Tanta sangre derramada… Dicen que la historia la escriben los que ganan, pero eso no significa que haya un solo punto de vista. La nuestra está repleta de enfrentamientos sangrientos, venganzas personales, guerras civiles, masacres. Los próceres fueron figuras contradictorias. Figuras a las que les construimos monumentos, pusimos en billetes, proclamamos en avenidas, calles, barrios, autopistas, pero ¿qué sabemos de lo que realmente hicieron por nuestra patria?, ¿cómo pensaban?, ¿qué generaron?, ¿por qué tienen un mausoleo hecho en su memoria en el Cementerio de la Recoleta, que es visitado día tras día por curiosos de todas partes del mundo?, ¿cómo puede ser que estas personas que fueron capaces de cometer actos genocidas tengan tanto reconocimiento?..
CEMENTERIO E HISTORIA Tierra de los Padres cuenta la historia misma de nuestro país. Desde las tumbas de los progenitores de esta tierra agridulce. Contándonos historias de amores y odios, de rivalidades tan viejas como nuestra patria misma. Sarmiento, Rosas, Evita, Mitre, Roca, Aramburu, Unitarios, Federales, Peronistas, Antiperonistas. Todos los muertos hablan en esta película, y nos demuestran que en este gran país NADA CAMBIA. Es más, la imagen que pega en la cara, no solo es la del cementerio lleno de odios a partidos ajenos, y amores a partidos propios, sino también que la clase proletariada sigue sirviendo a las clases mas altas, aun después de muertos. Muestra cabal es la “forma meticulosa” con la cual los empleados del Cementerio de la Recoleta, limpian, cuidan y restauran las bóvedas tan selectas, ricas y snobs. También aquí es donde vemos llenarse la boca a todos los muertos hablando del pueblo, de como están con él (no importa la vereda política), para después terminar en una bóveda tan costosa y fastuosa como ninguno de los hombres y mujeres que ellos dijeron representar, jamás hubieran podido pagar en toda su vida. A TOMAR CAFÉ, MUCHO CAFÉ. Esta película está caratulada como un “ensayo” cinematográfico, … ¡Y vaya si lo es! La dinámica es la siguiente: Gente con un libro, se acoda en la tumba de algún “procer” abre un libro y lee algún fragmento de algún escrito del muerto yacente en la tumba en cuestión. Una y otra, y otra, y otra, y otra, y otra vez. 1:45 horas de eso. Cada tanto, entre cita y cita, vemos la vida del Cementerio de la Recoleta. Cansino, lento, aburrido, monótono, predecible, incómodo, somnoliento. Como experiencia cinematográfica (que es en definitiva de lo que hablamos en Alta Peli), es pobrísima. A ver, es gente leyendo de un libro. Nada más. Solo eso. Son textos que en su mayoría, alguien medianamente culto conoce. La historia de nuestro país, y lo repetitiva que es, sin importar nuestras veredas políticas, todos más o menos la conocemos. Si bien la dinámica de la propuesta y respuesta que se dan los bandos “enemigos” es curiosa y algo original. Puedo asegurarles que no es para una hora cuarenta y cinco minutos. (sí, lo escribí con letras a propósito, así de predecible es esta peli), es más, hasta adiviné el final, sabía a la mitad de la película con que frase iba a terminar, y de quien era! Ojo, no por eso, esa frase pierde fuerza, ni todas las leídas por todos los hombres y mujeres que leen en esta película. Porque no son ni actores ni personajes. Si quieren ver el cementerio de la Recoleta, vayan un día de sol, enganchen a Eduardo Lazzari, y les puedo asegurar que van a aprender lo mismo o más, y se van a divertir definitivamente MUCHO más! Les dejo la página de Lazzari http://www.eduardolazzari.com.ar/ , quien no es conocido, ni le paso el chivo por algo en especial. Lo que quiero es evitarles dos horas de sueño. QUILOMBO! BUENO, NO TANTO… Todos los quilombos, todos los rencores, pasiones, peleas, rencillas, disputas que se “ven” en la peli ya murieron. Como sus autores, detractores o acérrimos seguidores. Ya pasó. Y por eso la única polvareda que se levanta es la que los plumeros quitan de los vetustos ataúdes. Y si bien las peleas, sí son vigentes hoy en día. Están afuera del cementerio. O sea, este ambito es para reflexionar, no para revivir viejos quilombos. Y para nuevos, está todo lo que rodea al Cementerio de la Recoleta. Así que si quieren sangre fresca y en ebullición, sin importar los colores políticos, hay que buscarlos afuera. CONCLUSIÓN A ver… Si quieren enterarse de todo lo que esta película tiene que contar, lean! Si quieren conocer el Cementerio de la Recoleta, visitenlo! Si quieren experimentar con este ensayo cinematográfico, vayan. Con mucho coraje y varias horas de sueño. Pero si tienen ganas de divertirse o pasar un buen rato, bajo ningun punto de vista vean esta peli. Si tienen mucho sueño, y problemas para dormir, ya saben que peli ir a ver… Ah, les dejo lo mejor de la película, y de paso les cuento el final. Es una de mis citas preferidas. Mariano Moreno dice en el prólogo a la traducción de “El Contrato Social”: “ Si los pueblos no se ilustran, si no se vulgarizan (divulgan) sus derechos, si cada uno no conoce lo que vale, lo que puede y lo que sabe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y después de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres, ser tal vez nuestra suerte mudar (cambiar) de tiranos sin destruir jamás la tiranía ”. Mariano Moreno, groso absoluto.
UNA CITA INELUDIBLE CON LA ARGENTINA DEL PASADO, DEL PRESENTE Y... DEL FUTURO? Por lo general una de las primeras experiencias por la que atravesamos suele ser la lectura de los libros, ya sea por obligación o por una búsqueda personal. De allí que cuando nos encontramos con personajes, acontecimientos o circunstancias semejantes, tenemos la sensación ligeramente sorprendente, y otras decepcionante, que el presente de pronto, ya se había hecho realidad en palabras, es decir, ya tenía nombre y apellido en algunos casos. Más allá de los aspectos estrictos de comunicar, el lenguaje ha tenido y tiene la función de diferenciar no sólo las clases sociales, sino que, como estrategia formal es el modo mediante el cual se construyen las identidades nacionales. Concretamente cada grupo social usa diferentes registros de la lengua, que modifican según las situaciones, y que sin lugar a dudas reflejan no sólo a la sociedad, sino a la cultura en la que se usa. Lo que en consecuencia determina el comportamiento de sus ciudadanos, en este caso precisamente, la de los protagonistas de la Historia, aquellos que con sus palabras y actos participaron del curso de los acontecimientos, en la constitución de una nación. Tierra de los Padres es primero que nada un emocionante y riguroso registro de la historia hecho film que parte de equiparar ficción y realidad, entendiendo que tanto una como otra son construcciones culturales, históricas y sociales, que sólo nos dan “versiones” diversas y contradictorias de los hechos, y que en consecuencia ambas comparten estrategias lingüísticas semejantes. Luego de escuchar la solemnidad del himno sumado a un recorte de imágenes de archivo que dan cuenta de episodios claves de nuestro país pertenecientes a los últimos 60 años, ingresamos a una experiencia radical que nos muestra algo así, como una “comunidad imaginada”, que da cuenta de un habla común, con grandes fracturas ideológicas que persisten e insisten en el tiempo. Porque dentro de esa comunidad, representada por las tumbas donde yacen: “aquellos que supieron hablar” coexisten profundos conflictos sociales, que hoy en el 2012 tienen la misma vigencia. Esta comunidad se hace presente en nuestro cementerio de la Recoleta, donde conviven los restos de los “que no quisieron, o no supieron callar”, porque a través de sus voces, ahora recortes claves de sus discursos, nos permiten armar una genealogía de nuestra Historia, basada en el eterno retorno de las versiones enfrentadas de los hechos, que la forman y conforman. Versiones, cuyo intercambio a más de 200 años devienen en lúcidas conversaciones, que lejos de ser puras fórmulas vaciadas de contenido por el transcurso del tiempo, se actualizan como debates de una realidad tan irreconciliable como aterradora, casi como dardos, que se cruzan y se entrecruzan hasta conseguir el espesor necesario para la reflexión. De allí su insistencia en recurrir al discurso literario moviéndose en una exigencia de veracidad y de eficacia apelativa, dada su fuerte vinculación con el contexto referencial contemporáneo, a la instancia de producción. Y al otorgarle al discurso ensayístico, la categoría de discurso narrativo testimonial. Porque las ficciones históricas o políticas tanto en Argentina, como en gran parte de Latinoamérica se encuentran íntimamente relacionadas a la formación y organización institucional de las naciones. Y eso lo vemos claramente en las primeras líneas del Facundo: “! Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta…..que desgarran las entrañas de un noble pueblo!, donde un elemento ficcional, que apela en este caso a la emotividad del receptor , va a encubrir una propuesta programática como pocas. Quizá por esto mismo su director, Nicolás Prividera cita con mucho acierto a Walter Benjamin, quien dice: “todo documento de cultura es a la vez un documento de barbarie”: ninguna civilización escapa en su construcción a la violencia. Y en esta suerte de diálogo entre los muertos somos testigos -como espectadores- de la inevitable conexión entre las producciones discursivas y las prácticas sociales. Cada uno a su manera y con sus propias palabras -las que ahora resuenan en las bocas de otros- marca el territorio, define el control, muestra el poder y deja entrever la resistencia. De las guerras civiles del siglo XIX a la última dictadura militar, de Echeverría, Sarmiento, Rosas, Alberdi, Mitre, Mansilla, Roca, pasando por Martínez Estrada arribando a Evita, Aramburu, Gianuzzi, Mallea o Walsh, en su memorable Carta a la junta militar: unitarios, federales, peronistas, antiperonistas, se enfrentan a ¿viejas batallas?. Más bien, relaciones de fuerzas que se invierten al retomar los discursos, en esto que se parece a un juego, y que es nada más y nada menos que la revelación de nuestra historia y de nuestra literatura -que la funda-: la de sus máscaras y su multiplicidad de intenciones. Porque las relaciones que la Literatura establece con la Historia y con la realidad son siempre inseparables, porque es la materia con las que trabaja, materiales ideológicos y políticos, que ésta moldea, transforma y disfraza. ¿Será posible luego de tantos enunciados, encontrar una interpretación racional, un renunciamiento a los propios intereses, para que este documento supere alguna vez la connotación de la barbarie? Tenemos la experiencia, pero aún no sabemos muy bien qué hacer con ella. Tierra de los Padres tiene tanta fuerza narrativa como formal. Así como en M , su director filmaba la búsqueda de datos sobre su madre desaparecida, con un resultado contundente, donde había una crítica no sólo al cine argentino, sino a los organismos de derechos humanos y a los militantes. Prividera vuelve nuevamente a distanciarse de los discursos conocidos, reconocidos y muchas veces anacrónicos, redoblando su apuesta en ambos sentidos, y retorna a ser esa especie de puente entre las generaciones, aunque el acto de narrar lo comparta en este caso, con diferentes hombres y mujeres que aparecen y desaparecen como fantasmas de una doble escena, la del cementerio y la de la Historia, la visible y la invisible a los ojos, pero permanente en la memoria: la de la infraestructura ubicada en el centro de la metrópoli y la del verdadero cementerio, que es nuestra memoria, en palabras de Rodolfo Walsh. Historia, literatura, discursos, palabras célebres, malditas, amadas, repudiadas, responsables de prácticas solidarias, fraternas, asesinas, generosas, mezquinas, de color celeste y blanco como la bandera, roja como la sangre, como tanta sangre derramada en vano, figura a repetición del Matadero, o amarilla-rojiza, como el sol que entra en nuestro río marrón.. Testigo mudo… en ese sobrevuelo final por nuestro Buenos Aires querido, mientras escuchamos Va Pensiero de Verdi en un final realmente emocionante como pocos, donde todos los sentidos confluyen. La realidad se encuentra armada de ficciones. Y la Argentina es un espacio donde el discurso del poder ha adquirido en muchas oportunidades la forma de una ficción criminal, no meramente discursiva, claro está. Y la Patria lo demuestra. No se pregunten por qué Tierra de los Padres no fue programada ni en nuestro Festival Internacional de Mar del Plata. Y por favor! mucho menos aún, (por doblemente inexplicable) en nuestro querido Bafici. Gócenla! Esta es una prueba más de los entrecruzamientos de la realidad, de los absurdos enfrentamientos y exclusiones, que la inevitable asociación deseo, saber y poder da lugar. Exclusión inentendible. Momento preciso para duplicar la lectura y sentido del film, por mínima, vital y móvil metáfora del uso inadecuado del poder: llámese costumbre de beneficiar (siempre) primero a los amigos. Sana costumbre, sin excesos.
Después de M, su conmovedora y rabiosa ópera prima acerca de su madre desaparecida en la última dictadura militar argentina, Prividera toma un camino inesperado aunque no menos personal, más allá del drama íntimo e histórico: filmar 200 años de historia argentina desde una necrópolis aristocrática, allí donde los supuestos héroes de la patria descansan. El cementerio de la Recoleta, en el centro de la Capital Federal, es el escenario elegido para que hombres y mujeres de distintas edades y profesiones (cineastas, escritores, actores, estudiantes, etc.) lean algunos textos centrales e ideológicamente relevantes de la Historia argentina oficial (y no oficial), en la mayoría de los casos al lado o al frente de las tumbas de sus autores. El resultado es magnífico y perturbador: los textos resultan actuales (y universales), más allá de que algunos pertenezcan al siglo XIX. Alberdi puede ser un contemporáneo de Paco Urondo; Rosas, de Lugones. Una cita de Evita, en uno de los momentos claves del film, adquiere una validez extrapartidaria, y de algún modo explicita la perspectiva del cineasta, jamás distanciada o neutra, sobre la violencia de clase que atraviesa la historia argentina. Si bien el texto urde un relato coral, algunas voces desentonan más que otras: las citas de Sarmiento, nunca fuera de contexto, denotan la barbarie congénita de su liberalismo de avanzada, mientras que el pasaje de la “Carta abierta a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh sintetiza una lucha por la justicia y la equidad, y cada palabra tiene una dignidad irrefutable frente a otros discursos leídos, pletóricos de galimatías y figuras retóricas que sólo resguardan el odio y el desprecio de clase. Los cuidadosos planos fijos y las elecciones de encuadre se apropian de las estatuas del cementerio, haciéndolas valer como elementos de una puesta en escena lúcida en donde arquitectura y discurso sintetizan los antagonismos y luchas de un país signado por la violencia, lo que se anuncia desde el comienzo con un trabajo de montaje controversial sobre material de archivo de varios estallidos sociales, incluyendo el de diciembre de 2001, mientras suena el himno nacional argentino. Prividera no desestima mostrar la vida que subsiste en la ciudad de los muertos, y en varios pasajes filma a los cuidadores de los mausoleos y panteones (hay un plano de la tumba de un trabajador del cementerio), observa a los gatos que deambulan, a veces disputándose una paloma muerta, y registra la visita de turistas, estudiantes, familiares y compatriotas. Pero Prividera tiene reservado un giro final; un preciso travelling aéreo sobre el cementerio tendrá un destino específico que refuerza la idea de una contrahistoria: la que viven inconscientemente en la memoria, como los espectros que la representan, quienes desconocen el descanso eterno.
Tumbas de la ¿gloria? Finalmente, se estrena... Y en el muy atinado ámbito de la Sala Lepoldo Lugones, que se ha transformado en el centro de muchos lanzamientos de calidad en los últimos tiempos (El estudiante, La vida útil, 35 rhums, etc) Para el que le interese interiorizarse aquí y aquí se puede leer la polémica que se generó luego de los textos públicos de Prividera tras la no inclusión de Tierra de los padres en los festivales de Mar del Plata y BAFICI (nuestro blog Micropsia). Y a continuación reproducimos la reseña del film publicada durante la cobertura del Festival de Toronto 2011, donde Tierra de los padres tuvo su premiere mundial: Luego de la autobiográfica, dura, controvertida e inteligente experiencia que propuso con M, Prividera redobla la apuesta con un film más experimental, más radical, pero tan político como el anterior, ambientado en buena parte de sus 100 minutos dentro del Cementerio de la Recoleta. La película arranca con imágenes de archivo de “los muertos” de la violencia política: los del ’55, los de Ezeiza, los de los fusilamientos, los de Malvinas, los de la dictadura, los de diciembre de 2001… El fondo musical lo dice todo: es el Himno Nacional y su “juremos con gloria morir”. Luego -en un dispositivo que por momentos remite a Profit Motive and the Whispering Wind (John Gianvito figura entre los agradecimientos de los créditos finales)- apela a imágenes, en su mayoría fijas, de las tumbas de la gloria oficial. Prividera filma a amigos artistas e intelecutales (José Campusano, Gustavo Fontán, Pablo Mazzola, Carlos Gamerro, Alejandro Tantanián, Gustavo Nielsen, Ricardo Ibarlucía, Vanessa Ragone, Ignacio Masllorens, Martín Kohan, Sebastián Escofet, Agustin Mendilaharzu, Maricel Alvarez, Lucia Cedrón, Susana Pampín) leyendo citas de intelectuales, militares y políticos tan diversos como Esteban Echeveria, Facundo Quiroga, José María Paz, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Juan Manuel de Rosas, José Mármol, Hilario Ascasubi, José Hernández, Juan Lavalle, Carlos Guido y Spano, Bartolomé Mitre, Lucio V. mansilla, Julio A. Roca, Leopoldo Lugones, Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada, Eva Perón, Silvina Ocampo, Juan José Valle, Oliverio Girondo, Ibérico Saint-Jean, Rodolfo Walsh, Emilio Massera, Paco Urondo y Mariano Moreno en las que quedan expuestas las contradicciones, las rivalidades, los odios que llevaron a tanta sangre derramada en casi todas las etapas de la historia argentina. Entre esas frases célebres (y solemnes), la cámara de Prividera registra el trabajo cotidiano de los empleados de mantenimiento del cementerio, el paso de unos gatos, la visita de turistas y escolares con la desganada labor de la guía de turno o las celebraciones (marcha incluída) que “los muchachos peronistas” hacen hacia Juan Domingo y Evita frente a la lápida de ella en sus aniversarios. El desenlace retoma el tono épico del arranque: una larga toma aérea desde el cementerio hasta la inmensidad de Buenos Aires y el Río de la Plata. Allí donde desde los aviones se terminó con la vida de cientos, miles de luchadores (enemigos) en la más cruel de las expresiones de nuestra historia. Una película contundente, rigurosa, ardua, extrema, demoledora.
Ya dije en muchas oportunidades que soy un cronista que ve muchos documentales. "Tierra de los padres", de Nicolás Pridivera, venía precedida de elogiosos comentarios, y mucho más, cuando fue la apertura de la I Semana del Cine Documental Argentino, hace unos días. Segundo opus del director, esta propuesta es presentada como ensayo dispuesto a transitar por caminos poco convencionales dentro del género. El resultado, un film original, con mucho material para el debate y en el que si no aceptás las convenciones del encuadre, es sin dudas de dificil aprehensión para el espectador corriente. La película tiene su epicentro en el cementerio de la Recoleta. Toda nación necesita un gran lugar para conservar a sus muertos ilustres y ese es nuestro espacio. En caso de que no lo conozcan, está enclavado en una zona acomodada de Buenos Aires y su estructura arquitectónica se asemeja a una ciudad. Allí están los restos mortales de próceres, caudillos, presidentes y figuras claves de nuestra historia. El recorrido que hace este documental se da en sus callecitas estrechas, frente a los mausoleos y tumbas, donde distintos lectores pondrán voz a las palabras de Mitre, Sarmiento, Roca, Alberdi, Evita, etc... La técnica elegida no da mucho espacio para el movimiento, se propone como una escucha relajada en un ambiente especial. Hay algunas fragmentos de la vida de los empleados dentro del cementerio (breves), pero el film se compone enteramente de sujetos sentados frente a las tumbas, leyendo textos (muy bien seleccionados) de personalidades en la vida nacional. La fotografía es luminosa y la elección de cada fragmento que es leído es interesante pero lo que arranca como muy atractivo en su inicio, con el correr de los minutos tiende a decaer. Preso de su encuadre, el film sigue su recorrido trayendo reflexiones valiosas que van perdiendo fuerza a lo largo de su extensión por ser presentadas de la misma manera. Para destacar, dos grandes escenas, la de apertura y la de cierre, panorámicas, impactantes y estupendamente filmadas (la primera sobre el cementerio y la segunda, una toma área brillante) que son muestra de la calidad del equipo técnico que trabajó el film. Sin embargo, entre esos dos hitos, no hay mucho relieve en el relato para atraer al público. Entendemos la propuesta y la intención del director a la hora de diseñar su película, pero nos vemos obligados a reconocer, desde la butaca, que el resultado está lejos de lo esperado y quizás alterar el ritmo que va generando el film con otros dispositivos (por ejemplo, actores interactuando escenas históricas) hubiese dado un mayor vuelo a este documental. Solo para eruditos y amantes de la lectura y la historia. Más una tesis en formato fílmico que una propuesta cinematográfica convencional, ir advertidos.
Una historia escrita con tinta sangre “No se puede ser libre sin matar”, son algunas de las frases que se pueden escuchar durante este el segundo film del cineasta Nicolás Prividera. En su anterior trabajo, M, evocaba a su madre desaparecida durante la última dictadura militar. En este caso, va mucho más allá y se sumerge en la compleja historia argentina contada por las múltiple miradas de una misma sociedad. Las diferencias entre quienes vivieron en este país, quedan a las claras y, a la vez, todas, conviven dentro del mismo escenario, el Cementerio de la Recoleta. Es paradójico que en él cohabiten personalidades como Esteban Echeverría, Juan Manuel de Rosas, Facundo Quiroga, Domingo F. Sarmiento, Juan B. Alberdi, José Mármol, José Hernández, Juan Lavalle, Bartolomé Mitre, Julio A. Roca, Eva Perón, Paco Urondo, Rodolfo Walsh y Juan José Valle, entre muchos otros. Este emblemático cementerio que no da miedo por sus tumbas, pero si por las duras ideas y palabras de muchos que descansan en el predio. Estos actores de la historia que sabían estar enfrentados, deben compartir la misma tierra que una vez los vio luchar. Batallas y guerras que solo derramaron sangre en las tierras del sur y poco ha logrado solucionar. Ideas no compartidas que dividían clases sociales con verjas rojo púrpura por pensar distinto: Unitarios y Federales, Gauchos y Alta Sociedad, pobres y ricos o, simplemente, argentinos con distintas doctrinas. Un película que narra con palabras claras, silencios justos y tomas exactas lo que pasó y muchas veces se olvidó. Todo en un mismo submundo de mármoles y epitafios. Tierra de los Padres (quizás padres de la Patria) es vital para la memoria que revela miserias de la historia argentina que no se debe desconocer.
Nicolas Prividera instala su documental en el cementerio de la Recoleta. Allí están los cuerpos de los que en vida fueron enemigos acérrimos en nuestra historia. Original idea, buena realización. Sólo en la Sala Leopoldo Lugones.
Detrás de la aparente paz del cementerio se esconde el germen de la violencia. Esa parece ser la operación simbólica más evidente de Tierra de los padres, el valioso film-ensayo de Nicolás Prividera, que se estrena hoy en Buenos Aires luego de un sonado affaire en el último Bafici, del cual fue curiosamente excluido. La película pone en conversación a una serie importante de testimonios escogidos cuidadosamente por el realizador para sintetizar la historia de antagonismos políticos que ha caracterizado a la nación argentina desde su nacimiento hasta hoy; deja siempre el espacio abierto para que cada espectador incorpore su propia voz en esa discusión aguda y permanente que nos permite armar nuestro mapa ideológico. Un grupo de personas -escritores, periodistas, cineastas, el propio Prividera- leen fragmentos firmados por protagonistas de la historia nacional (Esteban Echeverría, Juan Manuel de Rosas, Facundo Quiroga, Domingo F. Sarmiento, Juan B. Alberdi, José Hernández, Juan Lavalle, Bartolomé Mitre, Julio A. Roca, Eva Perón, Rodolfo Walsh, entre otros), con el cementerio de la Recoleta como ominoso escenario, una idea que el matrimonio francés Straub-Huilliet y el documentalista estadounidense John Gianvito, por citar dos casos reconocidos, ya habían llevado a cabo y que parecen haber inspirado a Prividera, quien de hecho los menciona en los agradecimientos de su film. El cineasta ya había despertado encendidas polémicas con su anterior película, M , una poderosa y profunda reconstrucción de las circunstancias que rodearon la desaparición de su madre, Marta Sierra, durante la última dictadura militar. "Uno tiene un concepto de la memoria como algo fijo, inmutable, pero en realidad es todo lo contrario, porque la memoria individual y colectiva es como un campo de batalla donde hay conflictos y pasiones, y eso es todo lo contrario a un museo o un cementerio", declaró el director hace poco. Es una buena síntesis de lo que Tierra de los padres propone con valentía e inteligencia: contraponer a esa idea de una memoria cristalizada la de la mutación constante, la de la revisión actualizada. Como bien han dicho las Madres de Plaza de Mayo desde siempre, no hay futuro sin memoria. Prividera recoge ese revelador axioma y le inyecta oxígeno para que siga respirando.
Una Historia violenta Doscientos años de Historia argentina, a través de enunciados cargados de violencia, en una confrontación verbal y arquitectónica sin tiempo. Con la cadencia y el lirismo de un poema cinematográfico. Esta es la propuesta, nada convencional, interpeladora, bellamente feroz, de Nicolás Prividera, cuya opera prima, M , en torno de su madre desaparecida durante la dictadura, mereció adjetivos parecidos, aunque fuera distinta. En Tierra..., Prividera, de sólida formación intelectual, trabaja en base a “diálogos” -de muertos- y contrastes ideológicos y estilísticos. Sus herramientas: rigurosos planos fijos en el Cementerio de la Recoleta, encuadres múltiples -que abarcan desde suntuosos mausoleos hasta nichos abandonados- y, sobre todo, la lectura de textos de personajes históricos. Una dialéctica de -y sobre- la violencia argentina, en un ámbito de “paz” y también de muerte. Los que leen, muchas veces junto a la tumba del autor de cada texto, en medio del devenir cotidiano de la necrópolis, se esfuman al terminar: como si fueran médiums fantasmales. Queda el eco de las ásperas palabras de Sarmiento y Rosas, de Lugones y Alberdi, de Massera y Walsh, y tantos otros. Voces que resuenan entre los sepulcros y que son, cada una a su modo, revulsivas. Y que conforman un entramado de ¿viejos? antagonismos vueltos presente. El director no oculta influencias, como la de John Gavito, realizador de Profit Motive and the Whispering Wind : mudo abordaje de la historia de los Estados Unidos a través de tumbas y placas recordatorias, pero de aquellos olvidados que se movieron en los márgenes de la Historia oficial. Prividera, que no ofrece su filme como un ensayo histórico, acierta con un travelling final, aéreo, en el que panteones y voces se funden y confunden. Mientras suena Va pensiero , de Verdi, la cámara nos conduce hasta el Río de la Plata, ese otro cementerio, atroz. Mirada que nos remite a la del Angel de la Historia de Walter Benjamin: clavada en las ruinas del pasado, con dirección inevitable, ciega y angustiante, hacia el porvenir.
La historia como campo de batalla La propuesta del nuevo film del director de M es tan audaz, controversial, despojada y esencial como la propia puesta en escena, confirmando a Prividera como el nombre más lúcido y singular del cine político argentino de las últimas décadas. El expediente no podría ser más sencillo, más mínimo, más elemental: junto a la tumba de un prócer, un pensador, un político –un “padre de la patria”, para decirlo un poco a las apuradas–, una persona –un escritor, un filósofo, un director de cine, un actor– lee un texto escrito por quien ahora ocupa esa tumba. No sólo a eso se reduce Tierra de los padres, opus 2 de Nicolás Prividera (autor del documental M, uno de los films políticos más importantes que haya producido el cine argentino en toda su historia). Hay una segunda reducción, en beneficio de la concentración espacial, consistente en hacer transcurrir Tierra de los padres exclusivamente en el Cementerio de la Recoleta. Es por ese motivo que no se hacen oír aquí todas las voces más significativas de la historia argentinas, sino casi todas. Algunas ausencias son notorias, y más que ninguna la de Juan Domingo Perón, enterrado en el cementerio de la Chacarita y representado aquí por la voz de Evita, que descansa en Recoleta. Más allá de esas ausencias, el resultado es tan audaz, controversial, despojado y esencial como la propia puesta en escena, confirmando a Nicolás Prividera como el nombre más lúcido y singular del cine político argentino de las últimas décadas. La mayor audacia de Tierra de los padres consiste en concebir la historia argentina no desde el número 1 sino desde el número 2. La película no intenta imponer una visión, una interpretación, una posición, sino que recuerda –plano a plano, texto a texto– que desde los inicios hasta hoy, si en algo consistió esa historia fue en el enfrentamiento entre dos posiciones. Enfrentamiento enconado, sangriento, mutuamente excluyente. Enfrentamiento a muerte. Tal como se expresa en la secuencia introductoria, suerte de pórtico u obertura, que presenta los temas de la película apelando a una forma a la que de allí en más no volverá a echarse mano. Montaje de material documental de archivo, esa secuencia de menos de cinco minutos atraviesa la historia argentina (desde el momento en que el desarrollo técnico permitió filmarla, al menos), llegando hasta la represión armada del 20 y 21 de diciembre de 2001 y la masacre de Avellaneda, en junio del año siguiente. Lo más conmocionante, lo que produce un sacudón violento, es que esa sucesión de corridas policiales, persecuciones, cargas militares, apaleos, bombardeos, disparos, crímenes deliberados y sangrientos, había sido vista antes, pero nunca escuchada así: está musicalizada con el Himno Nacional Argentino. Esa secuencia introductoria pudo haber sido un corto y hubiera sido extraordinario: jamás, que se recuerde, el símbolo mismo de la voluntad, ilusión o simulación de consenso, de armonía, de unanimidad se usó para expresar, como aquí lo hace Prividera, que la concreción de esa ilusión dio en la realidad el resultado contrario. De allí en más, lo que era imagen se vuelve texto. “Mártires sublimes de la Patria”, lee una alumna de guardapolvo, pronunciando así y dando la sensación de que no oye lo que lee: una suerte de comentario al margen sobre el estado de la educación argentina. El texto, de Esteban Echeverría, habla de partidos “que han dividido y dividen a los argentinos”, dejando en manos de Dios la posibilidad de concordia. De allí en más Dios ya no volverá a aparecer: su lugar pasa a ser ocupado por las más encarnizadas divisiones. Tierra de los padres inicia su versión de la historia argentina con el enfrentamiento entre unitarios y federales (pudo haberlo hecho con Moreno y Saavedra) y sigue hasta hoy. Hasta ayer nomás, en verdad, en tanto la propuesta se reduce a releer el pensamiento de quienes ocupan la Recoleta. El último texto estremece. “Todos tuvimos que pedir su intervención a las Fuerzas Armadas”, empieza diciendo. Es de 1983 y lo firman todas (pero todas, todas) las “fuerzas vivas”, desde la Asociación de Bancos Argentinos hasta la Sociedad Rural, pasando por la Cámara de Comercio y la Cámara de Anunciantes. Lejos de toda inocencia, el montaje hace que los textos se sucedan de tal modo de entrar en diálogo o colisión. Sarmiento aboga por no ahorrar sangre de gaucho; Alberdi responde: “El día que creáis lícito destruir al gaucho que no piensa como vos, escribiréis vuestra propia sentencia de exterminio”. Rosas hace un llamamiento al terror y –otra vez: es una de las palabras que más veces se repiten– el exterminio. Los liberales Mitre y Lavalle contestan con llamamientos aún más sangrientos. Notable, Alberdi radiografía el carácter salvaje del liberal argentino, y parece que estuviera hablando tanto de aquéllos como de los de ahora. Roca pide exterminar al indio, el gran Lucio V. Mansilla lo reivindica. Y así sucesivamente, hasta cerrarse con un travelling aéreo que confirma a la Recoleta como sinécdoque, más que simple mausoleo. Habrá quien diga que filmar gente leyendo no es cine: como si escribir, leer, convocar a la reflexión y filmar todo eso no fueran hechos del más alto dramatismo. Dueño del más justo y cadencioso tempo dramático, de imágenes cristalinas, de un silencio que invita a pensar, que este film extraordinario haya sido rechazado no por uno, sino por los dos festivales de cine más importantes de la Argentina, es un verdadero escándalo, una vergüenza, una prueba de que jamás conviene atribuirles a un festival o a sus programadores infalibilidad total.
¿O juremos con gloria morir...? Después de su ópera prima M, el realizador argentino Nicolás Prividera tomó un camino más que inesperado: filmar 200 años de historia argentina desde las tumbas del cementerio de la Recoleta. Y salió airoso. Monumentos, panteones, placas, textos. El cementerio de Recoleta como espacio de acción discursiva y de confrontación de voces de la historia argentina. Un prólogo mortuorio con imágenes de la Argentina de la segunda parte del siglo XX, acompañadas por los sones del Himno Nacional y un epílogo fúnebre donde el Río de la Plata cobra protagonismo mientras “Va Pensiero” de Verdi recorre ese otro cementerio de cadáveres. Nicolás Prividera opina desde los textos de próceres, políticos, intelectuales, presidentes y proclamas qué fueron aquellos tiempos y qué es esto de hoy. La operación estética es singular: recorrer el cementerio aristocrático desde la lectura del pasado para llegar a la reflexión del presente y –vaya intención– explicar la sangre derramada, los enfrentamientos, los ajusticiamientos y los incontables cadáveres que sintetizan un país. En ese sentido, Tierra de los padres no es sólo una lección de historia convencional donde diversas personalidades de la cultura leen la palabra escrita de casi dos siglos junto a lápidas y monumentos recordatorios. Tierra de los padres coloca en tensión a la Historia porque la elección de textos es democrática y en algunos casos deja vislumbrar las contradicciones de un mismo personaje. Sarmiento y su Facundo, Lugones y su espada, la feroz ambigüedad de Rosas, la autosuficiencia asesina de Roca y la visión de futuro de Moreno son algunas de esos parlamentos que tienen que estar sí o sí en un film de estas características. Pero horrorizan personajes secundarios como Hilario Ascasubi y su goce a pleno al narrar las torturas a los salvajes unitarios. Sin embargo, la película no se queda sólo en eso: el cementerio también es recorrido por visitantes, turistas y estudiantes que escuchan el desgano de una guía cuando se planta frente a la tumba de Eva Perón. Y junto a ese mismo mármol un pequeño grupo de veteranos fieles al movimiento entona la marcha, pero no la primera parte, sino la segunda y tercera, resignificando a la celebrada y mítica canción. ¿Puro azar? ¿Casualidad o causalidad? No importa, eso muestran las imágenes. Dos gatos se disputan una paloma muerta, los trabajadores del lugar hablan entre ellos de sus rutinas mientras transportan ataúdes, las angulaciones de cámara sobre determinados monumentos van más allá del virtuosismo del encuadre. Planos planificados fusionados a planos azarosos que terminan resultando una de las tantas virtudes del film. Los testimonios de la segunda mitad del siglo XX –Rodolfo Walsh, Victoria Ocampo, el general Valle, Videla, Massera, entre otros– anuncian el último viaje, el de ese plano secuencia aéreo de cinco minutos sobre el interminable río mientras el coro de “Nabucco” actúa como contrapunto de aquellos fantasmas que cobraron vida detrás de los muros.
La memoria del país en la Recoleta Como en su película "M", "Tierra de los padres" revela una búsqueda de la memoria, de la identidad de un país. En este caso a través de confrontaciones a lo largo del tiempo. Nicolás Prividera elige como lugar de filmación, el cementerio de la Recoleta, una superficie de más de cincuenta y cuatro mil metros cuadrados, que cambió su destino a lo largo de los siglos, desde su condición de huerta de los padres recoletos en el siglo XVIII con su iglesia y convento, hasta transformarse en gran cementerio de gente de poder y prestigio en el XIX con la epidemia de fiebre amarilla. Enmarcada entre la imperturbabilidad de la muerte y la eternidad cambiante del río, pero siempre acunada por el himno nacional, un grupo de artistas e intelectuales leen frases de políticos, escritores, o escritores-políticos, referidas al país que amaron, por el que lucharon, del que tuvieron que partir o por el que sufrieron martirio, pagaron culpas, desconocieron creyendo conocerlo o violentaron: la Argentina. Indudablemente la autenticidad, el autoritarismo, el prejuicio, el fervor, la resignación, el desengaño, la violencia embanderan palabras de siglos actuales o pasados, dichas por Echeverría, Facundo Quiroga, Sarmiento, Alberdi, Rosas, Mármol, Ascasubi, Hernández, Lavalle, Mitre, Mansilla, Roca, Lugones, Mallea, Martínez Estrada, Eva Perón, Silvina Ocampo, Juan José Valle, Girondo, Rodolfo Walsh, Massera, Urondo, Mariano Moreno y tantos otros. De sus amores, de sus odios, hablan sus ideas, equivocadas, justicieras, patriotas, ambiguas, ricas en deseos, embebidas en sangre, guerreras o pacifistas. IDEA ORIGINAL Ideas dichas por los que "viven" en sus tumbas, bajo vestiduras de mármol de esculturas inmutables. Ideas que significaron honores, muertes, asesinatos, todas con la misma fuerza y convicción, esta vez dichas por poeta, intelectuales, artistas. En medio de gatos que transitan las bóvedas, sepultureros que discuten los nuevos precios del servicio y flores de entierros, recolectadas para volver a venderse. Hace seis años Heddy Honigmann construyó un poema filmando el documental "Forever" en el cementerio del Pere Lachaise de París, con Chopin, Proust, Piaf o Callas y sus incondicionales seguidores; Prividera, de cuarenta y dos años elige también una tierra de muertos, pero lo hace para convocar los fantasmas que construyen la historia social de un país, precedidos de una escena de víctimas que suponen victimarios. A través de imágenes de archivo se pasa revista a la revolución del 55 o a las de los campos de Ezeiza, Malvinas, el 2001. Película para reflexionar, para cuestionar y de introspección necesaria, mientras la imagen final evoca aquella escena inolvidable de "Garage Olimpo" con el Río de la Plata que deja de ser el río color de león de Mallea, para convertirse en ominoso destino final.
Las voces del silencio Tierra de los padres protagonizó este año un pequeño escándalo debido a la negativa del Festival de Mar del Plata y del BAFICI a sumarla en su programación. Antes que nada, digamos que el escándalo excede a la propia obra, aunque algunos elementos de esta película de Nicolás Prividera demuestran que en su construcción existen algunos elementos de choque, de interpelación al espectador (al director no le gusta el término “provocación”), en el hecho de extractar frases de personalidades como Sarmiento, Alberdi, Roca, Massera, Walsh, Eva Perón (la lista sigue y es larga) y recitarlas frente a algún mausoleo del Cementerio de la Recoleta, escondiendo algún simbolismo, casi siempre de una perversidad histórica. El mecanismo es el siguiente (y digo mecanismo porque precisamente esa puesta en escena mecánica es lo más difícil de sobrellevar en Tierra de los padres): una persona, libro en mano, lee un texto frente a alguna tumba, luego se esfuma de manera espectral. Así sucesivamente, mientras se imbrican algunos planos aislados de la vida en ese emblemático cementerio de la Ciudad de Buenos Aires. Al esquematismo de esta puesta en escena (algo que uno podía entrever de antemano: 100 minutos de recitados frente a nichos, tumbas y mausoleos, no se nos prometía otra cosa) se contraponen un prólogo y un epílogo en los que el director busca contextualizar de alguna forma lo que es casi un ejercicio de estilo. Debo reconocer que me gustó más el cierre que el comienzo, ya que el film inicia con una serie de imágenes de revueltas callejeras, revoluciones, represiones policiales con el Himno Nacional Argentino de fondo que me resultó una idea bastante banal y hasta trillada (de hecho una idea similar, aunque en otro contexto, filmó Caetano en Un oso rojo). Por el contrario, en el epílogo la cámara toma movimiento (digamos que el rodaje en el interior del cementerio es una sucesión de planos fijos) y las ideas visuales son mucho más ricas: por empezar, ese coro de voces que se funde de manera fantasmal como un ruido espectral que quiere gritar, significar algo desde el cementerio, y luego esa cámara que se aleja y se ahoga en el río, como algunas vidas que fueron sustraídas en algún pasado violento del país. Lo que se refleja en Tierra de los padres -una película que vista de manera descuidada puede resultar repetitiva y tediosa- a partir de la selección de textos, de las imágenes capturadas en el cementerio y desde el comienzo y el cierre, es la historia de un país escrita con sangre, un país de sociedades contrapuestas, de poderes que han negado al otro, donde las personas adquieren identidad a partir de su palabra puesto que lo físico, lo tangible, ha sido sustraído. Casi como una metáfora de la última dictadura, que es sin dudas el tramo de historia que le permite al film tomar más fuerza y ser más concreto en sus significados e implicancias historicistas (no en un sentido tradicional). Es verdad que ese trayecto interior de la película de Prividera, ese largo muestrario de voces, relatos e imágenes estancas (por más straubsiano que quiera ser el director), lo hace bastante monótono y un recorte no hubiese estado mal. A veces cierta pretensión abarcativa le hacen perder el norte a Tierra de los padres, porque por más que la historia argentina haya estado marcada por la virulencia del poder y se quiera relacionar al indio, con el gaucho y la subversión (en la mirada igualadora del relato histórico según los intelectuales y poderosos de cada momento, que son citados) y darles el estatus de víctimas de su tiempo, en todo caso hizo falta un sustento argumentativo mayor que la descontextualizada extracción literaria. A veces la película dice más sobre su tesis en la invisibilidad que adquieren aquellos trabajadores del cementerio o en esos gatos que se pelean por el cadáver de una paloma, planos que se filtran entre el maremágnum de voces que por momentos nos superan. Más allá de esta polémica, Tierra de los padres es simplemente una película, y una bastante buena debo decirles. Vendría bien que se acerquen a verla.
Recitado inexpresivo de parte de la historia «Que a mi patria la fundaron/ a golpes y cachetazos. / ¡Cuántas voces se callaron/ a machete y a balazos!», dice una canción de Piero, «Coplas de mi país», muy aplaudida en los 70, salvo unos que gritaban «Fusiles, machetes/ por otro 17», herederos de otros que años antes gritaron «Cinco por uno, / no va a quedar ninguno». El recuerdo viene a cuento porque la obra que acá vemos pinta, precisamente, un país formado en el desprecio y el odio. Para ello selecciona algunas frases de figuras nacionales que sucesivas personas van leyendo a cámara, ante sus tumbas, sobre ellas, o recostadas contra las paredes de sus bóvedas, todas en la Recoleta. Frases como «Que de esta raza de monstruos no quede uno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa que sirva de terror y de espanto» (discurso del brigadier Rosas), «Contra los indiferentes, los anormales, los envidiosos y haraganes; contra los inmorales, los agitadores sin oficio y los energúmenos sin ideas» (Manuel Carlés, Manifiesto de la Liga Patriótica Argentina), «Primero mataremos a todos los subversivos, luego a sus colaboradores, luego a sus simpatizantes, luego a aquellos que permanezcan indiferentes, y por último mataremos a los indecisos» (arenga del general Ibérico Saint-Jean), etcétera. Bajezas de unitarios y federales se alternan al comienzo. Todos muestran la hilacha. Después no hay alternancia. Solo se leen expresiones intolerantes y rastreras de un solo sector nacional. Pero entre medio, criticando la barbarie, surgen las voces de Juan Bautista Alberdi, José Hernández, Guido y Spano, la carta del general Valle a su verdugo, la pena del general Lucio V. Mansilla: «¡Ah!, esta civilización nuestra puede jactarse de todo, hasta de ser cruel y exterminadora consigo misma. Hay, sin embargo, un título modesto que no puede reivindicar todavía: es haber cumplido con los indígenas los deberes del más fuerte. Ni siquiera clementes hemos sido». El recordatorio incluye expresiones racistas de algunos escritores preclaros, transcribe con suavidad el exaltado resentimiento de Eva Perón contra «la raza maldita de la oligarquía», se demora en imágenes vagas. Puede reprocharse la ausencia de proclamas belicosas de anarquistas y guerrilleros, la inclusión de un comentario del doctor José A. Wilde sobre los mendigos profesionales de la Gran Aldea (¿lo acusarán de «criminalización de la pobreza»?), y un descuido en los epígrafes: la descripción del asesinato de Aramburu no fue anónima, en ella se vanagloriaron Firmenich y Arrostito. Toda selección es discutible. Pero también motivadora. Lástima que los lectores sean poco expresivos, displicentes, salvo uno que recita «La refalosa», de Hilario Ascasubi, detallando alegremente la vejación de un infeliz a manos de mazorqueros.
Una historia tan interesante como aburrida La historia argentina tiene elementos para divertir hasta al más piantado pero Nicolás Prividera eligió contarla en un formato que aburre para Tierra de los Padres. Nicolás Prividera, el autor del brillante documental "M", en el que perseguía la historia de su madre desaparecida durante la dictadura militar, eligió para su segundo largometraje contar a la historia argentina con el cementerio de la recoleta como única locación. Sin embargo a la hora de ejecutar su idea, decidió filmar a personas leyendo frente a la cámara. Los contadores leen textos de personajes históricos argentinos relevantes enfrente de sus tumbas. El gran problema reside en que el mensaje(que la historia se repite y qué vamos a hacer con ella) no llegará al receptor si éste se aburre o se queda dormido. Y es una pena porque la historia argentina, tan llena de vencedores y vencidos, de enfrentamientos tan repetidos a pesar del paso del tiempo, de oligarcas en lucha contra el pueblo y de grandes escritores, caudillos y revolucionarios, no es tan aburrida como personas leyendo delante de una cámara. Toda la película recae en la fortaleza de los textos seleccionados y si bien, la elección no es mala (sí demasiado cronológica. Si se quería comparar al gorilismo con la oligarquía, hubiera sido más lógico intercalar los textos) jamás puede conseguir la atracción completa del espectador. Sin un mínimo de entretenimiento, el cine puede querer decir muchas cosas pero nunca lo conseguirá. Un viejo canta la marcha peronista. Un viejo canta la marcha peronista. Tal vez algún día Tierra de los Padres se utilice para enseñar historia argentina en alguna escuela. Servirá para mostrarles a los chicos como la historia argentina es una constante repetición en un formato cinematográfico. A pesar de la enorme desilusión del segundo largometraje de Prividera, al menos nos queda la esperanza de algo mejor. La escena en la que un viejo canta la marcha peronista y una turista lo filma, o aquella en la que dos gatos se pelean por un pájaro muerto demuestran que el director de M tiente talento y seguramente en el futuro vuelva a hacer una película que guste un poco más. ¿Verla o no verla? Once cosas más interesantes para hacer en dos horas antes que mirar Tierra de los Padres. 1-Ver M, Uno de los mejores documentales sobre la dictadura militar que se hayan filmado en la Argentina. 2- Ver cazadores de Utopías, el documental por excelencia sobre Montoneros.3 Ver cualquier película de Leonardo Favio.4 Ver cuando las aguas bajan turbias.5 Leer el Facundo. 6.Leer el Martín Fierro. 7 Leer a Mariano Moreno. 8- Leer el Matadero 9- Leer la Carta Abierta a la Junta Militar. 10- Averiguar sobre la historia de los cadáveres de Eva y Juan Domingo Perón.11 Visitar el Cementerio de la Recoleta. Solo si usted ya hizo estas 11 cosas no estará malgastando su tiempo en la sala de cine. Luego podrá dormirse o no pero con la conciencia tranquila.
ABRIR LAS CRIPTAS Tierra de los padres es una película inteligente, inquisidora Y su paso por las salas constituye en un hecho estético / político / poético de una relevancia notable. Tierra de los padres es una película compleja. Una película que a la que todo análisis de este tipo le resultará en definitiva provisorio, injusto, incompleto. Tierra de los padres es una película sorprendente. Lo es en lo formal, pero también en las voces y los discursos que la habitan. Incluso para los que hemos tenido la suerte de leer textos variados desde la historia argentina, ciertas palabras puestas en la escena sorprenden. Tierra de los padres incluye imágenes y palabras que muchos no quisieran ver. Que no quisieran ver porque indagan, develan, interpelan a la constitución de la Nación y la Nacionalidad, para intranquilizar, para cuestionar, para abrir caminos de crítica al conjunto de dispositivos por los que nos “han” incorporado a la historia de nuestro país y al modo en que incorporamos la misma a nuestra propia subjetividad. A partir de un notable comienzo, que bien podría ser solamente un videoclip ingenioso si no hubiera algo más allá del título, el realizador nos introduce en el cementerio de la Recoleta. Un cementerio que además de sorprendente camposanto urbano devenido en espacio arquitectónico y turístico, es el espacio donde aguardan ciertas sombras terribles que Prividera evoca para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre sus cenizas, se levanten para explicarnos la vida secreta y las convulsiones que desgarran la historia de nuestro pueblo y que, como logra articularlo el realizador dialécticamente, llegan hasta el presente. El modo en que esa evocación se realiza es a partir de sus textos, de textos que imponen la razón de la violencia, textos que discuten, que se integran, se presentan como los “dobles” los unos de los otros (dobles en un sentido casi borgiano). Y esos discursos que articulan con el presente y la Historia, dado que cada uno de esos textos dialoga con su presente pero se imagina proyectado hacia la historia de la patria, nos hacen llegar hasta los temas que nos habitan: la aniquilación del otro, la jerarquía de clase, el racismo, el recorrido del gaucho, de indeseable a fuente de la nacionalidad, el inmigrante, el excluido político, la desaparición como conclusión de una larga historia de invisibilidad y desapariciones. Y nos llegan en un contrapunto suave, decoroso, sutil, la voz de solo dos mujeres: Evita y Silvina Ocampo. Discutida una, discutible la otra. Cerca de cincuenta textos cortos son leídos por otros tantos lectores, en una construcción dialéctica entre el texto y el contexto, que por momentos cobra una fuerza inusitada (por ejemplo en la lectura de la carta abierta de Rodolfo Walsh a la junta militar frente al panteón en homenaje a la “Conquista del desierto”). En ese devenir Prividera “descubre” con su mirada un cementerio que habla desde su propia arquitectura, develando la severidad de una religiosidad cómplice del poder, que vigila, que ampara y controla. Con sutileza habla de la propia relación de clase del espacio “muerto” y los trabajadores, los extraños custodios de ese pasado sin presente, pero que sigue dejando su impronta jerárquica. Tierra de los padres es una película inteligente, inquisidora, insoslayable. Y su paso por las salas, incluyendo la increíble historia del rechazo por las autoridades del BAFICI, se constituye en un hecho estético / político / poético de una relevancia notable. Larga vida a esta película de muertos que siguen imponiendo un régimen de verdad sobre nuestra historia.
La voz de los padres ¿Qué es el cine político? Nicolás Prividera establece su lucha precisamente allí, en el terreno donde otros se sienten forzados a entregar las armas. M era una película política en la que se jugaba nada menos que la identidad. La del cuerpo de una mujer sustraído por la Dictadura (quién era realmente, qué decían de ella sus compañeros de ruta, qué decisiones tomó, cómo llegó hasta un punto crucial en su vida), pero también la del cineasta, el hijo de la mujer desaparecida obligado a maniobrar como un detective en una dimensión íntima, casi intocable; ese hueso duro de roer sobre el que la política se precipita para revelarnos, no sin equívocos, su carácter esencialmente omnímodo. Prividera conseguía una película política no porque su asunto fuera el asesinato estatal y el recuento sumario de las víctimas, sino porque exponía también los modos en los que se leen la lucha armada y las distintas formas de resistencia, partes de una andamiaje condenado a las definiciones fáciles y al dictamen tranquilizador: M resulta ser una película que pelea consigo misma, que por momentos canta de rabia y se dobla con desolación bajo su propia falta de certezas, quizá secretamente animada, en el fondo, por el consuelo proporcionado por la orgullosa ambición de gritar en ese vacío diagramado por la corrección y el buen decir, de hacer un desplante capaz de sacudir la comodidad de las verdades aprendidas como un catecismo. Tierra de los padres parece resumir doscientos años de la Argentina como un territorio de guerra, un teatro de operaciones discursivas enfrentadas en la letra y en el campo de batalla. En una veloz sucesión de imágenes que oficia de prólogo se ven, como fogonazos, insurrecciones populares, represión, amagues de revolución y contrainsurgencia en los que se advierte un diseño que atraviesa la historia argentina con un hilo color rojo sangre. Con inteligencia y sentido de la oportunidad, la película ingresa luego en el cementerio de la Recoleta para tomarlo como escenario fértil de una cadena infinita de disputas históricas, mediante una serie de lecturas delante de cámara de textos pertenecientes a las variadas formas que adoptaron a lo largo del tiempo las facciones en pugna. Prividera descree de las categorías a priori y decide inventar sus propias máquinas, hacer convivir voces disímiles pero cercanas, obviar los dispositivos canónicos para establecer afinidades sorpresivas, encuentros luminosos y pujas que cruzan la historia transversalmente y establecen escándalos nuevos o poco sospechados. Sarmiento, Alberdi, Mitre, Rosas. Pero también Eva Perón, Paco Urondo, Moreno, el infaltable Walsh, Hilario Ascasubi con su espeluznante La refalosa; el almirante Massera: las voces convocan la angustia de una guerra sin cuartel; el odio de clase y el impulso de la construcción nacional tienen un combustible capaz de incendiarlo todo, parecido en el fervor y el entusiasmo. Los fragmentos de Alberdi, en tanto, constituyen un remanso resplandeciente en medio del etnocentrismo, de la pasión del extermino y el desprecio racial: ¿Prividera es un hombre de izquierda que se volvió un poco liberal? No necesariamente. Es solo que, en forma quizá inesperada, el autor de Las bases parece tener en la película un lugar de privilegio que no se agota en los límites impuestos por la dicotomía de nacionalistas y liberales, contendientes a menudo igualados en su nivel de prejuicios y sinrazón. Quienes tienen a su cargo la lectura de los textos pueden ser personas desconocidas o figuras relevantes del cine o del pensamiento que van desde José Campusano o Gustavo Fontán, pasando por la actriz Susana Pampín, Martín Kohan, hasta el propio director (con un poema estremecedor de Joaquín Giannuzi). Prividera obtiene siempre imágenes hermosas: soberbias tomas contrapicadas de las lápidas se alternan con el aprovechamiento magnífico del plano, que permite establecer un contrapunto entre los trabajadores y encargados del mantenimiento del cementerio y la presencia prestigiosa de “los padres de la patria”. Los planos son de una extraña felicidad cinematográfica que choca con el contenido casi siempre flamígero del texto, como si el cine reclamara para sí un lugar distintivo en medio de los bandos en lucha, nunca el de la neutralidad sino el del testimoniante apasionado, que renuncia a la toma de partido inmediata para constituirse en testigo de un drama de características oceánicas del modo más preciso y original posible. En un momento, un grupo de viejos canta la Marcha peronista frente a la tumba de Evita: el director los filma con el pudor correspondiente a un suceso amoroso y obtiene una de las escenas más emocionantes de la película al registrar la vigencia de un fragmento en apariencia remoto que se activa de golpe en el presente. El hecho de que Prividera se dedique a filmar en un cementerio puede hacer acordar apresuradamente a Profit Motive and the Whispering Wind, la película de John Gianvito que proponía un recorrido por los lugares donde yacían enterrados personajes que el director entendía como relacionados con las ideas libertarias de los Estados Unidos y que consistía, básicamente, en planos fijos de las tumbas, sin figuras ni palabras. Pero donde Gianvito es celebratorio y acaso un poco místico – ese “viento susurrante” de su título parece coquetear con un panteísmo a lo Whitman un poco tirado de los pelos – Tierra de los padres exhibe una perplejidad y una insobornable vocación por no dar nada por sentado, imbuidas ambas de una colérica actualidad. Prividera no se deja tentar por la veleidad de informarnos acerca de una improbable entelequia denominada “la otra historia” (Gianvito, previsiblemente, propone una especie de historia paralela). Más bien se remite a desplegar un conjunto de ideas heterogéneas mediante un montaje de fragmentos múltiples, retazos que se atraen, se repelen, chocan, se niegan y contradicen o se encuentran en afinidades subterráneas. Con audacia e imaginación, el director demuestra que no es posible hallar palabras completamente a salvo, que no hay fonema que no conlleve una responsabilidad y que no guarde en su vientre una sombra de futuro.
Apoyada en una idea singular –revisitar la tragedia de la historia argentina a través de sus hombres y mujeres célebres, usando como marco el Cementerio de la Recoleta - Tierra de los Padres es una suerte de experimento cinematográfico bastante estimulante. Con elementos del documental pero perteneciente a un género difícil de clasificar, el film de Nicolás Prividera resulta atrayente en su contenido y también en su aspecto visual y estético. Con una ópera prima muy elogiada, M, el cineasta arranca con el himno nacional y una secuencia con un material de archivo realmente impresionante, acerca del los puntos más oscuros y funestos de la historia argentina antigua y contemporánea. Esto da pie, casi con naturalidad, a introducir al espectador en dicho osario, en el que asistiremos a una serie de relatos verbalizados por actores, intelectuales y artistas diversos, que leen en voz alta textos que van desde Sarmiento hasta Eva Perón, de Mariano Moreno a Rodolfo Walsh, entre muchos otros nombres relevantes. Las brillantes tomas de los senderos, los monumentos, los nichos y las bóvedas de la Recoleta, que se suman a algunos inserts acerca de la cotidianeidad del cementerio, disimulan un poco cierto sopor que provoca tanta reiteración de personas leyendo, sin muchos matices, delante de una cámara. El final aéreo con partitura de Verdi resignifica y redondea esta interesante pieza, que daba aún para más.
NARRAR LO POLÍTICO Una idea central atraviesa toda la película: la idea de tensión, de contrapunto, de diálogo feroz, de pura dialéctica. Se contraponen los textos, que se responden unos a otros; se contraponen los lectores, unos más lentos, otros más rápidos, unos seguros y cadenciosos en la lectura, otros rápidos y trastabillantes; se contraponen las imágenes: las solidez y frialdad de las estatuas, con la fragilidad y humanidad de los hombres que cuidan las tumbas; se contraponen los muertos con los vivos; los bárbaros con los civilizados; la clase dominante con el proletariado, la Recoleta con el río: los dos grandes cementerios de la Argentina. Desde el plano inicial hay una contraposición fuerte que marca la clave de lectura de la película: la frase de Marx con la de Borrás. Prividera interroga. Interroga desde la puesta en escena, desde las lecturas, desde el espacio, desde los textos. Esos cuerpos vivos y esos cuerpos muertos, fantasmáticos, que aparecen y desaparecen –literal y simbólicamente- están atravesados por la Historia y a la vez la interrogan, la cuestionan. La realidad es un tejido complejo de voces, voces que son ideológicas, sociales, políticas, económicas y los ecos de esas voces resuenan en el silencio opacado del cementerio. Prividera interroga, desde la audacia, desde la inteligencia, desde la ambigüedad, desde la sorpresa. Los hombres estamos hechos de relatos, somos políticos, estamos travesados por diferentes voces que se chocan, se complementan, se odian y se aman. Los padres de la patria, con sus discursos fundacionales, son sangrientos, autoritarios, poderosos, violentos, pero también son racionales, contundentes, intrépidos. Con Tierra de los Padres, Prividera tienta una audaz e inteligente respuesta a la vieja pregunta de cómo narrar lo político. Más allá de la eficaz operación teórico-critica-ficcional que realiza la película donde se reconocen las huellas de Adorno y de Benjamín, de Borges y de Bajtín, de Foucault, entre muchos otros, logra reinstalar con contundencia la interrogación acerca de cómo el cine narra lo político. Retomando el eje de la Generación del 37 en la Argentina donde se preguntaban de qué manera puede la literatura acercarse a lo político y la respuesta siempre era la interpelación, la polémica feroz, la ficcionalización de espacios atravesados por la violencia y la barbarie. Las opciones para el 37 frente a la violencia política eran el exilio o la muerte (hablando de oposiciones o de dicotomías) tal cual lo planteara Ricardo Piglia en La argentina en pedazos. El Matadero y el Facundo entre otras tantas obras, rearman el mapa de la Argentina en pedazos a la que Piglia alude. Tierra de los Padres sigue en esa línea, dibuja una trama con el reguero de sangre y violencia de la pluma de los fundadores de la Nación. La mayoría de los lectores que aparecen en la película y el mismo director pertenecen a la generación del 70, que se equipara en cierto modo con la del 37, ambas cruzadas por guerras intestinas, por rencores, por ausencias, por exilios, por desapariciones. Padres sin hijos e hijos sin padres. Rastros de violencia y jirones de poder. Muertos sin enterrar y entierros sin muertos. Poner el cuerpo, dejar la voz, silenciarse, hacerse de mármol, reinventarse. Ser “hijo de los muertos recientes”, “jugando al desencanto o a la profecía social”, “me reconozco en esa fastidiosa historia” dice Prividera como director, como lector, como argentino, que dice el gran poeta olvidado Giannuzzi. De nuevo el exilio o la muerte, simbólica o real. Polifonía discursiva y multiplicidad de cuerpos que vienen a contarnos la historia sin fin. Ésa que escuchamos siempre, desde nuestros años de escolaridad hasta el presente, que escuchamos pero que a veces no sabemos o no podemos oír. Prividera es contundente, arroja un hierro caliente al espectador, el hierro del sentido, de la reflexión, de la fuerte interpelación. La dialéctica es su metodología, contraponer, hacer chocar, confrontar textos, diálogos, lectores, espacios, imágenes, generaciones, cuerpos, voces. La forma de la película encerrada en el espacio del cementerio (ambos, el oficial de la Recoleta y el otro, el río oscuro) son como el ese matadero de Echeverría, o el desierto de Roca, o las orillas de Borges; abierto pero cerrado, centrípeto y centrífugo, lleno de vivos y de muerte, plagado de historias y de silencios, de violencia, de traiciones. Y Tierra de los Padres se adentra en ese cementerio oficial –en la historia- como se adentra a la imposible verdad de El ciudadano desde afuera, a pesar de las rejas. En Orson Welles nos encontramos con ese “ciudadano Kane” muriendo, desconocido y solitario, misterioso y único y en la Recoleta llegamos al corazón de cada tumba, de cada mármol. Sobre el final de ambas películas la cámara se aleja del secreto, de lo inenarrable, del desastre, de donde están los muertos “oficiales” para trasladarnos, en un epílogo poético y bello, hacia afuera, conectando los dos cementerios a través de esa ciudad, de hombres mudos y pequeños, ciegos o videntes, hacedores de relatos, que luchan por la narración de la Historia, por capturar su sentido, esquivo y peligroso. Los tres himnos que aparecen en la película -el Nacional, la marcha peronista y el Va pensiero- tal vez ofrezcan cierto lugar de salvación, o tal vez de resistencia a los mandatos de la sangre y de la Historia. Tierra de los padres es una “ficción teórica”, un mapa de guerras y combates, de silencios y de voces, de presencias y ausencias. Una relectura de esos textos fundacionales, salvajes, extremos que supieron poner en evidencia, a partir de los mecanismos del horror y de la sangre, el verdadero ser nacional. Recorrido que comienza con las guerras civiles del siglo XIX hasta finalizar (o no), en la dictadura del siglo XX, Tierra de los padres es un documento lúcido e inteligente no sólo sobre el pasado y el presente histórico sino sobre la historia del cine en la Argentina.
Plantear una película donde la única voz que suene sea la del dream team de los prohombres de la Patria, que se pronuncian desde el lugar mismo donde duermen su sueño entre laureles, y evitar que suene solemne es un mérito enorme que, más allá de los conventillos festivaleros aledaños, justifica ver la última película de Prividera, Tierra de los padres. El planteo es novedoso pero simple al mismo tiempo. Una serie de lectores anónimos (dejemos este anónimos entre paréntesis, por el momento) lee fragmentos de textos políticos parados frente a las tumbas de sus ilustres autores y, a medida que avanza en el tiempo, estos textos van configurando algo así como una historia ideológica de Argentina. La sucesión de palabras dibuja recorridos, retoma temas, abre diálogos y, de esta forma, los notables de la Patria entran, desde las sombras, en polémica con otros próceres que duermen el sueño de la gloria dos pasillos más allá. La idea es tan redonda que sorprende a nadie se le hubiera ocurrido antes. Los fragmentos están elegidos con astucia y oscilan entre las frases célebres y reconocibles y los recovecos menos explorados de aquellos que nombran las calles y ponen cara a los billetes. Casi ninguno (salvo Moreno que parece haber recibido un raro indulto) queda del todo indemne y la historia avanza tan compleja y contradictoria como la Historia misma. Ante la aparente neutralidad construida sólo de citas textuales y nombres que hablan con sus propias palabras, el montaje funciona como un editorial permanente. El primer montaje es el de los textos mismos que contrapuestos unos con otros van construyendo un recorrido posible, plural pero orientado y se ordenan alrededor de una agenda definida. Hay temas que se repiten en eco en una y otras voces, hay provocaciones y respuestas, pero sobre todo hay una lista de temas para pensar y dentro de esos temas, el de la violencia (y su uso con fines políticos en la estructuración del Estado Nacional) parece ser el que más suena. Pero la película no es un ensayo académico leído en voz alta, a las voces se contraponen imágenes que dialogan constantemente con las palabras. Cada fragmento está separado del siguiente con pequeñas escenas de la vida cotidiana del cementerio donde cuidadores invisibles limpian, construyen y pulen la imagen de los héroes; turistas circulan y cajones ruedan. Un gato que come una paloma muerta y otro que imponiendo respeto se queda con la presa, unos empleados que discuten sobre sueldos no pagados por una familia dueña de una bóveda, el musgo que toma por asalto las lápidas y borra los nombres. Las imágenes son un comentario callado que recorta, ejemplifica o amplía las ideas de los textos. Las pequeñas escenas entre bóvedas y fotos de la postal cementerial proponen nuevas ideas de una forma abierta, múltiple y no sentenciosa. Como en un ejercicio surrealista, el montaje invita a conectar ideas, a buscar un hilo narrativo donde podría verse sólo caos o la yuxtaposición arbitraria de imágenes. El resultado es entretenido y rico a la vez, los recorridos tan variados como cada espectador. Mientras los lectores leen parados sobre mármoles, custodiados por bustos enjutos, hay otros, los cuidadores, que lustran las placas que inmortalizan los grandes nombres y, también hay, unos terceros que circulan por el cementerio y como espectadores pasivos de una historia predigerida, fotografían estatuas o anotan nombres y fechas en sus cuadernos. De la misma forma que los padres de la patria dictaban quiénes mandaban y quiénes obedecían en esta tierra; en su metáfora, el cementerio, sigue siendo la misma clase (social e ilustrada) la que lee y la misma la que limpia la basura y también la misma la que se mantiene apática. El reconocimiento de cada personaje del mundillo intelectual y el abanico de posibles relaciones sobre quién lee y qué lee establece el nivel de ilustración de quienes ven la película. Como un guiño, un chiste interno, notables y legos se mezclan ante el ojo de los ilustrados. Quien no pertenezca, ahí, sólo va a ver gente, solamente voces. Para unos y otros la tercera clase mantiene los bronces brillando. Cuando los discursos avanzan y el SXX toma la palabra, es inevitable comparar y sufrir cierto desencanto frente a los nuevos padres. Ante la prosa impecable y astuta de los pensadores del SXIX, nuestros contemporáneos suenan como niños torpes y desprolijos. Pero aún así, hay lugar para sorpresas entre el documento y los equívocos que esconden discursos que podrían ser de aliados o enemigos. La debilidad más grande de la película, posiblemente, esté en este punto. El equilibrio que en la historia más lejana se sentía entre los discursos, se pierde de vista en cierta medida cuando se acercan los años 60. Claramente la película postula a la violencia como el hilo conductor que parece guiar los destinos de nuestra historia y todo el film analiza, cuestiona y problematiza este tema en los diferentes discursos. Llama la atención que el director, que en su anterior película, M, describe claramente cómo Montoneros reivindicaba la lucha armada como forma efectiva para lograr cambios político-sociales, en ésta silencie casi totalmente a los manifiestos de los ejércitos revolucionarios y los saque del debate del uso de la violencia con fines políticos. Este silencio los devuelve al lugar de mártires ingenuos y los despoja del lugar de actores políticos concientes que construía su obra anterior. La voz de Montoneros sólo aparece en las memorias del juicio a Aramburu antes de su ejecución, pero esa sola voz no parece suficiente para sostener el debate. Quizá la explicación esté en que sus mártires no duermen en Recoleta, sino en el río barroso que se extiende pocas cuadras más allá y que cierra el filme. Pero, de cualquier manera, es una pena que la película no incluya este debate que, por más reciente, no se ubica al resguardo debajo de los mármoles de la historia.
Aquí descansan las frases sobre las que se construyó la historia de La Argentina. La patria también fue de nuestros muertos que dejaron su legado. La película comienza con el Himno Nacional y su “juremos con gloria morir…..”Como música de fondo, luego con imágenes en blanco y negro se ilustran los hechos políticos del ’55, Ezeiza, los fusilamientos, Malvinas, la dictadura y los hechos de diciembre de 2001. Luego se va desarrollando a través de la lectura de escritores, periodistas, cineastas, el propio Prividera, por ejemplo como: Carlos Gamerro, Maricel Alvarez, Lucia Cedrón, Ricardo Ibarlucía, Vanessa Ragone, entre otros, son citas de políticos, militares y otras personalidades como: Eduardo Mallea, Emilio Massera, Facundo Quiroga, José María Paz, Domingo Faustino Sarmiento, Rodolfo Walsh, Esteban Echeveria, Eva Perón, Juan Manuel de Rosas, Leopoldo Lugones, entre otros; donde exponen sus pensamientos y son parte de nuestra historia argentina. La cámara va registrando diferentes lugares del cementerio de la recoleta, a quienes trabajan allí, sus pájaros, sus gatos, están las tumbas de la gloria oficial, los turistas y a los alumnos de diferentes escuelas. El director realiza un interesante recorrido en el cual va reflejando a través de poemas gran parte de nuestra historia, en el cementerio más antiguo de Buenos Aires, algunas de las personalidades sepultadas en La Recoleta son: María de los Remedios de Escalada (1797-1823), esposa del general José de San Martín; Vicente López y Planes (1785-1856), escritor y político argentino, autor del Himno Nacional Argentino y presidente provisional de la Nación; Facundo Quiroga (1788-1835), político y caudillo militar; Juan Manuel de Rosas (1793-1877), estanciero porteño, militar, político y gobernador de Buenos Aires; entre otros.
Un comienzo demoledor. Pocas veces se ve algo así. Suena el Himno Nacional Argentino mientras vemos material de archivo (visto mil veces, pero aqui necesario), de las escenas más violentas de la historia política argentina. El bombardeo a Plaza de Mayo, la noche de los bastones largos, el cordobazo, el proceso militar, hasta llegar a nuestros días, con aquel horroroso diciembre del 2001. Terminado el himno, la cámara se planta en la quietud trascendente del cementerio de la Recoleta, como si toda esa violencia estuviera ya enterrada en un pasado de geografía actual. Luego, el resto del “Tierra de los padres”, presenta su “qué”. Se trata de la noble intención de recorrer la historia con gente común leyendo una especie de libro de actas, donde se citan frases y dichos textuales de varios personajes de la historia argentina. Este es el “cómo” elegido para transitarla. Una forma que va tiñendo toda la obra de algo sectario y absolutamente discursivo. La idea es demonizar a algunos y ponderar a otros, para darle un marco de “verdad total” a una ideología política en desmedró de la propuesta inicial: mostrar que la historia y sus protagonistas políticos han construido todo esto en un marco de violencia física e intelectual extrema que todavía hoy nos rige. Cada lector se para delante de las tumbas históricas y lee algo de lo que tal o cual dijo en su momento, rescatando de cada uno sólo lo funcional al discurso. Así, podemos escuchar todo lo que Sarmiento opinaba sobre el gaucho o el indio. Sólo eso, lo demás que haya hecho no importa. De todos modos es tal la cantidad de lecturas que componen el texto del guión que la redundancia y aburrimiento visual sólo se ven interrumpidas por intercalaciones de escenas donde vemos a los cuidadores del cementero hacer su trabajo, o mitigando la rutina con algún mate o hablando del sueldo. También veremos gatos y alguna paloma. Es cierto, a su favor se puede decir que el contenido es provocador y la idea es original. Difícil que no le suceda nada (a partir de engancharse con la propuesta), o que algunas fibras íntimas permanezcan impasibles ante la búsqueda de la definición de violencia política en Argentina. En todo caso, lo interesante sería que el debate quede abierto. Al menos es mejor que quedarse con la idea equívoca de que los hombres de nuestra historia están definidos sólo por estas frases o, peor aún, por esta película. Por cierto, gran secuencia final relacionada con los cementerios. Los que tienen alcurnia y los improvisados por mentes horrorosas.
Publicada en la edición digital de la revista.
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Las voces que todavía susurran Habrá de ser inevitable el referir, aunque más no sea por cansancio, el "escándalo" que precede a Tierra de los padres, dada su no?inclusión en las ediciones del Festival de Cine de Mar del Plata y el Bafici. Sin ahondar más, y dado lo mucho que al respecto se ha escrito y/o dicho, sí destacar que, sea como sea, esto dice algo acerca de la película. Qué es lo que dice, no podrá señalarse de manera clara pero, seguramente, de entre tanto murmullo pueda vislumbrarse un apenas, un atisbo, alguna voz fantasma. Rumores o decires que, de hecho, sobrevuelan Tierra de los padres desde su puesta en escena, desde la quietud ?reveladamente mentirosa? que supone el cementerio de la Recoleta. Pero para ello, primero, el prólogo brutal, de imágenes documentales, de realismo, con la necesaria magia brusca que el cine tiene, como para actualizar episodios recientes, con sangre todavía caliente, con golpes recién soportados, con indignaciones candentes. Estruendo de himno nacional que callará ante el silencio, para luego escuchar la voz primera, de la niña. A partir de allí, ahora sí, la quietud que no es, la somnolencia, un cariz de duermevela. Es este estado semi?despierto, casi?muerto, todavía vivo, el que atravesará la hora y media restante del film de Nicolás Prividera, con tantas voces como próceres con tumbas de renombre. Un concierto polifónico que, dadas las aristas expuestas, olvidará de a poco la pluralidad de voces para develar odios profundos, mezclados con proyectos de gobierno, miradas partidarias, convencimientos ideológicos, más una democracia que no puede ni debe ?podrá pensarse? acallar estas voces de ciudad fantasma, de pueblo de muertos?vivos, de necrópolis que es alma cierta de un esqueleto de hormigón mayor. En este sentido, la película de Prividera interpela al espectador. El realizador ya lo hacía en M (2007), con la búsqueda en primera persona, de cara a la cámara, de la historia de su madre, Marta Sierra, desaparecida durante la última dictadura militar. Hay, por ello, una incomodidad adrede desde M y desde Tierra de los padres. Como si Prividera, obstinado, convencido, obligue a escuchar lo que los fantasmas dicen porque, sencillamente, es necesario que así sea. Espectadores que habrán de, en última instancia, pensarse como ciudadanos. Los planos son fijos, quietos, dejan al espectador depositar su mirada en una profundidad de campo plena, mientras la voz que lee revive al nombre de lápida, lo trae, a la vez que retrotrae a quien escucha y mira. Diálogo, así, que se entabla entre pasado y presente como único posible. Grandes estatuas, pequeños templos, toda una ciudad de muertos que tienen mucho que decir porque mucho han hecho. Fósiles de un ayer no lejano. Qué han hecho, qué más han dicho. Puntos suspensivos enormes, hiatos adrede, búsqueda que habrá de sobrellevarse desde tantos intereses como miradas de espectador Tierra de los padres provoque. Voces varias, insolentes algunas, odiosas otras, como un oasis pocas. Estas últimas entre las preferidas. Las que permiten recordar heridas, saber de sometimientos, para no perdonar lo que no se puede.
Espejos del pasado El cine explícitamente político (vale decir, aquél que hace de la política su centro, pues como sabemos todo cine es político) adquiere por estos días una sorpresiva actualidad en Córdoba gracias al estreno de “Tierra de los Padres”, de Nicolás Prividera, y “Cuentas del alma: confesiones de una guerrillera”, de Mario Bomheker, en los Espacios INCAA de la provincia (la película del director de M se proyectará también desde hoy en el Cineclub Hugo del Carril, ver Agenda). A su modo, cada uno de estos filmes abre un espacio inédito para reflexionar sobre el pasado y el presente argentinos, desde posturas ideológicas diversas: el cine es siempre una invitación viva a pensarnos a nosotros mismos, y ésa disposición ontológica encuentra aquí su máxima expresión. Debe haber pocos filmes tan ambiciosos como Tierra de los padres. No porque pretenda abarcar 200 años de historia argentina, algo que está fuera de su alcance (y de sus intensiones), sino porque es el primero que intenta hacerse cargo de ése aniversario, de interrogar directamente al pasado para espejarlo en el presente, donde las viejas antinomias vuelven a resonar con fuerza: Prividera interpela a los padres fundadores de la patria para encontrar regularidades, buscar tensiones, clarificar tradiciones e ideas que ayuden a entender los resultados de la historia. Su método es dialéctico y democrático, ya que si bien Prividera tiene una postura precisa (que se explicita desde el inicio, entre otras cosas por un texto que afirma que la historia “puede leerse desde la perspectiva de los vencidos”), evita imponer una visión unívoca al relato. Una posición que se traslada a la puesta en escena, mínima, rigurosa y virtuosa: intérpretes de todas las edades (escritores, cineastas, estudiantes, actores, artistas) leerán aquí 47 fragmentos de textos centrales de la historia política argentina, en la tumba de sus autores, ubicadas en el emblemático cementerio de La Recoleta (aquella “ciudad dentro de la ciudad”), símbolo máximo de la aristocracia argentina. Serán textos de todas las épocas e ideologías, y al modo del montaje ideológico de Eisenstein, el director irá contraponiendo las lecturas en una operación dialéctica cuya resolución no está dictada de antemano, sino que queda a cargo del espectador. El efecto, en todo caso, será siempre esclarecedor, pues la búsqueda de Prividera no es absoluta (el director no pretende abarcar todo, incluso hay ausencias notables como la de Perón), sino que trata de mentar ideas precisas: asistimos así a una historia de la violencia política Argentina, o con más precisión de los discursos que sustentaron la lucha de clases durante todas las épocas (y que justificaron las mayores matanzas de nuestra historia). Se podrá contraponer así la íntima brutalidad de ciertas ideas de Sarmiento con la lucidez atemporal de Alberdi, el fascismo congénito de la oligarquía argentina (en textos de Mitre, Rosas, Lugones, Carlés o Roca, entre otros) con la conmovedora claridad de ciertos pensadores progresistas (Mansilla, Walsh, Evita). Se podrá vislumbrar (y comparar) también la retórica de cada clase, la poesía que acompaña las proclamas sangrientas o los textos de resistencia, y por ello habrá momentos cumbres: la clarividencia de Alberdi en la lectura número 26, o la ejemplar Carta a la Junta de Walsh (casi al final, en la lectura 42), que sigue estremeciendo aún en nuestros días. Pero Prividera no se limita a filmar a estos muertos aún vivos en nuestro presente, sino que también registra la vida en el cementerio, sobre todo el trabajo de los obreros que lo mantienen, sugiriendo la actualidad de los pensamientos que se escuchan: esos trabajadores de hoy, que mantienen por monedas las tumbas de la oligarquía, fueron los gauchos o inmigrantes de otros tiempos. Un prólogo formidable (un montaje de videos y fotografías de las grandes matanzas de la historia, en blanco y negro, con el himno nacional argentino de fondo) y un final formidable (un plano secuencia aéreo que une a La Recoleta con el otro gran cementerio clandestino: el Río de la Plata) enmarcan conceptualmente las lecturas, y allí se explicita claramente la posición del director. Menos complejo, pero no por ello menos urticante, es el filme del profesor de la UNC Mario Bomheker Cuentas del Alma, que se enfoca sobre un caso paradigmático de la última dictadura militar: el de Miriam P., una ex guerrillera que fue atrapada en los albores del inicio del proceso genocida, y el 24 de marzo de 1976 se arrepintió públicamente de su militancia en el ERP por la TV nacional, en un acuerdo con los militares para salvar su vida. Riguroso y respetuoso, Bomheker despoja a la película de todo agregado innecesario (apenas una introducción de su voz en off, algún mínimo material de archivo, y un elegante plano del camino hacia la casa de la protagonista) para quedarse con lo esencial: el testimonio de Miriam, quien vive en Israel hace por lo menos 20 años. No se trata de un testimonio reconfortante, pues Miriam revisa críticamente su militancia en el ERP, al que llegó casi de casualidad, es decir por necesidad de pertenencia social, mas no por una posición ideológica o un desa-rrollo de sus concepciones políticas, según aclara. Más allá de los bemoles del testimonio (que sin dudas tiene una dignidad y un valor intrínseco), hay un momento central del filme donde Miriam cataliza el debate iniciado por Oscar del Barco con el libro “No matarás”: confiesa que pudo sobrevivir a su odisea porque nunca delató ni mató a nadie. Aquí está el valor mayor del filme, que abre horizontes pasa tratar un tema considerado muchas veces tabú por los movimientos de izquierda, pero que precisamente constituye el gran debate que aún nos tenemos que dar. Por Martín Iparraguirre