La segregación en el páramo Si bien la tradición de los westerns la podemos encontrar en un gran número de propuestas de nuestros días, a decir verdad el género en sí -desde hace ya muchas décadas- está limitado a apenas un puñado de exponentes por año que siempre impiden certificar su defunción definitiva. Menos frondosa aún es la vertiente específica lacónica/ lírica que apunta a un devenir alejado de las aventuras pomposas de antaño y más cercano a los ensayos austeros de índole antropológica, principalmente debido a que la enorme mayoría de los westerns contemporáneos se juega por una perspectiva bastante más agitada, vinculada en especial a aquellos spaghettis de las décadas del 60 y 70 (por suerte la versión clásica, relacionada con fascistas/ chauvinistas como John Ford y Howard Hawks, está muerta desde hace un tiempo bien largo por su sustrato maniqueo y decididamente racista). La realización que nos ocupa, Dulce País (Sweet Country, 2017), recupera en parte el ritmo sosegado de los westerns crepusculares del genial Sam Peckinpah para volcarlo hacia un retrato tan poético como visceral del período colonial de Australia, en el que los terratenientes ingleses mantuvieron un esquema social basado en una superioridad que sentenciaba a los aborígenes a un estado de marginación y explotación tendiente a garantizar una infinidad de abusos símil esclavitud; lo que asimismo en términos prácticos significó otro de los tantos genocidios de pueblos nativos que tuvieron lugar a lo largo y ancho del globo por una conjunción de factores que abarcan las enfermedades que trajeron los europeos, la violencia directa sobre las comunidades originarias y la expulsión de las tierras habitadas, eje mismo de su sustento y condena implícita a la hambruna sistemática. El catalizador de la historia es la muerte de Harry March (Ewen Leslie), un ex soldado que en su enajenación gustaba de violar, disparar y encadenar a los locales, y por ello deja este mundo de la mano de Sam Kelly (Hamilton Morris), un aborigen que debe escapar -en una coyuntura de racismo, alienación y caza de brujas non stop- por este asesinato en defensa propia. Lo que sigue a continuación es una persecución tras Sam y su esposa Lizzie (Natassia Gorey Furber), encabezada por el Sargento Fletcher (Bryan Brown), a través de un páramo australiano caracterizado por el desierto y las tribus que todavía no fueron reconvertidas a la “civilización” del hombre blanco. La experiencia no sólo analiza la relación de los descendientes de británicos con los aborígenes esclavizados sino también la idiosincrasia paradójica de los primeros mestizos, los cuales no saben con quién simpatizar. El director Warwick Thornton avanza lentamente aunque con seguridad hacia la denuncia amarga de este panorama de ignorancia generalizada (los colonos son la encarnación perfecta de la estupidez segregacionista con la única salvedad de Fred Smith, un hombre de impronta religiosa en la piel de Sam Neill, y los aborígenes por su parte tienen mil problemas de interpretación simbólica para defenderse como es debido y plantarse ante las injusticias) y hacia una aproximación semi ensoñada del sentir multiétnico/ pluricultural de Australia en su conjunto (un recurso muy utilizado por el realizador es la inserción de mini flashbacks y mini flashforwards en la presentación de cada personaje y/ o en algún punto álgido de su derrotero, tanto a modo de explicación como buscando la finalidad lírica ya señalada entretejiendo el pasado, el presente y el futuro cual capas sociales superpuestas). Como muchas obras previas que examinaron el vínculo entre la cultura y el racismo, Dulce País se muestra pesimista en consonancia con lo que sucede efectivamente en la realidad, un enclave en donde el odio y los prejuicios se reproducen sin parar y no tienen “cura”, por lo menos en lo referido a la vida de cada uno de los bobos reaccionarios de turno (sólo de generación en generación el asunto puede experimentar un progreso que nos acerque al respeto). El desempeño de Morris es de destacar porque el actor consigue construir -con pocos gestos y un esquema corporal muy limitado- un personaje de actitudes complejas, capaz de adaptarse al contexto con perspicacia y de repente caer de nuevo en la ingenuidad y el miedo a todos esos “amos blancos”. La fuerza del film es sutil y está bien direccionada, siempre compensando su falta de originalidad con una convicción narrativa muy notable…
Cuando el aborigen Sam mata al propietario blanco Harry March en defensa propia, Sam y su mujer Lizzie emprenden la huida. Pero la pareja será perseguida de forma incansable por las autoridades. Dulce país es el segundo largometraje del director australiano Warwick Thornton, un realizador con una larga trayectoria en documentales así como director de fotografía. Es justamente el aspecto visual el principal punto fuerte de esta larga película que le da una vuelta interesante al género western que nunca parece estar del todo muerto. Situada en el desierto deAustralia durante 1920, lo más imponente (y para eso es necesario que sea vista en pantalla grande) es como todos los personajes parecen ser apenas miniaturas, hormigas ante los paisajes áridos. El cielo firme, el calor que se siente en cada plano y en los rostros de los personajes, es una película física que remite a ese gran clásico de Sergio Leone, El bueno, el malo y el feo. Pero hasta ahí es la relación con aquella película italiana, lo que propone Thornton es hablar sobre los problemas raciales, de la justicia y de la discriminación que ocurrían en esos años y que todo esto a la vez que se sienta moderno, como un tema que aún sigue sin resolverse. Para eso cuenta con un gran número de intérpretes en donde se destaca Sam Neill, a pesar de que participación podrían considerarse más como un cameo. El actor con una ya larga trayectoria y uno de los rostros más reconocibles del cine le da su cuota de profesionalidad a Sweet country cuya duración atenta contra la paciencia del espectador. Si bien la historia, basada en hechos reales ocurridos a principios del siglo pasado, pide por este tipo de duración, también es cierto que por su ritmo puede llegar a abrumar y a cansar si no se está dispuesto a entregarse a este tipo de propuesta. El otro gran acierto del director es depositar su confianza en los hombros de su protagonista interpretado por el desconocidoHamilton Morris, quien logra que entendamos y nos preocupe por las situaciones en las que vive. Esto funciona a la vez como contrapunto a lo que ofrece Bryan Brown, quien tiene la misión de capturar al personaje principal y cuyas acciones también entendemos. Dulce país es una experiencia digna de ver en pantalla grande. Su excelente fotografía, su no uso de la música y sus actuaciones la convierten en una propuesta que no debe perderse porque películas así no se estrenan todas las semanas.
Australia y sus vaqueros. Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia 2017 y Premio a la Mejor Película en el de Toronto, Dulce País (Sweet Country), de Warwick Thorton (Sansón y Dalila, Premio Cámara de Oro en el Festival de Cannes 2009), es un western que expone el racismo y las divisiones sociales en la Australia de los años 1920. Y es también una grata sorpresa. En las grandes extensiones donde conviven, bien que mal, aborígenes y blancos, aparece asesinado un granjero blanco lo que exacerba las tensiones habituales, provocadas por el racismo y la esclavitud. Un grupo de granjeros busca al sospechoso, un aborigen liberado, y le sienta ante el juez. Con unos escenarios que no tienen nada que envidiar a los de Sergio Leone y una historia que tanto se parece a las de Estados Unidos, con unos blancos que se apropian de los territorios de los aborígenes, Dulce País es, sin género de dudas, un western al uso, con sus ranchos, cowboys, fusiles, caballos y venganza. Un western que denuncia el racismo que se encuentra en el trasfondo del paso de la Australia rural al país moderno que es hoy. Además nos propone un recorrido punzante y nada benévolo – aunque quizás algo premioso – sobre un paisaje tan lejano como severo, tan inhóspito como rudo, es decir, de la Australia ‘profunda’ alejada tanto de las metrópolis bulliciosas como de las leyes que oficialmente rigen esos recónditos territorios quizás ya ‘independientes’ pero tanto entonces como ahora bajo el dominio de la áurea corona británica. Pocas veces se ha visto tan bien retratado el complicado tema de la justicia humana como en esta agreste propuesta a trasmano de fatigados tópicos al uso. Y al cubrir su inequívoco discurso antirracista en un envoltorio insólito y remoto nos permita apreciar mejor el esfuerzo que requiere construir un mundo cabal y recto en la bárbara lontananza de la periferia, donde impera la ley del talión. Evidentemente, ni todos los blancos son seres abyectos ni todos los aborígenes almas cándidas con comportamientos ingenuos. Lo que sí queda claro es que la justicia no es la palabra de los jueces sino el plomo de las pistolas. Sam es un aborigen de mediana edad que trabaja para un predicador en el Territorio Norte de Australia. Cuando Harry, un veterano de guerra, se va a vivir a un puesto fronterizo cercano, el predicador envía a Sam y su familia para ayudarle a reparar los corrales. Las relaciones entre los dos hombres empeoran progresivamente hasta llegar a un intercambio de disparos, en el que San mata a Harry en defensa propia. Convertido en criminal, Sam huye con su esposa por el desierto. La utoridad militar local, el sargento Fletcher, organiza una batida de caza para encontrar a Sam. Inspirada en hechos reales, el australiano Warwick Thorton ha realizado una película muy bella apoyada en el sólido trabajo de sus actores –Hamilton Morris, Bryan Brown, San Neill, entre otros-, un drama emocionante que denuncia la perversión de la dominación de los blancos y la injusticia de la explotación, en lo que finalmente se convierte en una requisitoria contra la injusticia.
No hay género más grandes y complejo que el western. Aunque con razón se lo asocia exclusivamente a Estados Unidos, el género existe en todo el mundo, o al menos parte de su iconografía y sensibilidad. Australia no es un excepción y su paisaje permite que incluso visualmente las películas tengan un perfecto aire de western. La acción transcurre en los años veinte del siglo pasado. Sam es un hombre aborigen de mediana edad que trabaja para un predicador en el interior del Norte de Australia. Cuando Harry, un amargado veterano de guerra, se muda a un rancho vecino, el predicador envía a Sam y a su familia para ayudar a Harry a rehabilitar sus corrales para el ganado. Pero la relación de Sam con el cruel e irritable Harry se deteriora rápidamente y termina violentamente. Será entonces cuando Sam se convierta en un criminal y se vea obligado a huir por el interior del país. A partir de esta premisa el director arma un western oscuro, amargo, violento. Mucho más cercano al pesimismo de las películas de dicho género posteriores al cine clásico. Es decir, aquellas que brillaban más por su bajada de línea que por su complejidad como obras de arte. Y Sweet Country no es más que una versión actual y australiana de los mejores y peores elementos de aquel período. Su pesimismo es contundente pero a la vez se agotado, repetido, incluso forzado. La necesidad de llegar a confirmar la tesis del realizador le quita originalidad y gracia. Bien filmada y sólida con sus notables actores, la película es eficaz como narración, más allá de la falta de originalidad y su cuidado discurso político. El pesimismo puede ser un lugar común tan aburridor como el final feliz.
Este jueves nos llega este western australiano que utiliza varias de las convenciones genéricas para hacer un comentario más reflexivo sobre la situación sociopolítica y cultural que reinaba en la década de los años ’20 en el país oceánico. La película está inspirada en una historia real sucedida en el interior de Australia en 1929, cuando el indígena Sam (Hamilton Morris) mata al propietario blanco Harry March (Ewen Leslie) en defensa propia luego de un malentendido pero a su vez de un profundo hostigamiento de este individuo hacia los nativos. Así es como Sam y su mujer Lizzie (Natassia Gorey-Furber) deben emprender la huida, ya que entienden que nadie les creerá que la muerte del terrateniente fue un intento desesperado de Sam por defenderse a sí mismo, a su familia y a la estancia del hombre de Fe Fred Smith (Sam Neill) para quien, al contrario de sus colegas, todos los hombres son iguales ante Dios. La pareja será perseguida de forma incansable por las autoridades y los vecinos del estanciero que tienen sed de sangre y un racismo a flor de piel. “Dulce País” o, “Sweet Country” en su idioma original, es de aquellas propuestas cinematográficas que no dejarán indiferente a ningún espectador. La historia es atractiva y presenta ciertos recursos narrativos que la vuelven diferente a otras ofertas del mismo estilo. El montaje hace que la estructura del largometraje se vuelva disruptiva, generando cierto choque en el público que fomenta la reflexión, la emotividad y todo un conjunto de sensaciones que se tornan complejas para digerir inmediatamente. La segregación racial presente en esta cinta se yuxtapone con tremendos paisajes y un magnetismo visual innegable producto de la dirección de fotografía que corre a cargo del mismo director de la obra junto con Dylan River que lo asistió para completar la doble tarea. Por otro lado, las sentidas actuaciones de sus intérpretes hacen que el relato se convierta en un drama profundamente humano, donde el realizador consigue y/o motiva un entendimiento de los personajes y sus conflictos. Thorton se toma su tiempo para contar esta cambiante historia que, además de tener una estructura alternante llena de pequeños flashbacks/flashforwards de planos de corta de duración, también se desenvuelve sin saber bien quiénes son los personajes a seguir en su camino hacia el destino. Si bien el protagonista sería Sam, la trama decide seguir por un rato prolongado a sus perseguidores, a otros terratenientes, al Sargento Fletcher, que busca impartir “justicia” y Philomac (Tremayne Doolan), un niño mestizo que trabaja para otro propietario de tierras aledañas y que tendrá un rol preponderante en los eventos que rodean a Sam. La película nos invita a ver esta historia que se desarrolla en la Australia colonial, donde se regían por la corona británica con un aspecto duro y crudo que se asemeja a los que pudimos ver tantas veces en las propuestas audiovisuales sobre la guerra de secesión norteamericana. “Dulce País”, cinta que obtuvo el Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia 2017, resulta ser una grata sorpresa dentro del género del western y también dentro de la cartelera donde escasean los relatos reflexivos, crudos y viscerales que hablan sobre el racismo y el maltrato de una forma tan poética y brutal a la vez.
Sobre el mito de origen de una tierra baldía Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, Sweet Country recupera algunos de los temas, tópicos y constantes visuales del western y los traslada a tierras australianas, a finales de los años 20, en un paraje que bien podría estar detenido en el tiempo. Entendido como género cinematográfico popular, el western lleva muerto y enterrado más de cuatro décadas. Sin embargo, cada tanto –como un espectro inquieto que se niega a dejar de recorrer la pantalla– sus usos y modales reaparecen, incluso bajo los ropajes más inesperados. Dulce país, la más reciente película de Warwick Thornton –el director australiano, de origen kaytetye, de la notable Sansón y Dalila– recupera algunos de sus temas, tópicos y constantes visuales y los traslada a tierras australianas, a finales de los años 20, en un paraje que bien podría estar detenido en el tiempo. ¿Pastiche, lectura posmoderna, parodia? En lo más mínimo. El aparente clasicismo del relato está más cerca del revisionismo histórico y narrativo que atravesó las películas del Oeste producidas en los Estados Unidos en las décadas del 60 y 70 que de cualquier atisbo de reapropiación contemporánea. Como tal, su visión sobre las injusticias, violencias y dominaciones del hombre por el hombre se transforma –como en todo buen western– en un relato universal y atemporal, más allá de las marcas más visibles de la superficie. Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, Sweet Country comienza con un plano detalle de la preparación de café, a la usanza tradicional: sobre una fogata, en una cacerola los granos se disuelven en el agua hirviendo. En la pista sonora, golpes y gritos, en inglés y en uno de los más de cien idiomas indígenas hablados en el territorio australiano. Las tensiones raciales que formarán parte central de la historia se ponen de manifiesto de manera directa, sin dilaciones, en una breve escena que bien podría pertenecer al pasado o al futuro (el film utiliza ese algo olvidado recurso, el flashforward, para anticipar eventos, a veces de manera conscientemente engañosa para el espectador). A continuación, la imagen de un aborigen adulto, sentado en el áspero suelo, encadenado, a la espera de un juicio y condena que se intuye firme e intransigente. Finalmente, el comienzo de la fábula: en un paraje que aún no ha sido bautizado como Alice Springs (el lugar de nacimiento del realizador), un puesto desértico en el cual el siglo XX no parece haber terminado de establecerse, un recién llegado le pide en préstamo a su nuevo vecino, apenas por un par de días, una parte de su “blackstock” (livestock es ganado en inglés; del juego de palabras pueden sacarse algunas conclusiones). Hacia allí se dirigen Sam Kelly y su mujer, aborígenes “domesticados” –aunque no tanto como otros “negros fieles” de la zona–, sobrevivientes empobrecidos de la conquista del continente, protegidos por un hombre piadoso en el sentido más religioso de la palabra (un papel secundario, pero esencial, de esa institución del cine australiano llamada Sam Neill). Lo que sigue es un acto de violencia original, una confusión potenciada por el racismo y el abuso del alcohol y un acto de legítima defensa que termina con un whitefella muerto, Kelly y su esposa obligados a un escape hacia el interior del desierto, donde el concepto de civilización es bien distinto. Y una partida que les da caza, compuesta por un puñado de hombres y guiada por el único militar afincando en el lugar (Bryan Brown, otro veterano actor de la tierra de los dingos). El cambiante paisaje –a veces montañoso, en ocasiones drásticamente llano, un lugar donde todavía habitan tribus sin mayor contacto con los blancos– es registrado en pantalla ancha en la mejor tradición del western de espacios abiertos: como un personaje más, tan imprevisible y arisco como los hombres que lo recorren. Lejos del melodrama –el tono general es más bien seco–, haciendo gala de un evidente talento para destilar el sentido de las escenas, sin caer en la denuncia de trazo grueso, la película de Thornton guía al espectador en ese viaje hacia el interior salvaje, acompañando intermitentemente a perseguidos y perseguidores, exponiendo sus miedos, deseos y transformaciones sin necesidad de sobre-explicarlos. El regreso al pueblo encuentra a un exhibidor nómade en plena proyección de The Story of the Kelly Gang, uno de los primeros largometrajes de la historia, del cual sólo se conservan fragmentos. Producido en Australia en 1906, su anacrónica inclusión en los tiempos de la ficción produce dos filiaciones nada casuales. Una de ellas es cinematográfica: la historia del cine australiano entre ese film y aquel que lo contiene recorre más de un siglo. La otra es más profunda: el apellido compartido por el famoso bandolero Ned Kelly y el protagonista de Dulce país, la cara y una de las tantas contracaras de la Historia, el mito y la crónica nunca contada, el punto de vista del conquistador y la mirada del otro.
Estrenada un año atrás en el Festival de Venecia, la australiana Dulce país es un western de esos que ya casi no se hacen. O no al menos en Hollywood: un relato violento, ríspido e incómodo que aborda la esclavitud isleña a principios del siglo XX, cuando la idea de una nación multiétnica era poco más que una abstracción. Sam Kelly (Hamilton Morris) es un aborigen que trabaja para el predicador Fred Smith (Sam Neill) en un rancho del norte australiano. Hasta allí va el veterano de la Primera Guerra Mundial Harry March (Ewen Leslie) para pedir ayuda con las tareas diarias, cuestiones que desconoce por ser un recién llegado. Violento y cruel hasta el sadismo, Harry maltrata a Sam y a su familia hasta forzar un asesinato en defensa propia. La huida de Sam y su mujer será el puntapié para el armado de una patrulla comandada por el implacable Sargento Fletcher (Bryan Brown). Pero para estos hombres blancos el desierto australiano es un terreno inhóspito y desconocido, gobernado por la ley del más fuerte y un calor abrasador, que esconde varios obstáculos imposibles de sortear. Quien quiera actuaciones oscarizables, corrección política y concesiones bienpensantes que vea 12 años de esclavitud. Dulce país revisita los códigos del western proponiendo una mirada cruda, despiadada y desencantada sobre la construcción de una nación y el clásico choque entre “civilización y barbarie”. Los planos generales –toda una marca del género– transmiten la sosegada sensación de peligro ante la inmensa llanura a la que deben enfrentarse estos hombres rudos y de pocas palabras, más proclives a la acción que al diálogo. Pero hay más, porque sobre el último tercio Dulce país pega un giro que convierte al western terroso y violento en una inteligente reflexión acerca de los alcances de la Justicia. Dirigida con pulso firme y decidido por Warwick Thornton, Y dueña de una formidable austeridad narrativa y rigor formal, Dulce país es una auténtica sorpresa en la cartelera comercial.
Es en cierta manera un western (o depende cómo se lo vea, un "eastern", porque transcurre en Australia), pero también es un filme sobre la segregación racial, la esclavitud, la solidaridad, el abuso… Dulce país es todo eso, y más. El actor indígena Hamilton Morris es Sam, un hombre de color que trabaja como peón en la estancia que tiene Fred Smith (Sam Neill), un cristiano como Dios manda. Para él, el respeto hacia otra raza debe ser el mismo a la propia. Es en cierta manera un western (o depende cómo se lo vea, un "eastern", porque transcurre en Australia), pero también es un filme sobre la segregación racial, la esclavitud, la solidaridad, el abuso… Dulce país es todo eso, y más. El actor indígena Hamilton Morris es Sam, un hombre de color que trabaja como peón en la estancia que tiene Fred Smith (Sam Neill), un cristiano como Dios manda. Para él, el respeto hacia otra raza debe ser el mismo a la propia. March le “pide prestado” al “esclavo” (estamos hablando de la Australia de los años ’20) para que trabaje con él por uno o dos días. El buen samaritano accede, pero March viola a la mujer de Sam, y luego éste se defiende cuando, siempre ebrio, March vaya a buscarlo tras encadenar a otro indígena joven. Responde a la agresión -disparos de rifle-, con uno solo. Certero. Lo que sigue es una persecución de blancos (con la ayuda de algún negro) de quien es acusado de asesinar al blanco, sencillamente porque decidió huir hacia el desierto. Para quienes quieran ver símbolos, el filme de Warwick Thornton los ofrece, pero no de manera exagerada. Hay un acuerda que divide la pantalla en dos, en cierto momento, que significa el poder delos hombres blancos erigiendo precisamente las normas, los castigos, y luego cuando levantan la estructura de una iglesia. También hay racismo, que sí es explícito, y actuaciones convincentes de dos actorazos que hace un tiempo están alejados de los grandes filmes, como el mencionado Sam Neill y Bryan Brown, quien hace 30 años era coequiper de Tom Cruise en Cocktail y quien supo ser estrella en FX Efectos especiales, aquí como un sargento que hace lo que su corazón y su desgano les dictan. Un muy buen filme, que como marcamos es más que un western para quien lo quiera ver.
El western no es un género de los más representados en los cines del mundo; hace rato que pasó su época de gran producción y lo que hay son siempre excepciones, reversiones, actualizaciones. Pero su raíz es tan poderosa, tan específicamente cinematográfica, que bastan unos pocos planos y unas pocas coordenadas para situarnos y, cuando estamos bien llevados como en este caso, fascinarnos. Estamos aquí ante la variante "western australiano": hace casi un siglo, en los intentos de los blancos por establecerse en un territorio que está lejos de ser un vergel amigable, y en su convivencia cargada de prejuicios y violencia con los aborígenes. El hecho central, el conflicto, es que un aborigen mata a un blanco en defensa propia. Alrededor de ese momento se arma esta película presentada en Venecia y Toronto en 2017, y se estructura con una propuesta nada habitual, que puede descolocar en un principio: hay no pocos flash forwards, que nos hacen previsualizar hechos que ocurrirán más adelante en el tiempo de la historia. Las imágenes, en términos de encuadres e iluminación, se cobijan a la sombra del cine de John Ford pero le agregan un manierismo que no solo logra no ser un mero adorno sino además resignificar la relación de los personajes entre sí y con el paisaje. Con actores dignos de aparecer en un western, como Bryan Brown, Sam Neill y Hamilton Morris, Dulce país cuenta, con lazos visibles con Un tiro en la noche de Ford, una de esas historias acerca del nacimiento doloroso de una nación.
Un western ambientado a principios del siglo pasado en Australia se convierte en un espectáculo visual de pura violencia racial. Se estrena Dulce país (Sweet Country, 2017) y hay grandes motivos para ir a la sala de cine. La discriminación racial es un karma histórico que, año tras año, se sigue alimentando debido a la aparición de Trump y otros sujetos nefastos. Hay que lamentarse: este tipo de males resultan ser cíclicos y no pasan de moda. Dulce país nos cuenta la historia de Sam, un aborigen, que asesina a Harry, el dueño de las tierras, y huye junto a su esposa. Una huida repleta de violencia y seres desalmados que es acompañada por un espectáculo visual digno de apreciar. Warwick Thornton dirige este film y, además, se hace cargo de la dirección de fotografía. Este cometido no es vano: Dulce país es una película con personalidad. La intención de Thornton es aprovechar al ciento por ciento el paisaje australiano con planos abiertos y el objetivo de cerrarlos para poder ver de cerca las sensaciones de cada uno de los personajes, en especial de Sam, interpretado por un inexperto, pero sorprendente Hamilton Morris. Sam sufre y sufrimos junto a él. Una obra elegante que conmueve y no escatima en utilizar los típicos recursos del western clásico como las armas, el territorio a explorar y los indios. En cuanto al reparto, cabe destacar la breve pero precisa participación de Sam Neill y Bryan Brown y Matt Day se lucen como el malvado sargento y el complaciente juez respectivamente. Todos cumplen de manera acertada su rol en este drama donde se narra una historia calmada y cautivadora sin hacer abuso de exageraciones que podrían alejarse del rumbo del director. Todos los personajes son los ejemplos cotidianos de la sociedad: el condenado que fue hostigado, el que lo protege, el dueño de todo sin impunidad y el que lo persigue por cuestiones raciales. Hay humanidad en cada rasgo de la película. El western sigue reinventándose, pero acá hay un director que es cosa seria. Los géneros pueden cambiar, pero una propuesta sólida, de impacto y de absoluta belleza visual excede cualquier clase de género. Sin pecar del dialogo de relleno que hoy muchas propuestas fílmicas quieren adaptar del concepto televisivo, en el cine el sustento es lo visual y acá es donde Warwick Thornton y su Dulce país dan en la tecla.
Desde que llega un forastero, en la primera escena, a preguntar por su stock de negros, este western australiano, merecidamente premiado en el mundo, sienta las bases de su material. Violencia, racismo y poética del desierto de tierra colorada en el marco de la esclavitud, a principios del siglo pasado. Lejos de cualquier drama demagogo o políticamente correcto, y por eso más potente, con el gran Sam Neill al frente de un elenco impecable.
Aún cuando su título aluda a lo contrario, el dulce país de Sweet Country es la vasta tierra australiana que rebosa de injusticia y tensión racial en cada fotograma, contrastada de igual manera por una magnífica fotografía que le otorga al western moralista una pátina de belleza en medio de tanto caos y violencia.
Mientras los americanos siguen rodando el sufrimiento de los esclavos de una manera que intenta deslindar la complicidad de la sociedad y sólo reposar la mirada en los poderosos, esta producción australiana llega para desmitificar y desestructurar discursos. Una pareja de fugitivos serán el objeto de una sangrienta cacería en la que nadie saldrá de la misma manera que ingresaron. Bryan Brown la rompe como un déspota sargento que maneja un pueblo para su beneficio.
Un western australiano, donde están todos los elementos del género, aunados a una reflexión moral sobre las posibilidades de mejorar de una población con profundas raíces racistas con respecto aborígenes del lugar. Los integrantes de los pueblos originarios estaban obligados a trabajar prácticamente como esclavos, a cambio de casa y comida. Basado en una historia real, la idea de David Tranter, que escribió el guión con Steve McGregor, sedujo de inmediato al laureado director Warwick Thorton, descendiente de esos pueblos originarios, que recordó de inmediato las resonancias familiares de ese pasado. La acción la desencadena un veterano de la primera guerra mundial, racista recalcitrante, enloquecido y violento. Le pide “prestado” al predicador del lugar a sus trabajadores, abusa de ellos, los ataca y termina muerto. Y allí comienza una persecución y el intento de impartir justicia en esas tierras que se ven dominadas por el blanco invasor, arrogante y discriminador. Con saltos en el tiempo, con maravillosos y desolados paisajes, fotografiados con talento y por sobre todo con una mirada inteligente de cada uno de los personajes de la historia, sin ninguna concesión facilista, con todos los matices de una situación que expande sus características y lo contamina todo. Grandes actores, Sam Neill, Hamilton Morris y Bryan Brown.
Warwick Thornton dirige el guion escrito por Steven McGregor y David Tranter y narran así un conflicto en el Territorio Norte de Australia entre un terrateniente y un hombre aborigen. Tanto Thornton como Tranter son aborígenes y “Dulce país” está basada en un juicio real del que el guionista escuchó hablar a su abuelo. Cuando un veterano de guerra llega a este pueblo del interior del Norte de su país, se encuentra con algo diferente a lo que esperaba. En este pueblo sin iglesia ni sheriff, además los negros no son esclavos, colaboran en sus casas y a cambio obtienen techo y comida. “Todos somos iguales aquí, todos somos iguales ante los ojos del Señor”, le dice el predicador del pueblo, interpretado por Sam Neill. Sam Kelly (Hamilton Morris), un aborigen que tiene mujer e hija, es enviado para ayudar en su nuevo rancho. Pero en un –aún- confuso altercado Harry muere en manos de Sam. Así, "Dulce país" es primero un western en el que el Sargento de la policía local persigue a Sam, quien se escapó sabiendo que su destino como aborigen después de la muerte del hombre blanco no iba a ser bueno; y luego con el juicio, donde termina de delinearse la historia. “Dulce país”, con su título cargado de ironía, está narrada mayormente de manera lineal, a excepción de cuando imágenes fragmentadas se intercalan anunciando algo que pasará o intentando descifrar algo que sucedió, flashbacks y forwards. Con un ritmo algo pausado, va exponiendo las aristas del relato de a pequeñas piezas, como un rompecabezas aunque bastante ordenado. Sí hay una clara división en la historia. Al principio centrándose en la persecución en el desierto y luego en el juicio, a cielo abierto. Aunque también podría haber funcionado en dos películas distintas, o al menos capítulos, lo cierto es que en su conjunto se complementan y no hay una desentonación. Es una película de época, estamos en la Australia de 1929 y nos encontramos acá una buena ambientación. Como todo western, porque estamos ante tal, hay un gran aprovechamiento de los exteriores, paisajes áridos y calurosos. Y hay mucho polvo, tierra. También es interesante la construcción de personajes. A diferencia de cualquier western clásico, acá no hay buenos y malos propiamente dicho, sino que todos están en el medio entre uno y otro. Apostando principalmente a la imagen y con pocos diálogos pero estos siempre muy precisos, se cuenta con una muy buena fotografía y un guion efectivo. Sin embargo, "Dulce País" quizás se pierde por momentos con un ritmo desparejo mientras elige retratar el colonialismo británico y lo hace a través de una historia interesante y rica que expone temas como el racismo pero también otros muy propios de la época como el machismo.
El prestigioso cineasta australiano Warwick Thorton, muestra crudamente como han sido tratados los nativos de Australia por muchos años, las tribus aborígenes fueron perdiendo su cultura, tradiciones, fueron humillados, abusados y lo destruyeron todo. Aquí se basa en una historia real, un nativo Sam Kelly (Hamilton Morris) casado con Lizzie (Natassia Gorey Furber), se ven obligados a escapar por el desierto después de haber matado a Harry March (Ewen Leslie), en defensa propia y vamos observando todas las vicisitudes que deben padecer. Ante el hecho ocurrido un grupo de hombres bajo las órdenes del sargento Fletcher (Bryan Brown) comienza la persecución de Sam y Lizzie. Contiene escenas fuertes, muchos elementos de western clásico, en una historia sobre el racismo y como se domina a un pueblo, su desarrollo tiene personajes taciturnos, un paisaje tan hostil parecido a los que dominan, hay pocos diálogos, goza de una buena ambientación y su ritmo es lento. Este film triunfó en el Festival de Venecia donde ganó el Premio Especial del Jurado, además de ganar el Premio a la Mejor Película en el Festival de Toronto.
Esta suerte de western revisionista australiano se centra en lo que sucede cuando un aborigen mata en defensa propia a un hombre blanco que violó a su mujer. Usando los códigos clásicos del género pero en un estilo más reflexivo y político que puramente estructural, logra un relato notable sobre la violencia racial. Acaso los australianos sean los últimos portadores del gen del western, capaces de mantener ciertos códigos que el mercado ya no busca ni utiliza demasiado. Películas que se atreven a sostener cierta brutalidad y firmeza en situaciones y personajes que el cine norteamericano ha preferido dejar de lado, acaso porque los tiempos que corren no llaman por ese tipo de universos de hombres rudos y violentos. DULCE PAIS es, si se la mira bien, una película que de todos modos cumple con lo que deben cumplir los westerns revisionistas: contar la historia desde el contraplano de la mirada oficial. En la nueva película del australiano Warwick Thornton los indígenas del western norteamericano son los aborígenes australianos. Son ellos las víctimas del abuso y la crueldad del hombre blanco. Y los que pagan las consecuencias. La historia parece suceder en el siglo XIX pero en realidad transcurre en 1929, en el desolado y peligroso pueblito australiano de Alice Springs donde terratenientes y colonos blancos ocupan la tierra y los locales trabajan para ellos. Thornton muestra esos escenarios con la grandiosidad de los westerns clásicos: una bella pero también desolada tierra que se extiende al infinito y sobre la que los hombres que la habitan disputan sus asuntos más oscuros. Los conflictos son varios y se disparan cuando un hombre tortura a uno de los jóvenes aborígenes que trabajan para él a quien hace responsable de un robo que no cometió. Otro hombre –un veterano de guerra alcohólico y peligroso– acaba de llegar al pueblo y va mucho más lejos que su colega: viola a Lizzie, una de sus sirvientas y termina teniendo un violento enfrentamiento con Sam Kelly, el marido de ella, quien lo mata. En medio de todo esto, Fred Smith (Sam Neill), el párroco del pueblo, se ve en una situación compleja. Siempre fue un hombre amable y comprensivo con los pueblos originarios del lugar, pero el hecho de que uno de ellos haya matado a un hombre blanco lo mete en serios problemas. Y más aún porque Sam (Hamilton Morris) es su mano derecha y fue él quien lo recomendó al recién llegado. Lo que sigue funciona como una variación del western clásico. Lizzie y Sam se fugan y el sargento Fletcher (Bryan Brown) es el encagado de perseguirlos metiéndose cada vez en territorios más inexplorados y salvajes, pero las cosas pegan un giro promediando el relato y la película cambia de registro: el western de espacios abiertos se transforma, digamos, en otra cosa. Una en la que el párroco Fred vuelve a tener un rol fundamental y la Justicia deberá demostrar si está a la altura de funcionar como corresponde ante esas circunstancias. La ironía del título puede ser obvia (lo mismo que el juego de referencias con el apellido Kelly, que es el mismo del bandido/antihéroe más célebre de Australia Ned Kelly) pero no por eso deja de ser aplicable. Thornton arma un western que empieza de manera intensa y violenta pero, curiosamente, en lugar de ir apuntando a hacer crecer más aún esa violencia (como suele ser el caso en este tipo de géneros) en su segunda mitad se vuelve más reflexiva y seria, aunque igualmente oscura y tensa. La sensación de que en cualquier momento los pobladores de Alice Springs pueden optar por utilizar esas formas es palpable y uno sabe que la película no culminará sin algún regreso a ella. En ese sentido el rol de Smith es esencial. Muy bien interpretado por el eterno Sam Neill, es la clase de hombre blanco que cree que con buena voluntad, comprensión y modales se pueden torcer las fuerzas malevolentes de una comunidad para luego darse cuenta que no es para nada sencillo y que la sangre pide sangre, le guste o no. Thornton, como Smith, sabe muy bien que una cosa es contar una historia violenta y otra regodearse en ella, por lo que no supera ciertos límites de la crueldad cinematográfica más allá de que sus villanos sí la crucen. Regodearse en los actos de hombres horribles, en cierto modo, es mirar el mundo un poco como ellos. Y esperar que los espectadores lo hagan también.
El racismo vuelve al centro de la escena. La película de Warwick Thornton apunta a mostrar la crueldad de los blancos sobre los negros en este western inspirado en un hecho real ocurrido en Australia en 1929. Sam Kelly es un aborigen de mediana edad, que trabaja para el predicador Fred Smith en un rancho del norte de Australia. Cuando el desagradable Harry March, ex veterano de la Primera Guerra Mundial, se instala en un rancho vecino, el predicador envía a Sam para que ayude a Harry en las tareas del rancho. La relación entre ellos se deteriora a diario hasta que Sam mata a Harry en defensa propia. Un asesinato es grave pero en este contexto despiadado lo es mucho más si lo hace un hombre de color. Sam huirá con su esposa, que fue violada por Harry y no lo confesó, y sabe que el peso de la ley lo destruirá. Thornton equivocó el modo de contar la historia. Porque lo hizo con un relato demasiado cansino, quizá para ponerse a tono con el desolador y árido paisaje, pero logró que el interés decaiga con el correr de los extensos 113 minutos del filme. Encima intentó ser creativo al incluir imágenes del futuro de la trama, a modo de insert, y lo tornó más confuso. Por el afán de correrse del cine comercial quedó muy lejos del cine de autor y demasiado cerca de otra película más sobre racismo.
Nos encontramos ante la versión australiana de un western. Ambientado en 1929, el film se centra en un conflicto local, aunque global en términos políticos: las consecuencias sociales del imperialismo. Como ya se sabe, Australia fue conquistada con la espada y con la cruz, al igual que Nuestra América, a fines del siglo XVIII por el imperio británico, y como en todas las conquistas, fue condición necesaria el sometimiento de la población aborigen a manos del hombre blanco. Hacia mediados del siglo XX logran su independencia, pero ya con la población diezmada, y con serios problemas de segregacionismo, incluso para los hijos mestizos. El film nos sitúa en el período entre guerras, al borde de la independencia, aunque aún con fuertes conflictos sociales y de explotación. En este contexto, el hilo conductor de la película son los hechos (basados en una historia real) que suceden al asesinato de Harry March (Ewen Leslie), un blanco trastornado luego de su participación en la Primera Guerra Mundial, quien está recién llegado para hacerse cargo de una “estación”. El asesino es Sam Kelly (Hamilton Morris), un hombre negro aborigen quien vive con su esposa en el territorio de Fred Smith (Sam Neill), un ferviente devoto cristiano que cree que todos los hombres son libres e iguales. El matrimonio debe escapar tras este asesinato en defensa propia ya que son perseguidos por el Sargento Fletcher (Bryan Brown), el “sheriff” local. La película de Warwick Thornton construye de manera muy maniquea a sus personajes, y contiene un fuerte mensaje evangelizador, dado que los hombres blancos “buenos” (el juez Taylor -Matt Day- y Fred Smith) son casualmente los que se rigen por los preceptos de la Iglesia cristiana, mientras que los malos son aquellos que viven en el pecado y la amoralidad (beben, mantienen relaciones sexuales extramaritales, tienen hijos no reconocidos, y sojuzgan a los nativos). Como si esto no fuera poco, los marcados planos generales de la naturaleza vienen a insistir en esta relación metafísica del hombre con su alma. Es decir, que aunque hay un intento de revisionismo sobre la violencia ejercida en el proceso de conquista imperialista, no sólo no se critica sino que se reafirma el lugar que ocupó la Iglesia en la misma. Aún más, el personaje de Sam y de su esposa, eligen creer en este Dios que predica su “jefe”. Los únicos elementos que se pueden rescatar del film son los inserts de flashfordwards que adelantan el destino, generalmente violento, de los personajes, y que proponen algún tipo de desafío estético e intelectual al espectador.
VERDAD O CONSECUENCIA Recientemente, a propósito del suceso de El Angel de Luis Ortega, una estrella mediática y twittera con ínfulas de Simone de Beauvoir, pero más cerca de la grasa de las capitales, se mostraba indignada con la supuesta pose cool del protagonista, reclamando justicia para con los asesinos. Este puritanismo de la verosimilitud me hizo acordar a todos los inspectores que pusieron el grito en el cielo cuando se estrenó Django sin cadenas, de Quentin Tarantino, entre ellos, el reconocido y muy buen realizador Spike Lee. Las críticas tenían el mismo origen: la pretensión de fidelidad con la causa histórica (algo similar ya le había ocurrido a Quentin con Bastardos sin gloria). El problema de fondo en todo esto es un reclamo injusto para los tiempos que corren, a saber, que en pleno Siglo XXI el cine deba rendir cuentas a la vida o consagrarse al imperativo del reflejo o de la verdad. El mismo Tarantino ensayó una respuesta bastante ingeniosa en su momento y desechó la posibilidad de hacer una película al servicio de cierto cine de denuncia propio de la industria y atado a las pretensiones de la Historia. Dos cosas al respecto. La primera es que todos aquellos que reclaman no lograron ver en Django sin cadenas un discurso más corrosivo que las estampas ilustradas al estilo de 12 años de esclavitud de Steve McQueen, por citar sólo un caso vinculado temáticamente. Segundo, a los que proclaman la bandera de la objetividad, siempre está a mano Wikipedia. No olvidar que el cine es un acto de fe. Todo lo anterior viene a colación de Dulce país, de Warwick Thornton, una película sólida, de notable factura estética y con un particular desarrollo narrativo a base de flashbacks y flashforwards que ponen en vilo el conocimiento sobre la historia a la vez que trabajan la espera del espectador. La acción se ubica en el norte de Australia en los años veinte del siglo pasado, el riñón de un estado de podredumbre donde los blancos abusan de los negros. Es decir, nada nuevo bajo el sol y, en todo caso, disfrazado de galantes recursos. En este territorio abierto pero que no deja de ser un laberinto, los blancos parecen animales alzados, los negros son víctimas y los indios son salvajes, la clásica tipificación que encontramos en miles de casos fílmicos. Lo que pretende hacer diferente Thornton es construir un punto de vista que varíe el foco ideológico; sin embargo, se queda a mitad de camino. La mejor prueba para lo anterior está en la gastada fórmula narrativa cuyo discurso político correcto asoma a gritos. Hay un tipo resentido, veterano de guerra llamado Harry que le pide prestado a otro rancho una familia negra para que lo ayude un tiempo en los corrales. Allí abusa de la mujer. La corrección y la prudencia de Thornton se manifiestan en un fundido en negro en las situaciones más violentas. Este hecho y las pretensiones sexuales de Harry para con la hija de Sam, el padre de la familia negra, derivan luego en una serie de hechos dramáticos cuyo final pretende quedar bien con todos, incluidos los aplaudidores de la verosimilitud y de lo políticamente aceptable. Es decir, más de lo mismo, por más que se vista de gala. El panorama es desolador, al estilo de Sin lugar para los débiles de los hermanos Coen, o de Sin nada que perder de David Mackenzie, situaciones todas donde tres gatos locos se persiguen para matarse en tierras desoladas y asoladas por códigos violentos y de supervivencia. No obstante, hay algo crucial que distingue a éstas de Dulce país y es la necesidad del director para que el mensaje corra siempre cien metros más adelante que el cine mismo, para que la tesis (archiconocida a esta altura) sea más importante que la libertad formal y visual que siempre ha propiciado el género. De este modo, el western aparece como una máscara despojada de la pasión de los grandes realizadores y responde más a esa vena pesimista y oscura que varios prefieren, donde el mensaje suple la riqueza visual y el desenfado capaz de reírse de las convenciones.
Las salas de cine argentino no suelen recibir estrenos de Australia, Dulce país de Warwick Thornton es una buena oportunidad para acercarse a esta filmografía, con un western apoyado en las diferencias sociales. Esta historia verídica se ubica en 1920. Sam Kelly es un aborigen que trabaja para el predicador Fred Smith en un rancho al norte de Australia. Cuando Harry March, ex veterano de la Primera Guerra Mundial, de carácter violento y cruel, se instala en un rancho vecino, el predicador envía a Sam para que ayude a Harry en las tareas del rancho. La relación entre ellos se deteriora rápidamente, hasta que sucede algo y Sam tiene que huir. Durante treinta minutos Thornton anticipa los hechos que van a ocurrir o vuelve a los que ocurrieron, con algunas imágenes de los eventos futuros y pasados (a través de flashforwards y flashbacks) y va escalando la tensión entre todos los personajes. Estas relaciones no sólo crean las posturas de los protagonistas sino que también recrean el estilo de vida de la época. Gran parte del relato se basa en la persecución del Sargento Fletcher a Sam y su esposa. Los parajes del desierto y las montañas encierran a los protagonistas y demuestran claramente quiénes son los dueños de la tierra y quiénes los usurpadores. El relato termina con un juicio que intenta introducirse en este difícil contexto, planteando los conceptos de la justicia y la religión como castigo divino. Finalmente, se presenta la figura de un joven que está en el medio de todo este conflicto, sin saber de qué lado ubicarse y sin sentirse parte del lugar que habita.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
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Hoy en día el western está muerto y sepultado. De vez en cuando distintos directores exhuman del desierto en un intento de nostalgia autorreferencial a aquel primer cine. Pienso por ejemplo en Quentin Tarantino o en los Hermanos Cohen, fetichistas y aficionados en hacer colisionar géneros y subgéneros pasados de moda. Pero también pienso en aquellas nuevas películas que, además de la típica locación inhóspita y de cierta iconografía ya incluída en la cultura popular estadounidense, toman del western algún elemento concreto que les permite adaptarlo a una historia contemporánea, como es el robo de bancos en Sin nada que perder o la búsqueda de justicia en 3 anuncios por un crimen. En el caso del nuevo filme del australiano Warwick Thornton lo que hay es una necesidad de redefinir lo que históricamente el género contó, corriendo el foco del hombre blanco y su disputa contra los malones a la hora de “construir nación”, y viendo qué ocurría con aquellos que estuvieron siempre encadenados al fuera de campo: los esclavos. Luego de ser echado sin cobrar ni un centavo por su trabajo, Sam (Sam Neill), un aborigen entrado en años regresa junto a su mujer al rancho de su religioso y benevolente dueño quien momentáneamente se encuentra fuera de la zona. Mientras descansan, la pareja es sorprendida por los gritos etílicos y violentos de Harry (Ewen Leslie), el hombre blanco que minutos antes los había despachado como ganado de su propiedad. De los gritos pasa al plomo y en un acto de legítima defensa Sam lo asesina de un disparo. “Mató a un hombre blanco, mató a un hombre blanco” repite exaltado Archie, el anciano negro que escoltaba a quien ahora yace en agonía con la aorta escupiendo sangre. La frase resuena como una sentencia mortal. La sombra de Sam ahora impresa sobre la tierra por el sol cenital será de aquí en adelante un estigma que lo seguirá en su huída a través del desierto. Mientras tanto, en el pueblo, una diligencia comandada por el sargento Fletcher (Bryan Brown) se prepara para ir tras los pasos del prófugo a fin de vengar la herida de su dignidad aria en nombre de la justicia. Más allá de la clara crítica al supremacismo de la época, la ambición del director creo que está en reformular el género en favor de una lectura indigenista. Sin embargo, “la realización del western que no fue” termina volviéndose algo caótico en términos formales. El western jamás fue una reconstrucción de hechos del pasado sino que corrió siempre en paralelo a la historia iluminando pupilas con su universo mitológico de valores idealizados. Thornon filma a la vieja usanza con un plus de lisergia desértica. Utiliza el plano general para abarcar el horizonte la Australia profunda como si se hubiese trasplantado la córnea de John Ford. Cubre de humo los bares. De polvo los caminos. Macera sus diálogos parcos en tequila. Pero a la hora de estructurar el relato, la linealidad clásica se ve interrumpida por una serie de flashbacks y flashforwards proféticos desparramados con inteligencia alquimista. Destellos que hacen que la noción del tiempo circular sea lo más interesante que nos trae Dulce país y eso sí que es pura herencia aborigen. Por Felix De Cunto @felix_decunto
“¿Qué mierda estás haciendo”, “Negro bastardo”, “…maldito negro bastardo”, “¿De dónde sacaste tu stock negro?”, “Pedacito de mierda”. Insultos, órdenes, desprecio, violencia física. Esa es la única manera con la que los “amos” blancos establecen relaciones con sus esclavizados trabajadores negros (propietarios originales de las tierras) en la Australia de 1929. ‘Sweet Country’ o ‘Dulce País’ (como se tradujo al español) es identificada como un Western de procedencia australiana. Aunque haciendo honor a su contenido se podría afirmar que tiene algo de “contrawestern”: los indígenas o más correctamente los pueblos originarios no son asesinos como habitualmente se los retrata. Por su lado, los vaqueros blancos y también los soldados, tradicionalmente presentados como hombres sacrificados, héroes y defensores implacables de la justicia, aquí quedan retratados, sin cortapisa alguna, como usurpadores de tierras, asesinos y racistas. Un hombre negro encadenado por el cuello, de las manos y de los pies en una silla, responde con un gesto de la cabeza la pregunta que alguien le hace. Un niño negro que calza un solo zapato es castigado sin piedad por haber comido una sandía del huerto del patrón. Mientras espera su juicio, un hombre escucha que afuera de su celda otros hombres trabajan con madera: agujerean, clavan, cortan. También anudan y trenzan una soga. La materialización del castigo avanza día con día. En una cacerola se calienta una sustancia de color negro. Mientras tanto se escucha en off una retahila de denuestos dirigidos a los trabajadores de la hacienda. Con pantalla completa en negro se escucha una voz masculina que profiere amenazas a una persona si osa desobedecerla. Alcohol, peleas, tiroteos, muertes, el bar, el amor y la religión van consolidando los ingredientes de un western. Una persecución por algunos paisajes característicos del género y otros no tan habituales se suman a la trama. El fuego nocturno. La justicia celebrando sus deliberaciones en la calle, rodeada de los habitantes del pueblo, a la manera de un imperdible espectáculo público. Un adolescente de origen Myall, es protagonista de los sucesos. Inteligente y seguro, también testigo agudo de la historia. Sus respuestas y actitudes dejan a los patrones blancos irritados cuando no perplejos y paralizados. A veces un color uniforme, por momentos casi sepia dan cuenta de la áspera geografía. Tierras rojas, vegetación rala, casi desértica, agua escasa, parecen acentuar la gravedad de los sucesos que se narran. Largos recorridos por suelos polvorientos que parecen invitar a los hombres y animales a huir de ese entorno desesperanzador. Thornton es un cuidadoso constructor de ambientes. Para componer su banda de sonido recurre a los ruidos que se producen en el ambiente: relinchos y galopes de caballos, chirridos de insectos, el mugido de las vacas, ruidos de puertas que se cierran o se golpean con violencia, ladridos de perros, el soplo del viento, los roces de las ruedas de los carros, el agua que se derrama, los pasos de los caminantes. La historia no se cuenta de manera lineal. Desde un comienzo y hasta el final el relato sufre disrupciones generadas por el uso de recursos como el intercalado de escenas retrospectivas o futuras. Con ello el director favorece el ritmo del relato y alimenta el suspenso al obligar a los espectadores a preguntarse por el sentido de las imágenes que quiebran el desarrollo cronológico de la historia. Abundan los planos generales tanto en las caminatas de los protagonistas como en los recorridos a caballo. La pantalla nos ofrece una vastedad de valles y montañas que desde un principio fueron territorio habitado por los aborígenes. Una acentuada preferencia por las tomas realizadas desde el interior de las viviendas para retratar el exterior, combinando así el claroscuro de los cuartos con la luminosidad del afuera. La aparición nocturna de los alacranes parece obedecer a la necesidad de sugerir estados de ánimo o caracterizar algunas conductas. Thornton resuelve el asunto apostando al lenguaje fotográfico y no al parlamento. También en el uso del tiempo y el cuidado de la progresión narrativa son ámbitos donde el director exhibe un cuidado especial. La resolución que logra para el largo y extenuante recorrido que hace el sargento por un terreno árido y salobre es otro ejemplo de su talentosa orfebrería cinematográfica.