La directora de In between days nos sorprende con un film bastante personal, donde cuenta las desventuras de dos pequeñas hermanas las cuales son abandonadas por su madre en casa de una tía quien al no poder hacerse cargo de ellas las lleva a casa de su abuelos. Inspirada en eventos de su infancia So Yong Kim trata de representar en el rostro limpio de Jin lo que ella sintió cuando su madre se divorció y la dejo en una granja de arroz junto a sus abuelos. Podríamos decir que el film es su gran proyecto, el cual desarrollo y hasta soñó por más de cinco años. Los resultados fueron el premio Murh a mejor película en el International Film Festival (2008) y el Premio Netpac a la directora en el Pusan International Film Festival (2008) entre otros. Los senderos de la vida es un titulo horroroso por lo desatinado, tal vez al original no le encontraron relación pero es más acertado: Treeless Mountain . La formula consiste en seguir día y noche a la pequeña Jin de 6 años , quien corre detrás de su bonita hermana Bin en busca de monedas que llenen la alcancía que representa la esperanza de la vuelta de su madre. Los primeros planos y el seguimiento en cada acción de las niñas tiene algo de documental y también es algo agotador, esto hace que se torne un tanto lenta. Sin embargo la sonrisa de Bin y la entereza de Jin valen la pena como para seguir la historia . Recuerda muy vagamente a el film Jibeuro (Sang Woo y su abuela o Camino a Casa) pero no es tan lacrimosa sino que con una sencillez y una delicadeza únicas retrata un duro momento en la vida de una niña.
Sin fecha de estreno en Buenos Aires por falta de sala, lo que constituye una pena para la cinefilia local que por suerte cuenta con el siempre acogedor cine Club Núcleo dando la chance de disfrutar calidad cine, películas como esta esperan tener un lugar y subsisten en circuitos alternativos. Los senderos de la vida parte de un hecho autobiográfico de su directora, So Yong Kim, quien encara aquello que al menos en teatro suela estar prohibido: trabaja con infantes, en este caso dos niñas. La historia cuenta como Jin y Bin, de 6 y 4 años aproximadamente realizan un viaje por el mundo de sus afectos y reencuentran una familia, a partir de la imposibilidad de la madre de mantenerlas, un padre ausente y una situación económica que promueve la necesidad de migrar y reacomodarse. En este peregrinaje deberán dejar la escuela, adaptarse al trato de una tía pobre y deprimida y aprender a juntar centavos para la alcancía, rescatando finalmente el valor de los vínculos familiares primarios en un nuevo hogar. Mostrando una vez más el lado seco y pauperizado de Corea del Sur, la película logra un excelente contraste con el paraje idílico del final, pobre pero afectivo, cuando las niñas llegan a la granja de los abuelos. Con algo de rito de iniciación, esta película nos habla de lo inevitable del crecimiento. Destaca la belleza del silencio y los planos de las caras infantiles, la captación de un mundo de inocencia que ha ganado un lugar en el cine de los últimos años. Quizás eso sea de lo más interesante que aporte esta película: marcar un nuevo jalón en los films sobre niños y niñas que están solos, como fenómeno de las grandes ciudades, cuyas condiciones económicas promueven orfandades y destierros, pero también solidaridades y poesías.
El segundo film de la directora So Yong Kim ("In Between Days", Ganadora del BAFICI 2007) cuenta una historia chiquita y simple, con un ritmo tranquilo, en la que no pasa mucho. Pero recomiendo tener paciencia, dedicar apenas 89 minutos, para descubrir una película linda y tierna. Aquí conocemos a Jin y Bin, dos hermanitas que deben aprender a cuidarse entre ellas cuando su madre las deja con una tía, una mujer indiferente que las ignora, para ir en busca del padre de las niñas. Sintiéndose abandonadas y sin la posibilidad de ir al colegio, las dos nenas pasan el día solas, buscando la forma de entretenerse. Ilusionadas con el regreso de su madre, quien prometió volver cuando llenen de monedas una alcancía, ellas se las ingenian para vender grillos y cambiar monedas grandes por más chicas, cumpliendo así más rápido el objetivo. Pero su inocencia las lleva a una desilusión, cuando su madre no regresa y son enviadas a vivir con sus abuelos al campo. La directora no se preocupa por presentar un trabajo con grandes giros argumentales, o detallar demasiado lo que le ocurre a los mayores, sino que prefiere dedicar ese tiempo a las dos pequeñas. La cámara siempre las sigue a ellas, por momentos muy de cerca, mostrándonos su mundo como si fuera un documental. Y éste es el principal mérito de So Yong Kim, sin necesidad de música y eligiendo actores no profesionales, logra un relato muy natural. Mención aparte para el trabajo de las dos nenas, sobre todo la mayor, quienes logran excelentes interpretaciones, donde parece difícil creer que están actuando. Si bien, a medida que se desarrolla la historia, pareciera que nos introducimos más y más en un film melancólico, el final nos deja un momento alentador.
Los senderos de la vida es una película coreana que pasó sin pena ni gloria por los cines de ese país pero fue muy bien recibida por la critica extranjera. La trama está inspirada en un suceso que vivió la directora So Young Kim cuando era chica y su madre la dejó a cargo de sus abuelos junto a sus hermanos para irse a los Estado Unidos a buscar una vida mejor. Es una historia dura sobre chicos que tiene que lidiar situaciones fuertes de abandono y sobreponerse a muy temprana edad para salir adelante. Junto con la producción de terror inglesa The Children, la película presenta los mejores niños actores que pude ver en el cine en mucho tiempo. La dirección de Young Kim es buenísima y logró capturar interpretaciones totalmente espontáneas y creíbles en las pequeñas protagonistas que no son actrices con experiencias. La dirección de niños es una excelente vía para comprobar las dotes de un realizador. Los chicos pueden ser excelentes pero si están mal dirigidos el resultado final de una película puede ser desastroso. Sin aturdir al espectador con golpes bajos pedorros e inverosímiles como el film Preciosa, Los senderos de la vida narra un buen cuento sobre el abandono evitando el melodrama. Todo se narra desde la óptica de las niñas que deben lidiar con un mundo diferente a partir del momento en que su madre las deja con una tía. El problema de este estreno me parece que pasa por el guión, donde la historia durante gran parte del film cae en el clásico cine paja donde no sucede nada relevante para los personajes. Y cuando digo nada es nada. Son escenas con las que la directora tal vez se sintió contenta al tratar de homenajear o emular a Terrence Malick (La delgada línea roja) pero no le aporta nada a la historia. El cine no es más artístico por ser aburrido. La excelente película coreana Camino a casa, que se estrenó hace unos años y presentó una historia similar sobre un chico que debe acostumbrarse a vivir con su abuela cuando su madre debe dejarlo para hacer un viaje, también tenía una dirección con un enfoque minimalista pero estaba apoyado por un guión que tenía un trabajo mucho más desarrollado en los que se refiera a la relación entre los personajes. El chico vivía experiencias y tenía conflictos. Lo mejor de El sendero de la vida viene cuando las niñas se van a vivir al campo con sus abuelos y finalmente las vemos experimentar cosas distintas mientras buscan adaptarse a una nueva vida y un futuro mejor. Lamentablemente eso ocurre en la última parte del film y la directora pierde gran parte de su trabajo en situaciones redundantes que no llevan a ningún lado.
Inocencia interrumpida Otra vez el tema de los hijos abandonados, que viéramos en Nadie sabe, de Kore-eda Hirokazu. Dos niñas asombrosamente naturales, de menos de siete años, deben aprender a afrontar una vida que no ha de resultarles dulce, cuando parte su madre. Filmada con extrema delicadeza por la coreana So Yong Kim, cuya In Between Days fuera ganadora del BAFICI 2007, la historia subraya el protagonismo de las niñas con una cámara cercana que las toma casi siempre en primer plano, dejando a los mayores fuera de cuadro. De la gran ciudad y la escuela al barrio con una tía muy poco esmerada, y de allí al campo, donde la abuela les da una ternura desconocida, las chicas recorren el camino del crecimiento mediante la adaptación al cambio.
Ganadora del premio principal del Bafici 2007 con su opera prima In Between Days, la directora So Yong Kim narra la historia de dos pequeñas hermanas de Seúl que son abandonadas por su madre y dejadas al cuidado de una tía alcohólica y desaprensiva en un pueblo rural. Si bien tiene algunos puntos en común con Nadie sabe, del japonés Kore-eda Hirokazu, y con un éxito coreano como Camino a casa, esta joven y talentosa realizadora evita caer en el golpe de efecto melodramático o en la obvia crítica social sobre la descontención de los niños y prefiere, en cambio, describir con pudor, sensibilidad y elegancia (con una cámara que sigue de cerca a las dos niñas actrices, que hacen gala de una infrecuente naturalidad) las vivencias íntimas del duo, a partir de pequeñas anécdotas cotidianas.
La montaña calva Por siglos se han narrado historias centradas en el proceso de maduración del niño y la configuración de una mirada positiva o negativa hacia el mundo. Los senderos de la vida (Treeless Mountain, 2008) nace de la infancia desnuda de So Yong Kim, directora y escritora coreana radicada en Estados Unidos, balanceando la decepción y la esperanza en un marco ascético, sin juicios ni pretensiones. Jin y Bin son dos hermanitas hijas de padres ausentes; él de cuerpo y ella de mente. Su madre decide abandonar Seúl e ir a EEUU a buscar al padre, y las niñas son entregadas a la borracha de la familia con la promesa de que volverá por ellas el día en que llenen una alcancía. Naufragadas en una Corea rural, aguardan un poco de amor. Apacible, lentificada por excesos de realismo y la estética de “tiempo muerto” del cine oriental, se desprende la larga espera que describe el film, mezcla de documental y reconstrucción ficticia. Jin y Bin, actrices primerizas, se mueven con absoluta naturalidad y simpleza, sin hacer gala de los lugares comunes dentro de los que típicamente cae un niño en una película. Dudan, se traban y repiten, sin nada sabio o genial para decir. La actuación se concentra en la mirada de Jin y los correteos de su hermanita; ambas laten auténticas. La primera película de Kim, In Between Days (2006) seguía una línea narrativa similar, exponiendo la infancia trunca de Aimie, otra niña desencajada de la vida. Le valió premios varios, incluido “mejor película” en el BAFICI 2007. Su nueva película (ganadora en Berlín, Dubai y Pusan) bebe de la misma fuente, pero despliega su autonomía sin problemas. “Fui utilizando mis recuerdos personales y experiencia como el punto de partida,” explica Kim en una entrevista. “Y luego dejé el personaje [Jin] en libertad para que tomara su propio vuelo”. La directora promete más co-producciones entre su país natal y EEUU dentro de los próximos años. El tiempo dirá si, como su doble fílmico Jin, logra liberarse de la sombra de su infancia y toma vuelo propio.
Infancia interrumpida Abandonadas por su madre, dos niñas van a vivir con familiares en este notable filme. La impronta del neorrealismo atraviesa todo el relato de Los senderos de la vida , el segundo largometraje de Kim So Yong, la realizadora coreano/estadounidense que se hizo conocida (al menos en el mundo de los festivales de cine) a través de su opera prima, In Between Days , premiada en la edición 2007 del Bafici. Los senderos... (que, bajo su título original, Treeless Mountain , estuvo en el mismo festival porteño en 2009) tiene características bastante autobiográficas y cuenta la historia de dos niñas que viven en Seúl y que se van de la ciudad para quedar al cuidado de su tía cuando su madre decide partir a la búsqueda de su pareja, que la dejó, con la promesa de volver. Las niñas tienen seis y cuatro años, y su tía, claramente, no está en condiciones de cuidarlas. Ni a ellas ni a sí misma. Alcohólica, agresiva y bastante negligente, deja a las chicas prácticamente libradas a su suerte, ocupada en sus propios asuntos. Y como las niñas tampoco están capacitadas para cuidarse, terminan yendo a vivir al campo, a la casa de su abuela, donde encuentran algo más parecido a un hogar. Si bien hay varias películas asiáticas que cuentan historias de niños en situaciones de semiabandono y/o de reencuentro familiar (de Nadie sabe , de Hirokazu Kore-eda, a la coreana Camino a casa ), la de Kim no apuesta ni a la desesperación de la primera ni al sentimentalismo de la segunda. Su registro es más cotidiano, mezclando pequeñas anécdotas de las niñas, sus paseos y sus pequeñas actividades y juegos. Hay algo del cine de Yasujiro Ozu que se cuela en este relato calmo y revelador en sus detalles (si bien la puesta en escena es muy distinta, con la cámara bien cerca de cada movimiento de las chicas), aunque también se puede trazar una relación con cierto cine independiente estadounidense, que es el marco en el que Kim desarrolla su carrera. De hecho, su marido, Bradley Rust Gray (que dirigió The Exploding Girl y produce sus filmes) tiene en sus películas un tono similar de observación y de captura de pequeños momentos y epifanías. Si bien no son demasiado novedosas, las películas de ambos, que combinan tradiciones realistas varias, son de las más interesantes del cine contemporáneo.
Viaje al interior del alma infantil Los senderos de la vida narra el desamparo de dos nenas con sutileza y naturalidad Es casi milagroso que So Yong Kim consiga que su cámara adopte, con tanta naturalidad hasta hacerse invisible, el punto de vista de una nena de 6 años, pero mucho más lo es porque los ojos puros y curiosos de la niña en cuestión no se abren a la magia o el asombro de un cuento fantástico: miran la vida real, descubren el mundo a su alrededor, un territorio que es casi desconocido y frecuentemente hostil. En esos ojos se traducen la dura experiencia del desamparo y de la lenta pérdida de la esperanza, pero también las vivencias de un forzoso, indispensable aprendizaje. En el cuento de las dos hermanitas (una de 6, otra de 4) que son descartadas como estorbos por los adultos y deben deambular de casa en casa, parece no haber mucho que contar, y sin embargo caben ahí, delicadamente expuestos y sin sombra de sentimentalismo, temas fundamentales en el crecimiento de cualquier ser humano: de los primeros aprendizajes (la noción de familia, de solidaridad, de economía) a la relación con la naturaleza y la necesidad de asumir la verdad por dura que sea. La cineasta coreana no necesita muchas palabras porque todo cabe en el rostro prodigiosamente transparente de las pequeñas actrices -en especial de la mayor, Hee Yeon Kim-, elegidas para recuperar y transmitir vivencias que ella experimentó en la infancia y un sentimiento del mundo que conserva sorprendentemente vivo. En su film, los adultos están prácticamente ausentes, no sólo porque lo impone una cámara colocada a la altura de los ojos de una nena sino porque así se los percibe cuando están: atentos a otros asuntos. La madre las confía a su cuñada porque ya no tiene cómo mantenerlas y porque quiere ir en busca de su hombre, del que poco se sabe; la tía, soltera y alcohólica, apenas las acoge unos días de mala gana antes de renunciar al compromiso y llevarlas a la granja de los abuelos, donde, tras una recepción igualmente hostil, las chicas completarán el viaje del mundo urbano al rural. Allí, hallarán, además de una tibia contención afectiva, la posibilidad de aprender y participar de los trabajos de la casa. Ya no valdrá la pena seguir echando monedas en el chanchito que les dejó la madre con la promesa de que volvería el día que la alcancía estuviera colmada. El vagabundeo, quizás, habrá terminado. Probablemente nunca desde Ponette (1996), de Jacques Doillon, el cine había sabido penetrar tan hondo en el alma infantil. Ese solo mérito (y tiene muchos más) hace que Los senderos de la vida resplandezca como una joya.
Momentos robados de la infancia De cuño autobiográfico, en su película la directora retrocede hasta el momento en que, siendo muy pequeña, su mamá se vio obligada a dejarla, junto con la hermana menor, al cuidado de los abuelos. Una novela de aprendizaje en los antípodas de Dickens. Si fuera posible reducir al mínimo una novela de formación de Dickens, de ésas llenas de duras peripecias, es posible que el resultado se pareciera a Los senderos de la vida, que casi no las tiene. Segunda película de la realizadora coreana Kim Yo Song, Los senderos de la vida parte, como la anterior, In Between Days, de una base autobiográfica. La ópera prima de Yo Song, ganadora de dos premios en el Bafici 2007, giraba en torno de las dificultades de adaptación de una chica coreana en Estados Unidos. En Los senderos de la vida (presentada también en el Bafici, el año pasado), la realizadora retrocede hasta el momento en que, siendo muy pequeña, su mamá se vio obligada a dejarla, junto con la hermana menor, al cuidado de los abuelos. Si la mamá encuentra finalmente al padre tal vez no sea la cuestión: a diferencia de Dickens, aquí no importan los acontecimientos en sí, sino el modo en que cada uno de ellos se procesa interiormente. La montaña sin árboles del título original (Treeless Mountain) es un seco montículo de tierra, desde el que Jin (la asombrosa Kim Hee Yeon) y su hermana Bin (Kim Song Hee) observan cómo la mamá se sube a un ómnibus y parte. A esa montaña sin árboles Jin y Bin se asomarán cada mañana, en espera de la mamá. Y plantarán un arbolito (no la semilla de un árbol, sino un arbolito seco que encontraron por ahí), con la esperanza de que crezca. Si una espera da tanto fruto como la otra, no será por un abandono voluntario, sino obligado. Con el padre ausente, la mamá no logró sostener el departamentito de Seúl en el que vivía junto a Jin y Bin. Por eso las dejó con su cuñada. Pero a la cuñada le preocupa más hacer rendir a sus sobrinas (cobrándole a una vecina la lastimadura que el hijo le provocó a una de ellas, por ejemplo) que cuidar de las chicas. Así que terminarán a cargo de los abuelos, que tienen una granja en medio del campo. De la abuela, más bien, porque el abuelo tampoco quiere saber nada con las nenas. En los antípodas del incidente novelesco, el conocimiento del mundo de Jin y Bin no se choca con parientes sádicos (aunque algo de eso hay en la tía) ni, mucho menos, rocambolescos gangs de ladronzuelos callejeros. Se logra por intercambios nimios, despojados de toda aura novelística. Prematuramente madura cuando vivían con la mamá, en su ausencia Jin llora, se hace pis en la cama, se niega a comer, mientras Bin se hace amiga de un chico Down de las inmediaciones. La mamá prometió volver cuando se colmara un chanchito-alcancía, así que es cuestión de juntar monedas. Una forma de hacerlo es mediante la venta callejera de saltamontes, listos para hacer en brochette a la parrilla (costumbres orientales). Otra, cambiar monedas de un won por otras más chicas, cuestión de llenar más rápido el chanchito. Lo que aprenden junto a la abuela tal vez deje sedimento. Pero no hay forma de saberlo: Los senderos de la vida no termina cuando llega a una conclusión, sino en un momento cualquiera. No se trata de narrar un proceso dramático en tres actos, sino de sacar una foto de hora y media de duración. Estilo “mosca en la pared”, la cámara de Kim Yo Song observa e intenta disimular su presencia. Lo que la lente captura son momentos robados: el rostro angustiado de la mamá, una lágrima asomando al de alguna de las nenas, la mirada desorientada de otra. En más de una entrevista la realizadora citó como referencia a Nadie sabe, de Hirokazu Kore-eda. Referencia visible en la pertinaz abstinencia de todo énfasis, de golpes bajos, de armados intrusivos de la trama. También en la invisible, prodigiosa dirección de las niñas, que permite convertir el rostro de la pequeña Kim Hee Yeon en un campo de emociones. Esas emociones incluyen la angustia, la tristeza, la desolación incluso. Pero no se detienen allí. Como para Dickens, Kore-eda y tantos otros artistas que hicieron de la infancia su materia, para Kim Yo Song esa fase representa un tránsito incesante. Por eso la historia no termina en ningún punto: porque no hay historia, sino devenir.
Los ojos de una nena En su segundo largometraje, So Yong Kim despliega la madurez suficiente como para abordar el mundo infantil (según se nos dice, parte de su propio pasado) con la distancia justa para mostrarnos las alegrías y las penas de una nena de 6 años y su hermana menor. Todo se reduce al mundo de estas chicas: el espacio por el que circulan, las experiencias, los juegos, las explicaciones de por qué ocurren las cosas a su alrededor. Como espectadores no sabemos, por ejemplo, adónde va exactamente la madre cuando decide dejar a sus hijas con su cuñada durante unos días, ni qué piensa hacer. Como adultos sabemos, a diferencia de las protagonistas, que si bien la madre promete que va a volver cuando las chicas hayan llenado su alcancía de monedas, eso no quiere decir que ella vaya a aparecer de pronto porque el chanchito esté lleno. Hay algo mágico y a la vez triste en la forma en que la directora nos acerca al pensamiento de esas chicas en el detalle de la alcancía. Podemos ver sus ojos llenos de ilusión, escuchar sus palabras que siguen una lógica infantil, sentir la añoranza por su madre, pero a la vez sabemos que el mundo es un poco más cruel que eso. De la misma forma, la cámara de So Yong Kim se mantiene prácticamente a lo largo de toda la película a la altura de los ojos de las nenas. Lo que vemos lo vemos desde su perspectiva. La cámara mira desde abajo al mundo de los adultos y en más de una ocasión de la gente grande no alcanzamos a ver más que las manos y los hombros. La lógica de la puesta en escena parece reducida al metro de altura. Pero, de nuevo, es la sinceridad con la que se mira desde ese lugar la que hace atractiva esta película y le presta el encanto que tienen sus actrices protagonistas. Como buena parte del cine "de autor" de hoy en día, Los senderos de la vida presenta algunas características ineludibles: es más descriptivo que narrativo, maneja mucho los silencios, tiene una estructura abierta de episodios que se acumulan, no cierra sentidos de forma clara, no termina de explicar su trama. Pero la sinceridad de cada plano de So Yong Kim, la forma perfecta pero vital con que maneja la cámara alcanzan para justificar la cantidad de premios que ha ganado con apenas dos largometrajes (su ópera prima, In between days, ganó el premio a la mejor película en la novena edición del Bafici). Aunque más no fuera, vale la pena ver Los senderos de la vida por el trabajo perfecto de sus dos protagonistas, dos nenas coreanas que, gracias a la directora, vibran en la pantalla con sus pequeños gestos, su ternura y su inocencia.
Una sencilla y deliciosa historia que mantiene un medio tono asombroso a cargo de dos hermanitas que tras ser dejadas en lo de una tía porque su madre no puede hacerse cargo de ellas transitan por una infancia cargada de carencias afectivas, pero sin embargo encuentran afecto en las personas menos indicadas. Los juegos y el pronto regreso de su madre terminan sumando a esa triste realidad una cuota de ilusión y esperanza. Brillante dirección de la realizadora coreana So Yong Kim, quien ganara con su película anterior, In Between Days, un premio en el BAFICI de hace dos años..
Dos niñas esperan Convengamos que la premisa es fácil de decir pero no tanto de representar, por lo menos no sin jugar al borde y, por ahí, pasarse al otro lado, el de la catarsis y el subrayado. Dos niñas, una en edad de escuela primaria y otra mas pequeña, son dejadas, casi abandonadas, por su madre en la casa de la ex-cuñada de esta y tía de las nenas debido a las dificultades económicas y el intento de la madre de viajar a reencontrarse con su ex-marido. La madre le promete a sus hijas volver pronto y desaparece mientras las niñas, sin otro remedio que esperar el regreso de la abandónica, quedan medio a la deriva, a cargo de una mujer no muy confiable, sin malas intenciones pero con escaso interés en el cuidado de sus sobrinas y con mas entusiasmo por tomarse algunos tragos, llegando incluso a olvidarse de que les tiene que dar de comer o a dejarlas suelas deambulando por el barrio sin ninguna supervisión. Con esa misma premisa se podría haber hecho un melodrama/folletín decimonónico o un culebrón telenovelesco. Eso salvo que uno tenga el talento y la sutileza de la directora So Yong Kim, que opta claramente por otro camino, el de hacer un retrato delicado sobre el mundo de la infancia desde la mirada extrañada de los niños a un mundo de los adultos cuyo comportamiento y motivaciones se les revelan ajenos, incomprensibles y arbitrarios. Un camino que comparte con Nadie sabe, de Hirozaku Kore-eda, otro film oriental de temática y tono muy similar. Los días van pasando sin que la madre de señales mientras las hermanas sufren el abandono pero tratan de mantener la esperanza y de creer. Así, van juntando con empeño monedas para lograr llenar una alcancía, momento casi mágico que, en las palabras de la madre, marcara la hora de su regreso. Paulatina y amargamente se irán dando cuenta que estas palabras, como las de otros adultos no tienen demasiado valor. La realizadora retrata la cotidianeidad de las pequeñas protagonistas de manera minuciosa y sin despegar la cámara de ellas pero a la vez sin invadirlas, dándoles espacio y logrando actuaciones notables de parte de ambas, sin estridencias, con naturalidad y bancándose el primer plano, oscilando entre la sorprendente madurez con que sobrellevan su situación y la ingenuidad infantil que sin embargo conservan. El país idealizado de la infancia también a veces puede ser áspero y hostil, como los paisajes despojados en que las niñas deben moverse solas y donde juntas trataran de mantener un poco de calidez entre tanta indiferencia. So Yong Kim las retrata con respeto y ternura, demostrando que sin acudir a golpes bajos se puede ser sensible y conmovedor.
Credulidad. Los rostros de Jin y Bin resplandecen sobre un espacio cinematográfico en miniatura. El objetivo de So Yong Kim las envuelve, las filma en primer plano. La cámara inquieta es un marco protector que sólo permite breves incursiones del mundo real en la intimidad de las protagonistas. Los senderos de la vida es el retrato de dos niñas libradas a su suerte. La historia cuenta que Jin y Bin fueron abandonadas sucesivamente por su padre, su madre y una tía alcohólica; tuvieron que dejar la escuela y separarse de sus amigas. La película podría haber sido un drama social plagado de golpes bajos, pero la directora elude el lugar común de la crónica infantil con estallido familiar, daños colaterales y devenir adulto, y decide ubicarse en las antípodas, preservando el misterio de la situación tal como se les impone a la pequeñas. La adopción de este atractivo punto de vista hace que los personajes adultos parezcan seres incomprensibles cuyos caprichos logran cambiar el destino de la noche a la mañana. Jin y Bin apenas se dan cuenta que su madre también ha sido abandonada por su marido. Ellas intentan por todos los medios ablandar a su tía y, cuando no lo consiguen, buscan el auxilio de una vecina compasiva. La montaña sin árbol del poético título original es un montón de tierra al que trepan con la esperanza de avizorar la vuelta de su madre. El carácter ilusorio de esta creencia, materializado en varias secuencias donde las dos fomentan un número de planes ingenuos, no cede a ninguna concesión utópica. So Yong Kim apuesta a sus intérpretes y la película funciona como una muralla inamovible que preserva su inocencia. Lo esencial está en cada plano, la realizadora sacrifica tensión dramática en favor de una solidez moral incuestionable. Cuando la tía termina por confiarle las niñas a los abuelos maternos que viven en el campo, la película adopta un estilo que mira de reojo al documental, dilatando los tiempos a fuerza de contemplación. La vida rural está reducida a sus signos cotidianos: los trabajos manuales, los instantes de juego y las conversaciones anodinas. La abuela les brindará, a su manera, el afecto necesario para que las pequeñas puedan adaptarse al nuevo entorno, ya sin la esperanza del eventual regreso de los parientes en fuga. Los senderos de la vida elije la inocencia como territorio y les ofrece a sus dos heroínas vivir el presente como único refugio.
Es en su totalidad es un film amargo y sin rodeos, sin embargo no se convierte en algo oscuro y fatalista porque adquiere la forma del juego infantil. Hay saltamontes atravesados por ramitas y puestos a asar, hay árboles muertos que son enterrados en suelos áridos con la ilusión de que algún día prenderán y darán hojas nuevas, hay madres que se van con la promesa de volver y nunca lo hacen, hay hasta un chanchito alcancía, animal muerto e inexpresivo que simboliza la esperanza: porque aquella madre prometió volver cuando el mismo estuviera lleno. Mentira. Los senderos de la vida está repleta de estas sensaciones agridulces. De la muerte o de lo que deja de existir o de aquello que nunca ha tenido vida. Es en toda su completitud un film amargo y sin rodeos, más aún si tenemos en cuenta que su tema es la infancia. Sin embargo, si la película de la coreana Kim So Yong no se convierte en algo oscuro y fatalista es porque adquiere la forma del juego infantil. Toda la experiencia que les toca atravesar a las hermanitas Jin y Bin (las notables Kim Hee-yeon y Kim Song-hee) está contada como una serie de viñetas sobre la soledad y la forma en que esas dos niñas la reconstruyen. Pero Los senderos de la vida no se permite adoctrinar sobre la dureza de la vida de los chicos abandonados, sino que reflexiona sobre el espacio que construyen los chicos, sobre cómo absorben las pérdidas y las desilusiones. Si So Yong (coreana, pero residente en los Estados Unidos) logra todo esto es porque apuesta decididamente a mantener en plano casi exclusivamente a sus niñas. La cámara siempre está a la altura de sus ojos, el mundo del film se ve con los ojos de Jin y Bin. Por eso es que las cosas no son nunca demasiado tremendas ni demasiado fatídicas: hay un extrañamiento y una rara fascinación por la reconstrucción de los vínculos, ya sean de sangre o de amistad. Ambas chicas viven pegadas a una ilusión y casi condenadas a la autosubsistencia. Y eso es lúdico. Tal vez por la forma en que la directora elige construir su historia, casi sin giros dramáticos y a partir de pequeñas anécdotas que van elaborando lo cotidiano, es que hace un poco de ruido el personaje de la tía que queda al cuidado de las chicas cuando la madre sale en busca de su ex pareja. Esa tía es una especia de ser rudimentario, borracha y con problemas de salud. El maltrato sistemático al que somete a las chicas parece sacado de otra película. Sin embargo, por suerte la directora nunca deja de lado lo formal y por eso el film no cae en el sentimentalismo o la manipulación dramática. Los senderos de la vida es un film sobre la infancia y, más aún, sobre cómo se reconstruye ese momento de la vida a partir de los hechos que la van moldeando. Casi como si fueran de arcilla, esas dos chicas son tomadas por asalto por una cámara que nunca las suelta, pero que también tiene el pudor suficiente como para no hacer una explotación de sus emociones. Un film medido, justo, preciso y precioso que se permite además un final en medio de la acción. So Yong dice así que nada de lo que vimos ha sido excepcional, sino sólo unos cuantos episodios dentro de un par de vidas que sin dudas tendrán otros días tan duros y difíciles como estos. Sin embargo eso no nos impide irnos cantando y alegres por la tarea que tenemos que realizar.
La infancia en Seúl, como en cualquier lugar del mundo, es una etapa complicada. Más aún cuando se trata de dos nenas con una familia deshecha. Primero las abandona el padre y después la madre. Así, las chicas terminan viviendo primero con una tía que las acepta a desgana en su casa. La mujer termina hartándose y las lleva a la casa de campo de sus abuelos. En esos dos cortos tramos de su vida las niñas, Bin y Jin, conocerán la dura experiencia del abandono, y el significado de las palabras mentira y maltrato. Hasta que su abuela, una anciana campesina que vive de su trabajo en una pequeña granja les enseñará a su manera simple y profunda una nueva forma de cariño y de vivir que va más allá de egoísmos y carencias materiales. Con pocos elementos la directora construye un pequeño filme bien narrado y contundente en su simplicidad
Con una población cercana a los cincuenta millones de habitantes Corea del Sur es, seguramente después de los Estados Unidos, uno de los países con mayor porcentaje de espectadores locales. Anualmente un 50 por ciento del público coreano ve films de su país. El número de estrenos locales por año en Corea del Sur es de alrededor de cien, contra unos 70-80 en Argentina. Al estrenar allí anualmente unos 350 títulos contra algo menos de 300 en Argentina, los porcentajes de películas nacionales (25-30%) son parecidos en Argentina y Corea. Pero la gran diferencia está en la concurrencia ya que en nuestro país apenas alcanza al 10%, máximo 15% cuando aparece un “El secreto de sus ojos”. Todo esto viene a colación de la presentación esta semana en Argentina de ”Los senderos de la vida” (“Treeless Mountain), segundo largometraje de la realizadora So Yong Kim (“In Between Days”). Conocido básicamente en los BAFICI, últimamente se está viendo menos cine del Lejano Oriente. La causa principal es la retirada del mercado de más de una distribuidora independiente especializada en este tipo de producciones, ante el bajo retorno de las inversiones en este tipo de producciones. El relato de esta película coreana está centrado en la suerte de dos hermanitas de seis y cuatro años respectivamente, abandonadas primero por el padre y luego inclusive por la madre. Quedan a cargo de una tía alcohólica (hermana del padre), que pronto busca deshacerse de la que considera una pesada carga. Un poco a la deriva, las niñas encontrarán en la abuela materna un respiro luego de un largo deambular sin claro destino. El atractivo de “Los senderos de la vida” no radica tanto en su sencillo argumento sino en la notable interpretación de Kim Hee-Yeon en el rol de Bin, la hermana mayor. Cuando en un momento dramático de la trama le dicen que “es igual a la madre” ella responde, con singular agudeza, que ello no es así para nada para luego agregar que “mamá es una mentirosa”, en alusión a la deserción de la progenitora. La directora reconoce que su obra es algo autobiográfica lo que le otorga mayor autenticidad a la trama que ella desarrolla. En verdad se trata de una coproducción con los Estados Unidos, pese a estar filmada totalmente en los alrededores de Seúl. Ocurre que el coproductor es el norteamericano Bradley Rust Gray, marido de Yong Kim. La película no tiene propiamente un final definido, una prueba más de que aquí lo que se privilegia es la descripción de las relaciones familiares con momentos de gran ternura como las que deparan los juegos de las hermanitas con un chanchito alcancía, que parece tomar vida.
Primer grado Excepto que uno sea un platónico y crea que conocer es recordar, las películas en las que los protagonistas excluyentes son niños permiten volver a mirar, ya no como actores sino como observadores curtidos, una experiencia crucial y constitutiva de la vida de cualquiera: un período, la infancia, en el que el lenguaje y las acciones de los otros resultan el texto de estudio vital con el que se aprende a actuar. Los niños en el cine, literalmente, actúan; la interpretación es siempre una cuestión de adultos. Los senderos de la vida es minimalista y lineal en su narrativa, y maximalista y sofisticada en la profusión de detalles. El destino incierto de dos hermanas, una de 6 años y la otra de 3, una vez que su madre les informa que quedarán a cargo de su tía mientras ella resuelve algunas cosas (entre ellas, la relación con su padre), excede el orden de un guión. Los gestos y el comportamiento de Jin y Bin no se escriben, se descubren. En ese sentido, la constancia del primer plano de las niñas y algunos planos detalle son elecciones perfectas de puesta en escena. Naturalmente, el guión prescribe un contexto: Seúl, luego una zona rural, una clase social (trabajadora), una economía inestable (un indicio sugerido por el paisaje urbano y algunos diálogos), una tía alcohólica incapaz de cuidar de sí misma, el regreso indefinido de la madre, el encuentro con la abuela paterna y una introducción a la vida campesina, que resultará una esperanza. Pero esos mojones narrativos son un mero estímulo, pues por cada reflejo, reacción y asimilación de los niños el filme crece en volumen y convierte cada pormenor en un microcosmos. En la segunda película de So Yong Kim, indirectamente autobiográfica, como en otros filmes como Ponette, El viajero, La pivellina y tantas otras películas con niños, hay un aprendizaje. Aquí, lógicamente, se trata de cómo asumir la decepción y el abandono. Las niñas venderán langostas como golosinas y juntarán monedas en una alcancía, un regalo de la madre investido con una promesa de regreso. Mensurar el afecto con dinero sugiere un modo de estar en el mundo. La mala lectura de Jin y Bin sobre la función del dinero destituye, al menos por un momento, su valor absoluto, del que los adultos ni siquiera dudan. En la infancia se aprehende un mundo, valores, concepciones de belleza, de trabajo, justicia y amor. Los senderos de la vida constituyen una prueba irrefutable de que la infancia no es otra cosa que una hiperbólica y visceral experiencia de un estado existencial (y no de crecimiento) que secretamente jamás termina. La infancia subsiste porque siempre habrá algo que no sabremos cómo vivirlo. La inexperiencia es la regla.
El cine como experiencia Suele considerarse que la literatura es el arte de expresión por excelencia del alma humana. Si bien la pintura y la música pueden alcanzar niveles de representación sublimes de la interioridad del hombre, nadie dudaría en afirmar que la palabra es el medio de transmisión natural del ser humano, justamente porque nuestra condición en el mundo está determinada, constituida, por el lenguaje. Con todo, el cine ha demostrado en su corta existencia ser una de las artes más capacitadas para reflejar la experiencia íntima de las personas que lo habitan: difícilmente un texto pueda reconstruir los miles de detalles que pueden captarse en una escena de Los senderos de la vida, por caso, el maravilloso filme estrenado el fin de semana pasado en el Teatro Córdoba (y que se repondrá entre el jueves 29 de julio y el domingo 1 de agosto en el Cineclub Municipal Hugo del Carril). Claro que no se trata de establecer aquí un dudoso (y fraudulento) ranking entre las artes: simplemente constatar que la condición primera del cine es la de estar habitado por la vida, y que de allí proviene su magia, su irresistible misterio. Ciertamente mágica y también sublime es Los senderos de la vida, segunda película de la directora surcoreana So Yong Kim (cuyo primer filme, In Between Days, resultó ganador del Bafici 2007), que se mete en un microcosmos ya explorado por el séptimo arte, pero casi nunca con su capacidad: el mundo de la infancia. Basada ligeramente en sus propias vivencias, So Yong Kim aborda aquí la experiencia de dos hermanitas, Jin (Kim Hee Yeon) de seis años y Bin (Kim Song Hee) de tres, ante el abandono repentino de su madre, cuando las deje al cuidado de una tía para irse en busca de un padre ausente. La razón es la imposibilidad materna de mantener la vida en Seúl, aunque el conflicto es aquí casi tangencial, accesorio, pues la gran virtud de la directora se encuentra en la decisión de concentrar toda la película en sus dos pequeñas protagonistas. Todo en Los senderos de la vida se reduce así al universo de estas niñas, a la forma en que ven y experimentan el mundo, al modo en que enfrentan las decisiones de los adultos, y por eso la cámara se pega a sus rostros (hay una predominancia del primer plano absolutamente coherente, ya que se trata de ver el mundo como ellas lo ven), y sólo accedemos al espacio que ellas habitan. Esta puesta en escena refleja no sólo una concepción cinematográfica infrecuente (la de entender el cine como un modo de descubrimiento, una forma nueva de experimentar el mundo), sino también un respeto mayúsculo por la historia y sus protagonistas. So Yong Kim es, en definitiva, fiel a una idea de cine ya casi inexistente en el circuito comercial. Detallista y documental, absolutamente opuesta al melodrama hollywoodense, la película seguirá a estas pequeñitas hasta la casa de su tía alcohólica, sólo interesada en sacar provecho las niñas, quiénes se abocarán a la tarea de juntar monedas para llenar una alcancía que representa su máxima ilusión: el regreso de su madre. Más pronto que tarde, sus sueños infantiles chocarán con la realidad, y deberán enfrentar una nueva decepción cuando la tía decida desligarse de ellas y llevarlas a vivir con los abuelos maternos al campo, un destino que fungió siempre como una amenaza para las niñas. Ya allí, rodeadas de un nuevo paisaje lleno de posibilidades, las pequeñas comenzarán a experimentar otro tipo de existencia, y un nuevo afecto que acaso creían perdido. Minimalista y bella, los días de la película se encuentran divididos por hermosos planos generales de la ciudad, la noche y el cielo (cuyo preciosismo que se intensificará notablemente en el campo), que confirman el talento plástico de la directora (y su responsable de fotografía, Anne Misawa) y serán reveladores para el espectador, aunque a veces corra el riesgo de caer en cierta demagogia (sobre todo si son tomados como metáforas de las vivencias y de la mirada de los niños). Lo principal, empero, es la inmensa capacidad de transmitir el microcosmos de la infancia, la experiencia íntima de sus protagonistas, en la dura odisea de aprendizaje y maduración que deben enfrentar. Por Martín Ipa