Paisajes interiores Santos es el misterioso personaje que protagoniza El muerto y ser feliz, nuevo opus del español Javier Rebollo, presentado en el Festival de Mar del Plata, y que por un lado orilla en la estructura de una road movie pero además se sumerge en la ambigüedad de los espacios geográficos y mentales con el trasfondo de las rutas argentinas y lugares de nuestra Argentina, como Mar Chiquita o Santiago del Estero, desde la mirada del extraño que le genera a la propia geografía una sustancia distinta a la de la postal básica tan recurrente en el cine foráneo cuando descansa sus ojos en estas tierras. Santos es un hombre que se ha relacionado con muertes ajenas por profesión ya que su trabajo como asesino a sueldo habla de un pasado donde se sentía a gusto -o por lo menos feliz de hacerlo- y que ahora en su presente lo vuelve a confrontar pero desde otro lugar ya que la sentencia de muerte pesa sobre su propio pellejo al ser portador de tres tumores en etapa terminal. Ese detalle de vida (o mejor dicho de muerte, según como se lo mire) detona en él la necesidad de fuga en un viaje que gracias a la ambigüedad del relato, donde Rebollo apela al recurso de la voz off para despegarlo del realismo seco e insuflarle dosis de ironía, y altas dosis de renuncia expresa a la verosimilitud, gana intensidad al tomar como punto de partida tanto el viaje literal de la road movie convencional a bordo de un viejo Ford Falcon –con la compañía de una mujer- como aquel viaje por los paisajes interiores de Santos, sus delirios causados por la morfina que debe inyectarse para apañar la agonía y el dolor. La introducción de una mujer tan enigmática como la caprichosa forma en que llega al camino de Santos funciona para el público como efecto de resonancia, mientras el personaje transita en fuga hacia su crepúsculo con cierta esperanza de despertar en un nuevo amanecer. Si Santos sueña o delira su aventura arraigada en la falta de memoria y en la necesidad de recordar el nombre de su primera víctima para tal vez partir tan tranquilo como pueda es algo que afortunadamente el director de La mujer sin piano se encarga de mantener en suspenso hasta el final e incluso sin resolución, entregado desde sus decisiones estéticas y sobre todo éticas a perderse en las búsquedas de su protagonista y fluir junto a su conciencia. Eso es lo que hace de este film algo auténtico y honesto como ya lo demostrase en su anterior opus estrenado en el BAFICI hace unos años.
Una sombra ya pronto serás El director de Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009) filmó en buena parte del territorio argentino una road-movie existencialista (o, mejor, mortuoria) sobre un veterano killer profesional (José Sacristán, premiado en el Festival de San Sebastián por este trabajo) que se entera de que le queda poco tiempo de vida y -con un cargamento de morfina a cuesta para paliar sus crecientes dolores- se embarca en una Ford Falcon rural en un largo e imprevisible viaje final hacia el Norte lleno de enredos y vueltas de tuerca. Se le sumará luego una mujer desesperada con quien vivirá situaciones tragicómicas. Hasta aquí (película de camino, asesino a sueldo, el tema de la muerte) la narración podría transitar por caminos esperables y conocidos, pero Rebollo apela todo el tiempo a una ambiciosa (pretenciosa) voz en off que "dialoga", "interactúa" y por momentos se anticipa a la acción que veremos pocos segundos después. El mecanismo -que remite inevitablemente a Historias extraordinarias, de Mariano Llinás- abruma y distancia más de lo que aporta a un film que, visto desde la Argentina, pendula entre lo curioso, lo pintoresco, lo obvio y lo banal en su mirada a las desventuras de un antihéroe suelto en el interior profundo de nuestro país.
Un camino hacia la nada La nueva película de Javier Rebollo, director de La mujer sin piano (2009), es el retrato agridulce de Santos (José Sacristán), “un asesino a sueldo que no puede matar”. Una road movie cruda y melancólica que atraviesa gran parte del territorio argentino. El presente para Santos dista mucho de ese pasado cada vez más remoto, en el que su “oficio” estaba en pleno apogeo. Al parecer, extraña demasiado ser un asesino a sueldo. Y se consuela rememorando los nombres y apellidos de sus víctimas. Pero eso no lo inhibe de intentar cumplir con su vieja tarea, aunque su arma ya no sirva para matar. El muerto y ser feliz hace del hermético Santos su centro y destino final. Destino bastante limitado, ya que el hombre atraviesa la fase terminal no de uno sino de tres tumores. Quedan, no obstante, los recuerdos y su Falcon. Los primeros parecen producto de un delirio al que sobrelleva con estoica voluntad, mientras que el segundo implica el contacto con el mundo exterior (más bien limitado) y -en especial- con una mujer que encuentra de forma casual. La película de Rebollo es esa clase de road-movies que no conduce (valga la redundancia) al personaje principal hacia un cambio, sino que opta por acercarnos a él, revelarnos qué otras capas lo definen. Esta decisión está, al mismo tiempo, condicionada por cierto matiz entre paródico y cómico con el que el realizador (también co-guionista) narra la historia. Y mucho de ello tiene que ver la voz en off femenina que apunta y anticipa el destino de Santos. Un recurso que durante la primera parte funciona más que bien, pero que luego se torna reiterativo y denso. Al comienzo, el protagonista intentará cumplir con una última misión que se tornará imposible terminar. Y que tendrá como consecuencia fantasmal la presencia del misterioso hombre que se la encargó (Jorge Jellinek, impregnado en sus pocas escenas en un aire lyncheano). Para peor, Santos debe inyectarse morfina cada vez con mayor frecuencia para mitigar el dolor. ¿Cuál es el resultado de este recorrido que termina siendo un viaje sin destino fijo? El muerto y ser feliz está atravesado por algunas singularidades que pueden acercarnos a una respuesta para aquella pregunta. Ya desde el título (algo disonante) hay una tensión entre la vida y la muerte. “El muerto” bien podría definir a Santos, que está vivo. Y “ser feliz” podría manifestar el deseo que lo lleva a no detener ese viaje. También es singular el recorrido: o bien hay elipsis que no logran ser verosímiles, o bien Rebollo quiso hacer de la geografía argentina una excusa argumental para asociar los paisajes (en mayor parte, decadentes) a la fragilidad de Santos. Porque no es creíble pasar de Mar Chiquita al norte argentino en tan poco tiempo. Sí, en cambio, resulta más orgánica la propuesta de introducir algunos personajes de forma directa y antojadiza, de “imponerles” conductas extrañas (la golpiza en el bar santiagueño, mediada por un paso de baile), de aportarle a la voz en off algunas observaciones sobre la voluntad de Santos de “argentinizarse”, o de proponer dos finales. El recorrido es, entonces, una de las formas posibles de ingresar al mundo del personaje principal. Finalmente, lo que aleja al film de sus fallas y potencia sus virtudes es la actuación de Sacristán. En medio de un guión tan artificioso adrede, el actor le da a su criatura toda la ternura y compasión que necesita para que la platea lo quiera y lo acompañe, con gusto, en este viaje hacia la nada.
Nadie es profeta en su tierra. Muchos directores nóveles de España encuentran a sus propios detractores en su versión vernácula, y no son éstos, necesariamente, miembros de una generación lejana. Basta que un extranjero insinúe un elogio sobre Jaime Rosales, por ejemplo, para que inmediatamente un coro de indignados exija, a veces amablemente, otras no tanto, una rectificación inmediata. Muchas veces, el argumento arrastra el conocimiento directo; tal director es esto o aquello, y la obra se juzga no tanto por sus condiciones objetivas sino por la personalidad del creador de una película. El año pasado Isaki Lakuesta se llevaba la famosa Concha de Oro por Los pasos dobles, y no sólo incomodaba a todo un sector de la prensa conservadora y servil al cine que llega desde California con sus estrellas fulgurantes, allí en donde España ahora también cuenta con sus astros autóctonos, quienes lucen su estirpe, como la bella Penélope y los machos insignes, como Antonio y Javier. Un año atrás, los críticos más cinéfilos también vacilaban respecto si dar o no su asentimiento al joven galardonado. Lo sabemos, y se trata casi de una deontología para críticos: nada de tibieza, tampoco de timidez; hay que atacar sin miramientos, pues se trata de un mandato del gremio. Es que la intransigencia y la virulencia suponen ser virtudes cinéfilas; se ama o se odia, y en general para siempre. Javier Rebollo divide las aguas desde que debutó con Lo que sé de Lola. Siempre que un cineasta debuta con ciertas ambiciones, la desconfianza se impone; el crédito para un advenedizo, entre mis colegas, suele ser mínimo; es preferible ser riguroso en la resta que en la suma. Como sea, de Rebollo dicen (o decimos) de todo: farsante, pedante, acaso un cineasta de una frialdad execrable. Para muchos se trata de un bressoniano trasnochado, un mero imitador de las formas de un genio. Es cierto que Rebollo no ha ocultado su admiración por el gran maestro francés, y en Lo que sé de Lola se podía rastrear algo de la escritura cinematográfica de aquel genio. Lo mismo podría decirse de La mujer sin piano, una película, a mi juicio, más cercana a otro maestro procedente del mismo terruño: Jacques Tati. Y llega entonces su tercera película, una comedia inverosímil y rara, la que no transcurre ni en Francia, ni en España sino en Argentina. El muerto y ser feliz, título extraño y desprolijo, ya tiene aquí, a tan sólo un día del estreno mundial, sus detractores vernáculos como extranjeros, y pronto los cosechará en Argentina, cuando la película dé el puntapié inicial en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En el sur, por cierto, Rebollo también cuenta con sus enemigos, y después de este film sobre argentinos, más allá del sensato humanismo verificable en el relato, es probable que el club de sus admiradores, si los tiene, cierre definitivamente sus filas. Sucede que la mirada sobre Argentina, a pesar de que el centro de gravedad narrativo pasa por otro lado, no es justamente simpática. Se trata de un país en demolición, y no solamente por un paso gracioso por Miramar en la provincia de Córdoba, un pasaje ontológicamente surrealista en el que los dos protagonistas y dos turistas pasan por ese escenario indescifrable, un poco por azar; en efecto, desde Buenos Aires hasta Salta, El muerto y ser feliz devuelve permanentemente una nación oxidada, poco federal, materialmente desecha y bien predispuesta a la coima; si no hay dinero alcanza con un casete de Jorge Corona y una pequeña virgen cristiana para atesorar en el hogar. En el cine de Rebollo, los personajes están en movimiento. El hijo edipizado hasta el infinito de Lo que sé de Lola se ve obligado a viajar siguiendo los pasos de esa mujer que no viene a sustituir a la madre muerta sino a determinar un posible viraje en la economía libidinal de su protagonista; en La mujer sin piano, la protagonista se prepara para un viaje que finalmente no llega a cumplirse del todo, pero su disposición existe y su deseo también. El muerto y ser feliz es directamente una road movie elegíaca y cómica, un viaje tanático y erótico durante los últimos días de un moribundo. Santos (José Sacristán), el asesino que no recuerda a su primera víctima, a quien le pagan por matar y que en este ocasión vuelve a ser contratado para asesinar, pero que misteriosamente no cumple con su objetivo, padece de cáncer. Su cuerpo es una fábrica eficaz de tumores. Cerebro, páncreas y otras ramificaciones, es decir una fiesta de metástasis. Su condición terminal sólo se torna visible cuando se inyecta morfina, pero el punto de vista elegido por Rebollo jamás apela a la compasión. Es una condición material, una evidencia, y en todo caso, un móvil de la psique del protagonista, al que ya nada le importa excepto dimitir de su paso por el mundo sin convertirse en un convaleciente hospitalizado y penoso, incluso si tal decisión implica renunciar a una enfermera cuyo cuidado excede cuestiones médicas. De la panorámica aérea inicial de una plaza de Buenos Aires en el que una voz en off presenta a Santos al plano en el que aparece el título del film, pasarán varios minutos, unos 40 planos, para ser precisos. El formalismo de Rebollo no está vedado, sí atenuado. En esos 40 planos se revelan varias cosas: la obsesión geométrica por los encuadres ya no estará del todo presente como en los títulos precedentes, sólo habrá plano-contraplano en circunstancias excepcionales, la voz en off será un recurso omnipresente pero bajo un patrón irregular en su uso y el sonido del film aportará elementos de extrañamiento respecto de lo visible. (En cuanto a esto, la extraña dedicatoria inicial a la Cinemateca de Montevideo no sólo se objetivaría en la presencia del crítico de cine y actor, Jorge Jelinek, quien parece haber sido transportado de la magistral película de Federico Veiroj, La vida útil, una película de amor por la institución aludida, sino también por el uso de fragmentos musicales puestos en un segundo plano sonoro que parecen llegar desde un fuera de campo ajeno al perímetro imaginario del mismo film de Rebollo) El viaje de Santos no sería el mismo si no estuviera acompañado por Érika (la estupenda Roxana Blanco), quien sube al Ford familiar del asesino a sueldo mientras discute con un hombre más joven que ella. Sobre los intereses de Érika y su vida (familiar) se sabrá algo casi al final, pero lo que importa aquí reside en la empatía casi inmediata entre Santos y ella, y el paulatino entendimiento que se establecerá entre ambos. Si bien Santos y Érika son un poco como los perros desamparados que Rebollo descubre en las estaciones de servicio argentinas, entidades invisibles e inofensivas, su encuentro conjura austeramente la soledad infinita de ambos. El tema por antonomasia en el cine de Rebollo es el absurdo como fuerza secreta que amenaza dispersamente nuestros actos, fuerza que también habilita posible prácticas de libertad. Libertad que Rebollo ejerce respecto de su relato: en este viaje dictado por los caprichos de un moribundo, no hay mapa, sólo territorio (y no sólo porque los cartógrafos argentinos incluyan carreteras que no existen en sus publicaciones o dejen afuera rutas que sí pueden ser recorridas). Después de todo, y a pesar de que el cine suele agitar oblicuamente la existencia democrática de un guión para todo ser vivo y la promesa de un destino, el viaje aquí si bien es lineal carece de dirección y sentido, un periplo sin telos, sin nada que predetermine la voluntad de movimiento. Clarividencia discreta de un film que elige dejar cabos sueltos y perderse un poco; en su indeterminación absurda se pone en vigencia un viejo adagio: “la vida no es un argumento”.
Javier Rebollo, director La mujer sin piano y Lo que sé de Lola regresa al cine de la mano de una road movie que propone un juego entre intrigas y humor ácido; pero ya se sabe, no simpre el que propone, dispone, ni querer es poder. El muerto y ser feliz ubica en el centro de la escena a Santos, un asesino a sueldo al cual ya le pasó su cuarto de hora. Vive añorando los mejores tiempos, quiere volver a ellos, lograr un buen encargo, pero no puede, falla una y otra y otra vez. Escapándose de un hospital en Buenos Aires, Santos emprende un viaje por las rutas argentinas, hacia el norte, sin un rumbo no muy fijo: También huyendo de su último encargo fallido. Santos es José Sacristan; y la interpretación del actor de Un lugar en el mundo y Roma rápidamente se convierte en lo mejor del film; aunque deba remar con la difícil situación que le tocó en suerte. Santos es, digamos, un personaje difícil; es un español en Argentina, que añora una profesión ilícita, que tiene una enfermedad terminal, que debe inyectarse morfina para soportar los dolores que le provocan los tumores, y que huye a no sabemos bien dónde… y cómo se intenta hacer una comedia, a todo esto le debemos sumar una cuota de patetismo importante. No hay muchas maneras de decirlo, El muerto y ser feliz es a todas luces un film fallido. Una comedia que no causa mayor gracia sino más bien escozor incómodo. Una road movie que no aprovecha los inmensos paisajes. Un film que toma decisiones narrativas truncas (como esa permanenete y muy molesta voz en off femenina). Y como si fuese poco, que cae reiteradamente en errores de lógica y continuidad que nos dan a pensar sino fueron hechos deliberadamente en pos de hacer algo cercano al realismo mágico o el grotesco; de otro modo cuesta entender tanta desprolijidad en cosas mínimas. Sacristán hace lo que puede para llevar a delante un guión que lo obliga decir parlamentos irreproducibles, y lo personaje secundarios tampoco aportan demasiado, hasta todo lo contrario. Por momentos, el argumento pareciera tomar la veta de la intriga, con toques de irrealidad, pero que llegan a interesar en pos de remontar lo visto hasta el momento; pero no, nuevamente recae en momentos que rozan la miserabilidad. El film cuenta con locaciones llamativas de toda la argentina, pero la cámara no se posa en ellas, lo toma siempre a Santos como el centro de la escena, por lo cual todo podría suceder en el Valle de la Luna o en el living de un departamento. El muerto y ser feliz quizás sirva como ejercicio para observar cómo un actor de peso y trayectoria enorme hace hasta lo imposible para salvar las papas del fuego; aunque cuando ya se empezó a oler a quemado sea poco lo que se pueda hacer; solamente salvarse el cocinero de no prenderse fuego él también.
El sardónico viaje final de un asesino a sueldo Dos años después de su estreno en San Sebastián y de que abriera el Festival de Mar del Plata 2012, se estrena finalmente la película que el español Javier Rebollo (Lo que sé de Lola, La mujer sin piano, ambas exhibidas en el Bafici) filmó en la Argentina. El muerto y ser feliz presenta un vector que sale de Buenos Aires y se dirige hacia el Noroeste. En forma de road movie que cubre grandes distancias, el centro se encuentra en un asesino profesional muy enfermo (José Sacristán, con su habitual carisma seco). Rebollo -y sus coguionistas, la española Lola Mayo y el argentino Salvador Roselli, el de Las acacias- plantea una narrativa que no busca mayor cohesión, sino que apuesta por la sucesión de hechos unificados tenuemente por la figura de Santos y su viaje. La relación de Santos con las mujeres, su necesidad de morfina (o de alguna otra droga), su encargo profesional: todas excusas -aunque a veces demasiado brumosas, como el asunto de nombrar a las víctimas del protagonista- para que la película despliegue un juego sardónico y sincopado con ciertas convenciones del género policial. Estamos aquí ante la variante "protagonista en su propio crepúsculo", para la cual el film presenta dos voces en off, al estilo de Historias extraordinarias, de Mariano Llinás (que son de la guionista y el director, y que no necesariamente dicen "la verdad"), que trazan un panorama afilado de la decadencia de los ambientes que recorren los personajes, es decir, de buena parte de la Argentina. El muerto y ser feliz se constituye en una rareza cuyo poder intrigante se va diluyendo mientras pasan los minutos, y sabemos que no irá mucho irá más allá de la sucesión de situaciones, que podrían haber tenido mayor cohesión. Sin embargo, cuando en el final se decide por cerrar con una canción de Nacho Vegas en una situación amable, confirmamos que los personajes han sido guiados con un extraño sentido del humor y de la responsabilidad, con un bienvenido cariño.
Los últimos días de un asesino Santos (José Sacristán) es español, también es un asesino profesional y sabe que se va a morir en poco tiempo, por lo que decide que aunque ya no haya mucho por qué luchar, al menos vale la pena morir en otro lado, lejos del hospital donde está internado en Buenos Aires. Con una respetable cantidad de morfina para soportar los dolores que vendrán y a bordo de un Falcon Rural De Luxe de 1976, el protagonista se lanza a carretera a donde sin saberlo, lo espera Érika (Roxana Blanco), que al igual que Santos, sólo quiere poner distancia con su pasado. Así, la desigual pareja, tan desesperada, tan falta de propósitos, enfila hacia el Norte argentino sin demasiadas expectativas, en principio satisfechos porque al menos están en movimiento. Tardío arribo a las salas argentinas de El muerto y ser feliz, el film de Javier Rebollo (La mujer sin piano, Lo que sé de Lola) que tuvo una buena recepción en España en 2012, ganó el Festival de Cine de San Sebastián el premio de la crítica y la Concha de Plata al mejor actor para José Sacristán –también formó parte de la competencia oficial en Mar del Plata–, y llega dos años después dentro del pelotón de estrenos de fin de año. Lo cierto es que la película es una road movie que descansa buena parte de su atractivo en Sacristán, el actor español más argentino del mundo, en una composición ajustada de los últimos días de killer veterano, una suerte de western crepuscular donde el protagonista comparte soledades con otro personaje trágico. El director Rebollo aspira y a veces lo consigue, romper ciertas estructuras narrativas y así, además de incursionar la idiosincrasia Argentina con una mirada crítica y cínica sobre el ser nacional, el realizador madrileño también toma algunos elementos de las puestas de directores argentinos como Mariano Llinás (como el uso que hizo de la voz en off en Historias extraordinarias) y los climas de Lucrecia Martel, sobre todo cuando el relato transcurre en Salta, donde hay muchos puntos de contacto con La ciénaga. El resultado es desparejo, por momentos caótico y los chispazos de humor y originalidad no alcanzan para sobrellevar cierto tono canchero y banal sobre el destino de los personajes.
Dirigida por Javier Rebollo, la historia de un efermo terminal que huye del hospital sin rumbo por nuestro país. Con voces en off que lo explican todo. José Sacristan es el empeñoso protagonista. No alcanza.
Una novela de caballería. El Muerto y Ser Feliz, nueva obra del español Javier Rebollo, es un film raro, de aquellos que surgen de la unión de diversos componentes para concretar una historia que pareciera ser automatista e inconsciente. El film narra el fatídico presente de Santos (José Sacristán), un supuesto matón a sueldo que ya en sus últimos años no le puede hacer daño a nadie. Encima es adicto a la morfina debido a sus tres tumores y va huyendo de un lugar a otro buscando un destino que nunca encuentra. De casualidad, se subirá a su auto Érika (Roxana Blanco), una mujer de mediana edad que también se encuentra en una situación complicada, por lo que lo acompañará en un largo viaje sin rumbo a lo largo de miles de kilómetros por distintos puntos de Argentina. La película está narrada constantemente por una voz en off que va detallando cada hecho que transcurre, como una especie de ser superior que lo sabe todo y se lo enuncia al espectador. Aunque por momentos se torne un poco denso, resulta un interesante recurso narrativo. El Muerto y Ser Feliz construye una esencia mítica para su protagonista: nunca se sabe si lo que hizo Santos es cierto o si nunca sucedió, todo parece instantáneo. El personaje de Sacristán -que por cierto concreta una actuación sobresaliente- es una especie de antihéroe de una novela de caballería, bien al estilo de Don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes, y Érika -en este caso- cumpliría el papel de su Sancho Panza, del compañero que necesita para encontrar su aventura y su destino. La obra de Rebollo también cuenta con importantes referencias a la Nouvelle Vague francesa, en sintonía con el realismo de los films de Eric Rohmer o más precisamente las primeras películas de Jean-Luc Goddard como Pierrot el Loco, denotado en un maldito leitmotiv que enuncia cada movimiento sospechoso y en las arduas persecuciones y la aparición de personajes extraños en el relato. El Muerto y Ser Feliz cuenta con imponentes planos que retratan las diversas locaciones del film. También es destacable el importante uso del sonido, que entre la voz en off, la de los personajes y la sonoridad ambiental, generan una gran distribución dramática a partir de lo que se va escuchando. En líneas generales, hay que decir que tras La Mujer sin Piano, este nuevo film de Rebollo es una obra muy interesante: a través de una sofisticada historia, deja en su legado el mito de Santos en una intensa road movie que entre recursos cinematográficos y de novela de caballería constituye un trabajo digno de ser visto.
Una melancólica road movie sobre un sicario que no puede matar. Tremenda labor de Sacristán que regresa a su mejor forma, la de aquellos años de la transición española en la que su presencia llenaba el cuadro de cualquier película. Rebollo plantea la trama de manera inteligente y utiliza el relato en off de una manera original, tanto que nunca redunda, por el contrario aclara y mucho... Buena fotografía, decorados encantadores y ciertos toques de ironía y humor negro que redondean esta interesante propuesta fílmica.
Una road movie sin mapas ni brújulas Santos (José Sacristán) es un asesino a sueldo español que vivió en Buenos Aires y ahora padece una enfermedad terminal. Toma el auto y se pierde por las rutas argentinas rumbo al norte, donde en el camino encuentra a Erika (Roxana Blanco), una joven que también parece huir. Y juntos se harán compañía mientras el dolor y el fantasma de un contratista lo persiguen a él y la infancia familiar a ella. Este es tan sólo el punto de partida de El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo, una película que brilla por varias y estupendas decisiones de puesta en escena que el director desarrolla a lo largo del film. Si algo tiene Rebollo es que nunca se parece al cine español que uno ha visto. Y su modernidad es apabullante. Los géneros son utilizados para diseccionarlos y deconstruirlos y así narrar evitando cualquier clasicismo. En este caso una road movie sin mapas ni brújulas ni otro destino más que uno aleatorio. Como quien explota y divide el producto audiovisual cinematográfico, la banda sonora utiliza una voz narradora (desdoblada: femenina mayoritariamente y masculina en contadas ocasiones) que adelanta, retrasa, completa, niega, contradice, falsea lo que la imagen (nos) muestra, poniendo en duda su confiabilidad, por su carácter fabulador y mitómano. A la par, el sonido se aquieta y desaparece súbitamente en algunos momentos para, en otros, volver a llenar de canciones (como en un falso musical) el relato. El humor en El muerto y ser feliz se asoma siempre por los resquicios menos esperados y se apodera de las situaciones escapando de los estereotipos. Ecos de Leonardo Favio y de Lucrecia Martel se cuelan en las imágenes y en los espacios recorridos mientras uno intuye también una mirada que es menos el ojo prepotente de un extranjero que el atento observar devenido de un cariño sincero.
Por las rutas argentinas hasta el fin El opus 3 del director madrileño atraviesa una Argentina a la que muestra en estado de abandono, semirruinosa. Tanto como el propio protagonista, derruido asesino a sueldo y paciente terminal, consagratorio trabajo del ya veterano Sacristán. Con considerable retraso se estrena en la Argentina El muerto y ser feliz, que en noviembre de 2012 tuvo a su cargo la apertura del Festival de Mar del Plata, tras su presentación en San Sebastián. Coproducción hispano-franco-argentina enteramente filmada en nuestro país, en su carácter de film de caminos el opus 3 del madrileño Javier Rebollo atraviesa una Argentina a la que muestra en estado de abandono, semirruinosa. Tanto como el propio protagonista, derruido asesino a sueldo y paciente terminal, a quien un reaparecido José Sacristán encarna de modo notable. Tanto, que el papel representó para él el primer Goya de su vida, anticipado por el premio al Mejor Actor en el festival vasco.Septuagenario, Santos sale de un hospital porteño con una provisión de frascos de morfina para aliviar el dolor. En una oficina tan menesterosa como podría serlo la de un policial negro, un tipo (el colega uruguayo Jorge Jellinek, inolvidable protagonista de La vida útil) le hace un encargo y le paga por él. Lanzado al camino, Santos fracasará. Temiendo que su contratista vaya por él, el killer viejo y enfermo emprenderá una fuga hacia delante, a bordo de un Falcon rural de los ’70 que, como si se tratara de un fiel corcel (¿referencia al western, a las novelas de caballería?), tiene nombre: Camborio. Las rutas argentinas llevarán a Santos hasta el fin, en compañía de una chica llamada Erika, a la que levanta en una estación de servicio (la actriz uruguaya Roxana Blanco).Amable y llevadero, aunque lleno de arbitrariedades, el de Rebollo –de quien en la Argentina se estrenaron sus dos films previos, Lo que sé de Lola (2006) y La mujer sin piano (2009)– se propone ser un film lúdico. Pero queda atenazado por un guión tan férreo como literario. Los diálogos suenan demasiado escritos y, si hay un protagonista en la película, parecería ser el relato off. En una de varias resoluciones caprichosas, lo asume una voz femenina no identificada... salvo en las escasas ocasiones en que lo hace un par de voces masculinas, tampoco identificables. Como en Historias extraordinarias –cinéfilo omnívoro, Rebollo está muy familiarizado con el cine argentino–, ese off anticipa lo que va a suceder. En el film de Llinás, lo narrado y lo visto se cedían la posta. En la película de Rebollo –coescrita por el realizador madrileño junto a su compatriota Lola Mayo y el argentino Salvador Rosselli–, lo que el off anuncia en una escena sucede en la siguiente.Haciendo del pleonasmo una herramienta narrativa, Rebollo intenta juegos que por esporádicos no llegan a construir una lógica autónoma. Tras una escena en la que se tirotea a dos metros de distancia, y no mata ni lo matan, la narradora define a Santos como “un asesino que no asesina”. Minutos después, el hit-man comienza a nombrar en voz alta a todas las personas que mató en su vida. La chica del off lo describe como un tipo impaciente, y enseguida como paciente. ¿Quiebre deliberado de un verosímil clásico? Sólo si fuera sistemático, y no lo es. Otro tanto con respecto a algunas disyunciones entre lo que se dice y lo que se ve, así como abruptos silenciamientos de la banda sonora. El problema no son las disyunciones o silenciamientos, sino su carácter espasmódico.El guión impone puntos de vista desde el off, dejando al espectador sin opciones y estableciendo situaciones que parecen “sacadas de la galera”. A pesar de todo ello, El muerto... no es una película que merezca tomatazos ni mucho menos. Es, simplemente, un film fallido de un director que, con dos films estimables a sus espaldas, parece haber intentado una forma de locura narrativa a la que su carácter autoimpuesto convierte en movimiento falso. Tanto Roxana Blanco como, sobre todo, José Sacristán se entregan a sus personajes con una coherencia que al film no le sobra. Convirtiendo en herramienta de primera calidad expresiva su legendaria “cara de acelga”, lo del veterano actor de Solos en la madrugada y La colmena es un regreso a toda orquesta, que la siguiente Magical Girl –que se verá en Mar del Plata en días más– no haría más que confirmar.
Cuando la presentó en la función de apertura del 27° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (acompañado de parte de su equipo), Javier Rebollo pidió al público que “no la tomen demasiado en serio; tampoco nosotros nos tomamos muy en serio la película mientras la hicimos”. Es que esta recorrida de Santos, un asesino enfermo (José Sacristán), por distintos puntos de la Argentina, deslizando comentarios perspicaces sobre la siesta de los santiagueños, el color del río Paraná u otras cuestiones más delicadas, podía no ser comprendida por los expectantes espectadores, sumado al hecho de que se trata (como las películas anteriores de este director) de una obra imprevisible, a veces ácida, ocasionalmente graciosa.
José Sacristán emprende travesía repleta de clichés Tardío estreno de una road-movie hispano-franco-argentina dedicada a la Cinemateca Uruguaya y protagonizada por el veterano José Sacristán en rol de killer achacoso, tumoroso, que huye desde el Hospital de Clínicas donde está internado, hasta los límites con Bolivia, donde quizá logre enfrentar la muerte con algún decoro. ¿O será que ni siquiera pueda cumplir un último encargo, y su única víctima sea un perro que se cruza en el camino de su también achacoso Ford Falcon? Lo acompaña una mujer que ocasionalmente le hace de guía, conductora, y buscadora de calmantes. Sólo dopado funciona ya el pobre hombre. La obra tiene ya dos años, pasó por varios festivales y justificó un par de premios para Sacristán. En Mar del Plata la presentó su propio director, Javier Rebollo, excusándose un poco: "Me da vergüenza presentarla entre ustedes, porque soy un español mirando a la Argentina con insolencia, pero adviertan que también con ternura". Más que ternura, se percibe una mirada medio sobradora, con frases comunes tipo "los santiagueños tienen relación con la muerte y con la hora de la siesta" y cosas parecidas. Pero ni eso, ni el viaje por lugares muy poco turísticos, ni la cantidad de perros flacos o de personajes medianamente curiosos llegan a ser demasiado molestos. Lo que realmente molesta, y en grado sumo, es el uso abusivo de la narración en off a cargo de dos personas (el director y su habitual coguionista), anticipando lo que los personajes harán o dirán a continuación, contradiciendo lo que vemos, o informando cualquier cosa, a veces para mitificar un poco al infeliz con algún pasado novelesco, y siempre para agotar creyéndose vivos un recurso que Alain Robbe-Grillet ya había empleado con mayor discreción y sentido del humor en "El hombre que miente", de 1968. Y es cierto, éstos agotan el recurso, y también la paciencia de muchos espectadores. A algunos puede gustarle. Rebollo es autor de dos películas muy apreciadas entre los snobs ("Lo que sé de Lola" y "La mujer sin piano"), y cabe reconocer que algunas cosas le salen bien. Por ejemplo, algunas contradicciones juguetonas, la propuesta de dos finales, la inserción de unas chacareras, el desafío de un mozo malambista, o el entusiasta huayno que acompaña el último tramo: "Cien muertos y sin culpa, cien fernets y sin resaca". Deplorable, en cambio, la canción de los créditos. En el reparto, los orientales Roxana Blanco y Jorge Jellinek, este último como figura misteriosa, acechante y graciosa, y los locales Valeria Alonso, Pascual Condito, Horacio Maldonado, Cristian José Jiménez, Juan Carlos Díaz, Carlos Lecuona y Vicky Peña. Hechas las advertencias, más o menos se pasa el rato.
Es una historia sencilla y ya se vieron otras similares a esta, como por ejemplo "Tres días para matar" (2014) con Kevin Costner, entre otras. Es una cordial comedia negra, tiene sarcasmo, se apoya en el gran oficio de José Sacristán, su rol lo cumple a raja tabla, aquí es un asesino a sueldo que transita sus últimos días de vida a causa de una enfermedad y decide realizar un viaje en este caso por el bello norte argentino (una fotografía maravillosa, que da bastante a su relato), tiene todos los elementos de una road movie en la cual se cruzan diferentes personajes que le darán ciertos toques.
Honor de caballería Canoso, avejentado, casi irreconocible, pero ahí está él, José Sacristán, figura ubicua en el cine español posfranquista. Y para enrarecer aún más su reaparición en la cartelera local, el protagonista de Solos en la madrugada no hace cualquier drama, no. Sacristán protagoniza una road movie por el noroeste argentino a bordo de un vetusto pero fiel Ford Galaxy, que tiene nombre de caballo, para realizar una última tarea que no cumplirá. En el camino, en una estación de servicio en Rosario, Santos (Sacristán) conocerá a Erika (Roxana Blanco), una compañera que lo asistirá y lo proveerá de drogas para paliar los dolores de un cáncer de páncreas terminal. El director español Javier Rebollo (Lo que sé de Lola, La mujer sin piano) inventa un cruce entre Easy Rider y las andanzas del manchego más famoso, y pese a que Santos tiene poco de Quijote, su moral vetusta, anacrónica, y algunas de sus alucinaciones, sobre todo tras probar paco a falta de heroína, provocan alguna que otra escena simpática, que compensan la falta de rigor narrativo.
Si uno vio HISTORIAS EXTRAORDINARIAS, de Mariano Llinás, notará inmediatamente la influencia más que evidente de esa película en ésta, especialmente en el uso de la voz en off, que hace un juego similar –aunque no tan logrado– a la de la argentina. No sólo eso, también el concepto de road movie extravagante y “en abismo” es relativamente similar en esta película española rodada en la Argentina que se estrena aquí recién ahora, más de dos años después de su debut mundial en el Festival de San Sebastián. Aquí hay un hombre, un asesino a sueldo (José Sacristán), que sufre un cáncer terminal pero no quiere pasar sus días en un hospital y, en un viejo Falcon, se lanza a realizar un último “trabajito”. En el camino (que va de Buenos Aires a Córdoba y de ahí a Santiago del Estero y Tucumán) se le une una mujer que también parece escaparse de algo. Van sin destino fijo, con una sola “obligación”: conseguir morfina, o lo que sea, para mitigar el dolor del protagonista. mdq 1 el muertoLa película describe ese viaje y algunos encuentros con curiosos personajes, pero principalmente se centra en el contrapunto entre la voz en off y la relación entre los protagonistas a lo largo del viaje. Sobre el final, cuando la necesidad apremia y ciertos personajes cobran un rol importante e inesperado, la película alcanza una dimensión emocional que supera las limitaciones del jueguito previo. Al público local algunas observaciones sobre el país le podrán parecen simpáticas (o bien obvias), lo mismo que los lugares por los que pasan los protagonistas. Es, en cierta manera, como un cruce entre el cine de Llinás, el de Carlos Sorín y aquellas anárquicas road movies godardianas de mediados de los ’60: una película (la narrada) sobre una película (la que vemos) sobre otras películas: metaficción simpática, pero al borde de morderse la cola.
La libertad de ya no ser Narrador de singulares fábulas urbanas, el realizador español Javier Rebollo (“Lo que sé de Lola”, “La mujer sin piano”), presenta su tercera película, una comedia inverosímil y rara, que no transcurre en algún país europeo sino en la Argentina, rodada en forma de road-movie a lo largo de 5.000 km, desde Buenos Aires hacia el Noroeste argentino. La película dio su puntapié inicial en 2012, en el Festival de Mar del Plata, donde cosechó muchos elogios. Luego de dos años de atravesar prestigiosos festivales cinematográficos, se estrena finalmente en el circuito comercial. La propuesta es un particular viaje crepuscular con extraño sentido del humor, que se tiñe de melancolía y salpica de acidez políticamente incorrecta. El protagonista es Santos, un veterano killer profesional (José Sacristán) quien enterado de que le queda poco tiempo de vida se embarca con un cargamento de morfina en un Ford de los setenta para realizar un imprevisible viaje, lleno de enredos y vueltas de tuerca. A pesar de que participa del formato de road-movie y de tópicos del género policial, la narración no transita por caminos esperables ni conocidos, empezando por la omniprescente voz en off que interactúa y por momentos se anticipa a la acción, lo que la hace un hueso duro de roer para un espectador desprevenido que no esté acostumbrado a formas no clásicas de narración. En su mirada a las desventuras de un antihéroe y su trayectoria sin mapas, el film oscila entre lo novedoso, lo pintoresco, lo profundo y lo experimental, en un tono que va de lo paródico a cierta tristeza melancólica y leve, que siempre evita la tragedia de la muerte inminente con la que convive. La libertad de ya no ser Sin compasión El punto de vista elegido por Rebollo jamás apela a la compasión sino a la distancia de lo tragicómico. Entre realismo costumbrista y surrealismo, las verosimilitudes se van esfumando y el relato nos hace trampas, mientras aparecen propuestas como la de introducir algunos personajes de forma antojadiza y se imponen conductas inesperadas, como una golpiza en un bar santiagueño, mediada por un paso de baile. Pero lo que aleja al film de sus defectos y potencia sus virtudes es la actuación de Sacristán. En medio de un guión tan artificioso, el actor logra darle a su personaje toda la humanidad para este viaje hacia la nada o hacia el autodescubrimiento de la libertad de ya no ser, sin pasado, sin futuro ni regreso. En su primera mitad, el film se ve con interés por la construcción poco convencional de su guión, pero luego la sucesión de situaciones, algunas demasiado oscuras, terminan por abrumar un poco. Abierta al juego El tema por antonomasia en el cine de Rebollo es el absurdo como fuerza secreta que acecha y dispersa la existencia, fuerza que también habilita posibles prácticas de libertad. Libertad que Rebollo ejerce respecto de su relato, que no busca mayor cohesión, sino que apuesta por la sucesión de hechos unificados tenuemente por la figura de Santos y su recorrido. El protagonista, al que ya nada le importa, excepto abandonar su paso por el mundo sin convertirse en un convaleciente hospitalizado y patético, no pierde su intento de coquetear con cuánta mujer joven se le cruza, desde la enfermera joven y bonita que le consigue morfina, hasta la mucama de uno de los hoteluchos de su periplo desconocido. Quien finalmente lo va a acompañar (Erika), no es pensada inicialmente por su atracción femenina, pero solamente con ella hay una identificacion en la soledad más allá de las palabras. El viaje de Santos no sería el mismo si no estuviera acompañado por ella (la estupenda actriz Roxana Blanco), quien sube por casualidad al Ford del asesino crepuscular. Sobre su vida se sabrá algo casi al final, pero lo que importa reside en la empatía casi inmediata y su paulatino entendimiento. Aunque cuenta algo profundamente humano, el film exige cierta profundidad de lectura y tiene mucho de exploración formal, pero precisamente es esa complejidad la que convierte a “El muerto y ser feliz” en una película diferente y estimulante. Su evidente voluntad de diferencia tiene mucho que ver con la necesidad de compartir un juego al que también se invita al público, aunque éste pueda no darse por enterado.
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