Las Ranas ejerce un poder hipnótico que es imposible eludir. Edgardo Castro, director de La noche y La familia, concluye con este largometraje una trilogía particular -como su forma de pensar el cine- cuyo eje manifiesto es la soledad. En esta oportunidad deja de poner el cuerpo en pantalla, abocándose por completo al rol de la escritura cinematográfica, en sentido amplio. Una ficción que despliega otra forma de representar(la), que rompe con los cánones acostumbrados, que se posa en los límites, tanto en su concepción como en su realización. Por su extremo realismo, gracias al aporte de las locaciones y actuaciones, y con el evidente trabajo de investigación y compromiso, se puede confundir fácilmente con un documental. Sin embargo, hay decisiones que se evidencian claras, que no tienen que ver con el devenir de un registro aleatorio por las circunstancias o forzado por la narración, ni tampoco se apoya en el montaje como proceso creativo. La gran virtud de la puesta en escena está en el punto de vista que adopta la cámara con sus movimientos constantes. Con virtuosismo y sinergia, de forma orgánica, registra la intimidad de los personajes. Sin hostigarlos, a veces dejándolos ir, otras sacándolos del centro, aunque nunca estableciendo distancia. Si bien los persigue con cierta curiosidad, no se obstina en exponer situaciones, ni en ejercer algún tipo de subrayado. Así propone una mirada que se siente humana en el retrato, que observa pero no juzga. La única arbitrariedad visible, y que por suerte no pasa inadvertida en su mensaje contundente, es el pañuelo verde extendido. Este símbolo comparte el plano de forma simétrica con la protagonista, mientras ella disfruta de los pequeños grandes placeres que se otorga: un choripán que embadurna suavemente con chimichurri y acompaña con una Coca Cola. Como en cada Phillips Morris que prende, se siente un goce, un disfrute, de ese pequeño momento de felicidad que se brinda a sí misma. Bárbara (Bárbara Stanganelli) posee una impronta que con su sola mirada llena el espacio y los silencios, ya que se prescinde por lo general de los diálogos. Hay tantos detalles en su actuar, que irradia con su propio cuerpo la profunda soledad y el estado constante de congoja que transita el personaje. La pureza emotiva que manifiesta ante su hija, o ese pequeño gesto de mirar otra pequeña extrañándola, o el atisbo de sonrisa al ver cómo su compañera de ruta insulta a un auto mientras esperan el micro debajo de una autopista. O en su relación con Nahuel (Nahuel Cabral), en la que pone todo su esfuerzo material y físico para conservar el vínculo, en donde a pesar de la distancia, tanto emocional como espacial, se expresa el amor. Ranas es el mote desafortunado que se utiliza en la jerga carcelaria para nombrar a las mujeres que no tienen relación ni familiar ni en forma de contrato matrimonial con los presos. Ranas, en realidad, son las mujeres que atraviesan con sus cuerpos mucho más que unas simples rejas para visitar a sus hombres, con los que no sólo tienen sexo. Castro deja en claro, sin mediar palabras, la diferencia entre las tres mujeres que viajan juntas -pero separadas- a Sierra Chica: una de ellas, maquillada y con gesto más optimista, lo hace con claros fines románticos; las otras dos tienen bebés con los convictos. Sus caras denotan la motivación que las lleva a emprender el viaje, que quizás en un principio era otra. De ahí que ese pañuelo verde que señalo como arbitrario adquiere aún más sentido. ¿Por qué las mujeres deben estar presas de su libertad sin cometer ningún delito? No implica que no amen a sus hijxs, sino que tengan la posibilidad de decidir(lo). Sin prejuicios ni estereotipos, dato que se revela en la música que en constante presencia diegética se aleja de las cumbias villeras acostumbradas, que muta desde Bob Marley hasta la cumbia romántica y el trap. Así nos adentramos en un barrio humilde del oeste del conurbano; en los medios de transporte que la llevan a Barbi a la zona del Abasto, donde soporta con gran fortaleza la constante negación y exclusión. Sobre todo, descubrimos la cotidianeidad del penal de Sierra Chica, por ejemplo, en las costumbres de los convictos al preparar la comida, que se vuelve comunitaria como aquella que acontece en el barrio al comenzar la película. La comida como el evento clave al momento de compartir no sólo el espacio, sino la vida. En casos como con Las Ranas no solo se extraña la sala cinematográfica, sino también una parte fundamental del Festival: la puesta en común, la charla, el encuentro. Esta obra que posee escenas conmovedoras, mismo en algún caso bordeando lo abyecto, brinda una sensación que estimo se proyecta diferente según la propia subjetividad del espectador; aunque no se pueda compartir esta en el ahora, sin duda perdurará en el tiempo.
De la saturación corpórea de La Noche a la abulia asumida en Familia, Edgardo Castro finaliza su “trilogía de la soledad” desapareciendo por completo de la escena para involucrarse más que nunca en el detrás de cámara. “Las ranas” a las que alude del título son -en la jerga carcelaria- mujeres que visitan y acompañan desde lo afectivo a los presidiarios. Suelen estar involucradas en el contrabandeo de drogas, celulares, cigarrillos o lo que sea que necesiten. Ofrecen su consuelo maternal sin ser sus madres. Ofrecen sus cuerpos y sus besos sin ser sus novias, sus amantes o sus prostitutas. No forman parte de la familia oficial y por eso, los visitan en otro horario, por separado, a solas. Invisibles y esenciales, las ranas son las que recargan las energías hasta la próxima semana. Ocupan el margen y ese margen es lo que el documental busca traer al centro a partir del registro del presente de una de ellas. La protagonista es Bárbara, una joven de 19 años, madre de una beba, que vive en una modesta propiedad junto a otras personas en un barrio de casas bajas ubicado “del otro lado” de la Gral. Paz. La escena que introduce Las ranas tiene lugar en el patio de esa vivienda y marca un poco los principios de la película. Hay una olla al fuego, gente alrededor y música sonando. Y entre esos cuerpos, está la cámara, como un participante respirando el humo y el espíritu de comunión. Luego se distrae con la madre que le da la teta a su hija y salvo contadas excepciones, no se despegará jamás de su protagonista. Rara vez le da aire para situarla en contexto, pero si puede, no la abandona. La escolta como un ángel de la guarda que la persigue sin entrometerse. Esta pasividad que bien podríamos llamarla respeto -porque si hay algo que exige el sacrificio de Bárbara o del resto de las ranas es mínimamente un llamado al silencio- libera a la película de caer en cualquier prejuicio, estereotipo o moralina autoindulgente. Las opresiones que el cine de César González se ensaña en subrayar, en un legítimo acto de venganza hacia una burguesía a la que recién ahora le ha llegado el turno de ser ridiculizada, no son acá una preocupación, algo a descubrir o que deba ser revelado. A Edgardo Castro, en cambio, no le interesa recalcar nada. Tal vez le basta con filmar los trayectos que Bárbara realiza desde el conurbano bonaerense para poner de manifiesto las dificultades que implica habitar una geografía periférica. Primero, viajará a la Ciudad de Buenos Aires donde la vemos, se gana la vida vendiendo medias. Y ahí donde Diagnóstico esperanza (2014) de González remarcaba la invisibilización del vendedor ambulante a través de un plano general interrumpido por el paso apresurado de los transeúntes, Las Ranas lo que hace es pegársele detrás y seguirla en su perseverante avanzada hacia potenciales compradores. El siguiente trayecto ya tiene como destino la penitenciaria. Antes, la vemos de noche junto a otras mujeres aguardando en una vereda lo que después se nos revela como el micro que las trasladará a la cárcel. Castro les da el tiempo que necesitan a las escenas para que se aclaren solas de modo que, por momentos, las situaciones quedan en una zona indefinida, indeterminada, a medias, que nos hace sacar conclusiones apresuradas sobre quiénes son y qué hacen estas chicas a esa hora y en ese lugar. Cuando llegan, la prisión se relaja. Los reclusos las esperan con comida y el agua lista para el mate. Solo hay lugar para los mimos, los abrazos o un silencio que igual acompaña. De fondo, la cumbia romántica sigue sonando como la banda sonora que viene por defecto con la imagen. El salón de visitas se infla de un espíritu que poco tiene que ver con lo que uno podía imaginar que es una cárcel. El espacio es el respiro semanal. La conexión con el afuera. Y cuando llega el día, los presos se alegran, por ellas y por eso que traen escondido en sus vaginas. Porque si hay algo que las ranas saben hacer bien es escabullirse, de la ley, de las etiquetas y a veces, sin buscarlo, también del amor.
Documental carcelario de Edgardo Castro Una reflexión sobre la vida de una mujer que debe lidiar con un presente que no eligió y en el cual la economía, el amor, su desarrollo emocional, su horizonte de expectativas quedan supeditados a las decisiones de los otros y cómo éstas la llevaron al punto en el que se encuentra. Castro es un hábil creador de proyectos en los que el espacio físico termina por definir y determinar el accionar de los personajes que los circundan. Es inteligente su mirada, nada peyorativa ni mucho menos estigmatizante, complicidad con los objetos que muestra y en los que rápidamente la confianza que deposita en el espectador, un expectante y activo sujeto que acompaña la cámara y los sucesos que se presentan es clave para avanzar en el relato. Si en La noche (2016) él mismo desnudaba su alma para hablar de sujetos solos y que en la nocturnidad exploraban sus deseos, en Familia (2019) volvía a abrir su corazón para mostrar los fantasmas del pasado que reaparecían en el momento de convivir con sus padres durante los festejos de fin de año, aquí se corre del centro de la escena para mostrar cómo Bárbara (Bárbara Stanganelli) vive su presente, pero con la misma esencia que sus dos anteriores propuestas.El relato la muestra como una mujer joven, vital, que día a día atraviesa sus deseos por los de los demás, posponiendo sueños, saliendo a la calle a ganar dinero, cuidando de su pequeña hija, anhelando algún momento de ocio y visitando esporádicamente a su pareja, privada de la libertad. Las ranas (2020) elige la cámara en mano para exteriores y espacios abiertos cuando los personajes deambulan, y los planos fijos para presentar cuerpos que se muestran limpiándose antes del contacto con el otro. En la preparación de los sujetos, la película dialoga con propuestas recientes del cine argentino como Los cuerpos dóciles (2015) o La visita (2019), pero sin detenerse en las razones ni siquiera en las decisiones que llevaron a esos sujetos retenidos por el sistema penitenciario, al contrario, refleja el “adentro”, cuenta qué pasa dentro de la cárcel, con una construcción que la posiciona como un espacio luminoso, comunitario, lleno de solidaridad y de igualdad, para nada romántica ni exagerando la marginalidad de aquellos que la habitan. En una de esos encuentros, donde Edgardo Castro introduce su cámara, desnudando el duro camino que frecuentemente Bárbara y otras personas hacen para reencontrarse con sus seres queridos tras las rejas, dialogan: “todos los días son lo mismo” le dice ella a Nahuel, él le responde “¿y yo entonces?”, “para qué lo hiciste”, le responde Bárbara, entre risas, pero con un tono que devela su resentimiento hacia aquello que le toca vivir. El lado B de esas visitas, los gastos, las estrategias que toman para llevar objetos prohibidos dentro del lugar, el arriesgarse para continuar con el deseo de la pareja y el afuera como un espacio que termina siendo un enemigo más dentro del conjunto de actores que configuran la vida de Bárbara, son sólo algunas de las ideas que Las ranas presenta, testimonio de cómo las acciones de los otros afectan a los sujetos y cómo algunos pueden levantarse de nuevo y luchar para progresar y mejorar.
Tras La noche y Familia, Edgardo Castro estrenó en Visions de Réel un contundente, implacable y a su manera emotivo retrato de una joven de escasos recursos, pero enorme fuerza de voluntad, que debe sobreponerse a las carencias propias y de su entorno para sostener lo muy poco que tiene. Y lo hace con un registro honesto, muy íntimo y preciso, sin manipulaciones, complacencias ni demagogias. Barbara (o Barbie, como la llaman varios) es una Rana. Así se las denomina en la jerga carcelaria a las mujeres que visitan a los internos en prisión. No son necesariamente sus novias o esposas, tampoco prostitutas. Hay relaciones que parecen un poco frías y otras mucho más apasionadas. Nuestra antiheroína tiene apenas 19 años, acaba de ser madre, vive con la criatura en una muy precaria casa del conurbano profundo y se gana la vida vendiendo medias en la Ciudad de Buenos Aires. Su “pareja” tras las rejas es un muchacho de 23 años del que muy poco sabremos en concreto. Una vez por semana, ella y otras mujeres se toman un micro para viajar unas cuantas horas y visitar a los hombres de una cárcel que parece tener un régimen un poco menos rígido, más abierto que el de otras prisiones de máxima seguridad. Allí comen algo juntos y -claro- mantienen encuentros íntimos. También -como iremos viendo- están ligadas en algunos casos al tráfico de drogas y de celulares. En ese fino e impreciso límite entre el documental de observación y la puesta en escena ficcional, con la colaboración de las productoras Pampero Cine y Gema Films y el aporte de la talentosa directora de fotografía Yarara Rodriguez, Castro sigue siempre de cerca, pero con sumo respeto (la cámara nunca resulta invasiva ni voyeurista), a Bárbara en su peregrinar diario: caminando, tomando el tren, yendo a la prisión, comiendo un chori y una coca en un bar u ofreciendo unas medias que muy pocos parecen dispuestos a comprar. Austera (en algunos pasajes quizás un poco distanciada) y humanista a la vez, Las Ranas continúa esa línea que los hermanos Dardenne y otras películas recientes como La hija de un ladrón, de la española Belén Funes, marcaron y que -por suerte- otros continúan con la misma intensidad y rigor. Un film sobre el amor menos pensado hecho con suma sensibilidad y un lirismo jamás forzado.
Festival sin mar y con películas argentinas para destacar. Dentro de la Competencia Argentina obtuvo una Mención Especial Las ranas, con la que Edgardo Castro construye una ficción con espíritu documental, apegado a un realismo descarnado y seco, como en La noche (2016). En este caso, el actor y director sigue los pasos de una joven del conurbano bonaerense que va a visitar a un preso: los preparativos en su casilla atiborrada de cosas, sus viajes en tren y en colectivo, la informal venta de medias en la calle para obtener unos pesos, son registrados por Castro como solazándose con ese ambiente lumpen con olor a asado, porro y cerveza. Fugaces imágenes de un preso alzando a su pequeño hijo en brazos, o de la protagonista fumando y bebiendo una gaseosa en plena noche con ladridos de perro de fondo, son breves pausas en el recorrido por situaciones triviales a las que no se les saca lustre. Bordeando la sordidez (en una secuencia la cámara se detiene a exhibir cómo la mujer guarda un teléfono celular en su propio cuerpo), y sin ahondar en las connotaciones del estado de precariedad que reproduce, con su tercer largometraje Castro vuelve a mostrar cierta marginalidad urbana o suburbana sin un estilo propio.
Edgardo Castro es un director talentoso y personal, que vuelve a transitar ese límite impreciso entre el documental y la ficción, y lo hace sin concesiones, pero buscando en ese seres anónimos, desprotegidos, cuyas historias desconocemos, espacios de ternura, de observación precisa. No hay demagogia ni dedos señalando verdades. Toda la película transita una realidad que nos traspasa. Es una filmación de ficción pero las personas y las situaciones existen. Y uno se pregunta cómo logra Castro entrar a las cárceles, moverse con tanto material realmente documental, que no permite la indiferencia. La gran protagonista es una chica muy joven, madre de una bebé, que sobrevive como puede. Vende medias que nadie compra, ante la indiferencia de gente que directamente no la ve. Tiene otro trabajo, es una “rana”, en la jerga carcelaria una mujer que visita a presos con regularidad, sin ser su pareja ni ejercer la prostitución, llevando droga o celulares, brindando compañía, afecto y sexo.. Una mujer cansada pero luchadora. Situaciones captadas con una sensibilidad única.
Barby vive en un barrio humilde de La Matanza. Tiene una hija pequeña y con frecuencia se traslada en el tren Sarmiento a la Capital para ganarse unos pocos pesos vendiendo medias en la calle. La vemos caminando la zona del Abasto intentando sin mucho éxito llamar la atención de los transeúntes con su mercadería y terminar el recorrido comiendo un choripan y una coca después de una jornada poco fructífera. Por la noche toma a su hija y se dirige a una parada de colectivo y allí le pregunta a otras mujeres que también esperan si “este es el que va para la Sierra”. La Sierra es el penal de Sierra Chica y Barby se está dirigiendo allí a visitar a su pareja y padre de su hija. Después de la revisión reglamentaria se van a encontrar en un recinto destinado a las visitas donde un puñado de presos recibe a sus mujeres e hijos. Comen, escuchan música, charlan de sus cosas. En un momento se apartan y, mientras otros cuidan a la nena, tienen su encuentro íntimo en un cuartito acondicionado para la ocasión. Esta es más o menos la vida de Barby, a la que en las escuetas charlas con su pareja define como “una rutina”. La veremos repetir esta secuencia con algunas pocas variantes, una más concreta cerca del final. Barby dice que está cansada y su actitud corporal lo confirma. Se mueve con resignada paciencia, con cierto automatismo y a la vez la certeza de que esa es la vida que le tocó y no puede hacer mucho más que continuar en movimiento. Las ranas es el tercer film como director de Edgardo Castro y este lo presenta como el cierre de una trilogía sobre la soledad. La que Castro viene mostrando no es la soledad de un personaje aislado sino una soledad entre otros, algo que tiene más que ver con la incomunicación, que en La Noche se daba en el marco de una serie de relaciones casuales y en Familia en la trivialidad cotidiana de las reuniones familiares. Barby anda sola por la vida, se gana la vida sola, cría a su hija sola, aunque ocasionalmente alguien se la cuide para que ella pueda ir a trabajar, y cuando se reúne en la cárcel con su pareja se habla poco y lo que se habla suele referirse a cuestiones de poca importancia. Es más lo que se dice con los gestos y las miradas que con las palabras. Los encuentros sexuales se muestran como parte de esa rutina y carentes de un deseo evidente. Castro registra la vida cotidiana de Barby con una mirada atenta y paciente, con una cámara que sigue a su protagonista a veces de muy cerca y otras se aleja, pero que no es intrusiva. Los desnudos de ella u otros personajes son encarados de la misma manera, son cuerpos que se muestran naturalmente, despojados de erotismo, incluso cuando en una escena se acuda una toma más explícita. Al igual que en sus dos films anteriores, Edgardo Castro juega con una línea difusa entre documental y ficción. Sus películas parecen documentales ficcionalizados o ficciones con una impronta documental. Esa sensación aquí es reforzada además por el hecho de que esta vez se sustrae de la escena. En sus films anteriores era también el protagonista, poniendo el cuerpo y hasta su intimidad, como en su segunda película donde se interpretaba a sí mismo y hacía actuar a su propia familia. Para cerrar su trilogía, Castro opta por quedarse detrás de cámara, en el lugar del testigo, en una actitud de registro que es a la vez sobria y empática. LAS RANAS Las Ranas. Argentina, 2020. Guion y dirección: Edgardo Castro. Elenco: Bárbara Elisabeth Stanganelli, Nahuel Cabral, Gabriela Illarregui, María Eugenia Stillo. Fotografía: Yarara Rodriguez. Duración: 78 minutos.
"Las ranas” de este tercer largo de Edgardo Castro son un grupo de mujeres que visitan a reclusos de un penal (en este caso, el de Sierra Chica). Mujeres jóvenes de las clases populares que por lo general viven en el conurbano bonaerense y sufren los golpes de la exclusión social, tan corrientes en un país en crisis permanente como el nuestro. El mérito evidente de esta tercera parte de lo que el director denomina “la trilogía de la soledad” (los otros dos films que la integran son La noche y Familia) es darle visibilidad a un tipo de historias al que la ficción nacional -sobre todo en formato televisivo- suele abordar con una lógica perversa: el primer objetivo allí no es reflejar un problema social sino sumar puntos de rating. Con una sensibilidad diferente, Castro se acerca a estos personajes invisibles para el consumidor medio de cine de otra forma: los observa con paciencia, los acompaña, se balancea entre el pudor y la curiosidad de acuerdo a lo que sugiere cada momento y encuentra donde normalmente se dispara la crónica amarilla un puñado de historias de sobrevivientes cargadas de dignidad y belleza. El trabajo de fotografía de Soledad Rodríguez es minucioso y muy eficaz para crear el clima que propone la película, incluso cuando arriesga con la apuesta de transformar un desangelado viaje nocturno en micro en un breve ensueño cromático, una fuga necesaria de la opresión cotidiana.
En la tercera película, Castro está detrás de cámara. Su principal actriz es una mujer joven, madre de una hija y vendedora ambulante. Vive en La Matanza, comparte una casa rudimentaria con un hombre, no mucho mayor que ella, probablemente su padre, aunque la filiación es imprecisa. ¿Qué vende? Medias, y la secuencia dedicada a mostrar el desempeño de Bárbara ofreciendo su mercadería por la zona del Abasto es de una precisión inaudita: ir por la calle, entrar a los negocios, anunciar la oferta del día, todo esto solicita a la vendedora el coraje para vencer la timidez y confrontarse con la microscópica humillación del rechazo constante. La excepción es el éxito y el pago. Cuando en Las ranas Bárbara se detiene a almorzar, la derrota del vendedor callejero se siente en todo su esplendor. Escena triste, síntesis de los vencidos, apenas matizada por un pañuelo verde a la derecha del encuadre que remite a la lucha y la resistencia.
Luego de sus películas «La Noche» (2016) y «Familia» (2019), Edgardo Castro decide quedarse únicamente detrás de cámara para ofrecernos «Las Ranas», una película que retoma el tema de la soledad entre la multitud a través de una mirada particular y un tema poco abordado. En la jerga carcelaria, las ranas son aquellas mujeres que visitan y acompañan a los presos. No necesariamente son sus novias o esposas, tampoco son prostitutas, sino que son una especie de sostén emocional y muchas veces suelen estar involucradas en el contrabando de drogas y celulares. En este caso particular conocemos a una de ellas, Barby, una joven de 19 años que vive en el Conurbano y hace poco fue madre. Sus días se dividen entre cuidar a su hija, tratar de vender medias para sobrevivir aunque no tiene mucho éxito y visitar a su pareja en Sierra Chica. «Las Ranas» nos muestra un costado no muy visibilizado de la cárcel, esta vez no nos centramos en los presos, las situaciones adentro o cómo llegaron allí, sino en aquellas mujeres que no eligieron esta vida pero es lo que les tocó atravesar y le ponen el cuerpo y alma cada uno de sus días. La película logra transmitir honestidad y emoción a través de las acciones, los gestos y las miradas, que dicen mucho más que las pocas palabras que podemos escuchar en la hora y 15 de duración. Se prioriza el silencio por sobre los diálogos, retratando la rutina de la protagonista y observando su andar, sus caminatas, sus viajes en tren y micro. La cámara nos ofrece un registro cuasi documental, siguiendo de cerca a los personajes pero sin invadir su privacidad. La banda sonora también refleja parte de esta realidad, conformándose con las canciones que se van escuchando en los distintos lugares. Por su parte, las actuaciones también nos generan esta sensación de realismo, se las siente muy naturales en todo momento, haciéndonos dudar si seguimos a personas reales o a personajes que las retratan. En síntesis, el director posa su cámara sobre personajes que muchas veces no son visibilizados, para retratar su vida y las situaciones por las que atraviesan. Con un registro que coquetea entre lo ficcional y lo documental, la película logra transmitir con naturalidad y honestidad la rutina de esta mujer, cuyos gestos y actitudes consiguen emocionarnos.
Edgardo Castro es un talentoso actor y director. Autor de un film inolvidable y radical como La Noche que, en esta, su tercera película, continúa trabajando en la fina línea que separa documental y ficción con resultados más que potentes. Aunque no es su cuerpo el que se pone en juego aquí, sino en de las ranas, como se llama en la jerga a las mujeres que visitan presos. Y que no son necesariamente esposas o familiares. En particular, es el registro de la actividad de Bárbara, casi una adolescente que sobrevive vendiendo medias en la capital y comparte una precaria vivienda del Conurbano con su bebé. Y que cada semana viaja, con otras mujeres, hasta el penal de Sierra Chica, donde vive encerrada su “pareja”. Otro solo como ella, excepto cuando recibe su visita, para compartir un rato, alguna comida, un encuentro íntimo. El acercamiento de Castro -es decir, de la película: la cámara, el registro del sonido- es bien interesante. Con una cercanía que no se siente invasiva, que sigue a sus personajes sin interrumpirlos ni exigir ninguna pose. Respetuosa y directa, Las Ranas es una de esas películas capaces de ver y mostrar la realidad de vidas difíciles con una sensibilidad que nunca se confunde de protagonista.
LA DISTANCIA JUSTA Hay en este film de Edgardo Castro una lucidez que se aleja de los lugares comunes con que se aborda la marginalidad en otras producciones. Ese es el punto fuerte de Las ranas, un crudo relato social que por momentos pierde el eje -salta entre dos puntos de vista-, pero nunca diluye su historia más valiosa: la de la “rana”, jerga carcelaria para denominar a mujeres que se aproximan a los penales a través de las redes sociales, sin que exista un vínculo formal con el preso. Tampoco son prostitutas y pueden llegar a ser utilizadas en las visitas para el tráfico de drogas o celulares robados. Este marco explicativo es sin embargo innecesario porque somos partícipes de la odisea de la protagonista de 19 años, que vende medias en la calle y cuida de su hijo, intentando hacer su vida en el Conurbano. Hay una distancia que está lejos de juzgar el accionar de los personajes, algo que se agradece a pesar de que subraya innecesariamente algunos momentos. Esta distancia, naturalizada por los largos travelling laterales o con cámara al hombro, es clave para hacernos testigos silenciosos de estos escenarios y la vida doméstica de los personajes. El montaje es delicado y la fotografía tiene algunos aciertos que dan un sutil marco expresivo. Es un relato que sabiamente alterna entre una escena doméstica realizando empanadas y otra donde se trafican celulares.
Mujeres que aman más allá de las rejas Edgardo Castro es un director con sello propio. Puede sorprender y deslumbrar como también generar abulia o rechazo por la crudeza de sus imágenes, pero jamás será un realizador que provoque indiferencia. Sucedió en su ópera prima “La noche”, en la que no tuvo reparo en dirigir y protagonizar escenas de sexo explícito para retratar un perfil poco visible de la vida nocturna en Buenos Aires; y también en “Familia”, donde también eligió poner el cuerpo pero para mostrar la intimidad de su propio seno familiar. En “Las ranas”, su tercera película, decidió correrse del centro de la escena para contar la sordidez, la rutina y las miserias -tópicos que también abordó en sus dos películas anteriores- pero desde una realidad no tan cercana y poco frecuentada en el cine: la vida de las mujeres que van a visitar a sus novios en la cárcel. El documental sigue el derrotero de una joven vendedora ambulante de 22 años que ofrece medias a 50 pesos en el conurbano bonaerense y los fines de semana va a visitar a su novio, en el Penal de Sierra Chica. Hay pocos diálogos, pero algunos son brillantes por su simpleza y contundencia. Como cuando el novio le dice a la chica que está aburrido por la rutina de la cárcel y ella le dice: “Y bueno, ¿quién te manda?” La cámara se cuela en el relato sin subrayar nada, sólo muestra. Y es más que suficiente. Sobre todo porque el espectador a veces tiene la sensación de que no está pasando nada, pero basta ver a esa madre amamantando a su hijo antes de salir a vender medias, de verla puteando a un tipo porque no le compra y encima la destrata, o ver la cotidianidad de las charlas familiares en las visitas al Penal para que ese universo marginal tome un peso específico relevante. Castro utiliza los tiempos muertos para darle vida a su relato. Y siempre quiere mostrar algo más, aunque sea chocante por la crudeza. En esta película, el director apeló a esos recursos en menores dosis pero fue suficiente como para describir, en una escena sobre el final, un rasgo de la sexualidad de esas mujeres que viven su día a día con más pesares que esperanza. Con rejas afuera y rejas adentro.
Combinando documental con ficción, el realizador de «La noche» pone su mirada en las llamadas «ranas», mujeres que se relacionan con presos y los visitan en la cárcel. Desde el 4 de septiembre, en el MALBA, los sábados a las 20 y los domingos a las 18. En su tercer largo, el realizador de LA NOCHE propone otro ejercicio en el que los límites entre el documental y la ficción se traspasan constantemente. Partamos de la idea que aquí, si cabe, estamos ante un relato de ficción armado con personas y situaciones reales, formato híbrido cada vez más habitual en el cine contemporáneo. La película se centra en Barby, una chica que vive en el conurbano bonaerense, que tiene un pequeño hijo y un par de «trabajos». El más público y evidente es el de caminar las calles del Abasto y el Once porteño intentando vender medias (calcetines) a personas que la ignoran completamente. Y el otro tiene que ver con el slang carcelario al que hace referencia el título de la película. Una “rana”, en esa jerga, es una chica que establece una relación con algún presidiario, que no es estrictamente romance ni prostitución sino que puede considerarse como una suerte de “conspiración” de socorros mutuos. Puesto de otra manera, son «amistades afectivas» que tienen una dosis de sexo, otra de cariño y comprensión, y otra más de negocio entre las partes. Pero es difícil definir a Barby y a la película, simplemente, como una historia sobre esas “ranas”. Con la cámara de Yarará Rodríguez (LA NOCHE, LAS BUENAS INTENCIONES, entre otras) pegada a sus hombros, la chica viaja de la casa al centro, del centro a la casa, toma micros a la penitenciaria (con otras chicas que están en la misma o parecida situación) casi siempre con el niño a cuestas, en una especie de procesión permanente por ese lado B de la cultura suburbana. Gran parte de LAS RANAS se va en observar a una persona que nadie observa, que circula por los márgenes de la ciudad, casi como un fantasma. Es un mundo transaccional del que no puede escapar y si bien Barby es parte de ese juego, encuentra espacios mayores de empatía cuando está con su “pareja” (no conocemos su nombre) en la prisión, quien espera con ansias pasar un rato con ella y, de paso, recoger lo que la chica tiene para traerle, en algunos casos escondido dificultosamente entre las piernas. La película no solo sigue a Barby. Durante una larga escena –quizás la mejor del film–, LAS RANAS se detiene en una visita familiar que le hacen al preso, que pasa de una conversación en la mesa sobre modos de preparar empanadas a viajes al baño a fumarse un porro lejos de la vista de los guardias. No tiene mucho sentido preguntarse, viendo el film, cómo se pudieron hacer ciertas escenas dentro de la cárcel –eso es algo que Castro podrá contestar en entrevistas si así lo desea–, sino que lo importante aquí es trasladarse a esos escenarios complicados y posiblemente durísimos que son reflejados, a partir de la mirada de su director, en sus momentos más amables, solidarios y si se quiere tiernos. Hay un espíritu de comunidad que atraviesa, palpablemente, muchas de las escenas de la película. Y ese espíritu es el que ayuda a ambos –y a todos los otros en similares circunstancias– a enfrentarse a ese otro mundo, más áspero y brutal, que los mira con desdén o directamente los ignora desde el otro lado de las rejas. Como si fuera una continuación del final de LA NOCHE, las suyas –las de los protagonistas y las del realizador también– son familias elegidas para atravesar mejor la hostilidad del afuera.