El director de Caja negra y Monobloc construye una fábula post-apocalíptica con un impresionante despliegue de efectos visuales (CGI) para una experiencia cautivante desde lo formal a la hora de diseñar un mundo en ruinas, pero fallida desde su construcción dramática (no hay tensión, suspenso y todo se resuelve a puro tiempos muertos y luego –literalmente- a los gritos). De todas maneras, más allá de sus desniveles actorales (el elenco inlcuye a Alejandro Urdapilleta, a Emir Seguel, a Martina Juncadella y al propio director) y hasta de sus desatinos (ciertos diálogos altisonantes e inverosímiles), se trata de un proyecto épico, casi heroico para el cine indie argentino y con indudable destino de culto.
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Jinetes del Apocalipsis Después de Caja negra y Monobloc, el director Luis Ortega ambienta su relato en una ciudad en ruinas y en un futuro post-apocalíptico que dejó a un grupo de humanos a la deriva. "Sólo les quedaba cruzar las grandes aguas" asegura el narrador de Los Santos Sucios, un film difícil de clasificar e impulsado por seis sobrevivientes que deben cruzar un río para escapar de un destino trágico. De este modo, desfilan por la pantalla Rey (Alejandro Urdapilleta) y Cielo (Luis Ortega), dos hombres unidos por una relación que no se explica demasiado. En sus horas de espera y peregrinaje, se suman el Mudo; un campanero; un niño enano y Monito (Martina Juncadella). Todos son parte de la misma pesadilla que expone desolación, temores y un estado "casi salvaje". El film se permite una escena onírica y muy pocas palabras, con una historia que queda siempre en un segundo plano. La correctísima dirección de arte de Anna Carnovale privilegia los parajes desolados, los autos abandonados y las ruinas de una ciudad que ya no está. El grupo representa distintos aspectos de habitantes de una sociedad devastada (el que no habla y el que se anima a más) y un final con arenas blancas que simboliza, posiblemente, la salvación. Un trabajo alejado de lo "comercial" pero, no por eso, menos atendible.
El apocalípsis según Luis Ortega La tercera película del prolífico y siempre complejo realizador Luis Ortega (Caja negra, 2002) nos sumerge en un mundo apocalíptico que puede ser asociado a films como Niños del hombre (Children of Men, 2006) o La carretera (The Road, 2009) pero que dista de todo tipo de comparación por la forma en que decide llevar adelante un relato oscuro, sin ningún tipo de concesiones, fiel al estilo que lo caracteriza. La trama nos sitúa en una ciudad que quedó en ruinas producto de una guerra. La ciudad está devastada y sólo queda un grupo de sobrevivientes para los que la única salida es el río. Cada uno deberá enfrentarse a sus propios miedos si quiere salir airoso de ese apocalípsis que no es otro que el infierno más profundo que habita en cada ser humano. Los santos sucios (2009) puede y debe ser analizada tanto desde lo estético como desde lo narrativo. Estéticamente el film roza casi la perfección cinematográfica. Ortega ya había demostrado en su anterior film Monobloc (2004) una inquieta y atractiva búsqueda personal para lograr un cine que lo identificara desde la primera escena y sin duda que lo logró. Resulta imposible no asociar cada toma con su nombre. La cámara funciona como el ojo de un pintor capaz de encontrar y poner belleza aún dónde no la hay. Guillermo Nieto realiza un impecable trabajo fotográfico, desde lo visual el film recrea lo apocalíptico de la historia de manera contundente. Si tomamos cualquier plano aislado y lo analizamos independientemente del conjunto nos llevará a la misma conclusión: el miedo al fin. Compuesto en su mayoría por planos fijos, con muy pocos movimientos de cámara y la construcción de un espacio cerrado y claustrofóbico, Los santos sucios brinda una sensación devastadora, llegando a transmitir la misma desesperación que sufren los personajes en el espectador. Dicha desazón puede jugar tanto a favor como en contra, ya que desde lo narrativo hay una búsqueda permanente hacia lo introspectivo, que por momentos puede resultar desconcertante. La introspección que propone el film tiene que ver con los miedos internos de cada uno y como esos miedos nos pueden llevar a situaciones límites, a las que Ortega refleja de un modo ambiguo para que cada uno saque sus propias conclusiones. Desde la interpretativo hay un desafío extra que es el de trabajar con un guión realizado por los propios actores. Alejandro Urdapilleta, Emir Seguel y el propio Ortega experimentan con un texto al que ellos mismos le dieron forma y con el que seguramente improvisaron en gran parte. Se nota que cada escena funciona independiente de la siguiente, sin ningún tipo de cohesión lógica como si se tratará de un trabajo experimental pero que en el todo, como si fuera un rompecabezas, terminarán encajando. Los santos sucios es una película visualmente bella y narrativamente compleja, dejando en claro que Luis Ortega ha sabido forjarse de una carrera y un nombre con sólo tres películas en su haber que hablan de un estilo personal, fácil de descubrir y para muchos imposible de describir. Aunque con un talento dificil de omitir.
La construcción de otras realidades Luis Ortega vuelve a crear un universo atípico, con reglas propias. El cine de Luis Ortega, con sus irregularidades o imperfecciones (al menos Los santos sucios las tiene), se destaca siempre por la creación de un universo propio, alejado del realismo, moldeado con un talento estético singular y absoluta libertad creativa. Este tercer largometraje del realizador, sólo en apariencia de género (futurista/apocalíptico), vuelve a mostrar su predilección por los bordes (sociales e íntimos), y su desapego por el relato clásico, las explicaciones -en tiempos de sobreexplicaciones- e incluso la realidad. Ortega es un creador de pequeños cosmos, oscuros o fugazmente luminosos, que invitan a habitarlos o a desecharlos, sobre todo en el caso de los espectadores de filmes convencionales. Su tercera película está más cerca de Monobloc que de Caja negra . Pero si los personajes de Monobloc -casi todos femeninos, de una clase social en decadencia- parecían encerrados en un mundo interior, los de Los santos... -casi todos masculinos y marginales- intentan escapar de una asfixiante realidad exterior. El mundo que los contenía ha desaparecido, y ellos parecen buscar alguna forma de redención, acaso de construcción de un nuevo sistema, al otro lado de un río llamado Fijman, en homenaje al poeta Jacobo Fijman. Lo lírico, lo marginal, lo fuera de norma son materias primas de Ortega. La voz en off del realizador, que es uno de los protagonistas del filme junto con Alejandro Urdapilleta, da algunas pocas pistas contextuales, pero la historia no deriva en ningún relato que siga las normas clásicas, ni siquiera las conocidas. Las secuencias encadenadas -algunas de ellas cargadas de simbolismos inabordables, de alegorías crípticas- parecen ir recorriendo caminos inexplorados, sensoriales, experimentales, sobre todo a través de atmósferas y ambientes construidos con notable creatividad, en especial lumínica. Y allí marchan los excluidos: por un paisaje desolador, tratando de recrear vínculos y temporalidades; tal vez, procurando alguna forma de salvación colectiva. La naturaleza aparece como único elemento intacto, en contraposición con la ruinosa creación humana. Con apenas 30 años, Ortega sigue explorando, igual que sus personajes. Sus obras pueden gustar más o menos, pero no resignan a la mera reproducción del mundo real.
Manierismo sobre tierra arrasada Una posible sinopsis de Los santos sucios podría comenzar así: Rey (Alejandro Urdapilleta), Cielo (Luis Ortega), Mudo (Emir Seguel), Berry (Rubén Albarracín, doblado por alguna razón por Oscar Alegre), Brian (Brian Buley) y Monito (Martina Juncadella) habitan un planeta Tierra arrasado, ruinoso, carcomido por el óxido y la maleza. Quizá sean los únicos habitantes con vida, a excepción de esos soldados que aparecen a la velocidad de la luz en rutas y rieles sin razón ni obligaciones aparentes. La vida de estos seres humanos en estado de excepción es circular, sin rumbo, un infierno cotidiano donde cada día es un espejo del anterior. Rey y Cielo son los únicos que mantienen un simulacro de pareja en ese hábitat solitario; Berry toca diariamente la campana de una iglesia como inestable método de ordenamiento temporal y geográfico. En ese contexto terminal surge naturalmente el Mito: ese río caudaloso que, dicen, puede cruzarse en busca de mejores horizontes. Ese será el norte que guiará a los personajes de Los santos sucios, como un faro que puede llevarlos hacia la salvación o a la extinción definitiva. Los santos sucios viene a agregarse a la exigua filmografía fantástico-apocalíptica nacional, territorio pocas veces abordado, mucho menos de manera meritoria. El tercer largometraje de Ortega merece destacarse por su escaso temor al ridículo en su acercamiento a un tono eminentemente abstracto, casi metafísico, y su consecuente negativa a dejarse tentar por los géneros de la aventura y la acción. Que el resultado final no esté a la altura de las expectativas se relaciona no tanto con el fracaso del proyecto estético en su conjunto, sino fundamentalmente con la ausencia de elementos que aporten algo sustancial por encima de su andamiaje, construido alrededor del uso de las locaciones y los rígidos arquetipos que encarnan los seis personajes principales. Con largos travellings paralelos que acompañan a uno o varios de los protagonistas, inmersos en planos meticulosamente encuadrados que hacen de los decorados reales un personaje más, Los santos sucios demuestra en las secuencias de títulos su cualidad de trabajo colectivo. El guión de Ortega, Urdapilleta y Seguel, marcado por un uso sistemático y no siempre justificado del montaje paralelo, es apoyado visualmente por un trabajo preciso en la fotografía de Guillermo Nieto. Como en un Stalker sesudo sólo en apariencia, cada una de esas piezas termina completando un rompecabezas que asfixia pero no intencionalmente. A diferencia de Monobloc, anterior film del realizador, mucho más concentrado y logrado en la rotunda artificialidad de su propuesta, estas características a priori interesantes terminan encorsetando a la película en un manierismo de la puesta en escena. Ayudan ciertamente algunos chispazos de humor, aunque las explosiones de histrionismo vuelven rápidamente a encauzar el relato en su propuesta programática.
Luis Ortega explora el surrealismo y el existencialismo sartreano Nada mejor que comenzar el año con cine nacional de autor. Luis Ortega ya ha dado muestras suficientes de que está fuera del registro habitual de la producción local de uno u otro palo. Sus obras tienen un sello distintivo. Hace ocho años sorprendió con Caja negra y hace cuatro con Monobloc, historias protagonizadas por marginales aislados entre paredes que limitan con la nada o, como en el caso de Los santos sucios, de lo poco que queda de la humanidad tras una guerra y las ruinas donde se mueven los sobrevivientes, impulsados por una inercia que los conducirá una vez más hacia la nada. En El ser y la nada, Jean-Paul Sartre declara la libertad de las personas para escoger sus conceptos de comportamiento y libre pensamiento. Rey y Cielo (Alejandro Urdapilleta y Ortega) que sueñan con huir en un coche destartalado; Mudo (Emir Seguel) que marca el paso del tiempo haciendo sonar un viejo campanario abandonado; Berry (Rubén Albarracín K.J.) y su autismo; Brian (Brian Buley), un niño chueco avejentado y Monito (Martina Juncadella), la última mujer que repite que solo puede vivir del amor, dramatizan la idea de aquel ensayo con el que Sartre conmocionó al mundo en los años 40. "El encanto de la humanidad no estaba en su posible salvación sino en su inevitable catástrofe", reza un cartel que prologa la acción. "Al terminar la guerra hubo quienes no murieron ni fueron rescatados por las fuerzas del orden. A estos, que no tenían donde ir, solo les quedaba cruzar las grandes aguas", explica. Esas aguas, bautizadas Río Fijman, homenajean a Jacobo Fijman, el poeta de origen judío y perteneciente al grupo Martín Fierro, que a partir de la década del 20 comenzó a padecer crisis mentales, se dejó seducir por el surrealismo, conoció a Artaud, y del misticismo saltó al cristianismo antes de ser diagnosticado como psicótico delirante en 1942, sufrió sucesivas internaciones y fue tratado con electrochoques, hasta su muerte en 1970. "Demencia: el camino más alto y más desierto", comenzó uno de sus últimos poemas. Entre el existencialismo sartreano y el surrealismo emergente de Fijman se ubica Ortega, con su cámara preocupada por encuadres perfectos, por un discurrir sin soles ni lunas, con reflejos en medio de grises o algún tímido destello nocturno en un fondo negro que puede ser tan vacío como el blanco del desierto final, con su mirada piadosa a este escuadrón sui generis de criaturas que hacen lo que pueden para esquivar a la nada. Del grupo actoral sobresalen Urdapilleta y en especial Jucandella. A la impresionante fotografía de Guillermo Nieto hay que sumar el arte de Anna Carnovale, con algunos buenos efectos escenográficos, y la música de Leandro Chiappe. Es oportuno, además, que en los créditos finales Ortega agradezca a Fernando Noy, Leonardo Favio y Edgardo Cozarinsky: hay mucho de ellos en su cine.
Cosa de Mandinga Sabemos muy bien que cuando se intenta hacer cine de ciencia ficción en Argentina, los resultados generalmente bordean lo grotesco. Hubo solo una y solo una película “futurista” que supo entender que para hacer un cine inteligente, intelectual, fantasioso no se necesitan efectos especiales, sino pensar más allá con lo que tenemos más acá. Los decorados son muy importantes, al igual que el vestuario, el maquillaje, sonido, montaje, etc, pero sin una buena anécdota que justifique el cuento nos quedamos varados en Pampa y la vía. La única y verdadera (y le pido disculpas a Fernando Spiner, que intentó realizar dos películas de ciencia ficción… y dentro de todo fueron interesantes) joya de la ciencia ficción nacional fue escrita por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, dirigidas por un joven llamado Hugo Santiago. Se llamó Invasión. Dicha obra, que data de 1969 inspiraría a El Eternauta de Oesterheld, y aunque parezca irrisorio, influenció sobre los Hermanos Wachowsky a la hora de crear Matrix. Ahora bien, sacando a los GENIOS de Farsa, pocos se animaron a realizar ciencia ficción en nuestro país. Ya nombré a Spiner, cuya ópera prima, La Sonámbula era bastante interesante, aunque su segunda obra, Adiós Querida Luna, era un pretendido grotesco porteño. Quizás más interesante e innovador fue el caso de La Antena de Esteban Sapir. Pero aún así estos casos no parecen estar demasiado relacionados con la ciencia ficción… Y tampoco es el caso de Los Santos Sucios. Tercer largometraje de Ortega, quién había transitado un camino costumbrista en su ópera prima (que filmó con apenas 20 años), Caja Negra y un ensayo más existencialista en la segunda obra, Monobloc. Esta vez parece acercarse más a este último, pero con influencias de algunas películas estadounidenses, ciertos climas rusos, personajes de Leonardo Favio y cierta metafísica subielista. El principio remite a Terminator. Letras rojas rezan que después de una guerra que terminó con casi todo, quedan pocas personas en la Tierra, que para sobrevivir, deben cruzar un río. Cielo (Ortega) es el narrador de la historia. Un joven optimista que quiere salir del terreno ruinoso de donde vive, junto con su “amigo” y guía por el mundo, Rey (Urdapilleta). Cielo se pregunta constantemente que fue de su pasado y peor aún, que le depara el futuro… El picaporte (literalmente) para entrar en un terreno de “libertad” tras cruzar el río, la tiene El Mudo (Seguel) un joven con un extraño corte de pelo a lo Monzón, pero con mayores similitudes con el Anton Chigurh de Javier Bardem en Sin Lugar para los Débiles de los Coen. El guía será un viejo sabio, encargado de tocar las campanas de un viejo monasterio, acaso el único sonido humanos que queda. Por último, los acompañará en la travesía, un enano, que nuevamente remitirá a Soñar, Soñar. Sin embargo para salir tendrán que unirse, tener confianza uno en otro, y no dejarse tentar por El Mono, acaso el mayor de los peligros: una mujer (Martina Juncadella) Ortega construye entre Colón y los restos de la fábrica Liebig en Entre Ríos, una tierra devastada bastante creíble, que guarda más de una reminiscencia con el mundo destruido en el que deambulaban Viggo Mortensen con su hijo en La Carretera de Hillcoat. A la vez, esta misma atmósfera remite un poco al trabajo de Alfonso Cuarón en Niños del Hombre. En ese sentido, sumado a la dirección de arte de Anna Carnovale y la fotografía magistral de Bill Nieto, el film sorprende. Hay efectos especiales generados por computadora (como una patrulla que pasa a la velocidad de la luz o fondos de una ciudad destruida) que logran generar una sensación de desazón y justifican su presencia. El problema son algunos elementos narrativos impuestos, diálogos inverosímiles y remanidos, situaciones tan surrealistas que bordean lo grotesco o bizarro, que la bajan de categoría a la película. Si la intención de Ortega fue hacer un film serio y solemne sobre el fin del mundo, y como unos pocos sobrevivientes deben saber convivir, tenerse confianza mutua, superar la locura y los miedos juntos, no lo logró. Lo visual toma protagonismo siempre, y las intenciones hacen quedar a la película como una obra pretenciosa que parece haber sido filmada a principios de los ’90. Ahora bien, como obra bizarra y de autoparodias, la película funciona mucho mejor. O sea, no demos más vueltas, se trata de un film clase B. Por momentos las risas son intencionales, pero hay lapsos donde se nota que el director había perdido completamente la brújula, el rumbo de la historia. ¿La soledad es un crimen, un castigo, una esperanza al final? No se sabe. Ortega juega con sarcasmo sus piezas. A veces, se come fichas del espectador y otras, se lo comen a él. Excepto por la presencia del director, que debería haberse quedado detrás de cámara, las interpretaciones son aceptables. Urdapilleta se vale de las mejores herramientas que tiene en su haber y el resto cumple con el personaje. Tiempos muertos, idas y vueltas, y una estructura poco sólida provocan que Los Santos Sucios no logre captar la atención de espectador en todo momento. Sin embargo, me quedo con el esfuerzo y las primeras intenciones. Como director, Ortega demuestra tener un buen ojo para elegir encuadres y armar planos. Sus obras son más que nada pictóricas. Pero todavía le queda profundizar, mejorar y bajar un poco las expectativas de sus historias y guiones. O quizás estemos frente al nuevo Roger Corman o un Edgar Wright argentino, que pretende seguir haciendo estos híbridos existencialistas. Lo único que me quedó claro es que siempre es bueno tener una lata de extracto de carne, cerrada en la alacena.
Los miedos internos En su tercer opus Los santos sucios el realizador Luis Ortega entrega un relato post-apocalíptico que juega de manera constante con el simbolismo y presenta una galería de personajes extraños, construidos a partir de rasgos débiles, que representan a los sobrevivientes luego de una gran guerra sin un enemigo visible. En realidad, el director se atreve a partir de la puesta en escena de un universo en ruinas a exponer los fantasmas de los miedos internos de cada personaje con una esperanza de fuga en el cruce de un río. Pensar en el río desde el punto de vista filosófico como el pasaje obligado de la memoria y el olvido no es descabellado teniendo en cuenta que la propuesta narrativa de Ortega se reviste de alegorías y metáforas, la mayoría de ellas relacionadas con las ideas existencialistas que busca desarrollar en un conjunto de escenas que guardan independencia una de otra y donde es manifiesta la intención de la improvisación por parte de los actores así como el proceso de armado de la historia con un guión mínimo que prácticamente se va escribiendo a medida que avanza la trama. Si hay algo que atraviesa la trama de esta película de Luis Ortega, quien también se reserva un papel y es quien relata la historia, es su carácter profano. Despojado de todo aquello que puede considerarse sagrado o esperanzador (salvo la supuesta llegada al río), este paisaje distópico, poblado de ruinas es un fiel reflejo de muchos pueblos fantasmas del interior. Así de anárquica y disruptiva resulta la trama que parece consensuar por parte de los actores la intencional falta de contención de sus acciones; esa extraña fórmula que a veces resulta tan disonante que hace ruido en la pantalla es precisamente lo que permite al espectador la posibilidad de abstraerse del relato y dejarse llevar por su fuga hacia ninguna parte. Excelentes todos los rubros técnicos, incluida la magistral fotografía de Guillermo Nieto y la siempre descollante participación de Alejandro Urdapilleta.
Esos a los que nadie ve Un grupo de marginales busca su lugar en un mundo devastado en el nuevo film de Luis Ortega. Una pareja de hombres, un niño enano, un negro gigante, un sordomudo y una mujer que grita como si fuera un mono y anda a los tumbos en busca de amor. Estos mismos personajes, ubicados en el Parque Japonés de mediados del siglo pasado, podrían haber sido protagonistas de otra película; una muy cercana al universo de Leonardo Favio. Pero no. Porque resulta que los seis son sobrevivientes de una guerra que todo ha devastado. Y nadie se ha tomado el trabajo ni de salvarlos ni de asesinarlos. Y allí andan, por un pueblo en ruinas, agazapados, juntos por momentos, solos en otros, intentando darle sentido a lo que les queda por vivir. En Los santos sucios, su tercera película, Luis Ortega también ha elegido orillar los márgenes. La elección de las características de los personajes es, entonces, para nada casual. Como tampoco es casual que estos seres anden escapándole a soldados que, muchas veces, ni siquiera reparan en ellos. Poco puede saberse del pasado de estos hombres antes de la guerra. Y acaso tampoco importe demasiado. Lo que sí importa es como, a pesar de las condiciones adversas, apuestan a comenzar de nuevo. Para hacerlo, deben llegar hasta el río y cruzarlo pero la tarea no es nada sencilla y, además, nada les garantiza que del otro lado la vida sea mejor. Ortega ya había demostrado en Caja Negra y Monobloc ser un gran creador de climas y universos. En aquellos casos, cuatro paredes servían de marco a la opresión que sentían los personajes mientras que los espacios externos (como la calle, un deteriorado parque de diversiones o la terraza de un edificio deshabitado) simbolizaban todo aquello que los protagonistas podían abarcar. Aquí el desafío fue transpolar el clima de agobio y desolación a todo un pueblo que, sin estar totalmente en ruinas, se revelara tan propio como inhóspito para cada uno de los personajes; algo que logra sin demasiados inconvenientes gracias a la excelente fotografía y a la acertada elección de las locaciones. Pero así como los aciertos son casi calcados de los de sus films anteriores, lo mismo ocurre con los puntos débiles. Algunos diálogos son demasiado grandilocuentes y le quitan fluidez a la historia. Las actuaciones son correctas, pero la diferencia entre el tono discordante elegido por Alejandro Urdapilleta también atenta contra el clima general del relato. Por momentos, Urdapilleta grita, gesticula de más y se mueve frenéticamente aún cuando ni el personaje ni la historia lo ameriten. El mismo Ortega le imprime a Cielo la impronta de un señorito aniñado, celoso y algo posesivo, quizá demasiado urbanizado si se tiene en cuenta que creció en un pueblo devastado. Martina Juncadella, en tanto, logra por momentos ponerle el cuerpo a una chica que se debate entre la agresividad de un animal, la fragilidad de una niña y el poderío que le brinda ser la única mujer sobreviviente. Ya en Caja Negra Ortega había encontrado a dos de los protagonistas recorriendo las calles de Buenos Aires. Con tres de los intérpretes de Los santos sucios el encuentro se dio de la misma manera. Y tal vez por esa extraña paradoja de ser "personajes" además de intérpretes, es que el cantante Emir Seguel, Ruben Albarracin K.J y Brian Buley son los que mejor se mueven en el mundo propuesto por Ortega. Albarracin K.J. (doblado por el actor Oscar Alegre) con su cuerpo larguísimo y delgado, sus movimientos suaves aporta una cuota de misterio y aplomo. Miguel, en tanto, logra con gestos tenues y miradas que se adivine el rico mundo interno del Mudo. Pero el pequeño Buley es, sin dudas, la revelación del film. Su aparición es la más tardía, pero su irrupción en escena vuelve a la película más humana.
La creación artística tiene un gran componente lúdico, pero si ésta pretende exhibirse a un público -lo cual, a mi entender, es esencial en la obra de arte, como no lo es en la naturaleza-, debe tener algo de consistencia o algo de originalidad. En suma, debería tener algún atractivo para el espectador que vaya más allá de la publicidad que pudiera tener. Sin embargo, suponiendo que la obra sea meramente un juego personal, cuya exposición al público fuera irrelevante, aun así, podría atribuírsele algún tipo de interés: el que trae el talento de un artista, que se filtra incluso inintencionalmente por los poros de su arte. Ahora bien, esto plantea una discusión ya más específica... ¿Es Los santos sucios, de Luis Ortega, un film personal? ¡Hemos visto joyas en films "personales", en films de bajísimo presupuesto, y, lo que es peor, hemos visto más personalidad en películas horribles! Lo que ocurre aquí -y lo pongo a discusión- es un espantoso caso de "hijodepapaísmo", chupasangre del ya relativamente pequeño presupuesto del INCAA. Luis Ortega, hijo de Palito, anunció en una nota "quiero redimirme de mis films anteriores". Qué redención sería esta, no lo sé, quizá una relacionada con el purgatorio, porque Los santos sucios no aporta absolutamente nada a nadie, excepto a su director: difusión y la chapa de cineasta. El argumento de esta película de la rama de las "apocalípticas", se centra en la travesía de un grupo de personas que intentarán cruzar un río que los alejaría de una devastada ciudad de pos-guerra, con soldados futuristas meCursiva rodeando y una vida de miseria. Rey (Alejandro Urdapilleta) quiere depararle a su compañero e íntimo amigo Cielo (Luis Ortega) un futuro mejor y, para ello, conseguirá la ayuda de Berry (Rubén Albarracín K.J., con voz de Oscar Alegre) y luego se prenderán otros, por necesidad o por casualidad, como el Mudo (Emir Seguel, también guionista con Urdapilleta y Ortega) y Brian (Brian Buley). La nota femenina la dará, a modo de molesta presencia, Martina Juncadella en el papel de Monito. La locura, el amor y la necesidad son tres elementos infaltables en el género y presentes aquí, pero los sentidos abiertos ya rozan lo estúpido y las relaciones humanas que se exponen durante el largometraje no logran atraer ni siquiera el escándalo. A pesar de que Los santos sucios pudiera ser una de muchas producciones olvidables, yo prefiero situarla en un plano distinto y lanzarme contra ella con especial encono. En primer lugar, porque no es la secuencia argumental lo más criticable (aunque ésta sea confusa y sucia), sino el valor del film. Los santos sucios carece de valor alguno en cualquier sentido que se mire, y esto se liga con un segundo punto de desaprobación que consiste en el persistente horadar de estas producciones lamentables en la relación del público argentino con las películas "de género". Es una pena que sólo en festivales se encuentre lo bueno y que esos festivales tengan una categoría B frente a otros. Desconozco qué motivos impulsan el apoyo del INCAA, que posibilita pasar el film a 35 mm, pero si poco se ve en salas fuera de estos festivales, ha de intentar analizarse la posible impronta y la calidad de loas películas a ser consideradas. Un buen ejemplo ha sido El Bosque (buscar en el blog la crítica): sencillez, género e impulso a jóvenes cineastas. La contracara es Los Santos Sucios, tercer film de un famoso que no ha demostrado talento aun y que sólo echa leño al fuego para quienes bregan porque estas películas distintas, raras, desaparezcan. Reconózcase también que el presupuesto no pudo haber sido excesivo, pero las ráfagas de talento se ven en un encuadre correcto, en un montaje inteligente y en un guión bien realizado y no siempre en las exigencias de los recursos materiales. Quod natura non dat, Salamantica non praestat
La última película de Luis Ortega se pierde por la palabra, pero es muy estética y, sobre todo, propia. Los santos sucios, al decir del director y como punto de partida, hace referencia a gente que vive en la calle, como sus protagonistas, que hablan un lenguaje extraño, una patada casi, un sopor. Luis Ortega se acerca al cine fantástico y metafísico, estetizando el soporte hasta el límite de su permiso. Filmada en un pueblo de Entre Ríos logra que la fotografía convierta un medio rural y apacible en un infierno post destrucción donde acecha omnipresente y escrutador lo desolado, escultura del Corned Beef incluida. Todo es un enorme hospicio de paredes semiderruidas, sin puertas pero con un picaporte. Entonces llega Fijman, el río que hay que cruzar. Aqueronte para salir del infierno, y también, por qué no, referencia a Jacobo, loco y maldito, deambulante por Stalker. La naturaleza es plácida pero oscura, y he aquí una de sus mayores virtudes: la terribilitá que todo se lo lleva. El río se cruza. La corte de los milagros sigue su camino, aunque nunca sepamos por qué y Ortega no encuentre lo que nosotros buscábamos cuando fuimos a ver su película. Todas las palabras son esenciales. Lo difícil es dar con ellas, dijo el poeta loco con nombre de río.
El cine argentino nunca tuvo una tradición de cine apocalíptico, y Los santos sucios no es la película que vaya a inaugurarla: si bien en el tercer trabajo de Luis Ortega reconocemos convenciones, iconografías y hasta el clima propio del género, también es cierto que esos rasgos funcionan más bien como tics, a la manera de gestos insistentes pero faltos de la sustancia que les dio cuerpo. Y eso no es malo, porque Los santos sucios, más que contar una historia, lo que hace es recorrer un camino. Ese camino, a no engañarse, es el verdadero centro de la película. Los edificios derruidos e invadidos por los plantas, las casas que no sirven como refugio (en Los santos sucios pareciera no haber espacios privados, íntimos, seguros; todo es intemperie), las rutas por las que esporádicamente pasan soldados a velocidades casi lumínicas sin que sepamos su destino ni su misión, las calles vacías u ocupadas por coches rotos y podridos, el campo y los árboles que en los límites de la ciudad se extienden hasta donde llega la vista; todo conforma el paisaje que alimenta la fiebre de los personajes y que, como ocurría con el cine negro y sus ciudades en decadencia, oficia de gran protagonista de la película. Ese protagonismo de los espacios es lo que determina el carácter de trayecto más que de relato ceñido a alguna clase de temporalidad o de progresión narrativa. Queda claro desde el principio que en Los santos sucios el tiempo es un recuerdo del pasado y un dato imposible, que se deshace en la cotidianeidad eterna en la que están inmersos los personajes. Una campana hace las veces de reloj comunal y, como dice Berry a sus compañeros, se trata de un acto épico, casi de heroicismo, el tratar de ordenar la vida (por lo menos la vida terrible que llevan ellos) dentro de un marco temporal. Ese recorrido geográfico y ubicado por fuera del tiempo, decía, es lo que habilita a Ortega a servirse de los rudimentos del cine apocalíptico sin hacer una película de género. Si bien hay un grupo de personajes que entablan relaciones, chocan entre sí y algunos hasta cambian, el relato opta siempre por la desconexión, dentro de las escenas y entre los mismos personajes. Signo de la locura que los acecha, muchos de los diálogos que mantienen parecen monólogos alternados, una falsa conversación en la que cada uno construye al otro como público y no como interlocutor. Allí es donde se perciben las primeras debilidades de la película: en la sobreactuación de Urdapilleta, Martina Juncadella o del propio Ortega; en el convencionalismo de algunas frases que impacta de lleno con la irreverencia y frescura de otras, como cuando Rey le ordena caprichosamente a Cielo: “haceme cucharita”. Lástima que esa línea luminosa esté colocada en el medio de una escena harto común, que aspira a poner en crisis el género solamente con el histrionismo de Urdapilleta (Rey) y los arranques infantiles de Ortega (Cielo) Será por eso que Los santos sucios, más allá de lo que nos sugiere la importancia conferida a los personajes en el título, tiene que ser vista como una película de lugares, una serie de imágenes del fin del mundo que aparecen habitadas por un grupo humano irregular, desparejo y contrahecho, que funciona mejor cuando sus integrantes están callados. Berry es la excepción porque su habla impostada, de un acento extraño y siempre en desfase con la urgencia del sobrevivir cotidiano que asedia a los demás (no por nada Berry es el que toca la campana, el que les devuelve la sensación del tiempo a sus compañeros) es la apuesta más libre de Ortega, donde la película se muestra respirando con total libertad, bien lejos de los moldes de un género o de las exigencias de un cierto tipo de diálogo. Berry puede hacer que cualquier línea suene bien porque él (Berry -Rubén Albarracín- o el que dobla su voz, Oscar Alegre, no sabría decirlo) se ofrece como una criatura acinematográfica, ignorante por completo de la historia del cine y sus convenciones verbales. En cambio, Urdapilleta y los otros se nota que vieron películas, que saben cómo se habla en el cine, en el género y que conocen su repertorio de frases y palabras, y por eso sus esfuerzos por desmantelar ese habla son un lastre, porque están demasiado conscientes de su saber y de la necesidad de olvidarlo o destruirlo; Berry, en cambio, nunca supo qué hay que decir en una película ni cómo hacerlo, y su voz, entonación y lo que dice son una bocanada de aire fresco, una banda de sonido nueva, inquietante y poética. A fin de cuentas, Los santos sucios es una película sobre la poesía, que trata de las formas posibles de extraer la belleza de un yuyo movido por el viento o, como en el largo plano inicial, de una pared carcomida y descascarada. El mundo en vías de extición del cine apocalíptico es el lugar perfecto para que la cámara de Guillermo Nieto explore las costuras salientes de la vida moderna ahora expuestas al ojo, pero cuidado, porque el optar por contar ese mundo no alcanza para hablar de una película de género. Los santos sucios es una película dispar, felizmente deforme en un sentido faviano, sin temor al qué dirán, sin miedo al exceso ni al ridículo. Esa libertad se percibe en la gran mayoría de los planos y de los diálogos de la película, pero también en el rechazo evidente de las exigencias de una película apocalíptica: los personajes no se enfrentan a ningún peligro concreto (los soldados son una amenaza lejana e incierta) y la subsistencia, aunque de manera desconocida, parece estar asegurada. Lo único de ese cine que permanece y que cruza como un rayo la película de Ortega es la necesidad de llegar a un destino; o sea, Los santos sucios fija su atención en la acción geográfica del género y no en su devenir narrativo. Como en La zona de Tarkovsky (que se siente como una fuerte influencia para Ortega), los personajes vagan sin un rumbo fijo y la película se juega en esas derivas. El mundo derrumbado es susceptible de explorarse sin necesidad de estar escapando de enemigos ni de buscar comida para no morirse de hambre. Faltos de un villano al que combatir o de la amenaza de algún fenómeno natural, los personajes de Los santos sucios se revelan como espectadores privilegiados que asisten maravillados, irritados, locos o simplemente mudos, a la vida después de la civilización y el cine de género.
Lo que quedó Si por algo vuelve a destacarse Luis Ortega es por su capacidad de construir universos propios y poéticos, visualmente poderosos y atrayentes. El género apocalíptico ya es una marca registrada. Efectos digitales y concientización (en general, mal entendida) son sus bases. Un futuro que deja bastante que desear y donde unos pocos luchan por sobrevivir sin que entendamos bien el para qué, si todo estuvo mal, o dónde, si el paisaje desvastado no amerita el intento. Pero bien sabemos que el hombre (como especie) es un animal testarudo y defensor de sus peores defectos. Los santos sucios plantea esta visión sobre un mundo que tras alguna crisis no enunciada explícitamente deja a estos personajes marginales y descentrados, solos y luchando por llegar a algún sitio donde suponen que la vida tal como era conocida sigue su curso, allende un río con pátina de mítico. Si por algo vuelve a destacarse Luis Ortega es por su capacidad de construir universos propios y poéticos, visualmente poderosos y atrayentes. Universos que no refieren ni debieran medirse con la vara del realismo, pero tampoco reclaman la recurrencia detallista a la interpretación simbólica o al desciframiento alegórico. Como en sus anteriores e interesantes filmes (Caja negra, Monobloc), la narración se desenvuelve en una extraña mistura que procura amalgamar las herramientas que el audiovisual facilita. Hay una apuesta por fabricar un mostrable que sea original (encuadres preciosistas, paleta de colores), una revelación del artificio como tal que se nota en escenografías y actuaciones, aunque no siempre consiga plasmarse con acierto. En el caso de Los santos sucios creo que la decisión de Ortega de aparecer también delante de cámaras, -además de responder a una imposibilidad de hallar quien cubriera ese rol, según explicó-, significa la única manera que el joven director encontró de amortiguar una fuerza centrípeta que podría haber sumado y no resultó. Esa fuerza se llama Alejandro Urdapilleta. Como coguionista y protagonista este gran actor que ha demostrado ser un hallazgo cuando la mano de un director lo sofrena y lo conduce (en teatro: Mein Kampf, farsa; Rey Lear, en cine: La niña santa), en esta oportunidad se muestra excedido, desbordado, sobreactuado. Con un registro más propio del teatro o del grotesco televisivo en gestos ampulosos o facciones exigidas y donde, además, sus parlamentos lucen como fruto de la improvisación menos actuada. Si bien la anécdota va diluyéndose sin llegar a ningún puerto, sería importante decir que no es éste un cine de historias cerradas, tranquilizadoras, clásicas ni convencionales y mucho menos taquilleras. Sino más bien todo lo contrario, uno que exige del espectador una mirada que ayude a completar lo visionado. Entonces no es esa lasitud, esa supuesta incoherencia o irracionalidad de la trama, esa imposibilidad de atrapar la casualidad de los hechos lo que hace fallida o despareja a la película sino la explosión de egotismo que la constituye desde su origen y que en lugar de expandirla la hace implosionar. Algo así como creer que para volverse poético se necesita inevitablemente hablar en verso.
Los films de temática post apocalíptica en el que todo atisbo de progreso y tecnología aparece arrasado en medio de lúgubres paisajes urbanos han tenido aquí su coletazo a través de este film de Luis Ortega, en este caso con escasos resultados expresivos y alegóricos. La carretera es un ejemplo ineludible de este subgénero, como así otros títulos recientes como El libro de los secretos, Número 9 y Soy leyenda, entre muchos otros. Que el cine argentino también afronte este tipo de tramas con Los santos sucios puede resultar estimulante pero también dudoso, en el sentido de adscribirse a tendencias que nos son ajenas. El film además no logra aportar algún costado original, dentro de una producción demasiado modesta para abordar semejante propuesta. Muchas preguntas sin respuestas propone la trama ideada por Ortega y los actores Alejandro Urdapilleta y Emir Seguel, en la que un grupo de sobrevivientes deambula luego de una hecatombe, tratando de encontrar recursos, afectos y salidas a una forzada indignidad. Tras su debut con la oscura y minimalista Caja negra, el cine de este director y productor ha mantenido cierta coherencia dentro de temáticas muy diferentes y arriesgadas, como ésta. Aunque fallida. Los santos sucios ofrece algunas buenas imágenes, la tarea como actor de Ortega –y frases de su relato en off- y la de Martina Juncadella.
No tan santos... entre la ficción y la realidad Luis Ortega con apenas 30 años de edad ha dado muestras suficientes con su tercer largo de que es un director atípico. Es más, muchos suelen decir no parece hijo de Palito Ortega.. Su ópera prima, “Caja negra” (2001), nos sumergía en un submundo marginal pocas veces visto en el cine argentino, su segundo largo, “Monoblock” (2004), volvía a demostrar que algo diferente sería su camino en el mundo del cine. Y no nos equivocamos. En “Los santos sucios” se supo rodear de un excelente actor como es Alejandro Urdapilleta y crea una atmósfera y un clima de fin de mundo pocas veces filmado. ¿Son sobrevivientes? ¿Son seres de otra galaxia que quedaron solos en el mundo? Estos pueden ser los interrogantes y las preguntas que nos planteamos al comenzar el filme. Con escenarios apocalípticos, personajes extraños (un chico rengo), una muchacha que le dicen la Monito (Juncadella) que extasiada por el micromundo rompe lo destruido, son las bases con los que Luis Ortega (quien también actúa) plantea “Los santos sucios”. Ficción, realidad, poco es lo que importa. Aquí hay una historia diferente que atrapa al espectador termina por meterlo en un mundo feo... pero que es real. A Luis Ortega hay que destacarle muchas cosas: hace un cine diferente, no busca lo comercial y no le importa el que dirán. Y eso, en esta obra, se nota más que nunca. Sus protagonistas no son ni carilindos ni galancitos. Son seres de carne y hueso que habitan su mundo. Un mundo que no parece tan ficticio.
Publicada en la edición impresa de la revista.
El apocalipsis sin contexto. Un pequeño grupo de sobrevivientes de una guerra desconocida se encuentra atrapado en un mundo post-apocalíptico donde el único modo de escapar es cruzando un río. Cada personaje deberá luchar contra sus propios temores para poder liberarse de un mundo lleno de simbolismo y alegorías. Técnicamente es excelente. Visualmente es muy atractiva, la labor del director de fotografía es ejemplar, sus encuadres e iluminación rozan la perfección. La tarea de , director de arte, también es muy buena, pero por momentos (sobre todo los interiores) parece un poco descuidada o poco pulida. Por último, el sonido cumple un rol de una emocionalidad muy potente. ¿Cuál es el principal inconveniente? El guión. Es inconsistente. Los múltiples escritores que a su vez son los principales actores armaron las escenas según sus capacidades y fortalezas. De esa manera se olvidaron que la historia viene primero. Sus personajes por momento son inverosímiles y algunos diálogos resultan muy desconcertantes. Las escenas se alargan tanto que parece que su único objetivo sea cumplir con los 90 minutos de película. Simplemente piensen en la escena final donde el personaje de Emir Seguel, el mudo, pudo darle a la escena una carga dramática que justificara su inacción a lo largo de la película. Pero la lentitud en la resolución disuelve la emoción y la vuelve tediosa.
Desolación paralela Una ciudad en ruinas, desolada, donde los escombros son terreno fertil para la hostilidad, es el panorama que otorga Los santos sucios, el tercer largometraje del director Luis Ortega quien, además, es uno de los protagonistas del film. La presencia de extraños, que tienen un papel fantasmagórico en esta película (sólo se ven autos que cruzan la carretera a toda velocidad), es el único contacto que Rey (Alejandro Urdapilleta), su pareja Cielo (Luis Ortega), junto al Mudo (Emir Seguiel) poseen con lo que queda de la Humanidad. Pero de a poco van apareciendo otros personajes como aquel que cada día hace sonar una campana y regenera su proceso cíclico. El es Berry (Rubén Albarracín) cuya voz está doblada por Oscar Alegre. Un clima sórdido, desolador y bastante opresivo, donde el eco de la nada misma refleja la marginalidad de los protagonistas, es una constante en el largometraje de Ortega quien en 2002 estrenó Caja Negra y cuatro años después Monobloc. La desesperación por encontrar una salida, estructura los silencios de estos personajes que van gestando un mundo paralelo, ausente a la devastación reinante. La histriónica Monito (Martina Juncadella), que corre de un lugar a otro haciendo el ruido de un primate, es una de las caracterizaciones más importantes del film. Y ella, aparte de ser la única mujer de la película, no emprende junto al resto de los sobrevivientes el viaje hacia el río Fijman, la meta que -entre mito e incertidumbre- divide el mundo del caos y el de la armonía. Eso sí, según del lado de donde se lo mire.