El hombre de la cámara. Una pequeña selección de fotografías rompen el silencio de una conversación cuya esencia consiste en una sólida base visual; una conversación entre el artista Sebastião Salgado y sus obras, que el espectador tendrá la oportunidad de presenciar durante casi dos horas, donde -semejante a esas escasas charlas entabladas con la familia o amigos más cercanos- no se anticipa la desmesurada repercusión que tendrá en nosotros. “Un fotógrafo es literalmente una persona dibujando con luz, un hombre escribiendo y reescribiendo el mundo con luces y sombras”; Wim Wenders acompaña con su pacífica voz las imágenes del epílogo, adelantándonos aquello sobre lo cual giran las fotografías, y por lo tanto, el film: el ser humano. El humano que, como explaya el cineasta alemán, es la sal de la tierra. Así se emprende el viaje guiado por los retratos de Salgado, retratos de una cruda realidad que provocan una mirada reflexiva sobre el papel que adoptamos en la sociedad, y a su vez un examen introspectivo sobre nuestro propio ser. Se expone ante nosotros la evidencia de una verdad que muchas veces optamos no ver: sí, el hombre es la sal de la tierra, pero también es aquello que la destruye. Las fotografías de Salgado te transportan de manera inmediata a la situación retratada, a aquel momento, a aquel lugar, junto a esas personas; éste es el motivo por el cual sus obras resultan tan cautivantes: su mirada no es la de un fotógrafo que solo busca dar a conocer aquello que presencia, sino que se aleja de esa visión ajena para encontrar su lugar junto a esta gente, acompañándolos, “queriendo” vivir lo que ellos viven y sentir lo que ellos sienten; se adapta a esa “nueva” realidad y captura con su cámara esos breves instantes de vida que desembocan en una inminente conmoción. Aquellas acciones detenidas en el tiempo, aquellas miradas eternas, son momentos únicos que reflejan la felicidad, el dolor y demás emociones en su estado más puro. El documental, al igual que el mismo ser humano, presenta una enorme ambigüedad: a pesar de que en más de una ocasión el contenido de las imágenes sea terrible, visualmente las obras cuentan con una hermosura innegable. El impacto no solo es logrado por lo que vemos, sino también por cómo lo vemos; la armonía entre la visión del fotógrafo y la situación retratada cumple con un equilibro sublime, como pocas veces es logrado. La Sal de la Tierra no se ve satisfecha con el uso superficial del entretenimiento como motor del film: Wim Wenders, Sebastião Salgado y su hijo, Juliano Ribeiro Salgado, realizan una oda al arte, al hombre y a la vida, en la que proponen una experiencia que nos conmueve, nos inquieta y nos revuelve tanto el estómago como nuestros pensamientos. Sin duda alguna, hoy por hoy, necesitamos más películas como esta.
Reflexión de las desigualdades En el marco del Green Film Fest que se lleva a cabo esta semana en Cinemark Palermo, La sal de la tierra (The Salt Of The Earth) de Juliano Ribeiro Salgado y Wim Wenders viene a dar un cachetazo limpio a todos los espectadores que caen desprevenidos y creen que es un documental más. Pero claro que no lo es. El recorrido por la obra del fotógrafo es vertiginoso, duele e involucra al público en ese dolor. La miseria humana es enorme, pero no por pobreza, sino por los hombres que realizan actos que limitan la vida de otros, llevándolos a extremos de los que no se pueden escapar. Y ahí es cuando aparece la cachetada, por más que parezca hipócrita decirlo. Es difícil no sentir algo en el pecho al ver la más cruda de las realidades. Hambrunas, desnutrición, enfermedades, muerte y mucha tristeza es lo que prevalece en esas imágenes. Salgado estuvo ahí y por años creyó que la humanidad estaba perdida y que no había escapatoria. Años después volvió a creer, pero no se olvidó de lo que vio y hasta hoy se sigue conmoviendo. La parte técnica del documental es impecable, la dirección de fotografía por momentos parece un trabajo más de Salgado. La pantalla cine acentúa las tomas del fotógrafo, ya que se pueden apreciar una gran cantidad de detalles que de otra forma no se podría. La sal de la tierra es un llamado a la profunda reflexión y no debería pasar desapercibida.
No es lo mismo ver una foto en una película que en un álbum, una galería o un portarretratos. En los segundos casos, uno controla el tiempo -los minutos u horas- que le dedica a la contemplación, como pasa con la pintura. Algo de esto nos dice Roland Barthes, en su libro Cámara Lúcida, cuando nos explica que, para que algo en una foto nos lastime o nos penetre -algún detalle que solo nosotros notamos y que nos obsesiona, lo que él llama el punctum, que está más allá de todo sentido social e histórico- tenemos que contar con la posibilidad de abandonar la imagen, mirar hacia otro lado o cerrar los ojos, y luego volver a ella. Por eso, dice el autor, este proceso no puede replicarse en el cine, porque la imagen cambia en cada momento. Ahora bien, hoy sabemos que estaba equivocado. La teoría cinematográfica, desde entonces, recogió el concepto barthesiano y lo convirtió en un cliché (un buen ejemplo lo encontramos en el libro Cinefilia e Historia, de Christian Keathley). Resulta que, en el cine, el punctum nos interpela igual, a pesar de la fugacidad del medio. Pero, eso sí, lo perdemos de vista rápidamente. Digo todo esto porque el nuevo film de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, La Sal de la Tierra, juega precisamente con las distancias entre cine y fotografía. Gran parte del metraje está compuesto por la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado (padre de Juliano), quien también acompaña y contextualiza las imágenes con su narración. El resultado evoca a otros films que hilvanan una sucesión de fotos o se detienen en una sola, desde La Jetée de Chris Marker hasta Letter to Jane de Godard y Gorin. De todos modos, en este caso, también apreciamos algunas filmaciones, tanto de Wenders como de Juliano. Pero lo más memorable, sin duda, sigue siendo el trabajo de Sebastião, sus recorridos por selvas congolesas o amazónicas, minas de oro brasileñas, carreteras ruandesas, pozos petroleros incendiados, eternos campamentos de refugiados. Y, en cada paisaje, los cuerpos de hombres cubiertos de petróleo, brillantes como si estuvieran hechos de hojalata; los rostros agotados de familias hambrientas, que huyen de alguna guerra; la dureza y dignidad de trabajadores anónimos sobre fondos industriales. Al formar parte de una película, las imágenes están encadenadas según un ritmo establecido por Wenders, aparecen en la pantalla por unos instantes y luego dan lugar a otras. Las fotos, en este nuevo contexto cinematográfico, siempre se nos escurren y lo que encontramos en ellas -lo llamemos punctum o por otro nombre- se nos escapa, nos queda como algo que apenas creemos haber visto, convertido rápidamente en el recuerdo de un recuerdo (salvo que congelemos el fotograma, obvio). La Sal de la Tierra se sostiene gracias al efecto acumulativo de las imágenes de Sebastião. Después, lo demás es menos valioso. Wenders se enamora demasiado de su objeto de estudio y no hace otra cosa que arrodillarse ante la figura trillada del artista romántico y solitario, como si se tratase del personaje de Sean Penn en La Vida Secreta de Walter Mitty. Y entre Wenders y Salgado repiten, una y otra vez, las mismas sentencias, igualmente trilladas, sobre la crueldad del hombre, el infinito dolor que sufren algunos e infligen otros, la hermosura de la naturaleza terráquea, etcétera, etcétera, hasta que uno cree estar escuchando la voz de Klaatu, el sabio y solemne extraterrestre de El Día que la Tierra se Detuvo. Hay poca o nula reflexión sobre los eventos históricos y específicos que se muestran, solo una rendición ante la escala del sufrimiento y la estupidez del ser humano. Las fotos, en este sentido, hablan por sí solas, aunque muchas de las anécdotas que comparte Salgado, sin duda potentes, ensanchan aún más los abismos que revelan las imágenes. Pero el trabajo de Wenders, e incluso algunos comentarios del brasileño, le restan misterio a las fotografías al simplificarlas con frases autoconscientemente “profundas”.
Los límites del documental-tributo Una exaltación del reverenciado fotógrafo Sebastião Salgado que fue premiada en Cannes y nominada al Oscar. Aclaro: Hace bastante tiempo que no me interesa lo que hace Wim Wenders y no me gusta demasiado la porno-miseria, el esteticismo del horror que propone el celebrado fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. Por lo tanto, es probable que quienes aún siguen fascinándose por la obra del realizador alemán (que aquí codirige con el hijo de Salgado, Juliano) y se conmueven con las imágenes en blanco y negro sobre desplazados, matanzas, hambrunas, mineros (y, en los últimos años, sobre la naturaleza virgen y tribus de pueblos originarios) disfruten este film. A mi, en cambio, me irritó bastante. Encontré a La sal de la Tierra como un documental bello y cuidado (a-lo-National Geographic, digamos), pero también solemne y -como la obra del artista- un poco explotador (se ve cómo el fotógrafo muchas veces "arma" las situaciones que luego retrata). Los directores siguen los viajes de Salgado y lo filman mirando fotos y contando sus experiencias por Africa, Irak, la ex Yugoslavia, Siberia o los rincones más recónditos del planeta. Un film políticamente correcto y concientizador hecho para la hinchada.
Corazón de las tinieblas ¿En qué beneficia a La sal de la tierra (The Salt of the Earth, 2014) constituirse en formato cinematográfico? La mayoría de la película consiste en una gran presentación de diapositivas – un PowerPoint sobre la obra del fotógrafo Sebastião Salgado, foto por foto. ¿Por qué subyugar la fotografía al cine si no se van a utilizar los recursos de uno para contar lo que no podemos con el otro? Salgado es el primero en ser acreditado al final de la película (“fotografías de”). Luego se acreditan dos directores: su hijo Juliano Ribeiro Salgado, quien aporta video documental sobre las expediciones fotográficas de su padre, y Wim Wenders, quien no es extraño a los retratos cinematográficos y aquí hace tan buena labor como en cualquier otra de sus películas a pesar de aplicar un método muy distinto al usual. Típicamente la personalidad de Wenders domina una película que debería tratar sobre otra persona. Nicholas Ray, director de cine. Yohji Yamamoto, diseñador de moda. Ry Cooder, músico de. roots. Pina Bausch, bailarina y coreógrafa. El documental siempre habla tanto del sujeto como de Wenders. Pero por esta vez la cinta es primero y principalmente del sujeto. Nacido en Brasil y radicado en Francia, Sebastião Salgado decide en los 70s dejar una carrera en economía y dedicarse a la fotografía. Recorre cientos de países durante los siguientes 40 años. La película lo sienta en un cuarto oscuro, frente a una proyección dinámica de sus fotos. Él provee la mayor parte de la banda sonora, que consiste en reflexiones – a menudo en clave penosa – sobre su trabajo. Salgado se especializó en retratar la miseria humana. Sus detractores lo acusaron de embelezarla. La forma en que compone sus fotografías siempre otorga dignididad al sujeto – nunca lo patetiza. Y las escenas son tan surreales como esquirlas del Bosco, o un viaje río abajo hacia el corazón de las tinieblas. El campo semántico de su obra son los seres desorientados, los cuerpos raquíticos, los muertos de hambre, los túmulos de cadáveres. Retrató la hambruna en el Sahara, la masacre de los Tutsi en Ruanda, la quema de los fosos petrolíferos en Kuwait. Parece haber atestiguado cuanta hecatombe es humanamente posible sin convertirse en Kurtz. El documental cuenta con el crudo impacto de la fotografía de Salgado, la cual es terrible y preciosa y eleva preguntas de índole ideológico de las que la película no se hace cargo. El final del film es repentinamente ecológico y postula una antítesis inesperada pero bienvenida, la cual pretende devolver al espectador la fe que perdió en los previos 90 minutos de sufrimiento humano. No le sale nada mal.
Win Wenders y Juliano Ribero Salgado realizaron un documental de gran calidad. Es que el director alemán tuvo al hijo del famoso fotógrafo Sebastiao Salgado, que ha viajado por el mundo documentando hambrunas, muertes masivas y locuras como la fiebre del oro en el Amazonas, de donde provienen sus fotos más famosas. Pero también el proyecto de homenajear las bellezas de la naturaleza.
Nominada en los últimos premios Oscars y con un reciente paso por el Green Film Fest en Buenos Aires, la película dirigida por Win Wenders y Juliano Ribeiro Salgado es una oda al padre de éste último, el fotógrafo Sebastião Salgado. De manera poética, no sólo a través de imágenes (el film está compuesto en su mayoría por sus fotografías pero hay algunas pequeñas escenas y testimonios grabados para el film), La sal de la Tierra es un recorrido por la obra de un fotógrafo que una vez que descubre las cosas que puede hacer con la cámara no puede dejar de sacar fotos. Pero así como es fotógrafo es viajero, y ambas pasiones lo llevan a descubrir diferentes partes del mundo, lo mejor y lo peor de él. Las fotografías de Salgado son de una belleza innegable. Los colores, las sombras, la composición, en fin, el ojo que tiene le ha permitido capturar diferentes tipos de momentos. Es así que el film va pasando, con una estructura pensada a nivel narrativo, por las diferentes etapas en las que Salgado va transitando con su arte, desde fotografías de personas hasta los paisajes y aquellos más cercanos a la naturaleza. Pero también es cierto que hay una decisión de dedicar más o menos tiempo a determinados momentos. Y mientras el film comienza y termina con un tono más bien optimista, en el medio llega a su viaje por campos de refugiados y allí captura momentos dignos del fotoperiodismo de zonas de conflicto. Es en ese momento, el más impactante, donde decide quedarse la mayor parte del film. Pasar a través de cientos de imágenes que sí, son estéticamente bellas, pero difíciles, muy duras de ver. Se podría uno poner a pensar en la eterna discusión sobre qué es bello, lo morboso, hasta qué punto es necesario mostrar (y ver) tanto una misma situación, pero lo cierto es que la mirada de Salgado es muy alejada a lo visto generalmente en los medios de comunicación. Wenders y Salgado repasan así medio siglo de historia de la humanidad, pero en esa mitad se quedan un poco estancados. Por suerte, ya cerca del final, Salgado, que durante toda la película nos permite entrar no sólo en su arte sino en su mundo narrando en off historias de las fotografías que vemos, halla un halo de luz cuando comienza a fotografiar a la naturaleza en su mayor esplendor y a poner su granito de arena para con el medio ambiente, y el film se tiñe de un optimismo honesto. Quizás lo menos logrado del film radique en algunas metarreflexiones que se sienten muy armadas, un poco artificial. Sin dudas un film que es toda una experiencia en sí, difícil, impactante, bello, inolvidable.
Win Wenders es un favorito del cine mundial, desde sus viajes a los cielos para contar historias de ángeles hasta su sensibilidad para retratar el arte y a la persona detrás (basta con recordar “Pina”). Su capacidad para la fotografía en cine es impecable y tanto es así que juntarlo con la obra y vida de un reconocido fotógrafo como Sebastiao Salgado, parece orgánico y lógico. Con un cuidadoso uso de la voz en off, el documental empieza llevándonos a lugares exóticos, a rincones de la cámara de Salgado que no estábamos acostumbrados a ver y siempre contando como un mantra que lo que verdaderamente importa en la fotografía es la luz y la luz es con lo que uno pinta ese universo. Pero nada es tan sencillo si no hay vida. Con toda su crueldad, la Raza Humana termina siendo la Sal de la Tierra y a través de su maravilloso ojo, vamos descubriéndola. En ese sentido, alternar entre la iluminación en blanco y negro y los colores, los personajes mirando a cámara y el hecho que en la cocina del guión esté su propio hijo, van haciendo un relato entrañable, íntimo donde cada foto viene acompañada del testimonio de quien la tomó y así es un retrato profundo de lo que es la Humanidad para él. Este es probablemente el mayor acierto del film: te hace parte, te interpela, espiás a la familia entera y a todo el sentido de esta elección de vida para ellos. Desde acompañar a sus viajes, hasta reforestar una parte del Amazonas. Si hablamos de crear personajes, el hecho de reconocer su pasión por las fotografías, que dejó un próspero trabajo en un banco para seguir su pasión y el hecho de que su mujer y su hijo lo hayan acompañado apoya esta idea de recortes de una carrera, de una vida, de una mirada. No tenés otra chance que quererlos. Te dejaron sin opción. El documental, así, se relata como un cuento redondo, profundamente estético y uno sigue las altas y bajas de la carrera junto con él: su primera etapa en la que nos mostraba lo más terrible y lo más bajo y el Génesis, donde volvemos a creer en una salida. Pero sobre todo es una filosofía sobre cómo construimos el mundo que habitamos y sobre cómo lo vemos. De una duración más extensa de la que acostumbramos en documentales pero que valen cada minuto. Y valen para ver en sala. Con esa paleta de colores, Wenders y Salgao hacen una nueva Creación del mundo.
Mirar, registrar y opinar desde la cámara Un documental sobre un fotógrafo, más aun si se trata del prestigioso Sebastião Salgado, tendrá sus detractores y defensores de acuerdo a la visión del mundo de semejante personalidad. Pero quienes filman a Salgado, sus viajes y sus disertaciones humanitarias mientras registra las miserias del universo, se trate del horror en Ruanda o el hambre en Etiopía, son su hijo Juliano y el otrora talentosísimo cineasta alemán Wim Wenders. Sobre éste último, dedicado en los últimos años a registrar lo que sea (entre Pina, Buena Vista Social Club y Lisboa Story hay muchas diferencias) para mantenerse en el candelero de los festivales, poco nuevo podía esperarse salvo la cuestión de encontrar a un compañero afín de la corrección política y así continuar con esta clase de documentales que le deben más al National Geographic que a La jetée de Chris Marker o a las exploraciones genéricas del Godard de cualquier época. Ese nuevo compañero de Wim es el reputado fotógrafo Sebastião, siempre dispuesto a contemplar desde las imágenes las miserias del ser humano que tan bien reditúan económicamente en el inabarcable mercado del europeo bienpensante y en las capas de la clase media de cualquier origen. La supuesta belleza de la miseria –pautada por las guerras, el hambre, el horror del ser humano, las políticas económicas, las decisiones de los gobernantes- hacen anclaje en ese blanco y negro de exposición de galería prestigiosa que caracteriza el trabajo de Salgado. Y allí está la otra cámara, aquella que manejan su hijo y el azorado ex gran cineasta germano, compartiendo los pensamientos y la ideología del artista, quien jamás rebate una reflexión, inclinado a la admiración incondicional desde la comodidad burguesa que tal vez recuerde mejores épocas y películas. La sal de la tierra tendrá sus admiradores y no tanto en relación al trabajo de hace décadas del fotógrafo. Es que al gran ex cineasta Wenders, en los últimos años, cualquier cosa le da lo mismo: el resurgir de un grupo de músicos cubanos, el registro sobre una gran coreógrafa y bailarina o mirar el horror del mundo desde una mera contemplación revestida de torpe comodidad estética.
No alcancé a escribir más que unos enojados tuits cuando la película se dio en el Festival de Cannes 2014 –el enojo aumentado por el hecho de que había ganado premios en su sección, la misma en la que Lisandro Alonso no ganó nada con JAUJA–, pero sigo manteniendo mi fastidio con esta mezcla de documental promocional/house organ de Sebastiao Salgado, el famoso fotógrafo brasileño: reverencial, metódico y pintoresco como un libro grande y caro de mesa, de esos que uno imagina en livings de gente adinerada en Europa mirando fotos bonitas y estéticamente muy cuidadas sobre lo mal que viven los pobres y los trabajadores en parajes remotos de América Latina. La estetización de la miseria no es lo mío. Paso…
Fascinante travesía que conviene ver en pantalla grande La sal de la que aquí se habla puede darle riqueza y variedad a la tierra, pero también puede volverla estéril y provocar la muerte de sus habitantes. Esa sal es el hombre mismo, está diciendo Sebastião Salgado. Durante décadas este fotógrafo de grandes agencias periodísticas fue registrando terribles desastres colectivos a lo largo del mundo, y también admirables esfuerzos humanitarios, como los de esos bomberos que viajaron de todas partes para apagar 50 pozos petrolíferos de Kuwait (como se recordará, el humo llegaba hasta el Everest), o Médicos sin Fronteras, organización que recibe un porcentaje por la venta de reproducciones de ciertas obras de Salgado. Esas obras fueron criticadas como "estética de la miseria", "arte a costa del dolor ajeno", etc. por gente cómodamente sentada que nunca estuvo junto a los infelices que huían de Ruanda o los Balcanes, o preparaban para el entierro el cuerpo esquelético de sus seres queridos, como estuvo Salgado. Sus fotos de la hambruna en Etiopía, publicadas en tapa de los diarios, impactaron e hicieron que la opinión pública comprendiera ese drama mucho mejor que las frases trabajosas de los teóricos y los políticos. Él impacta y conmueve el corazón. Ésa es la clave. Si para eso necesita contrastar más el dramático blanco y negro de sus cuadros, estilizar el encuadre, provocar un especial extrañamiento, bienvenido sea su esteticismo. En "La sal de la tierra" nos enteramos de su vida, su paso de economista en París a testigo y mensajero en los peores lugares, sus viajes, y el respaldo de su familia. Él mismo cuenta la historia de cada persona fotografiada, confiesa haber llorado de impotencia en África, reflexiona sobre el ser humano, se amarga, pero también recuerda a la buena gente primitiva que conoció de veras en lugares perdidos, y explica la génesis de su libro "Génesis", sobre los rincones que aún mantienen la belleza de su primer día en el mundo. Nunca habla de técnica, sino de personas. Su hijo Ribeiro Salgado lo acompaña por el desierto ártico y la selva papúa, su esposa y su padre anciano demuestran cómo se degrada la tierra y cómo pudieron revivirla en su finca, creando luego el Instituto Terra de recuperación de la mata atlántica. Y Wim Wenders, principal director de este documental, nos habla cada tanto sin mostrarse, y le da un armazón a ese cúmulo de imágenes fascinantes, agobiantes, y también hermosas. Los manteros ya la tienen, pero a esta película conviene verla en pantalla grande.
Retratos de la curiosidad Un artista (Wim Wenders) que retrata a otro (Sebastião Salgado), unidos por la mirada curiosa, que observan e indagan. Las imágenes, potentes. Es una película en la que uno y otro casi que se entremezclan. Porque tanto Wim Wenders su director, como el fotógrafo y objeto de su filme, el brasileño Sebastião Salgado, son artistas curiosos, gente de apuntar su mirada, escudriñar, observar, indagar. Un cineasta retrata a otro artista, que a su vez hizo su carrera retratando. La curiosidad es lo que alimenta a todo documentalista, y el director de París, Texas aquí lo es, y Salgado ha reproducido en imágenes algunos de los horrores más impresionantes de las últimas décadas, sea la pobreza, esclavitud, el hambre o las guerras. Las comparaciones son siempre odiosas, y más si parangonamos los trabajos documentales de dos grandes del cine alemán como Wenders y Werner Herzog, que se lanzaron al documental. Son muy distintos. Aquí, el realizador de Las alas del deseo también oficia de narrador, y está omnipresente. ¿Demasiado? Juliano Salgado, hijo de Sebastião, que oficia como codirector del filme, aparece más como descendiente que realizador. Salgado fue un aventurero. Dejó su tierra de origen, Brasil, por la dictadura militar, y recorrió el mundo. Muchas veces desaparecía por meses y viajaba a lugares recónditos para encontrar la esencia de, por ejemplo, el trabajo en una mina de oro. Esas son las imágenes con las que abre la película, que fue candidata al Oscar al mejor documental este año. Icono y referente de la fotografía, Salgado es reverenciado aquí, en el documental, y en todo el mundo. En lo que tal vez La sal de la Tierra no tenga límites muy precisos es en la manera en la que se puede cuestionar -o no-, la cercanía de quien observa las penurias ajenas. Salgado es un cronista de su tiempo. Observa y no actúa. Obviamente abre conciencia y hace tomar buena nota de lo que sucede allí, sea donde sea, en Irak, los Balcanes, pero abre también una ventana a la reflexión que va más allá del tema abordado y Wenders prefiere no tomar esa línea y quedarse, como su objeto, en la contemplación. El espectador puede quedarse con el impacto que le generarán las imágenes, pero también advertir el tono laudatorio que, sino empaña, tamiza al filme.
La vida santa de Sebastião Salgado Hijo del famoso fotógrafo brasileño Sebastião Salgado y codirector con el alemán Wim Wenders de este documental de tono celebratorio y trascendente, Juliano Ribeiro Salgado ha contado en alguna entrevista que la relación con su padre nunca fue del todo fácil. Durante mucho tiempo, Sebastião pasó gran parte de cada año lejos de su casa, trabajando en una obra realmente monumental enfocada en la vida y el sufrimiento de trabajadores oprimidos y las migraciones de las víctimas de hambrunas feroces y guerras sanguinarias. Luego de trabajar un tiempo en la administración de la Organización Internacional del Café, Sebastião decidió dedicarse de lleno a la fotografía, un terreno al que llegó casi por casualidad. Muy pronto, a fines de los años 70, fue contratado por la agencia Gamma, con sede en París, y después por la prestigiosa Magnum Photos. Recién en 1994 fundó su propia agencia, Amazonas Images, también en París, y se dedicó a recorrer el mundo para mostrar su impresionante obra, reunida en proyectos muy difundidos como Trabajadores (1993), que documenta las dificultades en la vida cotidiana de la clase obrera en todo el mundo, y Éxodos (2000), que recopila parte de su trabajo sobre la emigración masiva provocada por los desastres naturales, el deterioro medioambiental y la presión demográfica. La narración de la historia de este artista de perfil sociológico es diáfana, ágil, apoyada en valioso material de archivo -sus propias fotos, que ha exhibido en todo el planeta, y las de carácter más íntimo, vinculadas con su vida familiar- y en breves y más bien solemnes apuntes de la voz en off de Wenders. Es difícil no rendirse ante el poder de esas imágenes y el tamaño de la epopeya de este hombre dedicado de lleno a la investigación social en los lugares más inhóspitos y hostiles, desde África hasta el Ártico. También resulta valioso el registro del imponente emprendimiento del Instituto Terra, destinado a recuperar con un costoso trabajo de reforestación la selva de la Mata Atlántica que rodeaba la finca de Aimorés, en Minas Gerais, donde Sebastião nació, antes de que se introdujera el ganado: un refugio en la naturaleza para combatir la destrucción de la que fue testigo durante demasiado tiempo. Pero hay algo que la película elude soberanamente y que, es evidente, le resta solidez y equilibrio: no hay una sola mención a las objeciones en torno al trabajo de Salgado, que han sido muchas y provenientes de voces tan autorizadas como las de la intelectual estadounidense Susan Sontag y la periodista sudafricana de The New Yorker Ingrid Sischy, ambas fallecidas. Se ha señalado con insistencia que Salgado ha estetizado la tragedia, que ha usado la miseria con fines comerciales, que se ha erigido en estrella de sus trabajos, relegando a los protagonistas de las fotografías a un segundo plano, y que ha anestesiado de ese modo la reacción ante las injusticias, transformándolas en mero objeto de contemplación. Pensado como hagiografía, el documental no se hace cargo de esas acusaciones y termina recalentando también los señalamientos que han disparado los críticos de Wenders, sospechado de vampirizar convenientemente el talento ajeno en más de un caso: el de Nicholas Ray en Relámpago sobre el agua, el de Compay Segundo y sus colegas en Buena Vista Social Club, el de Pina Bausch en Pina y el de Michelangelo Antonioni en Más allá de las nubes. Puntos de vista, naturalmente. Vea y decida.
Una película para poner en la mesita ratona El último largometraje documental de Wim Wenders, codirigido por Juliano Ribeiro Salgado, puede ser visto como una versión audiovisual de uno de esos lujosos libros en papel ilustración dedicados a la obra de un artista plástico, en este caso el reconocido fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. No es este el momento ni el lugar para discutir los alcances y límites de la fotografía social de Salgado, de la potencia de sus retratos y la necesidad de expresar el dolor y el desamparo del mundo y sus habitantes a la sensación de explotación plástica de la miseria que decantan algunas de sus imágenes. Y La sal de la tierra no ahonda en ninguna posible discusión acerca de esas y otras problemáticas que importan a todo documentalista de la imagen fija o en movimiento desde que la tecnología permitió el registro visual de lo real. El film de Wenders y J. R. Salgado (hijo de Sebastião) se contenta fundamentalmente con consignar la historia profesional y personal del fotógrafo nacido en Minas Gerais a partir de una lustrosa dirección de fotografía que, por momentos, imita el contrastado blanco y negro que se ha transformado en marca registrada del arte de Salgado padre.Desde sus inicios como fotógrafo en Brasil, pasando por su exilio político en Francia y el comienzo de sus largos derroteros por Latinoamérica, Asia y Africa (algunas de sus imágenes más famosas fueron tomadas durante una extensa hambruna en Sudán, a mediados de los años ’80), los realizadores exponen datos y anécdotas del artista, narrados en primera persona, que ilustran las fotografías a modo de epígrafes orales, interrumpidos por algunas imágenes de archivo y el registro de sus actividades actuales. El tufillo a documental oficial se ventila por completo cuando, cerca del final, La sal de la tierra se concentra en el trabajo de reconstrucción de la finca familiar de los Salgado, transformada por los cambios humanos y climáticos en un terreno absolutamente infértil. Tarea loable y esperanzadora, sin dudas, pero presentada por el film de manera torpe y vergonzosamente propagandística, como si se tratara del institucional de una fundación ecologista producido con la intención de conseguir financistas.Resulta interesante que otra de las series fotográficas más famosas de Salgado haya sido tomada en Kuwait luego de la Guerra del Golfo: los pozos de petróleo ardientes y el desesperado intento de los bomberos de todo el mundo por extinguir el fuego es también el tema de Lecciones en la oscuridad, de otro realizador alemán: Werner Herzog. Pero a diferencia de Herzog, quien ha logrado en tiempos recientes hacer propios y personales un par de trabajos por encargo (Encuentros en el fin del mundo, La cueva de los sueños olvidados), y a diferencia también de su propia e interesante Pina, Wenders no logra en La sal de la tierra ir más allá de lo obvio y epidérmico: homenajear al homenajeado sin fisuras ni distancia y reproducir sus imágenes como quien adora a un tótem.
El ojo que llora La sal de la tierra (2014) podría tomarse como un homenaje propagandístico del realizador alemán Wim Wenders hacia la figura del polémico fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, famoso por sus fotos en blanco y negro, tomadas durante décadas de una punta a la otra del planeta, sobre las atrocidades más grandes de los hombres, aunque en su última etapa con una apuesta esperanzadora a la naturaleza y a la preservación del medio ambiente. Ninguna fotografía ni película puede captar la vida o la muerte más que como una reconstrucción de imágenes capaces de conmover al ojo y llegar a lo más profundo de las emociones humanas, siempre que exista del lado de quien observa la sensibilidad para despojarse de todo preconcepto y que la concentración en el momento, o en el aquí y ahora, domine cualquier ímpetu distinto al que propone la mirada en ese instante. En primer término, el director de Paris Texas (1984), anticipa cierta admiración por su personaje y sobre todo al tomar contacto con una foto emblemática del artista, nacido en Minas Gerais, cuyos orígenes como economista derivaron por una necesidad particular y la influencia de su primer y único amor Leila Wanick Salgado, en la fotografía y en el oficio para completar lo que, según sus propias palabras, lo aproximó a un entendimiento más amplio del hombre. La foto que conmovió a Wenders es la de una mina de oro en Brasil, la ambición del hombre sintetizada en una expresión del rostro o desde la postura arriesgada de escalar una montaña bajo el riesgo de caer al vacío y arrastrar consigo a otros en la misma situación. Al manifestar esta posición como todo documental que asume un lugar de observación, resalta ciertos aspectos y omite muchos otros en relación a la misma persona retratada. No hay cuestionamientos éticos sobre el trabajo de Salgado, aunque hubiese sido a los fines prácticos innecesario porque el protagonismo de La sal de la tierra lo tienen las imágenes y no la interpretación sobre ellas. El ojo mira, observa, ve, selecciona, parcializa, juzga, magnifica o reduce cualquier expresión de la vida y de la muerte. Esas dos energías contrapuestas, que se ocultan siempre y que son tan difíciles de atrapar por medios artificiales –como una cámara de fotos o su extensión en la de cine-, representan para el fotógrafo el mayor desafío no intelectual, sino de su capacidad de narrar con la luz y la sombra, símil a lo que un escritor genera desde su pluma o ficción. Cada encuadre de Salgado, cada postal de su fotografía social encierra una ética, encapsulada en el oportunismo de ser testigo de algo que nadie sino él pudo y puede ser. Ahora bien, La sal de la tierra cuenta como co director con el hijo de Sebastião Salgado, Juliano Ribeiro Salgado, para interpelar desde el documental a un padre ausente, pero también para sacar provecho de su experiencia de vida, de las lecciones morales o no que pueda dejar como legado, y en ese sentido recobra un mayor significado el uso de la voz en off del propio fotógrafo para complementar el despliegue de imágenes de sus trabajos, que van desde las hambrunas en el continente africano y las matanzas étnicas hasta los horrores de la guerra en Serbia y Croacia, pasando por la locura mesiánica de la guerra del Golfo y el espectáculo dantesco de los petrodólares pulverizados por la ambición de los hombres.
IMAGENES CONMOVEDORAS Es, más que un documental, un homenaje al famoso fotógrafo brasileño Sebastiao Salgado, que ha recogido las escenas más dolorosas de un planeta que al final le muestra la fuerza inagotable de la naturaleza y la esperanza. Es un catálogo con lo mejor de la producción de este eterno viajero que ha dejado imágenes que deslumbran y conmueven. La voz en off reconstruye sus viajes y el mismo Salgado se encarga de aportar más datos. Un Wenders cada vez más volcado al documental exaltador (“Buena Vista Social Club”, “Pina”) aprovecha esas incomparables fotos para rendir su homenaje al poder de la imagen. Muchos han acusado a Salgado de servirse de la miseria y de armar escenas para apuntalar su fama de gran artista. El propio Salgado, frente a un oso, revela la filosofía de su estética: “no me gusta esta foto-le dice al hijo que lo acompaña y que co dirige este film- el oso está sólo, no sirve, no tiene nada alrededor para embellecer el panorama”. Toda una confesión moral. Pero más allá de cualquier reparo, las fotos de este incansable testigo de la condición humana tienen intensidad, belleza y fuerza. Son demoledoras. Es el legado de un artista –como dice el narrador- que se ha asomado al corazón de la oscuridad. Y que al final hace las paces con este mundo contrastado, terrible y fascinante.
Sin dudas, lo mejor de la obra del último Wim Wenders está en el documental: basta con ver Buena Vista Social Club o Pina. Aquí juega con otro gran artista de la mirada (y de la mirada sobre la realidad, la mirada documental), el fotógrafo Sebastiao Salgado, que ha sabido hacer del retrato social, muchas veces de denuncia, una forma de arte mayor. La complementación entre el fotógrafo y el realizador es precisa y compleja: ambos se preguntan por qué y para qué miramos.
Wim Wenders dirige un íntimo retrato del fotógrafo brasilero Sebastião Salgado, quien con su cámara recorrió los lugares más olvidados del planeta y retrató a la humanidad como pocos los hicieron. Cámara testigo La filmografía de Wim Wenders está plagada de historias sobre gente. Al propio director lo admite. Incluso lo hace hasta en los primeros minutos de este film. Es lo que le interesa, lo que lo apasiona a la hora de contar historias. Wenders ama desenvolver sus personajes y desnudaros de alma a lo largo de una trama que hasta podría no llegar a tener un final. Porque, tal como él dice: eso no sucede en la vida real. Por eso no resulta extraño que sus documentales no haya buscado más que retratar personas, o más específicamente: artistas. Fueron los músicos cubanos olvidados luego de la revolución en Buena Vista Social Club. Los bluseros Skip James, Blind Willie Johnson y J. B. Lenoir en The Soul of a Man, producido por Martin Scorsese. Y más reciente en el tiempo podemos encontrar la exitosa Pina, sobre coreógrafa alemana Pina Bausch y filmada en un soberbio 3d. Ahora nos llega La Sal de la Tierra, que se centra en la figura del fotógrafo Sebastião Salgado, quien recorrió los lugares más inhóspitos, inaccesibles y hasta peligrosos de la tierra, a veces incluso permaneciendo media década lejos de su familia, tan solo con su cámara de fotos y buscando retratar a la humanidad en su estado más puro. Inmortalizó como nadie lo hizo maravillas naturales a las que el ser humano apenas logra acercarse, a cientos de miles de personas buscando oro en la mina Serra Pelada en Brasil, éxodos de poblaciones completas en África, y también mucho dolor y sufrimiento, experiencias que terminaron formando su arte. La humanidad y el planeta tierra a través de la lente de Salgado adquiere una belleza particular, imposible de notar a simple vista, porque parece escaparle al ojo humano si no está la cámara del fotógrafo brasilero de por medio. Wenders no oculta su admiración por él, la cual se extiende ya varias décadas, y así logra un retrato íntimo del artista. Son ellos la gran mayoría del metraje a quienes vamos a ver y escuchar. No necesitamos nada más. Recorremos la carrera de Salgado a lo largo de sus mejores trabajos, donde cada uno esconde una historia que le da un nuevo significado a la imagen. Conclusión Wenders nuevamente sorprende con un fascinante retrato de un artista que ama lo suyo y que vive para su arte. El director alemán, también fotógrafo y gran admirador de Salgado, logra acercase lo suficiente como transmitir a los espectadores las experiencias y reflexiones de un hombre que, con su cámara al cuello, fue testigo e inmortalizó momentos que de otra forma quizás nunca hubiéramos conocido.
Desconfiar de las imágenes Es difícil no rendirse ante el poder subyugante que generan las fotografías de Sebastião Salgado en este documental bastante convencional de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado. La música, el relato en off, los paisajes, crean una especie de adicción, una belleza que seda, que deslumbra, aún cuando el registro remite al horror. Está claro que para el artista brasileño la mirada de un orangután está puesta en el mismo nivel que la de un chico desnutrido en Africa. Y aquí empiezan los problemas o al menos algunas preguntas que, otrora, se transformaban en verdaderos debates: ¿qué hay detrás de una imagen?, ¿cuáles son los límites de representación?, ¿cuál es la moral del artista detrás de la cámara? El mismo Wenders dedicó varios años a formular estos interrogantes antes de que sus películas se acomodaran a la era de las multipantallas. Hoy se ha transformado en un realizador cuya puesta en escena ya no dialoga con los materiales elegidos y el resultado es un film de pleitesía, de belleza comercializada, más cerca de un libro enciclopédico, de una señal de televisión en alta definición, que del cine. La sal de la tierra contiene muchos elementos de Salgado afines a la poética Wenders: el viaje como experiencia estética, el estatuto de las imágenes, la mirada. Sin embargo, lo que hace ruido es el posicionamiento enunciativo que la película propone. Hay una simbiosis de voces (la de los directores con la del fotógrafo en cuestión) que se funden en un solo plano de condescendencia, sin poner en crisis jamás el dispositivo ni el objeto del que se habla (que de por sí es polémico en el tratamiento de la miseria y de la tragedia como prolijos objetos artísticos, un eufemismo, quizá, de lo que en los setenta se denominaba “pornomiseria”). Cada palabra frente a las fotografías parece ser un placer culposo, como si de la desgracia emanara la belleza como la única manera de hacer digerible el horror. Obviamente que se requiere de talento para eso y a Salgado le sobra; Wenders, en tanto cineasta, no cuestiona, no hace entrar en tensión los discursos y se rinde ante un cierto ideal de encanto sublime más apto para mentes bien pensantes que para mentes que piensan. Es curioso este procedimiento en un director que ha dedicado gran parte de su vida a reflexionar sobre las imágenes. Los diversos escritos que se incluyen en el libro El acto de ver dan cuenta de cómo su análisis conduciría paulatina e inevitablemente a la neutralidad de su mirada, tal como se advierte en este documental. En los ochenta, Wenders denunciaba el peligro latente en aquellos films que ejercían una violencia durante su proyección en la medida en que limitan a los espectadores sobre lo que tienen que ver. Ese mismo mecanismo manipulador, propio de la publicidad y de la moda (dos discursos por los que el director alemán ha estado muy interesado en los últimos lustros), es el que propone La sal de la tierra: lo espiritual, lo sublime, parece ser la fórmula de un misticismo irresistible ante el cual resulta arduo desprenderse. El punto de vista del documentalista se confunde con el del artista y entonces ya no se trata de pensar cómo se ve sino de sumergirse en el acto mismo de ver. En este sentido, la relación con las imágenes y con la obra del artista en cuestión es bastante inofensiva: consumimos belleza rápido, aceptamos sin reparos esas imágenes que clausuran. Ya en sus escritos de los años noventa, Wenders sabía que no podía mantener el mismo tenor discursivo en torno al estatuto de las imágenes frente a la proliferación de las tecnologías digitales. Relámpago sobre el agua (1980), su polémica película que muestra la agonía de Nicholas Ray, era la despedida a cierta idea de cine clásico y por ende a un tipo de imágenes; con Hasta el fin del mundo (1991), el futuro se postula como un torrente de figuraciones. Atrás han quedado los modos de pensar qué actitud moral esconde un plano, un encuadre (los alemanes tienen la palabra perfecta para incluir las dos instancias en un una, “einstellung”). La mirada del documentalista en la película no se preocupa más que por un respeto incondicional frente a lo que se ve. Por momentos, esa deferencia se replica con planos cinematográficos análogos a las imágenes fotográficas, como si no existiera distancia alguna. Los únicos momentos que pertenecen al cine pasan por las historias que contextualizan, pero no aportan una diferencia significativa en tanto y en cuanto son más bien referenciales. Ese acto de rendición implica que no hay mucho para percibir sino más bien para consumir (como en la moda y la publicidad). El resultado entonces es similar a hojear una buena enciclopedia ilustrada con maravillosas imágenes (una expresión de la cual tenemos derecho a desconfiar).
Travesía desafiante de dos creadores Con la mediación del hijo del fotógrafo brasileño, el director alemán de "Las alas del deseo" relata los recorridos del cazador de imágenes como el diálogo entre dos personas que han hecho de una mirada personal la razón de sus vidas. Presentada en la Sección Oficial de Cannes 2014, junto a obras de Mike Leigh, Olivier Assayas, David Cronenberg, Ken Loach, los Hermanos Dardenne, entre otros, La sal de la tierra lleva a problematizar el concepto, la categoría, del llamado género documental, que en una primera acepción, tal como leemos en los diccionarios, se nos señala: "registro de la realidad, en sus diferentes aspectos, a partir de una elección de tiempo y espacio determinados, que puede construirse desde una mirada 'sin mediaciones' o bien a partir de una actitud crítica". Formato que está en permanente curso de problematización, el documental o bien responde a parte de lo señalado o también se identifica como un cierto recorrido de mirada en el espacio del llamado cine de la ficción. Pero hay momentos en que, desde estas apreciaciones, se torna complejo establecer categorías de separación; lejos de esto, a veces se suelen imbricar. A simple vista, el film de Wim Wenders La sal de la tierra, premiado en Cannes en la sección Una cierta mirada y por el público en San Sebastián, entre otras menciones en festivales del año pasado, puede llegar a ubicarse en el registro del documental; de hecho, así lo presentan los programas. Pero el particular tratamiento que le ofrecen sus realizadores va mucho más allá de lo que marcan las definiciones. Y en tal caso, lo que creo tenemos ahora frente a nosotros, es un diálogo entre un cineasta y un fotógrafo: dos artistas. Es un encuentro entre el realizador y creador de Las alas del deseo y el cazador de imágenes Sebastián Salgado; mediando, sí, la presencia y la labor del hijo de éste, en la reconstrucción, a través de los viajes, de toda una Poética de la Mirada. Desde una orilla europea, Wim Wenders traza a un puente a otras realidades. A sus setenta años, cumplidos hace unos días, podemos ver este notable film que recupera la voz, las vivencias de este artista, Sebastián Salgado, nacido en el estado de Mina Gerais en febrero del 44; quien, a partir de los años setenta y tras alejarse de su profesión de economista, se lanza a cruzar fronteras, junto a su compañera y madre de sus dos hijos, Juliano y Rodrigo. De esta manera, el film de Wenders reconstruye una suerte de biografía, pero lo hace a través de los itinerarios que recorrieron, de los espacios que habitaron, de los acontecimientos que eligieron testimoniar. En blanco y negro, sí, así son estas imágenes fotográficas que van articulando una gran narración en capítulos, cada uno de ellos con sus significativos nombres. En blanco y negro, como tantos films de Wim Wenders, apelando a ese efecto por momentos surreal; otras veces, develando su composición expresionista. En la extensa filmografía de Wim Wenders, que ha elegido el viaje y el camino como motivos constructores de toda su obra, me vienen a la memoria (siempre en blanco y negro), Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo, El estado de las cosas. Cineasta, pintor y fotógrafo e investigador de la obra fílmica del olvidado realizador japonés, Yasujiro Ozu, Wim Wenders ha logrado construir toda una obra que se interroga constantemente sobre cuestiones estéticas que alcanzan a todos los campos de la representación. Desde su oficio de fotógrafo y cineasta, tomando como referencias las pinturas del admirado Edward Hooper y las de la escuela flamenca, (particularmente a Vermeer), en sus trabajos sobre el plano, Wim Wenders ahora nos deja en el espacio de un soñado claroscuro con el rostro del fotógrafo Sebastián Salgado. Y el relato se inicia sereno, con pausas, con la impronta de vivencias que nos invitan a recorrer tierras lejanas; a enfrentarnos con hechos atroces provocados por la ambición de los poderosos, devastando la dignidad humana. Y luego, para revelarnos la armonía de la naturaleza. Casi treinta países visitó Sebastián Salgado y retrató en cada uno de ellos lo que consideraba que debía testimoniar. Las tierras del Amazonas (nombre de la casa productora de Salgado), de Indonesia, del Congo, de Nueva Guinea. Un utópico viaje como los mismos viajes en el cine de Wenders, de filiación romántica, se va abriendo ante nosotros, llevándonos a las heladas tierras de la Antártida y a los áridos desiertos de Medio Oriente. Un sentimiento épico, una mirada humanista, nos entrega Salgado, desde la cámara de su hijo y de Wim Wenders. Una fuerza lírica que nos lleva a vibrar ante los sucesos trágicos de Rwanda y la guerra de los Balcanes, los territorios asolados por el hambre y la miseria. Los seres olvidados. El film nos llega como una travesía desafiante, sí; pero, desde la voz de un creador en diálogo con otro. No encontramos aquí la omnipotencia mesiánica de algunos films de Werner Herzog. No participamos de la brutal empresa de Fitzcarraldo; pero igualmente recorremos estos espacios desde una mano que se extiende en busca de otra mano, desde la manera en que ambos, fotógrafo y cineasta, plasman el dolor. De esta manera, diferentes comunidades van asomando en la pantalla a partir de sus historias, narradas con la luz, en los ámbitos de la exclusión, indiferencia, avasallamientos. En su texto Cuento de invierno, publicado en agosto de 1991, Wim Wenders nos recibe con estos interrogantes: "Cuando fotografiamos o filmamos un lugar ¿establecemos con él una relación distinta de la que teníamos antes, cuando habíamos pasado frente a él y simplemente nos habíamos quedado mirándolo? .¿Se crea una especie de "relación de propiedad"? ¿QuÉ permanece en esa persona que ha hecho una fotografía de un lugar? ¿Qué queda ahora del lugar de la imagen? Ante estas preguntas, lejos de escuchar respuestas, los puntos suspensivos siguen sobrevolando este film que explora las vías de cómo pensar un llamado cine documental, en relación con el espacio y tiempo, con el trazo de la luz; compartiéndolo con nosotros, espectadores, los prójimos. En esta nota que sólo intenta ofrecer un perfil de ambos creadores, la concepción de Wenders sobre el cine nos lleva a otras tantas preguntas que se cifran en el texto mismo de su autoría El acto de ver. Y en él, publicado a principios de los 90 en Alemania y en el 2002 en su traducción al castellano, ya los nombres de sus capítulos se van acercando a la obra de Sebastián Salgado: "Percibir un movimiento", La verdad de las imágenes", "Sobre pintores, montaje y cubos de basura", "Hacer la revolución sin exigir la verdad", "For the City that Dreams", "Muros y espacios libres", entre tantos otros. Si bien en nuestro país el cine de Wim Wenders ha tenido y tiene una destacada recepción, (como aconteció con París-Texas y Las alas del deseo) su obra nos ha llegado de manera discontinua. Y algunas de ellas, sólo se han podido conocer en ediciones limitadas y en proyecciones alternativas al circuito habitual. Ahora en La sal de la tierra, expresión que para Sebastián Salgado equivale a "la gente", Wenders parece dialogar no sólo con este recorrido del fotógrafo: sino además con su propia obra fílmica. Y pienso al respecto desde este proyecto de búsquedas en su admirable film, Lisboa Story, del 95, realizado a posteriori de haber colaborado con el maestro Michelangelo Antonioni en Más allá de las nubes, estrenado en el centenario de la primera proyección pública cinematográfica, en París, a cargo de los Hermanos Lumiere. Si bien Sebastián Salgado nos va conduciendo hacia ese capítulo llamado "Génesis", en el cual la Naturaleza se presenta de manera celebratoria y descubre los gestos amables, no olvida reinstalarnos, desde sus imágenes, en los escenarios del horror. Y ese horror nos es captado con una luz dramática, que ahonda en una personal estética, que modela el acto de captura de los hechos. Y que ha llevado a fuertes polémicas, particularmente, con la eximia ensayista, ya fallecida, Susan Sontag, tal como lo va formulando en su libro "Ante el dolor de los demás", dado a conocer en el 2003. Y en relación con el nombre dado a este film, me veo motivado a recordar que allá en el año 1954, realizado por Hebert Biberman, con guión de Michael Wilson y música de Sol Kaplan, (todos ellos figuraban en las listas negras del período maccarthista) se dio a conocer en formato "documental" o bien en el de "docu-ficción", un film homónimo, que da cuenta de una huelga de mineros del estado de Nuevo México, protestas que hicieron junto a sus compañeras. Se puede localizar en versión integral y en castellano en la red de Internet.
La fotografía, según el artista y teórico Philippe Dubois, no es solamente una imagen, sino también “un verdadero acto icónico que no se puede concebir fuera de sus circunstancias, y que incluye también el acto de su recepción y de su contemplación”. De esta manera, la fotografía es espejo del mundo, a la vez que la transformación de esa realidad de la cual forma parte. La producción (creación) de una imagen y su recepción (contemplación) son las dos caras de un mismo acto creativo. En consonancia con este pensamiento, en donde el acto fotográfico se presenta casi como una práctica revolucionaria,“La sal de la tierra” nos introduce en la obra del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. Este artista viajó durante los últimos cuarenta años por el mundo entero, registrando los acontecimientos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. El documental fue coescrito y codirigido por Wim Wenders, junto a Juliano Salgado - hijo del Sebastião - quien acompañó a su padre en sus últimos viajes para realizar el proyecto Génesis. Tras fotografiar por años los más terribles conflictos sociales y sus consecuencias (hambrunas, éxodos, masacres, revoluciones, catástrofes y guerras) el artista se embarcó en una obra ambiciosa para registrar la interacción del hombre con la naturaleza, con el fin de apelar a la toma de conciencia de preservar los ecosistemas del planeta. A través de toda su obra, pareciera que Sebastião va buscándole sentido a la existencia, indagando en los aspectos más oscuros de la humanidad, tratando de encontrar entre las experiencias más crudas aspectos dignos de rescatar que le permitan creer en la humanidad. Esa búsqueda se revela también en su último trabajo, donde la naturaleza es la protagonista. La naturaleza (el cuidado de la misma) concebida como una especie de vuelta a los orígenes como única posibilidad de redención. “La sal de la tierra” además de seguir la carrera del fotógrafo, cuenta aspectos desconocidos de su vida personal. Sus reflexiones sobre el arte de la fotografía y en especial sobre la conducta humana, hacen de éste documental de Wenders y Salgado una experiencia visual, a la vez que filosófica, poco frecuente de encontrar.
La estetización del mundo La sal de la Tierra, que se estrena en el Cineclub Hugo del Carril, narra vida y obra del fotógrafo Sebastião Salgado. Dirige su hijo, Juliano y el alemán Wim Wenders. ¿Una película sobre la vida de un fotógrafo? Con esta pregunta abre La sal de la Tierra, el documental que Wim Wenders filmó para exaltar la vida y obra del prestigioso fotógrafo brasileño Sebastião Salgado. Si bien el documental viene precedido por reconocimientos en la edición del año pasado del Festival de Cannes (y fue nominado a Mejor Documental en la última ceremonia de los premios Oscar), hay que decir de entrada que quizás esos reconocimientos se deban más a la estetización del horror que tanto pondera el festival francés y al nombre del director alemán, que a los méritos cinematográficos. Codirigida por Juliano Ribeiro Salgado, hijo del fotógrafo, La sal de la Tierra es una suerte de biopic lastimera y sin demasiadas luces que se encarga de recorrer los distintos lugares del mundo donde Salgado viajó para fotografiar y ser testigo de algunos de los acontecimientos más destacados de la historia reciente de la humanidad (desde conflictos internacionales y hambrunas, hasta éxodos y selvas tropicales). El documental va intercalando las voces en off de Salgado, Wenders y Juliano con las fotos más emblemáticas del homenajeado. Antes de empezar a contar su historia, Salgado se detiene en el significado de “fotografiar”: “En griego, ‘photo’ significaba luz. Y ‘graphein’ era escribir, dibujar. Un fotógrafo es, literalmente, alguien que dibuja con la luz. Alguien que escribe y reescribe el mundo con luces y sombras”. Retratar la miseria y el horror de la condición humana parece ser la tarea de Salgado, quien adquirió fama y prestigio justamente por fotografiar el costado más violento y terrible de la humanidad, aunque también por ser un aventurero, que entiende que para conocer a las personas y sus distintas culturas hay que estar en el lugar, con sus habitantes. Después de una larga introducción, en la que Salgado habla de unas fotos de Sierra Pelada, la mina de oro de Brasil, y de lo que sintió y vivió cuando estuvo allí, el filme empieza a mostrar sus proyectos más importantes: Otras Américas, en el que el fotógrafo se propuso recorrer toda Latinoamérica; Éxodo, proyecto en el que se encargó de retratar a los marginales; y su último gran trabajo, Génesis, que consiste en descubrir territorios vírgenes, con flora y fauna salvaje, donde se concentre lo primitivo, el origen de las cosas. En un momento, Salgado dice que si el encuadre no es bueno, no hay fotografía, que sólo habría una imagen. Encuadrar la foto embellece el panorama. Y ahí está el problema. ¿Por qué encuadrar y embellecer niños muertos o desnutridos? ¿No es suficiente con mostrarlos sin estetizarlos? ¿Cuáles son los límites de Salgado? Por momentos las imágenes se parecen a las que algunos suben a Facebook, las mismas que despiertan la morbosidad culposa del espectador. Wim Wenders tiene una filmografía con más altibajos que una montaña rusa. Sin embrago es en los documentales en los que se ve una cierta inocencia que muchas veces es necesaria, porque increíblemente todavía hay personas que no están enteradas de la violencia de la historia de la Humanidad.