En el nombre del hijo En La madre, Gustavo Fontán busca combinar sus búsquedas narrativas y visuales más experimentales con cierta "dramaturgia" un poco más convencional (algunos pocos diálogos, voz en off). El resultado es interesante, pero quizás no del todo logrado. La película es bellísima -mérito compartido con sus técnicos (ese mago de la luz que es Diego Poleri, el editor Marcos Pastor y el sonidista Javier Farina)- y el placer reside aquí en ver cómo cae la lluvia, el primer plano de un insecto o de una hoja en el agua, pero no levanta de un vuelo bajo cuando describe una relación madre e hijo muy en la línea de... Madre e hijo, la gema de Alexander Sokurov. No es que los tres actores del film (la madre border que interpreta Gloria Stingo, el muchacho que encarna Federico Fontán, hijo del director en la vida real, y la novia de éste, que hace Marisol Martínez) estén mal, simplemente que la articulación entre silencios, vacíos emocionales y miradas perdidas no termina de coajar como para lograr que el espectador se sumerja en ese universo de angustia y degradación (de la madre) observada con tristeza y resignación por su hijo adolescente que vive, en cambio, su despertar sexual. De todas maneras, queda ratificada aquí la sensibilidad de Fontán, su enorme capacidad para el encuadre (planos fijos) y su sofisticada composición de cada imagen con sus múltiples capas de sonido. No estamos ante un film que alcance la categoría de El árbol y La orilla que se abisma, pero no deja de ser otro interesante aporte de este singular y talentoso director que busca su camino con una coherencia y una independencia envidiables y admirables.
Un mundo de sensaciones....pero diferentes El cine de Gustavo Fontán yace en la radicalidad de las imágenes. Un cine despojado de diálogos en el que cada plano, cada encuadre, secuencia se nos presenta como al azar dentro de un conjunto de imágenes que no necesitarán de palabras para narrar una historia. Una madre sumergida en un intenso dolor y un hijo que quiere huir de ese mundo claustrofóbico conforman este universo cargado de tiempos muertos y de una estética tan particular como personal. Fontán ya había mostrado en sus trabajos anteriores (El árbol, 2006; La orilla que se abisma, 2009) subjetividad y experimentación a la hora de encarar un trabajo cinematográfico. Historias despojadas de diálogos en las que las imágenes se suceden de manera azarosa para construir una historia tan simple como banal. Un minucioso cuidado estético convierte cada escena en una cadena de fotografías impresionistas. Cabe mencionar el excelente trabajo fotográfico, en el que predomina una coloración saturada, de Diego Poleri como el minucioso y artesanal trabajo de edición de Marcos Pastor (Rastrojero,2006). El film se centra en los vínculos y en la dependencia que tienen entre sí madre-hijo. Si bien La madre (2009) tiene una estrecha relación con Madre e hijo (Mat'' i syn, 1996) de Aleksandr Sokurov, logra desprenderse de la obvia comparación ante las diferencias del relato que en este caso deriva en las responsabilidades de los padres hacia los hijos y viceversa, como así también de la construcción estética, mientras el film de Sokurov tiene claras referencias pictóricas, el de Fontán recurre al impresionismo. ¿Quién debe hacerse cargo de quién? Es la gran pregunta que nos genera el autor a través de su film. Vínculos imposibles de romper a pesar del deseo contrario encadenados a una relación filial que el destino o la casualidad nos impuso. Si bien es cierto que películas como La madre no responden a la masividad del público y que muchas veces son cuestionadas sin una fundamentación teórica, es interesante que exista un cine heterogéneo y experimental, cuya idea se base en lo tajante de una propuesta transformadora, cuidada desde lo estético y con una narrativa tan poética como desconcertante. Un cine para aquellos que quieran alejarse de lo convencional y husmear en lo diferente. Nota: Dado que la cualidad estética en las películas de Gustavo Fontán son su rasgo distintivo y que trabaja con un cine ligado a la percepción la película se ha ampliado y se estrena en 35 mm. Asimismo junto con el estreno de La Madre se realizará un ciclo en el Espacio INCAA KM2 - La Mascara (Piedras 736) donde se proyectará la trilogía del autor compuesta por El Árbol, La orilla que se abisma y La Madre.
Fontán y el cine experimental El realizador Gustavo Fontán hace un cine muy personal, alejado de la narrración convencional. Su película es una sumatoria de imágenes en primer plano o plano detalles de paredes, agua que corre, insectos y reflejos sobre paredes. Su intención de abordar un universo diferente está clara, y en La madre, el espíritu claustrofóbico de una relación madre-hijo, a la que se suma Tamara, la joven novia del protagonista, es la que domina el relato. Una madre y un hijo adolescente quie comparten una misma casa, un padre ausente y una mujer que ha perdido la sensación de ser deseada y se sumerge en extraños sueños. Todo está preparado para que el hijo deje el hogar. En La madre hay pocos diálogos y la explosión de esa relación no llega nunca. Todo es parsimonioso y hermético. Lo que no estaría mal si resultase interesante o atrapante. Acá, sucede todo lo contrario. Desfilan las imágenes y no se transmite nada. La pregunta es: ¿al público le interesa este tipo de propuestas?...
Gustavo Fontán vuelve a la ficción, a una ficción pequeña, acotada, seca cercana a El árbol. Un hijo recuerda (o transita) el camino de una madre que empieza a enloquecer. Pocos datos nos ofrece el relato fragmentado y con tiempos elididos o que saltan de presentes a pasados sin marcas evidentes para dilucidar los motivos o para poder hacer pie con seguridad en ese locus donde el afecto impera y la razón se pierde. Gustavo Fontán vuelve a la ficción, a una ficción pequeña, acotada, seca cercana a El árbol. Te cuento esto para que te acuerdes se escucha en off con recurrencia, mientras la cotidianeidad se exhibe ante nuestros ojos intrusos de esa privacidad alterada. Llueve, y la naturaleza vuelve a tener preponderancia en la imagen. El cálculo le juega en contra al film donde los encuadres tan enmarcados y los planos tan pensados le quitan afección a lo mostrable. Actuaciones casi bressonianas ayudan a contener cualquier desborde pero el soporte digital y el color (a pesar del gran trabajo con la luz y la sombra) no colaboran demasiado con esta historia que parece reclamar fílmico y blanco y negro a gritos.
Antes de tratar de explicar el “de que se trata” de La Madre hay que aclarar que con el cine de Gustavo Fontán lo más importante es la forma. De tener que resumirlo, se podría decir que se trata acerca de la relación madre-hijo que tienen Sonia (Gloria Stingo) una mujer en una debacle emocional y psicológica, y Jonatan (Federico Fontán) un chico que esta convirtiéndose en adulto.Todo el relato se teje sobra las tensiones que se generan entre dos personajes, aunque no necesariamente entre las interacciones de ambos. Por así decirlo, es más lo narra lo que no acontece que los hechos en sí, y parte de la tan alabada poesía que lo caracteriza al director radica allí, la otra, en la fotografía de Diego Poleri. Si bien todo lo antedicho es meritorio, y permítanme aclarar no es poca cosa animarse a hacer un relato de este estilo entre tanta solemnidad y llanura que caracteriza, lamentablemente, al cine argentino desde hace ya varios años, no basta solo con arriesgarse a un enfoque diferente. Aunque no se pone en duda la identidad del filme, a este le falta fuerza, la lírica de la imagen en algún momento se agota, y ni el montaje ni las actuaciones logran levantarlo. A su vez, el hecho de que la ausencia sea algo que marca y resignifica todo el filme, obliga al espectador a ser participe constante, seguro, esto no es una contra, pero así como potencia los momentos mejor logrados, potencia también, aquellos momentos donde el relato cinematográfico decae. Por otro lado, y como ya es costumbre nacional, el punto más flojo es el sonido, no por falta de creatividad, ni porque este “olvidado”, sino por falta de profundidad narrativa, se sostiene todo a través de la imagen y el sonido no alcanza todo su esplendor en ningún momento, salvo, claro esta, cuando es a través de la palabra, de la poesía oral. Aún con estos altibajos La Madre no deja de ser una alternativa por demás interesante dentro de la cartelera, y es grato saber que de vez en cuando hay quienes apelan a las emociones utilizando otros recursos que por momentos parecen olvidados, donde el alma fragmentada del film y sus personajes se vuelve casi tangible para el espectador, y es en ese “casi” que radica toda la magia (tanto el artificio y la ilusión) y lo que hace valer el sentarse a ver la película.
Angustia y poesía Gustavo Fontán se centra en el vínculo entre una mujer perturbada y su hijo. Gustavo Fontán, o mejor, Gustavo Fontán y su equipo, Diego Poleri en fotografía y cámara, Javier Farina en sonido, y Marcos Pastor en montaje, son algo así como orfebres del cine. Minuciosos orfebres. En La madre, como en El árbol, consiguen tallar un melancólico vínculo familiar y hasta darle forma al devorador paso el tiempo; al dejar de ser: con extrema belleza. Exploran, labran, capturan, centralmente, fragmentos de la cotidianidad: rutinarias tragedias. Instantes que "narran" con estilo minimalista, pero con estética impresionista; los encuadres, la iluminación, los sonidos no dan un marco: son la historia. Historia que se reformula en la percepción y la subjetividad del espectador. Podría decirse que las películas de Fontán se sienten (o no, cuestión de gustos); que funcionan (o no) de disparadores, como la poesía. Es el terreno más ecuánime para evaluarlas. El árbol, en la que participaban los padres del director, tenía un registro cercano al documental: exploraba, serenamente, la vejez y la triste naturalidad del acercamiento de la muerte. La madre se centra en una mujer madura, solitaria, demandante, en creciente desestructura psicológica (Gloria Stingo), y en su hijo (Federico Fontán, hijo del realizador), que se debate entre separarse de ella y vivir su vida o en seguir sosteniéndola. Ambas opciones son dolorosamente ilusorias, y más con un padre ausente. Ausencia que en el filme cobra forma de salidas de la casa, de viajes cortos, de estériles búsquedas. Fontán no guía ni subraya ni somete a los personajes a procesos de acción/reacción, ni a diálogos construidos con planos y contraplanos. Ofrece impresiones, muchas veces estáticas, contrapuestas o complementarias, que no cierran una trama: al contrario. ¿Hasta qué punto la madre está desequilibrada? ¿No manipulará al hijo, tras haber conocido a la pareja de él? ¿Se puede manipular sin desequilibrio? ¿Se puede establecer un vínculo patológico de dos sin que ambos estén enfermos? El fuera de campo y lo onírico -como un sueño de ella, narrado en off, mientras el hijo hace el amor con su novia- son elementos que se repiten y transmiten la opresión -física y mental- del muchacho. La madre -es obvio e inevitable mencionar la influencia de Sokurov sobre la película- resigna parte de la naturalidad de El árbol. Es más dramática y formalmente más rígida: filmada con planos fijos, sin movimientos de cámara, acercándose por momentos a lo pictórico. Fontán y su equipo resaltan el clima crepuscular, otoñal, los sonidos que presagian tormentas -internas y reales-, y los contrastes entre el irrespirable interior de la casa y el luminoso y temible exterior, que por momentos se reduce a una ventana en medio de la oscuridad: un pequeño encuadre de oxígeno en un gran encuadre de asfixia. Fontán y su equipo optan por el lirismo visual, las interpretaciones medidas, la luz natural y la ausencia de música. También por lo sugestivo, lo ambiguo y lo velado en un amplio sentido: imágenes difuminadas, duelos que recién empiezan, variadas despedidas.
La decisión más difícil de tomar Gustavo Fontán ha dado muestras suficientes - El árbol, primero; La orilla que se abisma, después- de un infrecuente talento narrativo, un cuidado estético y una fuerza poética que lo hacen uno de los cineastas independientes con mejores herramientas para resolver cuestiones que tienen que ver, principalmente, con la vida misma. La madre no elude esos tópicos y, por el contrario, se mete de lleno en el que tiene que ver con la relación madre e hijo en un momento en el que se agotan todas las alternativas y entra a tener peso la cuestión de la supervivencia. La historia tiene como eje a Sonia y Jonatan, madre e hijo, aislados en un paisaje marginal. Mientras el joven supera la adolescencia para intentar trazar su propio destino, la mujer, separada, cae en un abismo depresivo en el que entre divagues se sumerge en la oscuridad del alcohol. Hay que ponerse en el lugar del pobre Jonatan, sin armas para intentar el rescate de una madre que parece condenada por su propio deterioro, mientras debe evaluar el quedar atrapado en el espanto o emprender un camino vital, el del descubrimiento, la revelación de que más allá de esas paredes existe un mundo que es totalmente diferente del que padece y no termina de acostumbrarse. No es nada fácil analizar esta relación madre-hijo, en este caso para Fontán arremeter contra la culpa según el concepto judeocristiano y salir bien parado. No obstante las contradicciones que esto genera, el cineasta lo consigue con altura. La historia, los personajes y el lenguaje con que Fontán los describe recuerdan los descarnados buenos títulos de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Quizá la falta de ajuste en algunos momentos (que es de suponer que son producto de un armado del relato sobre la marcha) afecta el ritmo que, es importante aclarar, no pretende ser sostenido. Fontán consigue trasladar al espectador la sensación de que esa situación expuesta con crudeza no da para más. Lo hace una y otra vez, y así logra tensionarlo, comprometerlo. De eso se trata.
Exploración de un territorio poético El director de El árbol se revela como un realizador del misterio, autor de un film que se va construyendo como un rompecabezas. Luego del episodio netamente experimental que significó La orilla que se abisma, Gustavo Fontán vuelve a un formato más narrativo con La madre, último esfuerzo en una obra que se abre camino sin comprometer su cauce estético. En más de un sentido, esta breve (apenas una hora de duración) pieza de cámara comparte intereses y ansiedades con su anterior El árbol. Por un lado, vuelven a aparecer cuestiones centrales como el paso del tiempo y la interrelación de los procesos naturales con la vida cotidiana; por otro, la misma sensibilidad para el retrato de cuerpos humanos, objetos y seres animados y cierta sustancia inmaterial que la puesta en escena evidencia en cada uno de los planos. Fontán se ha revelado un realizador del misterio, un fabricante de imágenes y sonidos que no se agotan en la manifestación de su superficie, sino que, por el contrario, obligan al espectador a investigar qué se oculta detrás de ellos. No se trata de un cine expositivo o descriptivo, sino más bien de un territorio poético que le hace los honores a aquella idea de la multiplicidad del séptimo arte. La anécdota de La madre, cercana al mito o la fábula, recrea la relación entre una madre, su hijo y un padre ausente que, por esa misma razón, hace su existencia aún más fuerte. El joven, interpretado por el hijo del realizador, Federico Fontán, atraviesa varios despertares –fundamentalmente el sexual, junto a un cuarto personaje que podríamos llamar “la novia”– mientras que su madre comienza a recorrer un ocaso físico que se antoja insoportable. La acción transcurre fundamentalmente en dos espacios: una casa de barrio que se hace eco de reflejos, estadías y vacíos y otro hogar, despoblado, que se transforma en el destino final de varios tránsitos con resultados siempre estériles. La madre bebe en exceso y olvida reglas de precaución hogareña básicas, víctima de una depresión que el hijo no puede más que acompañar con cuidados y atenciones consoladores. Se adivina un sentimiento difícil de expresar verbalmente –éste es un film con poquísimos diálogos–, una desesperanza que en cualquier momento puede trocarse en odio. Con la única excepción de un encuadre que se repite en varias oportunidades, volviéndose así significativo –una calle polvorienta enmarcada por frondosos árboles–, cada plano de La madre está construido como un retrato opresivo, asfixiante. En ese sentido, no hay una sola imagen desechable; el film se va construyendo como un rompecabezas de sentido mentirosamente unívoco, donde cada pieza intenta dar una pista de cierta totalidad escurridiza. El realizador contó para esa construcción con dos asistentes de excepción. En primer lugar, el director de fotografía Diego Poleri, que logra arrancarle a la fotografía digital una belleza nunca pintoresca, elemento primordial en una película que trabaja en base a imágenes y texturas evocativas, menos descriptivas que plásticas. Algunos de esos encuadres logran una cualidad tan precisa y milimétrica que terminan transformándose en retratos de la abstracción. Finalmente, el encargado del sonido, Javier Farina, registra sutilezas como, por ejemplo, la particular resonancia de una copa de licor entre las manos, elementos de una pista sonora tan compleja como su par visual. El resultado final es un largometraje que, más allá de la exigua sucesión de eventos, hace del conjunto de imágenes y sonidos, de su interrelación y superposición, una mitad fundamental del relato. Fracción que se completa con el fuera de campo, aquello que se presiente o se infiere y que el realizador debe forjar con elementos formales propios del cine. Es una obra con una sensibilidad fantasmagórica, onírica, que el relato en off de un sueño (o pesadilla) recurrente no hace más que potenciar. Tal vez La madre no signifique un avance fundamental en la carrera de Gustavo Fontán –muchos de los logros descriptos ya estaban presentes en El árbol–, pero sin dudas vuelve a demostrar su talento para construir universos cinematográficos con una voz tan personal como estimulante.
La tensión filial atrapada en la cámara Madre e hijo en lucha. Silenciosa, sorda, desarticulada, ubicada en una zona que el espectador debe ir descubriendo, en su textura y en su intensidad. Esto es lo que plantean Gustavo Fontán (El árbol, La orilla que se abisma) y su equipo de trabajo en La madre: una relación que bordea la ruptura y, sin embargo, no puede quebrarse. Una madre (Gloria Stingo) en el borde del colapso psicológico, un hijo (Federico Fontán, hijo del realizador) que desea abandonar la casa pero siente el lógico peso que podría tener esa decisión en el futuro de esa mujer, aparentemente en desequilibrio, y siempre cerca del peligro. Entre ambos, la novia del chico (Marisol Martínez), como una amenaza latente para la madre, una mujer que ya siente en su cuerpo las huellas de ya no provocar deseo sexual, en contraposición a su hijo . Y una casa que es escenario del conflicto con la neutralidad de lo apacible, sitio donde Fontán decide reposar la mirada, con encuadres precisos en los que la iluminación cumple un papel preponderante. El director retrata esta relación, que sufre un vaivén entre lo desesperado y lo desconocido. Y lo hace a su manera: esquivando la narración tradicional, sin subrayados, con el uso de planos fijos contemplativos y un tratamiento no lineal para con los personajes, que incluye la menor información posible acerca de ellos. El fuera de campo, vital, que incluye un padre ausente cuya participación en el conflicto tal vez les daría una salida a estos personajes, supone también un trabajo de parte del espectador –al que Fontán jamás intenta dirigirle la mirada– para decodificar aquello que no puede percibirse, pero que está en el aire. Y que angustia.
La casa tomada Minimalismo y poesía son dos de las energías que potencian al cine de Gustavo Fontán. Este realizador argentino que ya había sorprendido a los críticos con su austera e inolvidable El árbol y con su no-convencional -cuasi experimental- La orilla que se abisma, vuelve a cautivarnos con La madre, su tercer opus de ficción, presentado con anterioridad en la edición 2009 del BAFICI en la sección de competencia argentina y con gran aceptación de la crítica especializada. La ambigüedad y la fragmentación atraviesan el universo de esta trama protagonizada por tres personajes: una madre (Gloria Stingo) envuelta en un soliloquio, su hijo adolescente (Federico Fontán) que debe lidiar con angustias propias y ajenas, y por último su novia (Marisol Martinez) en franca rivalidad con la suegra. Pero sobre todo la presencia de un cuarto personaje, quizás el más importante aunque invisible, que no es otro que un padre ausente o simplemente la ausencia de una figura paterna para realzar el costado psicológico del relato, pese a que sería mejor inclinarse por una interpretación de carácter simbólico. El trasfondo de la ausencia está meticulosamente trabajado en un fuera de campo constante. Sin embargo, ciertos análisis optarán por recorrer un camino bastante transitado como el del complejo de Edipo, teniendo en cuenta la relación entre madre e hijo con un padre que ya no está. No obstante, esa vía psicoanalítica -para esta obra- resultaría poco reveladora ya que prevalecen elementos mucho más importantes (el tiempo, los espacios vacíos, la fugacidad, la muerte, la finitud, el destino, etc.), que invitan a reflexionar sin modelos teóricos ordenadores. Es más adecuado y placentero despojarse de cualquier intento de estructurar esta historia que hace del fraccionamiento prácticamente su eje rector, con el privilegio sobre la forma antes que el contenido; y hace del punto de vista, con un sutil juego de miradas entre los protagonistas, su vitalidad. Si en El árbol la idea del tiempo imperceptible se hacía palpable a través de la quietud de la naturaleza, en La madre los fantasmas de la ausencia se hacen visibles en la quietud del tiempo. Aparecen inertes como el viento en los resquicios del silencio de una casona donde los objetos parecen más animados que los propios seres que la habitan; tangibles en la textura de las sombras proyectadas en la pared que se difuminan, a veces heridas por la irrupción de la luz y su movimiento interno. Pero esa quietud que en realidad son fragmentos (característica sustancial del cine de Fontán) se agiganta a partir de la inercia de los cuerpos, a veces informes y otras convirtiéndose en meros objetos de un paisaje interior: una habitación silenciosa, donde la soledad ocupa cada rincón y los recuerdos sin rostro se esconden detrás de los vidrios. No hay espejos deformantes ni refractantes, simplemente máscaras que ocultan los verdaderos aspectos del alma; las heridas que no cicatrizan a pesar del transcurrir de la vida, que el director se encarga de enfatizar a través de los cambios de estación y de difusos flashbacks que rompen cualquier cronología. Algunas reminiscencias al cine de Alexander Sokurov revolotean por los interiores del film de Fontán, quien esta vez realizó un trabajo soberbio sobre la luz natural gracias al aporte inmensurable del director de fotografía Diego Poleri. Cabe destacar además el compromiso de los actores que, con una gran entrega, logran transmitir emociones contenidas sin el habitual vicio de la sobreactuación tan común para este tipo de propuestas. Si hay algo que caracteriza a esta película intimista y de una belleza singular, donde nuevamente la naturaleza gana un protagonismo central, es la economía de recursos para expresar lo que a veces resulta inexpresable: el dolor y la pérdida.
Qué es esta extraña película. No sabemos. Tendemos a perdernos en ella, dentro de sus imágenes, de su ambiente, en sus inquietantes murmullos y en la circularidad casi maníaca con la que las acciones de los personajes horadan discretamente sus planos. Misterio y más misterio. Mejor para nosotros: La madre, en algún punto, es todo ganancia, porque ¿cuántas veces en el cine que nos deparan nuestros días uno tiene la oportunidad de sentir que nada en una película le es dado sino que, por el contrario, todo hay que ir a buscarlo –y sin embargo está ahí, tan lejos, tan cerca, en parte es cuestión de voluntad – como se va detrás de un pensamiento, un recuerdo o un sueño que despiadadamente se escabullen dentro nuestro? Hay que jugar, dejarse ir en esta película, abandonarse a la lógica aparentemente amorfa con la que sus planos se suceden, siempre dotados sin embargo de un raro esplendor diurno, una condición irrenunciable de materialidad. Es que Fontán no cede un ápice a la tentación de refugiarse en un onirismo fácil para poder así justificar de un modo espurio la ausencia de una narración lineal y de una progresión dramática en su película. Y por qué habría de hacerlo. Por el contrario, las escenas de La madre son implacablemente concretas sin perder por ello su cualidad misteriosa (milagros del cine): la madre que se tambalea con la copa de vino en la mano o permanece en el jardín bajo la lluvia, o deja el cigarrillo apoyado en el colchón. En algún momento, la voz de su hijo adolescente que la llama –“mamá,” dice, “¡qué hiciste, mamá!” – y la voz en off de la mujer empieza a contar el fragmento de un sueño que es maravilloso, y también aterrador, y que retoma luego con parsimonia, una y otra vez. Y de nuevo a empezar. El chico, por su parte, tiene sexo con una mujer que tal vez sea su novia y que aparece de a ratos por la casa, o se dedica a darle sepultura en el jardín al cadáver ya rígido del perro, mientras el ojo abierto del animal parece que permaneciera expectante hasta el último adiós, antes de que las paladas de tierra terminen de quitarlo de la vista del mundo. La película parece postular una conexión obligatoria entre la madre degradada por la soledad y (acaso) el abandono, y la serena perplejidad del hijo que deambula por la casa y por los alrededores ante el universo que se abre delante suyo. La madre es una película en la que abundan escenas cuyo significado es perfectamente legible pero que a pesar de ello no sabemos cabalmente cómo hay que interpretar. Como en El árbol o en La orilla que se abisma, Fontán se revela como un cineasta preocupado en extremo por el peso de los detalles, que se evidencia por ejemplo en el extraordinario trabajo con el sonido y con la luz. Solo los fragmentos le importan al cine, parece decir. La tarea de Fontán como director entonces, podría ser la captura incesante de esos segmentos sueltos del mundo, esos destellos con los que todo parece iluminarse brevemente, para volver luego a su inconsolable opacidad.
Interesante desde el punto de vista estético, visual y sensorial, La madre, nuevo film del peculiar cineasta Gustavo Fontán, no logra sin embargo sostenerse ni dramática ni argumentalmente. Si bien el realizador de El Árbol posee una línea experimental, en el caso mencionado una leve trama resignificaba la apuesta formal y le daba sentido a la obra. Aquí Fontán acentúa sus búsquedas expresivas mientras intenta narrar el calvario de un hijo adolescente frente a una madre bebedora que sufre diversos trastornos de conducta. Sus monólogos internos parecen aseverar esta idea y muchas de sus actitudes también, sin embargo su atildado aspecto personal y el cuidado al elegir su vestuario aparentan desmentirlo. Una mínima historia debería tener alguna continuidad y sustento, pero algunas licencias del director conspiran contra eso, quizás ex profeso. En la mitad del film la mujer aparece muerta y ensangrentada y en el final el joven ataca a hachazos un criadero de abejas, situaciones que, entre otras, sólo aportan confusión. Prácticamente despojada de diálogos y con un metraje que apenas justifica el rótulo de largometraje, La Madre ofrece climas audiovisuales muy logrados, en el que la contemplación estética alcanza bellos momentos. Las interpretaciones están supeditadas a un contexto algo caprichoso, pero aún así Gloria Stingo transmite ciertas sensaciones.
Poético retrato maternal A través de un elaborado tratamiento estético, Gustavo Fontán nos cuenta una pequeña -y opresiva- historia. El relato de La madre se construye en esa tensión entre el deseo personal y la responsabilidad hacia el otro, de un hijo resignado (Federico Fontán) que observa a su progenitora (Gloria Stingo). Con un tratamiento más poético que narrativo, el guión se llena de largos planos detalles y primeros planos, que limitan las informaciones argumentales. Y los silencios caracterizan a los personajes en una casa despojada en la que se respira un clima opresivo. La estética y la fotografía, el uso de luz natural como única fuente de iluminación, son propios de la filmografía de Gustavo Fontán (director de La orilla que se abisma, en 2008, y El árbol, en 2006) y brindan algunas bellas composiciones de cuadro, pero que no ayudan a terminar de entrar en la historia. Quizás el uso de los espacios minuciosamente retratados y los planos fijos también ayuden a esto. Una forma no tradicional de contar una pequeña historia, que de a ratos se vuelve larga. En 2009, La madre se presentó en el 11° Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI) en la Selección Oficial de Competencia Argentina.