Cuando hay problemas en el guión es muy difícil remontar con la fotografía, es más, se vuelve errática, intentando buscar algo que no hay. Si no queda claro de qué la va, de pronto se te ocurre hacer una que otra buena imagen fuera de la trama que el espectador con cierta esperanza cree que dice algo más, pero no, sólo es eso. No hay siquiera un poco de respeto por el espectador cuando se pretende remontar un relato con esas pequeñas luces. La protagonista no cae bien porque no hay nada siquiera valioso en lo que dice. No tiene ninguna luz. Nada es una fábula como parece pretender el título, no enmascara nada al espectador que sólo ve una pintura natural de poco color, no realista, incoherente. No existe intención alguna. Su depresión la ciega en continuar algo y llega tarde siempre, además se arrepiente. No tiene fuerza en sus piernas, como no tiene convicción en sus palabras, nada le crees a este personaje lavado, sin construcción, sólo una descripción pequeña de un media carilla donde se lee: su marido falleció en un accidente de coche, pero no me prestaba atención. ¿Cómo es posible que una protagonista no encuentre iniciativa o le dure tan poco el impulso? Es por eso que se le escapan las cosas, es una espectadora más. Sus conflictos lo único que le hacen es remarcar sus limitaciones y ni siquiera atina a enfrentarlas, abre el capó y que salga el humo, deja que la hoja se la lleve el río como si ello quisiera decir que se le va el ego, es muy enclenque. No hay admiración acá. Sólo un “cholulismo” mediocre de los personajes que la rodean. Ninguna acción es sostenida. Es desilusionante que nadie de quienes estuvieron involucrados en este relato tenga dos dedos de frente para leer el guión ni siquiera en montaje. Como si justamente eso no fuera lo más importante. Así estamos, todo el mundo que escribe algo, cree que tiene un guión, cero respeto por el arte del guionista. De pronto el cine argentino demuestra algo con coraje, otras veces no; después nos quejamos. Que quede claro, dejemos de improvisar, para eso existen otros lugares.
Julia (48), ex actriz y su hija Emma (12) se instalan en una casona en un pueblo de Córdoba, Argentina. Es invierno y Julia debe arreglar la casa para venderla. Ha pasado el tiempo desde la muerte de su esposo y el padre de Emma, pero todavía viven el duelo. La tristeza ha hecho a Julia callada y distante con su hija. Una noche, Julia se encuentra con Gaspar, un amigo de toda la vida. Junto con Emma, ambos encuentran una manera de reconstruir sus vidas comenzando un proyecto incierto de un nuevo tipo de familia. Con esta interesante trama llegará el próximo 29 de noviembre a las salas de Buenos Aíres, este filme argentino que demuestra el linaje que ha ido proyectando el cine de este país en los últimos tiempos .Un filme escrito y dirigido por la cordobesa Inés María Barrionuevo y protagonizado por Umbra Colombo en el personaje de Julia. Considero que esta película es una joya visualmente hablando. Es una película “pretenciosa”, sin llegar a ser peyorativo, por su cuidado estético. Es un filme que es sumamente prolijo en sus encuadres, cinematografía, vestuario, maquillaje, composición escénica, planimetría y puesta en escena. Nada está fortuito, todo está milimétricamente bien cuidado. Se nota y realza el gusto exquisito de la directora y su empatía por lo bello y elegante. Todo esto hace que el filme no sea espontáneo si no que resalta sobremaneramente la dirección, cuestión que lo digo sin ánimos de ser negativo, debo confesar que soy amante de la belleza en una composición escénica como la que está presente en esta película. Es un filme de ritmo lento que te va atrapando sin darte cuenta, sin estar consciente, de un momento a otro estás sumergido en su trama. Las actuaciones son de buena calidad. Colombo en el personaje de Julia está de muy buen nivel. La música y su banda sonora también tienen sus méritos. Es un filme que recomiendo si eres amante del cine de calidad, a pesar de no ser comercial. Confieso que no entiendo el nombre de la película y su vínculo con el zorro debido a que en el filme mismo no se establece una relación emocional contundente de este animal con Julia. Más se evidencia a pesar de no ser presencial, un nexo con el personaje de Emma, hija de Julia en la película.
Más allá de si la intención es entretener, dejar un mensaje o hablar de la naturaleza humana, una narración debe cumplir con dos requisitos fundamentales: una sólida estructura y un profundo desarrollo de personajes. Sin embargo, hay algunas propuestas que eligen darle más prioridad a uno que a otro. El riesgo que se corre es que uno se coma al otro. Ese parece ser el caso de Julia y el Zorro. Carácter y Personaje Julia es una actriz que recientemente ha enviudado y junto con su hija viajan a Córdoba para vender la casa de campo que era propiedad de dicho marido. Esta estadía temporal se alarga más de lo necesario, y Julia se pondrá en contacto con antiguos amigos de su profesión, al igual que deberá enfrentar la creciente adolescencia de su hija. Julia y el Zorro es una de esas películas que, cuando terminan, sentís que conoces en tanta profundidad a un personaje que parece que lo conociste en persona y no en la pantalla de una sala. Las virtudes, los defectos, la alegría, la tristeza, el metraje no deja piedra sin voltear ni arista sin explorar de la complejidad de su protagonista. Pero por loable y logrado que sea ese deseo de explorar un carácter, no se puede evitar señalar que la película no anda por un rumbo narrativo claro. Esa carencia es lo que contribuye a que el ritmo sea denso por momentos. En materia visual Julia y el Zorrogoza de una rica fotografía y dirección de arte, con una marcada intención de que el escenario donde transcurre todo sea un personaje más de la película. En materia actoral, Umbra Colombose devora cada escena con su interpretación. Lo que era de por sí un personaje con una variedad de recursos con los que cualquier actor podría hacer un sólido despliegue de talento, se vuelve un ser humano completo de la mano de la enorme vida interior que le sabe insuflar la actriz.
Julia (Umbra Colombo) y su hija Emma (Victoria Sabina Castelo) llegan a las sierras cordobesas en invierno, meses después de la muerte del padre de la niña. Desde el principio se palpita una relación distante entre ellas. No por displicencia de la menor, quien está entrando en la adolescencia, sino por la apatía constante de la madre. Ambas deben acomodarse en su nueva realidad; se nota que no saben estar a solas. Pronto aparece Gaspar (Pablo Limarzi), colega de Julia, quien asume con el tiempo el don de la maternidad del cual ella carece. Están allí para vender la casa de veraneo que en su tiempo de desuso fue vandalizada. Julia quiere desprenderse de la propiedad, Emma conservarla, pero con su corta edad su opinión no tendrá valor. En el transcurso de la historia las cosas se darán de forma diferente, aunque no porque Julia cambie su actitud y escuche a su hija o se haga cargo del rol de madre del que se desentiende desde el principio. La película posee una postura clara en lo que intenta mostrar y no va a caer en ningún facilismo o entramado de guión que cambie de forma mágica esta situación, sino que hasta su desenlace va a mantener el planteo inicial. Estamos ante una historia que no tiene, salvo en su devenir, algo concreto para contar, pero sí mucho por poner a prueba. En la nueva obra de Inés María Barrionuevo, directora de la notable Atlantis, nada resulta forzado sino que todo se va dando de forma natural, poniendo en evidencia que ser madre no es una categoría única e irreemplazable como nos hicieron creer a través del mandato social imperante. Julia y el Zorro habla en presente, ya que del pasado poco sabremos, y no intenta construir un futuro sino vislumbrar cómo se puede continuar ante la necesidad de construirse de nuevo. A la vez, su premisa gira en torno a la deconstrucción de la maternidad en cuanto institución. Hay ciertas pistas en las que deducimos cómo Julia forjó su personalidad: ella habla de su niñez, cuenta que mantenía relaciones afectivas con objetos o plantas más que con seres humanos, alude a lo estricto de sus propios padres. Así compuso una visión de las cosas ascética, carente de política, inmersa más en la frivolidad y en su carrera como bailarina y actriz que en generar vínculos reales con los que la rodean. Se la muestra viviendo el momento a través de la espontaneidad de sus actos. Hay momentos destacados en los que baila y actúa (donde Umbra Colombo brilla), y ahí es cuando emerge un ser pasional, demostrando que sus sentimientos los expone solo a través de su profesión. Con esto Barrionuevo hace hincapié en la necesidad de comprender la postura de Julia, que no es una villana -aunque por momentos parece comportarse como tal- sino una mujer que, como repite varias veces, ya no es joven y quiere vivir otra vida diferente de aquella a la que parece tener que estar obligada por ser madre. ¿Cómo crear lazos donde estos no existen? Acá la gran lección de El Principito no tiene validez: por más zorro que se le aparezca, Julia no quiere ni querrá domesticar a nadie, aunque en algún momento parece tentarse alimentando al animal. Es como si el espíritu de su esposo le indicara que tiene que seguir las reglas que impone la sociedad, como probablemente él haya hecho en vida. Ella siempre va a evadirse, ligada al hastío existencial más que a las relaciones humanas. Con planos siempre a corta distancia (por lo general medios) y movimientos sigilosos, la puesta en escena hace énfasis en la intimidad de los personajes desde sus gestos e impulsos. La fotografía a cargo de Ezequiel Salinas genera el clima con tonos verdes, ocres, también virado al azul por momentos, creando un ambiente enrarecido, nebuloso, que compone la sensación introspectiva y distante que la acción demanda. Da satisfacción adentrarse en una historia que se anima a mostrar una situación extraordinaria, inusual, con el fin de poner a prueba los modelos. Da placer que ello sea a través de tan bellas imágenes.
La viuda sin rumbo ¿Cómo conviven la maternidad con la viudez?, ¿cómo se separa un sentimiento de pérdida con otro de enojo?, esos disparadores temáticos movilizaron seguramente a la realizadora Inés María Barrionuevo para construir el universo de su opus Julia y el zorro. Una madre y su pequeña hija llegan a una casa que pertenecía al padre y pareja de ella para venderla tras un accidente que no sólo fue trágico para la protagonista sino que dejó secuelas físicas más allá de las heridas del corazón. En ese umbral de emociones y contradicciones, la convivencia de Julia con su pequeña hija no es demasiado buena y por momentos se vuelve conflictiva. Inés María Barrionuevo transita con solvencia este drama intimista y apuesta a los climas y las atmósferas, que van de la soledad a la paulatina entrega a los brazos de la ira y el dolor cuando no se sabe hacia dónde despegar a pesar de un entorno que estimula o el regreso de viejos amigos y recuerdos de otras épocas. Umbra Colombo construye un personaje intenso y rico en aristas emocionales, capaz de generarnos empatía por sus dolores y su angustia, aunque a veces existan actitudes que generan todo lo contrario y el equilibrio emocional penda de un hilo.
“Julia y el zorro” es un largometraje de la directora Inés María Barrionuevo, quien también estuvo a cargo del guión. Es el segundo film que realiza, luego del corto “La quietud” (2012) y su bien recibida ópera prima “Atlántida” (2014). Está protagonizada por Umbra Colombo en el rol titular, con papeles secundarios interpretados por Pablo Limarzi y Victoria Castelo Arzubialde. La historia transcurre en un pueblito cordobés. La imagen que inaugura el relato es la de una mujer y un zorro, en la noche de las sierras cordobesas. La mujer es Julia, quien vive en una casona descuidada, con su hija Emma (Castelo Arzubialde), luchando por sobreponerse a la muerte de su marido, si bien no se trata de un suceso reciente. Al tiempo que se intenta poner la casa en condiciones para ser vendida, Julia se vuelve a conectar con Gaspar (Limarzi), un amigo de años antes y actor que busca convencerla de participar en un concurso de teatro, una vieja pasión de ella. La película tiene diversas aristas y raíces de conflicto, siempre con el eje en el personaje de Julia; está presente su duelo al que enfrenta alternando excesos y períodos de apatía por su entorno, su difícil relación con Emma, a quien en un momento admite “no reconocer”, su frustrado acercamiento con Gaspar, quien ya cuenta con una pareja – otro hombre. Estas escenas están atravesadas por una singular elección de fotografía (a cargo de Ezequiel Salinas), en donde las luces muestran a la protagonista en esos conflictos, mientras las escenas más oscuras la reflejan – irónicamente – sola, pero cómoda, hasta se podría decir “libre”. Hacia el final de la trama se nos presenta un cuento, el de un zorro que es adoptado por el hombre-bala de un circo. Remitiendo a aquel Zorro domesticado por el Principito de Antoine de Saint-Exupéry, donde se hace referencia al riesgo del amor como forma de salir lastimado, a encontrar la felicidad a cambio de rescindir la independencia, probablemente para siempre. Se infiere de esto que ese cuento es en cierta forma lo que vive Julia en el día a día – y de hecho se muestra su vida como siendo vivida un día a la vez – tras la muerte de su marido, criando a una hija con la cual la relación sólo parece ponerse más difícil con el paso del tiempo. Para bien o para mal, la decisión de si ella se siente Zorro u Hombre Bala se deja a la interpretación del espectador. Sin embargo, y esto lamentablemente, ese y todos los demás momentos de conflicto van pasando uno tras otro como no mucho más que eso, momentos anecdóticos que no terminan de cuajar entre sí del todo. Parafraseando una nota de la directora, “Julia y el zorro” se desenvuelve como una fábula distinta de las clásicas, sin una moraleja. Quedará a elección o capacidad de cada espectador, entonces, asignarle o no lección final.
Atentos a la nueva película de Inés María Barrionuevo, un viaje a los nuevos roles maternos a partir del desarrollo del vínculo entre una actriz y su hija ante la pérdida del ser querido. Al igual que en Atlántida la directora pisa firme en aquellos senderos que conoce, deslumbrando al espectador con escenarios naturales y la transmisión de sensaciones en el regreso de Umbra Colombo.
Ambos tres Una historia sobre el dolor y la redención es la propuesta de Inés María Barrionuevo (Atlántida, 2014) en Julia y el zorro (2018), un relato sobre las perdidas y las tensiones familiares interpretado por una extraordinaria Umbra Colombo. Julia, una actriz con aires de diva, y Emma, la hija de doce años, más infantil que pre-adolescente, regresan a la que alguna vez fuera la casona que habitaban tras la muerte del marido y padre. La casa está abandonada y alguien se robó la heladera. En el garaje hay un auto destartaladoque, junto a la pierna rota de Julia, hace suponer que hubo un accidente fatal. La relación entre madre e hija se nota tensa, pero a medida que los minutos avanzan esa tirantez inicial se vuelve casi una batalla campal entre una madre despreocupada y una hija que busca un poco de atención. Cuando Gaspar, un amigo de toda la vida entra en escena, se vislumbra una solución, pero no la que se espera. El zorro al que se refiere el título es el protagonista de ambas historias, el de la madre y el de la hija, y es que Julia y el zorro está plagada de metáforas que la conectan con cierto instinto animal de relaciones ambiguas que se complementan con geniales pasajes oníricos, acompañados solo del cuerpo de Umbra Colombo, en un personaje hecho a su medida, con un rubio platinado y actitudes que la asemejan a una modelo de Dolce & Gabbana. Barrionuevo trabaja los vínculos familiares rotos y el duelo a través de la autodestrucción de sus personajes y eso vuelve a Julia y el zorro una película oscura, por momentos incómoda, con personajes apáticos que en ningún momento buscan conquistar al espectador ni al entorno que los rodea. Tratan de distanciarse de cualquier empatía que pueda surgir evitando actos de (auto)complacencia. Filmada con una sensibilidad extrema, un magistral tratamiento sonoro y narrada de manera fragmentada, compuesta por escenas que parecen no tener relación entre sí, con momentos que rozan el artificio en busca de un paralelismo con la profesión de la protagonista, Julia y el zorro asume riesgos que la vuelven valiosa en su manera de contar una historia plagada de atmósferas y climas densos que, contrariamente a lo que se puede presumir, nunca cae en la demagogia ni la sensiblería. Sino todo lo contrario.
Una mujer bellísima, de cabellera platinada a lo Hollywood, en un pueblo, Unquillo, que llega a una casona de vacaciones que le pertenece, que ha sido vandalizada. Está con su hija preadolescente y una tristeza que se palpa. Las dos transitan un duelo que parece interminable, perdieron en un accidente al hombre de la familia. Entre esta mujer de melancólica quietud y su niña parece haber poco vínculo. Las rodea la soledad y el desamparo. Y para la directora Inés María Barrionuevo ese tiempo de dolores, ese atascamiento de emociones tendrá un bellísimo clima de fábula, oscuridad, colores otoñales, impulsos apenas atendidos, explosiones de humor, pero por sobre todo una quietud de pena infinita, de muy difícil solución en un futuro incierto. Apenas algunos atisbos de un poco de afecto, de recomposición leve, una cicatriz entre tanta herida, quizás el embrión de una nueva familia no convencional. La protagonista una magnética Umbra Colombo, que magnetiza con su imagen y su cuerpo de bailarina, más que por su composición del personaje. A su lado se luce la expresiva Victoria Colombo Arzubialde como su joven hija.
Julia (Umbra Colombo) y Emma (Victoria Castelo Arzubialde), su hija de 12 años, se instalan en una casona en la zona de Unquillo. Pero, aunque el ambiente en primera instancia pueda parecer idílico, las circunstancias claramente no lo son. Si bien ya ha pasado un tiempo prudencial desde la muerte del marido de Julia y padre de Emma, el duelo (el dolor) no tiene fecha de vencimiento. Para colmo, el lugar ha sido vandalizado en su ausencia: ni la heladera han dejado quienes irrumpieron en el lugar. Mientras intentan ordenar el lugar luego de los destrozos y acomodarse como pueden (la idea parece ser vender la propiedad), se empieza a percibir una fuerte tensión entre madre e hija. Es la adulta quien parece no tener paciencia ni mucho menos amor para dar en ese momento a una menor que, lógicamente, tiene reclamos y reproches para hacer. La precariedad de la existencia, la época invernal y la soledad no hacen más que amplificar la veta melancólica y por momentos desoladora de la historia. En este sentido, la directora de la formidable Atlántida no cede a las tentaciones facilistas y, con un rigor extremo, sostiene el planteo inicial al punto en que por momentos resulta difícil empatizar con los personajes, sobre todo con el de Julia, una mujer de pelo platinado con pasado como actriz. La película empieza a dar un giro cuando Julia se reencuentra con Gaspar (Pablo Limarzi), un viejo amigo y colega que intenta convencerla de que retome de alguna manera su actividad artística. ¿Habrá espacio para reconstituirse, reconstruirse y comenzar de nuevo como una familia ensamblada? Árida, áspera, ríspida, dueña de una extraña belleza en medio de la tristeza desgarradora, Julia y el zorro es una película que genera sensaciones encontradas, contradictorias. Un cine de climas, de estados de ánimo, construido con paciencia y determinación. Con sensibilidad, sí, pero jamás de forma complaciente ni espíritu demagógico.
Una fábula que prescinde de moraleja La directora de Atlántida se interna en la difícil relación de una madre y su hija, inmersas en una situación de duelo. En Atlántida (2014), primer largometraje de la realizadora cordobesa Inés María Barrionuevo, el hastío de un día de verano circunscribía a una de sus protagonistas, una adolescente con una pierna completamente enyesada, a los confines delimitados por las habitaciones y pasillos de su casa. En Julia y el zorro –que viene de presentarse en los festivales de San Sebastián y Mar del Plata–, otra vivienda, también del interior de la provincia de Córdoba, se transforma en el epicentro geográfico y, a su vez, el sismógrafo de las emociones de los personajes. A pesar de ello, se trata de dos películas muy diferentes, en tono y en forma. Julia, una actriz de teatro semi retirada, regresa a la casona de descanso familiar con vista a las sierras de Unquillo junto a su hija Emma, una chica de unos doce años; el lugar fue intrusado, la heladera robada, la chimenea interna del hogar intervenida con un dibujo y una frase, indescifrable para la niña. La casa debe ser vendida lo antes posible. A través de una serie de diálogos entre madre e hija, Barrionuevo da algunas pistas de las razones del abandono y el regreso: el gran ausente es el esposo de la primera y padre de la segunda, fallecido en circunstancias que se irán revelando con el correr de los 105 minutos de metraje. Relato de duelo, invernal en todas sus acepciones, de posibles pero arduas conciliaciones y también de distancias que quizá nunca vuelvan a ser cercanas, Julia y el zorro juguetea con el concepto de fábula desde un primer momento, cuando una voz en off (¿la de ese padre muerto?) cuenta el cuento de un zorro que perdió la cola y la secuencia de títulos imita, en su tipografía y diseño, la portada de un libro. Pero la película no contiene elementos fantásticos o animales con características humanas; mucho menos una moraleja, aunque sí habrá un animal suelto que aparece durante las noches y que la historia disfraza de metáfora. Julia (la actriz Umbra Colombo, teñida de un platinado furioso) se deja estar y ni siquiera se preocupa demasiado por la alimentación de su hija o la suya, atravesada por una tristeza que se deduce profunda. Una breve secuencia nocturna, un intento fracasado de autosatisfacción sexual, la mirada perdida, permiten avizorar incluso la posibilidad del estancamiento depresivo. Emma, mientras tanto, recorre los campos circundantes, alquila un caballo, se hace amiga de un chico de la zona. Sale al mundo y lo investiga sin la guía del padre o la de la madre, ausente en presencia. La llegada de Gaspar, un actor y director teatral amigo de Julia, comienza a mover ligeramente algunas de las piezas del tablero, poniendo en tensión los conceptos de maternidad, paternidad y familia. Pero nunca de manera demasiado explícita: una de las virtudes de la película de Barrionuevo es el corrimiento de la zona de confort de lo evidente, aunque por momentos la autoconsciente languidez del relato se contagia a la puesta y queda suspendida en el límite del mero formalismo. En otros, la extrañeza de unos muñecos móviles en un parque de atracciones o la decisión de desechar el último recuerdo directo de la tragedia (ambas instancias desligadas del peso de la palabra) posibilitan la poesía visual. Julia probará nuevos caminos ante el final de aquello que se creía eterno e inalterable y un final sin clausura anticipan la creación de un nuevo orden. La gran apuesta del film, de la cual sale airosa en gran medida, es la decisión de no utilizar la fotografía y los encuadres como simples vehículos utilitarios para el desarrollo del drama, potenciando el carácter misterioso –por momentos, fantasmagórico– que la ausencia provoca en los personajes.
Julia y su hija Emma, una adolescente, llegan a las sierras cordobesas. Después sabremos que la mujer, muy rubia y atractiva es actriz y que viene a deshacerse de la casa de su juventud luego de la muerte de su marido. Sólo sabremos de su pasado estos pocos datos, por la tensión en la relación con su hija de doce años se presume una convivencia complicada y por las actitudes de la madre, una inmadurez y cierta indiferencia que le impide el acercamiento que quizás la jovencita necesitaría. La adultez y necesidad de independencia de Emma contrasta con la lejanía de su madre imposible de adaptarse a una realidad estética desagradable (la casa casi en ruinas ha sido saqueada) y convivir con la realidad diaria. Cocinar, lavar los platos parece ser tarea que conoce más la niña que la madre que sigue, casi adolescente, en devaneos con compañeros y alguna desconocida, entusiasmos por proyectos teatrales poco estables (un mes de teatro en Colombia) y poca atención de su estado físico que se deteriora por un reciente accidente. INTERCAMBIO DE ROLES "Julia y el Zorro" es la segunda película de la cordobesa Inés María Barrionuevo. La directora se basa en un cuento mítico para diseñar la historia de Julia y su hija, para tratar de asumir un rol que tambalea después de la muerte de un compañero que quién sabe cubría mejor las necesidades afectivas de su hija, al menos así lo recuerda la jovencita. Pero Julia no se da por vencida, prueba una y otra vez. Debe creer en que "prueba y error, prueba y error" pueden dar mejores resultados. Hay cosas que terminan como el texto, en el agua de un arroyo, pero quién sabe si la esperan mejores textos y momentos para practicar el nuevo rol de madre de Emma que en algún momento va a asumir. Julia está abierta a la vida, a la música, a los nuevos amores, a una nueva casa o a un grupo de teatro en el exterior. Como el zorro de la f no se va a fijar en problemas menores. Filme de atmósferas, de sentimientos, de emociones perdidas y deseos en tren de cambio, "Julia y el zorro" es una película casi en desarrollo, larga a veces, tediosa otras, pero interesante en la elección de un tema que no sólo interesa al colectivo feminista, el desarrollo del rol de madre en la sociedad actual, la asunción de un rol que quizás una vida conflictiva le impidió ejercer (ver escena de choques con la madre de Julia) y la conciencia de que algo está mal y hay que cambiar. La actriz, Umbra Colombo, se mete en la complejidad de Julia y sale airosa, a su lado Victoria Castelo Arzubialde, como la jovencita cuestionadora y lista para pegar el salto a la libertada.
“Julia y el zorro”, de Inés María Barrionuevo Por Gustavo Castagna Una madre, una hija, una ausencia, una casa, un lugar invadido que hasta incluye el robo de una heladera. Espacios a recuperar o espacios por ocupar. O por lo menos, intentarlo. En los últimos meses un sector del cine argentino construye sus historias desde espacios en tensión: casas, habitaciones, camas, ausencias, presencias. Lugares que fastidian y se agotan en sí mismos. Lugares que pertenecen a algo que se está yendo o que se intenta recuperar. O tal vez ocupar por primera vez. Me refiero a La cama de Mónica Lairana –estreno de la semana pasada- y al film cordobés Casa propia de Rosendo Ruiz. Diferentes desde la concepción y propósitos de los personajes, las dos describen a un espacio viejo o nuevo, un espacio al fin, un espacio a descubrir y otro que agoniza. La segunda película de la también realizadora cordobesa Inés Barrionuevo, luego de la más que interesante Atlántida, recorre un espacio que está de duelo, un auto destrozado, un electrodoméstico que fue robado, un graffiti incomprensible, un invierno que cruje adentro y afuera de esa casa de Unquillo, ahora re-habitada por Julia (Umbra Colombo), una viuda al borde del retiro como actriz, y a su pequeña hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde). El relato inicial circunscripto a la relación madre-hija deja lugar a otros personajes y situaciones: un amigo de Julia también actor, los ensayos de una obra teatral, un encuentro sexual de la protagonista con una joven del pueblo, un chico que traba amistad con Emma… y un zorro que se “presenta” (metáfora, clara y transparente) desde la voz en off, más adelante durante la zona media del film y también en el desenlace, propiciando que la trama redunde en la obviedad de la fábula pero sin demasiados misterios, sin nuevos lugares a recorrer, sin sorpresas que fusionen aquello fantástico con lo cotidiano y familiar. Julia y el zorro navega entre la perfección formal y un árido distanciamiento que la directora elige para que no se materialice una inmediata empatía con el espectador. A diferencia de Atlántida, donde el erotismo afloraba con astucia y sutileza en más de una secuencia desde su misma convalidación por tratarse de una película de crecimiento hacia la adolescencia, Julia y el zorro descansa en un tono ajeno a la emoción, invadido por las dudas e incertidumbres de Julia, un personaje complejo que carga con el objetivo de alejarse de ese pasado aun cercano y tormentoso que extiende el duelo debido a la ausencia física producida por una tragedia. Acaso la presencia del zorro afuera de la casa, observando el conflicto a una distancia pronunciada, también permita sugerir que se trate de una metáfora (¿transparente?) entre la película y el espectador oteando las idas y vueltas de Julia y su pequeña hija, dos personajes in-completos frente al vacío. JULIA Y EL ZORRO Julia y el zorro. Argentina, 2018. Dirección y guión: Inés María Barrionuevo. Producción: Juan Pablo Miller y Inés María Barrionuevo. Fotografía y Cámara: Ezequiel Salinas. Dirección de arte: Carolina Vergara. Vestuario: Sol Muñoz. Sonido: Atilio Sánchez. Música: Germán A. Sánchez. Montaje: Rosario Suárez. Intérpretes: Umbra
Si en algún momento en el cine y el teatro nacionales estuvieron de moda las familias disfuncionales, quizás estemos en presencia del comienzo de una tendencia derivada, más específica: ahora están en tela de juicio la maternidad y la paternidad. En Yo niña, estrenada la semana pasada, Natural Arpajou mostraba a una pareja incapaz de criar a una nena; en Julia y el zorro, Inés María Barrionuevo presenta a una madre que no puede o no quiere hacerse cargo de su hija. En ambas, las nenas pagan el precio de adultos con dificultades para ejercer como padres. Julia y Emma (buenos trabajos de Umbra Colombo y Victoria Castelo Arzubialde) se mudan a una casona semiabandonada y vandalizada: el estado de la vivienda es una metáfora del momento que atraviesan madre e hija. Están transitando el duelo por la muerte del padre de Emma; tienen que recoger los pedazos de sus vidas y tratar de rearmar el vínculo entre ellas para seguir adelante. Con un tono sombrío, tanto narrativo como visual, Julia y el zorro gira en torno a la tirantez entre ellas dos. Es una película de climas: por momentos esa atmósfera está lograda, y en otros la morosidad se impone y el tedio opaca a la tensión dramática. El foco está puesto en esa suerte de femme fatale de los años ‘50 que es Julia, y en su denodada lucha contra los demonios de su tristeza y su egocentrismo, que se alzan entre ella y sus deberes de madre. La maternidad se le aparece como una cárcel, una obligación despojada de todo placer. Y la que más lo padece es su hija.
Esta segunda película de Inés María Barrionuevo —que viene de presentarse en los festivales de San Sebastián y Mar del Plata— plantea la historia de Julia (Umbra Colombo), una ex actriz, viuda y su hija de doce años Emma (Victoria Castelo Arzubialde), quienes se instalan en una casona de veraneo familiar situada en un pueblo cordobés, con el fin de venderla cuanto antes. Cuando llegan, se encuentran con una imagen penosa: la propiedad fue vandalizada, se llevaron hasta la heladera y hay destrozos por doquier. La muerte de su marido y padre de su hija ha sumido a Julia en una profunda depresión. Se muestra abatida, apática, sin poder hacerse cargo de Emma ni de ella misma. Apenas le dirige la palabra a su hija, es muy distante con ella. Así, surgen la tensión y el conflicto entre ambas, sobre todo porque Emma reclama atención y no tolera la indiferencia de su madre. Esta situación, teñida por un duelo que no cesa, parece cambiar cuando Julia se encuentra con un amigo de toda la vida, un colega actor llamado Gaspar (Pablo Limarzi), quien le propone que retome su carrera artística participando en una obra que él está montando. A partir de ese momento, se abre una ventana de esperanza para madre e hija, debibdo a que Julia deberá decidir si desea reconstruir su vida e intentar conformar algún tipo de familia o si ahondará en su pena. Este drama con todas las letras pretende reflexionar sobre el dolor, el vacío y el mandato social de la maternidad. Se pregunta si es posible “rehacerse” después de una tragedia o si el único camino que queda es la inercia y la autodestrucción. El ritmo lento de la narración parece reflejar la propia melancolía de Julia, su errática existencia. La directora busca adentrarse en ese mundo interior tan rico de Julia, quien por momentos parece aflojarse y entregarse a la vida cuando va al boliche, baila un tango, actúa en una desgarradora escena teatral, tiene una relación ocasional con una chica del pueblo o se confiesa frente a Gaspar. Sin embargo, enseguida vuelve a la oscuridad, como si tuviera su vida suspendida, esperando algo que no sabemos qué es y no tomando la iniciativa. En tanto, Emma es su contracara: sale a cabalgar, se encierra en una carpa con un chico que le gusta y muestra sus dotes de cocinera; en definitiva, va tomando las riendas de su existencia pese al entorno hostil que la rodea. Umbra Colombo se pone la película al hombro y logra trasmitir esa tristeza arraigada hasta en los huesos de su personaje. Su mirada de desesperación y desamparo cuando se llevan el auto destruido de la familia, auto que suponemos fue protagonista del accidente fatal, lo dice todo. Por su parte, Victoria Castelo Arzubialde compone con frescura y espontaneidad a esa Emma autónoma, decidida y combativa que no se deja abatir por la congoja sin fin de su madre. En suma, estamos frente a un filme desolador pero que transita por metáforas —como la presencia reiterada del zorro en las noches, un zorro omnisciente— y por aspectos oníricos que lo vuelven introspectivo, profundo. La lentitud del relato puede resultar tediosa por momentos pero está plenamente justificada por la trama. Se trata de una película densa y difícil en el sentido de que puede despertar sentimientos encontrados en el espectador, quien probablemente se identifique con el personaje de Emma mientras el de Julia le genere rechazo.
Una capa evanescente de fábula contemporánea transfigura el hiperrealismo serrano en Julia y el zorro, segundo largometraje de Inés Barrionuevo que eleva la apuesta de Atlántida (2014) a pulso de contrastes: si allí se imponía la iniciación adolescente sobre un trasfondo provinciano de lacónico preciosismo, aquí es una mujer recientemente enviudada (Umbra Colombo) quien se repliega en una crisis aguda –de maternidad, sexualidad, carrera, deseo– en un paisaje de hogar en las sierras que deviene mágico. Todo se altera en este tránsito radical, que lejos del mero estancamiento en la depresión o el patetismo se reviste de sensualidad, elegancia y una belleza misteriosamente revitalizante. Julia (Colombo) es una glamurosa actriz que se aleja temporalmente del teatro por un problema en la rodilla y cuya repentina viudez la obliga a cuidar de su pequeña hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde) en contra de su desganada voluntad. En un caserón de pueblo tan majestuoso como decadente deberá hacerse cargo de ruinas físicas y anímicas; desde el auto chocado de su expareja a una irrupción vandálica que deja como saldo un genital masculino soez garabateado en su pared, de la masturbación fallida al llanto frenético, del retorno a los escenarios al que la induce su pretendiente Gaspar (Pablo Limarzi) al coqueteo lésbico en un bar nocturno. La apertura con una narración breve sobre un zorro que pierde su cola y quiere hacer creer a los suyos que la carencia es adrede anticipa la dimensión más profunda de Julia y el zorro, una serie de encuentros de la protagonista con un zorro que simboliza la fascinación por el otro absoluto, el llamado a la aventura, la animalidad latente, el enigma de la existencia. Dos elementos del filme de Barrionuevo son magníficos: la actuación de Colombo y la fotografía de Ezequiel Salinas invocan una cualidad irreal inédita en el cine local que hace del contexto autóctono un signo palpitante, una nueva realidad. Los claroscuros entre velas, la vegetación apagada de invierno, la niebla de la mañana son la sustancia atmosférica de la presencia sobredimensionada de Julia, de su mirada contemplativa, cuerpo contorsionado y atuendo vistoso. El personaje apunta a icónos como Gena Rowlands y Marlene Dietrich, aunque más acá en el tiempo se asume pariente de las heroínas melancólicas de Christian Petzold, Todd Haynes o Terence Davies. El encantamiento de Julia y el zorro se hace intermitente por instancias pedestres que se atan demasiado al libreto, pero es también esa alternancia entre dos mundos que son uno la gracia del filme. Como el animal sigiloso que se deja ver de manera excepcional, así también Julia y el zorro exhibe el destello magnético de un cine que se resiste al documento, desgarrándose entre el drama de lo irrefutable y la maravilla de lo posible.
Es un film que juega mucho con las emociones, los recuerdos, los reclamos y los conflictos, está presente el convivir con el dolor, con ese interior de una madre y una hija preadolescente y lo difícil de superar la perdida. Su atmósfera resulta oscura y se van creando cierto matices por la buena interpretación de Umbra Colombo, para su desarrollo se eligieron buenas locaciones y una exquisita estética, con toques de fábula, pero contiene situaciones y personajes poco creíbles, en ciertas escenas a varios de los actores no se les entiende sus parlamentos, aunque tiene una buena dirección pero su trama resulta algo densa y lo que termina fallando es el guión.
Un regreso y un duelo afrontados por una madre y una hija desarrolla Inés María Barrionuevo en su segunda película Julia y el zorro, que se estrena tras su paso por San Sebastián y por la Competencia Argentina en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Julia (Umbra Colombo) es bailarina y actriz. Más cerca de la pose de una diva. O al menos así son sus aires, su modos, su peinado y su color de pelo, su vestuario y su manera de decir. Regresa a Unquillo, Córdoba, con su hija Emma (Victoria Castelo Arzubialde) a una casa familiar a la que poco frecuentó, no así la niña y su padre. La casa sin cuidadores, ni visitas periódicas, se encuentra vandalizada: robada en algunos objetos, pintada con grafitis y deteriorada en rasgos generales. Julia quiere venderla. Ese tiempo algo invernal que vivirán allí traerán reencuentros (Gaspar, un director amigo de la protagonista que la incentiva a regresar a los escenarios) y nuevos proyectos, pero también una tensión permanente entre madre e hija. Julia se niega a reconocer su estado. Vive entre la desidia, la apatía, los bajones y los enojos intentando continuar la vida y hacer del vínculo con Emma algo más cercano. Barrionuevo trabaja en una primera parte los climas, las sugerencias, las sutilezas, sin necesidad de enunciar en palabras lo que se está desenvolviendo frente a nuestros ojos. Hasta que la protagonista pronuncia una frase en un baño de un boliche y sin volverse un film lleno de diálogos, se abandonan esos modos para decir explícitamente. Se podrá alegar que ese silencio que somete a Julia se ha roto y ahora podrá, al menos, comenzar a atravesar los duelos. Con un trabajo fotográfico destacado, al igual que las actuaciones, el film construye sensiblemente un mundo de mujeres con sus complejidades, miedos y certezas y a pesar de cierta previsibilidad alegórica (con respecto al animal del título, ya sea en la fábula que enmarca a la película o en la figura real que aparece) y una duración algo estirada, mantiene la atención.
EL DOLOR ES MÁS LEVE ACOMPAÑADO Hay diferentes tipos de tristezas. Están las que se pueden nombrar y las que se nombran solas, porque atraviesan a la persona, la invaden. Julia y el Zorro narra esta segunda clase de tristeza. Y para esto utiliza varios recursos, desde la iluminación, la fotografía y la escenografía. Desde un ambiente lúgubre presenciamos la relación entre dos mujeres, Julia y Vicky, madre e hija. Durante todo el film es posible observar cómo la vida desborda a Julia: el dolor es palpable, desde las filmaciones oscuras hasta los ambientes que habitan. Julia y el Zorro trabaja de forma sugerente la ausencia que penetra en ambas. Los lugares en los que están, en especial la casa, que se encuentra sumamente deteriorada, permiten acceder a la sensación que ellas están pasando. Al comienzo del film, no es posible saber bien qué le ha pasado a la familia, pero llegan a la casa que tienen para vacacionar y ya empiezan algunos problemas. Han entrado a robar y se encuentran sin heladera, también han hecho algunas pintadas con aerosol. Como un dominó que recién inicia este planteo, es el puntapié para que todo empiece a caer. Un dolor muy grande es el que Julia y Vicky están pasando, pero no es a través del llanto que lo cuentan, sino justamente por el entorno. La comida se pudre, por no mantenerse en la heladera, y es la gran metáfora del sufrimiento que están sintiendo. Pero, a su vez, cada una enfrenta su crisis de diferente manera. Vicky, como un juego, muy propio de su edad. Ella está en plena búsqueda. Tiene una edad en la que la niñez le queda grande y la adolescencia aún no aparece del todo. Ella se aferra a un tiempo pasado como si así se pudiera volver a aquel tiempo en el que su familia era distinta. Por un lado por la ropa, siempre prefiere usar sus prendas viejas. Por el otro, vive recordando momentos, pero nunca desde el drama, siempre los relaciona con alguna actividad del presente como la forma de cocinar. Julia, sin embargo, pasa el tiempo como puede, viviendo el instante. Si Vicky vive en el pasado, Julia está en un presente inmóvil. Como si el tiempo se hubiera parado, ella pasa las horas subsistiendo. Es así como si ni se enterara que no hay comida en la casa, o qué está pasando. A pesar de las diferencias entre ellas, su relación logra llamar la atención por la conexión que entablan, por sus cálidos cuidados. Julia tiene una personalidad que genera simpatía, es ácida, suspicaz y de pocas palabras. Vicky, aunque distinta, tiene contestaciones muy parecidas. Por momentos, la hija es quien sostiene a la madre, intentando mantener ciertas pautas en la casa. Entre ellas aparece Pablo, quien mediante una amistad muy contenedora, renueva el aire. El trabajo con los vínculos le otorga gran fortaleza a este film, porque mediante ellos es que vuelven la vitalidad, los chistes y las charlas, que aunque evasivos para ellos son los que les permiten a la película no caer en el golpe bajo.
Una mujer que alguna vez fue una actriz y su hija de 12 años viajan a un lugar agreste, a una casa que ha sido vandalizada y donde es difícil vivir. Lo que tienen entre manos es un duelo, tratar de rearmarse tras la muerte del marido de la primera y padre de la segunda. No es sencillo y el ambiente refleja el estado de desolación de estos personajes que vemos próximos, casi como seres de otro mundo con los que nos cuesta empatizar.
Obra pequeña desde la historia, pero grande desde lo filosófico Se podría interpretar desde el título que esta película hace referencia a alguna fábula, pues no es así, pero podría serlo. Porque, pese a que el zorro aparece en algunas ocasiones, lo importante aquí es otra cosa, mucho más profunda, cuestionadora y polémica, como el hecho de que los padres deben querer y aceptar a sus hijos indefectiblemente. Así es, en las profundidades de las sierras cordobesas, más precisamente en Unquillo, transcurre este relato, centrado en la relación de Julia (Umbra Colombo), una prestigiosa actriz de teatro que quedó viuda hace poco tiempo, y su hija de 12 años, Emma (Victoria Castelo Arzubialde) cuando regresan a la casa familiar para venderla: Una propiedad grande, con jardín y pileta de natación, que fue testigo y partícipe de tiempos mejores pero en la actualidad se encuentra deteriorada y vandalizada. Julia no pretende arreglarla, sólo venderla y marcharse de allí para no volver más. La directora Inés María Barrionuevo realizó un film pequeño, desde el punto de vista de la historia, pero grande desde lo filosófico, porque lo esencial de la narración son los climas y las atmósferas en las que se desenvuelven la madre y su hija. Julia está ausente con sus pensamientos y actitudes. La cabeza le trabaja sin parar. Siempre se encuentra pensativa, taciturna. Su única motivación que la saca del letargo es el proyecto de una nueva obra teatral que le acerca su viejo amigo Gaspar (Pablo Limarzi), también actor. Emma, con su corta edad, es mucho más madura y autosuficiente que su madre. Quiere hacer actividades o salidas con ella, pero a Julia le molesta. La lucha se da permanentemente durante todo el largometraje. Ser madre es una vocación y una necesidad, pero para la protagonista es un ancla que le impide tener libertad, situación que logra únicamente cuando está en un escenario. La realización transcurre dentro de estos parámetros. Lenta y parsimoniosa. Pero es necesario apoyarse en este ritmo porque lo rico son las actuaciones de las dos, acompañadas cálidamente por Gaspar. Los vaivenes emocionales de Julia son palpables. Sufre, está rota por dentro, aunque intente demostrar lo contrario. Y, a raíz de esos sentimientos, es que Emma también se ve afectada mucho más que por la muerte de su padre. Por ser una película que transita por los registros menos cómodos y placenteros, despojada de todo, hurgando hasta el fondo, la intimidad de una mujer desdichada, es preciso verla tranquilamente, decodificando cada escena, para no objetarla, sino todo lo contrario, comprenderla y aceptarla. Al cuento y a Julia.
Julia y su hija llegan a una vieja casona de un pueblo de Córdoba. La casa está destruida, pero no tanto como ellas. La tragedia atraviesa la película de la joven directora cordobesa, que en su segundo filme indaga en los caminos de la angustia. Si algo tiene de positivo "Julia y el zorro" es que nunca se cuenta con pelos y señales cómo se generó la muerte del marido de Julia (Umbra Colombo) y papá de Emma (Victoria Castelo Arzubialde). Las dos están en medio de la tristeza y les cuesta atravesarla. Julia opta como salida algún momento de erotismo y placer, sea con un amigo conocido o una mujer desconocida; Emma se entretiene paseando a caballo y hasta intenta su debut sexual con un pibe que le regala la sonrisa que su mamá no le da. En medio de este vacío llega Gaspar (Pablo Limarzi), con la idea de proponerle a Julia un papel para una obra teatral que saldrá de gira por Colombia. El regreso a la actuación es una metáfora de su nueva realidad, porque ya no es quien era y tampoco tiene claro si le cae bien su personaje actual. La directora desvía un poco la atención al darle demasiado protagonismo al deseo sexual y le resta el peso específico al tema de fondo, que es el duro tránsito del duelo. El guiño poético y literario con aire de fábula permite, al menos, una lectura superadora.
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