Una película decentemente realizada que descansa en los hábiles hombros de Michael Caine. Hay historias que uno ha oído millones de veces, y uno tiene una idea mas o menos hecha basada en el fracaso o el éxito que esos títulos han tenido en nosotros. Pero la clave de ese viejo adagio “Dame lo mismo, pero de modo diferente” reside en la manera en la que esa misma historia es narrada. Un buen trabajo interpretativo puede salvar a una película del terreno de lo predecible hacia lo llevadero, y ese es el caso de El Último Amor. ¿Como esta en el papel? Matthew Morgan (Michael Caine) es un profesor de filosofía retirado que lleva viviendo en París los últimos tres años. Recientemente, Matthew ha perdido a su mujer a causa de una larga enfermedad, que como podrán imaginar lo tiene muy de capa caída. Todo esto cambia cuando un día, en un colectivo, conoce a Pauline (Clemence Poesy), una joven profesora de baile con la que entabla una amistad que de a poco le devuelve la luz a su vida. Dicha alegría se verá interrumpida por la llegada de sus hijos, quienes sospechan que Pauline tiene otras intenciones para con su padre. La fuerza del guion obviamente son las muy trabajadas interacciones entre sus personajes. Tiene un subtexto bastante rico que habla sobre el amor, mas precisamente sobre el concepto de darlo todo por una persona, y como cuando esa persona se va, uno se siente hasta incapaz de abrir su corazón a nadie mas. No obstante, la película es lo suficientemente inteligente para dejar en claro que esto no se limita exclusivamente al amor romántico, sino que se aplica al amor por los hijos y por esas personas cuyas presencias nos aclaran las cosas cuando no vemos mas que oscuridades. Aunque tiene un desenlace predecible y forzado, el saldo final es definitivamente satisfactorio por el recorrido que hacemos con el protagonista. ¿Como está en la Pantalla? La película esta sobriamente filmada, con una puesta de cámara muy bien pensada que corta solo cuando tiene que hacerlo. A esto debemos sumarle una apropiada banda de sonido que sabe subrayar apropiadamente los momentos dramáticos. Por el costado actoral, si esta película vale la pena es definitivamente por la sentida actuación de Michael Caine. Su gran rango interpretativo es lo que sostiene la película desde el principio hasta el final. Aunque párrafo aparte merece Gillian Anderson como la insoportablemente desconsiderada hija del personaje de Caine. Conclusión El Último Amor es una película sobria, sentida y decentemente narrada. Si desean ver una gran interpretación de Michael Caine, tal vez no quieran dejarla pasar. Un trabajo actoral que da gusto ver.
Comprender al prójimo. Toda leyenda de la actuación que se siente en el crepúsculo de su carrera suele encarar uno o varios proyectos de las características de El Último Amor (Mr. Morgan’s Last Love, 2013), un representante de esa raza de films centrados en la premisa “señor mayor y/ o entrado en años comienza una relación un tanto imprecisa con una señorita que no llega ni a la mitad de su edad”. Dentro del subgénero encontramos dos categorías, cada una con sus rasgos: por un lado tenemos protagonistas que han enviudado recientemente (aquí las películas juegan con la amargura y cierto tono sensiblero), y por el otro están los solterones que nunca sentaron cabeza (el humor rabioso va de la mano de una libido que ha renacido). Por supuesto que con semejante título cae de maduro que estamos ante un ejemplo de la primera vertiente, en esta oportunidad con un Michael Caine más allá del bien y del mal: la esposa de Matthew Morgan falleció hace tres largos años y el susodicho vive solo en París, no habla nada de francés y su “energía vital” ha mermado significativamente. La joven que le inyectará nueva vida es Pauline Laubie (Clémence Poésy), una profesora de danza a la que conoce en una travesía ocasional y con la que entablará amistad. Caine compone con gran oficio a un hombre que se maravilla ante el misterio que encierra Pauline, una chica que atesora la familia tradicional que nunca pudo tener, esa que Matthew desprecia a diario. A pesar de que durante la primera mitad del convite la historia que propone la directora y guionista Sandra Nettelbeck recorre las sendas clásicas del drama romántico, en su versión light y meditabunda, luego nos topamos con un volantazo que modifica el eje narrativo. A partir de un acontecimiento del que conviene no adelantar demasiado ya que constituye una de las pocas sorpresas en cuanto al desarrollo, la obra se transforma en un estudio sencillo aunque bastante eficiente de la dinámica hogareña y los vínculos resquebrajados por el tiempo. El mayor inconveniente de la realización es precisamente su falta de originalidad, en consonancia con diálogos de escaso peso conceptual y un metraje quizás algo excesivo. En buena medida la labor del elenco compensa los desniveles formales y construye un verosímil entrañable, destacándose no sólo la química del dúo Caine/ Poésy sino también la presencia de Justin Kirk y una reaparecida Gillian Anderson, ambos interpretando a los hijos de Morgan. La capital francesa vuelve a funcionar como un personaje más, retratada como una burbuja vintage desde una fotografía de corazón preciosista. Mucho más que la despedida o el escapar a la soledad, la película analiza el proceso de comprender al otro cercano, dejar de asignarle culpas y recrear una conexión que se consideraba desaparecida, condenada a ser el responsorio de los marchitados frente a las calamidades del destino…
Demasiadas grietas… Existe un factor positivo y uno negativo en El Último Amor, e irónicamente son el mismo: está protagonizada por Michael Caine. Nos sentamos en la butaca felices de ver a Sir Caine en un protagónico, como hace tiempo no podíamos disfrutar a este actor de dotes inconmensurables: lo que no sabemos es que estamos a punto de ser cómplices de una trampa cinematográfica ya que nunca vamos a poder empatizar con la historia ni con sus personajes. Matthew (Caine) es un anciano inglés, recientemente viudo, presuntamente mal padre, viviendo en París, una ciudad de la cual no ha aprendido aún el idioma ni ha hecho más de un amigo. Pauline, (Clémence Poésy), una bella joven y profesora de baile, comparte la misma soledad que Matthew, aunque jamás sepamos nada de ella ni de su vida. Es así como en un encuentro, algo forzado y torpe por parte del guión, ambos coincidirán en un autobús donde comenzarán una relación de compañía y apoyo mutuo. La historia no resulta muy verosímil. A pesar de que en algún momento nos creamos que quizás la soledad y desesperación por afecto nos puedan llevar a convertir a un extraño en nuestro imprescindible par (para Matthew en un amor de pareja, para Pauline en una familia ausente), todo termina siendo demasiado aburrido y lento como para poder convencernos. La aparición de los hijos de Matthew y su pésima relación no suman mucho al relato, sumado al poco hincapié que se hace sobre el hijo que decide quedarse unos días más junto a su padre. Todo cae en lugares comunes y nos deja con ganas de un protagónico más a la medida de las capacidades actorales de Michael Caine, reconociendo que sin él esta película pasaría desapercibida para cualquier espectador. Hablamos de una comedia dramática filosófica acerca de las verdades y mentiras del amor, la pérdida del ser amado, la imposibilidad de llenar el lado vacío de la cama o del banco en el parque, y como menciona Mathew, de cómo hay una grieta en todo, y así es como entra la luz y la esperanza a nuestras vidas. Lamentablemente este film tiene demasiadas grietas y la luz nos deja ciegos de buen cine.
Delicadeza, para una relación especial. Parece comenzar donde terminó el film “Amour”. Un viudo inconsolable y una joven mujer que encuentra por casualidad para redescubrir la emoción. Michael Caine, siempre talentoso.
Michael Caine y la redención El último amor (Mr. Morgan's last love, 2013) es de esas películas donde el personaje principal tiene un tiempo determinado para hacer las paces con el mundo y reivindicarse con sus seres queridos. Un tipo de relato que tanto desean protagonizar los actores consagrados, porque les implica realizar una curva dramática lo suficiente pronunciada como para poner en escena todo su oficio. Y Michael Caine se mueve como pez en el agua. Matthew Morgan (Michael Caine) es un jubilado solitario que deambula por las calles parisinas luego de enviudar. Su relación con sus hijos no es muy cercana, y no tiene a nadie con quien compartir su tiempo. De hecho vive en París y jamás aprendió el idioma local debido a que su mujer se comunicaba por él. Un buen día, su suerte cambia: conoce a Pauline (Clémence Poésy), una joven profesora de baile con quien forja una tierna amistad. Ante un problema de salud de Morgan, sus hijos aparecen en escena reclamando por la herencia, y el conflicto se presenta. Se pueden trazar similitudes entre El último amor y los films Están todos bien (Everybody's Fine, 2009), Antes de partir (The Bucket List, 2007) y Las confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002). Vale aclarar que en esta última el director Alexander Payne le encuentra una vuelta de tuerca al relato de reivindicación personal, sacando provecho de los clichés transitados. El resto de las películas siguen a rajatabla la curva purificadora del personaje. El último amor tiene el aval de ser filmada en Francia donde cierto aire de cine europeo ayuda a reivindicar a los actores hollywoodenses de más de sesenta años de edad, y así tal proceso entre el mal tipo que fue Morgan y el buen anciano que aprende ser, se contrasta con el actor que supo trabajar en películas de puro entretenimiento y la profundidad que dicho film supone. Pero no todo lo que se hace en el viejo continente tiene características artísticas y El último amor menos aún. Dichas técnicas de filmación que se alejan de lo narrativo no alcanzan para hacer una “película de personajes”, y terminan inevitablemente tornando al relato engañoso. El argumento plantea una línea existencial atractiva que se disuelve con el correr de los minutos en un clásico melodrama familiar. En esa delgada línea entre lo profundo y lo trillado aparece el gran Michael Caine, dándole solvencia y cargándose al hombro una película que sin él rozaría la intrascendencia. El film dirigido por Sandra Nettelbeck camina por la cornisa de este tipo de relatos, buscando por momentos la sensibilidad en situaciones existenciales (y muchas veces lo logra) y cayendo en lugares comunes en otras. Reiteramos: la presencia de Michael Caine es fundamental, alrededor de su figura funciona la película.
Sol de Otoño Es dificil no caer en la tentación de una receta que tenga como ingredientes el protagónico de Michael Caine como un delicioso profesor de filosofía retirado, recientemente viudo + que se encuentra instalado en París (qué ciudad!) + que conoce en el colectivo a Pauline, una mujer mucho más jóven que él que también es docente ... pero de Cha Cha Cha! Sobre la típica base de opuestos que se atraen, dos mundos completamente diferentes confluyen en "El Ultimo Amor" una comedia de amor, pero no en el sentido más convencional, sino una película que habla de las relaciones amorosas en diferentes intensidades y en diferentes vínculos: una amistad profunda, el dolor de un amor perdido, el amor de padres a hijos, el amor en las cosas simples... Dos mundos que aparentemente son diametralmente opuestos, como los de Pauline y el Sr. Morgan (Michael Caine) se irán entrelazando como un aprendizaje para ambos, tomando cada uno del otro lo que necesita: ella parece encontrar en él una figura paterna que la atrae, la contiene, la hace sentir interesante; mientras que él parece estar tironeado entre la seducción que representa para él esa jóven tan ajena a su mundo que se detiene y lo tiene en cuenta y los recuerdos fantasmáticos que aparecen permanentemente con su esposa de toda la vida (un delicado personaje a cargo de Jane Alexander, un regreso a la pantalla que se disfruta desde la platea). Pero el eje del conflicto estará desplazado de esta relación que va creciendo en toda la primera mitad del filme. Sobre la segunda parte, el guión elige dar como un "volantazo" y el peso de la trama recae sobre la relación que tiene el Sr. Morgan con sus dos hijos (a cargo de Justin Kirk -un muy buen trabajo del protagonista de Weeds- y de Gillian Anderson -más conocida como la agente Dan Scully en X-Files) y la aparición de sus hijos dejarán planteados no solamente añejos conflictos con el padre sino también aparecerá una especie de triángulo amoroso que se irá formando entre el Sr. Morgan - su hijo - Pauline. De todos modos, el tono del film nunca deja de ser amable aún cuando los conflictos subyacentes son fuertes, pero la directora elige siempre contar la historia sin caer en el melodrama ni en el tono trágico sino más bien dejar que sus personajes se vayan dejando llevar por lo que sienten, naturalmente. La directora es Sandra Nettelbeck quien ya había demostrado su habilidad para manejar este tipo de tonalidades en la hermosa "Bella Martha" comedia alemana que luego fuera inspiradora de su remake hollywoodense en "Sin Reservas" con Catherine Zeta-Jones y Aaron Eckhart. En este caso, Nettelbeck saca provecho de un Caine completamente deslumbrante con sus 80 primaveras encima quien queda a cargo prácticamente de la totalidad de la película y que entrega, una vez más, un trabajo delicado y con matices. Su cámara, de primeros planos, de detalles y de hermosas postales parisinas, tiene la complicidad necesaria con Caine pero por sobre todo también se nutre de la belleza natural de Clémence Poésy y convierten a "El Ultimo Amor" en una de esas películas a la que uno inclusive les perdona sus tránsitos por lugares comunes porque está bien contada, no peca de pretenciosa y va directo a los sentimientos sin complicaciones. Una comedia dramática que habla sobre segundas oportunidades, sobre la posibilidad de redefinir los vínculos que parecían no tener solución (quizás éste sea su costado más simplista y donde el guión se vuelve más complaciente) y sobre la mirada de los hechos de acuerdo a diferentes cristales. Fundamentalmente en "El Ultimo Amor" pueden encontrarse muy buenas actuaciones (todo el elenco cumple perfectamente cada uno en su papel) con un protagónico absoluto de Caine que es imperdible, con tintes muy simpáticos como cuando el Sr. Morgan va a visitar a Pauline a sus clases de baile y con un plus que es siempre el marco incomparable e inigualable de la brillante París de fondo, cobijando a estos personajes. ¿Qué más se puede pedir?
El show de Michael Caine La guionista y directora alemana Sandra Nettelbeck (Bella Martha) rodó en Francia una película al servicio de un astro inglés como Michael Caine. El último amor es un auténtico crowd-pleaser, una feel-good movie, un one-man show o, para aquellos que se enojan porque a veces usamos conceptos en inglés, uno de esos films sobre redenciones y segundas oportunidades que, de tan entrañables, rozan por momentos lo demagógico. Y es precisamente Michael Caine el gran atractivo (y prácticamente la única razón) que justifica la visión de esta esquemática y previsible película. Su Matthew Morgan es un viudo hosco, huraño, malhumorado, que vive solo y deprimido (con tendencia suicida y todo) en su enorme departamento parisino tras la muerte de su esposa (Jane Alexander) ocurrida tres años antes. Pese a llevar ya varios años radicado allí, este viejo cascarrabias no habla una sola palabra en francés porque siempre le cedió a su mujer la tarea de comunicarse con el mundo exterior. La película está concebida en función del lucimiento de un notable intérprete veterano como Caine, que tiene todo el tiempo necesario en pantalla (y todos los recursos expresivos, claro) como para exponer los múltiples matices y facetas que van surgiendo en su en principio unidimensional personaje, desde aquel encierro inicial hasta su “regreso” a la vida social después de conocer a Pauline (Clémence Poésy), una joven y atractiva maestra de danza que lo saca del letargo (y hasta lo hará bailar a los 81 años). La llegada de los fríos y calculadores hijos de él desde los Estados Unidos (Gillian Anderson y Justin Kirk, ambos bastante desaprovechados) sólo sirve para exponer los prejuicios de los más jóvenes frente a la posibilidad de que su padre pueda reencontrar el amor a la vejez y la sospecha de que Pauline lo está manipulando para beneficiarse económicamente de la relación. ¿Pocas sorpresas? Es cierto. Pero está Caine (en una papel que por momentos recuerda al Peter O’Toole de Venus) y está París como inmejorable trasfondo. Un enorme actor y una bella ciudad… Dos atractivos suficientes para maquillar las limitaciones del film.
Entre la espera y la contemplación Basada en la novela La Douceur Assassine de Francoise Dorner , el film de la directora Sandra Nettelbeck gira en torno a la fase crepuscular del Sr. Morgan, viudo y que en sus épocas de juventud además de estar perdidamente enamorado de su fallecida esposa tras una larga enfermedad que lo mantuvo alejado de sus hijos, que azarosamente conoce a una joven francesa (Clémence Poésy) que despierta su interés y por un instante lo aleja de su gris existencia. El ímpetu y el parecido físico de la muchacha con la esposa de Morgan es lo suficientemente fuerte para que afloren recuerdos en contraste con aquellos fantasmas que lo buscan en momentos de soledad. Las extensas charlas en las que Morgan se muestra caballero, amable y a veces ventilando alguna que otra intimidad lo exponen ante los ojos de la joven insegura y en búsqueda de una fuerte presencia paternal o una familia sustituta que reemplace la soledad. Solitarios que a pesar de la diferencia de edad y la vida ya vivida se encuentran y entienden sin preguntarse quienes son realmente pero el entorno y la realidad de cada uno dice lo contrario y el doble aprendizaje tal vez transita por su lección más dura. Sin el aporte de Michael Caine en un papel que es justo decir no se acerca a sus mejores interpretaciones, el relato se sostiene desde el punto de vista dramático y gracias a la presencia de importantes personajes secundarios, entre los que se destacan los hijos de Morgan especialmente Gillian Anderson. Pese a todo un final predecible confirma que no supera al standard pero se deja ver.
Las virtudes de los lugares comunes Hay películas que son muchas en una y El último amor, adaptación de la novela de Françoise Dorner, pertenece a este tipo. En el film de Sandra Nettelbeck, realizadora de Sin reservas, conviven muchas subtramas: la del anciano Matthew Morgan, un estadounidense que vive en París y trata (o no) de lidiar con su viudez; la del amor platónico entre Morgan y la joven Pauline (Clémence Poésy), que va creciendo de a poco, luego de conocerse por casualidad en un colectivo e ir compartiendo distintos momentos; la de la propia Pauline, buscando acomodarse sentimentalmente y encontrando en Morgan una especie de espejo en cuanto al dolor que ocasiona la soledad; la del vínculo de Morgan con su hijo Miles (Justin Kirk) y su hija Karen (Gillian Anderson), roto, casi destruido -en especial con el primero-, pero con la necesidad y urgencia de recomponerse; e incluso la de los hijos, con sus respectivos núcleos familiares en crisis. Por suerte, a pesar de todos elementos acumulados, la película jamás se desborda. Hay que reconocerle los méritos en este logro a Nettelbeck, quien va llevando la narración sin prisas, permitiendo un desarrollo coherente de sus personajes, sin exagerar la nota, con la sapiencia de que ya hay suficiente drama en lo que se está contando y que no se necesita remarcar nada. El último amor atraviesa de este modo multitud de lugares comunes -la presencia casi fantasmal de los seres queridos que ya no están, la conexión casi instantánea entre la vejez y la juventud, la presencia femenina luminosa al extremo, el redescubrimiento de la vitalidad a través del baile, los rencores familiares, las oportunidades de redención, el romance que roza el amor a primera vista- y aunque en varias ocasiones amenaza con descarrilar (los diálogos de Morgan con el fantasma de su esposa hacen demasiado ruido dentro de la puesta en escena y ciertos diálogos redundan en lo que ya sabido), al final siempre se mantiene relativamente estable. En cierto modo, lo que se percibe en la realizadora es una clara decisión por permanecer invisible, por jamás remarcar su presencia, poniendo la cámara en los lugares más lógicos y elementales, sin ponerse por encima de los protagonistas. Se puede pensar en lo que hubiera hecho un Alejandro González Iñarritu con este material -o lo que ha hecho Haneke en Amour- y El último amor es casi lo opuesto: es una película que no niega el dolor, pero que explicita su esperanza en las chances de cambiar ciertos rumbos que parecen inapelables. La otra decisión tan elemental como inteligente de Nettelbeck pasa por descansar en las capacidades de los actores. Si Kirk y Anderson está sólidos y funcionales, la sinceridad que transmiten Caine y Poésy en sus miradas y gestos es abrumadora. La química que entablan entre los dos inunda la pantalla y hasta sale de ella, logrando una inmediata empatía con el espectador, haciendo de paso que los lugares comunes sean totalmente naturalizados. Porque en el fondo El último amor es eso: un compendio de lugares comunes llevados con fluidez desde el principio hasta el final.
El placer de estar contigo Un gran Michael Caine para un filme sobre el amor de un hombre en la tercera edad, que ha perdido a su esposa. Por la temática, El último amor podría ser la continuación de Amor, de Michael Haneke. La cuestión es: cuáles son las razones para seguir viviendo cuando el gran amor de la vida, el que le daba sentido a todo, ya no está, y no hay perspectivas -ni tiempo- de que aparezca otra persona que llene ese vacío. Cómo escapar a la soledad en la tercera edad, cuando, aun sin una extraordinaria decadencia física o mental, se sabe que las puertas que se fueron cerrando a lo largo del camino ya no van a volver a abrirse. La película muestra una rara lucha entre la obviedad del peor cine de Hollywood y la profundidad del buen cine europeo. Una tensión que quizá se explique a partir de que su directora, Sandra Nettelbeck, es alemana pero se formó como cineasta en los Estados Unidos, y escribió el guión basándose en una novela francesa -La douceur assassine-, de Françoise Doner. Como el personaje de Jean-Louis Trintignant en Amor, el Mr. Morgan de Michael Caine queda viudo luego de haber acompañado a su mujer durante su larga agonía. Y hasta ahí llegan las comparaciones con la película de Haneke, porque en el panorama de este estadounidense perdido en París -la ciudad que su esposa eligió para pasar la vejez- aparecerá Pauline, una joven tan encantadora como irritante, que viene a endulzar un poco la amargura de la trama, y a arruinarla otro tanto. La (trillada) idea -sugerencia: ver El placer de estar contigo, de Claude Sautet- es mostrar la confluencia de dos personajes opuestos, tanto en edad y formación como en vitalidad, pero algo no funciona. Los actores y sus criaturas sintonizan frecuencias demasiado diferentes: los exasperantes mohínes de la bella Clémence Poésy contrastan con la sólida presencia del gran Michael Caine; Pauline nunca termina de ser creíble, y le quita desarrollo a Mr. Morgan. La película vuelve a remontar cierto vuelo cuando aborda el vínculo del profesor jubilado con sus hijos; entonces, entre muchos diálogos obvios, es posible rescatar algo de verdad.
El encanto de las segundas oportunidades El señor Morgan, cuya vida orbitaba alrededor del amor que se profesaba con su mujer, ha quedado viudo. El señor Morgan es un estadounidense que vive en París, Francia. En Francia a los estadounidenses los llaman, con mayor precisión, americanos. El señor Morgan ha perdido casi todo interés por la vida, por su propia definición de lo que importa en la vida, una definición que maneja con claridad y precisión en cuanto a las ideas, aunque de forma más atolondrada y oscura en cuanto a los sentimientos. El señor Morgan, cerca de los 80 años, conoce a la joven Pauline. Y hay una conexión, una empatía, un cambio en la actitud del señor Morgan. Hay también una familia en los Estados Unidos, una hija y especialmente un hijo del señor Morgan. Con estos elementos, la alemana Sandra Nettelbeck (la película es una coproducción entre Alemania, Bélgica, Estados Unidos y Francia, y con actores de por lo menos tres nacionalidades distintas) dispone un drama en el que los elementos emocionales afloran sin necesidad de aceleraciones o situaciones forzadas. El último amor maneja un tempo claro y no lo modifica, aunque tal vez el final sea precipitado y se note ahí en demasía la mano del narrador, que cierra y detiene el fluir de los personajes. Pero mayormente Nettelbeck deja a sus personajes hablar (a veces con demasiado peligro de frase de póster), los deja respirar, los deja observarse. Deja que los ambientes los definan, que sus gestos se presenten sin la molestia del énfasis. Los diálogos -salvo contadas excepciones- no son redundantes, más allá de que los reclamos familiares tengan alguna creíble circularidad. Lo que sí redunda y sobreexplica es cada aparición imaginaria de la señora Morgan. Pauline es Clémence Poésy, dueña de un rostro cuya forma hace recordar al de Claire Danes. Pero Poésy le agrega un matiz de fragilidad al acecho que enriquece su fuerza vital. Es notable cómo Pauline es merecedora de los elogios que en un momento le dedica el señor Morgan: los convierte en descripciones justas, precisas. La hija del señor Morgan es Gillian Anderson, en una breve aparición en modo show, en modo comic relief; el hijo es Justin Kirk, que convence de manera paulatina a medida que el relato nos informa sobre su personaje. El señor Morgan es nada menos que Michael Caine, una de las leyendas vivientes del cine, un actor fundamental, un intérprete con un perfil mercenario innegable (ha actuado en demasiados films en los que él era lo único rescatable), y sobre todo un actor que sabe manejar la pausa, que sabe utilizar las palabras, el tono, la capacidad emocional de su rictus y de su mirada. Un actor consumado que siempre consideró al cine un juego que había que jugar todo lo posible. Caine es el principal pilar de esta película, pero no es el único: lo sabemos porque al final tenemos ganas de saber más de casi todos estos personajes. No es ése un mérito menor.
Todo un festival de lugares comunes Hay películas con jóvenes y películas con ancianos. También hay estudiantinas y (con las disculpas del caso por el neologismo) gerontofábulas. El último largometraje de la alemana Sandra Nettelbeck –cuya anterior Bella Martha obtuvo un importante éxito mundial a comienzos de siglo– se afinca cómodamente en este último grupo, haciendo de la ñoñez, los estereotipos y cierto grado de crueldad tres de las sustancias principales de su principio activo. Rodada en idioma inglés en la siempre fotogénica París, El último amor es, desde ese punto de vista, una tradicional coproducción que apunta a la mayor cantidad de mercados internacionales posibles, y su reparto está encabezado por esa eminencia del cine llamada Michael Caine. Es precisamente el británico quien logra que, por momentos demasiado breves, el film se deslice en lugar de chirriar en sus goznes, pura presencia y juego con la memoria cinéfila del espectador. Viudo desde hace relativamente poco tiempo, profesor jubilado, americano en París incapaz de pronunciar una palabra en el idioma de Molière, el señor Morgan del título original vive una existencia triste y gris. Es entonces que, a menos de diez minutos de comenzada la proyección, se topa –aunque no precisamente en la playa– con la blonda Pauline (Clémence Poésy), una joven maestra de danza que inmediatamente se interesará en su ¿caso?, ¿vida?, ¿persona? El último amor jugará durante un buen rato a la posibilidad del romance tardío de Morgan con la mucho menor Pauline, que previsiblemente utilizará sus clases de baile (ritmos latinos, por supuesto, cuáles si no) para intentar inyectar algo de vida en su mustia amitié. Salidas, recuerdos y confesiones aderezan el proceso, que por momentos parece también el de una relación entre padre e hija putativos, punteados por una serie de poco afortunadas –por lo estériles e irrelevantes– “apariciones” de la difunta señora de Morgan. A mitad de camino, el guión de la propia Nettelbeck (adaptación de una novela de la actriz y escritora Françoise Dorner) pega tremendo volantazo para permitir que los hijos del anciano vuelen desde los Estados Unidos y lo visiten. Que los retoños (precisa Gillian Anderson, imposiblemente afectado Justin Kirk) sean un atado de maledicentes angustias, prejuicios y egoísmos resulta esencial para que el final del derrotero llegue con la suficiente carga de empatía prefabricada, de esa que nunca permite que el espectador acompañe al héroe, sino que lo obliga a seguirlo a la rastra. Engalanada por la correcta fotografía otoñal de Michael Bertl, de tonos ocres apastelados, El último amor, con su pesada carga de lugares comunes y una lógica dramática esencialmente impostada, sólo puede predicarle exitosamente al más fervoroso de los conversos.
Otra mirada sobre la vejez Desde hace muchos años la mayor cantidad de películas está dirigida al público adolescente y en el mejor de los casos, a los adultos jóvenes, los dos segmentos que se supone, tiene mayor poder adquisitivo y destinan una parte importante de sus ingresos al entretenimiento, la cultura, etcétera. En ese sentido son pocas las películas que se ocupan de los mayores y menos aún las que tienen como protagonistas a gente de más de 60,.Una dama en París, de Ilmar Raag; Amour, de Michael Haneke; Rigoletto en apuros, de Dustin Hoffman y Las confesiones del Sr. Schmidt, de Alexander Payne, son algunos de los ejemplos más o menos recientes. El último amor se asienta sobre el magnífico y siempre eficaz Michael Caine, en una película que explora los recovecos de la vejez, coquetea con el deseo aun latente y luego pega un volantazo para convertirse en un melodrama. Así, la muerte de su esposa Joan dejó sin demasiados deseos de afrontar sus últimos años a Matthew Morgan (Michael Caine), un profesor jubilado de filosofía que vive solo en Paris, aislado, que no sabe francés porque prefirió que su esposa se comunicara por él. Pero un día conoce a la encantadora Pauline (Clémence Poésy), una profesora de baile tan sola como el protagonista. Desde ese momento se comienza a forjar una amistad rara para el mínimo entorno de ambos, sobre todo para Miles (Justin Kira) y Karen (una Gillian Anderson brillante ), los hijos de Matthew, que además de pasarle varias y viejas facturas, sospechan que la chica va tras su herencia. La directora Sandra Nettelbeck se asienta en el melodrama, construye una historia donde los lugares comunes se complementan con algunos momentos luminosos, el drama existencialista y claro, utiliza a París como escenario y a la vez personaje destacado del relato. Pero por supuesto, todo el frágil aunque inteligente andamiaje se sostiene por Michael Caine, un intérprete extraordinario, con una dignidad, elegancia y naturalidad que parece sin techo, y que aun a los 80 años parece disponer de una gloriosa fuente de recursos.
Solo en Paris El señor Morgan (Michael Caine) es un hombre mayor que ha sido un prestigioso profesor de filosofía, ahora jubilado, viudo, y que vive en París, donde él y su esposa eligieron pasar sus últimos días, pero ella se adelantó en el camino y ahora él está solo, y sin muchas ganas de vivir. Un día en un autobus conoce a Pauline (Clémence Poésy), una joven profesora de danzas. Pauline es linda, sensible y amigable, y lo que comienza como una charla casual en la calle, termina conviertiéndose en una hermosa amistad, y Morgan vuelve a tener ganas de vivir, o al menos de quedarse un rato más. Los diálogos entre Pauline y Morgan son deliciosos, la película muestra de forma casual e intimista el modo en que ambos cambian a medida que se conocen, cómo iluminan sus vidas y cómo el cerrado y serio Sr. Morgan descubre a través de ella cómo relacionarse con sus hijos, y salir de su caparazón y entender que las cosas pueden verse de otra manera. Es una historia simple, y tal vez bastante común, pero bien dirigida, dinámica, que trata temas con los que todos de un modo u otro podemos identificarnos. La química entre los protagonistas, la gran interpretación de Michael Caine y las buenas actuaciones de todo el elenco, compensan algún que otro lugar común, o algunas escenas un tanto predecibles. La historia no es un romance entre un señor mayor y una jovencita, sino una particular relación entre dos personas que saben entenderse, escucharse, y enseñarse uno al otro a comprender lo que los rodea.
Michael Caine justifica film que naufraga a la mitad Dicen que la novela en que se basa esta película es muy agradable, y muy delicada: "La douceur assassine", de Francoise Dorner. Por esa novela transitan Armand, profesor jubilado, viudo reciente, una colega también jubilada, y una joven empleada de tienda que ha perdido a sus padres. La cordialidad de la joven reanima un poco al viudo, que la ve como a una hija. O algo así. Ella lo ve como a un padre. O algo así. De su familia, él apenas recibe unas llamadas ocasionales del hijo, y más ocasionales aún de la hija que vive en el extranjero. Es un tema delicado, cuando alguien piensa reparar o reemplazar ciertos vínculos familiares. La adaptación que ahora vemos mantiene básicamente esas características. Pudor, suavidad, melancolía, son palabras que pueden definirla casi hasta el final. Solo cabe observar algunas variantes, tal vez necesarias para financiar la obra: el profesor es norteamericano, Mr. Morgan, la joven enseña bailes latinos y country. Quien hace de norteamericano es un inglés de pura cepa, que encima mantiene la entonación, pero eso no molesta para nada, porque se trata de Michael Caine, que, con 80 años a la fecha de rodaje, impone su excelencia y su presencia por encima de todo, y justifica la visión de la película. Pero, ay, el último tercio de la misma se desbarranca mal. Eso es cuando cae la familia del profesor, es decir, el hijo resentido y la hija que justifica plenamente la ilusión de tener una hija distinta. Ellos vienen con exigencias, quieren decidir sobre el padre. De por medio también hay unas propiedades inmobiliarias y unos ajustes de cuentas. Y todo deriva a unas situaciones teatrales alimentadas con viejos conflictos de repertorio. Y, de remate, un inesperado brote sentimental con alguien que no merece sentimientos serios, ni tampoco de otra clase. Una resolución absurda, que tira media película por la borda. Queda en el haber la actuación de los protagonistas, la visión de calles parisinas y de un lago en otoño, la belleza de un par de diálogos (en un banco de plaza, en una casita de campo), y la participación de Anne Alvaro como la colega y de Jane Alexander como la esposa que reaparece cada tanto en los recuerdos, como una presencia momentáneamente viva (una sensación que bien conoce quienquiera que acaba de perder un ser querido). Realización, Sandra Nettlebeck, que venía de hacer dos sencillas comedias de ambiente culinario.
“¡Demonios!”, rezonga Matthew Morgan cada mañana al despertarse, solo, vivo, en París. Es que desde que su mujer falleció se siente perdido. Está pegado a ese lugar así como a su recuerdo, no pudo aún aprender el idioma que ella de a poco le enseñaba, y sus hijos están lejos, cada uno con su familia y sus mambos. Pero una mañana, viajando en colectivo, una joven francesa le regala una sonrisa y una muestra de cordialidad. Y es así que a medida que comienzan una relación, no amorosa, sino basada en momentos compartidos, como amigos, o quizás, como familia, van aprendiendo a ver la vida con otros ojos, especialmente el Sr. Morgan, que incluso tiene un frustrado intento de suicido al tomar muchas pastillas, o demasiado pocas. Michael Caine es el actor encargado de dar vida a este padre ausente, sombra de un marido, y extranjero en la ciudad del amor. Es quien se carga la película a sus hombros y, tal como uno podría suponer de este actor y sus varias décadas trabajando, sale airoso. Pauline, la joven que conoce a Matthew y con su caos y su apariencia que le recuerda a quien alguna vez fue su mujer modifica su presente, está interpretada por la actriz francesa Clémence Poesy, que si bien se hizo conocida fuera de su país por la saga de Harry Potter demostró su talento en películas como "Escondido en brujas" y "127 horas". Su frescura le aporta mucho a esa joven que sin ambiciones en la vida trabaja dando clases de baile y siente la ausencia de una figura paterna. Matthew y Pauline pasan a llenar un espacio en la vida del otro, un espacio que en algún momento quedó vacío pero que nunca estuvo preparado para eso. El problema es que Morgan necesita algo más que un poco de amabilidad de una extraña y cuando intenta suicidarse aparecen en escena sus dos hijos. Justin Kirk y Gillian Anderson interpretan a sus dos hijos pero mientras ella está preciosa y aporta un poco de humor con su imagen de mujer despreocupada como madre, como hija, como hermana, es en él en quien recae gran parte del conflicto de la película. Porque la figura del padre está presente todo el tiempo en esta historia. Presente por lo notorio de su ausencia. Matthew nunca estuvo convencido de tener hijos y nunca aprendió a ser padre, y en el fondo sólo temía convertirse en su propio padre, cosa que en algún momento siente que no pudo evitar. Así, El último amor es una película pequeña de personajes y especialmente de actores, del actor Michael Caine, un drama que apuesta a retratar las dificultades de las relaciones y los lazos biológicos. Pero entre la idea de segundas oportunidades y aprender a superar pérdidas, también juega un poco con el tema de la diferencia de edad en una pareja, aunque siempre de un modo muy sutil, casi cobarde. Dos horas quizás son demasiado para una película que pone todo sobre la mesa y algunos platos terminan sobrando. A su favor es que con todas estas líneas sería muy fácil caer en el golpe bajo y en la lágrima fácil, y no sucede. Pero se siente que faltó delinear un poco más algunos personajes para una película más redonda.
Sostiene Morgan La imagen de un desconsolado Michael Caine, casi inmóvil y saturado en tonos apagados, es un presagio inexacto para este drama de la realizadora alemana Sandra Nettelbeck (Sin reservas, Helen). Caine es Matthew Morgan, un norteamericano radicado en París que no habla francés y desde la muerte de su esposa hace menos intentos por comunicarse en la lengua de sus conciudadanos, o menos intentos por comunicarse, en todos los sentidos. Morgan sigue su derrotero con tono cáustico (por qué se eligió a Caine para interpretar a un norteamericano es incomprensible) y, durante un incidente menor sobre un micro, conoce a Pauline (Clémence Poésy), una instructora de baile a la que triplica en edad, con quien se genera una extraña amistad. En memoria de su mujer, que reaparece como un fantasma, Matthew se encierra en su enorme departamento del barrio de Saint-Germain, una fortaleza que sus hijos quieren desguazar para hacerlo retornar a los Estados Unidos. Nettelbeck pudo haber ahondado en el vínculo con Pauline, volverlo natural, menos forzado y con aristas psicológicas, pero optó por una resolución liviana y romántica. Y en realidad, tras la prometedora escena inicial, nada cuesta adivinar que el guión de El último amor será algo inverosímil y más que predecible.
Los dramas románticos no parecen tener dificultades para aceptarse como tales. La premisa de sus historias parten de dos o tres axiomas elementales que sustentan los entramados: El amor existe; siempre hay que darle una oportunidad al amor; el amor todo lo puede, y así por el estilo. Una vez elegido el tono los escritores habrán de imaginar quienes serán los personajes, que características tienen que justifican sus estados actuales y cuáles serán los eventos tendientes a juntarlos, separarlos, o eventualmente ambas cosas al derecho o al revés. De todos modos, para funcionar en cine, el casting es fundamental. Esto dicho en términos generales, por supuesto. “El último amor” ubica a dos personas en París: El Sr. Morgan (Michael Caine) es un octogenario viudo, solitario, y con cierta tendencia a querer terminar su existencia en este planeta; Pauline (Clèmence Poèsy) es una joven con menos de la mitad de su edad cuya vocación es la de ser instructora de baile. Ambos están atravesados por cierta desazón respecto de la vida en general, y del hecho de estar acompañados en particular. Por supuesto las convenciones indican que sus caminos se tendrán que cruzar. La premisa de la que parte Sandra Nettelbeck para contar su historia es la de saber que ambos están solos, se necesitan mutuamente, pero además se complementan como si fueran piezas de un Tetris. Hasta aquí no hay más intención que la de contar cómo dos personas aprovechan la circunstancia de conocerse para re-descubrir las razones de sentirse vivos. El problema surge cuando, al intentar ser literal con la adaptación de la novela de Francoise Dorner, la narración sufre desajustes por la inclusión de situaciones (un conflicto a nivel familiar de Pauline) o personajes (el de Gillian Anderson, como Karen Morgan) que terminan desviando el foco de atención, o simplemente no aportando nada como subtrama a una película que en apariencia no lo necesita. Por otro lado, una banda de sonido almibarada propone estados de ánimo en lugar de delinearlos, con lo cual parte del trabajo actoral queda decorativo. A este respecto, la química entre Clèmence Poèsy y Michael Caine es, por lejos, lo que mejor funciona, y acaso la virtud más importante de “El ultimo amor”. Por lo demás, presenciamos una historia simple que no pretende ser más de lo que es, y en esta austeridad de ambición queda la anécdota de ver un cuento correctamente narrado.
Matthew Morgan (Michael Caine) is an 80-year-old US university professor whose longtime wife died very recently. Though he’s been living in France for quite some time, he doesn’t speak French. Since his wife’s death, his life bears little meaning to him. He just can’t overcome her absence. That is until he meets Pauline (Clémence Poésy), a dance instructor who’s easily half his age. She too is a loner, but would want to make a meaningful emotional connection. So perhaps there’s love after loss and solitude. Perhaps there’s yet one last love to be lived. Yes, it does sound corny and overworked, and precisely because it is very much so. Not only does Mr. Morgan’s Last Love, by Sandra Nettelbeck, hinge on a premise we all know by heart, but its entire development is so overridden with clichés you’d think it’s actually a parody. Which it is not. When it comes to cinema, very few things are more annoying than a film that presents itself as highly dramatic and profound when it’s actually uninspired and shallow. It’s not even formulaic in an effective way — which would’ve been a perfectly legitimate option. Long ago, Michael Caine used to star mostly in pretty good movies. Or, at least, decent ones. In these last years, that has changed abruptly. Once in a while, he can fill in the shoes of likable characters such as Alfred, Batman’s butler in Nolan’s Batman movies. But for the most part, he delivers affected, artificial performances that rely on a series of tics, gestures, and voice inflexions meant to be the expression of he who knows what. Deep despair? Thoughtfulness? Wisdom? Go figure it out. So this tired university professor, yet above all a widower in pain, faces equally artificial and affected situations and incidents that never flow organically from the script, but instead are implanted by a Screenwriting 101 handbook. Meaning, for instance, his grown up children won’t accept his girlfriend, the age difference will prove to be a hardship, the girl may be an opportunist, and perhaps it’s all just an illusion. But in the end love may conquer all. In any case, by the time Mr. Morgan’s Last Love finishes, you are bound to have stopped caring for characters who are mere cardboard figures who never strike a genuine chord. Production notes Last Love / Mr. Morgan’s Last Love (Germany, Belgium, France, US, 2013). Written and directed by Sandra Nettelbeck. With Michael Caine, Clémence Poésy, Jane Alexander, Justin Kirk, Gillian Anderson. Cinematography by Michael Bertl. Music by Hans Zimmer. Editing by Christoph Strothjohann. Running time: 116 minutes.
UN VIUDO EN PARIS Historia de un viudo estadounidense que se ha jubilado como profesor de filosofía, vive en París y conoce a una linda muchacha francesa que logrará darle nueva perspectiva a una vida rutinaria y triste. Todos los lugares comunes del género están aquí. La mirada condescendiente, los volantazos narrativos, la melosa ternura, las reconciliaciones de libro. Empieza bien pero se desbarranca. ¿Qué siente ella por este viejo profesor americano? El final es tan traído de los pelos, como todo el film. Es de esas películas que quiere quedar bien ver con todos. Esta Michael Caine, es cierto, y Paris y unas clases de salsa. También hay recuerdos, soledades, gente buena, lagrimitas, un poco de cementerio y otro poco de hospital. Pero nada es creíble. Eso es todo.
Anclado en París “El último amor” es una película que se incluye en cierta tendencia del cine europeo actual, que reúne algunas características representativas de la vida comunitaria del Viejo Continente. Son coproducciones en las que intervienen varios países, los actores son de distintas nacionalidades, generalmente son habladas en varios idiomas. Eso en cuanto a las formas. En cuanto a los contenidos, a veces en tono de comedia y a veces en tono de drama (como en este caso), hay algunos temas recurrentes en estas propuestas: la nostalgia por un pasado que desaparece irremediablemente, la pérdida de las raíces, un vacío de identidad, un estar y no estar. Los personajes viven en un estado mental que los aleja de la realidad circundante y parecen habitar en un mundo propio, construido en la psiquis de cada uno, donde se mueven por paisajes más subjetivos que objetivos. “El último amor” está basada en la novela “La Douceur Assassine” de Françoise Dorner, adaptada y dirigida por la alemana Sandra Nettelbeck. Tiene como protagonistas al veterano actor británico Michael Caine y a la joven actriz francesa Clémence Poésy, conocida por algunas intervenciones en la saga de Harry Potter. La historia transcurre en París, donde Matt Morgan (Caine) es un anciano estadounidense que ha enviudado hace pocos años y está solo, porque sus hijos viven en Estados Unidos. Él y su mujer habían elegido a la capital francesa para pasar los últimos años de sus vidas. Allí habían adquirido un distinguido apartamento en el centro de la ciudad y una majestuosa casa de campo en las afueras. El hombre está triste, cabizbajo, taciturno. Es un profesor de Filosofía retirado y no tiene mucho contacto ni con sus hijos ni con el resto de la humanidad. El azar y un accidente leve sin consecuencias lo lleva a tropezar con la joven Pauline (Poésy), una muchacha también solitaria que se gana la vida dando clases de chachachá. Entre ellos nace una rara amistad. Ella lo ve a él como al padre que le hubiera gustado tener y él encuentra en ella un enigma que le inspira un nuevo interés por la vida, en esta etapa en la que ya no tiene interés por nada. Se trata del encuentro fortuito de dos personajes carecientes de afecto y que, por natural simpatía, se apoyan uno al otro. Hasta que un día, Matt tiene una crisis que lo pone al borde la muerte, circunstancia que provoca la visita repentina de sus hijos, un joven (Justin Kirk) y una chica (Gillian Anderson), quienes pese a todo, no son capaces de brindarle a su padre la contención que necesita y solamente consiguen despertar y reavivar viejas reyertas familiares. Pauline provoca suspicacias en los hijos del hombre mayor, pero ella trata de ser un factor de unión y no de disputa. Sin embargo, cada personaje seguirá las tendencias profundas arraigadas en sus historias personales y a pesar de los sentimientos que de algún modo los conectan a todos, la familia no consigue recomponerse. Este tema también es recurrente en el cine de muchos realizadores jóvenes, quienes expresan cierta añoranza por esa estructura básica de la sociedad en la que los roles paterno y materno eran fundamentales como organizadores de la vida y el crecimiento, así como un referente estable en medio de la incertidumbre mundana. El clima de la película de Nettelbeck es de una sensibilidad por momentos embargada de congoja. Los personajes no parecen encontrar una respuesta satisfactoria a sus conflictos, y el desenlace, si bien muestra signos de esperanza, deja un sabor amargo que podría ser la simiente de nuevos futuros desencuentros, o no. El final queda abierto. El aspecto más destacable de la película (que está hecha con rigor y buen gusto, aunque el guión presenta altibajos) es la clase actoral del maestro Caine, verdadero soporte del film.
La soledad era esto Michael Caine da cátedra en "El último amor" (Alemania, 2013), una agridulce historia en la que un recientemente viudo vuelve a encontrar cierto sentido a su existencia en manos de una joven que lo aborda de manera circunstancial en un colectivo. Hasta ese momento Morgan (Caine) se ve envuelto en una vorágine de depresión y autohumillación que tras la muerte de su mujer lo encuentra sin rumbo ni sentido. Pero un día llega Pauline (Clemence Poesy), una profesora de baile que intentará darle una razón para seguir viviendo, no la que él cree, sino ayudandolo a pasar mejor sus días. Todo se complicará cuando sus hijos, interpretados por Justin Kirk y Gillian Anderson, se involucren en la historia hasta un punto de no retorno que repercutirá en Morgan sin poder escapar. Sandra Nettelbeck adapta la novela La Douceur Assassine con habilidad y crea un universo único para sus personajes, a los que otorga de entidad e independencia hasta el punto de dejarnos queriendo saber más de cada uno de ellos. Morgan frente a su mortalidad decide cambiar su destino y nada ni nadie se lo impedirá. Ni siquiera nosotros, que encontramos en este personaje un ser entrañable, como esos que de vez en cuando el cine nos regala y en los que deposita su fe en la vida y el seguir adelante a pesar de todo. PUNTAJE: 8/10
Vin Diesel, de nuevo en acción El actor de “Rápido y furioso”, vuelve al combate, esta vez como un soldado ancestral irrompible, en la fábula ”El último cazador de brujas”. A ver, por partes: ¿qué quiere encontrar el espectador cuando paga una entrada al cine para ver al musculoso Vin Diesel, protagonista de películas como de ultracción como Rápido y furioso, Riddick o XXX? ¿Quiere corridas eternas, luchas coreografiadas y con el rótulo de "por favor, no intentarlo en casa"? ¿Mucho efecto, una banda de sonido potente y una cámara de que vértigo? ¿Busca una chica bella, inteligente e intrépida y a quien eventualmente el hombre pueda seducir, y la promesa de que, si todo va bien en las boleterías, esto continuará..? El último cazador de brujas tiene, de esto, en cantidad. Ahora bien, si en el reparto aparecen nombres como los de Michael Caine, Elijah Wood (El señor de los anillos, El hobbit, Crímenes de Oxford), o Marck Addy (Robet Baratheon en la serie televisiva Juego de Tronos), quizás esperaría encontrar una historia de buena profundidad y contada con cierta, digna, altura. Bien, de esto, ofrece poco y nada. El filme plantea una batalla pero de carácter sobrehumano, ya que los hombres deben enfrentar a las brujas, que viven camufladas entre los habitantes de Nueva York y que están dispuestas a labrar un largo camino de sangre y muerte. En este marco aparece Kaulder (Diesel), un valiente cazador de brujas que consigue matar a la todopoderosa Reina Bruja. Pero antes de morir, la villana condena a Kauldera la inmortalidad. Y bien dice Dolan 36avo, el siempre bien plantado Caine, cuando las brujas más malvadas de este mundo y el siguiente avanzan: "empieza el espectáculo". ¿Quien lo quiera, lo tendrá? Pochoclos, gaseosas y show.