Torrentes de amor. Existen dos factores que caracterizan a rasgos generales al cine de la península escandinava de las últimas décadas, por lo menos en lo que respecta a su versión destinada a la exportación, esa que suele circular en festivales alrededor del globo. Sin duda lo que salta a la vista en un primer momento es esa suerte de fetichismo para con las truculencias y los planteos retorcidos de índole social, como si se pretendiese contradecir desde la dimensión creativa el perfil de opulencia y bienestar que el imaginario internacional le asigna a este conjunto de países. En sintonía con lo anterior, tenemos un constante desnivel en lo que hace a las obras, las cuales varían entre la cúspide del rubro en cuestión y los mamarrachos. Otra subdivisión representativa de Dinamarca, Suecia, Noruega y compañía, quizás un poco más difusa, es la que abarca la amplitud actitudinal de la producción, con propuestas contemplativas de aire etéreo y otras más avasallantes que gustan de poner el dedo en la llaga de los secretitos sucios de la región. Una Segunda Oportunidad (En Chance Til, 2014) es un regreso -desparejo pero exitoso- de Susanne Bier al terreno temático que la hizo famosa, la tríada compuesta por familia, identidad y catástrofe personal. Lejos del nivel de En un Mundo Mejor (Hævnen, 2010), Después del Casamiento (Efter Brylluppet, 2006) y Hermanos (Brødre, 2004), aquí retoma el encadenamiento poco sutil de tragedias sin filtro y catarsis lacerantes. Por supuesto que la vuelta de Anders Thomas Jensen, el guionista histórico de la danesa, de seguro tuvo mucho que ver en la decisión de reincidir en el melodrama más exacerbado: la trama combina el devenir de dos clanes opuestos, por un lado uno encabezado por un policía felizmente casado y con un hijo, y otro de una pareja de drogadictos que descuidan a su bebé. Como era de esperar, en primera instancia somos testigos del comienzo de la debacle (a los burgueses se les muere el niño y el agente de la ley opta por irrumpir en la casa de la “familia espejo” para intercambiar mocosos), y luego descubrimos las paradojas del caso (el proceso de enajenación va de la mano de problemas irresueltos de todo tipo). Nuevamente la responsabilidad individual y la reconversión de los lazos comunales son los ejes excluyentes del film, más allá de los típicos interrogantes de la cineasta en torno a las distintas respuestas que podemos esbozar ante las jugadas más dolorosas del destino. Bier supera lo hecho en la reciente Serena (2014) y sus otros opus de cadencia hollywoodense, Todo lo que Necesitas es Amor (Den Skaldede Frisør, 2012) y Lo que Perdimos en el Camino (Things We Lost in the Fire, 2007), dejando a criterio del espectador el juzgar si lo expuesto es efectivamente un torbellino emocional o más bien una obra un tanto forzada aunque fascinante, que escudriña la multiplicidad del amor y las fronteras de la tolerancia…
LA EXTRAÑEZA DEL ESTEREOTIPO En un primer acercamiento de Una segunda oportunidad (En chance til), una de las cuestiones que priman parecería ser el aspecto moral. ¿Hasta dónde se construyen los límites? ¿A partir de qué acciones las líneas divisorias se vuelven determinantes? ¿Quién tiene la autoridad para acreditarlo? Estas posiciones se refuerzan con el trazado de estereotipos en los personajes: ambos policías como entidades inquebrantables y justicieras; una esposa feliz por su reciente maternidad, luego de varias dificultades para quedar embarazada y una pareja de drogadictos donde, por un lado, el hombre es un golpeador y, por el otro, la mujer debe someterse a él y al descuido de su pequeño bebé para evitar recibir golpes. Incluso, dentro de esas determinaciones se pueden explorar otros rasgos que refuerzan los estereotipos: Andreas no sólo es un policía recto, sino que, pareciera tener la vida perfecta: después de tanto intentarlo disfruta junto a su esposa Anna del bebé y de su tiempo en el hogar. Por el contrario, Tristán y Sanne viven en un pequeño departamento revuelto, casi sin muebles, donde lo único que abunda son las huellas de la droga – tanto en objetos del espacio como en los propios cuerpos – y de la violencia, mientras que el bebé siempre está entre bultos de ropa en el baño cubierto por sus propios desechos. Pero en una segunda aproximación se produce un corrimiento desde aquello que simulaba ser el centro y lo que la directora danesa Susanne Bier propone como eje. En consecuencia, ya no se trata de la moralidad comprendida como la diferenciación entre lo bueno y malo ni tampoco el borde entre esas fronteras. Más bien, la propuesta se enfoca en la ambigüedad dentro de lo moral y en sus matices. Por tal motivo, aquellos prototipos tan delineados al comienzo empiezan a desdibujarse, a habilitar otros rasgos más ocultos o sugeridos que se van decapando a lo largo de la trama y que juegan con la construcción de las identidades. De esta forma, si bien Andreas desempeña de forma correcta su labor, también realiza una acción que lo condiciona como policía y como hombre; Simón, su compañero, se ve afectado por el divorcio y la poca comunicación con su hijo y se inclina por la bebida; Anna exhibe sus trastornos; Sanne no sabe cómo escapar a esa vida miserable ni cómo hacerse cargo de su hijo mientras Tristán hace cualquier cosa para evitar una nueva condena. La introducción de lo ambiguo está ligada a la incorporación del efecto dramático – activado por un hecho límite – que si bien por momentos se subraya, por otros se vuelve frío y distante. Si bien es cierto que Una segunda oportunidad funciona dentro de este universo con una fuerte impronta de lo oculto y su descubrimiento asociado a una tensión del drama, el efecto que provoca la película es el contrario: se sitúa más bien como un eco que se diluye después de su primera forma, que se repliega sobre su base pero cada vez con menos energía. La extrañeza frente a esos posibles y el interés inicial despierto por la complejidad y la develación termina por convertirse en algo repetido, agotado; los matices se cubren de sus propios descartes en el furor de una revelación desgastante y aislada de unos estereotipos ahora desconocidos entre sí. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
La culpa es de la culpa Un ejercicio de crueldad y sadismo cinematográfico poco menos que insoportable. En Una segunda oportunidad un bebé muere. Y los padres (lindos y ricos) le roban el suyo a una pareja de drogadictos (feos, sucios y malos) y le dejan el cadáver del fallecido. Y estos -cuando descubren que por negligencia han dejado morir a su hijo (lo cual no es verdad)- fingen que alguien les ha robado al crío. Todo esto ocurre en los primeros minutos de esta provocación cruel e indigna de la danesa Susanne Bier, una de las directoras más sobrevaloradas del cine mundial. A los pocos minutos la madre del matrimonio burgués (él, encima, es policía) se suicida y le deja al bebé (que no es suyo, claro) a un camionero. Y así sigue esta exploración de la culpa, la hipocresía, el cinismo y la doble moral. No es spoiler porque son hechos que se acumulan durante la primera mitad, pero si lo quieren tomar como un exceso de mi parte háganlo: porque desde este espacio propiciamos que el lector NO vea esta sumatoria de bajezas y sadismo, aunque también podría servir como un manual de todo lo que NO hay que hacer en el cine. Alguien podrá argumentar que la realizadora de Un mundo mejor (¡ganadora del Oscar extranjero!) y Hermanos filma bien (o bonito) y que los intérpretes (verdadero dream team del cine danés encabezado por Nikolaj “Game of Thrones” Coster-Waldau, Ulrich Thomsen y Maria Bonnevie) son muy profesionales, pero eso poco (nada) importa cuando una artista somete a sus personajes -y al espectador- a un martirio semejante. Ofensiva, de mal gusto, maniquea, explotadora, desagradable. Todo eso (y más) es lo que genera esta deplorable película de una directora que se hunde en las ciénagas putrefactas del cine contemporáneo.
El dolor y el deber ¿Qué pasa cuando nos ahoga la impotencia?¿Cómo se canaliza la ira en un mundo que no es justo con nadie? Estos cuestionamientos se vuelven los ejes en Una segunda oportunidad (En Chance Til, 2014) la nueva película de la danesa Susanne Bier (Después del casamiento [2006], En un mundo mejor [2010]). Andreas es un joven policía nórdico casado y con un bebé de apenas unos meses. Esta trabajando en el caso de una pareja de delincuentes y adictos que tienen un niño de la misma edad, a quién mantienen en pésimas condiciones. Cuando el bebé de Andreas muere súbitamente una noche, la desesperación lleva al policía a intercambiar a su difunto niño por el de la pareja criminal, y de esta forma ocultar la muerte de su hijo “rescatando” al mismo tiempo al otro. Susanne Bier vuelve con una historia que guarda similitudes con sus últimos trabajos, donde el relato plantea dos realidades paralelas bien diferenciadas, las cuales muestran el contraste entre dos senos familiares distintos y al mismo tiempo reflejan la forma en que la miseria humana no sabe de clases sociales ni cuestionamientos morales. El desarrollo dramático es tan crudo como la situación amerita y se percibe la intención de poner al espectador en primera fila, sin rodeos, para que no pueda dar la espalda a una historia lúgubre y cargada de tensión. Nikolaj Coster-Waldau -mejor conocido por interpretar a Jaime Lannister en la exitosa serie Juego de Tronos- se luce en el papel de un policía preso de un dilema moral, quien terminará aprendiendo que en todos lados se cuecen habas y el peligro puede estar más cerca de lo que suponemos. Muchos se debatirán qué es lo que busca Susanne Bier con este tipo de films: ¿Su intención es tirar el golpe bajo en pos del simple efectismo, o busca transmitir un mensaje mucho más profundo sobre el modo en que la miseria humana decanta en tragedia en todas las esferas sociales?
Una película durísima, con altibajos pero con un planteo moral inquietante: la historia en paralelo de un pareja de drogadictos que tienen un bebé, y la del policía con una familia perfecta. Demasiados horrores juntos.
En “Una segunda oportunidad” (Suecia, Dinamarca, 2014) el contraste entre la realidad y la naturaleza de los hechos que se cuentan serán esenciales para poder construir un relato que necesitará de un esfuerzo por parte del espectador para ir asumiendo los giros que se presentarán en la pantalla. Además habrá otra contraposición, entre ciudad versus suburbios, que, también, serán clave para poder mantener el verosímil de la dura historia en la que la segunda oportunidad a la que se refiere el título local será la clave para comprender su intencionalidad y temática. Similar a “Melbourne” de Nima Javidi, en cuanto a tomar a la muerte de un niño pequeño como disparador de la trama, aquí este hecho es aprovechado por la prestigiosa directora Susanne Bier para construir una pequeña estructura de muñecas rusas en las que se irá complejizando la narración y se potenciarán las particularidades psicológicas de los involucrados. Andreas (Nikolaj Coster-Waldau) y Anne (Maria Bonnevie) son una pareja de padres recientes que deben lidiar con el llanto nocturno de su hijo, y pese a tener la mayor de las paciencias, la falta de sueño les va dejando cierto malhumor y cansancio acumulado que se nota en sus actividades. De hecho Andreas se enoja por demás en una redada junto a un compañero, al ver cómo una pareja de adictos mantiene en condiciones infrahumanas a su pequeño bebé, y pese a los esfuerzos que hace para poder lograr que le retiren la custodia del mismo, judicialmente nada puede hacer. Una de las eternas noches en las que Alexander, su hijo, llora, se levanta Anne automáticamente para asistirlo y se da cuenta que el niño no respira, desesperada y en medio de una crisis de nervios habla con Andreas y entre ambos confirman lo inconfirmable, la peor noticia que podrían recibir, aquella que demuestra que toda la esperanza que podían poner en el devenir de su hijo y en su progreso queda trunco. En medio de la noche Andreas tomará una decisión, no la más acertada, pero si la comprensible para él para lograr, de alguna manera, suplir el dolor y la ausencia con una presencia que complete a su mujer, a quien ve vulnerable y destrozada por la tragedia. Bier avanza a paso lento con la historia, porque sabe que hay mucho por asimilar y mucho para tratar de digerir. El golpe bajo está, y la tensión por el drama ajeno también, pero suma la posibilidad de la compasión, un sentimiento cada vez más ausente en la pantalla y en las produccione, que se vislumbra en cada plano que le otorga a Coster-Waldau, un intérprete inmenso y de una entrega que sorprende en cada película en la que participa. “Una segunda oportunidad” por momentos deviene en policial de procedimientos, pero dejando en claro que esa fase será tan sólo una pequeña instancia para complejizar aún más la abigarrada trama que, llena de giros, irá atrapando hasta al más incauto de los espectadores. Para reflexionar sobre la ética y la moral de los hombres en momentos claves de su existencia, o mejor dicho, en aquellas instancias en las que la muerte los enfrenta a decisiones apresuradas sin pensar las consecuencias, este filme ilumina en parte algunas cuestiones que nunca está de más pensar y dialogar.
Susanne Bier es una directora de cine ya ganadora del Oscar por “Un mundo mejor”, pero sus últimas películas están lejos de mostrar a la realizadora que alguna vez supo ser. Después de “Love is all you need” y “Serena” (que acá ni siquiera se molestaron en estrenar y cuyo protagónico hiper exitoso no logró salvarla –Jennifer Lawrence y Bradley Cooper), llega este drama a nuestras carteleras. Protagonizada por Nikolaj Coster-Waldau, “Una segunda oportunidad” es un drama oscuro, cercano al thriller, pero a la larga un dramón cuya característica principal es su falta de empatía para con ninguno de los personajes. La trama es polémica y a la vez poco convincente: un policía allana la casa de una pareja de drogadictos y descubre que tienen un bebé del que apenas parecen ocuparse, mientras en su vida personal él se encuentra disfrutando de su primer hijo, probablemente de la misma edad, junto a su inestable mujer. Una aparente muerte súbita se lleva la vida de su propio hijo y en un momento de desesperación no encuentra otra solución que intercambiar en el silencio de la noche los bebés para reemplazar a su hijo por aquel que le tocó el alma aquella tarde. A partir de acá le siguen varias idas y vueltas, más decisiones de los protagonistas que apenas comprenderemos y sobre todo una película con un tono monocorde que apenas es salvada por la sobria y correcta interpretación de su protagonista. “Una segunda oportunidad” es una película dura, que plantea muchos dilemas morales pero no parece preocupada por desarrollarlos, quizás pensando en, de manera perezosa, dejar completar mucho más al espectador. O quizás porque decide no juzgar a los personajes (sabia decisión) a la vez que intenta cargar de humanidad a personajes a simple vista oscuros. A esto se le suma un final innecesario, que es desparejo con el resto del metraje, que apuesta al doble discurso de la moral y la incorrección política. El principal problema del film es que se lo siente inverosímil. Plantea muchas aristas e incomoda al espectador, algo que hace de manera consciente (se hace uso y abuso de planos protagonizados por un bebé que sufre o sufrió las consecuencias), pero a la larga se la siente monótona y, lo peor, innecesaria.
Policía malo, policía bueno Andreas (Nikolaj Coster-Waldau) y Simón (Ulrich Thomsen) son dos policías con vidas muy diferentes. Andreas está felizmente casado y tiene un bebé, es un hombre de familia, muy responsable. Simón se ha separado de su esposa y pasa las noches en bares, borracho. Durante un procedimiento de rutina, entran a la casa de una pareja de heroinómanos, y en un armario encuentran un bebé, sucio y descuidado. Luego de un hecho trágico que tiene como eje al pequeño que encontraron en el departamento, los perfiles de ambos compañeros se desdibujan, el bueno y correcto Andreas pudo haber hecho algo ilegal, y el descarrilado Simon se verá obligado a actuar como juez, y plantearse que es lo correcto dentro y fuera de su profesión. Susanne Bier se aleja con este filme de sus últimas producciones hollywoodenses, para volver a temas familiares, íntimos -como lo hizo en "Un Mundo Mejor" o en "Hermanos" - donde rasca un poco la superficie de esos países nórdicos que en el imaginario mundial parecen tan ideales, para mostrar la basura debajo de la alfombra, la moral ambigua, los crímenes cotidianos y una interesante mirada sobre las ansiedades y los temores que puede despertar la maternidad. La película es oscura, densa, dramática, y sostiene un clima de desasosiego y tensión hasta que el protagonista se encuentra al final del callejón sin salida en el que se ha metido. Tanta tragedia contrasta con la prolijidad con la que está narrada la historia, que termina resultando demasiado limpia, contenida, con personajes que parece que nunca terminan de demostrar realmente todo lo que les está pasando por dentro, como si nunca llegaran a explotar, y si bien ambos actores realizan buenos trabajos, sus personajes resultan por momentos bastante estereotipados.
Innecesario ejercicio de crueldad Para encarar de manera crítica un film como Una segunda oportunidad es imposible no comenzar por preguntarse por qué filmar esto, por qué así. Si algo demanda esta película son respuestas que den cuenta de la cantidad de maldades que la directora y su guionista son capaces de acopiar en la hora cuarenta que les toma contar su historia. Andreas es un policía que acude a una denuncia de violencia doméstica. Allí se encuentra con que la casa pertenece a un delincuente al que conoce, que vive junto a una mujer con signos de abuso. El tipo es un violento, el lugar un asco y la chica intenta impedir que Andreas abra un ropero, usando su propio cuerpo maltrecho como barrera. Dentro del mueble la pareja oculta un bebé de meses en claro estado de abandono, famélico y embadurnado con sus propios excrementos. La película no sólo no disimula su carácter trágico, sino que parece disfrutar de la posibilidad de convertirse en una excursión por el abismo de las peores miserias y miedos humanos. Todo siempre en primer plano y sin escatimar escabrosos detalles hiper realistas.Toda película (toda obra de arte) es en sí un mecanismo de manipulación, en tanto el artista la compone en busca de lograr algunos efectos calculados. Pero hay dos formas de asumir esa condición: con nobleza o sin ella; con o sin inteligencia; con arte o sin arte alguno. En Una segunda oportunidad, Bier alcanza el dudoso éxito de hacer confluir todos esos “sin” (y varios más) en un relato que, con la excusa de poner en escena un drama, no sólo se aprovecha de la sensibilidad de su público, sino que llega al extremo de trasladar ese abuso a sus propios personajes. Su excusa es convertir la realidad en un espectáculo del espanto, que se va volviendo más insoportable e indigno a medida que las escenas se suceden sin mostrar compasión por nadie.A aquel perturbador escenario inicial Bier le opone la vida perfecta de Andreas. Pero enseguida le arrebata la única garantía de su felicidad (como si ésta fuera una culpa que debe castigarse), para de inmediato clausurarle todas las salidas posibles. Para empujarlo al infierno de su propio dolor y una vez en el fondo, también quitarle el suelo bajo los pies, demostrando que siempre se puede caer más profundo. Igual que la película, que tras humillar a sus personajes acaba sintiendo lástima por ellos, cerrando un círculo abyecto. Eso sí, las actuaciones son notables y la narración hace gala de una admirable precisión. Lejos de ser un mérito, en manos de Bier esos logros se convierten en herramientas de tortura, medios con los cuales se gana la confianza del público para poder abusar de él. Así consigue su gran maldad final: le niega al espectador hasta la última esperanza, la de al menos no creer en lo que se está viendo.
Una sucesión de hechos bochornosos ¿Es necesario exponer a un bebé a una historia tan trágica y macabra? ¿Se pueden tratar temas tan complejos como la maternidad, la muerte y los límites entre lo correcto y lo equivocado con tanta liviandad? Son preguntas que me quedaron dando vueltas luego de ver el film danés Una segunda oportunidad. La película narra cómo dos amigos policías intervienen en la pelea de una joven pareja de adictos y descubren que en el placard de la casa está escondido un bebé. Ese hecho cambiará sus vidas para siempre, luego de que una sucesión de tragedias ocurran y la noción de justicia de uno de ellos comience a tambalearse. A pesar de la frialdad con que es contada la historia, que uno supone viene de la forma de ser del pueblo escandinavo, la película nunca juzga o posa la lupa sobre comportamientos o acciones de los personajes, lo cual podría ser positivo si dejara al espectador decidir qué pensar sobre un determinado hecho. Lo cierto es que Una segunda oportunidad nunca le ofrece tal opción al espectador, ya que todo transcurre con una normalidad o “tranquilidad” que por momentos asusta y no permite ni la mera reflexión sobre las imágenes. Nada parece tener castigo o remordimiento alguno, todo ocurre porque sí, sin ofrecer un subtexto que permita ahondar en los sucesos que se cuentan. Más allá de lo que cada uno pueda pensar sobre cuáles son los temas trascendentes de la vida, todos sabemos la complejidad de varios de ellos y sorprende que en la película se vayan “tocando” algunos sin un mínimo análisis como para generar una postura o buscar la polémica. Y si bien se espera el final para encontrar una respuesta, el mismo resulta ser tan vacío como todo lo anterior, haciendo pensar que estamos ante un film fallido tanto en su búsqueda como en su realización. Además, se agrega que diversas situaciones se encuentran muy forzadas, impuestas como para que todo encaje en forma perfecta, provocando que la película se vuelva predecible y, por momentos, la sucesión de hechos trágicos lleva más a la risa irónica que al drama complejo. En resumen, Una segunda oportunidad es una tragedia griega vacía, con actores que no logran transmitir ninguna emoción y una dirección que no aporta nada. Un trabajo que se realizó pensando que enumerando calamidades se podría conmover o emocionar, pero para eso le faltó tener alma, cuerpo, sustento y solidez. Le faltó agregar lo maravilloso y lo despreciable, le faltó lo humano.
Susanne Bier es una de las directores danesas que surgieron con el movimiento fílmico Dogma ´95 que gestaron Lars Von Trier y Thomas Vinterberg en la década de 1990. Dentro de esa camada de realizadores, Bier logró destacarse en los últimos años con muy buenas películas como Hermanos (2004), Después de la boda (2006), Cosas que perdimos en el fuego (2007) y más recientemente En un mundo mejor (2010), que le valió el Oscar al Mejor Film Extranjero. En Una segunda oportunidad vuelve abordar temas que trabajó en sus obras anteriores como la culpa, la redención y las relaciones de pareja fallidas, con la particularidad que esta vez lo hizo a través de un drama policial. Una película que comienza muy bien con un conflicto dramático atractivo y luego se convierte en un extraño thriller plagado de giros absurdos que le quitan cierto realismo a la premisa inicial de la historia. La trama se centra en un policía perturbado emocionalmente por la muerte de su hijo, quien decide robarse un bebé durante un operativo al que acude por un caso de violencia doméstica. Una decisión que lejos de aplacar el dolor que siente por su pérdida lo involucrará en una odisea personal que pone en jaque su trabajo y su familia. Lo mejor del film pasa por el trabajo de Nicolaj-Coster Waldau, quien en la actualidad es más popular por su labor en la serie Juego de tronos. Acá presenta una labor brillante en el rol protagónico donde presenta distintos matices de la personalidad del policía a medida que aumenta la tensión dramática del conflicto. La película de Bier logra ser entretenida pero se convierte en un melodrama exagerado debido a la intención del guionista Anders Thomas Jensen por impactar al espectador con situaciones ilógicas. Si bien Una segunda oportunidad consigue ser una producción decente de la directora danesa, difícilmente será recordada entre las mejores obras de su filmografía.
¿Qué busca Una segunda oportunidad? Al principio amaga con convertirse en un drama social crudo que no escatima en imágenes shockeantes con tal de conseguir impacto (el bebé cubierto de pis y caca que se encuentra dentro de un armario). Pero poco después, ese ambiente es desplazado por el de la casa familiar, donde todo se presenta exageradamente pulcro, iluminado, armónico. La película alterna los dos espacios, el del hogar de Andreas y Anne, y el departamento sucio de la pareja que maltrata al bebé, como para que se comprenda bien las distancias que median entre los afortunados y los más desfavorecidos. Una vez establecido el contraste, el guion juega un juego cruel: como era de preveerse, la vida apacible y bienaventurada que llevan los protagonistas (y que sostienen solo con el sueldo de policía de él) resulta ser en verdad un elaborado mecanismo de castigo que consiste en mostrar el derrumbe cada vez más estrepitoso de Andreas, cómo es que de tenerlo todo pasa a quedarse sin nada, mientras que los otros, los drogones abandonados a la buena de Dios, comienzan lentamente a transformarse en víctimas y pierden parte de los rasgos negativos con los que habían sido presentados. El planteo bienpensante de la película se resume en una fórmula del tipo: “un policía exitoso y su mujer cuasi perfecta pueden caer más bajo que estos marginales que sobreviven en los bordes de la sociedad”. Ese ánimo concesivo se traslada también a la puesta en escena: incluso en los momentos más duros de Andreas y Anne, la imagen es límpida y brillante, agrada a la vista, no ofrece superficies molestas y evita irritar el ojo, todo eso mientras el guion no ahorra en revelaciones que atentan sin piedad contra la poca cordura que le queda a Andreas (buena actuación de Nikolaj Coster-Waldau, que demuestra ser de esos actores capaces de dar un buen plano desde cualquier ángulo, como si supiera instintivamente dónde está la cámara a cada segundo). Salvo por los momentos en los que salen un bebé manchado con sus propias heces y otro en el que la cámara enfoca con insistencia un bebé muerto (pero se trata de imágenes que están dispuestas calculadamente buscando un impacto discreto y nada más), el resto del tiempo la película revela una tibieza fenomenal, pura corrección política puesta al servicio de ese sencillo ejercicio moral que se le propone al espectador, y que consiste básicamente en invitarlo a formar un juicio sobre los personajes y sus acciones que, más tarde, el relato habrá de corregir, señalándole su mala conciencia e invitándolo a asistir a la debacle de esa pareja y de su vida reluciente. Una segunda oportunidad es apenas un drama de baja intensidad, demagógico, una experiencia diseñada para producir agrado y autocomplacencia.
Tensión efectiva, pero también algo efectista Advertencia previa e ineludible: embarazadas, padres y abuelos de bebés mejor que se vayan a ver otra película. Acá un chiquito muere por accidente, otro está a cargo de una sucia pareja de drogones poco sociables, hay un robo de criatura, desesperación, llantos, gritos, suicidio, falsas acusaciones, ataques de histeria y otros momentos feos derivados de los anteriores. El resto del público puede verla sin mayores problemas. Acerca de la trama, sólo diremos que hay padres, madres, policías, borrachos, mentalidades contrapuestas, parejas antagónicas, planteos sobre la paternidad y el concepto de buena persona, y algunos ejemplos puntuales sobre la aplicación de justicia por fuera de las instituciones, el mal que uno puede causar queriendo hacer el bien, los buenos sentimientos de la gente mala y viceversa, y las metidas de pata hasta el cuadril. Todo eso, contado en forma lenta pero inexorable, tensa, incómoda, con algo de thriller y de espanto, y unas vueltas argumentales algo exageradas pero casi siempre efectivas (y efectistas). Pasan cosas tremendas. Afortunadamente, el título nos hace pensar que al final habrá una esperanza. El título, las leyes del espectáculo, y quizá también la facha del intérprete, Nikolaj Coster-Waldau, el Jaime Lannister de "Juego de tronos". Autora, su paisana Susanne Bier, esa de dramas medio naturalistas de serios cuestionamientos morales, como "Corazones abiertos" y "En un mundo mejor", con el que ganó el Oscar, aunque el público quizá la registre más por su única comedia romántica, "Todo lo que necesitas es amor", con Pierce Brosnan. Bien, acá los personajes necesitan amor, cordura y buena suerte, pero no se puede tener todo en la vida. Atención a Ulrich Thomsen, el camarada de armas, y a Nikolaj Lie Kaas, el asocial quizá redimible.
Abyecta y manipuladora La danesa Susanne Bier hace un cine abyecto. Lo hizo en su país natal y lo viene haciendo en una exitosa carrera que llegó a la cima del Oscar con la abyecta Un mundo mejor. Pero esa manía de la realizadora por mostrar las miserias humanas a un grado extremo jamás había alcanzado una altísima dosis de manipulación y maniqueísmo como se ve en las imágenes de Una segunda oportunidad. Probablemente se esté ante un fenómeno incomprensible (ya de por sí, la repercusión que tiene Bier en el cine no tiene explicación) como determinan los climas turbios y el realismo sucio de algunas película nórdicas que hace 20 años encabezaba esa jugarreta de marketing que fue el Dogma danés. Pero daría la impresión, por lo menos con las películas de la península que tienen su estreno comercial, que ellas sólo dedican sus historias a describir lo más obtuso y repudiable del género humano. En Una segunda oportunidad hay un bebé muerto que luego no es tal, otro bebé secuestrado, una pareja pulcra (él policía) y otra de marginales, drogones, roñosos, mala gente. El ida y vuelta narrativo acumula un suicidio, un bebé rodeado de mierda, alguna escena de violencia gratuita, jeringas que van de acá para allá y un rejunte de "temas importantes" (la culpa, la redención, la responsabilidad), en una historia que intenta sin suerte describir a dos parejas como si fueran las caras de una misma moneda, en manos de una realizadora efectista como Bier, que representa una visión particular y nada complaciente sobre el mundo. Ahora bien, ¿está mal que Una segunda oportunidad elija captar hasta el extremo las miserias humanas? No, por supuesto. Pero por eso mismo se trata de un cine abyecto, manipulador, petardista, estentóreo en situaciones y climas que no admiten misterio alguno. En una semana donde se producen las reposiciones de dos films (Persona y Cuando huye el día) del notable Ingmar Bergman, justamente otro realizador que hablaba del pecado, la culpa y la redención, la película de Bier comprende todos los clisés de un cine repleto de estereotipos llevados a la máxima abyección. Ni el notable plantel actoral, encabezado por Nikolaj Coster-Waldau (Game of Thrones) puede salvar semejante incendio cinematográfico
Se muestra la fragilidad que puede tener un ser humano cuando un hecho puede llegar a sacarlo de control y te va llevando a replantearte algunos valores. Contiene momentos de emoción, tensión y nerviosismo. No es una historia de terror pero te tiene pegado a la butaca con una gran intranquilidad y posee un fuerte giro argumental que va a sorprender a más de un espectador.
Mar de fondo Con el film Hermanos, que tuvo una versión norteamericana y se publicó en nuestro país por el difunto sello 791, la danesa Susanne Bier conformó un cine de autor accesible en el formato, de cuidada, cuando no bella, fotografía y actores, en lo formal, igualmente impecables, pero con un denso mar de fondo. Sus incómodos, hipotéticos planteos, a contramano de la pulcritud nórdica, tienen un virulento retorno en Una segunda oportunidad, tras la comedia negra light Todo lo que necesitas es amor. Andreas (Nikolaj Coster-Waldau), un atildado oficial de policía, tiene entre cejas a Tristan (Nikolaj Lie Kaas), un marido golpeador en libertad condicional. Su furia se incrementa al descubrir que Tristan sigue golpeando a su mujer y maltratando al bebé de ambos. Pero en su cómodo hogar burgués, las cosas no funcionan mucho mejor. Su relación con Anna (Maria Bonnevie) es en verdad tirante bajo los buenos modales, y la obsesión por el hijo de Tristan lo lleva a delinquir, a apropiárselo para darle otra oportunidad. La austeridad de la realización permite, aparte del disfrute, diversos interrogantes que, como todo film inteligente, no tienen fácil respuesta.
Una película fuerte con un guion tan sólido como sus actuaciones. Reza el viejo adagio que nadie es profeta en su tierra… excepto Susanne Bier. Yo tengo la sensación que esta señora ha producido mejor laburo para con su Dinamarca natal que para con los norteamericanos. No obstante, lo que me llamó la atención de Una Segunda Oportunidad no es tanto el que sea una película de Bier, sino el prospecto de poder ver a Nikolaj Coster Waldau en algo que no fuera Game of Thrones y debo decir que me han sorprendido gratamente los resultados. A continuación te digo porque. Un dilema moral Andreas es un agente de policía, que ha sentado cabeza hace rato, al estar casado y con un hijo recién nacido mientras que su una segunda oportunidadcompañero, Simon, es un alcohólico divorciado que surca los bares de striptease y con un hijo al que apenas ve. Un día, durante un arresto a un narcotraficante de la localidad, encuentran a un bebe llorando, indefenso y completamente descuidado. Andreas intenta reportarlo a los Servicios Sociales por negligencia, pero no hay nada que puedan hacer. Los problemas empezarán a surgir cuando su propio hijo muera y lo reemplace con aquel bebe. Esto dará inicio a una reacción en cadena de decisiones y cuestionamientos morales y psicológicos, para los cual solo Simon podrá restablecer un balance. El guion de Una Segunda Oportunidad es uno solido, con personajes claramente definidos, desarrollados y de una complejidad psicológica como pocas veces se ha visto. Es una película difícil de digerir, por la sinceridad y la crudeza en la cual elige ilustrar los dilemas de dichos personajes, pero su riqueza, solidez y carnadura dramáticas son incuestionables. Una historia sobre gente, sobre dilemas, sin estar apegada a ninguna otra agenda más que al conflicto con el cual Susanne Bier y su co-guionista elige confrontar a sus personajes. Por el costado técnico, tanto la fotografía como el montaje de la película están al servicio del aspecto interpretativo y se encargan de crear un ambiente de oscuridad y contraste que contribuya a subrayar lo que experimentan los personajes. Por el costado interpretativo, me sorprendí completamente con Nikolaj Coster Waldau, al menos desde mi humilde punto de vista, este caballero me demostró que puede ser algo más que el Kingslayer. Su actuación es la que sostiene toda la película. Te conmueve, te duele, te tiene pendiente. Aunque las actuaciones de Maria Bonnevie –que da vida a la mujer de su personaje– y Ulrich Thomsen –que da vida a su compañero— no se quedan atrás, la actuación que hace que valga la pena la entrada es la de Coster Waldau, sin lugar a dudas. Conclusión Una Segunda Oportunidad es una película fuerte por su humanidad, su complejidad psicológica y la visceralidad con la que se elige ilustrarla. No es una película para cualquier tipo de sensibilidad, pero le puedo garantizar que si optan por ella, se van a encontrar con un nivel narrativo y actoral que no tiene ningún desperdicio.
QUÉ HEMOS HECHO... En Una segunda oportunidad se dicen y se hacen cosas terribles sin pudor alguno, casi al nivel del gore, solo que en sagas como Hostel o El juego del miedo uno sabe qué va a ver de antemano. El caudal de violencia que despliega la directora danesa viene “camuflado” (aunque todo quede al descubierto gracias a una insoportable catarata de primeros planos) de drama por lo que la propuesta además de obscena es hipócrita. Dos parejas, dos bebés, dos realidades. La primera, de clase media alta, lo tiene todo. Bah, falta un perro pero para qué si tienen una casa que da al mar, el fuego siempre encendido del hogar y ambientes perfectamente decorados. Mamá (la muy bella Maria Bonnevie) se ocupa del nene y papá (Nikolaj Coster-Waldau aka Jaime Lannister de Game of Thrones) no solo es buen papá sino también un marido y policía (encima eso) ejemplar. La segunda pareja la conforman dos pobres desdichados entregados al vicio. Él es psicópata a más no poder, ella se droga o es drogada, él es violento y todo está sucio (especialmente su bebé, procuremos que se note). El contraste es evidente y cuando la desgracia atente injustamente contra los primeros la solución será apropiarse del bebé de los segundos. Lejos de indagar las causas o los factores que dan origen a la división de clases (la película podría transcurrir en cualquier otro lugar que no fuera Dinamarca), la directora opta por encarnizarse con los personajes: bebés y adultos lloran y gritan por igual. La solución sugerida ante el malestar, para colmo, es igual de siniestra: “si estás nervioso tomate una pastilla… como hace la gente normal”. Hemos de ser justos y salvar a los intérpretes: Nikolaj Lie Kaas y Ulrich Thomsen, habitués de Bier, actúan bien y lo mismo corre para la pareja protagónica. No son razón suficiente para dedicarle tiempo a lo último de la multipremiada directora danesa que supo ganar el Oscar y el Globo de Oro en 2010 por Hævnen, otro film igual de mediocre. Frente a propuestas que han tenido extrema consideración en cómo mostrar aquello que merece ser velado (recordemos 4 meses, 3 semanas y 2 días del rumano Cristian Mungiu, por ejemplo), el camino tomado por Bier es un insulto al espectador, a sus colegas y al cine. Uno se pregunta qué lleva a alguien a dirigir una película así. ¿Será el sadismo? Si esta es la única pregunta que genera su obra, a la directora de Una segunda oportunidad conviene ya no darle más oportunidades.//?z
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Susanne Bier que cuenta en su filmografía con películas como “Hermanos” (2004),”Después del casamiento” (2006) y la premiada “En un mundo mejor” (2010), entre otras muchas. Vuelve con “Una segunda oportunidad” al extremo de los conflictos éticos: recorre a través dos mundos paralelos las peores bajezas, los más grandes miedos y las más temibles acciones. En 102 minutos la vida pareciera convertirse en una desgarradora experiencia, y la directora danesa nos la muestra con su habitual naturalismo. “Una segunda oportunidad” cuenta la historia de dos policías (Andreas y Simon) que un día irrumpen en la casa de una pareja de drogadictos y descubren que tienen a un bebé en estado de abandono escondido en el armario. Andreas que vive feliz junto a su esposa y su hijo pequeño, se siente fuertemente afectado por este episodio. Simon por su parte, continúa refugiándose en la bebida para sobrellevar su separación. Sin embargo, un confuso y trágico hecho trastocará sus valores e idea de justicia al punto que cada uno asumirá una actitud totalmente diferente respecto a lo que está bien o mal. Este drama íntimo revestido al inicio de thriller policial no puede dejar indiferente a nadie. Desde que el personaje de Andreas descubre al pequeño Sofus cubierto de su propia mierda, no hay hasta el desenlace un momento en que no nos veamos sobrecogidos por algún inesperado giro de la trama. Queda a la vista la habilidad de la directora para suscitar y mantener el interés del espectador en cada escena, y en este sentido, los actores protagonistas, en especial Nikolaj Coster-Waldau y Maria Bonnevie, ayudan enormemente en la tarea. El tremendismo de la historia podría hacer caer el film en una rebuscada tragedia contemporánea sin sus muy buenas actuaciones. Ahora bien, pese a la experiencia de la directora y a la solidez de las interpretaciones, el film no puede eludir determinados estereotipos y lugares comunes con la intención de dar sentido a ese sinfín de sucesos trágicos que viven los personajes. Seguramente, este sea uno de los puntos cuestionables de la película. Este cuento moral, como le gusta denominar a Bier a algunos de sus films, no nos deja más opción que hacer una obligada reflexión sobre lo que seríamos capaces de hacer en situaciones límites. El ejercicio ético al que nos obliga la historia es recompensado con un desenlace premeditadamente esperanzador.