto que se antepone a la primera entrega, ofreciendo un show tan grotesco como placentero. Ubicados en una Cabrini Green setentosa, presenciamos la marginalidad de la comunidad negra que se mantiene bajo la sombra de la ley, para que el blanco supremacista refuerce su poder autoritario y salvador. De esta forma somos partícipes de cómo estar fuerzas opresoras apalean hasta la muerte a un supuesto asesino de niños que rondaba por la zona, el cuál se hacía llamar a sí mismo Candyman. No solo que no era el culpable de los crímenes que sucedían a la redonda, sino que aquella matanza indiscriminada da inicio a un eco mortal que retumba en el presente. Ubicados en tiempo actual, seguimos los pasos de Anthony (Yahya Abdul-Mateen II), un pintor que pasa por una meseta creativa que no lo hace ver más allá de su yo pasado. Recientemente mudado con su pareja y galerista Brianna (Teyonah Parris), el hombre escucha atentamente, durante una cena de bienvenida, aquella historia en la que Helen Lyle -interpretada en el pasado por Virginia Madsen– invoca excépticamente a Candyman y sucumbe en la locura, de tal forma que osa en sacrificar un niño para contentar al mito del hombre con mano de garfio. Es así que Anthony cree que allí, en la Cabrini Green que tanto terror trajo en el pasado, se encuentra aquella inspiración que necesita. De esta forma se da inicio, o reinicio, a la leyenda de Candyman, y de cómo el terror que impone no es más que un grito desesperado de atención. Nia DaCosta (Little Woods) nos trae su segunda película, y con ella un repertorio de orgasmos tanto visuales como sonoros. La inteligencia de la película descansa, principalmente, en el leitmotiv de los espejos, y de lo que estos reflejan. Lo que vemos en ellos es aún más que lo que percibimos a simple vista. Una vez invocado el demonio, aquellos cristales, que descansan a un costado del escenario, se vuelven en el foco del verdadero horror. A medida que avanza el film, los espejos, que inician como un simple rincón del baño, se transforman en grandes puertas que dejan entrever el escepticismo y la ingenuidad de aquellos que dudan sobre el mito. A lo largo del metraje, las pinturas que realiza el protagonista reflejan el cómo su psiquis se va corrompiendo gracias a su obstinación en querer conseguir la grandeza más que el comprender el verdadero foco de la leyenda urbana. Es así que los acrílicos se transforman lentamente en sangre y miel, de la obsesión por crear una obra revolucionaria nace el despertar de un pasado que se creía enterrado. De esta forma, un Anthony consumido, alienado de su pareja y de su profesión, pinta no sobre los suyos, sino que pinta sobre él, sobre lo que fue y lo que será. Durante todo el film, DaCosta demuestra su elegancia en los escuadres que llenan de diagonales la pantalla. La simetría se va torciendo a medida que transcurre la historia, como así la luz, que se transforma en la noche más oscura. El arte se degrada paulatinamente en ropas manchadas, trazadas por grotescos trazos que remarcan el pedido de ayuda del protagonista, que queda encerrado en el cuerpo del mal. La historia avanza conforme a la transformación de Anthony, como también de la misma leyenda, que nos trae tanto sus inicios como sus diversas interpretaciones. El relato oral se convierte en una narración que pone a prueba tanto al que la nombra como al que la escucha. El verdadero horror del film no esta en el exquisito gore ni en los gritos de sus víctimas, está en aquella fuerza omnisciente, que espera a que veas el espejo y cometas ese error tan estúpido como tentador. Decí cinco veces su nombre y morirás, pero no por ser el elegido de una fuerza aleatoria y malévola, sino por ser ingenuo, por tentar el verosímil del relato y tomarlo por una banal leyenda urbana. Es acá, entre la voz temblorosa de los que se atreven y el reflejo de una normalidad aparente, que el mito se transforma en realidad, pintando el cuarto de un rojo salvaje, y dejando la huella del dolor de aquellos que sufrieron injustamente. Por más que la denuncia racial esté presente, el film va más allá de tratarse sobre el “matar al blanco”, sino que nos presenta a un villano, o justiciero necesario, que pregona el dolor y calla al opresor ingenuo que recorre los rincones de un mundo golpeado. Candyman es sobre la historia que necesita ser contada, sea como mito o cuento de hadas, es sobre el grito de una comunidad que no solo revive, sino que se transforma y se hereda.
Soft reboot de un clásico de los 90 Luego de retrasos por la pandemia, se estrenó una película que vivió en Development Hell desde los 2000. Desde que sus residentes pueden recordar, los habitantes de Cabrini Green, Chicago fueron aterrorizados por la historia de un asesino fantasma, el cual era invocado por cualquiera que se atreviese a nombrarlo 5 veces frente al espejo .En la actualidad un artista llamado Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) y su novia, una directora de galería de arte llamada Brianna Cartwright (Teyonah Parris), se mudaron a un departamento lujoso en Cabrini, ahora habitado por una clase media emergente. Con Anthony sufriendo un bloque artístico, un encuentro con un veterano de Cabrini Green expone a Anthony a la naturaleza trágica y horrorosa de la verdadera detrás de Candyman. La película dirigida por Nia DaCosta, y producida por el genial Jordan Peele, toma el concepto Slasher sobrenatural de la Candyman de 1992 y lo llevan directo al siglo XXI. La película no solo lleva una premisa ya clásica por nuevos rumbos sino que lo hace con una naturalidad que jamás queda forzada, jamás surge el pensamiento de “esto es demasiado”. Dentro de la lógica del filme todo lo que acontece es plausible, además las actuaciones son orgánicas a lo que se observa. Nada es demasiado exagerado como para no creerlo, incluso los estereotipos no rompen la suspensión del descreimiento. Durante toda la duración de la cinta, hora y media aproximadamente, se aprecian no solo hermosos planos de la ciudad de Chicago sino también buen uso de tomas que utilizan espejos para sumar horror a lo observado. Candyman hace algo muy similar a lo hecho por Halloween (2018), ignorando las secuelas de la original y partiendo solo desde la película original de 1992 conectándolas a través su protagonista: Helen Lyle (Virginia Madsen). El resultado logrado de secuela/reboot es más que satisfactorio. Uno puede ver una atrás de la otra, cosa que recomiendo, y la continuidad se siente armónica. Además de lo inherente al filme, todo lo que atañe a la cuestión racial en Estados Unidos está encarado en la película lo cual es fortaleza y debilidad al mismo tiempo. Con Jordan Peele (Get Out y Us) como productor no es de extrañar que a través del terror se traten temas raciales pero a diferencia de las películas que él dirigió no se lo hace en forma de comedia negra. La palabra clave es: sutileza. Candyman carece de ella, por momentos el mensaje de la inequidad étnica en USA se sobre explica a niveles que parece el chiste de Homero Simpson anotándose en el brazo “Dios=Bien, Diablo=Mal”. Las películas de terror siempre han sido vehículos para tratar temas sensibles a lo largo de la historia pero las que más perduraron en el tiempo son las que lograron hacerlo con sutileza, sino parecen regaños moralistas disfrazados de cine. Candyman es una sólida película de terror que logró exitosamente ser una secuela/reboot orgánica, lo cual no es poco. Entretiene, tiene momentos de tensión absoluta, está bien actuada y dirigida. Verla en cines mejorará la experiencia y el uso de los silencios y estruendos en momentos claves aumentarán el factor miedo considerablemente. El filme tiene dos peros: la ya mencionada sobre clarificación de su mensaje racial y no hacer mejor uso del gore que podría generar una entidad como Candyman.
Con más ideas visuales que narrativas, el relanzamiento del cuco Candyman, cuyo nombre mejor no pronunciar, se inscribe con el aporte de Jordan Peele en la línea que une al terror con la violencia racial. El director de ¡Huye! y Nosotros hace del Candyman una catarsis explícita: no es un hombre ni una sola entidad, sino la representación de años de discriminación, horror y sufrimiento de los afroamericanos oprimidos por los blancos. La dirección está en manos de una mujer, Nia da Costa, que escribió el guion junto a Peel y Win Rosenfeld. Secuela del inquietante film iniciático, de 1992, con Virginia Madsen (cuya voz aparece aquí, como parte de un archivo), este regreso tiene como protagonista a Tony McCoy, un pintor exitoso con la carrera encallada, que parece repetirse a sí mismo hasta que le cuentan la leyenda urbana del fantasma Candyman, con la que se fascina al punto de inspirarle obra nueva. Pero si el temible espectro, que ofrece caramelos con hojas de afeitar, se invocaba por error en el pasado, a McCoy, (y a buena parte de los secundarios) por algún motivo, le parece buena idea invitar a todo el mundo a decir su nombre. El argumento y las vueltas del guion cumplen la amenaza de ir por caminos más pueriles que originales, más previsibles que sorprendentes. Es una pena, porque, desde los créditos iniciales al revés, en los primeros segundos, la directora ofrece una inventiva que se disfruta y se agradece. Juegos de sombras, crímenes sangrientos en grandes planos generales, uso del fuera de campo, puesta en escena de ideas (políticas) que son tanto más poderosas en la imagen que en las palabras. Un barrio marginal, abandonado por la codicia de la gentrificación urbana, que lo convertirá en zona de confort para el ABC1, vale como ejemplo. El lugar es un páramo alucinado, para el protagonista y el espectador, en el que se percibe la densidad de un pasado oscuro. Pero como si eso no fuera suficiente, ahí está el discurso, la “denuncia” que lo explica. Como si Candyman no se conformara con ser solo una película de terror (como si eso fuera algo menor), sino un vehículo para llevar el mensaje.
La secuela de la película de terror Candyman (1992) regresa al ahora aburguesado vecindario de Chicago donde comenzó la leyenda. Habrá una sección sin spoilers y otra con spoilers porque esta película da para el debate.
LA NUEVA CONGREGACIÓN La figura del falso culpable es sobradamente reconocida, cinematográficamente atribuida como sello exclusivo de Alfred Hitchcock, pero también fue Fritz Lang quien impulsó las pinceladas definitivas en esta forma de arte, fundamentalmente con Spione y de manera retorcida con M. Desde su auténtica consagración en 1974 -con El loco de la motosierra y La residencia macabra– siempre hubo leves intenciones de filtrar al falso culpable en los slasher films. Uno de los ejemplos más recordados está en Pesadilla 2: La venganza de Freddy, donde el protagonista es poseído por la icónica entidad onírica de la saga y tiende a matar a los hombres que lo rodean antes que las mujeres. Cuando, a casi dos décadas después de su estreno, la orientación sexual del actor de aquella película se volvió tópico mediático, los seguidores de Pesadilla comenzaron a entender a las muertes de la segunda parte como un modo de expresar la homosexualidad reprimida del personaje encarnado por Mark Patton. Una lectura que, pese a las burlas que cosechó durante décadas, termina fortaleciendo a las defensas de la secuela, en vez de posicionarse como sobre análisis paródico, ya que, si bien los indicios siempre estuvieron, jamás se sintieron del todo resaltados en la continuidad del film y están más bien puestos con tintes irónicos. Aparece en la década siguiente la adaptación de la obra de Clive Barker, con el guion y la dirección de Bernard Rose. Candyman de 1992 es la película que catapulta a Tony Todd como emblema del gore y sus participaciones en Los expedientes secretos X y Destino final no hicieron caso omiso de esto. Similar a la situación del Freddy Krueger de Robert Englund, Todd figura en los créditos como la estrella principal recién en las secuelas, cuando en la primera se guardaban su nombre para lo último. Esto se debe a que la película original del hombre acaramelado del garfio se sostiene fundamentalmente por las vicisitudes que azotan a la falsa culpable de turno (Virginia Madsen), que al final no era tan falsa y su rol se termina invirtiendo, un poco al estilo de Peter Lorre en la ya mencionada M de Lang. La secuela carnavalesca está más ocupada en fabricarle un talón de Aquiles específico al Candyman, como también en diversificar sus maneras de matar, cuando la aparentemente unilateral de la antecesora (de atravesar a los cuerpos con su garfio desde la entrepierna hasta la garganta) gozaba de un encanto irreproducible. La tercera fue un “directo a video”. Es fácil destacar que la mayoría de las actuaciones en ella son pésimas, atacar a la discutible cita de la escena de la ducha de Marion Crane en el inicio y que ni se molestaron en sumar efectos prácticos y maquillajes como para hacernos creer que a Tony Todd le falta una mano. Sin embargo, lo que más nos interesan son ciertas decisiones sutiles que pone sobre la mesa, como la de recuperar al actor Nick Corri (quien interpretara al primer y efímero falso culpable de la saga Pesadilla) en un rol muy particular, y la de mostrarnos qué pasaría si de repente un grupo de personas se pusiera a favor de las masacres causadas por Candyman en su contemporaneidad. Lo cual nos da pie a plantearnos qué representa esta cuarta película, que lleva el título exacto de la primera. Es una película de Nia DaCosta y está apadrinada por Jordan Peele, dados los respectivos currículums audiovisuales de ambos, era esperable un despliegue óptico sobresaliente. En este sentido, la nueva Candyman no decepciona y además pocas veces evidencia el uso de efectos por computadora, algo muy escaso en los tiempos que corren y cada una de las muertes en pantalla deja la impresión de ser exclusivamente tangible. La intriga de descubrir cómo se inserta en la saga, si es que lo hace, es otro de sus logros. Hay un punto de vista diegético sobre los eventos de la primera película, definido por los propios personajes como una leyenda urbana que parte del “inconciente colectivo”, mientras que el film siembra un pacto con el público que sí conoce los hechos, haciéndole saber que los nuevos residentes de Cabrini-Green son simples víctimas de una memoria selectiva deliberada. Esto se plantea también desde la forma del film, con su secuencia de créditos iniciales manifestada como la perversión del plano cenital con el que abría el film de Bernard Rose. Buena sangre, buenas muertes, buenas actuaciones. Aun así, hay intenciones que pasan a primer plano, de una manera que otras obras del subgénero supieron descartar y a su vez llega un punto en el que esta entrega parecería avocarse a desestimar todas sus raíces. No vamos a especificar cómo redireccionan al concepto del Candyman acá, salvo por un detalle: los asesinatos se dan por una condición racial y no necesariamente por la invocación al personaje, nombrándolo cinco veces y mirando a un reflejo. Es decir, sí pasa, pero también depende del color de la piel de quién lo haga, con la sola excepción de un flashback mediante el cual nos expresan lo contrario. No es menor que el título no presente ninguna variación con respecto al de 1992. Ni tampoco que su primera escena sea una alusión a un dispositivo histórico vinculado al cine como la linterna mágica, como una invitación a empezar de cero. El problema está en que este elemento se repite durante los créditos finales, repitiendo visualmente todo lo que vimos durante la hora y media del relato, poniéndose a la altura y opacando los nombres de las personas que colaboraron en lo técnico, como también abriéndole todo el espacio posible a las palabras del final, las que terminan de consolidar a Candyman 2021 como una “denuncia” al margen de sus ambiciones poéticas. Esta es una película que no dejará conforme a la mentalidad de nadie apenas termine. Es muy difícil formar un pensamiento que esté a la altura de las circunstancias, pasados unos minutos después de terminar de verla. El estilo técnico en su totalidad invita al repaso, definitivamente. Como cualquier obra de la factoría Peele, es hermosa ver. Nadie en su sano juicio dirá que está bien que se den en la actualidad todos los valores a los que se opone un movimiento como Black Lives Matter, pero, cuando a la hora de querer hacer cine, se pasan por alto todos los aportes de obras semejantes en beneficio exclusivo del mensaje “está mal que nos maten”, se le cede el paso a un des aprendizaje problemático y es lamentable que sea intencionado. Esta película busca justificar sus decisiones atajándose con los conflictos de su protagonista y las justificaciones del mismo cuando su obra es cuestionada. Sus intenciones no son para nada discretas y cuando en el cine pasa eso, difícilmente estamos hablando de cine. Incluso hay situaciones que fueron aplicadas en las secuelas anteriores de manera simplona, como el de los congregados de la tercera parte. En esta cuarta parecería que buscan responderle a gestos del pasado como aquél, pero en su distanciamiento, y a causa de su costado moral es paradójico que no se abstenga de manifestarse como una nueva congregación, a pesar de las ironías de la última escena.
Nia DaCosta se preocupa por el concepto visual mientras Jordan Peele subraya el conflicto racial. La original era más sutil en el campo ideológico, pero no por eso le resta distinción a esta secuela directa. Importa más el mensaje que las ganas de asustar.
Nadie en su sano juicio se atrevería a pronunciar cinco veces el nombre de Candyman frente a un espejo para invocarlo. Eso lo sabemos desde 1992, cuando se estrenó la primera película del fantasma afroamericano con garfio en una mano y abejas alrededor, basada en el homeless sobrenatural creado por Clive Barker. Con Nia DaCosta en la dirección, y el respaldo en el guion y en la producción de Jordan Peele, esta secuela directa de aquella leyenda urbana retoma su espíritu marginal y sorprende por su contundente reinterpretación del mito. Candyman se concentra en el mensaje político, furibundo y violento, sin descuidar el manejo de subgéneros como el slasher, el body horror y el thriller urbano, ejecutados con pulso y audacia. Después de un prólogo que se remonta a la década de 1970, cuando nace la leyenda en el barrio Cabrini Green de Chicago, la película se ubica en la actualidad para contar la historia de Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista plástico que vive con su novia Brianna Cartwright (Teyonah Parris), directora de una galería de arte, en un lujoso departamento del remodelado Cabrini. El detalle del lugar no es menor, ya que los edificios tipo monoblocks donde nació Candyman fueron creados para separar a la comunidad negra del resto de la ciudad. De esta manera, la película instala el tema de la gentrificación como una forma solapada de la marginación social. Candyman continúa la línea del terror con trauma racial de Jordan Peele, quien acompaña a la directora para que se luzca con una película que cuida al detalle los planos, sin distraerse en destrezas formales superfluas. Los novedosos juegos de espejos y las afiebradas duplicidades autoperceptivas, que son una acertada decisión de puesta en escena, la emparentan con Nosotros, la anterior película de Peele. El filme logra un efecto terrorífico y sobrecogedor, desprovisto de oportunismo coyuntural. Y plantea un personaje como símbolo de una fuerza sobrenatural que viene a cobrar venganza por toda la violencia sufrida en la comunidad afroamericana. El fantasma como inconsciente colectivo corporizado en una figura grotesca que mata de la manera más sangrienta. La clave está en que se cuenta el revés de la trama. De hecho, la película empieza con los logos de la Universal y la MGM vistos de atrás para adelante, como si nosotros, los espectadores, estuviéramos ubicados detrás del espejo. Es decir, como si fuéramos el mismo al que no conviene nombrar por quinta vez.
CANDYMAN 2021 La crítica especializada, en particular la norteamericana, viene hablando maravillas de la nueva versión de Candyman, que en verdad es una secuela de aquel film de 1992 dirigido por Bernard Rose, y que ignora lo sucedido en las anteriores secuelas. No es una decisión desacertada, considerando que era poco lo que aquellas películas aportaban al material original, pero lo cierto es que responde a una tendencia dominante en los últimos años, que es la de repensar a los grandes iconos del género a través de los discursos actuales. Como sucedió con Halloween en 2018, es posible advertir desde la misma elección del título la intención de reboot, aunque se presente como una continuación; no es Candyman 2, sino simplemente Candyman. Puede ser algo menor, pero no deja de ser una declaración. El nombre clave detrás de este proyecto, el que sirve para entender las intenciones y también los resultados, es el de Jordan Peele. Comediante de trayectoria, en 2017 se estrenó como director con ¡Huye!, a la que los críticos y los premios recibieron con brazos abiertos, encumbrando a Peele no solo como el futuro del cine de terror, sino también como la esperanza negra en Hollywood. Una especie de ángel salvador, y también vengador. Por supuesto que Peele tomó el manto y continuó con producciones que buscan indagar y combatir el racismo en Estados Unidos, ya sea dirigiendo (estrenó Nosotros en 2019), o escribiendo y produciendo, como es el caso de la serie Lovecraft Country y esta nueva Candyman, dirigida por Nia DaCosta. Lo cierto es que tanto Huye! como Nosotros eran películas más o menos efectivas, que tenían su cuota de trazo grueso y falta de matices, pero funcionaban a partir de su ritmo y sus ideas visuales, con una puesta en escena que en ocasiones lograba secuencias de auténtico terror. En Candyman esa apuesta estética se redobla, pero sobre todo se redobla (o triplica) la apuesta discursiva, que es en el fondo la que le importa a Peele, y lo que queda es un film mucho más confuso, trillado y vacío que lo que su superficie lustrosa pretende mostrar. La historia es la de Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista plástico con una crisis creativa que, luego de escuchar la historia de Candyman en una sobremesa, comienza a investigar y a obsesionarse con la leyenda. Después de un encuentro con William Burke (Colman Domingo), el dueño de una lavandería experto en Candyman (a quien vimos de niño en el prólogo de la película, ubicado en los 70), Anthony empieza a experimentar cambios. En su trabajo, con una oleada furiosa de inspiración que se lleva puesta su relación afectiva con Brianna (Teyonah Parris), y también en su cuerpo, con una picadura de abeja que va creciendo como una infección terrible. No es una novedad para el espectador que vio el tráiler: lo que le sucede a Anthony es una transformación paulatina en Candyman, algo que también se relaciona con su propio pasado (y que no es difícil de adivinar, primero porque se apellida McCoy, y después porque la película lo da a entender desde el vamos). Hay muchas ideas, temáticas y visuales, dando vueltas en Candyman. Se habla de la gentrificación de Cabrini Green, del rol de los artistas en ese proceso, del lugar que ocupan las minorías en el mundo de las galerías, de la función perezosa y determinante de los críticos. También se habla del racismo histórico en Estados Unidos, de la violencia institucional, de la brutalidad de los policías blancos. Se habla y nunca se deja de hablar, de enfatizar, de poner en palabras lo que un plano o dos podrían mostrar mejor. Y es curioso, porque DaCosta no pareciera tener problemas para crear imágenes. Pero la convivencia entre los temas del guion, que nunca es armoniosa, sumado al trazo grosero con que se presentan muchas de las situaciones, termina por anular los aciertos visuales, como esas sombras chinescas para abordar episodios del pasado, o el uso notable del fuera de campo y de los espejos para ir construyendo la presencia de Candyman. Una presencia que, por otro lado, nunca llega a tener peso, y quizás sea ese el peor pecado de la película. En una vuelta arriesgada, pero derrotada por la manipulación, esta versión propone que el Candyman que conocemos no es el definitivo, si no uno más en una larga lista de víctimas que se cobró el racismo. Candyman ya no es el espíritu vengador de Daniel Robitaille: ahora es un concepto, la manera con la que la población negra de Cabrini Green enfrenta la segregación y el odio de los blancos. Una tesis que era justamente la que tenía Helen en la primera parte, formulada desde su posición social y académica, y que quedaba refutada por la propia película. Porque Candyman sí era producto del racismo, pero sus motivaciones era otras. Mientras el film original abrazaba el lado fantástico y era capaz de tratar temas sociales y políticos sin ponerlos delante de la historia, esta Candyman hace todo lo contrario. Lo fantástico está, pero al servicio de una causa y de un discurso, volviendo al personaje un instrumento de venganza racial que explota hacia el final con una rabia reaccionaria y, si se quiere, también racista. Tal vez incluir el año en el título lo hubiese vuelto más honesto, porque Candyman 2021 (iba a ser 2020, pero no cambia el punto) es una película absolutamente de su tiempo: atropellada, cargada de influencias que se licúan en un terror arty pretendidamente importante, con una causa noble desintegrada entre gritos de guerra, subrayados y maniqueísmo, y acompañada por críticos que quieren quedar bien, como para cerrar el círculo.
UNA MIRADA PROFUNDA SOBRE UNA LEYENDA URBANA Y LA VIOLENCIA CONTRA LOS AFROAMERICANOS La directora Nia Da Costa, escribió el guión con Jordan Peele Win Rosenfeld, se luce con esta original revisión de una leyenda urbana que toma como punto de partida la película de l992, ignorando las secuelas. Aquí la lectura que hacen los autores es poner el foco en que el horror se amplifica hasta nuestros días con la sistemática violencia que sufren los afroamericanos hasta el presente. Pero eso no significa que la película, realizada con mano maestra, no traiga su cuota de terror intensificada en ese asesino con un gancho en vez de una de sus manos, que aparece retaceado como corresponde como un reflejo en cristales y luego en espejos. Un artista plástico que está estancado, prácticamente hace un “pacto escalofriante”, a cambio del éxito. Ese pase les permite a los guionistas deslizar punzantes dardos sobre el valor de las obras de arte y su caprichoso destino, como para meterse con un gueto creado por blancos para negros que luego fue desplazado para construir torres de lujo. Una historia que tiene al terror de la mano y a la historia y la leyenda contada como corresponde. Y luego las muertes todas sangrientas y tanto más efectivas cuando se muestran casi fuera de campo. Un elenco sólido encabezado por el ascendente Yahya Abdul Mateen II, más un arte de siluetas utilizado en momentos estratégicos del film que redondean una propuesta estética e ideológica cautivante.
CANDYMAN: EL MITO AÚN VIVE El desafío está propuesto. ¿Te animas a repetir cinco veces su nombre? Yo no. En los noventa Candyman fue popular por llevar a la pantalla grande una versión terrorífica de uno de los miedos más aterradores: perder la razón y transformarse en alguien completamente desconocido. Hoy, la versión de Nia DaCosta redobla la apuesta y junto al aclamado Jordan Peele ofrecen una Candyman profunda, consiente de mostrar una realidad social y preocupada por no descuidar ni un solo frame de la puesta en escena. Antonhy McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) es un artista plástico que está a punto de emprender una nueva serie. Sin un tema preciso que abordar, comienza una etapa de investigación inspirado por el relato que compartió Troy (Nathan Stewart-Jarrett) el hermano de Brianna (Teyonah Parris), su pareja. La historia de Troy cuenta acerca del mito que rodea el actual barrio que habitan, escenario de una verdadera tragedia del pasado en la que un bebe fue salvado del sacrificio y un extraño hombre con un garfio acosa a niños entregándoles dulces con navajas. Así se instala el mito y a través de las generaciones comienza a prohibirse repetir la palabra “Candyman” en alusión a aquel hombre. La ruta de la investigación lleva a Antonhy a visitar el actual lugar donde ocurrieron los hechos y es accidentalmente picado por una abeja. Evento que marca el inicio de su calvario. A partir de ese momento todo cambia y junto con la degradación de su cuerpo, su mente comienza a ser poseída. Antonhy deja ir su ser al punto de transformarse en alguien completamente desconocido. ¿Quién es ahora? Y ¿Qué quiere? Así, la investigación artística deviene en un derrotero de introspección personal en la que descubre algunos datos de su pasado que resignifican su presente. A la vez que lo convierten en el vehículo del mal. Durante su transformación presenta parte de su obra llamada “Di mi nombre”, una instalación de sitio que consta de un espejo que al abrirse revela el detrás de escena de una realidad: ¿qué hay detrás de nuestro reflejo? Para Anothony, el horror de lo desconocido. Pero para que el resto de los visitantes lo descubra deberán repetir cinco veces Candyman y esperar. ¿Será Antonhy consiente de lo que está proponiendo? Candyman es una película de terror que en su nueva versión reinterpreta el mito y lo transforma en denuncia social a través de la sutil, pero profunda mirada sobre el racismo y la exclusión que, aún hoy en 2021, sufre la comunidad negra. Candyman es, además, una visión interesante sobre el mundillo del arte y deja relucir algunas prácticas muy típicas del área, así como el desempeño de cada integrante que la compone: el artista genio, la curadora buscada solo por los artistas que maneja y no por su talento, los dueños de galerías y los otros artistas que aún no despegan, entre otras figuras. Desde el punto de vista audiovisual, la propuesta de Nina DaCosta es bella en términos de imagen. Una puesta en escena refinada que propone una paleta neutra y elegante que resalta gracias a encuadres que tienden a la simetría con leves virajes hacia los extremos que descolocan al espectador justo en el momento preciso. Es también para destacar la banda sonora que con una fuerza impresionante no llama la atención, sino que colabora en destacar los momentos de tensión y suspense. Sin dudas, Candyman es una muy buena opción para dejarse llevar por el relato de una película que además de asustar propone una reflexión.
Una superficial reinterpretación ideológica que asusta poco y nada La nueva versión de Nia DaCosta (Little Woods), escrita y producida por el redundante Jordan Peele, funciona como secuela -y a la vez reboot– de la película dirigida por Bernard Rose, basada en el relato “Lo prohibido”, de Clive Barker. No obstante, el único aspecto en común respecto a su antecesora espiritual (argumentalmente no tienen relevancia las secuelas de 1995 y 1999) es la apropiación nominal de esta perturbadora entidad. Desde que se dio a conocer que Peele estaría involucrado en el relanzamiento de Candyman no resultaba extraño intuir las riendas que podría adoptar esta nueva película, programada inicialmente para ser lanzada durante el 2020 y postergada a causa de la pandemia. Desde Huye (Get Out) al día de hoy, el realizador consagró gran parte de su sello autoral en las denuncias sociales que proponía para sus obras (tanto como director o productor), aunque con el pasar de cada título, estas perdían sutileza y lugar para la interpretación de manera significativa. Candyman no es la excepción y a pesar de que la dirección estuvo a cargo de una interesante Nia DaCosta, los intereses de Peele son los que tienen mayor peso en la película, con el agravante de que, en esta ocasión, dichas inclinaciones optaron por resurgir a un antagonista que no requería contaminarse de relecturas huecas y que subestimen al público de manera despiadada. La historia inicia situándonos en el año 1977, en el gueto de Cabrini-Green donde también transcurría gran parte de la película original. Este epílogo concede los primeros indicios de los nuevos conceptos que se abordarán durante el desarrollo y, además, confirma a priori la firma de Peele tras un hecho puntual que a pesar de no atentar contra el interés sí invita a temer por lo que pudiera suceder de allí en adelante. Tras la mencionada introducción, la acción nos traslada al año 2019, pasada una década de la demolición la última torre Cabrini de pie, presentándonos a Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), un artista que busca resurgir en las esferas más elitistas del mundo artístico tras una exitosa obra que parece no poder superar, y a su novia Brianna (Teyonah Parris), directora de una galería de arte y gran responsable de que Anthony pueda desenvolverse en ese mundo. Ambos llevan una vida burguesa en nuevos y lujosos condominios construidos en Cabrini. Una noche, luego de que Anthony conozca a través de su cuñado el alterado mito urbano de Helen Lyle (Virginia Madsen en la obra original), el artista comenzará a investigar sobre Candyman con el fin de trasladar su historia a sus obras, decisión que claramente dará inicio al terror, o al menos a una sucesión de situaciones insulsas que intentarán responder por el género. Hay vagas alusiones a The Fly (David Cronenberg, 1986), alguna similitud referencial con Velvet Buzzsaw (Dan Gilroy, 2019) y aislados homenajes al clásico de Bernard Rose, ya que en realidad dicha obra solo sirve como excusa para que la nueva Candyman transite por un camino completamente distinto. Desde ya, es importante destacar que el problema no es reinsertar al personaje en un contexto actual, pero sí lo es hacerlo desprendiéndose de las notas fundamentales del icónico Candyman (son abismales las diferencias en ambas películas entre la elección de las víctimas y el porqué de sus muertes) y si la intención es brindar una propuesta que más que como entretenimiento, funciona como un manual didáctico del Black Lives Matter, independientemente de haberse realizado antes del asesinato de George Floyd. En definitiva, es una pena que el regreso de este querido personaje por los amantes del género quede afectado por las cuestiones expuestas, más si se tiene presente que varias decisiones formales ejecutadas por la directora Nia DaCosta resultan sumamente atractivas. Sin lugar a dudas, hubiera sido conveniente nombrar a Candyman solo 4 veces para evitar un despropósito que asusta poco y satura mucho.
Después de algunas vueltas y de una pandemia que retrasó su estreno más de un año, llegó a salas la versión actualizada de uno de los villanos más icónicos del cine de terror. En este caso, se optó por la continuación directa de la primera película, de 1992 y dirigida por Bernard Rose, pero, bajo la dirección de Nia DaCosta (Little Woods) y bajo la producción de Jordan Peele (Get Out), aquí el enfoque es diferente, más a tono con los temas que a sus realizadores les interesa. Así, se aleja aún más de su obra original, el cuento de Clive Barker publicado en sus magníficos Libros de sangre, y de lo carnal y sensual del relato, y abraza algunos aspectos que fueron propios de aquella primera versión, como que el espíritu atormentado fuese un hombre afroamericano con una trágica historia de racismo. Estamos en una Chicago fría y neblinosa que se nos presenta al revés, porque el juego con los espejos y los reflejos será una constante de todo el relato. El guion presenta personajes pero un poco después establece quiénes será realmente el protagonista: un artista a quien su mujer mantiene mientras se encuentra con dificultades para agarrar el pincel. Esa noche con su cuñado y su novio a quien acaban de conocer, le hablan de una especie de leyenda urbana sobre unas torres cercanas, ahora deshabitadas. Un asesino sobrenatural con un gancho en su mano y la idea de que si se menciona su nombre cinco veces frente al espejo éste acude al llamado. A partir de ese momento, el artista investiga sobre el tema y encuentra lo que quiere contar, y crea su obra sin poder detenerse, totalmente poseído por aquello que quiere expresar y contar. Sin saberlo, convoca al terror y es obra a la que titula «Di mi nombre» no sólo cobra una atención al principio deseada, sino que lo va sumergiendo a otras partes de sí mismo con las que no se imaginaba verse enfrentado. Es una bendición, créeme. Vivir en los sueños de las personas; ser susurrado en las esquinas de las calles, pero no tener que estar. ¿Lo entiendes? Lo prohibido – Clive Barker Como se mencionó, Nia DaCosta con un guion escrito junto a Jordan Peele y Win Rosenfeld, y gracias a la fotografía de John Guleserian, juega con los espejos y reflejos. Eso se traslada principalmente a las escenas de muerte, donde siempre aparecen dos maneras de verlas; el espejo muestra lo que no queremos ver. Sin embargo, el guion también se enreda en su afán de querer explicar todo, de querer construir y abarcar demasiado alrededor de sus personajes y sus temáticas, con varias escenas que a la larga, en especial para una película de hora y media, se siente que sobran. Por ejemplo, lo concerniente al mundo de las artes plásticas quedda relegado cuando aflora la crítica social, el verdadero interés de la producción. La película se apropia de aquella de Bernard Rose, como toda la historia que se construyó alrededor de Cabrini Green Homes, ese proyecto real de viviendas que después de varias décadas de marginalidad fueron demolidas en los 90s. Barker había situado la historia en su Liverpool natal y hoy sin embargo nadie puede pensar en Candyman fuera de Chicago. También hay un trabajo interesante en esa parte que funcionaría como una especie de precuela que reescribe la historia, contada aquí a través de diferentes voces y representadas con sombras chinescas. Con un recurso simple pero poderoso se nos presenta la leyenda y sus orígenes, permitiendo también poner en contexto para quien no haya visto o no recuerde por dónde viene la historia. Es en esos momentos de mayor simpleza y menos golpes de efectos donde mejor funciona esta versión. Mientras este hombre fuera conocido solo por sus actos, ostentaba un poder incalculable sobre la imaginación; pero ella sabía que la verdad humana bajo aquellos horrores resultaría amargamente decepcionante. No sería un monstruo, solo una pálida farsa de hombre más necesitado de lástima que de pavor. Lo prohibido – Clive Barker A la larga, lo que se quiere reflejar a través de esta historia es la discriminación racial que ha sufrido la comunidad afroamericano y sigue sufriendo aunque ahora haya más voces alzadas. DaCosta se apodera de esta historia de leyendas urbanas y construye un nuevo mito con una resolución que no conviene adelantar pero abre muchas posibilidades. Lo peor radica en la necesidad de explicarse y subrayarse todo. Por un lado tenemos una visión nueva y más dramática de la historia, por el otro nuestro querido e icónico villano (a quien Tony Todd supo siempre y todavía logra en su brevísima aparición nostálgica brindarle una presencia cautivadora y atemorizante por igual) queda reducido a una idea más que a un personaje.
La redundancia que molesta Lugar común: los realizadores no confían en las imágenes y por eso explican tanto. ¿Será? Por lo que se ve en esta continuación de Candyman (2021) y por lo que mostró Jordan Peele en Get Out (2017) y Us (2019) no creo que se pueda decir que esta gente no confía en las imágenes. Pareciera haber un laburo muy pensado y muy trabajado de lo que vemos y en muchas secuencias hay imágenes potentes que quedan, densas, desvaneciéndose de a poco. Incluso parece demasiado pensada y cuidada desde lo visual, pero no porque sus planos siempre hablen por sí mismos (los mejores son los de los créditos iniciales con los edificios dados vuelta que anticipan, entre otras cosas, el cambio de era), de hecho la palabra es mucho más predominante que en la primera. Podría tratarse de un cine, digamos, de situaciones -como lo puede ser un film con la dinámica actual de Marvel- y no de una película en la que lo preponderante sea lo narrativo a través de las acciones de sus personajes y cómo éstas son tomadas por la cámara; y es eso lo que no permite entrar al relato como alguna vez dijo Borges sobre la narrativa americana: límpidamente, y no tanto la verborragia explicativa. Es verdad que a Peele le gusta la declamación, “el mensaje” como se decía antes; ideas que no sólo pueden desprenderse de los planos sino que deberían, en el mejor de los casos, ser parte de ellos. Pero el guionista y productor Peele y la directora Nia DaCosta recurren, es verdad, mucho a la palabra, y que lo que se diga sea medio de trazo grueso, hasta puede ser una imperfección simpática dentro de un producto tan controlado como es en todo lo demás esta película. La redundancia que por momentos molesta porque incomoda a la diégesis se la puede resumir con la escena en la que una chica con la remera de Joy Division comienza a hablar haciendo alusión a canciones de la banda (entre otras cosas, dice “love will tear us apart”) y el flaco que está con ella le dice “ok, ya sabemos que te gusta Joy Division”, ese chiste explicado es un poco el colmo del exceso pedagógico, el miedo de los realizadores de dejar a alguien afuera. El chiste de Joy Division se da en una galería de arte porque en esta secuela que ignora a las anteriores el protagonista es un artista plástico -Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II)- y Peele utiliza su discurso sobre todo para aludir y criticar los excesos policiales que gestaron el slogan Black Lives Matter, pero también le tira palos al esnobismo y a la frivolidad de la escena artística de una Chicago que es también el mundo. Hay un paralelismo entre las acciones del pintor protagonista y los realizadores, pero como el artista trasciende ese mundo banal, no hay lugar para la autoparodia; si se hubieran burlado del mundo del cine habría sido divertido pero tampoco hay lugar para la diversión sino para reflexionar sobre temas importantes y no le vamos a pedir a Peele o a DaCosta que sean tan geniales como Larry Cohen. McCoy es en varios sentidos lo opuesto a aquella Helen (Virginia Madsen) de la original: es hombre, es negro y no es un outsider de Cabrini-Green (la zona pobre de Chicago que ya en la original aportaba las críticas a la gentrificación) como lo era la rubia que llegaba para desmitificar, sino que es parte del mito y será parte fundamental de la tradición. Como en la original, la leyenda de Candyman será primero obsesión y luego ritual. El Freddy negro, como catalogó Peele a Candyman alguna vez, será nuevamente un juego de espejos pero esta vez cargado de las verdades que los realizadores no quieren que nadie se pierda.
Si hubo un personaje que al menos a quien les habla, le daba bastante miedo de chico, era Candyman. Los films del señor este que utilizaba los espejos para hacerse presente, así como la patente tentación que un chico podía tener en decir su nombre cinco veces para corroborar el mito; era un cóctel que ningún niño podía olvidar. Por eso fue una pena que la saga del Caramelero fuera quedando en el olvido con el paso de los años. Hasta su nueva secuela. La historia nos sitúa bastante tiempo después de los acontecimientos vistos en la primera película. Conocemos la vida de Anthony, un pintor de Nueva York, que, buscando inspiración para su trabajo, da de frente con la historia de Candyman. A medida que se obsesiona con la leyenda urbana, su vida y la de todas las personas que lo rodean, empiezan a entrar en un círculo de locura. Al igual que la última iteración de Halloween, esta nueva Candyman, ignora todas las secuelas y solo toma en cuenta la primera parte, estableciendo un nuevo canon en la línea temporal. Pero quizás lo que más llamaba la atención, es que el film es producido y co escrito por Jordan Pelee, con todo lo que eso conlleva. Esto lo decimos porque todas las películas donde Pelee está involucrado (ya sea como director, guionista, o productor que mete bastante mano) adolecen de lo mismo. Proyectos que a nivel cinematográfico distan bastante de ser malos, pero donde el mensaje y la bajada de línea se termina volviendo tan obvia, que, a la larga, parece que la película era una excusa para darnos un sermón, en lugar de una obra artística. En el caso de Candyman, esto sucede gracias a que se meten con el lore del personaje que ya todos conocemos. Si, es bueno que intenten ampliar la mitología, pero al final se termina volviendo tan burdo, que nos olvidamos las cosas buenas que si tiene la película. Una de ellas es la dirección de Nia DaCosta. La debutante directora (en la gran pantalla), tiene un estilo muy particular a la hora de contarnos la leyenda del Caramelero. Y no lo decimos por el buen uso que hace de los espejos, o el no mostrar demasiado, prefiriendo en su lugar, insinuar. Sino que casi todos los flashbacks que nos van poniendo, están hechos como si fueran marionetas de papel, dándole una distinción especial, al típico salto en el tiempo genérico que puebla en las cintas de terror. En cuanto a la parte actoral, todos cumplen. Sabemos que Yahya Abdul-Mateen ll es alguien que divide bastante las aguas (más después de dar vergüenza ajena en la serie de Watchmen), pero acá el actor no lo hace nada mal, y es bastante creíble su descenso hacia la locura. En conclusión, Candyman es una decente película de terror. Si no fuera porque a Jordan Pelee le gana su afán de dar discursos obvios en lugar de hacerlo de forma sutil, priorizando la propia película; quizás hubiéramos estado ante una de las mejores cintas de horror del año. Pero por desgracia, no fue el caso.
"Candyman": alegorías que matan La nueva "Candyman" deja la sensación de que podría haber sido mucho mejor, más abierta e inquietante, si no hubiera estado dispuesta a dejarse deglutir por su alegoría. Hay una escena en esta nueva versión de Candyman que define a la perfección su espíritu. En ella se ve a una crítica de arte recorriendo una muestra que, ante un cuadro y frente al artista que expone, afirma que expresa ideas bastante trilladas sobre los procesos de gentrificación que vienen desarrollándose hace unos cuantos años en el barrio Cabrini Green. Las ideas trilladas sobre la situación sociopolítica estadounidense son moneda corriente en esta remake del film de 1992, dirigida en esta ocasión por Nia DaCosta y con guion de Jordan Peele, que desde aquella alegoría esclavista revestida de película de terror que fue ¡Huye! se ha ganado el mote de "artista comprometido con su tiempo". Y comprometerse con su tiempo en el Hollywood contemporáneo significa, básicamente, denunciar que todos los males de los afroamericanos son consecuencia pura y exclusiva de la hegemonía blanca, reduciendo los matices de doscientos años y pico de historia a una visión maniquea, tan oportunista que duele. Porque la nueva Candyman deja la sensación de que podría haber sido mucho mejor, más abierta e inquietante, si no hubiera estado dispuesta a dejarse deglutir por su alegoría. La acción transcurre en el mismo barrio donde comenzó la leyenda del hombre que ofrecía caramelos a los niños y cuyo origen se remonta –al igual que en la original– a la brutal tortura sufrida por un hombre en 1890. Pero el barrio es distinto: aquella clase baja de antaño fue desplazada por nuevos emprendimientos inmobiliarios que encarecieron la zona, obligándola a emigrar hacia zonas más baratas para dejarle lugar a nuevos vecinos con billeteras más abultadas. Entre ellos están Brianna Cartwright (Teyonah Parris) y su pareja artista Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II), que como todos los recién llegados desconoce la mitología vecinal. Hasta que el hermano de ella les cuenta que, según la leyenda, diciendo “Candyman” cinco veces frente a un espejo aparece el hombre con gancho en lugar de mano para despachurrar a quienes se le pongan delante. Y los que se lo ponen delante son ricos. Es cierto que ese el desplazamiento de las clases bajas sobrevolaba la Candyman original, pero aquí se erige como el eslabón más importante de toda la cadena que configura una película. Sorprendido por la leyenda, Anthony decide realizar una obra, llamada “Di mi nombre”, que escenifica a aquella criatura. Lo hace sin saber que traerá de vuelta los horrores del pasado, desatando la inevitable carnicería. Candyman funciona mejor cuando, durante breves lapsos, olvida el peso de lo alegórico de lo que está narrando. A diferencia de la mayoría de las películas de terror contemporáneas, DaCosta elude los sustos fáciles, los hectolitros de sangre gratuitos y los golpes de efecto sonoro para, a cambio, entregar varias escenas donde lo inquietante y lo terrorífico proviene del uso del fuera de campo. Pero siempre vuelve a la misma idea revanchista, llegando al extremo incluir a algunos personajes que celebran los asesinatos, en tanto para ellos significa una forma de recuperar lo suyo. Lo reaccionario, parece, no es potestad exclusiva de los blancos.
Remake producida por Jordan Peele del clásico de terror de 1992 Bajo la dirección de Nia DaCosta regresa el hombre del gancho en versión siglo XXI en un film correcto cuya ambición le juega en contra. En los últimos años una tendencia se puso de manifiesto en el cine: hablar del racismo desde el género. Películas de western, musicales, pero sobre todo de terror, abordaron los años de abuso sufrido por los negros. Esta tendencia se subrayó con ¡Huye! (Get Out, 2017) del mismo Jordan Peele, y las series Them (Ellos) y El ferrocarril subterráneo, ambas de Amazon Prime Video. Pero si hay que remontarse en el tiempo es Candyman (1992) uno de los primeros ejemplares del caso, que contaba la maldición producida luego de que un hombre que repartía dulces fuera injustamente torturado en 1890 y arrojado a las abejas. Ahora estamos en el barrio de Cabrini Green, pero esta vez con condimentos sociopolíticos más evidentes y explícitos que en la original. Los blancos son los villanos y por ende víctimas del hombre negro “convocado” al decir su nombre 5 veces frente al espejo. El artista Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) se muda con su pareja al barrio y, al desconocer la maldición, revive el asunto mediante su obra plástica que busca reivindicar a las clases bajas afroamericanas desplazadas por un emprendimiento inmobiliario. El subtexto aquí se presenta en primera plana, incluso en didácticos diálogos, para reafirmar el daño producido por la hegemonía blanca a la población afroamericana. Pero la cuestión ideológica no es un problema en sí mismo ante tanta producción vacía de contenido para elaborar los relatos. El problema de esta nueva Candyman (2020) es que se vuelve pretensiosa, tratando de ser mediante su alegoría, algo más de lo que es: una película de terror con un gran personaje. Porque ese es el gran mérito de Candyman, sumarse al panteón de los grandes monstruos que tiene a Freddy Krueger, Jason Voorhees y Michael Myers entre sus filas. Asesinos imbatibles, con cierto encanto e iconografía, dueños de una maldición con reglas propias. Esta producción también escrita por Jordan Peele debería limitarse a explotar estas cualidades significativas que convirtieron en clásico a la película original. Y si luego logra hacer además una parábola social, bienvenidad sea.
Candyman película dirigida por Nia Dacosta y protagoniza por Yahya Abdul-Mateen II (Anthony McCoy), Tony Todd (Candyman) y Teyonah Parris (Brianna Cartwright). La película relata la historia de Anthony, un artista visual, que pasa por una etapa difícil de su carrera debido un bloqueo artístico. Y dentro de la búsqueda de inspiración artística decide investigar sobre la historia urbana de Helen Lyle, luego de escucharla por parte de Troy (Nathan Stewart-Jarrett), hermano de Brianna, su novia. Empecemos informando que para aquellos lectores que quizás no lo sepan esta película no es reboot o remake de Candyman(1992) sino que es la continuación de la primera, ya que tuvo otras dos películas luego de la primera. La historia se centra 30 años después de lo acontecido en la primera película e ignorando las otras dos que salieron en la década de los 90’s. Lo bueno es que la película se hace entender para aquellos que no vieron la primera, algo bastante acertado, ya han pasado mucho tiempo como para hacer una secuela. Pero luego de ver esta película quizás les interese ver la primera para aquellos no sabía de la existencia ésta. La película en cuanto a concepto y estética se ve bien elaborada, mostrando un trabajo artístico integral desde el inicio de la película hasta el final. Es una historia que cumple con la agenda actual de la inclusión social. Planteada correctamente desde el simbolismo que podemos sacar de la primera película y así dirigirla en esta continuación de forma un tanto orgánica y natural. Para aclarar esto, la historia de la película es buena, pero si hubo un fallo, porque partiendo del género de terror de la primera, esta continuación carece de eso. No se podría calificar de película terrorífica, y no está cerca a sacarte un susto. Quizás Nia Dacosta se perdió un poco queriendo hacer una buena historia olvidándose sobre qué la base de qué genero de película de terror estaba basándose. Otro contra que hay para la película es se vuelve una historia algo extensa para lo que quiere el director nos quiere mostrar, casi como un relleno que no suma ni resta en la historia. Pero de todas formas la historia siguió siendo buena, pero no es recomendable para aquellos que busquen asustarse o ver cosas terroríficas, porque no habrá nada asombroso. Al final si me gustaría agregar que quizás en la mente del director había la intención reflejar algo más horrífico que lo sobrenatural y es el horror que se vive en cuando a la violencia y abuso de poder policiaco. Calificación: 4.5/10
Candyman es la secuela directa del clásico de 1992 pero tranquilos! La película nos hace un recorrido desde 1977, donde nace la leyenda, a 2019 en el mítico barrio de Cabrini Green, Chicago. 🐝 Esta vez el foco está en Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) un artista visual que, con el afán de reinventarse, comienza una búsqueda que culmina en una extraña identificación con el relato de Candyman. Esto no solo lo inspira a plasmarlo en sus creaciones artísticas sino también a expandir el mito. Una vez más la curiosidad de decir su nombre 5 veces frente al espejo vuelve a invocar el terror; y un giro en el desenlace de la historia aclarecerá el motivo por el cual Anthony se siente tan atraído por Candyman. 🎬Su directora Nia DaCosta utiliza un llamativo recurso para mostrar la historia a través de marionetas de sombras. Candyman tiene una clara denuncia social antirracista y más allá del horror hay un mensaje que subyace acerca de la distorsión de las historias que contamos, donde el bueno y el malo siempre dependerá de las intenciones de quien lo relate. 👍🏻Lo bueno: Todas las secuencias sangrientas están grabadas desde una perspectiva original de mostrar el gore. Las escenas que invitan al miedo están bien logradas a tal punto de volverse desesperantes y otras hasta satisfactorias. Mención especial al personaje Troy, que en más de una ocasión puso a reír a toda la sala descomprimiendo la tensión. 👎🏻Lo malo: Desenlace final apresurado. Le faltó progresión a la personalidad de McCoy en cuanto iban cambiando las cosas a su alrededor. No es recomendable si padeces tripofobia. 🍿Recomendable! Una película de terror moderna que va a cautivar tanto al espectador joven como a aquellos que conocemos el clásico y esperábamos ver nuevamente a Tony Todd con su famoso gancho. Puntuación 8/10 🍬
Hay muchas formas de destruir el cine. Candyman (2021) ha elegido la que está de moda: Bajar línea y construir alegorías políticas subrayadas dentro del género de terror. Esta secuela del film de 1992 dirigido por Bernard Rose arranca de cuajo cualquier posible disfrute cinematográfico y lo sepulta sobre una enorme pila de abono bien pensante. Si alguien se olvida de esto y por un momento logra disfrutar, aparece un cartel al final de los títulos que nos invita a saber más y a comprometernos con la causa. ¿Qué causa? No la del cine. Jordan Peele, productor de la película, había encontrado una forma original de hacer terror político con su película Get Out (2017). Su film cayó en el momento adecuado y se convirtió en uno de los cineastas productores y guionistas más sobrevalorados de la actualidad. En cuatro años amenaza en convertirse en uno de los más insufribles. Al menos acá tiene la astucia de no dirigir, y dejar todo en manos de la directora Nia DaCosta. Una mujer negra haciendo un film con bajada de línea, nadie puede reclamarle nada sin arriesgarse a ser considerado un enemigo del pueblo. El protagonista de esta secuela es un artista visual llamado Anthony (Yahya Abdul-Mateen) quien con su novia Brianna (Teyonah Parris), se mudan a un apartamento de lujo en un barrio nuevo construido donde antes había un barrio marginal y donde habían ocurrido los hechos del film anterior. La directora consigue por momentos construir grandes momentos de suspenso y resolver con inteligencia varias escenas, esquivando lugares comunes e incluso sorprendiendo con su estilo. Pero desde el comienzo se adivina que están tratando de decirnos algo muy importante, así que el famoso personaje que da título al film tiene un significado muy importante, algo muy serio para decirnos sobre el racismo y la violencia policial. Todos temas que pueden ser tratados en cualquier film, incluso uno de terror, pero aquí lo hacen de forma torpe, contra el propio ritmo del film y su poderoso estilo visual. La bajada de línea se come a la película y la arruina. Por supuesto los personajes blancos se reducen al mínimo y solo están allí para generar daño. Hay un blanco bueno, como para evitar ser acusados de racistas. Nadie los acusaría de eso, solo se les puede reclamar su falta de fe en el lenguaje visual para contar historias.
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Nía Da Costa (directora de la muy buena Little Woods) toma el relato de Clive Baker, el cual había sido convertido en saga de slasher en la década de 1990, y lo actualiza con las polémicas sociales de la gentrificación y el racismo pero sin slasher, ritmo ni terror. Cuando uno entra a esta película debe entender que la historia nos introduce en una lógica en la que las leyendas y los relatos de transmisión oral traen consigo una suerte de advertencia, es decir son una suerte de guía del buen hacer para los niños, una herramienta educativa que busca la obediencia a los cánones morales de la sociedad y una suerte de introducción en el mundo social; es decir estos relatos pretenden que el niño se amolde socialmente a lo que la necesita de ellos y les cuenta que el alejarse de la manada puede ponerlos frente a problemas que pueden afectarlos directamente, si aceptas dulces de un extraño puede ser peligroso suena mucho menos impactante que la historia de Hansel y Gretel es por eso que el cuento clásico pervive, ya que de alguna manera contiene el mensaje moral, la advertencia y entretiene. Cada sociedad contiene sus propias leyendas urbanas y sus propios cuentos, adecuados a la época en que vive y a los propios males que en esta sociedad existen: el hombre de la bolsa paso a ser la camioneta blanca que secuestra chicas en el conurbano bonaerense y la vieja que regalaba dulces a se convirtió en un dealer que regala caramelos contaminados por drogas que tienen el fin de atraer a los más jóvenes a esa adicción; en cualquier caso el cuento cumple la función de advertir prevenir y moralizar. Candyman de alguna manera funciona como un relato moralizante que intenta introducir una crítica social en la cual los monstruos son la gentrificación y el hombre blanco, digo intenta y no logra porque esta advertencia está escrita tan torpemente y con un trazo tan grueso que termina convirtiéndose en un burla de sí misma . Clive Barker autor de las novelas “Corazón condenado” y “Cabal” que inspiraron las películas Hellraiser (Hellraiser, 1992) y Razas de noche (Nightbreed, 1990) respectivamente. Este autor cuando también escribió el relato corto The Forbidden, que fue fuente de inspiración de la saga Candyman, Este no lo imagino como un Hombre de origen africano, con un garfio por mano que está rodeado de abejas que nos entregó la película en 1992 . Aunque ambientada en los barrios deprimidos de Chicago, no tenía mucha conexión con los conflictos raciales que forman parte de la historia de Estados Unidos desde su fundación lo que al director y guionista Bernard Rose no le importó por lo cual le dio a su Candyman la impronta de un espíritu de venganza de un hombre afroamericano sometido a violencia racial a causa de mantener una relación interracial en el siglo XIX. Casi treinta años después la directora Nia Da Costa y Jordan Peele (coproductor y coguionista en esta película); responsable de Huye (Get out, 2017) y Nosotros (Us, 2019) toman la leyenda de Candyman en un momento álgido de la historia estadounidense, en el cual los asesinatos raciales por parte de la policía han puesto el racismo propio de una sociedad tan desigual y segmentada en primera plana o en el eje de las consideraciones sociales; hablar de racismo hoy no pasa desapercibido en un mundo en el que si bien todo deja de ser noticia rápido tampoco es tan fácil de olvidar. Peele y Da Costa tienen presente el movimiento #BlackLivesMatter al construir el guion de esta suerte de reboot que más bien es una secuela de la primer a película de la saga, la película de Da Costa que es mas bien una suerte de crítica social que película de genero de terror. La película incurre en algo que es muy propio de las producciones de Peele, es decir en el subrayado de la temática y el discurso. Este subrayado nada sutil de alguna manera la película funciona mas como un manifiesto político que de alguna manera trata de poner blanco sobre negro con respecto al poder del relato oral y como de alguna estos sirven para prevenir a los habitantes de un barrio marginal de chicago en el cual los habitantes afroamericanos le temen a la policía con más fuerza que a una presencia fantasmal que recorre el gueto matando gente con su garfio. Candyman pretende hacer una critica de clases con respecto a los protagonistas que al igual que las grandes empresas aprovechan la marginalidad para comprar propiedades baratas y destruir su esencia en post de una postura elitista que expulsa a los pobres de sus propios barrios; a esta altura la película ya soltado todo su discurso antidiscriminación y antigentrificación, pero no ha podido construir un clima que realmente logre atraer al espectador ya que es desesperantemente aburrida. Da Costa y su director de fotografía, John Guleserian consiguen crear unas imágenes muy logradas sobre todo en el aspecto técnico, lo cual va acompañado por una animación de siluetas que aportan mucho a la película pero tampoco consiguen impactar, en definitiva es la técnica por la técnica misma ya que si bien aportan al relato la película cae en el abuso de este recurso. Aunqueen una breve escena la película hace una muy buena reconstrucción de época al comienzo, al presentarnos la historia ambientada en 1977. Candyman no genera terror y desaprovecha los elementos con los que juega y las convenciones del género a las que recurre. Se puede decir que el guion es demasiado burda y carece de ambigüedad, tal vez el error es que prefirió darle más lugar al discurso por sobre el terror. A la hora de sentar las bases de lo sobrenatural la película es confusa ya que nunca queda claro que es lo que realmente sucede. Candyman se toma muy en serio a si misma por lo cual le falta cierta naturalidad, lo que la convierte en una obra rígida que parece prefabricada, que no tiene ni espontaneidad en sus dialogo, los personajes cada vez que abren la boca parecen estar dando un discurso sobre las problemáticas sociales de la comunidad afroamericana, lo cual va diluyendo la tensión. Tony Todd vuelve al papel para ser una suerte de nexo con la historia de la cinta de 1992. La historia nos presenta a Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) quien es un pintor que al sentir que carece de una musa para su obra, la cual es despreciada por anticuada decide hacer caso del relato que le realiza el hermano de su novia, Brianna (Teyonah Parris), Troy (Nathan Stewart-Jarrett), sobre la leyenda de Candyman. Anthony decide investigar acerca de esta historia lo cual lo hace entrar en contacto con la criatura de la leyenda y convertirla en arte, lo cual genera que el monstruo despierte. La película de alguna manera intenta dosificar la violencia de forma estilizada lo cual atenta con el eje de este tipo de películas, es decir el gore, lo cual también le quita todo el encanto. Lo interesante de Candyman 2021 reside en la nueva interpretación del personaje, pero se queda en eso. La película carece de momentos de terror y de atmosfera. Es una obra que se queda en declamaciones, pero se olvida de su finalidad que ya no es solo producir terror, se olvida de lo mínimo que se le pide a una película, entretener.
En 1992 se estrenaba «Candyman» de Bernard Rose, basada en un cuento de Clive Barker. El film de bajo presupuesto fue un éxito moderado que luego alcanzó un status de culto en el circuito de video hogareño. Por ese entonces, «Candyman» le dio una especie de aire fresco al slasher que había sido tan popular durante los ’80 y que había entrado en una especie de declive llegando al final de década, una pequeña revitalización que continuaría años más tarde «Scream» (1996) de Wes Craven. La película de Bernard Rose tuvo dos secuelas que no pudieron conseguir la originalidad de la entrega original y medio que la saga quedó ahí juntando polvo en un estante. Debido a la falta de ideas reinante en la industria hollywoodense era de esperar que un producto tan atractivo tuviera su «revival». Así como «Halloween» tuvo su reinicio hace unos años (y dentro de unas semanas tendremos la secuela de dicho reboot), acá le llegó la hora a «Candyman», aquel mítico personaje que hizo famoso Tony Todd con su interpretación. Incluso podríamos decir que el film de Nia DaCosta busca seguir exactamente los mismos pasos de «Halloween», ya que este relanzamiento compone una continuación directa del film original, desconociendo o ignorando al resto de las secuelas. Esta secuela/reboot o soft reboot presenta algunas ideas interesantes que buscan explorar el costado más atractivo de la leyenda urbana de «Candyman» para actualizarla y llevarla a los tiempos que corren. La cuestión racial, la gentrificación, la brutalidad y la discriminación policial, al igual que una profunda crítica al mundo del arte, son algunos de los tropos que busca trabajar este largometraje, que enriquecen la experiencia y llevan este producto un poco más allá, ya que son temas que se encuentran muy a flor de piel en la sociedad norteamericana actual. Obviamente, que hay cuestiones que ya estaban sugeridas y trabajadas tanto en el material literario que originó esta saga como en el film de 1992, lo cierto es que en esta oportunidad son llevados con una mirada más empática, con un protagonista afroamericano (a diferencia de la obra original protagonizada por Virginia Madsen) y con una necesidad de inmediatez mayor que la que reinaba en los ’90. Todo esto fue posible gracias a la fresca mirada de la joven directora Nia DaCosta y la visión del productor y guionista del largometraje Jordan Peele («Get Out», «Us»), uno de los realizadores más interesantes que dio Hollywood en los últimos años y que también trabajó en la temática de la violencia racial en EEUU. Con todo esto como antecedente, la expectativa era bastante grande y el resultado, aunque es más que digno, denota cierta preocupación en dejar subrayado su tópico, cosa que a fin de cuentas parece subestimar al espectador. A breve modo de introducción al film, sin caer en la tendencia «reseñista» de la crítica actual, el film se sitúa en Chicago, exactamente en el mismo barrio que la historia original. Cabrini Green, que era un distrito bastante pobre de la ciudad, comenzó a ser parte de la gentrificación que sufren muchos de los barrios y sectores de las ciudades estadounidenses, como una especie de tendencia empezada por los artistas que se mudan a dichos lugares debido a los bajos costos de las viviendas. Una década después de que la última torre de los proyectos de Cabrini fuese derribada, el artista visual Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen) y su novia Brianna Cartwright (Teyonah Parris), se mudan a un lujoso departamento de un barrio ahora irreconocible. Allí el artista comenzará a investigar y descubrir la historia del famoso (ahora olvidado) asesino del gancho en la mano, que era invocado repitiendo su nombre 5 veces frente al espejo. El film de 90 minutos, se toma casi un tercio de duración para introducir el tema, el lugar y sus personajes, algo que hace que se sienta largo, ya que para cuando empieza la trama principal, luego se vuelve todo muy apresurado y caótico. Asimismo, es sabido que el terror es uno de los géneros más propicios para construir una narrativa que dialogue con temas reales, pero aquí el trazo grueso y la obviedad de algunos momentos (especialmente el final de la película) le quitan peso a una historia con buenas premisas e intenciones, al igual que a una dirección más que lograda de Nia DaCosta con algunas ideas visuales muy interesantes. «Candyman» es una película que parece quedarse a mitad de camino entre lo obvio y lo necesario, entre las buenas ideas y las trilladas. Un film que resulta más interesante que lo que hemos visto últimamente dentro del género gracias a una interpretación sólida de Yahya Abdul-Mateen y una clara visión de Nia DaCosta en la dirección.
Bienvenidos a la nueva versión que expande la mitología terrorífica conocida como “Candyman”. Pero, primero, hagamos un poco de historia: “Candyman”, hizo su aparición allá por el año 1992, mediante una película protagonizada por Virginia Madsen y Tony Todd, basada en la novela homónima de Clive Barker. Luego, le siguieron las menos logradas secuelas “Candyman: Farewell to the Flesh” (1995) y “Candyman 3: Day of the Dead” (1999), conformando los peldaños de la saga. Intentando reverdecer viejos laureles, el fenómeno de horror llevado a las últimas consecuencias desata nuevos eventos paranormales. Tras el orquestado del film se encuentra el emergente maestro del terror Jordan Peele (“Get Out”, “Us”), quien se coloca en el rol de productor. Interrumpe el sueño de la criatura dos décadas después, con la firme intención explícita de utilizar un discurso social contundente a través de la apropiación del género. Para ello, el relato fílmico conocido se vale de elementos clásicos; y la resultante no exhibe demasiada destreza: el manifiesto panfletario como crítica sociopolítica nos deja con un sabor amargo. La nueva encarnación de “Candyman” se inscribe con trazo grueso. Por otra parte, existe una pérdida de características del personaje principal que diera vida al producto, tres décadas atrás. Evaluamos cierta falta de organicidad en esta secuela directa de la cinta original, una película de culto cuyo legado se difumina, tanto como la sombra reflejada en los espejos que la directora Nia Da Costa insiste en repetir, como remanido recurso. La corrección política impostada desde la dupla creativa afroamericana resiente las intenciones por infundir auténtico pavor a la otra temida leyenda urbana. Ni repetir el nombre cinco veces podrá convencernos. Pero, a ver…probemos.
Nia DaCosta es la encargada de dirigir ésta secuela del clásico de terror basado en la historia corta "Lo prohibido", del aclamado autor británico Clive Barker. DaCosta nos entrega un cambio de perspectiva, en esta ocasión podemos revivir la leyenda desde el punto de vista de Anthony (Yahya Abdul-Mateen II) un talentoso pintor estancado en su carrera, que encuentra inspiración en la historia de Sherman Fields, un sujeto injustamente acusado y brutalmente asesinado por la policía. La composición técnica de la película es impecable, desde el montaje hasta las animaciones que nos ayudan a comprender la historia, todo es detallado y estéticamente pulido. A medida que el relato avanza, nos enfrentamos a algo mucho más profundo que una película de terror, la directora nos plantea una trama dónde abunda el abuso racial, la gentrificacion y la opresión sistemática. Yahya Abdul-Mateen II entrega una interpretación sobresaliente, logrando que el espectador empatice de inmediato y este pendiente en todo momento de la historia. El resto del elenco cumple su función de una manera correcta a pesar de la pobre elaboración de algunos personajes. Candyman tiene sustos y asesinatos, pero su construcción logra que la brutalidad policial nos resulte más aterradora que el villano (interpretado nuevamente por el reconocido Tony Todd). Si bien la trama se presenta de una manera sencilla, es recomendable visualizar la entrega original para disfrutar más ésta secuela.
Por momentos parece que estamos viendo una película slasher, en otros el proceso de decadencia obsesiva del artista/científico símil The Fly; en algunos un comentario sobre el consumo del arte, al estilo Velvet Buzzsaw de Dan Gilroy; e incluso con algunas influencias de The Babadook en las aterradoras formas de contar las historias pasadas a través de sombras chinescas.