a deuda (2019), la última película de Gustavo Fontán, expone desde el inicio una evidencia incuestionable: es bien distinta a las anteriores de su filmografía. Y lo es, fundamentalmente, por las características que asume en su nuevo film la ejecución narrativa. Hasta ahora, su proyecto cinematográfico apuntaba, mediante la afirmación de un trabajo muy particular sobre la imagen y el sonido, a expandir el universo de percepción de una realidad cubierta de múltiples –e infinitas– texturas. Las islas del río Paraná habían sido el espacio simbólico elegido por Fontán para la elaboración de sus ficciones previas. Allí mismo realizó el llamado “ciclo del río”, compuesto por películas extraordinarias como La orilla que se abisma (2008), El rostro (2014) y El limonero real (2015). Una trilogía que establecía además una conversación fascinante con una determinada tradición literaria –Ortiz, Calveyra, Saer–. Una zona enigmática y sugerente para el desarrollo fecundo de su propuesta. Sin embargo, la trayectoria de un cineasta no se define tan solo por la reincidencia en una determinada dirección estética, sino también por el sentido encubierto de sus desvíos. Acaso como resultado de ciertas particularidades urgentes que definen nuestro tiempo, nuestra más inmediata y reconocible circunstancia, Fontán modifica el rumbo, cambia inesperadamente de ruta, propone otra cosa. Desplaza su atención y, en efecto, la forma de encarar esa nueva perspectiva. Por lo pronto, asienta su mirada en otro territorio: la frontera entre la ciudad de Buenos Aires y el conurbano. Su nueva película, escrita junto a la escritora Gloria Peirano, despliega el conflicto de entrada. Mónica (Belén Blanco) trabaja en un estudio jurídico. Un compañero descubre la falta de un pago que ella debía realizar en un banco. En el transcurso de un día, deberá recuperar el dinero. Poco sabremos de su vida, casi nada de su pasado. Tan solo una suposición: la circunstancia que atraviesa no es nueva. El relato avanzará así, mediante sustracción y sugerencia. El trabajo con lo que no se dice, pero se infiere. Sergio (Marcelo Subiotto), un amor que no fue, acompañará a Mónica en un auto durante su derrotero nocturno en busca de la ayuda que le permita cancelar la deuda. Un recorrido definido por el desplazamiento más allá de la autopista, en dirección a las calles oscuras del conurbano, hacia el encuentro con su población insomne: amantes fallidos, familiares, amigos. Criaturas sin fortuna –porque, como expresará uno de ellos, "la suerte viene enredada”–, conscientes de una realidad en la que no hay lugar para el deseo. Es notable la manera en que Fontán filma Buenos Aires y, sobre todo, el movimiento de los personajes a través de los distintos espacios por donde circulan. La composición precisa de planos lo suficientemente abiertos como para dar cuenta de las formas, distantes y frías, del vínculo social. El tipo de relación que la protagonista establece con los otros. Casi como un trámite entre soledades plenas, que sobreviven como pueden en su intemperie afectiva, activadas únicamente por el dinero. O más bien, por la necesidad urgente de su solicitud. Aun así, será posible entrever un mínimo pero profundo principio de fraternidad entre ellos, sugerido por la disposición, en última instancia y bajo circunstancias urgentes, a colaborar como se pueda para saldar la deuda. Un principio luminoso que emerge silenciosamente, en una película triste y sombría que descubre hacia el final una secuencia única, acaso imperecedera por su enorme significación. Una secuencia donde se cifra el estilo de un director que logra componer aquello que define nuestro presente: la desolación y el desamparo de los desconocidos de siempre. Esa multitud anónima que debe cargar sobre sí, cada nueva vez que despunta el día, como un castigo presuntamente inalterable, la deuda más pesada.
El cine de Gustavo Fontán se define por restituir la experiencia sensible del modo utilitario y funcional con el que se habita el mundo. Sus películas con mayor vocación narrativa, como La deuda, no prescinden del principio poético general de su obra: la reorganización visible (y sonora) del mundo.
Transacciones sin saldo ¿Cuál es el precio de la soledad? La pregunta lleva a otro terreno donde parece que todo se valoriza o desvaloriza de acuerdo a cómo se lo mire. Y desde ese lugar partir en el universo ambiguo del nuevo opus de Gustavo Fontán, La deuda, implica por un lado encontrar huellas de otras películas del director de La casa pero también una etapa mucho más narrativa que experimental. Por eso nada mejor que contar con un casting con nombre y apellido propio. Actores capaces de asumir roles necesariamente contenidos a nivel dramático y además el valor agregado del prestigio de Leonor Manso que descolla apenas unos minutos en pantalla o Belén Blanco para cargarse en las espaldas a Mónica, una mujer que vive 14 horas con alta intensidad, envuelta en una red de vínculos que desgarran una trama sutil sobre nuestro mundo moderno, las relaciones humanas como transacción dentro del cinismo imperante de un sistema que cambia las reglas a velocidades imposibles de asimilar pero que ponen en jaque determinados modelos de sociedad mucho menos cínicos e individualistas. Ambigua es una deuda cuando no se tiene en cuenta qué se debe y a quién. Si bien el dinero faltante, la suma de 15000 pesos, es el disparador de la intención de recuperarlo y así reponer en poco tiempo (14 horas) ese vacío, el derrotero de Mónica juega en la nocturnidad una carta invisible y que la conecta con su subjetividad. Las emociones contenidas en la piel de Belén Blanco son apenas las marcas visibles de un dolor mayúsculo, tal vez ligado a otro tipo de deuda y de carácter simbólico cuando viene acompañada de la palabra culpa. Sobre la culpa, la soledad y los fantasmas que no necesariamente aparecen en las películas del director de El limonero real transita este nuevo desafío a los sentidos y al tiempo -que a pesar de la rapidez del paso de las horas- que se detiene en un viaje que va de la ciudad a los suburbios, a visitas desesperadas para refrendar “deudas” de otro calibre con una hermana por ejemplo. La doble deuda propuesta por Gustavo Fontán, quien escribió junto a Gloria Peirano el guión de esta ficción, nos interpela como espectadores de lujo acerca de cómo nos vinculamos con los otros y cuánto vale cada instante de esa relación o pérdida del contacto por las mezquindades del corazón.
Belén Blanco encarna el asfixiante estado compulsivo. El filme argentino “La Deuda” logró el clima agobiante de una mujer en insistente situación donde la fuerza personal sigue el paso a paso gobernado por el impulso obsesivo. La recreación del trastorno psíquico en todo su espectro y contexto. Es destacable el guion que atraviesa escenas cotidianas de una vida llena de formas que dominan y subordinan todo el entorno asimismo a ella misma. El argumento de la película es sobre Mónica (Belén Blanco) quien no abonó una transferencia de plata a un cliente de su trabajo. La suma es de dinero es de 15 mil pesos la implican a ella y a otro compañero del mismo lugar, él halla la diferencia en los balances. Antes pasó una situación similar aunque el amigo con bronca, no lo comenta con nadie y decide confiar otra vez en ella: Mónica afirma reintegrar la cantidad de dinero al amanecer del otro día. La dirección de Gustavo Fontán pone en foco a Mónica como eje central los estados de ánimo de la protagonista en la piel de Belén Blanco impresos en el filme. Blanco es una intérprete explosiva quien amalgama diferentes sensaciones: decaimiento, traición, enfado, desesperación, desapego emocional( falta de sentimiento), transpiración, falta de aliento entusiasmo, desorientación y despiste son los dardos que siembra Fontán como retrato expresionista. Una pincelada de lo que fue su corto Canto de Cisne y su trayectoria como documentalista. La emoción bajo el comando de la acción. El color que sale del interior al exterior sin ver las consecuencias. El guion de Gustavo Fontán y Gloria Peirano le da el marco contenedor de toda la impaciencia de Mónica. Su familia en especial su hermana está casada y su marido comenta que están echando a 28 empleados; y se pone en riesgo el trabajo de Mónica. Un guiño del director a su adhesión a la solicitada ante los despidos de 20 personas en marzo de 2016 en la Biblioteca Nacional. Ese sentido de vacío íntimo y económico persigue toda la película. El género que predomina en todo el filme es el drama bajo la amenaza de violencia de género ejercida a Mónica ;y la de ella cuando manipula a todos los de su alrededor para conseguir dinero. Es un ida y vuelta de distintas tensiones el abuso a ella y su persuasión para que le den lo que necesita. En la repetición se su forma de pedido de auxilio personal respecto a su alteración de salud. “La suerte viene enredada”, no es slogan es el entramado que muestra el debilitador social más grande en la sociedad la especulación e incertidumbre financiera. Ella es una compradora compulsiva, ludópata y fumadora estas dificultades la confunden y se mezclan en su vida que por diversos motivos es cada instante más confusa. También es asmática lo que genera un punto de angustia superior cuando contradictoriamente aspira el tabaco un ataque incontrolable a su salubridad. Hay escenas con gran atractivo en las locaciones en las zonas de Avellaneda y San Telmo. Además un impacto visual con actos de exposición sexual en la que el actor Marcelo Subiotto en su papel se brinda al deseo propio sin tapujos en manos de Mónica una escena que sube el volumen sin barreras en la película. La fotografía de Diego Poleri continúa la línea sombría de la trama con tomas en planos cerrados u estáticos para canalizar el estancamiento sentimental de Mónica y transiciones para dar el efecto inquietud que la mueve a la protagonista. Una composición con una colorimetría opaca muy amarga. En el principio de la película hay una escena en toma general en la que ella entra a un local de ropa con un tapado negro y un vestido azul. La cámara toma en detalle una prenda que Mónica escoge del mismo color; como fundido deja en evidencia que la robó; sin que la encargada se diera cuenta. Aunque ella pagó otra para no dejar sospechas. En una conversación de Mónica está la participación especial de Leonor Manso un diálogo imperdible para hallar el resultado de las ambiciones compartidas. Tanto Belén como Leonor, son la misma cara de un tragamonedas, el mercado del juego en el que nadie sabe si gana. Y nadan sobre espejismos de: ¿fortuna o fantasía?, ambos son fantasmas delirantes de bonanza.Las dos representan a dos apostadoras del azar, sus personajes lo dieron todo en cuerpo y alma. La actriz Belén Blanco expone su capacidad para ser víctima o culpable de forma expectacular. El reparto estuvo compuesto por: Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Leonor Manso, Edgardo Castro, Walter Jakob, Andrea Garrote y Pablo Seijo. La cinta cinematográfica es una coproducción Argentina – España, Lita Stantic y El Deseo. Puntaje:90.
Pagar las culpas Según el propio Gustavo Fontán, La Deuda (2019) es su película más narrativa. Vaya si tiene razón, si observamos su prolífera filmografía que contiene títulos como El árbol (2006), La orilla que se abisma (2008) y El limonero real (2016), entre muchos otros. Sin embargo, no se trata del modelo de narración clásica tal como lo conocemos en Hollywood, sino que estamos ante un cine de contemplación en la que vemos a los personajes actuar frente a nosotros desconociendo por completo sus motivos y sentimientos. Un cine de arte y ensayo como denominó el teórico David Bordwell. Con esa aclaración accedemos a la historia de Mónica (Belen Blanco), una empleada de oficina que se adueñó del pago de uno de sus clientes comprometiendo a un compañero de trabajo. Tiene toda la noche para juntar los 15 mil pesos que adeuda para devolverlos a primera hora de la mañana siguiente. En esa noche Mónica será noctámbula, deambulando por la ciudad, encontrándose con personas como si se tratara de un viaje de choques y desencuentros. Producida por Lita Stantic y Pedro Almodóvar, la película puede entenderse como un viaje oscuro y lúgubre de definiciones trascendentes. Una suerte de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad pero en versión urbana. Con esta información mínima que el espectador cuenta se introduce en los cada vez más oscuros encuentros de su protagonista. Una oscuridad que lleva consigo como dolor en el alma y desdibuja su identidad. Nadie puede ayudarla ni siquiera ella misma. Gustavo Fontán diluye los márgenes de la escena con una iluminación que esconde y tapa de a ratos las definiciones del plano. De manera paulatina la imagen se enceguece como la actitud de su protagonista. Cuando sobre el final se encienden las luces incandescentes del Bingo, se sienten irritantes y frías, un espacio carente de afecto y sensibilidad humana. La Deuda sintetiza con elementos mínimos la misma y compleja crisis existencial de clases trabajadoras, que no se debatirá en dilemas morales al estilo burgués, sino en problemas económicos que atraviesan -como una daga- la vida e identidad de los vínculos entre las personas.
“La deuda”, de Gustavo Fontán Por Ricardo Ottone El de Gustavo Fontán es un cine de sensaciones, donde más que el argumento importan las atmósferas, los sonidos, las texturas. Dentro de una filmografía prolífica compuesta de films de ficción, documentales y otros más indefinibles que podríamos llamar contemplativos o poéticos, La deudaestá en el grupo de películas con una premisa argumental más tradicional. Esta premisa es simple y es la siguiente: Mónica (Belén Blanco) tomó el dinero del pago de un cliente en la empresa en el que trabaja. No sabemos para qué, sí sabemos que no es la primera vez que lo hace. Un compañero la descubre y le advierte que al día siguiente deberá reponer ese dinero, unos 15.000 pesos, antes que los jefes se den cuenta. Mónica dispone de una noche para reunir esa suma y así salvar su trabajo y además no perjudicar a su compañero. Acompañamos entonces a Mónica en su deambular nocturno, mientras visita o se encuentra con parientes, amigos o conocidos, gente con la que tiene un lazo estrecho o una relación ambivalente, a los cuales apelará de diferentes formas. En principio lo que nos preocupa es ver si logra conseguir el dinero y salvarse, pero con el correr del tiempo eso pasa a segundo plano, y de lo que se trata ya es de acompañar a Mónica en su periplo emocional. En dar cuenta de su interioridad, que en principio es elusiva ya que Mónica es un personaje impenetrable, o más bien trata de serlo, que trata de cerrarse, pide ayuda a regañadientes y no quiere mostrar debilidad ni fisuras. Sin embargo, con el transcurrir de la noche, a su máscara se le empiezan a notar cada vez más las costuras. Belén Blanco se maneja con sutileza en esa actitud de develar fragilidad y a la vez tratar de esconderla, entre la actitud desafiante, que hace que declare muy suelta de cuerpo que no le importa que la echen, y a la vez ceder cuando la impostura se le vuelve insostenible. En ese momento donde el cuerpo se le rebela, le agarra un ataque de asma en el auto y termina en una guardia de hospital, a la que se resiste a ir y de la que se retira lo más rápido que puede cuando logra reponerse lo suficiente y volver a armarse. La cámara sigue a Mónica constantemente pero a cierta distancia, mayormente en planos largos, como tratando de no ser intrusiva, de no vulnerarla, de respetar su voluntad de revelarse sólo hasta cierto punto. Este seguimiento no tiene por fin descubrir por qué ella hace lo que hace, en qué se gastó la plata o si tiene alguna condición que la hace caer en esa situación una y otra vez. Eso no se nos informa y no es lo que interesa. Conocemos algo de su familia, algo de sus relaciones sociales, pero hay una parte que queda tras un velo, apenas insinuada. En este periplo vamos siguiendo las situaciones pero a la vez podemos detenernos en detalles aparentemente insignificantes, casi abstractos, como puede ser el plástico flameando por el viento en un camión en la autopista. Para esta propuesta de un cine poético donde lo sensorial es protagonista, es fundamental el rol del sonido, y en particular de la fotografía, que nuevamente está a cargo de Diego Poleri, colaborador habitual de Fontán, con quien viene trabajando desde El árbol(2006), y que logra aquí una atmósfera de melancolía, de soledad e incomunicación y a la vez de estremecedora belleza. Fontán viene construyendo una filmografía coherente, personal y sensible que, ya sea en sus películas más experimentales o en aquellas, como esta, más conscientemente narrativas, está cargada de misterio y sugestión. LA DEUDA La deuda. Argentina, España, 2019. Dirección: Gustavo Fontán. Intérpretes: Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Leonor Manso, Edgardo Castro, Walter Jakob, Andrea Garrote, Pablo Seijo. Guión: Gustavo Fontán, Gloria Peirano. Fotografía: Diego Poleri. Sonido y Música Original: Abel Tortorelli. Edición: Mario Bocchicchio. Arte y Vestuario: Alejandro Mateo. Producción Ejecutiva: Lita Stantic, Silvana Di Francesco. Co-producción: Pedro Almodóvar, Agustín Almodóvar, Esther Garcia. Jefatura de Producción: Martín Rago. Duración: 74 minutos
La deuda a la que alude el título de la nueva película de Gustavo Fontán es la que tiene Mónica (Belén Blanco) por no haber pagado una cuenta de un cliente de la oficina en la que trabaja. El dinero que usó para cuestiones personales no es demasiado (15.000 pesos), pero suficiente como para generar un conflicto con el compañero que la descubre (Walter Jacob) y probablemente con sus jefes. “Mañana lo resuelvo”, asegura. Mónica no está pasando precisamente por un buen momento personal en lo económico, pero tampoco en lo afectivo, con relaciones tirantes tanto con su hermana Laura (Andrea Garrote) como con su parejas actuales y pasadas (Marcelo Subiotto, Edgardo Castro). Angustiada, simbolizando un malestar social que la excede pero de la que es un claro exponente, nuestra antiheroína inicia un viaje de 14 horas a lo profundo de la noche y del conurbano bonaerense en busca de dinero, sexo efímero y encuentros casuales en un bingo con ruido de máquinas tragamonedas de fondo. La deuda tiene un envoltorio de thriller psicológico, pero Fontán (quien se ha dedicado en su carrera más al cine experimental que al narrativo) decide escamotear los elementos más ligados al cine de género para construir una película bressoniana que resulta siempre enigmática y por momentos subyuga con sus climas sórdidos (notable trabajo del DF Diego Poleri), en su exploración de la dolorosa intimidad y las extrañas motivaciones de una mujer en crisis, sin contención y sin rumbo en un mundo cínico donde sobra alienación y falta ternura.
Se estrena La deuda, el nuevo film de Gustavo Fontán, protagonizado por Belén Blanco y Marcelo Subiotto. Thriller dramático que juega con los prejuicios del espectador sin manipulaciones. Destacada puesta de cámara para una pequeña producción que cuenta con el apoyo de los hermanos Almodóvar. Partir del clisé para romperlo. La premisa de La deuda, en apariencia, es bastante clásica: una joven tiene menos de 24 horas para restituir 15 mil pesos que le robó a un cliente de la financiera en la que trabaja, si no ella y su jefe pueden perder el empleo. Sin embargo, en manos de un director tan personal como Gustavo Fontán, que pone mayor foco en las situaciones pequeñas cotidianas que en el panorama global del conflicto, esta premisa se vuelve mucho más interesante de lo que parece. Al mejor estilo de los hermanos Dardenne, la cámara de Fontán no se separa un minuto de su protagonista. La sigue desde la financiera hasta un local de ropa, del local a la casa de su hermana y así sucesivamente. Caminando, en tren o en auto. El lente de Fontán nunca deja fuera de campo a su protagonista que lleva encima la carga emocional del relato. No sólo por el tiempo que la apremia, que es uno de sus antagonistas, sino también por los personajes a los que debe convencer para que la ayuden a cubrir la deuda, y cómo se involucra sentimentalmente con ellos. Haciendo un paralelismo, Mónica (extraordinario trabajo de Belén Blanco, contenida, humana, minimalista) parece haberse construido basándose en las protagonistas de Rosetta, El silencio de Lorna o, más precisamente, 2 días, una noche, todas dirigidas por los hermanos belgas. Pero, mientras que los Dardenne prefieren trabajar con luz día, Fontán sitúa el 80 % de la acción al anochecer, brindando al relato de un tono noir, realista y crudo. Sin proponérselo en primera instancia, Fontán realiza una radiografía de la vida en el conurbano, pero sin caer en bajadas políticas ni sociales. El malestar social está en el clima, en el contexto, en la depresión que produce tener que asistir a un hospital público en medio de la noche, de pasar al lado de un accidente de tránsito o de vivir bajo la amenaza de un hombre violento. Mónica siente la muerte cercana en cada paso que da, pero la muerte no está detrás de ella. Y el director es completamente inteligente para dejar en el espectador la interpretación de cómo le afecta la calle a la protagonista. A través de la soberbia fotografía de Diego Poleri, en donde abunda el azul con diferentes tonos y matices, se crea un panorama desalentador para la protagonista que estalla, en los últimos 20 minutos, cuando Fontán enfrenta al espectador con sus propios prejuicios. Quizás parezca un recurso manipulador, pero con lo que el realizador juega constantemente es con demostrar que los estereotipos muchas veces los crea quien mira y en su cabeza. Por eso la inteligencia de La deuda no sólo radica en su tono austero y los climas, el suspenso y la tensión (que no necesita de sobresaltos de ningún tipo ni efectos sonoros/musicales) sino en partir de un guion que amaga en dirigirse al lugar común, pero termina desviándose a un plano humano, casi esperanzador, en medio de las desgracias cotidianas. A no engañarse, que el relato tenga un tono similar al de un thriller no lo convierte en uno. A Fontán le siguen interesando las personas comunes con microconflictos que se pueden resolver, a veces, a través del diálogo o, a veces, simplemente, cediendo o negociando. Belén Blanco carga con la presión y con la película en sí, a pura expresividad. Sus gestos están medidos tanto como sus oraciones, sus palabras. Todo es interno, pero al mismo tiempo, y gracias a su talento interpretativo, cada emoción puede leerse en su semblante. Un equilibro admirable. La acompañan con sordidez y austeridad: Marcelo Subiotto, Edgardo Castro, Andrea Garrote y Leonor Manso. Es admirable cómo un relato tan común puede deparar sorpresas sin alardear ni cancherear. Fontán no se refugia ni en la solemnidad, ni en lo discursivo. Los giros se dan con naturalidad y fluidez y, al final, con coherencia narrativa. En los detalles, en los pequeños gestos, se encuentran los instantes más imprevisibles, y gracias a ellos (desde cómo poner una pava hasta darle de comer a un gato) se sucede el verosímil. Una conexión invisible con el resto de la obra del autor, como El árbol o Elegía de abril. La deuda es un trabajo lleno de sutilezas, diálogos precisos, una puesta delicada, pero con un trabajo con el color azul digno de un film de Kieslowski. Interpretaciones sólidas, especialmente de una notable Belén Blanco, llevan adelante un relato cargado de tensión y humanidad. El apoyo de Lita Stantic y los hermanos Almodóvar confirman que se trata de una obra global pero intimista, personal, de autor. Sin fisuras narrativas, un ritmo lento pero atrapante, una duración sin un minuto de más, es de lo mejor que dio el cine nacional en 2019.
Parada delante de la puerta de un edificio, Mónica observa pasar a la gente sin desprenderse de un gesto de evidente preocupación. Motivos no le faltan. Al rato, en diálogo con un compañero de la empresa donde trabaja, se sabrá que ella se quedó con $ 15.000,-- de un cliente. Mónica dispondrá de menos de un día para reponer un dinero que no tiene. El resto es su desesperado recorrido por calles y domicilios en busca de algún conocido que le preste plata hasta completar la suma que debe. Los pocos pesos que ahorró con su pareja no le alcanzan, necesita mucho más. A partir de este eje, el guión de Gustavo Fontán y Gloria Peirano va registrando los momentos en que Mónica intenta conseguir los billetes tan ansiados, sin que surjan las variantes necesarias para sostener el interés narrativo. Las reacciones de la protagonista carecen de matices que le saquen el jugo al planteo inicial. Los pedidos de pesos a diferentes personas podrían haber abierto un variado abanico anímico, referido a las reacciones que genera una situación de tanta urgencia, pero eso no sucede. Las distintas secuencias se suceden en forma rutinaria, y hasta previsible. Por su parte, el desenlace suscita determinada reflexión, y aún así no trepa a un alto nivel. El imán de "La deuda" está en su tratamiento visual. En ese sentido, en su condición de director, Gustavo Fontán pone en marcha un eficaz registro del comportamiento de hombres y mujeres anónimos, que van y vienen por la ciudad, de noche y de día. Multitudes fugaces que se desplazan en vehículos, alguien dispuesto a cruzar en una esquina cerca de Mónica, el ruido de la mañana y el silencio inquietante de las horas nocturnas, se constituyen en detalles de una cotidianeidad que no nos es ajena. A esto se suma el estético encuadre de los distintos tramos del argumento, y el dinámico manejo de una cámara que parece transformarse en precisa mirada. En el elenco, Belén Blanco asume el absorbente personaje de una Mónica que aparece en todas las escenas. Y a pesar de su destacada y premiada trayectoria teatral, cinematográfica y televisiva, en esta ocasión no alcanza su mejor estatura interpretativa. Cargando un papel de limitado alcance, no puede escaparle a la reiteración de gestos. Su labor cae en la monotonía. En una participación especial, sobre el cierre de la historia, Leonor Manso saca a relucir su sólido profesionalismo, mientras Marcelo Subiotto, Edgardo Castro, Walter Jakob ofrecen correctas actuaciones. Más allá de los méritos formales que mencioné, esta coproducción argentino-española (el lado europeo corresponde nada menos que a El Deseo, de Pedro Almodóvar) quedó en "deuda" -sin poder soslayar su título- con un contenido profundo.
Una mujer se quedó con dinero en su trabajo, un compañero aguanta no delatarla, pero le pone un plazo a la devolución. No es la primera vez que la protagonista roba. No es mucha plata pero para ella es una cantidad enorme. Y se tomara toda una larga noche, del crepúsculo al amanecer tratando de encontrar esos pocos billetes que no tiene. En ese cono urbano desierto y despiadado esta mujer es la imagen de la desesperación. Y el director, el talentoso Gustavo Fontan, que escribió el guión junto a la escritora Gloria Peirano crea un clima de angustia, oscuridad y necesidad que golpea constantemente con los humanos que la mujer visita para obtener ayuda. La relación con el dinero es el tema, lo despiadado de esa interacción que nos suele alejar de la solidaridad, de la ternura, del amiguismo pregonado. Esa mujer recorre la noche atenazada por el abandono, al borde de una desesperanza. Cruza una ciudad inhóspita, oscura, ominosa. El personaje se transforma en el símbolo de la deuda de un país, esa condena que llevamos todos y que marcara inexorablemente todo nuestro futuro, seamos conscientes o no. Habrá un último paso hacia una solución desesperada. El azar. El pensamiento mágico, la perdición. Belén Blanco cumple un gran papel, tiene todo para dar la medida de su desamparo, desarmada sin destino, con la pulsión de su ansia. Un trabajo conmovedor. Un film inquietante.
Ya sin puertas que golpear La llamada de un cliente enojado hace saltar un secreto que no podía durar mucho oculto, aunque Mónica (Belén Blanco) esperaba tener un poco más de tiempo para devolver el dinero que se llevó del trabajo para su propio uso personal. La suma no es enorme, pero es un dinero que ella claramente no tiene, que no sabemos dónde fue a parar, como tampoco sabemos dónde planea conseguirlo en tan poco tiempo. Su compañero de oficina descubrió el faltante. Como es el único al tanto del problema, le concede hasta la mañana siguiente para saldar la deuda antes de avisar a su jefe. Ella inicia una desesperada carrera por conseguir el dinero durante la noche, recurriendo a la poca gente que aún le tolera un comportamiento que evidentemente es habitual. Esas horas que ella pasa recolectando -a fuerza de súplicas y engaños- cada poco de efectivo al que puede echar mano, le implican recurrir con cinismo y resignación a su reducido círculo cercano, forzada a enfrentar su propia vergüenza ante una situación que aunque no es explícita está claramente fuera de su control. Con pocos diálogos y situaciones de las que siempre nos falta alguna pieza, La Deuda va dejando indicios antes que respuestas concretas, mientras construye un personaje y una situación de la que nos deja el ensamblado a nuestra cuenta. No importa para qué la protagonista necesita el dinero. Si tiene problemas, vicios, o simplemente dedos pegajosos, es secundario: es mucho más interesante ver las consecuencias que esto tiene en ella misma y su entorno. Todo el tiempo se la ve cansada y derrotada, pero forzada a seguir andando por un camino que claramente la angustia y avergüenza, uno en el que ni siquiera sus pequeños triunfos le dan alegría. Quizás porque por más cínica o egoísta que parece a primera vista, sabe que solo está traspasando su dolor a alguien más; y ese es un peso al que no es inmune. Hay mucho del estilo documental en la forma que emplea Gustavo Fontán para narrar esta historia, con una economía de recursos que le suma aspereza a algo que ya de por sí no es alegre. Ayuda para esto la oscuridad de la noche, que además de contribuir al clima opresivo también permite dejar fuera de la vista todo aquello que es mejor no mostrar, tanto para que sume como para que no reste. El resto de los personajes tiene participaciones bastante pequeñas, entrando y saliendo de la historia cuando hacen falta, del mismo modo que lo hacen en la vida de Mónica. Para ser una trama tan directa y sin muchas vueltas, en general logra sostener el ritmo. Aunque por esa decisión de transmitir agobio, no falta alguna escena al borde de cansar por su estaticidad o por remarcar un poco demás algún detalle de lo que está contando.
"La deuda", un fresco de la Argentina urbana El cineasta ve en Mónica, embarcada en un viaje nocturno para conseguir préstamos, el signo de una sociedad para la que el dinero parece serlo todo. Como Marion Crane en Psicosis, Mónica se quedó con plata de un cliente, en la oficina en la que trabaja. Pero ella no escapa, no se siente perseguida por la culpa ni recibe un castigo desmesurado. Simplemente trata de reunir el faltante que debe cubrir a la mañana siguiente. El suyo es un largo viaje de la noche hacia el día y, como en todo viaje (los de la literatura y el cine, al menos), durante ese lapso cruzará su destino con el de otras personas, a quienes circunstancialmente necesita y en quienes de algún modo se ve reflejada. En su regreso al cine resueltamente narrativo después de haber hecho toda una carrera de la observación y la abstracción, Gustavo Fontán (El árbol, Elegía de abril, El limonero real) ve en la protagonista de La deuda el signo de una sociedad para la que el dinero parece serlo todo. Hasta el punto de teñir todas las relaciones. Mónica (Belén Blanco) es una máscara. Impasible e inalterable, con un tinte de angustia que la actriz le presta al personaje. Sus acciones son casi secretas para el espectador. Lo primero que hace al salir del trabajo, el día del robo, es entrar en una boutique y comprar un par de vestidos. Uno para regalar, el otro para ella. El regalo es para su hermana Laura (Andrea Garrote), que cumple años. Mónica va a casa de Laura, charla un rato, come algún canapé, pide plata y un rato más tarde anuncia, para sorpresa de su hermana y su marido (Pablo Seijo), que no se queda al festejo. En la entrada del edificio se topa con Sergio (Marcelo Subiotto), quien se ofrece a llevarla hasta la casa. Por lo visto, ella y Sergio son o fueron amantes. Entre ambos hay más cuentas impagas (más deudas) que ardor. Sergio, sin embargo, está dispuesto a ayudarla. Cruzan al conurbano por algún puente de zona sur. En casa, Mónica se encuentra con su marido Pablo (Edgardo Castro), que, en piyama, desaliñado y con la barba crecida, parece el monumento a la depresión. Mónica busca unos ahorros, no los encuentra, discuten y antes de irse agrega varios ladrillos a ese monumento. El mundo de La deuda es uno de clase media pauperizada. “Tenés auto nuevo”, le dice Mónica a Sergio. “Bueno, nuevo…”, sacude él la cabeza. “Nuevo para mí puede ser. Pero muy nuevo no es”. Los vínculos están deteriorados: en la escena inicial, cuando Mónica bajó a la vereda a fumar un cigarrillo, una mamá le tira un juguete al hijo. En casa de Laura están preocupados con el costo del colegio para los hijos. El marido de Mónica, que da toda la sensación de estar desocupado, guarda celosamente los escasos ahorritos. La relación con Sergio se parece más a una transacción, con el interés del préstamo de por medio. Al final de la noche, en el bingo de Avellaneda, Mónica se encontrará con una adicta al juego que le es sumamente familiar y que no parece en condiciones de ir más allá de la palabra “yo” (Leonor Manso). En la calle se oyen sirenas, estacionan patrulleros, alguien se lamenta sobre el cordón de la vereda. ¿De qué deuda hablará el título, aparte de la literal? ¿De la que la sociedad tiene con el mundo de los afectos? ¿De la social? ¿De la externa, que hace de cada peso un tesoro? Mónica se ofrece a la cámara como esfinge o pantalla: no hay modo de ver a través de ella. De los planos de ambiente, siempre en fuga gracias al uso del teleobjetivo, puede componerse, tentativamente, el mapa de muros y cortinas metálicas de lo que alguna vez, hace mucho tiempo, fue una zona fabril. El viaje es nocturno: no hay lugar para ninguna luz. La deuda es una película absolutamente interna y, a la vez, una suerte de fresco urbano: esto no será toda la Argentina, pero es, seguro, una parte significativa de ella.
En crisis. Desde hace años, el dinero suele ser eje de numerosos largometrajes de ficción del cine argentino. También lo es en La deuda, aunque resulta notable lo que su director hace con el tema. Si en películas recientes como La odisea de los giles (2019, Sebastián Borensztein) o Animal (2018, Armando Bo) la plata suele ser motivo de fascinación, mezquindad y rencores, aquí es sinónimo de sufrimiento, de búsqueda ansiosa. No hay planos detalle de billetes ni un final en el que el acopio de capital asegure felicidad: los personajes se relacionan dificultosamente mientras el dinero les resulta algo necesario y esquivo. Nadie lo obtiene gracias a un ardid malicioso, simplemente se lo usa para pagar, se gana y se pierde, se pide y se presta. No es la primera vez que Gustavo Fontán incursiona en la ficción con actores profesionales: ya lo había hecho en su olvidada Donde cae el sol (2002, con Alfonso de Grazia) e incluso en otras de sus películas, de estructura narrativa más elástica, como Elegía de abril (2010) o El limonero real (2016). Aquí, si bien hay un relato ceñido a un personaje principal (Mónica, joven empleada que en pocas horas debe reponer una suma de dinero faltante en la oficina donde trabaja) y varios actores conocidos (a Belén Blanco, con su singular rostro y medida expresividad, se suman Marcelo Subiotto, Leonor Manso, Edgardo Castro, Waltar Jacob y Andrea Garrote en roles secundarios), la intención no pasa por la tensión que genera un conflicto a resolver, al modo de Dos días, una noche (2014), de los Dardenne. En realidad, ni el desenvolvimiento de un clima de intriga ni el planteo de un dilema moral parecen haber sido premisas del guión, escrito por Fontán junto a Gloria Peirano. Uno de los objetivos que La deuda, claramente, se ha planteado, es jugar con las expectativas del espectador, retaceando información y dejando abiertos algunos datos. El personaje de Edgardo Castro, por ejemplo, ¿es un hermano, un amigo o una ex pareja de Mónica? Y el de Leonor Manso ¿es la madre, una vecina o una compañera de jornadas compartidas en el bingo? Éstas y otras preguntas, como las relacionadas con los motivos del abatimiento de la protagonista, van generándose a medida que la acción avanza, atravesando una historia que el espectador deberá completar con su propia mirada y sus pensamientos. Al mismo tiempo, el trabajo de Fontán como director, la fotografía de Diego Poleri, la edición de Mario Bocchicchio y la angustiosa música incidental conducen el periplo de Mónica hacia algo algo extraño y pesadillesco. Las idas y venidas en auto por las calles del conurbano bonaerense, en medio de la madrugada, o las situaciones mismas en el interior de los distintos departamentos, aunque tienen una base real, se desvían permanentemente hacia algo turbio. Por ejemplo, el ingreso de Mónica al bingo –trasladada por la escalera mecánica como si descendiera a los infiernos– transmite esa turbadora sensación. Al comienzo, entre los preparativos por el cumpleaños de la hermana en el departamento de ésta, hay un clima distendido y agradable, pero ya allí el marido (Pablo Seijo) comenta que han echado gente de su trabajo. De todos modos, la intranquilidad va más allá de lo que ocasionalmente diga algún personaje: la ambientación, la luz enrarecida, los encuadres y sobreencuadres van descomponiendo el ánimo, asomando algunos gestos de solidaridad en medio de la desapacible noche. Esa deuda asumida de modo irresponsable, desencadenando una crisis posterior, permite una lectura por la cual el problema de Mónica puede ser general, como si representara a la sociedad argentina en su conjunto. Interpretación que ratificaría el tramo final, en el que su figura se confunde y se multiplica con las de otros ciudadanos que, al despuntar un nuevo día, salen al ruedo con su fragilidad, su miedo a cuestas y el impulso por salir a pelearla, pese a todo.
¿Cuánta plata es hoy, setiembre de 2019, 15 mil pesos? La crisis y la devaluación convirtieron 15 mil pesos, que es la suma que debe devolver la protagonista (estupenda Belén Blanco) de este ultimo film de Gustavo Fontán (Elegía de abril, La casa, El día nuevo, El limonero real) en una cifra por la que, pareciera, que no vale la pena pasar semejante derrotero. - Publicidad - Es la conciencia de la crisis asumida también en el propio espectador con la que juega esa extrañeza. Un dinero que desaparece, un dinero que hay que juntar de a partes: escondido en cajas, en placares, en habitaciones, en pequeñas latas de la cocina. Es muy bueno el análisis que hace el colega Visconti en el sitio amigo hacerselacritica poniendo el centro en este dinero que está fuera del alcance visual del espectador la mayor parte de las veces y fuera también del alcance de los argentinos en estos últimos tiempos. Durante toda una tarde-noche, Mónica debe juntar el dinero que sacó de su trabajo. Sobrevuela, y estructura la diégesis misma, una posible denuncia, una estafa tal vez, un supuesto robo, y por tanto un futuro castigo. Esa amenaza hace que el espectador vea a Mónica como un ser oscuro, despectivo que en gran parte del relato no genera empatía. La compra de dos prendas de ropa, escena sobre la que Fontán se detiene largos minutos, parece ser el prólogo de una huída. Comprar, para Mónica, es algo compulsivo (será?). El cumpleaños de la hermana y el regalo comprado, la relación con Sergio que Mónica saca de la fiesta para que la lleve a su casa, una pareja que es más un fantasma, podemos imaginar por qué, aclararlo sería subrayar algo en un film que evita los subrayados. Momento egoísta de la protagonista. Pero la noche recién empieza. La deuda tiene algo que le venía faltando al cine argentino de los últimos tiempos: el film de Fontán potencia la necesidad de analizarla, de estrechar los signos, de hablar sobre las posibles relaciones simbólicas, de pensar el entramado de escenas como significados que están ahi para tomarlos, pensarlos, y sobre todo, charlarlos. Es una película para ser charlada, cosa que debería ser algo común y que se ha convertido en algo extraordinario. También por momentos es obvia, pero inteligente, porque tiene la capacidad de salirse rápidamente hacia lugares más obtusos y más puestos entre paréntesis. Dice Fontan que la película originalmente se iba a llamar El desierto, una idea que prefirieron mantenerla en el tratamiento de su estética rebelada en el tratamiento azulado de la fotografía de Diego Poleri, en sus reflejos, una constante en el cine de Fontán, en su nocturnidad, las luces y las sombras de los bordes de la ciudad y el conurbano. Es una película también para ver en cine: ese tratamiento lumínico que estalla en la escena del Bingo revela mundos: una verdad única que también rápidamente se desarma en verdades múltiples. El final es poético. El tren llega a Constitución temprano en la mañana. No adelantamos nada con esto. Quien haya tomado alguna vez ese tren, entenderá. Quien no, asomará a la libertad de un realizador más cómodo en ese momento más asociado al documental de creación, una creación atravesada por la ficción durante un poco más de una hora de duración.
La Deuda: Pagando a pulmón. Nos ponen en la piel de una mujer con pocas horas para juntar miles de pesos, con un cuerpo y mente que a duras penas van a permitirle lograrlo a tiempo. Una joven utiliza plata de su trabajo para gastos personales, y tiene horas para devolverla si quiere mantener su laburo. No es la primera vez, pero servirá como excusa en un viaje tan tranquilo como tenso que desfilara por familia, amistades y no tanto, en busca de los pesos que le faltan para la mañana siguiente. Una tensa noche llevada a pulmón por alguien acostumbrada a vivir día a día una existencia abrumadora. Su lentitud o tranquilidad pueden no ser para todo tipo de públicos, pero es un film con una intensidad mucho más interna que exteriorizada en secuencias físicas, pero con la fuerza necesaria como para carcomer a su protagonista desde adentro. Producida por Agustín Almodóvar entre otros, resulta una recomendable experiencia que se atreve a hablar tanto del argentino como la Argentina en sí, al mismo tiempo que se ocupa de llevar adelante una trama muy específica de su personaje principal. El film parece por momentos ser una tesis acerca de la influencia que los problemas económicos tienen en la salud, o como causa y consecuencia de problemas afectivos. Una exploración de personaje que por suerte saben abundar año a año en el cine independiente nacional, y encuentra en La Deuda un gran exponente. Gran parte del peso narrativo lo lleva a cuestas la protagonista, interpretada de gran manera por Belén Blanco; en uno de esos casos en que la habilidad en el casting se mimetiza con el acierto de decisiones, tanto del intérprete como del mismo director. Otro nombre para destacar es el de Marcelo Subiotto, en un papel secundario que refuerza y da un segundo respiro a la película para llegar a buen puerto. Pero claramente la influencia más grande que se siente es la del autor, guionista (junto a Gloria Peirano) y director, de la obra. Gustavo Fontán lleva adelante un relato tranquilo de esos que no necesitan mucha acción o movimiento para transmitir ideas o desarrollar sus temáticas. Muy recomendable para casi cualquiera, pero especialmente para aquellos que mes a mes invierten lo que pueden en apoyar alguna que otra peli nacional. Un film hecho y casi que dedicado para los que se encuentran difícil navegar la vida con un bolsillo que día a día cuesta más llenar, y que no da abasto con el esfuerzo individual en pelear una batalla sistemática que debería ser de todos
El experimentado realizador Gustavo Fontán propone el viaje hacia el infierno de Mónica (Belén Blanco) una mujer que se ve envuelta en situaciones complicadas a partir de una deuda de dinero y sus maniobras para conseguir saldarla. Opresiva, asfixiante, la propuesta, producida por Lita Stantic y El Deseo, de Pedro y Agustín Almodóvar, llega con su hermética reflexión sobre las personas y sus decisiones, pero también sobre cómo a cada acción la reacción no se hace esperar.
Gustavo Fontán vuelve a la ficción con mucho de su estilo y pisando fuerte en "La deuda", una película que conjuga un estilo teatral, aunque abierto, con una estética industrial llamativa. El elenco destacado que encabeza Belén Blanco es fundamental para que su resultado sea una propuesta muy interesante. Dentro de una filmografía en constante desarrollo y crecimiento como la argentina, es un lujo poder contar con realizadores tan personales como Gustavo Fontán. El director de "El limonero real" cuenta con una amplia trayectoria en la que sobresalen sus documentales de marco íntimo, y ficciones de estilo muy cercano, difuso, con el registro documental. Dejando una huella, marca personal, que lo hace reconocible desde aquella injustamente poco valorada y recordada "Donde cae el sol", último trabajo y enorme despedida de Alfonso de Grazia. Las construcciones dramáticas de Fontán, ya sean en ficción o documental, invitan a mirarnos a nosotros mismos, relejarnos en los personajes, que también suelen ser muy cercanos a su persona. Un artesano, con casi veinte títulos; sus películas suelen ser de estructura pequeña y un contenido enriquecedor. "La deuda", producida por Lita Stantic (en su celebrada vuelta al cine argentino) y los hermanos Almodóvar a través de su productora El deseo (que produjo títulos locales como "El Clan" o "Relatos Salvajes"), se ve como una propuesta a escala mayor, con una construcción ficcional clara más fuerte, aunque el estilo íntimo del director sigue ahí como toque fundamental. "La deuda" es un film de encuentros. Por momentos se acerca a esos documentales de visitas, en los que alguien, acompañado por una cámara, recorre un trayecto y se encuentra con diferentes personajes que comparten sus historias. Sí, "La deuda" también son varias historias en una, con una protagonista que aglutina. Belén Blanco, en un registro diferente a su habitual, es Mónica, una oficinista, tesorera, que se hizo con una suma de $15000 que compromete a un compañero de trabajo y un cliente que depositó esa suma. Mónica es descubierta, e improvisa algo para salir del paso, promete reintegrar la suma con la mayor calma posible, y sale en la búsqueda de esa suma, para el día de mañana a primera hora. "La deuda" es una larga noche en la vida de Mónica, una mujer cansada, desinteresada, desapegada, de todo. No conecta con su familia ni con su pareja, tiene una historia pasada que habrá que interpretar, y su presente marcado por lo laboral tampoco la entusiasma, ni mucho menos. Es un personaje que pide un quiebre a gritos, pero se encuentra encorsetada. Fontán irá plagando "La deuda" de sutilezas, nada es obvio y remarcado, prefiere escatimar información, permitir que el espectador termine de completar el film en su cabeza e “imagine”, interprete, mucho de lo que sucede alrededor y en el interior de Mónica ¿Es importante saberlo todo o alcanza con saber que es una mujer en una situación apremiante? Durante esa noche, Mónica visitará diferentes personas buscando juntar ese dinero, y cada una también tendrá su pequeña historia que impacta sobre esta indiferente y fría Mónica. Entre ellas su hermana y cuñado, un hombre con el que tuvo un pasado, otro hombre ¿con el que convive?, y una mujer perdida por los bingos y los casinos. Contar con los nombres de Andrea Garrote, Leonor Manso, Walter Jakob, Marcelo Subiotto, y Edgardo Castro, para estos roles, hacen aún más placentero el tránsito por "La deuda". Cargada de color, abierta, extremadamente urbana (en un realizador que suele apreciar las puertas adentro, y los escenarios campestres o menos transitados), con una noche que estalla en luces y contrastes; La deuda juega a una suerte de noïr moderno, con imágenes difumadas y una banda sonora que invita a disfrutar de la noche. Los rubros técnicos poseen un acabado de prolijidad llamativo en los cuales se nota la colaboración de pesos pesados. Si bien su historia es “sencilla” y no apunta a un ritmo popular, La deuda se ve como un film industrial con una impronta fuerte. Belén Blanco asume un rol maduro y complejo. Su figura de gestos desganados y su voz pausada ayudan a crear el perfil de Mónica, una mujer que esconde, que tiene deseos que no expresa. Blanco se juega por un registro distinto al acostumbrado, más expresivo, con matices. Su interpretación es realmente destacada y logra cargarse la historia con soltura. Una historia de cajas chinas, un juego de introspecciones, y la mirada atenta a los personajes sin subrayar información, La deuda desafía al espectador a seguir analizándola una vez abandonada la sala. Gustavo Fontán refuerza ambiciones sin perder su centro, y el resultado merece ser remarcado.
Gustavo Fontán es un director argentino más que interesante. Creador de dos trilogías muy personales y capaz de filmar con un sentido estético notable. Como muestra, La Deuda, un laberinto de imágenes azulinas de espacios poco iluminados, cerrados (un auto en movimiento, un dormitorio asfixiante) o abiertos (la calle nocturna, el tránsito humano, un bar). En el centro, Mónica (Belén Blanco), una mujer que carga la desesperación de devolver los quince mil pesos que se robó porque sino la van a echar del trabajo. Para conseguir la plata, se acercará a una serie de personajes. Y aunque su actitud es más bien áspera, pronto se revela que su máscara tiene grietas, a través de las cuales se puede ver a una mujer que sufre. Hay referencias a lo social, una empresa que echó empleados, la relación de la gente con lo que cuestan las cosas. Pero si La Deuda, más allá del dedo señalador de su título, hace de su historia una metáfora, al menos elige el camino de la sutileza, preocupada por cuidar su narrativa antes que por bajar línea.
La productora española El Deseo, de los hermanos Pedro y Agustín Almodóvar, y la Municipalidad de Avellaneda congeniaron en el financiamiento de la nueva película dirigida y co-guionada por Gustavo Fontán. ‘La Deuda’, protagonizada por Belén Blanco y Marcelo Subiotto, fue filmada en locaciones de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en los límites de la zona centro de Avellaneda. Sería un tanto amnésico de nuestra parte asumir que este film es experimental. En cierto punto, todos lo son. A su vez, el acercamiento que Fontán aplica con Mónica (Blanco), su protagonista, guarda notables reminiscencias con la Marion Crane del primer tercio de ‘Psicosis’ (1960) -por su dilema económico- y el Thomas de Blow-Up (1966) -por contar con una participación casi absoluta a lo largo del metraje-. La puesta de cámara es un elemento que acompaña poéticamente la decisión de un ritmo pausado. Esto con la labor del director de fotografía, Diego Poleri, que compone la narración mediante el uso de planos fijos, cosa que aplica en la mayoría de la duración, salvo con algunas excepciones. Una de ellas, en las escaleras mecánicas del Bingo de Avellaneda, esas que llevan a Mónica hacia las máquinas traga-monedas a través de un metafórico descenso infernal; Otras pueden percibirse en los anómalos planos subjetivos establecidos detrás del parabrisas del Ford Escort de Sergio (Subiotto). Lo que nos lleva a subrayar un polémico establecimiento de un “no lugar” para nada utópico. Si bien a los residentes nos pueden quedar claros los trayectos que se llevan a cabo de la ciudad a zona sur y viceversa, la película elabora su geografía de manera muy dispersa con indicios -nombres de calles, señales de tránsito- que de a ratos son omitidos. Es decir, es una obra centrada en sus personajes, particularmente los que se relacionan con una, y no en su paisaje, aunque sí se entiende que este también incide en los acontecimientos que la atraviesan a ella. Lo cual puede ser apreciado como deliberado o no, tampoco lo señalamos como un defecto. Si podemos disfrutar de una lectura de Shakespeare en la que Inglaterra limita con Polonia, también podemos suspender el realismo y la verosimilitud en cualquier ficción de vez en cuando. No es un film para todos los públicos, ninguno lo es. Opera con una apreciable operación de símbolos dentro de una historia que en apariencia está plagada de naderías y tiempos muertos. Discrepamos con quienes aseguren que es una obra vacía, aunque de hecho se presta a dicha interpretación fallida. El trabajo de Gustavo Fontán, muy lejos de ser menor, nos mantiene como observadores parcialmente pasivos, pero también nos pone de frente con esos conflictos que combatimos a diario y nos hace pasar a un rol más activo. Hay, sin embargo, elementos de contexto social, político y económico que básicamente aparecen de costado, casi como una nota al pie en la trama y no terminan por abordarse. Esto puede deberse al mero hecho de que disponemos de un solo visionado del film. Por ahora esto no parecería compaginarse narrativa y discursivamente con el rumbo de Mónica.
Gustavo Fontán, coguionista y director, dice, acerca de las motivaciones que lo llevaron a rodar este filme, producido por Lita Stantic y El Deseo: “Durante muchos meses me hice muchas preguntas sobre la ternura en el mundo, sobre las formas de vincularnos con los otros. Hay algo que me impacta: el modo como se dan las transacciones entre los humanos en un mundo que propone la alienación. Mónica debe dinero, no es mucho, algo así como un sueldo mínimo. Pero para ella y sus seres cercanos, es mucho. El derrotero de Mónica, si bien está sustentado en la necesidad de conseguir dinero, pone en evidencia vínculos, aun cercanos, que se constituyen como transacción. La sensación que tuve y que tengo, y que espero le dé sustento emocional a la película, es que todos, de algún modo, en este mundo en que vivimos, cada día nos vamos quedando un poco más solos”. Sobre esa premisa, el director se dispone a construir el relato de La deuda, que describe como “su película más narrativa”. La película comienza con el planteo del conflicto que se resume en la primera escena: Mónica tiene que reponer un dinero que se llevó de su oficina; no es la primera vez que esto sucede y su compañero de trabajo no está dispuesto a cubrirla más allá del plazo perentorio de la primera hora del día siguiente. A partir de ahí, se desenvuelve el nudo de la trama que consiste en seguir a la protagonista en un periplo laberíntico entre el conurbano y el centro, con la misión de reunir la suma, pero el ritmo narrativo se hace lento, detenido en esperas y largas tomas que documentan minuciosamente los detalles de lo que Mónica ve por la ventanilla de los vehículos que la llevan en esta interminable procesión nocturna. Belén Blanco, la protagonista excluyente, intenta dotar a su personaje de verdad y logra transmitir cierta sensación de vacío existencial y tristeza que se apoderan de Mónica durante todo el filme. En general las actuaciones del resto del elenco adoptan un tono monocorde y con pocos matices, con la bienvenida excepción de Leonor Manso, que tiene una intervención corta pero efectiva cerca del desenlace. La película parece iluminarse con las primeras luces del día pero el final abierto e interesante no logra redimir un relato que resulta oscuro y moroso.
La nueva película del director de “El limonero real” se centra en una mujer que debe dinero en su trabajo y debe reponerlo a la mañana siguiente. Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Edgardo Castro y Leonor Manso protagonizan esta historia acerca de la soledad y los vínculos que se ven afectados por la crisis económica. LA DEUDA es un retrato de un (mal)humor social e individual. El título, cuyas referencias son específicas pero también metafóricas, lleva a pensar en distintas “deudas” posibles: la que tiene la protagonista con su jefe –ella se ha quedado dinero que no le correspondía y tiene que reponerlo a la mañana siguiente al entrar al trabajo– pero también en una deuda, si se quiere, social con la esforzada gente que día a día trata de combatir la soledad y la desesperanza mediante el trabajo y la solidaridad, las únicas armas que jamás abandonan. La nueva película de Fontán es un retrato nocturno, además, de un sector de la ciudad y la provincia muy particular, allí donde Barracas y Constitución se tocan con el Conurbano (Avellaneda, Gerli, Quilmes, etc.), zona de autopistas y calles bajas, de edificios tipo monoblock y de muchas soledades desperdigadas. Mónica (Belén Blanco, de bienvenido regreso al cine) usó 15 mil pesos que no eran suyos, ha sido “descubierta” en el trabajo y se comprometió a devolverlos la mañana siguiente. A lo largo de la noche deberá conseguirlos, por lo que se cruzará con distintos personajes y entablará con ellos relaciones mediadas por esa necesidad. Mónica recalará en la casa de su hermana (Andrea Garrote), que cumple años, se cruzará luego con una ex pareja (Marcelo Subiotto), con el hombre con quien convive (Edgardo Castro) y más tarde con su madre (Leonor Manso), con la cabeza siempre puesta en conseguir que la ayuden económicamente. Cada uno de ellos, a su manera, vive su propia soledad y desamparo emocional, y aun sabiendo el interés existente en esos encuentros –Mónica tampoco hace mucho por disimularlo–, harán lo posible para ayudarla. LA DEUDA se presenta como una cadena de favores en la que el dinero es central, un poco como en algunas películas de Robert Bresson o MAURO, de Hernán Rosselli, con la que comparte tema y cercanía geográfica. La matriz de esa cadena es, uno imagina, un sueldo insuficiente que lleva a Mónica a tener que quedarse temporariamente con un dinero que no es suyo. Fontán nunca aclara los motivos (no es la primera vez que Mónica lo hace, se sabe, pero el guion no busca una justificación que podría generar empatía fácil respecto a sus actos) sino que se asume que el dinero no le alcanza y no ve otra alternativa que “tomarlo prestado”. En su recorrido se enfrenta con su historia personal y familiar pero –salvo por un momento, perteneciente a otro tipo de película, en la que la madre le habla de su pasado– muy pocas cosas “importantes” se dicen en LA DEUDA. Se adivinan, sí, las marcas de ciertos dolores e impotencias, de cierta sensación de vacío entre todos ellos, pero quedará en el espectador imaginar las causas de ese desapego. Por otro lado, casi nunca la película se vuelve turbia o peligrosa, y no invita a pensar que Mónica vivirá desventuras del tipo policial. Aparenta ser un descenso a los infiernos pero –salvo que uno pueda pensar que el infierno es algo parecido a ver gente jugando sus pocos dineros en el bingo de Avellaneda a las tres de la madrugada– termina sin serlo. O lo es de una manera inesperada, un poco como la reciente película GHOST TROPIC, de Bas Davos, que seguía a una señora forzada a volver a su casa a pie de madrugada tras perder el último transporte público. Ambas deambulan por la noche y se topan con gente sola. Y ambas películas pintan esa tristeza de extramuros desde una distancia exacta. Es una película filmada con una rigurosidad y un ojo únicos –ya conocidos en otras películas, más radicales, de Fontán, como EL ARBOL, EL ROSTRO o EL LIMONERO REAL— y sus episodios más narrativos compiten en atención con los puramente visuales. Hay momentos, en ese sentido, que estremecen, como ciertos recorridos por autopista, imágenes de rara psicodelia en el citado bingo o la larga y precisa secuencia del final. Y en la combinación, la película logra ir y venir de lo privado a lo público de una manera elegante y muy consecuente con las ideas que la sostienen. Es ahí que la deuda de Mónica se vuelve un retrato de la eterna circulación de la gente para ganar dinero, pagar cuentas, y así, sucesivamente, en un círculo que se vuelve vicioso por la lógica materialista que lo sostiene. Finalmente, Mónica es una más en la larga fila de trabajadores que día a día desembarcan en la ciudad para hacer funcionar un sistema que no parece pensar demasiado en su bienestar.
Mónica no realizó unos pagos de un cliente de la oficina en la que trabaja. Los quince mil pesos que faltan no solo la comprometen a ella sino también a un compañero, que es quien descubre la falta. Parece que no es la primera vez, pero el compañero, a pesar del enojo, conserva el silencio y vuelve a creerle: Mónica se compromete a reponer la suma de dinero a la mañana siguiente. El guión de esta historia no es algo novedoso porque justamente la idea de un tiempo limitado para enmendar una falta es uno de los conflictos más interesantes que pueda dar una buena película. Desde lo más simple a lo más complejo, diferentes cineastas han pasado por estas estructuras. En un tono más clásico de lo habitual para su cine, el director Gustavo Fontán hace una recorrido nocturna con su protagonista. Lejos de cualquier heroísmo, el personaje que lleva adelante la trama tiene a un alrededor un aura de oscuridad cercana a personajes como los de Taxi Driver, que transitan la noche por un mundo desconocido para la mayoría de las personas. Más narrativa que las otras películas de Fontán, La deuda igualmente es acética y minimalista. Con diálogos exactos y largas escenas sobrias y sin estridencias. A pesar de los cambios en su cine, el realizador sigue siendo leal a sí mismo.
En su película más "mainstream" el gran Gustavo Fontán no pierde su tono, su mirada, su particular manera de retratar un país en la que el dinero...
MERODEO CAPRICHOSO Mónica fuma en la puerta de su trabajo, mientras se distinguen colectivos, autos y transeúntes. Luego, el portón del garaje se abre y el vehículo pronto se pierde junto a los demás. Algunos minutos más tarde, ella tira el cigarrillo y sube las escaleras hasta la oficina. La cámara fija pone en evidencia dos tiempos diferentes y simultáneos. Por un lado, el movimiento del tránsito y de los ciudadanos –tanto dentro del cuadro, aunque recortado, como por fuera gracias al sonido ambiente que completa la escena–; por otro, la suspensión temporal encarnada en la mujer y en los futuros vagabundeos nocturnos. Un juego sostenido a lo largo de La deuda para desnudar los aspectos más sombríos, ocultos y solitarios pero que, por momentos, parece arbitrario. El instante clave es la culminación de la jornada laboral ya que la parsimonia del ámbito interno se mezcla con el último ajetreo del día fusionándose en un aparente silencio a medida que se oculta el sol. Allí no sólo convergen ambas temporalidades, sino que se afianzan mediante al recorrido de la protagonista como una suerte de flâneur bajo la excusa de juntar la cantidad de plata que tomó sin consultar. A diferencia del término francés, el circuito no resulta azaroso o sin rumbo, sino un encadenamiento de lugares entre la capital y el conurbano que la vinculan con los otros personajes: la casa de la hermana, la suya, la de un antiguo amor o de un amor que nunca fue, el hospital o el casino; todos ellos conectados por diferentes medios de transporte para subrayar la contemplación urbana y sensorial. Sin embargo, ese merodeo pierde el valor metafórico o poético convirtiéndose en algo rebuscado o impuesto. La ciudad, entonces, adquiere los mismo rasgos elípticos que los demás y precisa de los otros para ser investida de sentido. En este punto resulta muy interesante el uso del fuera de campo puesto que no sólo habilita a los espectadores a reconstruir lo no dicho, sino también a imaginar gestos o acciones posibles de aquello que no ven pero escuchan. Tal es el caso de la charla entre Mónica y el hombre en el coche con la mirada puesta en los carteles de publicidad, los camiones o la autopista. Ocurre lo contrario con el despliegue de los espacios. Nadie parece habitar en ellos; por el contrario la forma de circular o utilizarlos, el contacto con los elementos, la decoración y hasta las luces realzan cierta artificialidad, distancia y apatía. Todos actúan como no lugares o sitios de tránsito. Si bien se muestran a los personajes fragmentados, Gustavo Fontán deja en claro dos reincidencias de la protagonista: la sustracción de dinero y el ataque de asma. Estas características son las únicas dos certezas detalladas en el filme, mientras que hacia el final trabaja en espejo desde el aspecto así como en lo narrativo. Con el amanecer, el exceso de tonos azules empieza a disiparse. El clima hostil que amenazaba con dominar todo rasgo de la condición humana da lugar a nuevas alternativas, mientras que el detenimiento temporal vuelve a descomponerse para generar dos corrientes simultáneas y distintas. Hora de saldar la deuda. Por Brenda Caletti @117Brenn