¿Y la historia? Como tantas otras películas que apuestan todas sus cartas a su elenco protagonista, Tokio (2015) se recuesta sobre las figuras de Graciela Borges y Luis Brandoni, la pareja en cuestión, quienes sobrellevan con oficio el débil relato de una película que se queda a mitad de camino sin nunca volverse interesante ni atractiva. De los productores de dos películas dirigidas por Marcos Carnevale, Viudas (2011) y Corazón de León (2013), se anuncia este proyecto que busca apelar a los sentimientos y el carisma de sus protagonistas como único recurso de relato. La historia es tan pequeña como inexistente: Una pareja de la tercera edad se encuentra una noche en un bar y ante la soledad de ambos, nace un simpático amor. Se hace alusión a un lugar llamado Tokio, y ese parece ser todo el misterio de una trama que carece de puntos de giros para hacer atractivo el romance. Desde los primeros minutos se anuncia una película con varios puntos en común con otra de Carnevale: Elsa y Fred (2006). Pareja mayor con sus vicios y manías que sin embargo se enamoran como adolescentes. Excusa perfecta para desarrollar pizcas de humor en una romanticona que no dice absolutamente nada más allá de lo que muestra. En cuanto a la “forma” del film se recurre al director Maximiliano Gutiérrez (El vagoneta en el mundo del cine), quién aporta innumerables recursos visuales para “hacer más atractiva” una historia que se derrumba con el correr de los minutos por la falta de ideas. Tenemos juegos con el foco para destacar uno u otro elemento de la puesta en escena, ralentis y puestas de cámara no convencionales, así como una intención de describir espacios desde diferentes planos detalle de los elementos que lo constituyen. Estos recursos agregan algo de imaginación visual en los primeros momentos de la historia para darle el dinamismo que la trama no tiene. Sin embargo, después de un tiempo se vuelven reiterativos y nunca se relacionan con aquello que se narra, más allá de la estética novedosa que plantean. Tokio es una suma de voluntades, la de Graciela Borges y Luis Brandoni (en clave galán), quienes ponen su mejor versión para cargarse la película al hombro, y la de Maximiliano Gutiérrez que busca darle un plus desde lo visual. Pero la falta de un guion solido por parte de María Laura Gargarella (Motivos para no enamorarse) se siente y se torna tan pesada como imposible de remontar.
Los nombres no garantizan la calidad de un film. Tokio es una fallida comedia romántica que desperdicia a sus intérpretes: Luis Brandoni y Graciela Borges. “El amor a la tercera edad” funciona bien en la taquilla. Prueba de ello es la “saga” de El Exótico Hotel Marigold o la exitosa comedia argentina-española, Elsa y Fred, que incluso tuvo una remake estadounidense. Dicho “éxito” se le puede atribuir a una buena campaña de prensa, el carisma de sus protagonistas o un guión efectista, calculado con los previsibles giros narrativos que permiten a un espectador promedio emocionarse, tomando en cuenta la empatía que consiga con los personajes principales. En Tokio, la pareja solitaria está compuesta por Nina –Graciela Borges- una mujer que regresa al país, tras pasar varios años en Roma, buscando una relación que la conforte, y Goodman –Luis Brandoni- un pianista de Jazz que toca en bares junto a su banda. A ella la dejan plantada, y él, ve la oportunidad ideal para encararla. A través de diálogos poco verósimiles, seudo teatrales, Goodman consigue llevar a Nina a un departamento, donde ambos deciden “abrirse” sentimentalmente. Las primeras secuencias del film, proponen un tono visual más cercano a lo publicitario o videoclipero que a las convenciones cinematográficas, especialmente en las escenas de bar, donde Maximiliano Gutierrez juega a ser Won KarWai e introducir algunos colores fluorescentes o detenerse en planos detalles combinados con ralentis que aportan poco lirismo. El estilo se rompe cuando empiezan a aparecer diálogos propios de un unitario televisivo, y dicho concepto continúa en las escenas del departamento, donde la puesta de cámara es básica y convencional. Tampoco ayuda que la iluminación sea poco verosímil, falla técnica que termina distrayendo del relato principal. Los diálogos son forzados y previsibles, no gozan de suficiente tensión, por más que los intérpretes intenten darle vitalidad. Aunque Maximiliano Gutiérrez evita caer en golpes bajos o abusar del tono sensiblero, es tan poco original el planteo básico, son tan previsibles los giros narrativos y tan escasa la sutileza o la profundidad temática del film, que daba lo mismo si los realizadores decidían agregar alguna muerte azarosa. Quizás, así, rompían con la monotonía de 80 minutos interminables. Graciela Borges, austera y contenida, junto con un interesante acompañamiento de jazz –a cargo de Jerónimo Piazza- son lo mejor del film. Brandoni aporta su acostumbrado sentido humor, no muy lejano de su registro televisivo. Errores en la compaginación sonora y caprichos narrativos –se pueden quitar la secuencia inicial en Roma, el diálogo sobre un tatuaje de Goodman y, especialmente el número musical de Guillermina Valdéz, personaje impuesto con el único propósito de vender mejor la película- que no solamente no aportan, sino que además confunde; traen como consecuencia que Tokio, más allá de sus buenas intenciones y algunas ideas visuales aisladas, sea una propuesta olvidable.
Un amor de telenovela La primera escena de Tokio presenta a Nina (Graciela Borges) mediante una sucesión de fundidos encadenados. No hay nada necesariamente negativo en el recurso, pero sí en las motivaciones detrás de esa elección: es, al fin y al cabo, la confusión de simpleza con pereza y la de claridad narrativa e informacional con el más liso y llano subrayado lo que lleva a Maximiliano Gutiérrez (El vagoneta en el mundo del cine) a aglutinar imágenes de aviones y audios con la voz rasposa de la actriz contextualizando su situación, hasta llegar al primer plano del ticket de un vuelo Roma-Buenos Aires. Solitaria y amante de los hoteles, Nina recala en un bar de jazz regenteado por un amigo que finalmente nunca llega. Pero rápidamente encontrará ocupación cuando el pianista del lugar (Luis Brandoni) se acerque para charlarle con el objetivo indisimulable de levantársela. A la resistencia de rigor le seguirá, claro está, una visita a la casa de él después de más que oportuno un corte de luz. El resto es historia fácilmente imaginable. Lo que habrá en el medio es una historia de amores en la tercera edad que remite a Elsa y Fred pero sin su levedad. Aquí, en cambio, la pareja comparte sus penurias a través de frases que oscilan entre el melodrama digno de culebrón vespertino y la cursilería más crasa. Gutiérrez aporta lo suyo incluyendo una serie de recursos inexplicables (el primer plano en cámara lenta de las manos de Brandoni haciendo café instantáneo se lleva el premio mayor) y, claro está, la clásica escena de alcoba filmada con luz tenue.
El amor, ese invento mercantil En Tokio, Graciela Borges es Nina –aunque éste sea sólo un nombre inventado por su galán en cuestión–, una mujer triste con el corazón roto. Goodman (Luis Brandoni) es un músico, un pianista tierno y vulnerable a quien Nina conoce de manera casual en un jazz club, el día de su cumpleaños. Goodman y Nina –identidades falsas cuyos nombres aluden a Benny Goodman y Nina Simone, intérpretes tan singulares como paradigmáticos de esta música– son dos adultos de más de 60 que se gustan. Dos desconocidos que dejan de serlo. En la película dirigida por Maximiliano Gutiérrez el amor se manifiesta en una dimensión utópica –la promesa del destino compartido y otras afirmaciones por el estilo, más o menos ingenuas, que son las marcas propias del subgénero de la comedia romántica–. Aquí están todos sus elementos: el encuentro casual, el desencuentro, reencuentro, perpetuidad y happy ending. Pero como lo importante aquí, ya que sabemos cómo concluye todo, es el cómo se encastran las piezas, es allí donde Tokio se queda corta. Con cierto tono irónico y algunas formas vagas de autorreferencialidad –como cuando Nina dice: "Ahora es cuando me decís que somos el uno para el otro" y le explica a Goodman lo propio del lenguaje de cortejo–, la película sigue la mayoría de las convenciones del género. Se adapta perfectamente al tópico "amor en la tercera edad" que responde a un nicho del mercado –denominación deplorable, por cierto. ¿Por qué no hablar de vejez y dejarse de eufemismos?– y conserva intacto el mito del amor romántico, sin preocuparse por transgredir o reelaborarlo. Y eso no estaría mal sino fuera porque la evidente falta de espesor dramático o novedad en los giros la vuelve rudimentaria y poco entretenida. Sin embargo, Nina, de espaldas, desnuda y sentada en la cama de Goodman –antes la vimos dejar un hombro al descubierto, ponerse unos aros frente al espejo o quitarse el rouge hundida en la melancolía– es toda sensualidad y erotismo. Pero la fascinación por su figura no es exactamente con un personaje –porque la elementalidad del guión no parece terminar de dibujarlo y todo el mérito se lo lleva la actriz–, sino la de la película y el espectador por la señora Graciela Borges: icono del cine argentino, estrella máxima de nuestro sistema y único brillo de Tokio. A fin de cuentas, esta idea del amor como fuente de la felicidad, tan presente en la película –y en una cultura que coloca en el centro de la vida social a la institución matrimonial–, es una práctica común y naturalizada a la que la maquinaria ideológica del cine nos tiene acostumbrados. Ya ni siquiera vale decir algo al respecto toda vez que se redobla la apuesta y se refuerza el mandato, que no sirva más que para señalarlo.
Desperdicio de talentos Una bella mujer que carga con un pasado de dolor, conoce en un club de jazz a un melancólico pianista que se siente atraído por ella. Entre ambos podría surgir una historia de amor que sane viejas heridas. Los protagonistas están interpretados nada menos que por dos leyendas del cine argentino, Graciela Borges y Luis Brandoni. La dirección y el guión intentan que la pareja protagónica sostenga todo el film, pero es demasiado para ellos, debido a la pobreza del guión y la puesta en escena. Los actores no están librados a su suerte, están –al menos eso parece- intencionalmente adormecidos por una dirección de actores que los guía hacia donde finalmente los vemos. Es por lo menos insólito que los diálogos sean tan precarios, que no haya habido nadie en el proceso de realización que les dijera que no funcionaban. Pero el director es también responsable de la forma en que ese guión pobre esté filmado sin timing. Las pausas en los diálogos son eternas, sin ritmo, con silencios insólitos para el supuesto ingenio que los personajes tienen. Una línea de seducción con chispa cuyo remate se hace esperar una eternidad deja de ser seductora o de tener chispa. Se nota que la intención del film era mostrar química y seducción entre ambos personajes, pero también es más que evidente qué la película no lo consigue. A esto hay que sumarle un número excesivo de planos detalle gratuitos, que parecen buscar sumar algunos minutos más al cortísimo pero igualmente excesivo metraje que la película tiene. Algunos son imposibles de describir de tan insólitos y absurdos que son. No hay manera de salvar una guión como este filmado de esa manera, y hay que hacer un esfuerzo más que grande para quitarle a Luis Brandoni su habitual energía y convertirlo en este músico de jazz completamente apagado y sin carisma y ni hablar del mérito adverso que significa tomar a Graciela Borges, la estrella más fotogénica de los últimos cincuenta años del cine nacional, y dejarla convertida en su propia sombra. Una oportunidad desperdiciada con una pareja que habría podido dar muchísimo más. Sin buscar una obra maestra, sin grandes méritos otros films nacionales han intentado explorar las historias de amor entre personas mayores, Sol de otoño y Elsa y Fred son dos claro ejemplos. Pero atención, porque acá y seguramente por la vigencia y la belleza sin edad de Graciela Borges, la película no tiene la misma reflexión acerca del amor otoñal que tenían aquellos dos films.
Una noche, un encuentro, una anécdota mínima, una vuelta de tuerca. Así podría resumirse la película de Maxi Gutierrez. Claro que para hacerlo contó con dos grandes actores. Una Graciela Borges, de gestos mínimos y mucha intensidad. Un Luis Brandoni que esgrime la ternura de un perdedor. Y entre los dos una química única. Una historia de amor adulto sin adornos, en el punto justo de la emoción. Una primera hora redonda y una modesta sorpresa.
Solos en la madrugada Luego de una secuencia de imágenes en blanco y negro, la historia nos presenta a Nina (Graciela Borges), una mujer que ha vuelto recientemente a Buenos Aires, luego de una ruptura amorosa, y se siente sola e insegura. Una noche esperando a un amigo en un bar -quien nunca se presenta- conoce de casualidad a Goodman (Luis Brandoni) un músico de jazz que esta tocando allí con su banda, quien se siento atraído por ella y hará todo lo posible por llevarla a su casa, a pesar de que Nina al principio no parezca muy interesada. En una atmósfera intimista, la película desarrolla la historia de estos dos personajes maduros, quienes se conocen, se abren, se cuentan sus historias y a pesar de su edad y de todo lo que llevan a cuestas, son capaces de seducirse y enamorarse. La película transcurre entre largos diálogos que caen muchas veces en lugares comunes, y por más que actores de la talla de Graciela Borges y Luis Brandoni hagan todo lo posible por hacerlos interesantes, no lo logran, y la historia cae en un sentimentalismo que parece salido de una novela de la tarde. Visualmente la propuesta es interesante, los lugares pequeños donde transcurre la historia están mostrados de un modo bastante atractivo, y un oportuno corte de luz permite jugar con la iluminación de unas velas. La dupla protagónica es suficiente para sostener la película, lo que nos lleva a sospechar que la pequeña e innecesaria escena de Guillermina Valdez, solo esta ahí para poder poner su cara en el cartel, y así... ¿vender más entradas?. Una buena idea y dos excelentes actores no son suficiente para llevar adelante un guión flojo, con diálogos que nunca llegan a construir tensión entre los personajes, con quienes logramos sentir empatía, pero aun así nos aburrimos.
Dos actores solos no salvan una película Dos actores en dos interiores: ése parece haber sido el esquema de producción de Tokio, segunda película de un realizador (Maximiliano Rodríguez) cuyo debut (El vagoneta en el mundo del cine, 2014) no había sido precisamente recordable. Protagonizada aquélla por un grupo de actores poco conocidos, en ese terreno la apuesta es aquí incomparablemente más alta. Como que la pareja protagónica la integran Graciela Borges y Luis Brandoni, ambos con carreras últimamente espaciadas (lo último de ella fue Viudas, cuatro años atrás; él hizo un secundario en La suerte en tus manos, del 2012). “Por primera vez juntos”, se supone que es el gancho aquí, quedando demostrando que si no se los acompaña con algo más, dos actores solos no salvan una película.La de Tokio es la historia de un breve encuentro, al que se le intenta inyectar, sobre el final, un futuro artificial. El encuentro de dos desconocidos en un bar, que oficia como club de jazz. Ella tiene una historia previa, contada en una suerte de clip inicial: su última pareja la llevó de viaje a Roma, donde le metió los cuernos con una chica varias décadas más joven. De él no se sabe nada. Lo cual puede justificarse en términos de punto de vista: la historia está contada por ella. Lo de “él” y “ella” es producto de que ambos juegan a no decirse sus nombres, signo de su voluntad de empezar de cero, con lo cual él pasa a llamarse Goodman y ella, Nina. El apodo de ella remite a Nina Simone y tiene que ver con que él es pianista de jazz. De allí proviene el de él, producido en verdad por una confusión referida al clarinetista que toca en su cuarteto.Más que historia de amor, la de Tokio es la historia de un levante. Como podría serlo en tiempos de Mau Mau. Es el cumpleaños de ella, un amigo la clavó, él se comporta como indica el manual del picaflor veterano y ella no quiere pasar la noche sola. Producto de esto, de la iluminación con velas en el bulín al que él la lleva y de los boleros de Mario Clavel con los que ambos bailan, hay un trasfondo más de última oportunidad que de segunda en Tokio. La película se impregna de un clima espeso y fúnebre, en sentido contrario del optimismo ligero que seguramente se buscaba transmitir. Graciela Borges está conmovedora en una escena en la que logra ir más allá de las apariencias, mientras que a Brandoni se le pide que se mantenga en ese mundo: el de las apariencias. Punto álgido de una planificación caprichosa, una inexplicable serie de planos-detalle, que incluyen un ralenti y un corto travelling, convierten a una pava de agua hirviendo en involuntaria protagonista de una secuencia entera, en el bulín prestado. 4
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Experimento fallido Una mujer va a un "club de jazz" llamado Bourbon. El pianista y ella comienzan a hablar, a conocerse. Los interpretan un hombre y una mujer que hicieron muchas (pero muchas) grandes películas. No es el caso de Tokio, y no debido al punto de partida, sino por lo que prosigue. En este juego de seducción entre "Nina" y "Goodman" -los personajes de Borges y Brandoni- no hay chispa, no hay interacción fluida, los actores esperan eternidades antes de responder -jamás se pisan- e incluso estiran los hiatos entre palabra y palabra como si estuvieran obligados a alargar constantemente lo escuálido del argumento. Planos adocenados y untuosos "de ambiente", de objetos colgados o en repisas, de cielo, de techos, de lluvia, aportan también su molicie; la iluminación, algunas extrañas propiedades de la iluminación a vela. No hay mucho más en términos de peripecias en Tokio, pero se disponen algunas confesiones mínimas -y una máxima-, todas injertadas, puestas a presión e inconducentes, como todo lo relativo al asunto del título. No hay aciertos en la musicalización: los temas parecen comenzar o recomenzar simplemente cuando se terminó el que sonaba antes. No hay puesta en escena que dinamice mínimamente las acciones y hay inexplicables ralentis sobre, por ejemplo, una pava en el fuego. Hay metáforas banales con unos peces, y una escasez de acciones y de gracia inexplicable con dos actores como Luis Brandoni (que actúa en una clave lenta y con un tono francelliano que no le conviene) y la exquisita Graciela Borges. Si hay un plano fugaz que rescatar de este producto fallido, irresuelto e irredento, es el de la espalda desnuda de la Borges sentada en la cama.
Jazz de la tercera edad Graciela Borges y Luis Brandoni actúan y recitan lo que les marca el guión, y de no ser por ellos, el resultado sería anodino. Una historia de amor entre dos personajes adultos, acercándose a la tercera edad, donde nadie calla nada y tampoco parece importarle demasiado lo que digan los otros, da como tema para la comedia. Tokio es una comedia romántica porque tiene la historia de amor en 24 horas -presentación, seducción, conquista, noche de alcoba con luz tenue-, pero donde falla es en el haber del humor. Mujer viajada, pero solitaria, el personaje de Graciela Borges llega a un bar donde tocan jazz, en Córdoba. Pocos lo saben, pero es el día de su cumpleaños y no quiere pasarlo sola. Espera y espera a un amigo, que no llega. Quien sí la tiene entre ojos es el pianista (Luis Brandoni), quien termina -corte de luz mediante- llevándola al departamento que un amigo le prestó, antes de irse de gira, dice. Allí habrá más jazz, confesiones, abundantes clisés, el desnudo de espalda de la actriz de Pubis angelical y ya es hora de ir cerrando la historia. Que, de Maximiliano Gutiérrez (director de El vagoneta en el mundo del cine), depara alguna vuelta de tuerca, aunque bastante previsible, en los últimos momentos, con el personaje de Guillermina Valdes. Porque Tokio es como una puesta en escena teatral, con dos personajes centrales que necesitaba ser más aireada, aunque transcurra en 24 horas. Ya vimos lo que hizo Scorsese en una noche, pero esta película apunta en otra dirección. Borges y Brandoni actúan, dicen y recitan lo que les marca el guión, y de no ser por ellos el resultado pudo ser anodino. Muchos recordarán Elsa & Fred, por aquello de dos personajes que apuestan al amor cuando otros se deciden por la mecedora, pero no hay comparación que valga.
La soledad en la vísperas del cumpleaños, será la excusa para que dos almas solitarias crucen su camino en una noche mágica. Noches de soledad Una señora mayor se siente sola en las horas previas a su cumpleaños, por lo que asiste a un club de jazz con la esperanza de encontrase a un amigo que jamás llegará. Pero si encontrará al pianista de la banda. Misterioso, seductor; y pronto empezará una noche de coqueteos entre ambos. Por las noches la soledad desespera Sinceramente no sabía demasiado sobre esta película, más que un poster genérico en las salas de cine que vaticinaba una historia de gente grande que se enamora (y Guillermina Valdez). Quizás el hecho de no saber nada previamente, me hizo entrar de lleno en la historia de esta mujer sola y frustrada en la vida, con muchas heridas aun sin cerrar y una clara desconfianza a arriesgarse con algo nuevo. Por este personaje, es que funciona tanto el interpretado por Luis Brandoni, quien a leguas sabemos que es un mentiroso empedernido, un antiguo seductor ya retirado de las pistas, pero que queda maravillado por la nostalgia que desprende Nina (Graciela Borges). En cualquier trama de amor, un personaje como Goodman (Brandoni) sería poco creíble y hasta ridículo, pero por el tono poco realista que tiene la película, uno compra. Ayuda bastante la decisión del director Maxi Gutierrez de que durante gran parte del film suene música (quizás demasiado alta, compitiendo con la trama) así como también la fotografía que utiliza, jugando con el fuera de foco varias veces, o la iluminación que simula durante buena parte, ser solo de velas (esto se justifica a través de la historia). De todas formas si la historia es amena, es gracias a la química que hay entre los dos actores principales, que muchas veces más por su muñeca que por merito del guión, hacen creíbles bastantes diálogos que en boca de otros intérpretes quedarían como un momento ¿WTF? ¿¡Pero quién dice eso!?. Conclusión Tokio es una peli chiquita, que claramente apunta a un público en particular. En especial a aquellas personas que tienen ganas de volver a creer en el amor, ya sea conociendo a alguien nuevo, o reencontrándose como pareja. Lejos de lo que llego a ser Elsa y Fred (que además era para gente ya mucho más grande), Tokio es amena, simple, sencilla y no demasiado pretenciosa. Algo que en el cine argentino no suele verse últimamente.
“Tokio” empieza bien y luego cae en teatro filmado Buenos elementos tenía esta historia romántica, y la verdad es que empieza bien, con lindos títulos desarrollados de modo ágil, agradable e ingenioso. Enseguida excede la cantidad de planos para contar algo que pasó seis meses antes. Recupera interés en la siguiente escena, donde hay un momento memorable a propósito de una torta de cumpleaños. Soledad, perplejidad, expectiva, todo lo expresa en ese momento el rostro de Graciela Borges. Un guiño fino, la respuesta del personaje de Luis Brandoni cuando luego ella le pregunta su nombre y él, mirando al clarinetista que está en el escenario, dice "Goodman". Lo que se muestra es la relación de una noche entre una mujer defraudada y un pianista de jazz, precisamente habitués de la noche. Una relación entre dos personas grandes y solas, que el relato expone en tono melancólico pero, ay, demasiado lento y con recursos de teatro filmado. Ahí es donde, pasada la buena impresión inicial, empiezan a pesar los defectos y olvidarse los méritos. Unos minutos y planos de más, música agradable pero no siempre adecuada, algunas líneas, en fin. Apreciables, en cambio, la participación de Guillermina Valdés, algunos rincones de la ciudad de Córdoba, donde transcurre la historia, y la recuperación de dos hermosos temas de Mario Clavell: "Somos" y "Abrázame así (pero no en la interpretación de Kevin Johansen).
Desencontrados Las ambiciones de Tokio no eran muy grandes, si tenemos en cuenta su argumento: Nina (Graciela Borges), una mujer con un pasado repleto de frustraciones, llega a un club de jazz con la intención de encontrarse con un hombre que nunca llegará, y termina entablando contacto con Goodman (Luis Brandoni), un pianista bastante desapegado y sin muchas expectativas, entablándose entre ambos un vínculo fluido casi inmediato, pero que parece limitado a sólo una noche. Es decir, básicamente el encuentro fortuito entre dos personas ya entradas en años, buscando superar las mutuas barreras, sus miedos, ciertos secretos o historias pasadas fallidas, en un margen de tiempo acotado. Y aunque poner como vara a un referente inmediato como la trilogía conformada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes de la medianoche sería quizás demasiado, sí se podría pedir un film que reflexione con un grado mínimo de lucidez sobre el amor, las expectativas al conocer a otro, el paso del tiempo, el contacto entre los cuerpos y la influencia del espacio-temporal en las personas. Pero en Tokio no se puede detectar nada de eso, porque el guión de María Laura Gargarella nunca encuentra el equilibrio necesario y los diálogos alternan entre lo intrascendente y la remarcación de lo “importante”, mientras que la dirección de Maximiliano Gutiérrez (quien venía de una comedia algo fallida pero interesante en sus propósitos y propuestas, como era El vagoneta en el mundo del cine) no consigue encontrar el tono apropiado para la narración o aportar algo distintivo desde la puesta en escena, excepto una serie de planos en cámara lenta que no tienen más sentido que estirar las acciones. En consecuencia, hay mucho material desaprobado: es difícil identificarse con los protagonistas, con sus inseguridades y deseos, justo en una historia que pide a gritos herramientas que permitan que el espectador sienta empatía con lo que está sucediendo en la pantalla. Tokio es una película que sólo tiene como recursos a la presencia carismática de Borges y la simpatía de Brandoni, y que a pesar de durar sólo 82 minutos aburre en numerosos pasajes. Su final forzado y hasta incoherente con lo expuesto en los minutos previos, sumado a una arbitraria aparición de Guillermina Valdés -apenas una herramienta del guión-, lo terminan delatando como un mero producto que partió de una idea estimable, pero que nunca terminó de explotar en todo su potencial. Lo que se dice una película de concepto.
Tres empanadas Cuando se visualiza el trailer de Tokio, la asociación con Elsa y Fred (Marcos Carnevalle, 2005) es casi inmediata y obligatoria. Pero estos nuevos protagonistas están muy lejos de esos abuelitos tiernos interpretados por China Zorrilla y Manuel Alexandre. ¿Cuántas cosas pueden fallar en una película que tiene como protagonistas a Graciela Borges y a Luis Brandoni? Si bien estamos acostumbrados a que las películas románticas estén repletas de clichés, acá las obviedades se ven desde el comienzo. Pero el problema no está en lo visual, sino en el guion que no hace más que recurrir a modismos y palabras de relleno para luego no decir nada. La historia no nos lleva a ninguna parte, se queda ahí y cuando parece que va a pasar algo, vuelve a la posición cómoda del aquí y ahora. Algunos recursos utilizados por Maximiliano Gutiérrez no se comprenden; por ejemplo, hay un primer plano de las manos de Luis Brandoni en cámara lenta que sería muy interesante si estuviera tocando el piano y no preparando un café instantáneo, por el simple hecho de que no cuenta nada en particular. Por otra parte, el papel de Guillermina Valdés, tiene por reloj unos cinco minutos y la verdad es que su intento de actuación deja en evidencia el amiguismo con el director. Luis Brandoni y Graciela Borges ponen lo mejor de sí para poder llevar la película adelante, pero no hay forma de remontarla. Es una película más que pasa sin pena ni gloria y es una lástima desperdiciar así semejante talento.
Graciela Borges y Luis Brandoni juntos en una historia de amor en la tercera edad. Esta es una historia de amor de dos corazones solitarios. Lo que no saben es que el destino guardó un momento para que se encuentren. Ellos se conocen una noche ocasionalmente en “Bourbon” un club de jazz en la ciudad que se encuentra envuelto con una iluminación ideal. Allí llega Nina (Graciela Borges) quien luego de una larga ausencia regresa al país después de haber estado en Roma. Su rostro se ve marcado por un pasado lleno de recuerdos, frustraciones, momentos difíciles de abandonar, a punto de cumplir años y el reencuentro con un amigo (Ricki) que nunca aparece. Pero allí conoce Goodman (Luis Brandoni) un pianista que toca por las noches en ese club acostumbrado a vivir de gira y a punto de viajar a Tokio. Ambos apenas se miran, pero en esa barra donde ella se encuentra hay un celular que no para de sonar, así comienzan sus primeras miradas y la excusa perfecta para hablar, reírse, mirarse y entre palabra y palabra la seducción de ambos empieza a aflorar. Nina igual no deja de observarlo porque su celular suena insistentemente y llega a leer que es de una tal Julieta, pero él le despierta cierta curiosidad, además va resultando ser un seductor irresistible, nació para la conquista y se vislumbra que es un galán nato. Él como hombre y cazador de corazones desilusionados no quiere perder la oportunidad de lograr su conquista y finalmente Goodman consigue que Nina acepte tomar un café en su departamento a metros del lugar y le ofrece las garantías que es alguien de bien. Ambos deciden comportarse como dos extraños que es lo que son, disfrutan de esa noche, a la luz de las velas, los sentimientos se asoman rápidamente y saben que en la mañana será la despedida sin mirar atrás. Una historia de amor en la tercera edad posee una grata banda sonora escoltada con toques de jazz a cargo de Jerónimo Piazza y otros temas románticos, además un número musical de Guillermina Valdéz que no siente lo que canta y no aporta demasiado. Su estructura narrativa tiene puntos en común con “Elsa y Fred” (tuvo su remake estadounidense) y “Sol de otoño”; entre otras; y las locaciones en la bella Provincia de Córdoba. La cámara se ubica en dos ambientes: un pub y un departamento. Todo transcurre en una larga noche, entre el plano detalle se van marcando situaciones, estos actores tienen mucho oficio una vez más impecables Borges-Brandoni e intentan salvarla, pero el guión y la puesta son pobres. Borges se atreve a mostrar tenuemente otra vez su espalda (“Pubis angelical” y “Viudas”), tanto ella como Brandoni están cuidados por el director. La historia es previsible, muy sencilla y su ritmo pausado. Podría funcionar muy bien en el teatro y sería grato ver esta pareja nuevamente.
HOJAS DE OTOÑO Ella está sola y triste. Es su noche de cumpleaños. Se cita con un amigo en un bar para escuchar jazz. Pero como el amigo no puede ir, ella al final aceptará la charla del pianista del lugar, otro solitario. Y entre los dos, favorecidos por un inesperado corte de luz (a veces la crisis ayuda) se encargarán de darle algún sentido y alguna esperanza a sus vidas, entrecruzadas de pérdidas, desilusiones, olvidos y silencios. La estructura teatral del film deja que todo descanse sobre las espaldas de estos dos buenos actores que poco pueden hacer ante un libro que no les deja desplegar otros matices. Es un relato pobre, no porque sea chiquito, sino porque no encuentra hallazgos ni detalles que dejen ver algo más. Aunque hay que agradecerle que no es meloso ni condescendiente. Pero, ni el clima romántico de la puesta (con sus velas, sus decorados, su música) logra sostener esta historia mínima que es, más que una puerta abierta hacia una segunda oportunidad, una ocasión para mejorar el día día con algo que empieza a ser. Ya a lo dice Mario Clavell en su inolvidable bolero que recorre el film: “somos dos hojas que el viento/ juntó en el otoño”.
A tono con la composición musical-conceptual jazzística de esta coproducción local (virtuosamente gestada por el músico Jerónimo Piazza) podría decirse que Tokio es un estándar, un diseño mítico y secuencial que viene de todos los tiempos para ensayarse una vez más: dos personas, una mujer y un hombre, que adoptan nombres de película (Graciela Borges es la misteriosa y seria Nina, Luis Brandoni el pícaro pianista Goodman) se encuentran en un bar en una noche lluviosa. Sus gestos dejan entrever que hay clara atracción y consenso: será cuestión de tiempo, tragos y latiguillos seductores para que los protagonistas compartan una noche de alcoba furtiva. Pero un estándar puede ser un clásico o un cliché: Tokio se inclina por la segunda opción, a causa de una desafortunada combinación de omisiones y detalles caprichosos. Por un lado, hay un temor a mencionar edad y locación: los personajes no asumen su tercera edad (lo que aproximaría al filme a un Elsa y Fred glamoroso y minimalista) ni el territorio que pisan: Tokio -un bar- y Roma -la ciudad de donde viene la engañada Nina, cuestión explicitada en una serie de innecesarias instantáneas introductoras- son las dos únicas referencias en el mapa de un filme que así y todo elige un lugar típicamente turístico como La Cañada para que sus personajes coqueteen. Esa falta de decisiones narrativas convive en Tokio con una aproximación formal más deudora de la publicidad que del cine, abordaje que se percibe sobre todo en la escena del departamento que sigue a la del bar, en la que una serie de extensos planos detalles sobre pavas y cafés y tomas rebuscadas (¡desde adentro de una alacena!) hacen notar aún más la ausencia de razón y contenido de la película, que halla en sus dos actores su principal sostén. La cruda elegancia de Borges y el registro cómico de Brandoni (de tintes televisivos) son los instrumentos afinados de un estándar que resigna esencia en pos de un clima o atmósfera que se evapora como un fugaz polvo de madrugada.
Otro film imperfecto pero con algo más que sus imperfecciones. Empecemos por lo que no está bien: la música de jazz omnipresente que, a veces, propone un clima alejado al de la situación que intenta ilustrar, en un desfase que provoca ruido. La historia es mínima, pero eso en el cine no es un defecto: nos importa el cómo, no el qué. Lo que está bien es el trabajo minucioso, científico casi, de Graciela Borges y Luis Brandoni. Ella es una mujer quizás básica pero no carente de inteligencia que vive la languidez de una relación terminada; él es un músico, un pianista, que utiliza el encanto para la conquista pero se encuentra con otra cosa. Lo interesante del film es que vemos cómo dos personas juegan a jugar, construyen concientemente una ficción que es más real que el mundo un poco trivial que los rodea. Gran parte del efecto proviene de dos actores puliendo ante el espectador a sus personajes, encontrando juntos no solo el tono para decir la línea sino para escucharlas. Pausada pero no lenta, Tokyo es pura actuación de cámara.
Algo se ha puesto de moda en la cinematografía mundial, el hecho de retratar amores otoñales. El amor en construcción en gente de la tercera edad ha dado buenos dividendos, y al mismo tiempo muy buenas películas, por nombrar dos de idioma extranjero, ambas del mismo año 2008, estrenadas con nombre muy similar “Nunca es tarde para enamorarse”, “Nunca es tarde para amar”. La primera es hollywoodense y apuntó a la taquilla a partir de sus protagonistas, Dustin Hoffman y Emma Thompson. La segunda de origen alemán, en cambio, su repercusión se debió al riesgo del enfoque que le dio su director Andreas Dresen al tema expuesto, a la profundidad del texto y la forma de narrarlo. Dentro de la filmografía vernácula se puede recalar en varias producciones, y “Elsa y Fred” (2005), con la inolvidable China Zorrilla, es uno de los ejemplos claros, determinar que en principio es bastante más superfluas que la alemana, y con menos producción que la hollywoodense, pero que al menos algo del orden de la dignidad se sostenía, sea por los actores, por el guión, por ambos simultáneamente. En éste caso, la apuesta va directamente hacia las actuaciones, arriesgar con Graciela Borges y Luis Brandoni es ir sobre seguro, pero cuando el texto es tan paupérrimo, la construcción tan endeble, los diálogos pueriles, con ausencia casi total de algún conflicto, sumándole la proliferación de planos detalles que nada agregan, sólo regodeo visual que termina lentificando aún más las pocas acciones que se desarrollan. Todos los diálogos se notan impostados, trabajados con sonido de estudio, sin siquiera respetar los planos sonoros, de sumatoria permanente con el diseño de sonido, de música en términos de empatia que termina empalagando, o más precisamente transformándose en insoportable. De poca ayuda es que la dirección de arte, la fotografía, especialmente la iluminación, sean del orden de lo inverosímil, en realidad están en concordancia con el resto de los rubros técnicos. De que va la historia. Empieza en Italia con una mujer, Nina (Graciela Borges), quien carga con un pasado de recuerdos y frustraciones difíciles de abandonar, que huye de y hacia ese pasado sin resolver. El lugar de la cita con su amigo del pasado es “Bourbon”, un club de jazz de la ciudad mediterránea, pero su amigo la espera para 24 horas después, allí conoce a Goodman (Luis Brandoni), un pianista acostumbrado a andar de gira, con una pesada carga sobre sus espaldas, un duelo que lo detuvo en el tiempo y lo mantiene rondando. Lo que al principio parece un simple juego de seducción, termina por querer ser otra cosa, todo un proyecto, o una proyección de los deseos de ambos personajes, planteados de manera verbal, no se vaya a creer que algo del orden de la insinuación o la sutileza podría haberse puesto en juego. Graciela y Luis pueden tener, de hecho la tienen, mucha chispa, lastima que los responsables del filme se olvidaron de cualquier elemento en que esa chispa pueda hacer combustión.
Una noche, un encuentro De los productores de “Viudas” (2011) y “Corazón de León” (2013), proviene este proyecto que apela esencialmente a los sentimientos y el carisma de su talentosa dupla protagónica, lo mejor de la propuesta. “Tokio” es de esas películas impensables sin una banda sonora omnipresente, cálida y melancólica. Desde los prometedores títulos iniciales se presenta una historia que va a estar permanentemente envuelta por buena música, donde las imágenes brotan y se desplazan respondiendo a una melodía interna de ritmos acompasados en un montaje que prefiere los fundidos largos y el intimismo de planos cercanos. Tokio es el nombre de un café de jazz que funciona en la noche cordobesa, similar a otro, llamado Bourbón, adonde arriba el personaje de Graciela Borges, recién llegada de Europa, dejando atrás una relación afectiva de muchos años. Un cambio de planes en la fecha de arribo, hace que la persona que ella ha ido a buscar a ese lugar no llegue, pero un celular olvidado sobre la barra del bar sirve para conectar a la recién llegada con el pianista de la banda (Goodman), el propietario del teléfono. El pequeño incidente da pie al protagonista para presentarse y ganar su confianza. Como ella, desconfiadamente, no le dice su nombre, él la bautiza como Nina. El diálogo se inicia con bastante recelo y pocas expectativas, pero el galán insiste remarcando su propia torpeza y sosteniéndose en el humor, hasta que el escepticismo se desvanece con las risas que abren un juego seductor entre ambos adultos de más de 60 que empiezan a interesarse. La propia canción En esta historia de gente grande que se enamora a pesar de sus muchas heridas y una clara desconfianza a arriesgarse con algo nuevo, están presentes todos los encuentros y desencuentros propios de la comedia romántica. La película sigue la mayoría de las convenciones del género y construye algunos certeros gags que sirven para acercar a los solitarios y romper el hielo. La dupla actoral es agradable, convincente y profesional. El juego de la seducción entre ellos es ingenioso y casi dulce; ante todo disfrutable por el público femenino y mayor de cuarenta, que es la edad en que -afirma Goodman- “una mujer decide cantar su propia canción”. La relación tiene mucho más de la pareja cinematográfica de “Los puentes de Madison” que del ring de boxeo sentimental que abunda en las actuales propuestas del género. “Algunas historias de amor parecen absurdas cuando se relatan...”, le dice Nina a Goodman, cuando del recelo inicial pasan a las confidencias y surgen malentendidos que se blanquean, como el misterioso tatuaje de un nombre sobre el brazo de él o las llamadas que no contesta en su celular. En cuanto a la “forma” del film, se recurre a varios recursos visuales de la fotografía y la iluminación: hay juegos con el fuera de foco y los ralentis. Las puestas de cámara tienden a privilegiar la armonía, como en el pictórico y estético desnudo de la diva. Es cierto que tiene secuencias prescindibles, como la que precede a la llegada de Nina al bar, con un estilo televisivo de videoclip en blanco y negro, para diferenciarse cronológicamente. Pero aún con sus imperfecciones técnicas, fundidos demasiado largos y planos detalle injustificados, como si se hubiese querido alargar y estirar la historia, ésta interesa y seduce sin estridencias. En cuanto a la actuación de Guillermina Valdés, no puede decirse demasiado, más allá de que es breve y esconde una sorpresa que no puede revelarse. Su voz está doblada en la versión del bolero de Mario Clavel “Somos”, con una letra que parece un homenaje a los enamorados de otra época, desde un presente determinado por un romanticismo cada vez más ausente en las historias románticas y que los realizadores de “Tokio” ponen nuevamente en valor.
Caso curioso el de Maximiliano Gutiérrez, que de dirigir “El Vagoneta en el mundo del cine” (2012) se atreve con esta comedia romántica y trabajar con dos pesos pesados de la historia del espectáculo nacional como Graciela Borges y Luis Brandoni. Si bien el resultado es dispar, “Tokio” (Argentina, 2015) resulta un interesante producto justamente por las actuaciones de sus protagonistas. El poder ver una vez más a Graciela Borges, interpretando a Nina/María, en la pantalla grande, bien vale el valor de la entrada. “Tokio” bucea en, principalmente, el encuentro entre una mujer sola, que llega a la ciudad de Córdoba justo el día de su cumpleaños y así, vulnerable como está (por su arribo intempestivo de Italia, del que nunca sabremos por qué), se dirige a un bar a pasar junto a un amigo la noche. Pero su amigo nunca llega, y ella, se expone vulnerable ante un verborrágico pianista encargado de amenizar la noche. Goodman/Ángel (Brandoni) la envolverá con sus palabras y se convertirá en lo que ella necesitaba para poder terminar el día y cerrar su anterior historia. Después de convencerla de ir a tomar un café a su casa, que curiosamente queda al lado del lugar, entre ambos se iniciará un juego de seducción y de “histeriqueo” en el que ninguno de los dos quiere ceder. Gutiérrez filma de manera estilizada, con poco distanciamiento de los objetos y personajes este encuentro. Apasionado de la luz, los destellos provocan una atmósfera de ensoñamiento, en el cual los actores van desplegando su historia de “una” noche. Los primero planos, y los detalles, como así también los enlaces de las primeras escenas a través de fundidos en negros, permiten que la acción se dinamice y la elipsis sea la figura más importante en la narración. La luz se corta en la ciudad y brinda el espacio romántico más ideal para estos desconocidos que ante la iluminación de las velas desnudarán sus almas y se quedarán expuestos ante el otro sin más que la verdad que emite sus oraciones. Pero la acción es durante una noche, y en ella, casi como un “Antes del Amanecer” pero en un lugar cerrado, la química, que la hay, entre los personajes es decisiva para poder seguir adelante con la propuesta. Y finalmente la mañana llega, y el volver a sus vidas también, razón por la cual deberán enfrentarse a una realidad que quizás no querían conocer. El día después los envuelve con las mismas miserias que todo los días de su vida, y más allá que el anonimato, el café, el champagne y la piel sigan latiendo, de ninguna manera les será posible escaparse del otro. “Tokio” tiene un acercamiento a sus personajes muy contemplativo, abrumador, exigente, necesario, porque de ninguna otra manera estos dos amantes casuales podrían seguir contándonos su historia. Hay intervenciones de personajes secundarios, desafortunadas (como el caso de Guillermina Valdés), pero nada hace opacar a la potencia de la historia entre Nina y Goodman, a la que Gutierrez les regala el filme y saca lo mejor de sus interpretaciones.