Propuesta dura y sólida de Miguel Angel Rocca, una película que bucea en el dolor de un padre que pierde a su hijo delante de sus ojos sin poder impedirlo. El potente guion acompaña a este hombre (Jorge Marrale) en el difícil camino de, por un lado encontrar paz consigo mismo, con su mujer (Mercedes Morán) y con su hijo (Matías Mayer), pero también con los asesinos que le cambiaron la vida (Nicolás Francella, Luis Machín) de un momento a otro. Rocca avanza en el relato a paso firme, sin importar que cada escena que refleja el dolor del padre y del matrimonio sea un golpe aún más fuerte que el anterior para el espectador, porque sabe que, justamente, en esa dureza hay una verdad que emerge, y que rompe con estereotipos y lugares comunes de películas que hablan sobre la peor de las pérdidas, la de un hijo. Marrale logra una composición inquietante, con su Gustavo, un cirujano que no logra recomponerse tras la muerte del hijo, y que buscará desesperadamente volver a espacios, rincones, de su hogar para encontrar en el recuerdo, la paz que necesita. Morán y Mayer impecables, lo secundan en un film doloroso pero necesario, estéticamente bello y con una banda sonora que envuelve y crea atmósferas
El cine nunca le dio a la espalda a una temática tan fuerte como la de una familia que debe padecer la muerte de un hijo. Hay ejemplos en todas las latitudes, y bien podrían nombrarse films como La Habitación del Hijo (La Stanza del figlio, 2001), de Nanni Moretti; El Laberinto (Rabbit Hole, 2010), con Nicole Kidman, y La Memoria del Agua (2015), a cargo de Matías Bize. Macaraibo (2017) se suma a esta tradición de largometrajes tan dramáticos como necesarios. Gustavo (Jorge Marrale) parece tener una vida feliz. Ama a su familia, tiene un buen pasar económico trabajando de cirujano y pronto lo ascenderán. Pero todo cambiará a partir de una serie de sucesos. Primero descubre que Facundo (Matías Mayer), su hijo, es homosexual. No lo afecta tanto el descubrimiento como el hecho de que haya sido el último en enterarse. Pero luego ocurre un episodio que lo marcará para siempre. Cuando dos ladrones irrumpen en la casa, uno de ellos le dispara a Facundo, provocándole la muerte. Será el principio del fin para Gustavo, que comenzará a ser consumido por el sentimiento de pérdida, lo que afectará su relación con las personas que ama -empezando por Cristina (Mercedes Morán), su esposa-, y lo llevará a ir tras los responsables del asesinato. En su tercera película, Miguel Ángel Rocca presenta un descenso a lo más tenebroso de uno mismo; la radiografía de una persona quebrada, consumida por el recuerdo de lo que fue y de lo que pudo haber sido, apaleada por la culpa, encendida por el deseo de venganza. Jorge Marrale lleva adelante el film gracias a una interpretación sublime. Pocas veces un actor transmitió dolor, abatimiento, furia y compasión con ese nivel de autenticidad, y valiéndose de recursos calculados, como gestos calculados y silencios (esto también es mérito del guión, a cargo de Rocca y Maximiliano González). Tampoco se quedan atrás Mercedes Morán, en un personaje que atraviesa el duelo de un modo menos extremo, y Nicolás Francella, muy convincente como Ricky, el ladrón de los bajos fondos que provocó la ruina de la familia. También vale mencionar el trabajo de Matías Mayer, Alejandro Paker, Mónica Lairana, José Joaquín Araujo y Luis Machín, quien encarna al ladrón principal y padre de Ricky. Maracaibo es una experiencia dura, difícil, pero siempre en el marco de una gran película que invita a reflexionar sobre el vínculo familiar, los que se van, los que quedan, y el límite entre el abismos y la superación.
Ojos bien cerrados. A diez años de su debut con Arizona Sur y seis de La Mala Verdad pareciera que se perfila una constante en el cine de Roca, los lazos parentales. Ya sean más traumáticos o más amenos, padres e hijos siempre están en el centro de la escena; y en Maracaibo es donde esa vertiente se vuelve más explícita. Si en La Mala Verdad afrontaba sin medias tintas el abuso infantil intra familiar; en Maracaibo tampoco le rehúye a las cuestiones ríspidas, debates candentes en la sociedad. Vendida como una suerte de policial o thriller, en realidad Maracaibo se inclina desde sus inicios al drama íntimo; a la observación de un vínculo que quizás sea demasiado tarde para reparar. Gustavo y Cristina (Jorge Marrale y Mercedes Morán) son un matrimonio de clase media cómoda, con un hijo que vive con ellos, Facundo (el ascendente Matías Mayer), saliendo de la adolescencia. Gustavo es cirujano, con algunos recientes problemas de memoria, y un apego por lo que él cree una familia idílica. Facundo estudia en una reconocida universidad privada ubicada sobre Calle Corrientes dedicada a materias artísticas, y se perfila como próspero animador. La vida pareciera ir por los cálidos caminos de la comodidad. Pero una serie de hechos sorprenderán con turbulencia la vida de Gustavo. Accidentalmente descubre que su hijo podría ser gay, y que su esposa ya lo sabía. A Gustavo le cuesta asimilar la idea (¿De que su hijo es gay, o de que las cosas no son como él creía?), y decide salir a caminar para despejarse. Pero al regresar al hogar, dos delincuentes ingresan con él, y en medio de la confusión y el nerviosismo del robo, el más joven de ellos (Nicolás Francella), dispara mortalmente a Facundo. Al ver Maracaibo es imposible que no se nos venga a la menta aquella excelente, y menos recordada de lo que debiese, Vidas Cruzadas de Sean Penn, con Jack Nicholson como un padre que ve su vida paralizada esperando que el asesino de su hija salga en libertad para ajusticiarlo. Gustavo transcurre un espiral que tendrá que ver menos con la venganza que con la culpa por no permitirse conocer mejor a su hijo. Por mantener las apariencias de un vínculo falso. El guion, co-escrito con Maximiliano Gonzales (La Soledad, La Mala Verdad) adopta un ritmo lento y permite una honda descripción de su protagonista; quizás en desmedro del resto de los personajes, como Cristina o el padre de Ricky y segundo ladrón interpretado por Luis Machín, que quedan en un plano secundario. La fotografía de tonos blancos y azulados, y la composición musical acompañan el pretendido tono ascético y triste; con rubros técnicos correctos que acompañan en un nivel de producción alto. Otra sería la película sin Marrale en la piel de Gustavo. El actor de Bomba logra transmitirnos todas sus emociones, nos compra con gestos mínimos, y logra buena química tanto con Morán, Mayer y Francella. El resto de las interpretaciones no desentonan, aunque repetimos, quizás necesitaron de mayor tiempo en pantalla. Conclusión: Maracaibo se presenta como un thriller para mostrarnos un dramático e interesante ensayo sobre la culpa y las apariencias en los vínculos filiales. Con varios aciertos, y algunos asuntos en el debe (como el título, que puede ser algo desacertado), Miguel Ángel Roca logra una propuesta correcta con un elevado nivel técnico, pero sobre todo con una actuación protagónica hipnótica.
La gran dirección de Miguel Ángel Rocca y brillante actuación de Jorge Marrale cimentan este relato que circula entre el drama familiar y el thriller, para exponer las heridas de un matrimonio que deberá elaborar tanto la culpa como la venganza. Maracaibo centra la historia en una familia, aparentemente, bien consolidada en todos sus aspectos hasta que una tragedia pone en evidencia todo lo que no había podido ser en el vínculo padre-hijo, y desarma las apariencias en ese matrimonio. Un drama en el que sentimientos de venganza, culpa, impotencia y dolor abren un relato que inteligentemente se desplaza entre el drama intimo y el thriller, con clímax muy bien logrados y donde la gran dirección de Miguel Ángel Rocca, que acertadamente se concentra en las miradas, gestos y lo no dicho, se ve reflejada en la sublime interpretación de Jorge Marrale y convincentes Mercedes Morán, Matías Mayer, Nicolás Francella y Alejandro Paker. Un relato que confiere los tiempos exactos a sus personajes y acciones para dar verosimilitud y subyugar al espectador con esta familia estructurada casi con precisión quirúrgica, donde la madre oftalmóloga -Mercedes Morán-, el padre medico cirujano -Jorge Marrale- y el hijo universitario -Matías Mayer- mantienen una muy buena relación afectiva, pero donde el vinculo padre-hijo revela cierta falla de comunicación, que tragedia mediante llevará a este padre a replantearse internamente su vida. Rocca juega sutilmente con dichas profesiones, así como con el corto animado que sobre el final se vuelve protagonista, como metáforas que describen el funcionamiento de esta familia aparentemente estructurada que se desvanece de la noche a la mañana, dejando expuesto cómo uno cree conocerse hasta que un hecho trágico demuestra lo contrario. La excelente fotografía y buena banda sonora complementan este drama familiar cuyos personajes logran la empatía de un espectador que navegará entre la culpa y la venganza a lo largo de la narración.
El costo del silencio ¿A dónde van aquellas verdades latentes cuando ya no pueden ser dichas? ¿Qué nos pasa cuando lo que esperamos que los demás sean no se condice con lo real?, ¿Qué hacemos frente a lo irreversible? Esos son algunos de los interrogantes que seguramente brotarán en los espectadores luego de presenciar Maracaibo, la nueva película de Miguel Ángel Rocca. Miguel Ángel Rocca es conocido principalmente por su trabajo en varias cintas de Eliseo Subiela como No Mires Para Abajo (2008) y Rehén de Ilusiones (2011). En 2011 dio a conocer La Mala Verdad, su segunda película como director. El film narra un drama familiar cuyo eje central gira alrededor de un caso de abuso infantil, tema poco abordado dentro de nuestro cine. La película tuvo, además, el privilegio de ser la última ficción protagonizada por el reconocido Alberto de Mendoza, antes de su fallecimiento ese mismo año. Allí, Rocca se encargó de poner de manifiesto los silencios y secretos que abundan dentro del núcleo familiar, y la hipocresía de las autoridades de la institución educativa que eligen desviar la mirada. En esa misma línea sobre lo no dicho y los miedos frente al tabú, es que el director vuelve a hacer foco para contarnos una historia que toca las fibras sensibles de los vínculos entre padres e hijos. Gustavo y Cristina (Jorge Marrale y Mercedes Morán), son un matrimonio de médicos de clase media alta que viven el día a día rutinario sin grandes complicaciones. El hijo de ambos, Facundo (Matías Mayer), tiene 24 años, estudia cine y está a punto de recibirse. Una noche, dos ladrones interceptan a Gustavo mientras estaba ingresando a su hogar y a punta de pistola lo obligan a hacerlos entrar. En una secuencia un poco confusa, uno de los delincuentes, que más tarde se lo conocerá como Ricky (Nicolás Francella), dispara por error a Facundo y lo hiere de muerte. Luego de ese acontecimiento trágico y determinante, las culpas comienzan a aflorar y la funcionalidad del matrimonio se desbarranca. En medio de este doloroso proceso, Gustavo decide emprender una venganza contra el responsable del crimen de su hijo. La dupla Marrale-Morán vuelve a deleitarnos luego de la obra teatral Pequeños Crímenes Conyugales, donde también se ponían en la piel de un matrimonio problemático. Esa química tan natural que transmite el dúo en la ficción, hace que la experiencia de verlos juntos sea una de las mayores atracciones a la hora de elegir el film. El personaje de Cristina se sumerge en un intenso duelo que la lleva también a señalar a Gustavo como uno de los responsables de la pérdida del hijo. Por su parte, Gustavo siente una culpa insoportable relacionada con su impacto al enterarse de la homosexualidad del joven y por haber evitado aquella conversación que nunca se dio. El sentimiento de culpabilidad es el que impulsa al médico a tomar una determinación extrema y poco consciente, con el fin de encontrar allí algo de redención. Toda la primera parte del relato, hasta tiempo después de la muerte de Facundo, logra un considerable interés que lamentablemente va decreciendo durante la larga secuencia del plan de venganza. No cabe duda de que el drama intimista le gana al thriller. En este sentido, el personaje de Luis Machín queda bastante relegado y se pierden un poco las ventajas de tener a un actor de esta talla en el elenco. Las miradas en primer plano, las frases nunca verbalizadas, son claves para la construcción del clima y Rocca demuestra, una vez más, su capacidad de llevarlo a cabo. Una película necesaria, que hace un excelente manejo de los recursos visuales y que interpela al público sobre las apariencias y la zona de confort que generan los secretos dentro del seno familiar.
La historia se centra en Gustavo (Jorge Marrale), un doctor narcisista, conservador, burócrata y snob que busca la reivindicación constante de sí mismo. Al principio del film se denota que su ego opaca la propia presentación de los otros; es que todo lo demás se muestra a través de esta mirada. Su ascenso hace olvidar por completo el mérito de su hijo, terminar la carrera de animación, y también su lugar dentro de la familia. Su esposa (Mercedes Morán) ve todo el juego desde otra perspectiva, y ella decide no intervenir ni afectar las creencias de su marido. Son cosas con las que mejor no pelear. La vida del cirujano cambia por completo por dos hechos: uno intrascendente y el otro trágico. El primero consta de enterarse de que su primogénito está enamorado de uno de sus colegas de la facultad, ergo es homosexual. Nada más tenaz y desequilibrante que encontrar a tu hijo rebelandose, de forma no consciente, contra tus creencias. Gustavo comienza su primer recorrido por la aceptación con este pequeño acto. No es menor tampoco que se percató de esto viendo a su hijo en pleno coito. El segundo acontecimiento que irrumpe definitivamente en el protagonista es la muerte misma (tanto carnal como espiritual) de su hijo. El adiós es transcurrido por un asesinato generado por dos delincuentes que entran a la casa a robar algo de dinero. Y luego de la tragedia, el médico emprenderá una búsqueda (sin respuesta) del dolor, de la muerte, de la venganza y de la contingencia. A partir de ese momento, habrá una persecución no solo de los criminales (Nicolás Francella y Luís Machín), sino de todos los que lo rodean. ¿Hasta dónde llega la culpa? ¿Es posible lidiar con la pérdida? Lo no dicho funciona en un metraje que se apoya en un montaje algo absorto. Un enajenado Marrale saca a flote este melodrama que tranquilamente se podría hundir solo en su propia temática. Es el artista con una destacada faceta quien junto a Morán hacen una dupla paternal creíble y perceptible. Los momentos de melancolía se apoyan no solo en la deslumbrante mirada del intérprete sino en una meticulosa fotografía. Los puntos más flojos de la propuesta se encuentran dentro de la misma narración, que utiliza diálogos forzados, casi perdidos. La construcción de los personajes se va perdiendo a medida que avanza la cinta. El director trata de ordenar varias ideas de su cabeza en un relato desmedido. Pero la escena más desconcertante, que da nombre al film, es la mala utilización de un corto animado para generar emotividad. La lágrima fácil no llega, y confirma lo predecible que tiende a ser el largometraje al final, destruyendo todo el clima llegado hasta el momento; lo convierte en una construcción banal y no humana. “Maracaibo” busca empatizar dos problemáticas centrales como la aceptación en su relación padre/ hijo y la irracionalidad de la falta de límites que puede tener el dolor. Son dos grandes inquietudes para una película chica. Puntaje: 2.5/5
Un drama con algunos elementos policiales con sólidas actuaciones y algunas indecisiones narrativas. A diez años de Arizona Sur y seis de La mala verdad, sus dos experiencias previas en el largometraje, el director Miguel Ángel Rocca vuelve a incursionar en los vínculos filiales con Maracaibo, un drama sobre una pérdida familiar matizado con algunos elementos policiales. Las dos vertientes del relato tardan un buen rato en confluir. Al principio todo indica que el núcleo gravitará alrededor de la relación entre Facundo (Matías Mayer) y su papá Gustavo (Jorge Marrale). Ya en la escena inicial queda claro que son bien distintos: ambos comparten una jornada de caza, pero el primero se niega a disparar y el segundo no sólo lo hace, sino que da en blanco. Días después Gustavo lo descubre en la cama con un compañero de facultad, desatando un silencio incómodo entre ambos durante los encuentros posteriores. Encuentros que en realidad son más bien pocos, porque una noche una entradera termina con el hijo muerto y Gustavo y su mujer (Mercedes Morán) en una crisis matrimonial. El film acompañará a Gustavo en sus constantes visitas constantes a la cárcel para ver al asesino (Nicolás Francella) y el proceso de duelo que, en paralelo, intenta llevar adelante junto al personaje de Morán. Tanto ella como Marrale son dos de los puntos más altos de un film que, más allá de tener algunos logrados momentos, no termina de definir muy bien hacia dónde quiere ir.
Una familia de clase media alta, el matrimonio de profesionales, un hijo y una verdad que se hace evidente sobre su preferencia sexual que el padre tarda en digerir. No sabe que casi no tiene tiempo. Una “entradera” en su casa y un resultado trágico. Y ante el vacío y el dolor ese padre se derrumba. La película es un sentido, profundo, serio ensayo sobre el dolor, la pérdida, la culpa. Ante lo inapelable, el padre fundamentalmente se pierde. De su profesión, de su familia, de los amigos. Primero la parálisis. Luego un hecho fortuito que lo que lo acerca a la justicia por mano propia. Finalmente alguna comprensión, alguna recomposición. El film se presenta como un thriller y mantiene en tensión constante al espectador, pero lo que subyace es la dimensión humana de ese hombre que ya no puede con su vida. El trabajo de Jorge Marrale es digno de todos los elogios. Apoyado en un guión muy bien elaborado por el director Miguel Ángel Rocca y Maximiliano González, la labor de Marrale es prácticamente el film, una construcción hecha de gestos mínimos, de heridas apenas suturadas, de silencios, de lágrimas presentes y contenidas al mismo tiempo. El actor y el director logran un retrato emotivo que pone a la luz las zonas más oscuras. Se lucen como siempre la talentosa Mercedes Moran y Nicolás Francella que en aprovecha cada una de sus pocas escenas para demostrar su calidad. El resto del elenco Matías Meyer, Alejandro Paker siempre a la altura. Un film duro, necesario, sincero y valiente.
Un padre en su laberinto Están bien retratada, y actuada, la dinámica de una familia. Un matrimonio de profesionales, de clase media acomodada, con un hijo único. Llevan una vida aparentemente perfecta, alimentada día a día por buenas noticias: los tres se quieren, él acaba de ser ascendido, el joven está por estrenar un corto de animación. Y, de repente, el bienestar estalla en mil pedazos: ¿cómo se sigue adelante después de una tragedia? Después de leer la sinopsis, puede pensarse a Maracaibo como un drama sobre el duelo ante una de las peores pérdidas que puede sufrir un ser humano. Y, en parte, lo es. Pero en realidad el tema principal del tercer largometraje como director de Miguel Angel Rocca (Arizona sur, La mala verdad) es el vínculo padre-hijo. Con acento en todo lo que un hijo es capaz de hacer con tal de conformar las expectativas del padre, y hasta qué punto es importante para un hijo contar con la aprobación del padre. O, dicho de otro modo, en cómo la mirada paterna puede llegar a determinar –para bien o para mal- la vida de un hijo. Lo más interesante de la película es la construcción de esa familia. Jorge Marrale y Mercedes Morán aportan su conocido oficio para representar una pareja creíble, y la dinámica cotidiana de ellos dos junto a su hijo (Matías Mayer) está lograda: tanto el cariño y la armonía que hay en la superficie, como la turbulencia que subyace debajo de la fachada de normalidad. También hay una muestra de sensibilidad en el retrato de las grietas y las resquebrajaduras que surgen en el núcleo familiar después de un cimbronazo irreparable. No funciona tan bien, en cambio, la subtrama policial. Aquí se establecen, desde el vamos, relaciones forzadas entre los personajes. Con esa dificultad de origen, todo lo que viene después –desde los diálogos hasta una pelea a trompadas que bordea el ridículo- es artificial, al punto de que parecemos estar viendo dos películas distintas. Una funciona casi como contrapeso de la otra, disipando -en gran medida, pero, por suerte, no del todo- la densidad dramática que se había conseguido crear.
Gustavo (Jorge Marrale) vive un infierno privado. Su hijo Facundo (Matías Mayer) fue asesinado en una entradera, pero antes del hecho no había entre ellos un vínculo sólido: si Facundo tenía una vocación a priori extraña ante los ojos del padre (era dibujante), cuando Gustavo descubre que además es gay el mundo de este estructurado cirujano se viene abajo. La muerte del joven provocará en él un torrente de arrepentimiento por las cosas no dichas (ni hechas) y un ensimismamiento que afectará la relación con su mujer Cristina (Mercedes Morán), e incluso le acarreará dificultades en su trabajo.
Grupo de familia marcado por la culpa. El tercer largometraje del director de Arizona sur y La mala verdad entrelaza una vertiente policial con otra más intimista, vinculada con el proceso de un duelo signado por el pasado y la reflexión de una compleja relación padre-hijo. Maracaibo pertenece a un tipo de cine argentino que hace años busca consolidarse bajo la denominación de “industrial mediano”. Se trata de un cine de aspiraciones relativamente masivas aunque sin la envergadura del coproducido por los canales de televisión ni del respaldado por alguna distribuidora extranjera. Y que apunta sus cañones a un público adulto y está hecho con la solvencia técnica y la suficiente capacidad creativa para tematizar cuestiones universales –aquí es, de forma bastante evidente, la paternidad– mediante un relato que coquetea con modelos narrativos consolidados, en este caso el drama familiar y el thriller de tintes policiales. A esto se le suma la presencia de dos muy buenos (y reconocidos) intérpretes en los roles centrales como Jorge Marrale y Mercedes Morán. Pero el cine no se hace sólo con buenas intenciones, y el resultado final termina dejando un retrogusto positivo aunque de insuficiencia, el mismo que se siente cuando nadie redobla el truco y se gana la tercera mano con el ancho de espada. La tercera incursión en el largometraje de ficción de Miguel Ángel Rocca (Arizona Sur, La mala verdad) tiene cartas para unos cuantos puntos más de los que finalmente obtiene porque relega varios de sus pliegues. Se trata, entonces, de un film que elige quedarse en una zona de confort temática en lugar de ir un poco más allá, de ramificarse, de profundizar sus aristas más complejas. El relato empieza en un bosque durante una jornada de caza entre padre e hijo que no termina muy bien: el veinteañero Facundo (Matías Mayer) apunta pero no puede –no quiere– disparar, e inmediatamente después, Gustavo (Jorge Marrale) no tiene mejor idea que gatillar y acertar justo en el blanco. Ese contraste se hará aún más evidente en las elecciones profesionales y académicas de cada uno: el primero aspira a convertirse en artista audiovisual y el segundo es un reputado cirujano en vísperas de un importante ascenso a la jefatura de área. Una de esas noches, Gustavo encuentra a Facundo con un compañero de facultad en la habitación, y no precisamente estudiando o haciendo un trabajo práctico. Hay algo sosegado en la reacción del personaje de Marrale y en el tono de la charla posterior con su mujer (Morán) que muestra la buena materia prima para el drama familiar contenido que anidaba en el núcleo de Maracaibo. Lo cierto es que su reacción es la de un hombre dolido menos por la elección de su hijo que por el ocultamiento con que la llevó adelante. Le seguirán un par de encuentros atravesados por una frialdad que recién se cortará cuando un intento de robo termine con Facundo herido de muerte y mamá y papá sumidos en crisis. Este último también con una pesada carga de culpa sobre sus espaldas, quizá el sentimiento que más y mejor lo motive a indagar en la vida del asesino (Nicolás Francella), a quien visitará unas cuantas veces dentro del penal con el objetivo de saber quién era su cómplice. Maracaibo entrelazará esa vertiente policial a otra más intimista, vinculada con el proceso de un duelo signado por el pasado y la reflexión de la relación padre-hijo. El problema es que esas partes no terminan de unirse más allá de los paralelismos propuestos por el guion. Como por ejemplo la relación de Gustavo con su mujer. En algunas escenas compartidas entre Morán y Marrale –perfectos los dos– Rocca construye una tensión basada en silencios y miradas entrecruzadas que transmiten infinidad de acusaciones mudas.
Maracaibo: El instante de no retorno En la primera mitad de este tercer opus de Miguel Ángel Rocca se reconocen las cualidades narrativas y estéticas de un cine argentino que apuesta por un lado a la universalidad de sus temáticas y por otro a la sutileza para contar una historia dramática e intimista, que transita por los tiempos del duelo desde la mirada extrañada de un padre que llegó a la conclusión de que no conocía a su hijo. Pero en la segunda mitad esa buena plataforma de drama familiar sutil vira hacia la zona de confort de la venganza, sin mayores sorpresas, que la vuelven un tanto predecible y que ahuyentan toda buena predisposición a la ambigüedad en el relato para caer en el atajo de las respuestas, mientras la premisa abrazaba -desde el dolor de una familia rota- un sinfín de interrogantes. El extrañamiento que genera la pérdida de un ser querido, ese instante de no retorno, sumerge a Gustavo (Jorge Marrale) en un viaje interior y exterior para saldar cuentas con la culpa y con el pasado. El eje de ese trastornado derrotero, lejos de guiarse hacia la búsqueda de la redención, se retroalimenta de los reproches que su esposa (Mercedes Morán) lanza a la misma velocidad que su angustia por aquel momento fatídico donde su hijo Facundo recibió una herida mortal en un episodio de “entradera” tan cercano a estos tiempos de inseguridad. La base conceptual sobre la que se apoya Maracaibo es en la difusa zona de lo no dicho. Allí, no sólo prevalece la falta de comunicación en el matrimonio y la relación de los padres con su hijo sino que comienzan a tener protagonismo los secretos y los descubrimientos de esos secretos. Lo que se pone en constante tensión es la mirada y la distancia, la dinámica del foco y el fuera de foco en la imagen en consonancia con los caóticos vaivenes emocionales. Antes de la muerte de Facundo (Matías Mayer), Gustavo concentraba su atención en su especialidad de cirujano con el objeto de conseguir un cargo y el reconocimiento en su profesión por parte de colegas pero especialmente de su familia. No podía ver más allá de su propio anhelo aunque de vez en cuando necesitaba recuperar su estatus de pater familia. En cambio para Cristina (Mercedes Morán) alcanzaba con los momentos familiares y las charlas con Gustavo sobre el pasado y las películas. Sin embargo, en el fuero interior de Gustavo persiste la necesidad de encontrar respuestas a todas aquellas preguntas que lo conectan tanto con la víctima como con su victimario, el autor material del crimen (Nicolás Francella), y a partir de ahí iniciar el proceso de elaboración del duelo, etapa que le servirá desde lo emocional para reconectarse con ese hijo desde la ausencia y tomar distancia de Cristina, magnificada por el dolor y el constante maltrato mutuo cuando el silencio ya no basta para ocupar el espacio vacío. Maracaibo se toma el tiempo justo en el relato para construir desde una cuidada puesta escena y un predominio de planos medios y primeros planos el dispositivo para mostrar las diferentes aristas del dolor. En el rostro de Marrale se lee perfectamente el mapa del desconsuelo, se advierte en su perplejidad la falta de horizonte cuando el extrañamiento se hace carne y sigue sin poder verbalizarlo. Es en Jorge Marrale donde crece a nivel dramático el relato que nunca opta por la reacción física desmedida, algo que en el terreno del policial por el que bordea se celebra. Eso no le quita mérito a Mercedes Morán hasta el momento de desaparecer en un segmento donde se concentra lo más flojo del film, que a pesar de sus desniveles no deja de tener un atractivo extra en el apartado visual y el reconocimiento a su director por abordar con originalidad un tema demasiado visitado por el séptimo arte.
Gustavo (Jorge Marrale) goza de una vida acomodada, es cirujano, acaba de conseguir el ascenso buscado, es feliz con su esposa Cristina (Mercedes Morán) y con su hijo Facundo (Matías Mayer), que estudia cine. En el otro extremo está Hugo (Luis Machín), el relato no profundiza demasiado sobre su vida, solo muestra que es un ladrón, que vive en un barrio humilde y que eventualmente sale a desvalijar casas junto a su hijo Ricky (Nicolás Francella). Dos familias diferentes, separadas por orígenes y clase social que van a encontrarse a partir de una entradera, en donde muere Facundo. Maracaibo muestra estas dos realidades pero se concentra en la relación trunca entre Gustavo y Facundo. El médico interpretado por Jorge Marrale no conocía demasiado a su hijo, antes de la tragedia se había enterado que el chico era gay y todo hace suponer que su trabajo fue distanciándolos. Con la culpa a flor de piel, la película hace pie en la tristeza de Gustavo, en su bronca y en la confusa determinación de tomar venganza. Pero en el camino el film juega a varias puntas: las dos familias y el destino reservado para ambas, el universo afectivo entre padres e hijos, el matrimonio que implosiona a partir de la pérdida, en el encuentro con Ricky en la cárcel para entender, en la justicia por mano propia. Sin embargo, cuando el film de Miguel Ángel Rocca (Arizona Sur, La mala verdad) se decide por la devastación del médico, con un Marrale extraordinario a la hora de mostrar las contradicciones, la tristeza y la desolación del personaje, cuando el relato se asienta en una narración intimista, es cuando Maracaibo resulta más convincente. MARACAIBO Maracaibo. Argentina/Venezuela, 2017. Dirección: Miguel Ángel Rocca. Intérpretes: Jorge Marrale, Mercedes Morán, Matías Mayer, Nicolás Francella, Luis Machín, Alejandro Paker, José Joaquín Araujo y Antonella Costa. Guión: Maximiliano González y Miguel Ángel Rocca. Fotografía: Sebastián Gallo. Edición: Alejandro Parysow. Duración: 95 minutos.
Lo mejor que te puede pasar como espectador de Maracaibo es no conocer nada acerca del film. No haber visto el tráiler y ni siquiera haber leído la sinopsis. Algo muy difícil en los tiempos que corren pero que aquí aplicarían como una buenísima excepción. Esto se debe a que dejarse llevar por esta historia particular es un gran plus. A medida que la cinta avanza nos encontramos con ciertas sorpresas y un gran desarrollo de personajes. Tanto Jorge Marrale como Mercedes Morán hacen laburos excelentes. Logran transmitir muchísimo. Y por otra parte, Nicolás Francella y Luis Machín también tienen buenos momentos, aunque creo que el physique du rol que poseen es el equivocado para esos personajes. Pero aún así el ensamble actoral es magnífico. No obstante, el film tiene algo raro en lo que respecta a la distribución de tiempos y transiciones entre los actos. Le falta dinamismo pero aún así no se hace ni larga ni pesada. En cuanto a lo técnico, la fotografía logra cierta identidad por medio de colores saturados y también me gustaron mucho varios planos en subjetiva. Lo que critico mucho es el abuso de planos en los autos mientras el personaje de Marrale maneja. Se repite demasiado. El director Miguel Angel Rocca construye buenos climas pero no consigue el mismo nivel narrativo en el climax. Y no quiero spoilear así que sobre la historia voy a remarcar que ya se han visto temáticas similares en varias películas pero aquí hay una mirada muy introspectiva y particular que enaltece a Maracaibo. En definitiva es una buena película que te deja pensando.
El asesinato de un hijo, en un asalto, provoca una profunda crisis en los padres, una pareja de profesionales acomodados que se creía feliz. Sobre todo en el padre, un conmovedor Jorge Marrale que lleva la cámara sobre sus hombros por un camino que va de la culpa a la búsqueda de alguna explicación para el dolor, cerca de la venganza. No todo funciona con la misma fluidez, sobre todo en las escenas que se sienten más forzadas por el guión y llevan al protagonista a una serie de encuentros con el victimario. No ayuda la musicalización, que tiende a hablar por otros. Pero con sus debilidades, Maracaibo es un resuelto retrato de la enorme tristeza de su protagonista.
Miguel Angel Rocca regresa al cine como director, luego de siete años, con Maracaibo. Gustavo (Jorge Marrale) es un médico cirujano casado con Cristina (Mercedes Morán) que es oftalmóloga. Tienen un único hijo: Facundo (Matías Mayer) que ha decidido no seguir los pasos de sus padres y estudia artes visuales. A poco de recibir un nombramiento, Gustavo descubre por accidente que su hijo es gay. Unas noches después el chico es asesinado durante un robo en la casa familiar, tratando de proteger a sus padres. Se desencadena un derrumbe emocional en la pareja que cobra una nueva dimensión cuando el asesino del hijo es detenido y el padre de la víctima decida visitarlo en la cárcel. Es ahí donde el asunto virará (en apariencia) a thriller de venganza. Maracaibo es un film sobre los vínculos, sobre el sentir culpa por lo no dicho a tiempo y también acerca de los mandatos. Habla sobre cuánto de los padres tienen los hijos, acerca del diferenciarse, de hacer elecciones distintas y de cuánto se paga por aceptar o no lo que el otro elige ser y cómo eso impacta en los lazos familiares. Miguel Angel Rocca y el coguionista Maximiliano González trabajaron sobre material sensible como es el dolor insoportable de asumir el desorden natural de sobrevivir a un hijo. Además de un tema coyuntural de alto impacto (la seguridad, las entraderas a casas de familia) evitando todo trazo grueso de lugares comunes. Y cuando el tema parece girar hacia la venganza, no cae en los infiernos de la marginalidad extrema ni la violencia exacerbada. En ese sentido, la película es más cercana al abordaje de El hijo (Jean-Pierre y Luc Dardenne) con su tensión entre venganza y comprensión hacia el asesino. También tiene puntos de contacto con otros filmes que abordan la misma dolorosa experiencia como La habitación del hijo (Nanni Moretti), La memoria del agua (Matías Bize), o El laberinto (de John Cameron Mitchell con Nicole Kidman). Porque, en definitiva, nunca se termina de asumir un tema que resulta imposible de admitir y en el que todas son preguntas que quizás nunca encuentren respuesta ni consuelo. Es en las actuaciones donde Maracaibo encuentra su punto más alto con un Jorge Marrale inmenso en talento y recursos: nunca sus ojos claros mostraron tanta dicotomía entre reflejar toda la tristeza del mundo contenida en una mirada y un odio extremo cargado en su afilada vista. En una película que tiene al silencio y al cruce de miradas como alguno de sus elementos esenciales. Mercedes Morán es el otro pilar de actuación en esta pareja que se desmorona irremediablemente en lo que hasta el momento del asesinato era una familia funcional a su manera. Con un alto nivel en los actores de reparto como Matías Mayer, Nicolás Francella, Alejandro Paker y Luis Machín, en uno de los elencos mas compactos y parejos del cine nacional. Como lastre Maracaibo tiene un excesivo celo en mostrar más sobre el objeto de amor del hijo muerto, por no develar algo clave. Quizás porque todo gire desde el punto de vista del padre, que es quien desconoce aspectos de la vida del asesinado y busca desesperadamente una clave, una contraseña que le permita entrar en su computadora y en su mundo, en todo lo que quedó trunco; en parte por la muerte y también por prejuicios. Maracaibo y su director, Miguel Angel Rocca -un realizador con oficio, en su tercera película-, toman riesgos. No todos los superan pero el sedimento más importante es afrontar la madurez de dar la cara a temas no siempre amables. Dura, reflexiva, pero necesaria.
Muestra una familia de clase acomodada, Gustavo (Jorge Marrale) y Cristina (Mercedes Morán), ambos son profesionales y a él pronto lo ascenderán. Parte del mundo de Gustavo se quiebra cuando se entera que su hijo Facundo (Matías Mayer), es homosexual y además le disgusta porque su esposa ya lo sabía. Comienza una lucha interna pero todo se complica más cuando una madrugada es sorprendido por dos ladrones que se meten en su casa. Esa noche ocurre una situación penosa que marcará por el resto de sus vidas a esta familia. Todo lo que continua después es un análisis del mal momento con lo que fue y no fue, la venganza, los recuerdos, la culpa, la rabia y la soledad. Hay secuencias para reflexionar, razonar sobre las relaciones entre padre e hijos y por otra parte esta la búsqueda de conocer más a su único hijo. Marrale y Morán se destacan extraordinariamente, ambos se conocen porque además de ser excelentes actores han trabajado juntos y transmiten a la perfección lo que sienten y lo que quieren resaltar. Algunas escenas nos pueden llegar a recordar a otro film similar “La Habitación del Hijo”. Dentro del elenco secundario: Matías Mayer, Alejandro Paker, Mónica Lairana, José Joaquín Araujo, Luis Machín, Nicolás Francellla, entre otros.
(También emitida por AM 630, Radio Rivadavia) Un hombre descubre que su hijo es homosexual y entra en conflicto porque nunca se asumió como tal ante él. Pero este conflicto se tensa hasta perturbarlo totalmente cuando su hijo es asesinado en un robo a su casa. Con esta trama, “Maracaibo” es un nuevo estreno argentino que se destaca especialmente, luego de la notable “El otro hermano”. Jorge Marrale, Mercedes Morán y Nicolás Francella encabezan el elenco de un film que tiene como eje central la paternidad ylas formas del amor, pero que al mismo tiempo pone en pantalla algo habitual en la vida de muchos argentinos y que el cine, acaso, no señaló directamente con demasiada frecuencia: los crimenes de la delincuencia. Con actuaciones conmovedoras de Marrale y Morán, el guión plantea dilemas sobre la condición humana con una naracción que a veces flaquea y que se fortalece con sus intérpretes.
Cómo es la soledad Maracaibo viene sin cucardas ni estrellas pero sorprende como un drama sólido acerca de la relación entre un hombre, su hijo y la tragedia. Una película argentina sin Darín, Francella ni Peretti, pero que tampoco pasó por festivales importantes ni su director es un mimado por la crítica. Hay cientos de ellas y pasan sin pena ni gloria, en su mayoría merecidamente. Si para algo sirve un crítico de cine es para descubrir aquellas que merecen pasar aunque sea con algo de gloria. Maracaibo, de Miguel Ángel Rocca es una de ellas. Seamos buenos: está protagonizada nada menos que por Jorge Marrale y Mercedes Morán. No son dos desconocidos. Son dos grandes actores, pero no “cortan tickets”, como suele decirse. Ellos son Gustavo y Cristina, un matrimonio de clase media alta. Tienen un hijo de 22 años, Facundo (Matías Mayer), y una vida feliz y en armonía. Son simpáticos, se quieren, se toman con humor los achaques de la edad y él acaba de ser ascendido a jefe de cirugía en el hospital en el que trabaja. Hasta que un día, Gustavo descubre que el amigo de su hijo en realidad no es su amigo: es su novio. Facundo es gay. Su reacción es el estupor. Le pregunta a su mujer si lo sabía. Su hijo quiere hablarle, pero él no puede enfrentar el asunto todavía. Una de las virtudes de la película es que -salvo un par de escenas, y son las peores- no se pierde en parrafadas ni diálogos que intenten explicar el conflicto. Sin que Gustavo diga nada -y también por el extraordinario trabajo de Marrale- adivinamos que el hecho de que su hijo sea gay le molesta más de lo que hubiera imaginado en la teoría, le molesta no haberse dado cuenta, le molesta que le moleste. Y cuando creemos que la película va a ser un drama íntimo acerca de la aceptación (o no) de un padre a su hijo gay, sucede la tragedia. No es un espoiler porque está en la sinopsis oficial: dos ladrones entran en la casa (Luis Machín y Nicolás Francella) y matan a Facundo. Entonces la película entra en un terreno denso y oscuro, y empieza a jugar con la naturaleza de lo irreversible. Ahora Gustavo tiene que hacer el duelo, hacer las paces con ese hijo que acaba de morir y superar los conflictos que surgen en su matrimonio por culpa de los reproches y el dolor. Pero no solo eso: también traba relación con el asesino de su hijo (Francella) en la cárcel. Y ahí se agrega una capa a la historia: otra relación padre-hijo que puede funcionar como espejo de la de Gustavo y Facundo. Maracaibo es rigurosa y funciona gracias al enorme trabajo de Marrale, responsable de cargarse al hombro un personaje difícil y unas escenas que van del drama hogareño al thriller y que si no se caen de la verosimilitud es gracias a él. La experiencia es demoledora y recuerda un poco al drama de Manchester junto al mar, aunque Maracaibo es menos delicada. Es mérito del guión hacernos querer a esos personajes primero y después tirarles encima un transatlántico. Si un crítico sirve para algo (¿sirve para algo?) es para tratar de encontrar estas películas entre el aluvión de estrenos. Maracaibo no es una película más y no va a dejar indemne a los que se le animen.
El dolor en voz baja. Mejor que esperar de Maracaibo los sobresaltos de un policial como promete, de alguna manera, su eslogan publicitario (“¿Cuándo termina una venganza?”), es apreciarla como un drama contenido sobre un hombre cuyos conceptos de éxito y hombría trastabillan tras una tragedia familiar. El film, escrito por Miguel Ángel Rocca (1967, Buenos Aires) y Maximiliano González (1972, misionero formado en Rosario y Buenos Aires), y dirigido por el primero, se centra en el desconcierto que le provoca a un prestigioso médico enterarse de la homosexualidad de su único hijo, hasta que la muerte de éste en circunstancias dramáticas lo confronta con la culpa y afecta la relación con su esposa, que hasta entonces parecía perfecta. Rocca procura expresar el dolor ahogado del profesional (Jorge Marrale) y su mujer (Mercedes Morán) sin elevar nunca el tono. Las civilizadas discusiones y la casi ausencia de estallidos dramáticos se sustentan con un montaje sin sacudimientos, una luz que atenúa el brillo de la lujosa casa donde transcurre la mayor parte de la acción y ciertos procedimientos más comprensibles que otros: dejar a algunos personajes fuera de foco en el fondo del plano, por ejemplo, parece pertinente para formular aturdimiento; la alternancia de planos durante los diálogos en la cárcel, en cambio (insertando un plano de perfil en medio del clásico plano-contraplano), no parecen justificados. Esa represión de los sentimientos, palpable en conversaciones y ambiente, lleva a templar secuencias que hubieran podido brindarle al espectador un alivio de calidez, como el momento en que el protagonista detiene su coche a un costado de la ruta y se refugia en un bar a descargar su tristeza con un desconocido (Tito Gómez), o el mismo final, que se resuelve con dos o tres planos encuadrados e iluminados de manera tal que se contemplan como decorativas postales. Por esa representación de los problemas entre grave y sosegada, sin un estilo que le dé un encanto distintivo, Maracaibo termina pareciéndose a un cine argentino que ya no se hace, con los intérpretes tomándose unos segundos y buscando los ojos de su interlocutor antes de pronunciar cada frase. Si la película progresa despertando interés es porque, al mismo tiempo, aparecen pliegues que permiten otras lecturas. En este sentido, la amistad del médico con un colega y su acercamiento al asesino van adentrándose en una zona ambigua, despertando interrogantes: el grado de confianza con el primero y la rara mezcla de fascinación con instinto paternal que le genera el segundo, parecen sacarlo de su coraza. Algo de tensión sexual parece sobrevolar esos vínculos. Son acertadas algunas decisiones del guión para explicar la personalidad del médico (su empecinamiento en arreglar una herramienta de trabajo de su mujer odontóloga) y para ir sembrando de traspiés su seguridad y su deseo de cerrar heridas (el hecho de que el hombre a quien el protagonista agrede en la calle reciba rápidamente la atención de su pequeño hijo no parece casual). Lucen más exteriores los personajes de la mujer (que pareciera no tener amigas) y del delincuente encarnado por Luis Machín. El tono amenazante con el que se recubre el barrio en el que éste vive resulta discutible, pero debe reconocerse, al mismo tiempo, que tampoco se alza el bienestar económico del matrimonio en cuestión como ideal envidiable, embestido por sensaciones de soledad, culpas y miedo. Finalmente, el recurso de la revelación que depara un corto animado en el último tramo de la historia, resulta –empleando la misma palabra que utiliza en un momento la mujer– un poco básico. Los actores saben sostener en sus miradas el peso de sus personajes, lo que vale tanto para los sólidos Marrale y Morán (que ya habían trabajado juntos en Cordero de Dios, de Lucía Cedrón) como para los jóvenes Matías Mayer y Nicolás Francella, este último con el mérito adicional de entregar la única escena de llanto espontáneo de la película. Por Fernando Varea
De padres e hijos Pocas veces el cine argentino ha tomado al género como excusa para hablar de un tema intimista como en el caso de Maracaibo (2016), que utiliza de este modo recursos del policial para desarrollar la relación trunca entre un padre y su hijo. Gustavo (Jorge Marrale) tiene una vida acomodada producto de su profesión de doctor. Vive en su enorme casa junto a su mujer Cristina (Mercedes Morán) y su hijo Facundo (Matías Mayer). Una noche es sorprendido por dos delincuentes en su hogar, y en medio de la tensión del robo su hijo recibe un disparo letal. El crimen abre un abanico de culpas y responsabilidades con foco en la psiquis de Gustavo, quién no podía aceptar la homosexualidad de su hijo entre otras cuestiones que le impedían mantener una relación cercana con él. La búsqueda de venganza será una manera de erradicar sus propios fantasmas. Con una actuación desde la contención de Jorge Marrale, Maracaibo bucea en la psiquis de su protagonista: un hombre insatisfecho con su propia vida pese a tenerlo todo. La homosexualidad de su hijo se muestra como un hecho difícil de procesar, del mismo modo que sus esfuerzos en vano por establecer un vínculo con él. Su hogar adquiere un aspecto oscuro en un espeso clima de angustia -atmósfera noir si las hay- que sirve al director Miguel Ángel Rocca para establecer el disconforme comportamiento de su personaje principal que oscila entre decisiones, dilemas y frustraciones. En el medio hay un crimen cuyas consecuencias dolorosas lo empujan a resoluciones erráticas plagadas de violencia. La estructura policial (el crimen y posterior investigación para atrapar al culpable) sirven de excusa al film para plantear la cesión de frustraciones de un padre hacia su hijo y sus negativas consecuencias. La curva dramática del relato sigue esa línea en la búsqueda del culpable: Mientras Gustavo va hacia tal objetivo externo -concretar la venganza- desarrolla su recorrido interior -un descenso hacia sus miedos ocultos-, aquel que lo conecta con su fallecido hijo desde otro lugar. El asesinato tiene connotaciones simbólicas desde la psicología en una película que traza paralelos con los vínculos padre-hijo de otros personajes, finalizando con el encuentro de la dupla de delincuentes (también padre e hijo) responsables del crimen. Maracaibo parte de un momento negativo en la vida de su protagonista (aún antes del asesinato) y se sumerge cada vez más en las densas capas de culpa que lo atormentan. En ese viaje profundo y desconsolador, la película abandona el tema de la inseguridad para sumergirse en un conflicto de índole psicológico, sombrío y perturbador. Con esta decisión la película asciende en seriedad y deja el sentimiento lúdico asociado al género. Se trata de explorar el dolor desde los instintos irracionales y contraponerlos con la racionalidad de las acciones de manera adulta. Rara vez el cine argentino se animó a tanto. Si bien es cierto que el dilema inicial pierde consistencia en determinados lapsos de la trama, será la actuación de Marrale y el riesgo que asume el film -incluso para el género-, el hecho que destaca a Maracaibo de otras producciones.
La culpa detrás de la tragedia Hay tragedias que marcan un punto de quiebre. Y mucho más para un padre al que le matan a su hijo delante de su cara. Gustavo (Marrale) y Cristina (Morán) son una pareja feliz. El es un importante cirujano, ella es oftalmóloga, tienen un buen pasar y son padres de Facundo, un joven apasionado por las animaciones. La parsimonia familiar entra en turbulencias cuando Gustavo descubre que su hijo es homosexual. No puede superarlo, esa realidad lo tortura. Una madrugada, cuando volvía de yirar por las calles para reflexionar sobre ese tema, un par de delincuentes lo apunta con un arma en la puerta de su casa e ingresa encañonado sin oponer resistencia. Facundo intenta defender a su padre, irrita a uno de los ladrones, que le dispara y lo mata. A partir de aquí, todo se derrumba para la pareja, pero más para Gustavo. Se siente culpable por no haber comprendido la sensibilidad de Facundo y tratará de acercarse a los ladrones, quizá para vengarse o para buscar explicaciones. El pulso del director ofrece una vuelta de tuerca en la historia a partir de que los ladrones también son padre e hijo (Machín y Nicolás Francella). Gustavo tratará de espejarse con esa relación para hallar las piezas que le faltan al rompecabezas que representa el vínculo con su hijo ausente. Y aquí despunta el oficio de Marrale para una composición tan compleja como brillante, que justifica por lejos ver esta película.
La vida de un matrimonio cae en la tragedia cuando su hijo es asesinado en un asalto en la casa. El padre busca venganza (o reparación) y ella cae en la desesperación. Lo que funciona en este melodrama son los actores. Lo que no, la necesidad de subrayar lo que les sucede por dentro a los personajes en lugar de permitir a la historia fluir más allá de correcciones o incorrecciones políticas.
Crítica emitida por radio.
El dolor de un padre para mitigar su culpa Si bien la estructura inicial es la de un thriller policial, sin rozar el melodrama, "Maracaibo" es una producción sumamente sensible: se sumerge en la tristeza de un hombre que perdió un hijo y que le provoca un profundo sentimiento de venganza. Ningún padre está preparado para la pérdida de un hijo, mucho menos cuando es en circunstancias nefastas. Desde esa oscuridad parte "Maracaibo", para sumergirse en el inmenso dolor de un padre cuando no concibe consuelo y debe conciliar el perdón y el entendimiento para mitigar su propia culpa. Gustavo (Jorge Marrale) es un cirujano a punto de convertirse en jefe de su área, en un hospital en el que también trabaja su esposa Cristina (Mercedes Morán), oftalmóloga. Su acomodada vida sufre un cambio drástico cuando su único hijo (Matías Mayer) es asesinado por uno de los ladrones (Nicolás Francella, Luis Machín) que entraron a su casa para robar. La tragedia cambiará sus rutinas y comenzará, de a poco e inefablemente, a mostrar las miserias de su relación y la que mantenían con su hijo. En primer plano estará Gustavo, que más allá de la conmoción buscará la venganza, a pesar de que el asesino se haya entregado a la policía. Constituida como una película de pocas palabras, en la que el silencio no es ausencia sino, por el contrario, una carga de tensiones y desconsuelo inexpresables. Si bien la estructura inicial es la de un thriller policial, sin rozar el melodrama, "Maracaibo" es una producción sumamente sensible y un viaje de conocimiento, pues esencialmente las culpas de Gustavo no parten del asesinato de Facundo, sino del vínculo que él no supo crear con su hijo. Uno de los puntos fuerte del filme es el simbolismo, recurso que el director Miguel Ángel Rocca utiliza como comparación y en algunos casos por contradicción. En primer lugar, poniendo otra relación traumática entre padre e hijo, para rever la que -no- unió al protagonista con el suyo. La elección de profesiones ceñirán las probabilidades y formas de ver el mundo. Cristina es la que hace ver a los demás, Gustavo, que se dedica a salvar vidas, deberá enfrentarse al mayor de sus miedos, y Facundo se dedica al arte, a comunicar más allá de las palabras. Marrale logra una de sus mejores actuaciones -en una carrera con muchas excelentes interpretaciones-, pues la profundidad emocional no se da con diálogos sino con gestos y sutileza, logrando trasmitir, aunque la manifestación física sea apenas perceptible. Morán, que viene de racha tras haber estrenado "Neruda", acompaña el camino de Marrale, dando clase sobre la construcción de un personaje que no es una cuestión únicamente individual, sino una creación desde el antagonismo.
Culpa, silencio y reproches en un trágico drama familiar Cuando Gustavo (Marrale) descubre su hijo acostado con su amigo, toda el hogar trastabilla. Esta triste, enojado ausente. Más que nada porque se lo ocultaron. Gustavo se lo recrimina a su esposa (Morán). Lo hicieron a un lado y algo se ha roto en esa linda casa. Gustavo es un cirujano de prestigio y cabeza de una familia acomodada. Facundo, su único hijo, empezará a partir de allí a sentir la indiferencia de su padre. No tienen nada en común (y la escena inicial de la cacería, lo subraya). Y esta revelación agrandará la grieta. Es un film sobre la culpa, pero más que nada sobre esas relaciones de padres e hijos, tan llenas de silencio y secretos. Es un film lento que se queda en la superficie de una historia tan cargada de posibilidades, aunque como melodrama familiar sale a flote La trama da un giro hacia la tragedia. Los asaltan y la muerte acaba inundando todo. Gustavo siente culpa por no haberle dado lugar a la confesión de su hijo. Y emprende un camino reparador que deja la venganza a un lado. Cuando descubre que el asesino junto a su padre fueron los que desencadenaron la tragedia, se mira en el espejo de ese vínculo enfermo. Es un film lento que se queda en la superficie de una historia tan cargada de posibilidades. Como melodrama familiar sale a flote. Marrale y Morán tienen oficio y con pocos gestos dan cuenta del horror que están enfrentando. Pero el film decepciona cuando lo policial gana la escena. Las charlas con el asesino y el encuentro con el padre bordean el absurdo. Gustavo desanda todos los caminos para poder encontrarse con el que ya no está. Pero sólo encuentra culpa y reproches. Gustavo, con su conducta, ¿no habrá forzado la actitud heroica de su hijo? Hay un episodio de su infancia que aclara las cosas. Alguna vez, cuenta, se peleó con un compañero de escuela sólo para halagar a un padre que reivindicaba el coraje. ¿Facundo no habrá querido hacer lo mismo? Hasta dónde la elección del hijo arraiga en el discurso del padre, se pregunta “Maracaibo”. Y decide entonces mandar a Gustavo a la cárcel a visitar al asesino. Más que nada para aprender a escuchar, algo que no había sabido hacer con su hijo. El matrimonio se quiebra. Se echan culpas. El silencio será más espeso que nunca. Gustavo buscará, en las fotos viejas y en la PC de Pablo, a ese hijo ausente. Quiere empezar a ver lo que estaba la vista.
Maracaibo: Cuando las palabras sobran. Sin dudas, uno de los mayores dolores de la vida es perder a un ser querido. Ahora, ¿Cómo se debe seguir después de eso? ¿Qué pasa cuando no se puede aceptar? ¿Qué se hace con todo lo que se quiere cambiar y ya no se puede? La película “Maracaibo” responde esas preguntas desde una perspectiva bastante jugada e interesante. La película de Miguel Ángel Rocca logró despertar una mezcla de emociones lideradas indudablemente por el dolor, ya que la trama abarca el proceso de perder un hijo. Sin embargo, la representación va mucho más allá. La historia está centrada en Gustavo, un cirujano que vivía con su mujer Cristina y su hijo Facundo; aunque él ya era un adulto, no entendía muchos aspectos de su hijo, por lo que tampoco comprendió su elección en el amor. Sin embargo, no tuvo tiempo para hablarlo, ya que una noche dos ladrones entraron a la casa de ellos con el fin de robarle toda la plata y, tras un disparo inconsciente, Facundo fue asesinado. Recién en ese momento empieza verdaderamente la película, con el después, lo que no se dijo, la bronca, impotencia, aceptar, venganza: una trama llena de significados en pocas palabras. En ese instante es cuando cobra sentido todo lo vivido: los recuerdos inundan la mente y no se van tan fácilmente. Con la idea de expresar estos sentimientos, el elenco fue elegido cuidadosamente con grandes actores que supieron interpretar los personajes: Jorge Marrale, Mercedes Morán, Matías Mayer, Nicolás Francella, Luís Machín, Alejandro Paker, José Joaquín Araujo, Antonella Acosta, Mónica Lairana, Horacio Acosta, Lucila Gandolfo, Pablo Drigo, Mailén Rocca, Tito Gómez, Matías Rojas, Aílen Caffieri, Pablo Arroyo, Pablo Mayor, Ulises Fernández y Juan Ignacio Martinez. Además, no es la primera vez en que Marrale y Morán trabajan juntos, por lo que podía notarse una química y comodidad en su trabajo. Previamente, habían actuado juntos en “Cordero de Dios” en el cine, mientras que en televisión en novelas como “Tiempo final”. Por su parte, el film significa un gran paso para el director, quien ya había realizado películas como “Arizona Sur” o “La mala verdad”. Sin embargo, con el reciente trabajo abarca una cuestión que se habla mucho en el mundo cinematográfico, como lo es el dolor, pero desde una perspectiva diferente. Con pocas palabras, Rocca demostró que mediante los silencios y miradas se puede decir mucho más, y que el mensaje llegue al espectador con mayor profundidad. Sin embargo, es una apuesta muy jugada, ya que en ese proceso por momentos la película cobra ritmos lentos y largos que impiden el desarrollo de las acciones. Por otro lado, la película combina un género dramático con policial, que acompañan al espectador en el camino del protagonista en busca de la pretendida “venganza”. Pero cuando el personaje está indeciso, perdido, también distorsiona al espectador, y genera confusiones que concuerdan con la importante apuesta del director. A pesar de eso, con el buen trabajo de la fotografía y la iluminación fría logra reflejar con gran nivel el dolor. Desde el comienzo, la película comienza con un plano de la naturaleza y el bosque en donde se aprecia el silencio, el eje principal del film, en el momento en que su padre va a cazar con su hijo: esta acción funciona como una demostración del camino que el padre quiere para su hijo. Sin embargo, Facundo siempre fue diferente a ellos, mismo desde la profesión, ya que aunque ambos son cirujanos, su hijo decidió seguir un camino artístico con el dibujo que su padre nunca pudo entender. ¿Cómo afrontar el dolor después de afrontar todo eso? Los protagonistas comienzan a echarse la culpa entres sí y expresan fuertes frases e inconscientes como “Vos también mataste a Facundo”. En este camino, la cuestión principal que atraviesa el sufrimiento es la venganza: aunque él descubra al asesino, ¿Qué se debe hacer? ¿Matarlo? ¿Matar a su familia? ¿En que se convierte uno con eso? Esas preguntas comenzaron a dar vuelta por la cabeza del protagonista, quien descubrió que la culpa era principalmente suya, por todo lo que no pudo o no quiso hacer. En fin, la película abarca una temática muy interesante de una manera poco usual e innovadora, que merece reconocimiento por la valentía del proceso. Con un muy buen resultado, el film no tiene desperdicio en el sentido del interesante y peculiar lenguaje cinematográfico.
Los silencios y las miradas son un factor fundamental en la película de Miguel Ángel Rocca. Un drama en el que sobresalen las actuaciones de Jorge Marrale y Mercedes Morán. El matrimonio de Cristina (Mercedes Morán) y Gustavo (Jorge Marrale), junto con su hijo Facundo (Matías Mayer), conforman una familia tradicional. Pero eso se desmorona por completo cuando un secreto sale a la luz, poco tiempo antes de que el joven fallezca de manera trágica. Sus padres deben afrontar el dolor, sentimiento que se entremezcla con la culpa y el arrepentimiento. Rocca elige una historia compleja por donde se la mire, y la traslada al cine apoyada en las interpretaciones de los personajes principales. Sus miradas reconstruyen y le dan sentido a los momentos en los que las palabras se ausentan. Maracaibo es un film para reflexionar sobre los vínculos (especialmente el de padre-hijo). El verla deja la necesidad de decir lo que se siente cuando hay que hacerlo, porque no se sabe si puede existir otro momento. Y lo desgarrador de la historia se relaciona con la fragilidad de los seres humanos, que no son inmortales, ni tienen la capacidad de retroceder el tiempo. Las interpretaciones son excelentes. Marrale transmite todo lo que su personaje atraviesa mediante la mirada; y Morán lo acompaña de la mejor manera, logrando que el matrimonio sea creíble. Mientras que Alejandro Paker tiene la posibilidad de mostrarse en un rol distinto al que tiene acostumbrado al público; y los jóvenes Mayer y Nicolás Francella están a la altura de la película. Lo más interesante de la película de Rocca es que, sin llegar a pensar en esa situación extrema, el espectador se irá del cine evaluando si dice lo que siente en lo cotidiano. Una pregunta interna que pocas veces es realizada.
Familia y venganza son los dos temas principales de esta película dirigida por Rocca. Una película lenta, con escenas innecesarias y varias dilatadas sin sentido. No se destacan las actuaciones, pero tampoco están mal. Con una duración de 95 minutos, los cuales parecieron muchos más, la película aburre y no logra atrapar. Parece haber muy por debajo una crítica a la sociedad machista donde el padre le cuesta aceptar que su hijo sea gay, un médico que dice “por un preso me levanté temprano” y la mujer que le dice que no hay casualidades, empujándolo a un pozo depresivo, es un subtexto que está a penas visible en la película. Quiero destacar la escena de pelea que hay en la película, y no porque sea buena. Es una de las peores escenas de “pelea” que he visto en el cine, y eso incluye esta escena https://www.youtube.com/watch?v=EehdIcypknY Mi recomendación: Si la enganchas en el cable, tenela de fondo mientras cocinas. Mi puntuación: 3.5/10
El espiral de la culpa Lejos de la impronta de policial o thriller con la que fue mayormente promocionada, Maracaibo es – o intenta ser – una aproximación sensible y emotiva de los eternos desencuentros entre padres e hijos en pleno proceso del camino hacia la adultez, y el inminente nido vacío. La dureza con la que el drama íntimo se presenta en este tercer largometraje del director y guionista Miguel Ángel Rocca es algo netamente conmovedor, un componente emocional que se remonta a su segundo film La Mala Verdad (2010), dejando en evidencia los secretos y tabúes de una familia aparentemente ideal. Jorge Marrale y Mercedes Morán son Gustavo y Cristina, un matrimonio de médicos de clase media acomodada con pocas preocupaciones cotidianas y el orgullo de tener a su hijo Facundo (Matías Mayer) a punto de recibirse en el campo del cine de animación. Sin embargo, una serie de sucesos harán que la concepción idílica de Gustavo con respecto a su vida se vea completamente alterada. En primer lugar, el descubrimiento de la homosexualidad de su hijo. Algo que lo perturba principalmente por ser el último en enterarse, señalando el desconocimiento y la lejanía de su vínculo padre e hijo, más que por un rechazo homofóbico. Con la herida todavía abierta y sin poder abarcar el tema abiertamente con su familia, el conflicto interno de Gustavo empeora en el momento que dos ladrones irrumpen en su casa a punta de pistola. No obstante, lo que podría haber terminado en un simple robo se convierte en una tragedia cuando uno de los asaltantes dispara accidentalmente a Facundo y lo hiere de muerte. La desesperación y la angustia del luto provocarán que Gustavo se consuma en una procesión que menos se intuye que tiene que ver con la venganza y más con el sentimiento de culpa al no haber podido comprender a su hijo en vida, afectándole asimismo en la relación con su esposa y amigos. Jorge Marrale se pone al hombro a un personaje desconsolado por la pérdida, pero reticente a demostrar debilidad. Cada silencio, cada gesto o mirada al vacío retratan el abatimiento de un hombre sin rumbo. Puntualmente en escenas donde se lo ve hurgando entre las pertenencias de su hijo como la única manera que encuentra para traerlo de vuelta, aunque sea a través de un recuerdo. Un sentimiento compartido con su mujer Cristina que, en la piel de Mercedes Morán, significa el único cable a tierra que lo aleja del aturdimiento y un elemento fundamental en la progresión emocional del protagonista. De todas formas, el guión de Rocca co-escrito con Maximiliano Gonzalez decide desviarse del drama personal en determinado momento, para dar pie a un aspecto más ligado a la búsqueda de justicia y el ajuste de cuentas con los asesinos, perdiendo solidez en el intento, y desandando el camino intimista que tan bien se mostró en la primera parte. En estos compases de thriller, que tienen como protagonista a Nicolás Francella y Luis Machín como los culpables del crimen, es que sus participaciones resultan desaprovechadas en cuanto a contexto y lucimiento de sus personajes. En especial Machín y su facilidad para convertir pequeñas interpretaciones en momentos memorables. Maracaibo es un film emotivo y doloroso, pero con un gran componente de reflexión sobre los vínculos familiares, la culpa y el eterno conflicto de lo no dicho antes que sea demasiado tarde. Una propuesta audaz que, si bien sufre de algunos desajustes en la fluidez de su segunda mitad y en todo lo relacionado a su faceta policial, tiene en sus momentos de introspección su mayor fortaleza y sensibilidad. Del pozo se sale acompañado parece decir Rocca, y la reconciliación con uno mismo es siempre el primer paso.
La película es un doloroso relato sobre el duelo que un padre enfrenta tras el asesinato de su hijo. Hay fallas en el tono pero también momentos de belleza abrumadora. Miguel Ángel Rocca, director de Arizona Sur (2007) y de La mala verdad (2011), se propuso filmar una historia difícil: el acercamiento que un padre hace sobre el universo de su hijo de 24 años luego de que éste sea asesinado. La delicadeza del tema pone al filme constantemente en peligro, exigiendo pericia climática y prudencia simbólica. En el balance, Rocca sale airoso, conteniendo con solvencia su relato, cocinándolo en el punto emocional justo. No sólo la dosis dramática es la adecuada, ciertas escenas están hermosamente ejecutadas, compartiendo el dolor de una pérdida sin transformarlo en golpe bajo. El don de la sutileza no siempre se obtiene; la necesidad de imprimirle ritmo a la película deriva en subtramas excesivas, como la búsqueda de venganza, o en registros actorales desencajados, como el perfil emo-lumpen de Nicolás Francella y el amaneramiento chispeante de Alejandro Paker. También hay estados melodramáticos toscos junto a una que otra voz en off contando tonterías. Cuando las escenas adquieren lentitud y la cámara se concentra en la actuación de Jorge Marrale, el filme saca a relucir su autenticidad lírica. Algunas resoluciones no convencionales, como un enfrentamiento dentro de un auto, iluminan la osadía que debió capitalizar el director. Un detalle le da relieve a la historia: momentos antes del asesinato del hijo, el padre descubre su homosexualidad. Al desconcierto de tener un hijo gay se le superpone la desesperación de no tenerlo más. El personaje de Marrale pondrá en jaque sus nociones de virilidad, replanteándose decisiones de crianza y recriminándose su déficit de sensibilidad para reparar en lo obvio. En cierto modo, Maracaibo es un policial del corazón, la búsqueda de un sentimiento verdadero que clausure un lazo filial truncado por la tragedia. Esta idea queda astutamente metaforizada en la contraseña de la computadora del hijo. Si el padre logra descifrarla, la redención estará un poco más cerca. Película triste pero atendible, que aún con sus derrapes nos implora que la abracemos como si fuese cine de autor.
LA HABITACION DEL HIJO La campaña de difusión la vendió primariamente como un thriller de venganza, pero lo cierto es que Maracaibo es primariamente un drama. Algo de la trama gira alrededor de la idea de la justicia por mano propia, pero de manera lateral, porque lo esencial del conflicto gira alrededor de Gustavo (Jorge Marrale) y en menor medida Cristina (Mercedes Morán), un matrimonio de clase media acomodada que pierde a su hijo Facundo (Nicolás Francella) cuando lo matan frente a sus ojos en una típica entradera en su hogar. Lo que viene es el derrotero cuesta abajo para Gustavo y los intentos para recomponerse. Un aspecto sumamente interesante de Maracaibo es cómo se toma su tiempo para llegar a esa escena de quiebre absoluto donde Facundo muere. El film no arranca con este episodio, sino que va mostrando con pequeños trazos cómo la vida de esa familia aparentemente perfecta tiene unas cuantas grietas, focalizadas esencialmente en el padre que es Gustavo, un hombre que es un profesional intachable y reconocido por sus colegas, un buen padre y marido, pero también un tipo con ciertas concepciones un tanto arcaicas y dificultades para expresar de manera cabal lo que siente. Hay una incomodidad que sobrevuela esos pequeños minutos, donde Gustavo cumple con naturalidad sus diferentes roles pero al mismo tiempo es incapaz de sostener una conversación con los amigos de Nicolás, queda shockeado emocionalmente cuando descubre la homosexualidad de su hijo y realiza largos paseos en auto en el medio de la madrugada, sin un rumbo definido. Todo ese malestar, que parece estar esperando el momento –y el hecho- propicio para estallar, es tratado con sutileza por el film de Miguel Ángel Rocca, sin agigantar los problemas, pero dejando en claro cómo pueden condicionar la cotidianeidad de los protagonistas. Luego del arranque y la escena donde muere Nicolás, en la que también se derrumba la existencia de Gustavo y Cristina, Maracaibo entra en una zona de indecisión, coqueteando con la vertiente del thriller en la que la motivación central es la venganza, pero sin dejar de trabajar sobre el drama donde interviene la noción de la culpa. Lo cierto es que toda la subtrama de suspenso es bastante torpe en su armado y la presencia de Luis Machín como un improbable ladrón no ayuda. Lo que sí funciona y es definitivamente mucho más atractivo es cómo el film reflexiona sobre el legado de las figuras paternas y las formas en que condicionan –primariamente desde el machismo y la violencia- los destinos de los hijos, incluso entrando en patrones de repetición. En los minutos finales, cuando Maracaibo consigue ser plenamente consciente de lo que importa en su relato, de cuál es su verdadera esencia –la historia de un padre tratando de cerrar las heridas que le dejó la pérdida abrupta de su hijo y lo que quedó sin decir entre ellos-, repunta bastante. Y aunque varias de sus decisiones para acomodar algunas piezas son bastante esquemáticas y previsibles –principalmente la referida a la contraseña de la computadora de Nicolás-, lo que se termina imponiendo es el tránsito del Gustavo por los espacios vacíos –como la habitación del hijo que ya no está- y tiempos muertos que invaden su vida. En eso es clave el saludable tono parsimonioso en el film (que incluso puede espantar a unos cuantos espectadores), sostenido primordialmente en la notable actuación de Marrale, que encuentra la gestualidad precisa para expresar a ese padre repleto de dolor, ira y tristeza, buscando perdonarse a sí mismo.
Maracaibo es un melodrama que plantea la historia de dos médicos, Gustavo y Cristina que viven con su hijo Facundo en una muy buena casa, con una difícil relación entre padre e hijo, de verdades nunca dichas y de sospechas comprobadas. La delincuencia se mete en la historia y desencadena un momento de violencia y de ruptura familiar. Con un guión co-escrito junto a Maximiliano González, el director Miguel Angel Rocca maneja muy bien la culpa como eje central del relato. Con brillantes actuaciones de Jorge Marrale ( Gustavo ) como un cirujano exitoso ,acompañado por Mercedes Moran ( Cristina ) como una oftalmóloga y esposa comprensible y sensual, dan vida a esta historia sobrellevando todo el peso de la narración. Matías Mayer ( Facundo ), el hijo, también se destaca en el film. Luis Machin, Nicolas Francella y Alejandro Paker desempeñan su rol a la perfección en lo que deriva en un thriller, en el que Gustavo decide vengarse y llegar hasta las últimas consecuencias. Un relato intimista, con una decisión del director de trabajar mucho con los gestos y lo no dicho, con muchos primeros planos que refuerzan esta idea, y dan un marco claustrofóbico a la ficción. Culpas y deseos no cumplidos sirven para representar relaciones conflictivas entre seres humanos diametralmente opuestos pero que se cruzan en el film. Muy buena iluminación a cargo de Sebastian Gallo, que realzan este singular y acertado relato cinematográfico. Un contundente relato de familia que es necesario encontrar dentro de la cinematografía nacional, sin caer en estridencias y vorágine visual, con gestos y silencios bien manejados.
Jorge Marrale, en su mejor protagónico El film de Miguel Ángel Rocca gira en torno a un médico a quien le matan al hijo, y a partir de allí emprende un desgarrado camino para sobreponerse.
¿Está uno preparado para recibir un cimbronazo que cambie su existencia para siempre? Cuando en la vida uno logra todo lo que se propone, llega a lo máximo que se puede aspirar, todo circula por los carriles normales y nada hace presagiar que eso se pueda alterar. ¿Uno realmente está preparado para recibir un cimbronazo?. ¿Y para que le cambie su existencia para siempre y nunca vuelva a ser lo que fue? Sobre estos paradigmas se basa este largometraje del director Miguel Ángel Rocca, quien nos relata la historia de una familia aparentemente perfecta, con un matrimonio prolongado entre los protagonistas encarnados por Cristina (Mercedes Morán) y Gustavo (Jorge Marrale), con un hijo universitario llamado Facundo (Matías Mayer), que tienen una vida acomodada, placentera y apacible. Gustavo, que tiene que llevar todo el peso de la historia sobre su espalda, es un exitoso médico cirujano, y Cristina es una oftalmóloga del mismo hospital en el que trabaja su marido. Ellos se llevan rtealmente bien, la pasan bien juntos, son compañeros pese a todos los años compartidos, y tienen un hijo que es estudiante de arte, al que lo apoyan en todo lo que hace. Pero como este film cuenta con varias capas, como una cebolla, que puede circunscribirse al género dramático, al policial o al thriller, es conveniente no divulgar demasiado sobre la trama para que vaya sorprendiendo y desacomodando al espectador Sólo podemos adelantar los cambios de carácter que tiene Gustavo, pasando de mostrar seguridad, aplomo, osadía, satisfacción, plenitud, a virar a la incomprensión, tristeza, desazón, culpa, que le provocan desencuentros con Cristina, que pese a pasar por estadios similares a los de su marido los va alejando cada vez más. Él le hace preguntas importantes, ella nunca las responde, siempre calla. El protagonista prefiere salir siempre a manejar de noche por la autopista, es su espacio para estar solo, reflexionar y tratar de relajarse. La realidad que están pasando los va a ir martirizando, y haciendo sufrir cada vez más. El relato no es dinámico, no tiene un ritmo vertiginoso, es más bien pausado y va a tono con lo que va padeciendo este matrimonio. Hay cosas que sorprenden, otras que son inesperadas, dramáticas y dolorosas, uno en esa situación puede hacer cualquier cosa Jorge Marrale en una actuación estupenda, con una gran capacidad gestual, nos señala por uno de los caminos que una persona puede tomar para tratar de resolver o paliar el problema, aunque no es el único.
Facundo (Matías Mayer) es asesinado frente a sus padres (Mercedes Morán y Jorge Marrale) en el living de su casa. La muerte de su único hijo hunde a este matrimonio en una tristeza profunda y despierta en ellos el deseo de venganza. Podría haber sido una película que tuviera al espectador al borde de la butaca durante noventa minutos, podría haber generado en el público sensaciones de angustia, miedo, ansiedad. Pero la realidad es que aburre, de principio a fin. Este film dirigido por Miguel Ángel Rocca (La Mala Verdad, Arizona Sur) es tan lento que uno siente que la vida se le va mientras espera que suceda algo en la pantalla. Maracaibo presenta una historia fuerte que está totalmente desaprovechada, volviéndose chata y predecible. Todos los acontecimientos dentro de la trama (que no son muchos) se pueden advertir con anterioridad y esto mata por completo al factor sorpresa. Plantea a un padre que siente culpa por no haber aceptado la sexualidad de su hijo cuando estaba vivo y que busca vengarse pero cae en absolutamente todos los lugares comunes posibles. Tiene la escena del padre llorando en la ducha, tiene la pelea sin sentido en la cual sale golpeado, tiene todo lo esperable. Maracaibo presenta una historia fuerte que está totalmente desaprovechada. El principal problema es la mala dirección de actores. Las performances de Marrale y Morán son pobres y poco creíbles, muy por debajo del nivel al que acostumbran. Hablan como si estuvieran recitando de memoria el guión, sin expresión y sin actitud. Mayer está correcto aunque tiene pocas apariciones. El mejor de todos es Nicolás Francella, quien interpreta al joven ladrón que sin quererlo se convierte en asesino. Sus escenas son escasas y sus diálogos también pero logra transmitir la desolación y el abandono que siente su personaje a través de una mirada punzante y sin vida. Luis Machín pasa sin pena ni gloria representando al padre de Francella. No hay indicios de paso de tiempo y esto complica a la continuidad. Lo único que va cambiando es la curación de las heridas de Francella pero no es suficiente para dar cuenta del tiempo transcurrido y eso confunde al espectador. El sonido tiene fallas imperdonables tales como una cachetada de Marrale a Morán que no se escucha. Maracaibo toca temas fuertes e importantes sin hacerse cargo de ninguno. Es un thriller que no genera tensión. “¿Cuánto falta?” preguntó varias veces un chico que estaba sentado en la fila de atrás. Lo mismo que pensamos muchos durante toda la proyección.
El dolor como forma del sentimiento En Maracaibo la venganza asoma como reacción insospechada y oculta de un diagrama social complejo, en donde nadie es inocente. ¿Cuándo termina una venganza?, se pregunta la película de Miguel Angel Rocca (Arizona sur, La mala verdad), y al hacerlo se inscribe en una relación traumática, en donde el cine conoce ejemplos varios. Entre ellos, uno magistral; se trata de Los sobornados, del cineasta alemán Fritz Lang. Rodado en 1953, durante el apogeo macarthista, el film postula en el policía que interpreta Glenn Ford un viaje espejado, en abismo. Con su esposa asesinada, la familia desmembrada y el descubrimiento de la corrupción policial, el ánimo de Ford vira y se sumerge en un pantano de rencor. Pero allí cuando podría, tras largas búsquedas, gatillar al asesino, prefiere no hacerlo. Con ese detalle, Lang no sólo desoye el mandato original del guión ‑que decía lo contrario‑ sino que responde a una altura moral y estética que han hecho de él uno de los grandes artistas del medio. Hay un paralelo posible con Maracaibo, a partir del descenso en el que sumerge a su protagonista. Pero antes hay una alerta que el film establece como prólogo: durante una cacería, padre e hijo pasan entre sí la responsabilidad del disparo. Hacer fuego sobre el animal no parece fácil. Luego, durante el viaje en automóvil, el hijo pregunta: "¿Por qué disparaste?" Es un segundo de confusión, pero provoca que la esposa, que parecía dormida, abra sus ojos. Maracaibo encierra tras el título y la música inicial determinado desconcierto, ya que nada parecería más ajeno al ánimo de angustia que prevalecerá. Efectivamente, los padres habrán de ver cómo su hijo es baleado delante de ellos. A partir de allí, el mundo tal como se conocía se resquebraja, se divide. Quien corporiza esta procesión es Gustavo, el cirujano que interpreta, de manera contenida y admirable, Jorge Marrale. Dado a una profesión que le ha significado respeto, admiración, un ascenso inminente y dinero, es este castillo de naipes el que se desmorona lentamente. Como sucedía en la película de Fritz Lang, el interior de la casa familiar, lumínica, pasará en el caso del film de Rocca, a estar habitado por sombras, por ausencias. De esta manera, Gustavo se hunde y recorre un camino quebradizo, que lo llevará a distanciarse de su mujer (Mercedes Morán) así como a visitar frecuentemente la cárcel donde mora el asesino, un chico de la misma edad que su hijo. Paulatinamente, Maracaibo traza un paralelo, un reflejo distorsionado, que será contrapunto lumínico y escenográfico. Los ambientes por los que elige adentrarse el cirujano ya no vestirán el blanco impoluto de su quirófano. Un enrarecimiento gradual permeará sus reacciones, proclives ahora a la reacción violenta, mientras porta consigo el arma homicida, que decidió no declarar a la policía. Puede decirse que el planteo estético de Maracaibo es dual, de contraste, pero nunca maniqueo. Hay una ambigüedad que tiñe lo que brilla y agrega luz al ánimo más sombrío. De esta manera, el accionar de Gustavo responderá a los condicionantes materiales, a un modo de vida que le predetermina. Cuando pueda descubrir esto, el personaje lo hará también consigo mismo. Ahora bien, la manera desde la cual el film de Rocca lo logra es al articular un contrapunto constante, que descubre la necesaria complejidad de lo visto en aquello que anida escondido; por ejemplo, cada vez que ingresan a su casa, Gustavo y Cristina miran sobre sus hombros; tal vez, lo que habrá de suceder no sea más ni menos que la consecuencia de sus propios miedos, inherentes por constitutivos de su ser social. Maracaibo es, también, varias posibilidades, como la relación entre un padre y su hijo (Gustavo, vale señalar, no es el único padre de este film), la pareja, la edad tardía, los premios y ascensos decorosos, la desolación y los gustos sin matices de un helado de fórmula. Todos detalles que guardan su acento en este camino en declive al que hay que animarse para saber luego cómo asomar. Es por eso que, de modo reiterado, Maracaibo prefiere el silencio como compañía, elección estética que se sabe contundente y devuelve al cine su calidad íntima: así es cómo mejor resuenan las piñas entre Marrale y Luis Machin, encargado aquí de encarnar a ese "otro" padre, tan parecido y cercano al que dice ‑o creía ser‑ el propio Gustavo.