La incomodidad de la comodidad El nuevo film de Santiago Loza encuentra un equilibrio natural y elocuente entre el tema abordado y su desarrollo estético. Más allá de su integración en una totalidad, cada plano que elige el director para contar su historia parece contener en sí mismo el grano de todo el film. Un cine que a pesar de no producir gran innovación temática, genera interés en el mensaje y en su personal estilo. Liso (Lisandro Rodríguez) es un joven treintañero que sale de un instituto psiquiátrico. Sus padres lo reciben en su casa y con ellos pasará los días siguientes. Su madre lo trata como un niño pero no parece encontrar una forma sincera de conectar con él. Su padre, negando el problema de su hijo, lo entrena en el uso de armas y le ofrece dinero para acostarse con prostitutas. La comunicación más auténtica que consigue Liso es con su abuela, con quien casi no habla, y con la mucama, Sonia, una señora boliviana que trabaja hace años allí. Con el deseo apagado, atado al consumo de remedios y sin rumbo alguno que lo conduzca, Liso intentará seguir viviendo aunque cada segundo le signifique una odisea. Contar este film no sea seguramente la forma de hacerle justicia, sino al contrario, es una manera de limitarlo. Lo que sí se puede contar es que Loza encuentra gran parte de la expresividad del film en el rostro de su protagonista: sus ojos, su mirada, su palidez, sus marcas, parecen estar contando la historia de Liso sin requerir superfluas explicaciones. Pero también lo hace con los rostros de los otros personajes cercanos a él. Este recurso va armando un film que dice mucho con poco. Liso no tiene resentimientos, no busca culpables ni parece ofendido con el mundo, simplemente es el estado de un ser perdido, inadaptado, incómodo y triste. Los personajes de los padres están presentados como roles, en el sentido que representan cierta idea del mundo de determinadas clases. Esta decisión es muy acertada pues, al armar estos arquetipos, Loza deja al descubierto un abismo insondable entre Liso y lo que lo rodea. Esto también resulta muy efectivo al momento de presentar el personaje de Sonia, alguien que aún teniendo muy poco parece estar verdaderamente conectada con un mundo espiritual mucho más auténtico y cercano a Liso. El tipo de personaje que elige el realizador para su film consigue producir esos efectos de temblor, de rajadura: Liso es el elemento raro, extraño, con bastante oscuridad, pero es la clase de personaje que descubre la superficialidad, la ausencia espiritual de la sociedad. Claramente no se puede vivir en el sinsentido absoluto pero la respuesta a esta gran angustia existencial cada vez parece más y más alejada. Aunque quizás no sea este el mensaje primero de Loza es otra de las posibilidades interpretativas a las que convoca este interesante film.
La Paz es una búsqueda, un intento de encontrar un lugar en el mundo que pacifique los pensamientos bélicos y atormentadores de Liso (vaya nombre si los hay); un joven treintañero que sale de una internación psiquiátrica y busca estabilizarse en la lujosa casa de sus padres. Liso ya no tiene amigos, perdió a su ex y le es imposible armar lazos con mujeres de su pasado. Los únicos vínculos que lo sostienen un poco, son su adorable abuela y la empleada doméstica, Sonia, un inmigrante boliviana que sigue preservando su cultura y extrañando bastante su país. El gran trabajo de Santiago Loza es la construcción de sus personajes, que si bien cumplen con todos los estereotipos, a medida que transcurre el relato, estas imágenes se van desvaneciendo y vemos que hay dentro de las cáscaras de estos seres humanos. Liso no es solo un chico rico que tiene tristeza, su madre tampoco es únicamente una veterana estirada frívola que se dedica a la pintura, Sonia es mucho más que ese personaje introvertido, típica de los estereotipos prejuiciosos que tenemos de la comunidad boliviana.
BUSCANDO LA PAZ ¿Qué desear cuando se tienen ganas de nada pero necesidad de todo? Necesidad de retomar el rumbo, de volver a encontrarse, de ser uno mismo. Rodeado de riquezas materiales, Liso, es pobre de alma, carente de espíritu; aquel aura que se robó el tiempo. Con autentica sensibilidad, Santiago Loza, recrea un sórdido ambiente en donde el vacio es el elemento principal de este drama moderno. Liso es un veinteañero que recién salido de rehabilitación intenta re insertarse en la rutina de su vida, pero dicha tarea es un trabajo arduo ya que él no es el mismo de antes. Ajeno hasta en su propia casa, comienza una frenética búsqueda existencial, que iniciará en su círculo más íntimo para terminar en el lugar que menos pensaba. Contundencia visual, empatía musical y tiernas imágenes nos sumergen en un relato en el cual la figura femenina es el pilar fundamental para la evolución narrativa. Una madre sobreprotectora, una abuela acompañante, una mucama comprensiva, una ex novia dolida, otra ex indignada y una prostituta despreocupada. Al igual que la exploración del protagonista, la estructura fílmica está dividida en ocho fragmentos los cuales llevan títulos que van desde lo más concreto hacia lo más abstracto: del jardín viajamos a la paz en un recorrido intenso, el cual es signo de una meta cumplida. En un camino de inducción, Liso cree haber encontrado su lugar en el mundo. Por Paula Caffaro redaccion@cineramaplus.com.ar
Hombre mirando al norte Liso vive al borde. Su equilibrio emocional es precario. Acaba de salir de un neuropsiquiátrico. Trata de reinsertarse en la cómoda casa de su familia acomodada, ante la mirada perpleja de un padre casi ausente y una madre omnipresente, que pretenden ayudar pero que ni siquiera lo entienden. El prefiere hablar con su abuela o con Sonia, la empleada doméstica boliviana, las únicas personas que parecen aceptarlo sin pretender nada más. Santiago Loza vuelve a exhibir precisión para definir y acompañar a sus personajes sin juzgarlos, algo que ya había mostrado en Los labios (2010), esa notable película co-dirigida con Ivan Fund (aquí a cargo de la cámara). No hay un solo subrayado y cada gesto y cada silencio parecen estar en el lugar indicado. El que no encuentra su lugar sigue siendo Liso, atrapado en el confort de su hogar, sin conectar casi con nadie y sin que nada lo conmueva. Hasta que un episodio lo lleva a reorientar su rumbo.
En “La Paz” (Argentina, 2012) el protagonista, Liso (Lisandro Rodriguez), vuelve al mundo “real” luego de una internación en un psiquiátrico. Allí fue contenido por un grupo de especialistas que pudo entender algunas de sus inquietudes y necesidades, pero en el regreso a su hogar, en el que convivirá con sus padres (interpretados por Andrea Strenitz y Ricardo Felix), se siente perdido. No hay nada ni nadie que lo pueda guiar hacia el lugar que en ese retorno necesita. Santiago Loza es un hábil narrador que hace de la digresión y los primeros planos el motor para contar historias pequeñas, pero que a su vez hablan de temáticas universales. La apatía, los desbordes de índole psiquiátrica, como así también lo efímero de algunos vínculos, interesan aquí y en cualquier lugar en el que sea visionado el film. Los pequeños movimientos de la cámara, casi imperceptibles, transforman la estaticidad de la acción en un nuevo devenir del relato. Tan hipnótico es el resultado que ni siquiera la decisión de estructurarla a través de episodios puede generar una disrupción en la línea de tiempo. la_paz_5_ew En “La Paz” Liso deambula como un zombie por los cuartos de su casa, buscando complicidad en su mucama (Fidelia Batallanos Michel), alguien que lo ayudará con pequeños gestos a orientarse, o en las palabras de su abuela (Beatriz Bernabe), con la que compartirá más que un helado. Es en estas dos personas en las que podrá volcar sus necesidades, más allá que su madre lo esperaba con ansiedad. Porque en las palabras y obsequios de ella justamente lo único que hace es transmitirle angustia. Algo que en un momento como el que está atravesando no le ayuda mucho. Liso se escapa de la observación todo el tiempo, buscando su lugar arriba de una moto (reciente regalo). Pero las cosas no le resultan fáciles. Intenta recuperar a un viejo amor. Es rechazado. Todo lo expulsa. No hay una sonrisa ni capacidad de disfrute en nada. Así una alegría se transforma en un dato más en su memoria. Un encuentro sexual cambia a un acto rutinario casi mecánico, desprovisto de toda libido y pasión. Liso habla con la mucama, comparte momentos con ella en el cuarto, se conocen, la simbiosis es casi espontánea. Esto contrasta con otros momentos con climas opresivos que subrayan la increíble actuación minimalista de Rodriguez, un actor que justamente en la economía de gestos compone el infierno mental que vive Liso sin siquiera parpadear. la_paz_4_ew La puesta en duda y juicio de los valores de la clase alta. La reivindicación de la facilidad para juzgar y apoyar al qué dirán son algunos de los puntos de “La Paz”, que además erige un discurso sobre la falta de emoción y vinculación entre los seres humanos, aun cuando se hace tan obvia la necesidad de los mismos. El padre se relaciona a través de las armas con Liso y le exige una pronta definición sobre su futuro inmediato “¿Qué querés hacer vos? Algo tenés que hacer”. Nunca se detiene a pensar sobre qué lo puede hacer seguir inspirando a su hijo y vivir en “paz”. Porque Loza trabaja en el filme con la idea de paz versus incomodidad, ese es el punto fuerte del filme. Todo el tiempo sus personajes están incómodos y se incomodan, y a su vez nos incomodan, promoviendo y exigiendo una resolución óptima para el estado mental de Liso. No había posibilidad de otro final. “La Paz” es aquel lugar en el mundo en el que volvemos a encontrar nuestro rumbo. Loza lo sabe. Liso también.
Austero y minimalista melodrama El prolífico y multifacético Santiago Loza, talentoso director de películas como Extraño, Rosa Patria y Los labios , regresa al circuito comercial con una película que ganó la Competencia Argentina del último Bafici. Liso (Lisandro Rodríguez) es un joven de clase media-alta que en la primera escena del film sale de una internación en un neuropsiquiátrico. Este personaje border (vive medicado para sostener un muy delicado equilibrio emocional) regresa a la casa familiar con una madre dominante y un padre casi ausente, pero frente a esos dos extremos él parece estar bastante más cómodo en compañía de Sonia, la empleada doméstica de origen boliviano que trabaja en el lugar, y con su abuela, con quien comparte largos paseos en moto. El atribulado protagonista intenta también conectarse afectivamente (con una ex pareja) y sexualmente (con una prostituta), pero en su interior este muchacho contenido e introvertido no puede alcanzar "la paz" a la que alude el título (también tiene una connotación geográfica que se entenderá apreciando el film). Sólo le quedará estallar, rebelarse a su manera y huir (no conviene anticipar detalles de lo que ocurre en la segunda mitad de la narración). Loza apuesta una vez más por un cine austero, casi minimalista, para construir un melodrama de cámara, intimista, atmosférico, en el que las observaciones y los pequeños gestos adquieren más valor que la palabra (los diálogos son más bien escasos). La cámara siempre atenta y precisa de Iván Fund y la rigurosa puesta en escena del director nos permiten seguir el derrotero interno y externo de Liso. Loza lo retrata con honestidad y respeto, quizá por momentos con un poco de sequedad y frialdad (el realizador jamás cae en la demagogia, el subrayado o el exceso), pero incluso en su bienvenida contención y pudor el film ofrece algunos momentos en los que surgen rasgos de alegría, de liberación y de genuina emoción.
Tras salir de un instituto psiquiátrico un joven (Lisandro Rodríguez) intenta volverse a adaptar a la vida cotidiana en su casa familiar y cómoda de un apacible barrio. Pero pese a las facilidades de las que parece disponer y la protección que todos le ofrecen, su recuperación no parece del todo sencilla. Nada de lo que sus seres queridos hacen para ayudarlo parece hacerlo sentir mejor, recompuesto o readaptado. Una sensación de malestar lo sigue atravesando. Sin embargo –y desde el lugar y a partir del personaje para muchos menos pensado– algo empezará a modificarse en la vida del protagonista de esta película pequeña y discretamente emotiva de Loza, el prolífico autor, escritor y cineasta que sigue eligiendo el cine como el camino para experimentar sobre las emociones desde un lugar visual. Ese encuentro –no diremos por donde viene aunque el título es doblemente delator– permitirá el comienzo de algo nuevo para el protagonista. la pazAsí como en sus piezas teatrales los sufridos, solitarios y (a veces) queribles personajes de Loza se expresan desde la palabra, en el cine (EXTRAÑO, ARTICO, LOS LABIOS, entre otras) transmiten lo que les sucede desde los silencios y desde la contención. Hablan muy poco o no hablan. Loza sabe claramente que lo cinematográfico pasa, muchas veces, por otro lado y qué es la cámara –más que el actor, o en conjunción con él– la que cuenta la historia.
Sensibilidad a flor de piel Liso (Lisandro Rodríguez) está mejor y por eso le dan de alta en la clínica psiquiátrica. Afuera lo esperan sus padres, antesala del mundo que va volver a transitar, en donde se supone que completará su curación. Ya en su confortable casa de clase media acomodada, Liso se reparte entre su madre sobreprotectora (Andrea Strenitz), que lo trata como un niño pero que no le exige nada ("Si vos no querés estudiar más, ni trabajar, me lo tenés que decir. Va a estar bien lo que hagas."), y un padre emocionalmente acorazado, que le da dinero para prostitutas y lo apura para que trabaje con él. Y en la reinserción, huérfano afectivo entre dos personas a los que se les adivina un mejor pasado en común, el protagonista, sólo se relaciona con su abuela (Beatriz Bernabé), a quien lleva a pasear en la moto que le acaban de regalar, y sobre todo con Sonia (Fidelia Batallanos Michel), la mucama de siempre de su casa, que sin pretenderlo, le va a señalar un rumbo para que empiece a recomponerse. Ganadora de la Competencia Argentina en el último Bafici, la película de Santiago Loza (el mismo de Extraño, Rosa patria, Los labios) viene cosechando premios en todo el mundo, tal vez porque el cineasta y dramaturgo cordobés logró con su último film una síntesis casi ideal de su cine, un imaginario que prescinde de los subrayados innecesarios, que confía en el desarrollo de sus relatos para que el espectador vaya descubriendo los dobleces de sus historias. Pero, además de la puesta sobria y contenida, buena parte de la solidez de La Paz recae en la extraordinaria composición que hace Lisandro Rodríguez (ganador al premio de Mejor Actor en el festival de Biarritz 2013), que muestra toda la desolación y también la impotencia del protagonista para conectarse con la gente, con una sensibilidad a flor de piel que solo puede ser compatible con otros que sufren otras pérdidas, otros anhelos, como Sonia, que extraña su país y que de manera natural se relaciona con Liso. Extrañamente esperanzadora en su tristeza, la película encuentra un camino posible, un cambio. Sin garantías, pero con todo por ganar.
La Paz es una historia sencilla de un joven, Liso, que busca un rumbo, quizá un deseo. La falta de todo Tener aparentemente todo puede ser muy confuso. Liso vive en el seno de una familia acomodada pero tiene que ser medicado para no vivir otra realidad, una mucho más violenta y terrible. Quizá sea, ese otro mundo, un reflejo de lo que le pasa en el interior y que todos buscan aplacarlo con medicinas pero no intentan solucionar ese problema (te la re juego de psicólogo). En La Paz se puede encontrar una gran sensibilidad retratada en el protagonista que sufre de su condición en un entorno que no lo ayuda en lo más mínimo aunque crean que sí. La presión que recibe por sus padres es un ejemplo de ello en donde quieren apalear lo que le pasa con diferentes métodos pero que ninguno da resultados porque ninguno ataca a la raíz. La película está dividida en ocho capítulos en dónde en cada uno se refleja un aspecto diferente y una posibilidad que fracasa, hasta llegar al final, que siempre estuvo allí, no les voy a decir dónde, (ta-dah), y Liso encuentra su felicidad. Conclusión La Paz es una historia sencilla y muy linda que puede hacer que mucha gente se identifique con ella, para bien o para mal. María La Paz, la paz, la paz… Ejem, seriedad. Bafici Club - See more at: http://altapeli.com/bafici-15-review-la-paz/#sthash.lbrDfILm.dpuf
Acierta Santiago Loza con film de tono calmo Liso recibe el alta médica. Problemas físicos parece que no tiene, a juzgar por el trato cariñoso que le dispensa la enfermera. Lo suyo es mental, por algo que el autor de esta historia, Santiago Loza, no nos explica. Pero nos deja datos suficientes como para que esbocemos nuestro propio diagnóstico. Afuera están sus padres, cada uno mirando para distinto lado. Ella sigue tratándolo como a un niño, se obsesiona en los recuerdos, quiere consentirlo. El pretende tratarlo como a un hombrecito, y después como a un hombre, que ya tiene edad para trabajar. Por cierto, el muchacho, a quien conocimos mordiéndose las uñas, revisa sus juguetes, anda en moto por el jardín. Se ha tatuado la figura del abuelo, porque el viejo no lo controlaba. Y se lleva bien con la abuela y con la doméstica boliviana, señoras cordiales que no le exigen nada y tampoco le están encima. Curiosamente, nadie le hace un seguimiento psiquiátrico. Un día tiene un brote. Otro día parece que va a hacer desastres. Por suerte en ambos casos alguna criolla lo reubica con una mínima dosis de un sano remedio manual, que ahora los especialistas políticamente correctos desaconsejan, pero parece que las antiguas culturas ancestrales todavía se practican con buenos resultados. Habría que estudiar ese asunto. Como sea, el muchacho finalmente mejora. El desenlace es inverosímil pero agradable. Como los paseos con la abuela, la música que acompaña esos momentos, los colores y el tono calmo del relato. Es agradable también la diferencia entre esta nueva película de Loza, y la primera que hizo, "El extraño", 2003, donde un tipo tomaba distancia de la gente, y de todo, y no había paz, ni luz, ni cómo ayudarlo. Principales intérpretes, bien registrados en primeros planos, Lisandro Rodriguez, Andrea Strenitz (la madre), Fidelia Batallanos (la doméstica). A señalar, Pilar Gamboa y Lorena Vega como las ex novias (una le recrimina, otra lo recibe con precauciones) y Beatriz Bernabé como la abuela. Qué curioso, el mismo apellido de una actriz gratamente recordada, Amalia Bernabé, que a los 18 años empezó haciendo de viejita en el teatro, y terminó a los 87 como la viejita más querida de la TV. Pero ésa es otra historia.
En su nueva película el cordobés Santiago Loza construye un relato dividido en secciones que acompañan el devenir de la vida de Liso, un chico que sale de una internación psiquiátrica, hasta llegar al último de ellos, “La Paz”, que no sólo se trae a cuento como un lugar geográfico sino como un estado en la vida del protagonista. La puesta en escena del entorno de Liso parecería querer justificar su inestabilidad emocional y su inercia en la vida. Papá y Mamá: gente “bien” que no vive al día, casa con un hermoso jardín, perro y una pileta. Mamá le da órdenes a la doméstica, arregla las flores, fuma como un escuerzo, pinta naturalezas muertas y fomenta la endogamia de su hijo. Papá maneja una empresa, tiene una afición por el tiro al blanco y pretende arreglar los problemas del nene –los cuales niega– con plata. Las mujeres para Liso son otro de sus obstáculos, le prestan su cuerpo pero nunca quieren comprometerse sentimentalmente con él por miedo a sus brotes o a ser lastimadas. Los únicos oasis para el protagonista son su abuela y la mucama boliviana que trabaja en su casa –cabe destacar el preciso y emotivo trabajo de ambas actrices– que lo hacen sentir un poco menos fuera del mundo. En una encrucijada entre la sobreprotección y el mandato paterno Liso no hace nada, o mejor dicho, no sabe qué es lo que tiene que hacer, no puede accionar. Atraviesa una turbulencia existencial, perdió el norte (o nunca lo encontró), parece no saber qué lugar ocupar en la vida… todos eso sentimientos que se le atribuyen a la juventud actual, por no decir a todas las juventudes de todos los tiempos. Pero llega el milagro: la persona menos esperada, su mucama, sin siquiera proponérselo concientemente, lo ayuda a encontrar una salida. A pesar de que esta vuelta de tuerca por la que el protagonista puede encontrar algo que lo motiva para finalmente abandonar el nihilismo de clase alta sea un poco exasperada, ya que a fin de cuentas este camino a la redención no se percibe como un cambio progresivo sino como algo que sucede de la noche a la mañana, lo valioso de La Paz es que visibiliza la vida y el pensamiento de una clase social completamente opuesta a la de Liso y la iguala a una fuerza con posibilidades transformadoras. El personaje de la mucama funciona como la heroína que establece la paz no sólo para el protagonista sino para el resto del núcleo familiar: es ella quien revoluciona la vida de este hombre y le allana el camino para que logre encontrarse consigo mismo.
Recuperar lo perdido Liso necesita recuperar la paz perdida que lo llevó a la clínica psiquiátrica de la que acaba de salir. Hijo único de una familia acomodada, anda por la casa sobreprotegido por su madre y ayudado económicamente por su padre en su rol de macho dador a hijo macho. Sus visitas a su abuela son su cable a tierra. Sonia es la persona de servicio de la familia y necesita recuperar La Paz, su lugar de nacimiento. Extraña todo lo que tuvo que dejar allá en busca de un mejor pasar acá. Liso y Sonia se entienden en la falta, con la distancia que sus orígenes les inculcaron culturalmente. Sólo que Liso todavía no puede ver lo que sí hay: sobreviviente, abstraído en la pérdida, carente de deseo real, de motivación y de pulsión de vida, apenas satisface lo sexual como puro instinto. Por el contrario, Sonia quiere, trabaja, extraña, piensa, disfruta. En definitiva, vive. La Paz, la nueva película de Santiago Loza (Los labios, Cuatro mujeres descalzas, Extraño), está dividida en pequeñas situaciones cotidianas y carentes de esa supuesta importancia que las vuelven registrables, y acciona por acumulación. Los espectadores, asomados a estas vidas, van conociendo a los personajes sin que los diálogos los describan explícitamente, y entre silencios y pocas palabras se constituyen frente a sus ojos. El realizador entiende, acertadamente, que para la historia que tiene entre manos no necesita de extensos diálogos, sino de miradas, acciones y palabras elegidas con precisión que definan a sus protagonistas, seres que desde diferentes instancias buscan recuperar algo que quedó fuera de sus vidas y que deberán emprender un camino tanto interior como exterior para recobrarlo. Para sostener esta apuesta, La Paz cuenta con actuaciones sobrias y contenidas, y un guión que evita el melodrama y que a partir de su sutileza alcanza una llamativa sensibilidad y nobleza. Párrafo aparte para los viajes en moto del protagonista y su abuela, que no solamente son encantadores, sino también encantatorios. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el BAFICI.
Santiago Loza’s La Paz: you used to smile that way BAFICI winner is a melancholy meditation on the past, the present, and the future Filmmaker-playwright-stage director Santiago Loza, who made his directorial début with the beautiful, heart-wrenching Extraño (2003) and went on to rise to international acclaim with Cuatro mujeres descalzas (2004), Ártico (2008), Rosa patria (2008), La invención de la carne (2009) and Los labios (2010) once again proves his fine mettle and gift for articulate, moving storytelling with the BAFICI winner La Paz (2013). To anyone familiar with Loza’s brief filmography (brief in quantitative terms, but long on raw emotional power and intensity), La Paz will come as no surprise as regards characters, subject matter and storyline development. Described by Loza himself as “transparent, with a certain amount of humour and tenderness,” La Paz, just like the searing La invención de la carne, might as well have been called Los ojos, because it’s the emotionless gaze of late twentysomething Liso (Lisandro Rodríguez) the camera focuses on as La Paz’s opening credits start to roll. Eyes, as convention will have it, are a window into a person’s soul, and Liso’s eyes are no exception: he has this vacant stare which, in a different context, could be mistaken for aloofness. As the camera zooms out to reveal Liso’s body, the fragility of his carnality is fully revealed for what it really is: a young man rendered infantile by his parents’ overprotection and, as a result, a person whose numbness shields him from the outer world. Loza’s La Paz — with a less cryptic title than his masterly Ártico, with a geographical reference which, apparently, is completely unrelated and unrelatable to the actual story — is both explicit and ellyptic, if such a contradiction is possible. Contemplative in nature, Liso’s story — out from psychiatric rehab, back home to rich parents who do care but find themselves unable to help the heavily medicated, mentally and spiritually lost son — is linear, true, but in an unpredictable fashion because it moves in short leaps formatted as episodes, each clearly marked with a self-explanatory intertitle. Starting with the peacefully descriptive El jardín (The garden), Loza draws the background against which the handful of characters in the film will move: Liso, his parents (Andrea Strenitz and Ricardo Félix), and Sonia, the family’s Bolivian maid. As stereotype will have it, Sonia, like most people from the altiplano immense plateau, is not given to words, but whenever she does speak her words, uttered in a low voice and with a harmonious cadence, she appeases whoever cares to listen. Liso does listen. Furthermore, he finds comfort and solace in Sonia’s wisdom, in her soothing words, in Sonia’s company to his medicated solitude. The next episode (whimsically “split,” because there is a seamless continuum and no sense of autonomy in each story), is stringently titled La moto (The motorcycle). It has a circular structure which, far-fetched as it may sound, brings to mind Korean master filmmaker Tsai Ming-lian’s terrifyingly beautiful He Liu (The River, 1997). While in The River the angst-filled, working class teen drifter Xiao-kang scooted around the desolate streets of a purposefully marginal Seoul, in La Paz it is Liso who, like a spoiled child, receives a motorcycle as some sort of comeback present from his parents and soon finds himself attached to the motor vehicle as though it were the nexus (the only one) between his painfully disconnected soul and the few people he bonds with. It’s a beautiful ride, overall. Once again, it’s Sonia’s tranquil approach that slows down the breakneck speed at which a motorcycle normally moves. “We’ll go slow, at 50 kms per hour,” Liso explains, inviting her to climb back on board for a short ride. Sonia agrees upon the condition that they make it 25 kms per hour. In this sense, La moto condenses one of La Paz’s key motifs: the tranquility of a smooth ride, the peace of mind needed to strike a balance in lives otherwise lived in speedy traffic. La Paz, in keeping with the extremely simple semantic analogy with its title, moves at the pace of Liso’s slow recovery and in synch with his psychological and emotional needs. Lisandro Rodríguez’s performance as the emotionally scarred Liso is fittingly absent, reflecting his character’s sense of loss, his distress, the almost religious devotion with which he unpacks, out of a tattered cardboard box, the toys he used to play with as a child, putting them away like the precious past they stand for. There is anguish in Liso’s loss, and there is corporeal and verbal comfort in the words softly spoken by Sonia. Though never lost in reverie, Sonia lives the present for what it is: an instance in the brevity of life. It’s not that, secretly, Sonia longs for her loved Bolivia. Her forced migration to Argentina for economic reasons is viewed as inevitable but reversible with the passing of time and patience. As played with the right acumen by Fidelia Batallanos Michel, Sonia is about Liso’s only tangible link with reality and someone to fall back on when his agony and misery become unbearable. Batallanos Michel’s Sonia has been drawn into the script as an intermittent yet permanent force, invisible but palpably strong at the same time. Sonia, the character she plays with comforting relief, is most likely a reflection of her own true-life persona, so vivid is Sonia’s connection with life. Liso’s mother (Andrea Strenitz) could have been easily drawn as a stereotype — an upper class BA lady with a lean, tan, young girl’s body and a demeanour to match. Loza, however, intelligently turns her into a loving mother who really cares for her only child’s suffering, to the extent of protecting him in a childish, maternal manner more appropriate for the relationship between a young mother and her child. Perhaps the only cliched character in La Paz is Liso’s father (Ricardo Félix), who has the boy learn how to shoot a gun instead of encouraging the healthier side of his strange proclivity to disattach himself from society, with the sole exception of his mother, his grandmother (Beatriz Bernabé), and Sonia, the family maid. Overflowing with the sadness of loss, Loza’s La Paz oozes the vital intensity and melancholy of lives lived without great expectations, only with a glimmer of hope for a brighter tomorrow, with the secret knowledge that happiness and fulfillment lie a few metres ahead, regardless of the distance between what you call home out of never quite raisonné habit, and the geographically removed place where you find true solace and peace. La Paz, in a few words.
En los confines ¿Cómo reinsertarse en el mismo lugar expulsivo que detonó una crisis a nivel emocional si el deseo no existe? Ese es el dilema que atraviesa Liso (Lisandro Rodríguez), un joven que tras un largo periodo de internación en un neuropsiquiátrico recibe el alta para intentar recomponerse en el seno de su familia –padre ausente y madre sobreprotectora- y así comenzar una nueva etapa en su vida. Sin embargo, a primera vista el desencanto del protagonista hacia todo aquello que lo rodea marca una frontera entre su mundo y la realidad, umbral que apenas cruza al tomar contacto con su abuela o en alguna charla contenedora con Sonia, la empleada doméstica de origen boliviano que parece entender su silencio y su estado espiritual. Todo contacto con el entorno implica enquistarse y quedar atrapado entre lo que pudo haber sido y no fue, como por ejemplo una relación duradera con una novia (Pilar Gamboa) y el proyecto de tener un hijo, deseo que parece inalcanzable en el presente de Liso tras su recaída que derivó en internación. ¿Cuál es la búsqueda de Liso, entonces? La respuesta no es sencilla teniendo presente la connotación del título de este último opus de Santiago Loza –ganador del último BAFICI- en la ambigüedad de lo que significa La paz porque si el concepto se abstrae o vacía de su significado último se transforma en un lugar, es decir en un espacio geográfico concreto y alcanzable si es que se logra destruir las ataduras con el presente y con el pasado. Bolivia representa aquí el no lugar más que el lugar dado que para el punto de vista del protagonista es ese refugio en el que ninguna mirada lo juzga; donde no existe un Liso medicado o un Liso hijo, sino sencillamente Liso. La connotación en este sentido reafirma la búsqueda del cambio y una vez que las raíces se cortan de cuajo florece algo nuevo. La cámara a cargo de Iván Fund -también la fotografía- narra desde los espacios que ocupa manteniendo esa distancia necesaria entre los personajes, sin encimarse pero tampoco tan lejos de ellos salvo en los paseos en moto de Liso y su rostro enajenado. Son los reflejos o las expresiones las que dicen más que las escuetas palabras; son las miradas al vacío las que llenan esa atmósfera aciaga, las que atraviesan la quietud de los cuerpos, que en el film ocupan un lugar siempre desde la pasividad, ya sea en la cama, en la posición de tiro o al tomar sol en una reposera. La paz se estructura en capítulos hilvanados con meticulosa precisión desde un guión no abarrotado de palabras, minimalista, pleno y austero como la puesta en escena para que el in crescendo dramático se construya paulatinamente y así estalle en un clímax realmente inesperado. Cine de contrastes que encuentran desde la imagen su valor expresivo cuando de la monotonía cromática de esa casa familiar se desplaza a los colores vivos de la fiesta de Copacabana y su danza desprejuiciada y alegre.
El chico de la motocicleta Vínculos y correspondencias de un joven, casi, sin fe en sí mismo. “No se puede abandonar todo”, dice Liso. Es la respuesta a su madre, cuando ella se sorprende de que siga fumando. Liso ha ido perdiendo mucho, sino todo; novia, amigos, tal vez fe en sí mismo. Quiere recuperar amores perdidos, como si se pudiera perder lo que no se tuvo. La paz es una película de relaciones. De vínculos y correspondencias. De cómo Liso (Lisandro Rodríguez), que acaba de salir de una internación psiquiátrica, se lleva -más que nada- con las mujeres. Su madre, su abuela, a la que lleva a pasear en moto, la sirvienta boliviana, una prostituta, su ex novia, otra amiga de la infancia. También con su padre, que cree arreglar todo dándole dinero. Porque Liso vive en una familia desacomodadamente de clase acomodada. Y son los de afuera quienes advierten su estado de tristeza. Y eso que, como él dice, “Yo estoy mejor, ¿sabés? Estoy medicado”. Este Santiago Loza que hace expresar en sus obras de teatro a sus protagonistas femeninas de manera muy verborrágica es el mismo que en el cine se muestra más austero. Lo es en La paz, un retrato cálido, nada minimalista en el sentido peyorativo que se le ha dado por tildar a ciertos filmes nacionales del post nuevo cine argentino. Su mirada apunta a las relaciones, a cómo repercuten en Liso y quienes lo circundan. Son, de nuevo, las mujeres las que le marcan el terreno, con sus actitudes o palabras. “Si no querés trabajar o estudiar me lo tenés que decir. Y si no querés vivir más, también me lo tenés que decir”, le avisa la madre. Tener y querer son dos verbos que a Liso le cuesta conjugar. Loza construye a sus personajes desde los detalles. En su cine (Extraño, Cuatro mujeres descalzas, Los labios) es así. Liso utiliza una moto para moverse y para relacionarse. Y si un gesto sirve para interpretar una relación, una emoción, vean la mano de la abuela, sentada detrás de su nieto, en pleno paseo con la moto. Como de costumbre, la marcación de los actores es otra rúbrica del realizador. Loza continúa, antes que construyendo, abriéndonos un mundo, no un universo, en el que él, sus protagonistas y el espectador no somos nosotros sin los otros.
La Paz, película de Santiago Loza, tiene una historia convencional, un desarrollo convencional y el final más estándar que uno pueda imaginar. Esto no es, por supuesto, un defecto en sí mismo. Muchos films convencionales son excelentes. La rareza aquí es otra. Loza cuenta algo convencional pero lo cubre con una pátina de cierta sordidez, acercándose –no por error, sino por elección- a sus personajes con ambigüedad y un subrayado excesivo para marcar las relaciones entre el protagonista y su entorno. El protagonista de La paz acaba de salir de una internación psiquiátrica y se reencuentra con su familia y una ex novia. Esos encuentros, morosos, minimalistas pero obvios, no aportan mucho desde lo narrativo. La falta de ritmo no siempre es sinónimo de arte, esos planos largos que suman poco desde lo cinematográfico, no significan una mirada profunda o compleja. Apenas la relación del protagonista con su abuela alcanza algo de luz, interés y refleja la profundidad del vínculo entre ambos. Queda claro que se puede contar una historia como a cada director le parezca mejor, no creo que Loza haya intentado algo diferente. Pero también los espectadores tenemos el derecho a cuestionar cuando una película juega en lo que parecen dos direcciones opuestas. Si la búsqueda era hacer una historia convencional, la forma narrativa no ayuda en nada. Y si la idea era explorar un cine diferente a lo masivo, tampoco hay en la puesta en escena y el relato una apuesta de buenos resultados. Para la mayoría de los espectadores La Paz ni siquiera existe, en parte porque tuvo un estreno pequeño junto con otros tres títulos nacionales. Pero para la mayoría de los críticos locales es una buena película. Esta vez me toca estar en minoría entre colegas, deberá cada espectador evaluar por sí mismo que le parece esta película.
La paz, último filme del director y dramaturgo Santiago Loza, torna conceptual el hastío de un joven de clase media con problemas mentales. El personaje que hacía Bradley Cooper en El lado luminoso de la vida, un freak bipolar retornado al hogar tras una internación, parece un personaje fantástico al lado del Liso de La paz, bien interpretado por Lisandro Rodríguez. Y más que nada porque en el filme y el cine de Santiago Loza no hay mucho lugar para un argumento, y ese minimalismo narrativo se complementa con los planos hiperrealistas que ya son marca del director cordobés para proponer una experiencia cinematográfica alejada de lo meramente industrial. Pero ese realismo extremo adolece de una contaminación valorativa camufladamente subrayada, que se extiende a la caricaturización social y la (auto) denuncia de clase a lo Lucrecia Martel, como a la caída en ciertos lugares comunes indies que sí sugieren una narración de género (el paseo en moto entre el protagonista y su abuela, o la cercanía casi incestuosa con su madre, que, sí, hace acordar a otro filme de David O. Russell, Spanking the monkey); y, finalmente, a la estetización tan virtuosa como exagerada de ciertos planos: todo ello conspira contra la apertura supuestamente objetiva y naturalista de La paz. El filme trata sobre un joven de problemas psiquiátricos que padece su entorno de clase media, principalmente a una madre sobreprotectora adicta al sol de pileta y a un padre que le da dinero para acostarse con prostitutas y lo lleva a sesiones de tiro; las mujeres que rodean a Liso, ex novias, amantes y la misma prostituta con la que se acuesta, no alivian su desasosiego. Además de su tranquila abuela, Liso sólo parece encontrar un contrapunto reparador en la empleada boliviana de su hogar, la que le significará una posible huida de ese mundo asfixiante y en decadencia. En un pasaje, Liso nombra también a otro ser que le importa, su abuelo muerto, al que respetaba porque “nunca le preguntaba nada”. Y esa ansiada “nada” es útil para definir a Liso, que en su pasividad compone una nulidad, un vacío, un grado cero al que también apunta el cine de Loza a nivel conceptual, corriendo el riesgo de caer en el mismo abismo que su personaje, en el mejor de los casos extraviado, vivo, boyante, pero en otros peligrosamente robótico, afectado y socialmente inocente.
Con una sostenida marca poética y despues de pasar exitosamente por muchos festivales a lo largo del 2013, se estrena la nueva pelicula de Santiago Loza. La Paz es una película profundamente poética, fiel al estilo que Loza alcanza especialmente en La invención de la carne (2009) y Los labios (2010). La historia es la de un joven de clase media alta que acaba de dejar una internación en un neuropsiquiàtrico por algo que se presume grave, pero cuya genealogía no está en el foco de a película. Aunque su depresión parezca teñir toda la historia, el desarrollo del personaje es, una vez más en este director, fuertemente visual. Los diálogos son escasos y la información proviene más de las relaciones planteadas que de lo que se digan sus personajes. Esta apoyatura en el silencio y en mínimas acciones provoca un clima de introspección por parte de los personajes que transcurren delante de la cámara con un ritmo casi objetivista. El personaje y sus relaciones positivas con las mujeres: la enfermera, su madre, su abuela, sus eventuales amantes y finalmente, su mucama boliviana son una red que estructura el relato, hasta llegar al final que devela la polisemia un tanto obvia que ya plantea el título. La segmentación en actos o capítulos y este acento en la acción recuerda mucho al esquema teatral, actividad que es muy cercana a Loza que también tiene una carrera muy interesante como dramaturgo, con obras como La Mujer Puerca (dirigida casualmente por Lisandro Rodríguez, nombre que en la ficción tiene el personaje de La Paz), la obra que cita una famosa anécdota del cine argentino Nada del amor me produce envidia o el melodrama musical Mabel. La inclusión de La Paz, aún no estrenada en cines en Buenos Aires, es una acertada elección en el Festival UNASUR Cine que busca provocar diálogos dentro del cine latinoamericano.
Publicada en la edición digital #259 de la revista.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Siempre hablamos de capas. Siempre. Siempre que hablamos de cine, de literatura, de discursos expresivos y de cualquier otro tipo; siempre que hablamos de materiales complejos, de esos que saben atacarnos por todos los flancos, hablamos de capas. Y siempre que percibimos que una película (volvamos al cine) tiene esas capas significantes, expresivas, etc., sabemos que nos aguarda algo a lo que podemos caracterizar como un juego o como un trabajo. Y esa oposición no es para nada inocente. Es una oposición. Existen películas que dan trabajo, que someten a uno a un yugo de la experiencia del que uno busca escapar como del yugo cotidiano. Pero existen otras películas que nos divierten, y lo hacen en el sentido más profundo de esa palabra, que es el de la divergencia. Obras que nos proponen caminos que podemos transitar hacia adelante, hacia atrás, volver sobre nuestros pasos, recorrer alternativas. Esas películas tienen algo (un autor, tal vez) que nos acompaña sin sofocarnos, que hace que la experiencia sea placenteramente dificultosa. Esto es La Paz. Una película de una simpleza honesta y de una complejidad juguetona. Una propuesta compleja y amigable. Un lindo quilombo para los sentidos. Es una historia que se narra de manera lineal, poblada de personajes elípticos y misteriosos. Un relato sobrio en sus recursos y desbordado en la experiencia que propone. Una película en la que podemos ponernos cerebrales a analizar sus llaves (como los títulos de los capítulos, o la feroz crítica a la clase media), o podemos perdernos en esos presentes absolutos en los que la intensidad de lo que ocurre a esos seres humanos nos deja con la boca abierta. La Paz cuenta la historia de un muchacho patológicamente angustiado que vuelve a la casa de sus padres luego de un período de internación en una clínica psiquiátrica. De vuelta a la vida, realiza intentos (que no son más que intentos) por reencontrarse con sus afectos. No hay reencuentro posible. Lo que el mundo le devuelve son existencias burguesas totalmente anestesiadas de cualquier intensidad. Su padre, su madre, su ex novia, son icebergs emocionales. Los únicos vínculos que le devuelven cierta calidez son los que mantiene con su abuela y con Sonia, la empleada doméstica. A simple vista, una pequeña historia. Nada más inapropiado para valorar esta película que una simple vista. En La Paz, Santiago Loza defiende a capas y espada el precepto universal de que, para la expresión, siempre, menos es más. Mucho más.