Fantasmas del pasado El talentoso director de Donde cae el sol, El árbol, La casa, La orilla que se abisma y La madre combina documental y ficción para narrar una historia de índole autobiográfica: la de su abuelo, el poeta Salvador Merlino, y -más puntualmente- la de su libro póstumo, Elegía en Abril (su autor nunca lo vio publicado), cuyos ejemplares quedaron guardados durante cinco décadas en lo alto de un armario de la casona familiar. La apertura de las cajas genera un cimbronazo emocional en las tres generaciones de la familia (la madre y el tío de Fontán, el propio director y su hijo adolescente). Pero, poco a poco, el realizador se juega con una apuesta riesgosa: los personajes reales van desapareciendo de forma progresiva para darles lugar a los de ficción (Lorenzo Quinteros y Adriana Aizenberg). Fantasmagórico, bello, climático, lírico, melancólico, íntimo y sensorial ensayo sobre la ausencia y el paso del tiempo, con algo del primer José Luis Guerín, se trata de otro interesante aporte en la persistente, infatigable carrera del realizador, siempre respaldado por su dream-team artístico liderado por el DF Diego Poleri y el sonidista Javier Farina.
Un libro que ve la luz y el tedio Segunda de las películas que conforman la trilogía El ciclo de la casa: El árbol, Elegía de abril y La casa, realizadas por Gustavo Fontán. El realizador siempre focaliza en un cine experimental de difícil digestión, y se mueve entre el retrato documental de la familia y ahora su obsesión por mostrar qué dejaron los personajes que habitaron una casa. Un libro oculto en un placard por más de cincuenta años, del poeta Salvador Merlino, es redescubierto cuando la hija del autor decide sacarlo a la luz con la ayuda de su nieto. Fontán no se preocupa por construír una historia convencional, si no más bien por la forma de contarla: fueras de foco, reiteraciones y una cámara deliberadamente desprolija que espía todo lo que sucede en la casona. Es un juego del cine "dentro del cine" pero con resultado abrumador y tedioso que hace mirar el reloj a pesar de la corta duración del film. Elegía de Abril incluye también a actores profesionales como Adriana Aizenberg y Lorenzo Quinteros (¿Qué hacen ellos en medio de todo esto?), intérpretes que también se colocan delante de una cámara que registra el pasado, el presente y el futuro incierto de los integrantes del clan.
Aquel Querido Mes de Abril “Cuando deseen filmar, elijan historias cercanas a ustedes. Relatos que sean amenos. Temas que conozcan” Esta frase me quedó impregnada en el recuerdo. La dijo mi profesor de dirección cinematográfica en el segundo año de la facultad. Su nombre: Gustavo Fontán. Muchos directores no son fieles a sus palabras, sus obras no muestran aquello que enseñan. Se contradice el discurso con la obra. Pero en el cine de Gustavo Fontán, esta norma es llevada casi al extremo. No hay película que no sea personal, y cuando me refiero a personal, no hablo solamente de un pensamiento, una ideología, una temática similar. Gustavo Fontán es un antropólogo de su propio árbol familiar, que logra converger la poesía, el cine y la memoria. Licenciado en literatura en la UBA, poeta, profesor y director de cine, Fontán empezó su carrera con cortos mediometrajes dedicados a la vida de otros poetas como Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández y Jacobo Fijman. Desde ese momento, empezó la búsqueda de una estética que intercala ficción y documental. Su primer largometraje que no se basa en una historia verídica es Donde Cae el Sol (2002). Aunque se inspira en la relación que tenía él con su propio abuelo, este último trabajo de Alfonso de Grazia, demostraba que el realizador podía contar un pequeño cuento, con sencillez, sutileza, elementos amenos y cotidianos, pero sobretodo fluidez narrativa. Con El Arbol comenzó la trilogía de “La Casa” que, sigue con Elegía de Abril y terminará con La Casa. Recuerdo que para ejemplificar su pensamiento, Gustavo siempre nos hablaba sobre como estaba realizando El Arbol, en que se basaba para grabarla. Porque más allá del hecho de grabar a sus padres, y tener como actor fetiche a su propio hijo, el director utiliza elementos de su infancia que son palpables y se pueden conectar con el pasado de todos. Y ahí está la verdadera conexión del director con el público. No, en lo que provocan las imágenes en el momento, sino en lo que cada uno conecta con sus películas. Sus obras no solamente son audiovisuales, sino que son palpables, tiene aromas reconocibles. Esa casa, ese árbol, esa familia, no es nuestra, pero de algún modo es nuestra propia familia. Compañeros míos de la misma facultad donde da clases Fontán, Marcelos Scoccia y Cyntia Grabenja grabaron el corto La Mia Casa, ganador en el último Bafici, que justamente muestra lo mismo. Como el árbol familiar de uno se puede convertir en el nuestro, si reconocemos lo extra cinematográfico. Hablo de elementos que no necesitan explicaciones. Es por eso que valoro Elegía de Abril y El Arbol sobre el resto de las películas de Fontán. Porque a pesar de que Donde Cae el Sol y La Madre, sus obras llanamente de ficción tienen el lirismo y la temática, de estos seudos documentales, están ausentes de aquello, por lo que el cine el Gustavo más me gusta. Como su historia es la mía. En el medio de estas obras, también realizó un homenaje extraño y vanguardista sobre la vida de Juan L. Ortiz. Un trabajo más cercano al cine experimental: La Orilla que se Abisma. Un trabajo hermoso. ¿Por qué la hizo? Quizás la necesidad de que pase el tiempo… Ya que Elegía de Abril no se puede hacer en cualquier momento. Es una película sobre la espera… “Salvador Merlino, fue poeta. Su poesía celebra lo sencillo de la vida, la belleza de lo simple y, a su vez, los aspectos más trascendentes del hombre”. Esta es la definición que Fontán saca sobre su abuelo. Definición que quizas su nieto saque alguna vez de él. Elegía de Abril, a pesar de todo no es la historia de Salvador ni sobre el último libro del mismo. Sino una mirada sobre los que están vivos: sus hijos Mary (madre de Gustavo) y Carlos (el tío). A pesar de vivir juntos, Mary y Carlos están distantes. Les cuesta recordar la relación que tenían con su padre, y prefieren que su obra inédita, “Elegía de Abril” quede guardada en un ropero o se la lleve Gustavo. En el principio, el director sigue a ambos desde dos perspectivas: la suya y la de su hijo, Federico que graba todas las acciones con una cámara casera. Pero pronto ambos, se cansan de “actuar” y Fontán se queda “sin película”. Por lo que resuelve llamar a dos actores profesionales para que “reemplacen” a su madre y su tío: Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros. El trabajo de ambos, obviamente es impecable, aunque los verdaderos son mucho más emocionantes. Al igual que en Aquel Querido Mes de Agosto de Miguel Gomes, se pasa del documental a la ficción en un paso. En el medio solo vemos al equipo técnico definiendo que van a hacer. Pero la estética no cambia en sí. Es un cine contemplativo, donde las conclusiones no se explican. El espectador se convierte en miembro de la familia a nivel literal y tiene que sacar sus propias conclusiones sobre porque las personas con las que vive, se comportan siempre de la misma manera, porque se relacionan de la manera en que lo hacen, porque se comunican como se comunican. Fontán no da respuestas, y no esperen un final conciliatorio de su parte. El cine de Gustavo no solamente es rico a nivel visual, no solamente es preciosista en cada plano detalle, sino que además tiene varios matices narrativos, capas que se van explorando sobre la memoria que se tiene sobre los muertos y el tiempo. Porque más allá de que se vuelva o no monótono el relato, lo verdaderamente admirable es la paciencia que tiene para realizarlo y la eficiencia que tiene al transmitirlo. Un lenguaje sencillo, belleza en lo simple, que a la vez habla de los aspectos más básicos y trascendentes del hombre. Salvador Merlino hubiese estado orgulloso de él.
Memoria de familia A través de una filmografía pequeña en torno a su producción, pero grande en cuanto a los sentidos que despliega, Gustavo Fontán ha ido gestando una poética en donde la imagen y su registro es un tema central. Con esta nueva película indaga en la memoria de su propia familia a través de la obra de su abuelo, el poeta Salvador Merlino. Ya en El árbol (2006) Fontán se sumergía en una eterna pregunta: la de la herencia. La posible desaparición de un árbol le servía para reflexionar sobre la fragilidad de la vida y la persistencia del recuerdo. Recuerdo -claro está- fragmentario, incompleto. Un tema ampliado en su nueva obra, que emerge del encuentro con los tomos de la obra que le da título al film, que estaban en prensa en el momento del fallecimiento de Merlino. Si en su película anterior, La madre (2009) el realizador trabajaba la imagen desde un manierismo casi pictórico, aquí apuesta por la saturación, la mixtura de formatos, la cámara en mano. A tono con su estética, sus padres, su hijo y él mismo deambulan por la película, rememorando y trayendo al presente la biografía y obra de este artista. Hay una voluntad verista en la aproximación del registro cotidiano, en donde el trabajo con la banda sonora resulta crucial. Pero Fontán impregna a su nuevo relato de una atmósfera fantasmagórica, cargada de sentido a través de la ausencia. ¿Qué vínculo entre la obra y la vida de su abuelo se puede desplegar en el anecdotario familiar? ¿Qué sucede cuando este vínculo produce confrontaciones ya no entre los que se fueron, sino entre los que quedaron? En un momento decisivo, los puntos de vista de sus padres se bifurcan, y entran en escena Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros para continuar con la indagación. En este juego de presentaciones y representaciones hay mucho del Godard más anárquico (si se me permite el parangón político) y de la obra (la literaria y la cinematográfica) de Margarita Duras, en cuanto a la exploración obsesiva de cómo la producción de sentido de la historia y de la memoria suelen seguir carriles bien distintos. Desde ya que Elegía de abril (2010) es una obra “abierta” e inconclusa adrede. La cámara digital de Federico Fontán (el bisnieto) puede decir mucho del espectador contemporáneo, pero esta aseveración y tantas otras quedan a libre interpretación del receptor. Se trata de una película compleja, que demanda un espectador capaz de aceptar este relato poético tan revelador y emotivo.
Lo bello y lo triste Con su clásica capacidad para crear filmes cargados de lirismo, Gustavo Fontán indaga en la memoria de su familia. Gustavo Fontán elabora cine como si elaborara sueños. Combinando sus sensaciones y su cotidianidad crea imágenes -leves o marcadas distorsiones de lo real- que, a la vez, generan nuevas y múltiples sensaciones en el que mira (o, mejor dicho, siente) sus películas. Pequeños milagros sensoriales. Elegía de abril nos deja un sedimento de belleza y melancolía, de asombro y resignación ante el paso del tiempo, de tristeza infinita ante la ausencia y, también, de consuelo por las pequeñas huellas dejadas en los otros, por la continuidad generacional. Elementos de un autor de enorme sensibilidad y valentía. De un realizador que jamás condesciende a lo que esté fuera de su pulsión artística: al mercado, por ejemplo. Elegía ...es la segunda película de “El ciclo de la casa”. La primera fue la extraordinaria El árbol ; la próxima será La casa . Elegía ...comienza con el hijo de Fontán, Federico, bajando de un placard los libros de poemas que el abuelo del realizador, Salvador Merlino, había enviado a imprimir antes de morir, en 1959. La madre de Fontán, Mary, recuerda en esas primeras secuencias a su padre escritor. También lo hace el tío de Fontán, Carlos, hermano de Mary. Pero, poco después, ella, tal vez arrebatada por la angustia, se niega a seguir participando en la película. ¿Qué hace Gustavo Fontán? Convoca a Adriana Aizenberg y a Lorenzo Quinteros, para que ocupen los roles de los dos hermanos que evocan, no siempre verbalizándolo, al padre muerto. Obviamente, no oculta este mecanismo; no procura hacer un docudrama . Al contrario: cruza a actores y no actores en un ejercicio de efecto onírico. Traspasa, deliberadamente, las difusas barreras de lo que consideramos real e irreal. ¿Son irreales los componentes del arte o de los sueños? Claro que no. Fontán sabe transmitir esta afirmación a través de imágenes tan delicadas como hermosas y dolorosas, cargadas de reflejos, sombras, fragmentaciones, enfoques y encuadres nuevos, texturas y sonidos. La vejez, la muerte, el ejercicio de la memoria y, sobre todo, los legados generacionales recorren la obra del director. Somos la memoria de quienes nos han precedido y por supuesto lo que hacemos con eso. Fontán opta por hacer cine. Las secuencias en que su cámara capta en 16 mm a su hijo captando, en digital, a su abuela o a la representación de su abuela provocan un efecto de continuidad generacional, de modesta inmortalidad humana. Por último: existe tensión entre Mary y Carlos. El no quiere “bajar a papá del ropero”. Ella sugiere “bajarlo y donarlo”. Antes de este estreno, Fontán regaló ejemplares de Elegía ...(un canto de Merlino a la muerte de su padre) junto con copias de su película, del mismo nombre. Una toma de posición ante la vida; un modo conmovedor de recuperar a su abuelo que ha muerto y que no ha muerto.
Fantasmas que juegan a las escondidas Representar no es otra cosa que renovar la mirada. Es reconstruir con lo que se tiene y con lo que no se tiene un espacio diferente, que visto desde una cámara (en este caso dos: una que registra lo que la otra filma) siempre resulta distinto pese a estar poblado por objetos inmóviles que no son otra cosa que la huella de algo que ya no está. Objetos que evocan presencias; que evocan fantasmas que se niegan a ser recordados. Pero es la memoria, la de los recuerdos pasados, aquella que se empecina en atraparlos y de esa forma revivirlos aunque más no sea en esa instancia efímera que puede durar un parpadeo o un abrir y cerrar de ojos. Elegía de abril es el nombre de un libro de un poeta, Salvador Merlino –abuelo de Gustavo Fontán- que durmió durante casi 50 años en un estante y por ese capricho de la memoria recupera identidad a partir de este nuevo opus del mismo nombre, un desafío cinematográfico que nos propone el realizador de El paisaje invisible. Como se decía anteriormente y siguiendo una línea conceptual, que ya aparecía tanto en El árbol y en La madre, la idea de la representación cinematográfica expone aquí sus dobleces en un relato de búsqueda en donde la poética del director suma elementos, como por ejemplo el de exponer el artificio del cine en un improvisado set de rodaje en la casa familiar donde vivió por más de 20 años, con actores reconocibles de la talla y prestigio de Lorenzo Quinteros y Adriana Aizemberg, que vienen a ocupar los roles que los verdaderos protagonistas, la madre del director y su tío, rechazan en medio del rodaje. No obstante, lejos de quedarse con la mímesis de los actores, lo que se convoca verdaderamente en este film es el disparador de los propios recuerdos y fantasmas a partir de un espacio donde la realidad se diluye; y la casa, atestada de objetos, deviene espacio lúdico en el que la cámara y sus presas se trenzan en la lucha entre lo oculto y lo revelado y el propio Fontán reflexiona a partir de las imágenes (meritorio trabajo de Diego Poleri en la fotografía) y fragmentos sobre los propios límites del registro y la enunciación de lo que ocurre. No importa tanto el nombre de Salvador Merlino o la casa familiar del barrio de Banfield más que como anécdota o pretexto narrativo. Lo verdaderamente trascendente en Elegía de abril –quizás el cierre de la que podría denominarse trilogía de Banfield si el director lo permite- es la voz de un poeta y la presencia de un gato negro de ojos inquisidores que nos mira como aquel de La orilla que se abisma en ese viaje mágico por el rio para confrontarnos con otro poeta como Juan L. Ortiz. La de Merlino es la voz de un poeta que nadie escucha pero que vive en el silencio de los objetos que la evocan como un busto sin ojos que le ganó la batalla al tiempo y a la muerte.
LOS FANTASMAS MATERIALES Fiel a su sistema estètico, el nuevo film de Fontán confirma el carácter solitario de un cineasta que no renuncia a seguir sus obsesiones y convertilas en planos cinematográficos “El cine es un arte de fantasmas, una batalla de espectros… Es el arte de facilitar que los fantasmas regresen”. La sentencia, extraña pero precisa, es de Jacques Derrida, el famoso filosófo de la deconstrucción. Así lo expresa en un film no lineal dirigido por Ken MacMullen, Ghost Dance (1983). Allí, Derrida se presenta como un fantasma, un ventrílocuo de otro mundo que habla a través de su cuerpo. Lo que dice el autor de El animal que luego estoy si(gui)endo se aplica a la perfección al último film de Gustavo Fontán. Un libro surge de las cenizas: guardado en un placard por más de 50 años, Elegía de abril, del poeta Salvador Merlino, libro póstumo de un género casi póstumo, el poético, que siempre parece estar destinado a la postergación y al anacronismo, es redescubierto cuando la hija del autor decide revivirlo; o más bien testifica sobre su existencia para que otros decidan, eventualmente, sobre su precario futuro. En efecto, María no sólo establece una herencia y una posta, y una cierta responsabilidad que su hijo y nieto habrán de aceptar. Ella también se ha cansado de ser objeto, más que sujeto, de la película. Su extenuación ontológica decreta una sustitución estética. ¿Cómo seguir con un film en pleno desarrollo en el que la protagonista decide darse a la fuga? Inclasificable e inestable, Elegía de abril muestra su autopoiesis. Lo que vemos, al menos, insinúa que Fontán está una vez más capturando pacientemente los avatares de un microcosmos familiar en el que él es parte de una tensión narrativa y existencial. Un libro deviene en una película, y en ese universo familiar el realizador entiende que se evoca un orden que excede lo doméstico: la memoria de su familia y la resistencia legítima por parte de su madre y su tío a reconstituir una existencia real y poética, la de Salvador Merlino, configuran un dilema universal. Puede ser que las memorias no sean exclusivamente placenteras. No se sabrá, aunque los dos testigos desean huir del objetivo de la cámara. La cámara caza recuerdos y el presente. Es un motivo recurrente: la captura de lo real, atrapar a los vivos y convertirlos luego en fantasmas materiales. Aquí no se trata, como en El árbol, de decidir sobre la suerte de una acacia. Lo que está en juego, en esta ocasión, es la misma existencia de una película. En otras palabras, Elegía de abril cuestiona, entre otras cosas, la voluntad arqueológica del cine, el imperativo del registro, o el reencuentro con lo que ya ha sido y que el poder de una cámara puede llegar a resucitar. En el inicio del film, la madre de Fontán anuncia su retiro en pleno rodaje, y su hermano sintoniza ostensiblemente con este deseo. El cineasta expone el problema y la solución. A los veinte minutos llegarán los reemplazos. El supuesto documental sobre el hallazgo literario deviene en una ficción. Lorenzo Quinteros será el tío, y Adriana Aizemberg será la madre del director. La película muestra la llegada de los actores y sin previo aviso tomarán los lugares de los dos protagonistas. Todo se repite o, en realidad, se yuxtaponen lo real y su representación, y, eventualmente, la trama avanzará hacia algún lado, venciendo el complot de sus personajes iniciales. En el cine reciente de Fontán puede divisarse una confrontación dialéctica entre una deriva narrativa (relato) y una poética del registro orientada a la experiencia perceptiva (contemplación). En La madre, un film que materializa a través de sus planos una depresión psicótica y un drama edípico, Fontán alcanza una nueva dimensión de su cine: su proclividad a la contemplación del tiempo se hilvana sensiblemente con un relato mínimo pero preciso. En Elegía de abril este desarrollo continúa y evoluciona en una dirección todavía más conflictiva. Diríase que el dilema ya no es solamente cómo inventar un modelo narrativo que no desestime ni traicione el ADN de su mirada, sino algo mucho más temible y caro para el director. La negativa de su madre a filmar y el doble registro desconcertante y arriesgado (la home movie, literalmente en manos de su hijo –una presencia poderosa en los dos últimos films–, evidencia una modalidad amateur en contraposición al virtuosismo formal característico de los camarógrafos de Fontán) son señales de que el sistema del realizador está en proceso de cambio. Es un pulso novedoso que late en el film; un espectador (o crítico) que desconozca las películas del director podrá creer que existe aquí una imperfección. Es cierto que no hay un equilibrio entra la desprolijidad de las imágenes del hijo oficiando como camarógrafo y la firmeza lúdica y lúcida de los característicos planos del director. Aquí, el montaje, la unión de una perspectiva de cámara con respecto a la otra perspectiva, no parece finamente articulado. ¿Es una debilidad del film? Posiblemente sí, aunque quizás exista en esa asimetría de composición un impulso destructor en el que se presiente otro orden de creación. Pero lo esencial pasa por otro lado: es el deseo de superar la familia como institución poética y Banfield como territorio simbólico. En Elegía de abril se inicia un viaje hacia otra parte. Es quizás demasiado temprano para saberlo. No se trata de la elegía del abuelo, sino de la elegía del propio realizador con su propia herencia sensible. Es por eso que Elegía de abril es un film de fantasmas. La casa es una entidad, una bóveda en donde el pasado reposa en los objetos, las paredes, las cortinas, las copas, los platos. El rigor del plano detalle constituye un idioma de los objetos. La única figura viviente fuera de esta prisión simbólica es el gato de la casa. En ese sentido, la casa hasta posee una sonoridad. Hay una música concreta y pretérita por la que suena más el pasado que el presente. El bellísimo plano en el que la abuela “falsa” de Fontán es observada tras el vidrio irregular de una puerta va tomando preponderancia. Lo real se despedaza, pierde su nitidez, y una ontología onírica, quizás suprasensible, desplaza la representación realista de un hogar cotidiano. Hacia el final, el film alcanzará instantes sublimes y fantasmales. Varios espectros femeninos imponen discretamente una textura difusa. Son apariciones, inexplicables y misteriosas, como los últimos planos, en los que una niña juega con su padre. En efecto, las últimas imágenes de Elegía de abril ya no parecen humanas. Es que Fontán va preparando esta epifanía de otro mundo, una intuición del paso a un territorio de donde nadie ha regresado para describirlo. Algunos movimientos veloces en zig-zag en donde las apariciones repentinas de su madre se confunden con las de la actriz que la ha reemplazado van enrareciendo el orden de lo visible y el mundo ordinario. Es un método, un tránsito de lo ordinario a lo extraordinario. ¿Alguna vez Fontán confrontará con la Historia? ¿Podrá su sensibilidad como cineasta traspasar el resguardo de la intimidad y lo doméstico? ¿Dejará Banfield y encontrará otro cosmos, más conflictivo, menos protegido por la austeridad casi monacal que destila su cine? Un gran cineasta como Sokurov filmó la muerte de una madre, pero también supo contar la secularización de una deidad japonesa. Los grandes cineastas se imponen desafíos. Fontán tiene un camino, pero su destino es felizmente incierto. Y es un gran cineasta, a pesar de que su cine todavía no ha sido reconocido del todo, y mucho menos visto.
Una casa hecha de recuerdos y fantasmas El autor de El árbol vuelve a trabajar sobre una experiencia personal que logra trascender ese límite para intentar una reflexión sobre la inexorabilidad del paso del tiempo. El cine de Gustavo Fontán siempre ha trabajado un registro íntimo en un sentido poético, más allá de si su inspiración es una reinterpretación de la obra de Juanele Ortiz, como sucedía en La orilla que se abisma (2008), o toma como excusa la exhumación del libro póstumo de su abuelo, Salvador Merlino (1903-1959), como sucede ahora en Elegía de abril. Esa intimidad esencial de los films de Fontán tiene a su vez un fuerte anclaje familiar, que aquí es casi aún más poderoso que en El árbol (2006), la primera entrega de una trilogía dedicada a la casa de Banfield donde nació el realizador y de la que esta nueva elegía dedicada al transcurso del tiempo es su segundo capítulo. La singularidad de la obra de Fontán radica precisamente en la operación por la cual aquello que pertenece al ámbito de su propia experiencia personal alcanza a transcender ese límite para intentar una reflexión sobre la inexorabilidad del paso del tiempo y sobre los ecos que el pasado sigue haciendo resonar sobre el presente. Es la mirada, el punto de vista de Fontán el que hace la diferencia, su capacidad para ver el detalle revelador y profundo allí donde otro director apenas vería la superficie de las cosas. Y las cosas, los objetos, la casa misma son determinantes en Elegía de abril, un film cargado de reminiscencias, empezando por esos libros que el abuelo de Fontán llegó a recoger de la imprenta, pero que nunca alcanzó a distribuir, porque pasó de un sueño a otro. “Tuvo la muerte de los santos”, recuerda Mary, su hija, la madre del realizador, que al comienzo del film parece que será la protagonista. Es ella quien intenta sacar a su hermano Carlos de la postración en que se encuentra, recluido en su cuarto, dedicado a sus recuerdos, “pagando viejas deudas de amor”, como él mismo dice. Es ella quien autoriza a sacar los libros de Merlino del armario donde estuvieron recluidos durante cincuenta años, para que vuelvan a respirar fuera de su mortaja de papel madera e hilo sisal. Pero el esfuerzo parece demasiado y de pronto la señora Mary dice: “Ya no actúo más, me cansé”. Allí Fontán da cuenta de su desconcierto, del quiebre que produce esa determinación en la película, desnudando el artificio del cine. Los planos, que hasta ese momento eran cerrados, se abren y se ve al sonidista con su “jirafa” y al propio director, repartiendo entre su equipo los libros de su abuelo, como si con ese gesto diera por terminado el film que acababa de iniciar. ¿Verdad o artificio? Poco importa en un film que se ocupa de borrar las fronteras entre documental y ficción. Ante el renunciamiento de su madre, no tardarán en llegar dos actores a la vieja casa de Banfield. Adriana Aizenberg y Lorenzo Quinteros tocan a la puerta, saludan a Mary y a Carlos y asumen sus personajes, sus manías, sus tics. Se diría incluso que sus recuerdos. Hay una suerte de ejercicio de memoria emotiva en sus improvisaciones a la vista. Es evidente un espíritu lúdico en ese juego en el que personas y personajes comparten un mismo plano. En un film que asume esos riesgos, no se puede pedir homogeneidad. Hay momentos que funcionan mejor que otros. La textura de la cámara profesional compite con la camarita digital que opera el hijo de Fontán y no siempre queda claro por qué la edición elige uno u otro registro. Hay tiempos muertos que se cargan de significados y otros que pesan quizá más de lo que deberían. Pero hay una secuencia, cerca del final, que le da al film su verdadero carácter fantasmagórico, una puesta en abismo en la que los actores parecen perseguir por los pasillos y por las habitaciones de la casa los cuerpos de aquellos de quienes tienen que apropiarse, aquellos a quienes tienen que “encarnar”. Mientras, se sigue escuchando, imperturbable, la tenue, solitaria campana de un reloj carrillón, que clava sus horas como agujas en la conciencia.
Por la memoria familiar A través de su particular estética, Gustavo Fontán continúa explorando su pasado familiar, buceando en sus raíces para revelar secretos, objetos escondidos, pasados ocultos. En El árbol –su mejor film– fusionaba las presencias y ausencias de sus padres junto la naturaleza, donde una gota de agua cayendo sobre una acacia cobraba protagonismo. En Elegía de abril es el turno del abuelo escritor que dejará sin publicar su último libro al momento de su muerte. Medio siglo después, sus veteranos hijos y parte de la familia (entre ellos, el director) rescatan ese texto inédito del poeta. Pero la apuesta de Fontán, en este caso, no se queda en el registro del documental cotidiano, en la cámara que explora los rincones de la casa a la búsqueda de esas páginas inéditas. A los 20 minutos de la breve duración de Elegía de abril, el verismo documental se cruza con la reconstrucción ficcional, con las apariciones de Adriana Aizenberg y Lorenzo Quinteros, quienes encarnarán a los personajes centrales de la historia familiar. Mientras la casa y sus mínimos rincones es mostrada a través de colores ocres y naranjas con una puesta de cámara que, en varias ocasiones, incomoda por la gratuidad de sus movimientos, Fontán combina documental y ficción con resultados desparejos. Frente a un prólogo verista y que se relaciona con anteriores trabajos del director, la ficcionalización de la historia, la dramatización del mínimo conflicto y la forzada reiteración de pequeños climas que se establecen entre la pareja actoral protagonista, estrangulan las pretensiones iniciales del film. El secreto, en ese punto, se revela demasiado pronto.
Magia y pérdida. El proyecto del director Gustavo Fontán parece ser enorme, imposible. Filmar lo infilmable, eso que a cada rato se escapa: la memoria y el tiempo, las huellas secretas de aquello que, a falta de un nombre mejor, denominamos realidad; el sentimiento de pérdida y el modo implacable en el que sus señas permanecen sobre el mundo, como signos caligráficos cuya repentina visibilidad se adquiere a fuerza de mirar tenazmente a nuestro alrededor. Es que, en verdad, el cine de Fontán podría estar sostenido en la premisa de que el cineasta no sabe prácticamente nada de antemano. No tiene pertrechos suficientes ni una guía confiable, apenas lo asisten la intuición y la voluntad. Claro que con eso no se hace una “película” cualquiera, mucho menos una “peli”: más bien se hace otra cosa, de una calidad diferente. Un cine hecho en condiciones semejantes produce algo distinto, se aventura por los mismos senderos donde desfilan los fantasmas, que tienen semblantes difusos, proverbialmente elusivos. ¿La casa que vemos en Elegía de Abril es la misma que vimos en La madre? En todo caso, el chico es el mismo: Federico, el hijo de Fontán. Como si enhebrara un código de sangre, el director permite que la biografía y el sueño establezcan de una vez y para siempre una alianza de implicancias todavía por descubrirse. Elegía de Abril es un canto en estado de vigilia que no reniega de la pulsión incomprensible y arrebatada del sueño ni toma, sin más, lo pedestre y cotidiano como único reaseguro de un orden verdadero y perdurable. Por el contrario, este cine prefiere adentrarse sin red en lo desconocido, confrontar con su material para fundirse inesperadamente en él; para encontrarse, de golpe, con que no se sabe qué hacer, cómo seguir adelante. Como en el momento en el que la mujer que asiste al hallazgo de las cajas donde yacen unos libros intocados, salidos de la imprenta y olvidados desde hace cincuenta años, y cuyo autor es nada menos que su padre, se niega a seguir siendo filmada: “No quiero actuar más. Me cansé”, dice. Una vez más, el cine del director se torna una madeja de consistencia delicada ante la cual la percepción parpadea, incapaz de darse una tregua en la que el deslumbramiento ceda el paso a una comprensión cabalmente racional de lo que vemos. Elegía de Abril replica el nombre que da título al libro encontrado y se convierte, con un movimiento terminante, en rotunda continuación de la poesía por otros medios. Aunque tiene en su centro el vacío de una pérdida, Elegía de Abril es melancólica de un modo extraño, apenas perceptible. El desdoblamiento de personajes reales y actores produce un vuelco definitivo que establece el modo en el que el cine puede acercarse al mundo: encarnándolo, poniéndole una cara y una voz. Pero lo mejor del caso es que ese mundo al que se intenta domesticar con la representación no termina nunca de desvanecerse. En cambio, persiste como síntoma y advertencia: el cine sólo se acerca al mundo, hace fintas con su propia sombra, como mucho se repliega sobre sí mismo para apechugar el sinsabor de una derrota largamente presentida. En el cine de Fontán son esas presencias las que más cuentan. Las que se conjuran y hacen magia. Las que le comunican, no al suyo sino a todo el cine, que aquello que se agita y gira a nuestro alrededor es opaco y en última instancia inaprensible. Como en el mejor cine, la falta de certezas deberá ser un alimento. Una clase de combustible difícil de conseguir, un estallido de júbilo cocido en el silencio y la sombra que ponga la mirada siempre en marcha, que la afile, que extraiga el aliento provisorio con el que seguir buscando.
Se dice que ninguna persona muere del todo si permanece en el recuerdo de quienes fueron sus seres queridos o en la memoria colectiva. El poeta Salvador Merlino murió cuando su libro “Elegía de abril” estaba en proceso de impresión. Cuando los ejemplares estuvieron terminados su familia los guardó en el estante más alto de un placard y allí permanecieron durante cincuenta años. El nieto de Merlino, el cineasta Gustavo Fontán (“El árbol”, 2006 – “La orilla que se abisma”, 2008 – “La madre”, 2009) tomó como punta de la trama argumental de la obra que se comenta el momento en que los hijos del escritor, María y Carlos, deciden retirar los libros del lugar en que estuvieron guardados durante medio siglo. Las situaciones que se ven en pantalla son las habituales en estos casos: ideas y venidas, pequeñas discusiones en la forma de realizar la tarea, indecisiones, cambios de determinaciones, pedidos de ayuda (en este caso a Federico Fontán, bisnieto del poeta) y la pequeñísima parte con un rasgo de ficción está dada cuando los actores Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros llegan a la vivienda (usada como locación) para interpretar a “Elegía de abril”. Gustavo Fontán vuelve a desarrollar una trama con un punto de partida (la decisión de bajar los paquetes de libros) y nada más, en la que da la sensación (y quizá sea lo que sucedió) que aprovechó toda situación surgida espontáneamente entre María y Carlos Merlino para transformarlas en escenas que, sin embargo, tienen continuidad. Esta forma de trabajar le imprime un carácter de improvisación actoral a todo el desarrollo del guión, incluidos los trabajos de Aizemberg y Quinteros. El realizador se preocupa mucho más por “recitar” que por “contar” mediante puestas en pantalla con una estética que sin dejar de ser “caseras” resultan sumamente atractivas. Colores que inducen a la nostalgia prevalecen en todos los ámbitos escénicos, los que parecen que no fueron armados sino buscados para el rodaje. Todo lo que pasa en pantalla, pasa todos los días entre personas que toman determinaciones parecidas a las de los personajes (que no son tales) de esta historia (que es una historia real), pero para el espectador puede resultar como algo que le sucede a otros y que despierta en él poco interés. La obra es la segunda de la trilogía “de la casa”. La anterior “El árbol” también tenía un punto de partida referencial (un conflicto) y las situaciones giraban alrededor del mismo sin subtramas ni historias paralelas. Gustavo Fontán revivió el recuerdo de su abuelo, pero lo hizo con tan poca historia que sería interesante saber si el espectador conserva ese recuerdo más allá de la puerta de la sala de proyección.
Para que quede claro desde un principio hacia dónde apunta este comentario, debo decir que me gusta el cine experimental. Incluso, diría, me gusta la experimentación que se esta haciendo en Argentina, sobre todo en cortometraje, reconociendo en este sentido que existe una cierta tradición que la avala, no en cantidad, pero sí en calidad. Elegía de abril, la última película de Gustavo Fontan (El árbol, La orilla que se abisma) no es cortometraje, dura 62 minutos, es un largo corto diríamos. Aclaro también que vi Elegía de abril en el cine Gaumont, unos quince días después de estrenada, un viernes por la noche. Que la sala estaba con bastantes más espectadores de lo esperado, público de viernes a la noche. Sala, que sabemos es la “km 0” del cine argentino. Elegía de abril experimenta sobre varias cuestiones: primero y principal la memoria familiar, un abuelo ausente, varios abuelos en escena puestos a recordar su padre muerto; luego experimenta sobre la manera de hacer una película; el detrás de la escena que gira semánticamente hacia los modos de hacer, incluida la idea que enfrenta a la persona real con el actor que la interpreta (Lorenzo Quinteros y Adriana Aizemberg); en tercer lugar la película de Fontan experimenta sobre las imágenes como sistema de operatoria poética. Sé perfectamente que hay ciertas percepciones para las que hay que estar dispuesto. Y que no hay películas en las que no puede uno zambullirse racionalmente porque va por mal camino. Las imágenes inconexas o antinarrativas, ciertos objetos puestos en abstracto, por ejemplo, asociadas solamente en su voluntad poética. Un gato parado en la puerta de la casa durante unos minutos, y una cortina que se mueve y devela (o cubre mejor dicho) objetos de esa casa llena de cosas antiguas. Los planos son fotográficos porque describen. Pero lo que describen es un tiempo interno: donde lo real se confunde con lo ficcional. ¿Qué puede tener de interesante un nieto bajando del placard paquetes de libros envueltos en papel madera, atentamente observado por su abuela? O un abuelo diciendo “ni loco tomo ese té de yuyos”. El improvisado camarógrafo insiste en que vuelva a decir esa frase pero en pasado. Salvador Merlino, el abuelo real del director de esta película, poeta olvidado, como muchos otros, es homenajeado en esta Elegía que toma el título de su libro póstumo "Elegía de abril". Y que recuerda, sí o sí, en mucho a las Elegías de Sokurov. Madres, hijos, padres, nietos, una cámara que a modo de continuun sigue a sus criaturas por esa casa laberíntica y vieja, como el tiempo. El otro día me escuché diciendo que experimentar no es lo mismo que ejercitar, y lo que dibujé intuitivamente en ese momento, viendo la pelicula de Fontan tiene ahora algún sentido: el ejercicio es probar y equivocarse y volver a probar, el experimento es fijar una rareza, darle sentido simbólico, poetizar voluntariamente. Lo bueno de la película de Fontán viene después de verla y de pensarla: el pasado es también en todo caso esa rareza que hay que detener. El público del Gaumont salió muy enojado, eso sí.
Con creatividad y sensibilidad, el cineasta Gustavo Fontán presenta a través de Elegía en Abril una historia autobiográfica que gira alrededor de su abuelo poeta y la suerte de un libro póstumo que no alcanzó a ser distribuido. Nunca mejor dicho que una película combina documental y ficción como ésta, cuyo título cita el del libro de ese hombre llamado Salvador Merlino, punto de partida de un bello ejercicio cinematográfico. El director propone una experiencia singular para narrar esa situación que arranca con la búsqueda de unos olvidados envoltorios en lo alto de un placard, “reemplazar” a quienes hacían esa tarea –sus propios padres- con los actores Lorenzo Quinteros y Adriana Aizenberg, que ocuparán sus lugares para desarrollar dramáticamente vivencias que tienen que ver con una íntima reconstrucción de la memoria. Como un ensayo puesto a la vista de un trabajo por editar que en realidad ya está –y muy bien- hecho, el film va desenvolviendo, al igual que esos polvorientos paquetes que guardaban ejemplares poéticos, una trama llena de sentimientos, evocaciones y pequeños tributos. Salpicada visualmente con apuntes sensoriales, estéticos y emocionales, Elegía de abril parece ser el mejor trabajo de Fontán, luego de su algo antojadiza La madre. El sustancioso aporte interpretativo de Quinteros, Aizenberg y el joven Federico Fontán redondean una breve pero entrañable joya.
Ensayo sobre la melancolía Después del documental Marechal o la batalla de los ángeles (2001) y la historia de ficción Donde cae el sol (2002, protagonizada por Alfonso De Grazia), el director Gustavo Fontán (Banfield, 1960) parece haber emprendido una búsqueda ansiosa por alcanzar con su cine cierto fulgor poético, apresando fugacidades y ligerezas sólo perceptibles cuando se rastrean las cosas que nos rodean con sensibilidad. Esa finalidad lo ha llevado a aproximarse a la obra de Juan L. Ortiz excluyendo casi por completo las palabras escritas por el poeta entrerriano (La orilla que se abisma) y a bosquejar ensayos audiovisuales en los que reúne circunstancias familiares con devaneos plásticos (El árbol, La madre). A esta línea corresponde su último film, en el que, nuevamente, personas de su entorno familiar son introducidas en un vagabundeo narrativo que tiene mucho de contemplación y de seguimiento de instantes y detalles. En Elegía de abril, el hijo, la madre y un tío de Fontán (incluso él mismo, en una escena) aparecen en pantalla, rescatando del olvido unos libros de poemas que el abuelo, Salvador Merlino, había escrito y publicado antes de morir. Cuando la mujer se niega a seguir participando del rodaje, el director decide convocar a Adriana Aizemberg y Lorenzo Quinteros para que representen a sus parientes, cambio que aparece expuesto ante el espectador. El inquietante encuentro entre personas y personajes es uno de los encantos del film. Hasta una conversación trivial, que otro realizador no hubiera dudado en quitar, como la que mantiene Aizemberg con la madre del director, participa de esa ambigüedad: mientras esta última parece desconocer a Aizemberg, la actriz asegura conocer a la anciana de haberla visto en cine… Aunque todo gira en torno a un libro, casi no hay lectura de textos en voz alta ni planos detalle de su tapa, sus hojas o ilustraciones. Lo que le interesa a Fontán es el conjunto de sensaciones que provoca rescatar esa obra del olvido, desde el momento en que los ejemplares son sacados de viejas cajas hasta que comienza a discutirse qué hacer con ese material tantos años guardado: ¿deshacerse de él, entregárselo a alguien, salvarlo del anonimato? Al ser el fallecimiento de los padres el tema del libro, el film dispara, también, disquisiciones sobre la muerte y el paso del tiempo. Hay en Elegía de abril un delicado registro de lo cotidiano, que incluye la melancolía. La casa por donde se pasean las cámaras –tal vez habría que decir las miradas– del director y de su hijo adolescente, trasunta verdad: jardines, ventanas, cortinas, muebles, fotografías, platos, nada luce flamante sino que parece haber sido vivido, como si cada uno de esos objetos acumulara también recuerdos. Las búsquedas de Fontán lo llevan a emplear distintos recursos: algunos resultan cómodos (como las imágenes de la cámara digital de Federico, el hijo, en movimiento, o persiguiendo a las personas que no quieren dejarse filmar) o se acercan a ejercicios de improvisación teatral; otros, en cambio, permiten que el director consiga climas sugestivos, como la atención dispensada a un gato como testigo misterioso, o el trabajo con el sonido en off y la irrupción, al pasar, de confesiones conmovedoras, reales (el tío hablando de un viejo amor) y ficticias (Aizemberg suspirando por el paso del tiempo). Todo es tenue, serenamente impreciso en Elegía de abril, hasta llegar a un tramo final con una intención experimental más marcada. En esos últimos minutos, el film es asaltado por imágenes diversas, gráciles y pálidas, como recortes de recuerdos infantiles y fantasmas saliendo precipitadamente a la luz.