Mapa de sentidos Hacedor de un cine personalísimo, Gustavo Fontán entrega con El rostro (2013) una nueva obra en donde lo sensorial ocupa un lugar primordial. Quienes hayan visto El árbol (2006), La orilla que se abismaa (2008) o La madre (2009), saben que el cine de Gustavo Fontán ha conformado una obra de una coherencia estética apabullante. Lejos de ofrecer lecturas monolíticas, estas películas amplían su(s) sentido(s) en una red que va desde lo impresionista hacia lo conceptual; los detalles revelan nuevos detalles y el espectador muchas veces debe persistir en estos relatos que, sin dudas, alejarán a más de uno de las salas en donde se proyectan. Para quienes ingresen en estas atmósferas sugestivas, en cambio, el resultado será formidable. En El rostro hay un ausente marcado: el rostro, precisamente. En verdad, ¿cuál es el rostro que el relato apunta desde el título? ¿Es aquel que, hacia el final, nos revela el fin de un viaje? ¿Es, entonces, la cámara la que asume un rol testigo capaz de condensar un humanismo poético, abstracto? La película está conformada por una serie de secuencias en las que Fontán recupera la textura como portadora de sentido, en diversos formatos y siempre en blanco y negro; el súper 8, el 16 mm, el video. Son modos de registrar, que aquí devienen modos de habitar. Porque estamos frente a un cine que abre las puertas a mundos personales, que más que presenciarlos nos invita a habitarlos. En este caso, se trata de la ribera del río Paraná. Un río de aguas que oscilan entre lo líquido y lo sólido, lo opaco y lo transparente. ¿El “argumento”? El rostro posa su atención sobre la visita de un hombre, que comienza con la secuencia de su llegada en bote, el arribo a una casa en donde los niños juegan, la posterior pesca y la permanente contemplación. Hay una presencia absoluta de lo sonoro; las palabras están ausentes porque no son necesarias. El cine de Fontán tiene algo de antropológico, de mixtura indeterminada entre la construcción de una comunidad (por pequeña que sea; vale aclarar) asociada a una estética que, tal vez como un reduccionismo, podríamos denominar “video arte”. Es un cine austero en recursos de producción, pero potente en el tratamiento de la imagen y proteico en cuanto a sus significados. Nunca es tarde para descubrirlo.
Cuando el cine juega a la poesía Contar la trama (la anécdota) de El rostro sería reducir los alcances del cine de Gustavo Fontán en general y de este film en particular. Si bien podría decirse que es uno de los films más “narrativos” o “ficcionalizados” de su carrera, eso no significa demasiado: el talentoso director no busca contarnos una historia en términos clásicos o convencionales sino que sigue explorando -con absoluta coherencia y consecuencia- ese universo inasible conformado por los climas, las atmósferas, los estados de ánimo, los sentimientos y -por qué no- el lirismo que puede conseguirse en el arte cinematográfico. Es probable que una propuesta tan abstracta genere no pocos rechazos en cierto público que necesita explicaciones concretas, que no tenga paciencia para sostener al tempo cinematográfico que propone Fontán, pero si el espectador logra ingresar a y conectar con ese universo la experiencia puede llegar a fascinarlo. En ese sentido, El rostro es una de las películas más logradas y exquisitas de su filmografía. Un hombre llega navegando a una isla en el Delta del Paraná y, ya en ese destino, comenzará a relacionarse con otros personajes (pescadores de rostros curtidos, mujeres y niños) y, también, con esa naturaleza avasallante de la zona (animales, árboles y, por sobre todo, el majestuoso río). Fontán es un verdadero artesano y poeta del cine y, para esta nueva y siempre melancólica apuesta, trabaja el blanco y negro en diferentes formatos de registro (desde el Súper 8 hasta el 16mm, pasando por el video), sin diálogos y con un sonido asincrónico que generan extrañas sensaciones a la hora de explorar el pasado y el presente de unos personajes y de su lugar en el mundo. Una experiencia infrecuente. Y muy recomendable.
Los habitantes del río La constancia de Gustavo Fontán por un cine abstracto, donde la fusión entre los personajes y el paisaje actúen como detonante dramático, alcanza su máxima expresión en El rostro, una nueva exploración por el río Paraná que el director ya visitara en La orilla que se abisma y su invocación al escritor Juan L. Ortiz. La constancia de Gustavo Fontán por un cine abstracto, donde la fusión entre los personajes y el paisaje actúen como detonante dramático, alcanza su máxima expresión en El rostro, una nueva exploración por el río Paraná que el director ya visitara en La orilla que se abisma y su invocación al escritor Juan L. Ortiz. La hora y poco más del nuevo opus de un realizador único y personal está trabajada en diferentes soportes –Súper 8 mm, 16 mm. y video– acondicionados a los propósitos de su principal responsable y de su equipo técnico. El río adquiere protagonismo, como también esas figuras borrosas, recortadas en un paisaje entre tinieblas, que el espectador deberá discernir en medio de sonidos ambientales que de a poco construyen una poética de la imagen sin equivalencias en el cine argentino de los últimos años. El rostro puede ser el de uno de los pescadores o el del río o el de la misma selva, desentrañados por la cámara estilográfica de Fontán, como si se tratara un pintor con su pincel o un escritor con su lapicera. El pasado y el presente vuelven a fundirse en las imágenes, tal como se presentaba en la extraordinaria trilogía del director (El árbol; Elegía de abril; La casa) donde el vacío era ocupado por los recuerdos y por una puesta fantasmal. Tan fantasmales como las imágenes de ese río interminable, hechizado por un extraordinario uso del sonido, que obliga a ver la película en una sala acorde para disfrutar de la excelencia técnica. Cuando finaliza El rostro, la sensación es extraña y placentera: el río y la selva, metáforas en ambos casos, se convierten en algo infinito, deseando que también la película continúe sin interrupción alguna.
Gustavo Fontán decidió hace ya mucho tiempo volver imágenes a lo que podemos considerar ciertas cuestiones filosóficas. Y eso conlleva un riesgo que cada vez se torna más explícito y construye películas que requieren una profunda atención y participación del espectador. Forma y contenido se conjugan cada vez más íntegra(l)mente como un cuerpo pero que excede la organicidad y suma otros aspectos. El protagonista llega con su bote a una isla del Paraná y allí se le aparecerán personas con quienes (re)vivirá situaciones. El rostro es un regreso a un tiempo que ya fue, a reencontrarse con quiénes ya no están, en un espacio que los sobrevivió pero que tampoco es el mismo. Ese río que corre sirve para desambiguar cualquier atisbo de mismidad. Fontán trabaja nuevamente las texturas de la imagen (en blanco y negro) montando distintos formatos (Super 8 y 16mm y video) en capas de memorias que vienen y van en un oleaje que nunca se detiene. En el mismo inicio una bruma pinta el paisaje de nuestro protagonista aportando una posible explicación ensoñadora de la evocación que transitaremos a posteriori. Pero si de algo se desentiende el filme es de brindar explicaciones. La visualización y la banda sonora parecen separarse obligada e intencionalmente para aportarnos imágenes que no sólo rozan lo poético, sino que provocan sensaciones y pensamientos. Claramente hay una ilación entre La orilla que se abisma y El rostro. Una continuidad superadora. El director no busca hacer ni un documental antropológico ni uno sociológico. Por eso no vemos más que particiones de lo que se planta frente a la cámara. Pero no es la simple exhibición de la desintegración del hombre posmoderno, es más bien la demostración de la inutilidad de la (re)presentación totalizadora para “contar” el recuerdo. ¿Qué rostro es ese rostro que da título al filme? Es imposible no leer allí la puesta en escena de la rostridad como una potencialidad, una virtualidad que se desmarca del primer plano y se extiende más allá de aquello que significa comúnmente el rostro, como propuso Deleuze. Una afección que provoca el afecto y posibilita una manera de mostrar aquello que ya no está. Por Javier Luzi redaccion@cineramaplus.com.ar
Distintos planos de lo real El director construye en El rostro un laberinto de imagen y sonido en el que cada quien debe procurarse su propia salida. Y pese al uso repetido de ciertos recursos, vuelve a ofrecer una lección del manejo de la imagen, el sonido y el montaje. Abordar un nuevo trabajo cinematográfico de Gustavo Fontán demanda, entre otras cosas, volver a revisar su obra completa, porque como ocurre con pocos directores argentinos, cada una de sus películas representa una perla dentro de un collar, que tanto puede ser entendida y admirada en sí misma como por el lugar que ocupa dentro del conjunto. Por eso resulta oportuno que el estreno de El rostro en el Malba ocurra en el marco de una retrospectiva de su obra (ver aparte). Lamentablemente, entre las películas programadas no se encuentra La orilla que se abisma, film inclasificable al que se puede definir como la traducción cinematográfica de la obra poética del entrerriano Juan L. Ortiz, con el que El rostro dialoga abiertamente. Igual que ocurría con La orilla..., esta película tiene como escenario y protagonista excluyente al Delta entrerriano, biosfera que para Fontán representa también un ecosistema estético. La acción comienza sobre el río Paraná, donde un hombre lucha con su bote contra la corriente. Su figura esfumada entre la niebla de la mañana tiene algo fantasmal que se acentúa en la combinación de texturas que el uso del 16 mm y el Súper 8 le aportan a la fotografía, volviéndola casi táctil. Aunque la pericia estética de Fontán y su equipo es incuestionable, quienes conozcan la obra del director encontrarán algo de redundante en El rostro: ya se sabe que en sus películas es posible encontrarse con fantasmas, con imágenes que habitan en la frontera de lo sobrenatural. Ninguna de esas certezas alcanza para no volver a ser cautivado por el universo poético y formal del director, aunque también es posible detectar cierto carácter de clausura, de fin de ciclo. Quizá de agotamiento en la forma en que Fontán hace uso de estos recursos. A pesar de ello, El rostro vuelve a ser una lección acerca del manejo de la imagen, el sonido y el montaje cinematográfico. El director trabaja lo sonoro y lo visual de manera unitaria, utilizando la herramienta del montaje para crear un objeto nuevo, artificial, pero que no invalida el objeto real que representan por separado los paisajes y los personajes que los habitan. Entre ellos, la voz del agua es un elemento omnipresente. Como si se tratara de un coro polifónico, los elementos que componen la estructura sonora de la película están puestos a disposición de sostenerla como eje, creando en torno de ella paisajes que demandan ser percibidos desde el oído. ¿Pero se trata de la realidad o de un sueño? ¿Es el presente o el pasado lo que filma Fontán? ¿De dónde vienen esas imágenes de un realismo que de tan sobreexpuesto se vuelve fantástico? Esa falta de concordancia entre lo que se ve y lo que se oye en El rostro abona la idea de una realidad paralela que se superpone a las realidades que el sonido y las imágenes proponen en sí mismas. Es esa superposición de distintos planos de lo real lo que genera el clima inquietante que rige el relato, juegos de artificio con los que Fontán consigue convertir lo natural en un mecanismo a la vez poético y cinematográfico. El montaje establece con claridad el paralelo con la construcción poética, porque esta película virtualmente muda está organizada como un poema en el que cada sonido nunca se somete a los límites que le impone la tiranía de la imagen, sino que cada elemento aparece en el lugar que el director determina que ocupe. Algo similar ocurre con el factor humano, que no aparece como elemento central de los paisajes que Fontán construye en sus películas. El rostro no es la excepción. Es imposible no pensar en el río Leteo frente a esos personajes mudos que constantemente regresan a la orilla como si no quedara en ellos memoria alguna. Y no son pocas las veces que el director elige mostrar la figura humana de manera fragmentada y marginal, como si se tratara antes de un descuartizamiento que de una deconstrucción. Así consigue que el plano detalle de un pie en el barro tenga algo de fuera de lugar o de monstruoso. La ausencia de un rostro al que se pueda asociar con claridad, al que se alude desde el título, subraya la idea de ese demembramiento y representa la derrota de lo humano frente al poderoso concierto de una naturaleza ajena a las nociones del tiempo y la realidad. Fontán construye en El rostro un laberinto de imagen y sonido en el que cada quien debe procurarse su propia salida. Si se tiene éxito en ese intento, la experiencia habrá sido grata.
Un film de Gustavo Fontán, el mismo de la sensible “La orilla que se abisma”, la cámara espía literalmente lo que ocurre con una nanaturaleza, siempre presente, y los humanos, que regresan a un territorio de memoria. Para los que aman el cine experimental.
La otra orilla Si en La orilla que se abisma el espectro del poeta Juan L. Ortíz era un navegante lúcido y en La Casa la ausencia se exiliaba de las ruinas antes del derrumbe del olvido es en El rostro donde confluyen los ríos de la memoria; donde las historias nacen y mueren en cada remada cuando la estela de un río tranquilo remueve aquello que queda y que no tiene rostro pero sí presencia como la muerte, como el tiempo, como el pasado que se transforma en un archivo minúsculo de Súper 8 –también en formatos de 16mm y video- y lucha con la fugacidad en un ralentí encarnizado y único que se pierde con el viento en la naturaleza más viva o en el susurro del presente al evocar sus pasados. Es ese río de Gustavo Fontán el continente donde se mezcla el documental con la ficción para yuxtaponer los dispositivos cinematográficos y desnudar el alma de la imagen al despojarse de esa esterilidad del esteticismo prefabricado o la falsa impostura de la belleza artificial y carente de sentido. El otro protagonista es un hombre en el medio del río a bordo de un bote y a la deriva, como el cine que descubre en cada plano una historia pero no la cuenta por respeto a la vida y a la esencia de las pequeñas cosas, aquellas sin rostro que se sienten aunque no se vean. Tal vez desde los términos cinematográficos esta sea la obra más completa del director, fiel a su poética y coherencia artística como pocos pero con la sensación que al indagar en ese río donde confluyen presente con pasado uno forma parte de un viaje que invita a disfrutar desde los sentidos y entregarse a esa deriva sin reparos y con la convicción que del otro lado siempre habrá una orilla.
Gustavo Fontán’s award-winning El rostro pushes the boundaries of film language “Can there be a somewhat innocent gaze, as though we looked at the world for the first time? Can a shot, in that innocence, film a dog, a boat, a body, a face, with a simple and raw expression? Can joy exist in this simple encounter with the world?”, wonders Argentine filmmaker Gustavo Fontán (El árbol, La orilla que se abisma, La casa) about his new work El rostro (The Face), for which he won the Best Director Award at this year’s Argentine competition of the BAFICI. A very well deserved prize for an artist who has consistently and successfully pushed the boundaries of film language in order to come up with an enticing, warm poetry of his own. In his new opus, what you first see is a man arriving on a boat to an island on the Paraná River in the province of Entre Ríos. He goes to a certain place, where it seems there once was some kind of a house (or a home). But there’s nothing left now. At a closer look, we can see traces of something old and forever lost, perhaps his birth place. It appears that the presence of the man makes some things become visible: animals and canoes, ranches and tables. You can feel a space is being re-constructed. Soon, others arrive: a woman, a father, a few kids, and some friends. A face. More faces. Some kind of party is underway now. You could say it’s a long-awaited reencounter between the man who came on the boat and his loved ones, who were waiting for him to come back to life. Now nature and the people who inhabit it reveal themselves in their full splendour. The filmmaker casts a serene gaze on the passing of time, the imminence (or not) of death, and the nature of memories. El rostro is, above all, the type of experience where we immerse ourselves into a cinematic universe that somehow resembles the one we live in, and yet at the same time it’s altogether different in the ways it feels, looks, and sounds. It’s also a meditation on the emotional and evocative power of images that may first present themselves with a certain degree of literalness, but then largely transcend said literalness and become something else as unforeseen nuances take centre stage. Let’s say that life (or reality) is re-examined, time and again, with new eyes. Shot in grainy black and white 16mm and Super 8mm, with a multilayered sound design, and at very leisured pace, Fontán’s award-winning work is to be apprehended by your senses, never by your intellect (take the impressive textures, shapes and shades). In any case, free association is always welcome as long as it doesn’t shut down its many possible meanings. The fact that El rostro is a non-narrative feature, which instead works within the realm of the cinema of poetry, doesn’t prevent viewers from building their own story — or stories. For Fontán, cinema has to leave some room, areas of exploration if you will, for viewers to recognize and discover themselves so they are free to think their world all over once again. Most importantly: with an innocent gaze.
La vitalidad del río De manera bastante prolífica, Gustavo Fontán viene construyendo una filmografía muy sólida, a la que ahora se suma El rostro, su nuevo opus en el que tenemos como protagonista a un hombre que llega hasta una isla en el Río Paraná. Y más allá de la ausencia de palabras, se puede decir que esta nueva película de Fontán se encuentra con su magnífica La orilla que se abisma en la perspectiva poética, en los márgenes del Paraná y en la profunda certeza de la potencia vital del río como organizador de la vida. Película que no narra, sino muestra, los registros de El rostro son variados y en el encuentro dialéctico de los mismos es inevitable encontrarse con la Idea. Al modo del cine antropológico de los años ’20 o ficcionalizando el muy moderno “footage”, por momentos registrando al modo tradicional del documental de observación o presentando un modelo radicalmente experimental, Fontán propone pensar en tanto unidad el pasado y presente, lo vital, el deseo, la familia y lo comunitario y la relación del hombre y la naturaleza. Y en medio de esa compleja construcción de la Idea unificadora, la condición social del hombre del río. La película comienza con una advertencia tácita. Esta es una película para ser escuchada. El trabajo del sonido que anticipa, retrasa, deforma, oculta y devela, es notable. La construcción del fuera de campo a partir de este recurso completa la idea de totalidad. Como en el discurso poético, la voluntad de la libertad es el acceso a la totalidad como idea, a la naturaleza y al hombre. En ese camino se encuentra Fontán con El rostro, una película imperdible. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el BAFICI.
Crear, mostrar, jugar, ser real Para quien no lo conoce, Gustavo Fontán suele hacer un tipo de cine en cierto punto experimental; pero no por eso vacío o aburrido. En sus producciones vemos como crea y recrea un universo que por momentos puede tornarse incomprensible, pero que en el fondo expresa lo complejo y naturalmente inasible de las emociones y estados de ánimo humano. Dicho esto, El rostro puede considerarse una de sus producciones más ficcionales y narrativas. La trama (¿es correcto hablar de trama en estos casos?) se enfoca en un hombre que navega hasta una isla del Delta. Una vez allí comienza a interactuar tanto con personas (que pasean, niños, señoras, mujeres y quienes trabajan allí como pescadores) como con el paisaje natural de la zona. Tendrán gran importancia y protagonismo visual los árboles, animales, colores, y sensaciones alrededor del río que centraliza los actos. Artista de lo original y lo emotivo, Fontán nos propone de forma abstracta (su cine me fascina e inevitablemente tiendo a pensar en Gonzalo Castro como un realizador con estilo similar) una historia en blanco y negro que roza lo taciturno y melancólico, y a través de ello permite explorar en cada personaje; su historia de vida, y su pasado, todo sin recurrir a diálogos, y concentrándose en el encanto sensorial. Fontán aborda lo sonoro y lo visual de manera unitaria, y a través del montaje posibilita la creación de lo nuevo, de un nuevo objeto, artificial, igualmente rico y válido como el objeto real que caracterizan por separado los paisajes y los personajes que habitan el particular universo de este director. En síntesis, El Rostro hace las veces de laberinto, donde perdernos, fascinarnos, temer y encontrarnos, y en ese recorrido único y personal, cada quien deberá procurar como salir y como experimentar, lo que en particular, considero una experiencia audiovisual creativa y gratificante.
Contemplativo. Esa es la mejor definición del cine de Gustavo Fontán. Sin duda, no son trabajos para todos los paladares, ya que escapan a las convenciones formales y temáticas. Sus películas funcionan como poemas, pero sin jamás renunciar a su carácter cinematográfico, valiéndose de cada recurso para generar determinadas sensaciones. El Árbol, La Orilla que se Abisma y La Casa son tres buenos ejemplos, y El Rostro, su nuevo largometraje, continúa por ese camino. Esta vez, la cámara sigue a un misterioso hombre (Gustavo Hennekens) que llega a una isla del Río Paraná. Allí se sumará a la rutina de una comunidad de pescadores. Pronto vamos advirtiendo que la relación del hombre con ese entorno no es nueva, y se irán sumando personajes y elementos que permitirán conocer más sobre él y acerca del verdadero motivo de su viaje. Gracias al uso de blanco y negro -en formatos 16mm y 8 mm- y a un sonido trabajado de manera muy particular según cada secuencia, el director crea climas a veces cotidianos, a veces tensos y hasta siniestros, acaparando los distintos estados de ánimo de una jornada laboral y de una convivencia, donde subyace algo que se irá descubriendo de a poco. No hay diálogos, no hay intromisiones por parte del director. En esta ficción contada como documental (pero que no deja de ser ficción), la experiencia audiovisual lo es todo. Este tipo de cine tan lejos de lo comercial suelen espantar incluso a espectadores preparados, ya que también dio pie a infinidad de experimentos aburridos cuando se lo hace sin talento. En el caso de Fontán, sabe muy bien cómo ejecutar estas creaciones. Acá no hay una pose, no hay intentos desesperados por cautivar a festivales (más allá de que su paso por eventos como el reciente BAFICI, donde obtuvo el premio al Mejor Director); cada plano, cada elección sonora posee corazón y sinceridad, posee un compromiso con la obra. El Rostro no es para muchos, pero bien merece que el público la descubra y conozca a un realizador personal, interesante, siempre fiel a sí mismo.
La nueva película del realizador de EL ARBOL y LA CASA lo muestra ingresando a un universo de personajes que viven en el Delta: un hombre llega con un bote, camina, se establece en el lugar, comparte unos momentos con un extendido grupo familiar y vuelve a partir. Esa accesible pero a la vez misteriosa cotidianidad está presentada sin diálogos, en blanco y negro, mezclando formatos fílmicos (8 y 16 mm.) y generando una sensación de permanencia, de algo que incluye pasado y presente, como si ese recorrido por el espacio fuera también un recorrido por el tiempo y por el lugar. La mezcla de formatos y el sonido no sincronizado ayudan a crear la sensación de un “no tiempo” al punto que más que hablar de un documental podríamos hablar de una ficción en la que a partir de acciones cotidianas relativamente intrascendentes se crea, casi, la historia de un lugar en diferentes momentos, como las historias de fantasmas que conviven en el pasado, el presente y, ¿quién sabe?, acaso también el futuro. Es una belleza inquietante la de EL ROSTRO: la belleza de encontrarse con las delicadas maneras en la que el cine transforma la realidad en un universo misterioso e inexpugnable. La belleza de no saber si un rostro –una persona, un lugar, un universo– es eso que vemos ahí o es otra cosa.
Acercarse a la filmografía de Gustavo Fontán es una experiencia interesante, principalmente porque el director (premiado en el último BAFICI), puede transmitir con un plano la fuerza de un discurso que a otros le llevaría miles de fotogramas. En “El Rostro” (Argentina 2013), al igual que su predecesora “La Orilla que se abisma”, hay un complejo entramado de circunstancias que asemejan su filme más a una “experiencia” que a una tradicional proyección. Su cine tiene como base la exploración de la intimidad de las personas y en este caso, además, se suma la idea del “no contacto” con otros seres, en un lugar universal (una isla) al que el protagonista del filme (Gustavo Hennekens) llega a través de un pequeño bote. Envuelto en una misteriosa aura, acompañado por la niebla que rodea todo, el personaje desciende a tierra pero habilita un juego con el agua que circula, porque es justamente el río el que será el otro gran protagonista de la película. El río fluye, el rumor del agua acompasa los movimientos del hombre por la isla, cada paso es también un fluir constante, porque si bien se trabaja con una idea de pasado estático, ese pasado circula. Además de Hennekens y el río, otro protagonista será toda la naturaleza circundante, destacada en hermosos travellings y paneos que acompañan el constante derivar y deambular del hombre en su andar. Es que en ese errabundeo, del que Baudrillard y Benjamin nos han especializado e ilustrado con la figura del flaneur en la ciudad, podremos ir hilvanando fragmentos de otros momentos del ser, en los que la luminosidad y la fuerte presencia del rostro anodino e hipnótico de una mujer potencian su búsqueda. El protagonista camina por lugares en los que uno puede imaginar que alguna vez hubo algo y hoy sólo son rastros e indicios de otra cosa, por lo que la recomposición de ese pasado será la clave en la expectación. Fontán se apoya en el contraste del actor a falsos footages y en la elección, clave, de una fotografía en blanco y negro, sobreexposición y granulados específicos, para erigir un discurso potente sobre la vida y la identidad perdida, que está también circulado por los rumores. En la isla su vida es una vuelta a la naturaleza, a los principios básicos de la humanidad y de la convivencia en grupo, nada de tecnología ni consumismo, la caza y la pesca como metas y objetivos a lograr. En la niebla todo se disuelve, porque esa misma nebulosa envuelve las rutinas más básicas, a las que podemos asistir cual vouyeres gracias a la elección de Fontán de mostrar todo en la pantalla sobre los hombros del protagonista. Hay vínculos fuertes que se potencian en cada paso y la sinergia con el otrora grupo de pertenencia le devuelve la seguridad al hombre para una vez más regresar a la civilización, luego de comprender, claro está, que la esencia inicial está intacta. Hipnótica.
Amar u odiar, entre esos dos vertientes se puede manejar la sensación que el cine de Gustavo Fontán despierta en el espectador. Sucede con los grandes artistas, se los abraza o se los rechaza de plano. "El rostro" es el sexto film de Fontán, y como en los anteriores hablamos de un cine personalísimo, único. Personal por el modo en que el director decide presentarnos sus historias, personal porque de algún modo todas sus películas hablan de él. El personaje, humano, principal es Gustavo (Gustavo Hennekens) que llega a una isla en el Río Paraná, un lugar en el que quedan “escombros” de algo que en el pasado fue una vida. Gustavo aborda el lugar, en todo sentido, lo recorre, y algo se va haciendo presente, vuelve desde algún lugar perdido, quizás sea ese rostro que creía perdido. Decíamos que Gustavo es el personaje principal humano (luego arriban otros a la isla), porque en realidad, desde la postura de la cámara ubicada a la altura de los ojos de él, el río y el ambiente, el paisaje, el clima, serán los verdaderos protagonistas, los artífices de la magia que envuelve este asunto. En el correr permanente del Paraná, en ese paisaje derruido que se reconstruye, en ese sonido que envuelve y se vuelve inescindible, hay más de lo que se cuenta a través de la personas, quizás sea por eso que se prescinde del diálogo tradicional. "El rostro" nos presenta un ciclo cerrado de vida, como aquel río que nunca descansa su cauce; es un film que llama a la inspiración, a la introspección del propio espectador. Ganador como mejor director en el último BAFICI, Fontán sabe lo que su cine representa y juega el juego de su público; El Rostro es lo que un sector llama “film festivalero”. Aquel público que no esté abierto a experiencias nuevas, a contemplar en lugar de ver, a tomarse el tiempo que las cosas necesitan tomarse, deberá optar por otros rumbos. Su realizador no pretendió nunca narrar un relato tradicional, a lo largo de su carrera ha apostado siempre por dejar que las imágenes hablen por sobre las palabras, como un lenguaje poético en donde los hechos se adivinan más que subrayarse. En este sentido, Fontán empuja película tras película hacia un desafío subyugante, en un círculo que quizás cada vez se cierre más, pero que, en el mientras tanto, quienes queden adentro, se mantendrán fascinados. La apuesta aquí es a la fotografía en blanco y negro, ascética, llena de matices, que varía de formatos, que pasa de 8 a 16 milímetros, que usa y abusa de los picados y de los planos secuencia para crear su entorno. Hay una demarcación bien fuerte entre ese paraje desolado y acuoso y la “civilización”. Otra vez, el director utiliza no actores para sus películas, pero más allá de esto, no son sólo no actores, son personas cercanas a su entorno, lo cual le aporta la calidez de la confianza. "El rostro" se nota libre, abierta, y sin embargo, meticulosa. Una experiencia única, bien vale adentrarse de estos universos, no más no sea para escaparse de la rutina a la que la cartelera nos somete semanalmente. Puede que no sea el film más logrado de su director, pero alcanzan unos cuantos trazos de poesía para lograr no despegar los ojos de la pantalla.
Un hombre llega en bote a una playa de río desierta. Ese desierto se va poblando con objetos, personas y elementos que construyen el mundo interno del personaje. Gustavo Fontán, uno de los realizadores más interesantes y dotados de la Argentina reciente, prosigue con una búsqueda estética que difiere del cine al que nos malacostumbran las salas de estreno. Película bella que utiliza el poder emocional de las imágenes para construir un universo, merece la mirada atenta y paciente del espectador y la recompensa.
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La materia encantada Friedrich Nietzsche decía que "la vida no es un argumento". Pues bien, el cine tampoco, aunque la mayoría de las películas que vemos son ilustraciones en movimiento de argumentos. Quienes busquen un argumento en El rostro apenas hallarán un esbozo: un hombre llega en bote a un paraje virgen del Litoral. Puede ser Entre Ríos, acaso Santa Fe; el ecosistema es reconocible, y lo es también para el protagonista. En un principio, lo que vemos parece coincidir con lo que él ve. ¿Es un plano subjetivo? En pocos minutos ese punto de vista se pondrá en duda, y toda la naturaleza se adueñará del filme. Que la mirada se extrañe frente a la materia en movimiento, he aquí síntesis de la poética de Gustavo Fontán. El título del filme podría remitir en el imaginario pueril a la noción de selfie. En las antípodas del narcisismo baladí de la instantánea, a Fontán le interesa la fotogenia, ese particular fenómeno que se establece entre los cuerpos y los entes frente a una cámara. Los rostros, las miradas, llegarán casi al final del filme: rostros de niños, algunos hombres y una mujer que mira directamente a cámara como si se despidiera o diera una amable bienvenida. ¿Son espectros? Tal vez El rostro pueda ser descifrado como un encuentro entre vivos y muertos en un relato fantasmal y onírico. La genialidad del filme no pasa solamente por el poder hipnótico de sus imágenes, sino también por el sonido, que reenvía el presunto tiempo presente hacia una fuga temporal en donde todos los tiempos se yuxtaponen. La materia sonora del filme es un verdadero prodigio, y es por eso que en El rostro a los oídos les crecen ojos. En un tiempo como el nuestro, en el que la grosería y el desprecio rompen récords, la obra de Fontán, y este filme en particular, constituyen un acto de desobediencia frente al embrutecimiento general.
La fragilidad “…la maravilla del universo arcaico de dobles, fantasmas sobre la pantalla, que nos poseen, nos cautivan, viven en nosotros”. Edgar Morin Me encontré con El rostro por primera vez en el BAFICI, la primera jornada del festival número dieciséis. Fue la cuarta película que vi ese día y, en esa función, para hacer una presentación y compartir un diálogo posterior con el público, estaba Gustavo Fontán. Cuatro años antes, en el Espacio INCAA de Córdoba, Fontán había ido a presentar varias de sus películas y, además, a dar una conferencia sobre su cine, una especie de entrevista abierta. En un momento de la charla, el director contó una anécdota de su infancia. Con su padre fueron a visitar a un vecino medio excéntrico. El hombre tenía dividida la habitación principal con un armario gigante y, cada tanto, mientras hablaba con ellos, se iba detrás del mueble, hacía algo y volvía para continuar la conversación. El diálogo que cerraba la anécdota, un diálogo que el hombre sostenía con su padre y del que el niño era sólo un espectador, tenía un desenlace simpático. Pero lo importante no era tanto ese final sino la conclusión parcial que rescataba el Fontán adulto de la anécdota: el interés que le despertaba la relación entre aquello que veía y aquello que no, era una inquietud estética. En la función del BAFICI, el director respondió las preguntas del público con su lucidez habitual, pero la charla, a causa de la cantidad de gente que había en la sala, no tuvo el mismo grado de intimidad que la que presencié cuatro años antes, frente a un público de diez o quince personas. Sin embargo, a pesar de mi cansancio, entendí que El rostro era una obra maestra, una película que podría emparentar –aunque no del todo- con otra que vi durante esa misma edición del Festival: Costa da Morte, de Lois Patiño. La opacidad argumental de la película no se puede reducir a dos o tres apuntes, pero podríamos hacer un esfuerzo y decir lo siguiente: un hombre navega en su bote por un río que se parece al Paraná, llega a una isla, se encuentra con algunas personas que lo reciben, come con ellos y reinicia el viaje. No se escucha ni una sola palabra. La única referencia fonética es un silbido anónimo y discontinuo que suena cada tanto, entre el canto de los pájaros, el soplido del viento, el crepitar del fuego y el murmullo del agua. La primera sospecha es que esas personas son parte de su familia y ese escenario una suerte de limbo. Gustavo Fontán toma algunas decisiones que desmarcan El rostro de sus anteriores películas. Elige filmar con formatos analógicos y frágiles como el 8 mm. y el 16 mm., a los que se agregan imágenes que se desprenden de materiales de archivo registrados en el mismo lugar. Las tres texturas no parecieran habitar el mismo momento. La suciedad de la imagen genera, además, que la dinámica entre lo visto y lo no visto no se establezca sólo a partir de los límites del encuadre sino dentro del plano mismo. En formatos como estos, en los que el grano es demasiado grueso, se nos niega una porción de información visual: es el espectador el que completa los espacios vacíos que la película conscientemente omite, algo que ahora, gracias al hiperrealismo que implica el digital más sofisticado, casi no sucede. La dificultad que encuentra la mirada se acentúa por el movimiento de la cámara o la presencia de ramas, entre otros obstáculos. Se sabe que la cámara en mano, más que emular la visión del ojo humano, revela la presencia de un cuerpo detrás. ¿Pero qué o quién mira a través del lente? Lo que se juega al nivel de las imágenes es una lucha primitiva, previa al cine e incluso a las palabras, entre luces y sombras. El plano fijo aquí no existe, como así tampoco la relación armónica entre planos. El choque entre ellos genera distintas capas, como si Fontán estuviera observando el fluir de una memoria fragmentada. El trabajo que el director hace con el sonido va en esta misma línea: no siempre la banda sonora está hermanada con la imagen, y esa decisión, lejos de generar sólo un contrapunto, expande el universo para que se abran nuevos mundos. El rostro articula una red de pequeños acontecimientos. Es posible que el espectador sienta que la película es tan frágil que si dejara de verla, si dejara de proteger con su curiosidad todo eso que sucede detrás del armario, podría desintegrarse.