Micheál Richardson y Liam Neeson buscan recomponer el vínculo en Italia La opera prima del actor británico James D’Arcy (“Cloud Atlas”, “Dunkerque”), ambientada en la deslumbrante región italiana, nos embarca en el duelo que atraviesa un padre y su hijo mientras intentan recomponer la relación. Con el arte como disparador de encuentro y emotividad, Jack (Micheál Richardson) tiene que hacer lo imposible para comprar la galería en donde administra sus obras. La única idea que se le ocurre es vender la casa de su infancia, la cual heredó de su difunta madre. El problema es que, para eso, deberá comunicarse e intentar restaurar el vínculo con su padre (Liam Neeson). Una premisa confiable, pero que esconde un ejercicio generacional no apto para empalagosos. Micheál Richardson (Vox Lux: El precio de la fama), también conocido como Micheal Neeson, es el hijo del actor de Búsqueda Implacable (Taken, 2008). Esa complicidad, ese amor/odio, esa tormentosa relación que se evidencia en Una villa en la Toscana (Made in Italy, 2020) trascienden la pantalla ya que la cuota de realidad es absoluta. El proceso de sanación que viven los protagonistas traza un paralelismo con la tragedia familiar que vivieron los actores. En el 2009, Natasha Richardson, la esposa del héroe de acción, falleció al sufrir un accidente de esquí en Canadá. Un dato que no puede pasar por desapercibido y que, de manera indirecta, le da otro sentido a la obra. Los maravillosos paisajes de la Toscana nos transportan a un ambiente paradisiaco. Sin embargo, se contrapone con lo abandonada y en mal estado que está la casa que buscan rearmar. Sin ir más lejos, esto funciona como una paradoja del largometraje. Desde una predisposición casi cómica e interesante, con el foco en el vínculo padre/hijo, el film gira a una receta ya antes vista. El melodrama y la cursilería les ganan a las intenciones y expone un espectáculo trillado que abusa de los golpes bajos. De todas maneras, aunque la película no termina siendo satisfactoria, hay algo interesante en la manera de dirigir de D’Arcy. Sus planos giratorios a los personajes, como un eje fijo en donde el mundo gira a su alrededor, son precisos y elocuentes. Sin lugar a dudas, su experiencia frente a la cámara sirvió para esta decisión. Atravesar un duelo no es algo sencillo. Existen distintas maneras: todas únicas y personales. Una villa en la Toscana nos da su versión de este proceso alimentándose de la experiencia de los intérpretes, pero topándose con los clichés de un guionista (también D’Arcy) poco inspirado.
Escapando del paraíso. Una villa en la Toscana es la ópera prima del actor británico James D’arcy, que está protagonizada por Liam Neeson y Micheál Richardson. Acompañados de Valeria Bilello, Gian Marco Taviani y Lindsay Duncan, entre otros. Basada en un guión del propio D’Arcy, cuenta la historia de Jack (Richardson), director de una galería de arte londinense, que viaja con Robert (Neeson), su padre, un artista plástico, a la Toscana para reparar y vender la casa de su infancia. Lo que les sirve como excusa para recomponer su relación conflictiva producto de un hecho traumático ocurrido en ese mismo lugar. En primer lugar vale la pena destacar el talento de Liam Neeson como comediante, poco explotado en su larga trayectoria, pero que pudo apreciarse en Brigada A. Ya que el humor, generado mediante gags efectivos, es lo que permite que el espectador empatice con este dúo protagónico y descubra que es la herramienta que utiliza Robert para huir de las consecuencias de las acciones que llevó a cabo para no enfrentar una situación traumática de su pasado que marcó el destino de ambos. Un párrafo aparte merece la fotografía de Mike Eley, que capta la belleza de su paisaje haciendo un buen uso de los tonos cálidos. Y marcando un fuerte contraste con la frialdad de Jack y su intención de vender rápidamente la casa para no enfrentarse con los hechos dolorosos de su pasado. En conclusión, Una villa en la Toscana es un relato intimista en el que se luce Liam Neeson, en un registro diferente al que nos tenía acostumbrados. Y si bien la historia es muy similar a la de Un buen año, de Ridley Scott, así como a tantas otras historias donde sus personajes son sacados de su entorno, resulta efectiva porque, en definitiva, los conflictos humanos siempre son los mismos.
Como si se tratara de un deja vu no tan lejano, y de acuerdo a la crítica de Una receta perfecta publicada en A sala llena hace una semana, con el estreno de Una villa en la Toscana (Made in Italy, para que no queden dudas) se vuelve a idéntico paisaje en plan turístico. Pero, más allá de similitudes temáticas y formales, un par de apuntes diferencian a una película de la otra. Siempre, eso sí, con las precarias intenciones estéticas que ambas presentan desde los primeros minutos. Acá el conflicto, que lógicamente transcurre en Toscana (se recuerda que allí Abbas Kiarostami filmó la estupenda Copia certificada) viene entre galerías de arte, artistas autoborrados del mapa, herencias familiares, casas de antaño y cuentas pendientes entre padre e hijo. Al edén toscano se dirigen el progenitor (viudo) y su vástago con el fin de vender la casa de campo heredada de la difunta. Pero apremia la restauración del lugar que emprenderán ambos y que irá en paralelo con las idas y vueltas de los personajes principales (por ejemplo, más de una discusión sobre recuerdos acompañados por música empalagosa). En este punto la tirante relación entre Jack (el hijo) y Robert (el padre), aun con sus instantes que borden el golpe bajo, se convertirá en lo poco rescatable del film. El resto… y ahí viene el deja vu en relación a la película danesa de la semana pasada: paisajes mostrados desde una cámara turística, los clásicos lugares de comidas ad hoc, una hipótesis de que el hijo protagonista se enamore de una bella residente toscana, separada y con una niña (acá la película se anima hasta a rozar el tema del Edipo pero en plan manual para iniciados), diálogos que refieren a platos y bebidas (“lo menos que podemos hacer en Italia es ir a comer a un buen lugar”) y una escena que ejemplifica los limitados alcance de la cinta. Me refiero a aquella donde algunos comensales, en el consabido restaurante lugareño, degustan pastas con música operística de fondo… y con la imagen en ralentí. Pero fuera de la película la historia que describe Una villa en la Toscana entrega un ápice de emoción o, en todo caso, una fusión de aspectos públicos y privados. Padre e hijo son interpretados por Liam Neeson y Michael Richardson y el cruce con la vida real se expresa en relación a la temprana muerte de la actriz Natasha Richardson, hace trece años, motivo por el que en más de una ocasión, la propuesta de James D’Arcy (opera prima del actor de Dunkerque y Cloud Atlas) actúa como catarsis y sanación de los intérpretes centrales. Es decir: la auténtica emoción se expresa solamente desde algo ajeno a la película en sí misma y no por aquello que narra este otro viaje turístico por tierra italiana disfrazado de material cinematográfico.
Este jueves se estrena UNA VILLA EN LA TOSCANA , protagonizada por Liam Neeson, Micheál Richardson (hijo en la vida real de Liam y la actriz Natasha Richardson quien lamentablemente falleció en el 2009), Valeria Bilello y Lindsay Duncan. Este cálido filme narra la historia de Jack (Micheál) y su padre Robert (Liam) quienes se reencuentran cuando el joven está con problemas financieros y debe recurrir a su padre quien generalmente se ha mantenido ausente. Jack atraviesa una crisis de pareja, mientras que su padre quien ha sido un exitoso artista plástico se esconde en el desorden y sus amantes. Ambos no han podido superar la muerte de su respectiva esposa/madre, aquello de lo "que no se habla". El hijo necesita dinero urgentemente y su única salida es vender una casona en Toscana que ha heredado de su madre, por ende necesita de la firma de su padre también dueño de la propiedad. Juntos emprenderán un viaje de Inglaterra a la región Italiana, donde compartirán metafóricamente una travesía de mutuo y autoconocimiento. El relato escrito y dirigido por James D'Arcy -es la ópera prima del actor- dosifica de forma inteligente y paulatina la información del pasado de ambos, manteniendo la intriga del espectador y logrando un crescendo emotivo que culmina con la brillante actuación de Neeson. Además, la película ofrece un gratificante y sentido momento, en el que el sabor agridulce tiene además momentos de comedia y romance. Mientras que Robert no supo lidiar con el duelo de su esposa, Jack intenta recuperar los recuerdos de su madre. Será justamente la casa que guarda las memorias la que permita el entendimiento y reconstrucción del vínculo padre-hijo. Lo cual es metafóricamente representado por el arreglo de la casa en ruinas (esto remite al largometraje Bajo el sol de Toscana, 2003). Una villa en la Toscana nos recuerda que nunca es tarde para volver a empezar.
Una Villa en la Toscana nos traslada al espléndido lugar italiano y nos permite disfrutar de la campiña italiana como un hermoso escapismo con una trama predecible.
La película está protagonizada por Liam Neeson, esta vez sin trompadas ni disparos, y Micheál Richardson, quienes interpretan a un padre e hijo que deben lidiar con la muerte repentina de su esposa y madre. En este sentido, es curioso mencionar que en la vida real los actores sufrieron una tragedia similar, cuando la esposa de Neeson y madre de Richardson, Natasha Richardson murió en un accidente de esquí en 2009.
Lo primero, casi único, que suscita empatía es saber que sus protagonistas en la vida real son padre e hijo y que en el filme reproducen su propia dramática historia. Después nada o casi lo produce, empezando por el cambio de titulo, en el original “Made in Italy” no es tan asertivo en comparación al elegido para ser estrenado en estas playas. Toda la trama y sub - tramas del filme podrían pensarse con sub géneros cinematográficos ya constituidos, como
La Toscana italiana, París, Roma y Nueva York. Es muy difícil que la traducción local del título de una película apuntada a un público adulto que transcurra en alguno de esos lugares no incluya una referencia a ellos. Son lugares bonitos, icónicos, emblemas de la cultura occidental, que lucen muy bien en pantalla grande. Los problemas empiezan cuando la película no ofrece mucho más que la posibilidad de observar paisajes. Así ocurre con Una villa en la Toscana. El debut como guionista y realizador del hasta ahora actor James D'Arcy (Capitán de mar y guerra; Dunkerque) presenta una historia sobre el duelo y las segundas oportunidades centrada en un padre y un hijo que todavía no terminan de digerir la muerte de la mujer de la familia. El viudo es un artista londinense (Liam Neeson) que regresa a Italia con su hijo (Micheál Richardson) para vender la casa que heredaron de esa mujer y que el segundo pueda comprar la galería de arte donde trabaja y cuya dueña no es otra que su ex mujer. Pero las cosas cambian apenas llegan: el caserón está destruido luego de años de abandono, y no será sencillo venderlo. Los primeros minutos de Una villa en la Toscana tienen todos y cada uno de los lugares comunes de este tipo de relatos: la llegada de los vecinos toscos y amables, paseos bajo el sol, el encuentro del hijo con un inevitable interés romántico encarnado en la hermosa mujer a cargo del restaurante del pueblo y la aparición de los primeros roces entre esos hombres con unas cuantas facturas por cobrarse mutuamente. A medida que van avanzando en la restauración, la película intenta correrse de la liviandad vacacional del asunto para ahondar sin suerte en los pliegues más emotivos del padre y el hijo hasta amarrar en las aguas seguras de un desenlace más luminoso que un mediodía en la Toscana.
Realidad y ficción se entrecruzan en Una villa en la Toscana, ópera prima del actor de Broadchurch y Agent Carter James D’Arcy, en la que Liam Neeson abandona momentáneamente su papel de hombre rudo en busca de venganza para comandar con su hijo, Micheál Richardson, una historia intimista que toca fibras personales. De hecho, ambos aceptaron protagonizar el film por el derrotero de sus respectivos personajes, Robert y Jack, padre e hijo que se distanciaron por años luego de la muerte de la madre del joven. Una de las curiosas decisiones que toma D’Arcy con su guion es la de no ahondar en la cotidianidad de sus protagonistas previa al reencuentro. Por el contrario, ambos se vuelven a ver al comienzo del film, sin que predomine la incomodidad, la angustia, el enojo, o cualquier emoción propia de ese acontecimiento. Luego, llega la excusa narrativa que los motiva a compartir tiempo juntos: la visita a la casa familiar en la región de Toscana que el joven quiere poner a la venta. D’Arcy muestra la refacción del derruido inmueble mediante todos los lugares comunes posibles, desde la simpática ayuda de los vecinos hasta el inevitable cariño que sus dueños le empiezan a tomar al lugar. Sin embargo, lo más llamativo de un film tan personal para Neeson y su hijo (la muerte de la actriz Natasha Richardson sobrevuela el largometraje) es que los actores comparten tan solo un puñado de escenas, ya que su director se distrae con personajes secundarios que no tienen mucho para aportar. Asimismo, tampoco ayuda que esas secuencias sean visualmente pobres, y con una banda sonora que sobreexplica diálogos reveladores, aunque un tanto forzados. Con excepción de un tramo final menos impostado, Una villa en la Toscana es una película predecible que tenía todos los elementos para conmover, pero cuya lasitud va en detrimento de ese objetivo.
Ya el título en castellano con el que en la Argentina estrena de Made in Italy invita al ensueño (no, no en el sentido de que es una invitación a dormir). Uno escucha Toscana e imagina paisajes verdes, aire libre, campos florecidos, buen vino, mejor pasta, alguna casona con vista abierta. Y si la protagoniza Liam Neeson, dibuja una leve sonrisa: tal vez no tenga aquí que pegarle o matar a nadie. Todo eso es correcto, y le suma otro aspecto recurrente en la filmografía del actor de Búsqueda implacable: su personaje está de duelo, es nuevamente viudo. Ya dijimos alguna vez que desde que falleció su esposa Natasha Richardson en 2009, el actor de La lista de Schindler desea que sus protagonistas sientan el dolor de la pérdida de un ser querido, generalmente su pareja. Y aquí la apuesta se redobla en ese sentido, ya que quien interpreta a su hijo, es Micheál Richardson, el hijo mayor de Neeson y Natasha Richardson, quien en honor a su madre fallecida cambió legalmente su apellido en 2018. Bueno, Raffaella, la esposa de Robert (Neeson) y madre de Jack (Micheál Richardson) también ha fallecido en un accidente, pero automovilístico, en Italia. Pero las acciones no arrancan en la finca del título, sino en los Estados Unidos, donde Jack dirige una galería de arte de los padres de su esposa, quien quiere divorciarse y está decidida a venderla. Al joven le queda una opción: comprar el local, y para eso debe convencer a su irritable padre, con el que no habla desde hace meses, de vender la villa en la Toscana y obtener la mitad que le corresponde. Tiene un mes de plazo. Chianti, pasta y reencuentro No es la típica película de reencuentro y redención entre un padre distanciado y su hijo, pero le pega en el poste. Ambos personajes irán de Inglaterra a la Toscana y encontrarán la casona abandonada hace veinte años en estado calamitoso. Lo que sigue, allí, en una pared, es el mural que Robert pintó, con fuertes trazos rojos, tras la muerte de su esposa. Ayudados por una agente inmobiliaria (Lindsay Duncan, la crítica de teatro de Birdman), no les queda otra que ponerla en condiciones si desean vender la propiedad. Y mientras Jack conoce a otra joven divorciada por Valeria Bilello, propietaria de un restaurante en el pueblo, Robert vuelve a la pintura, aunque sin abandonar su antipatía y ostracismo. No se hagan las preguntas que deberían hacerse (¿cómo alguien puede tener una enorme casona en la Toscana y no visitarla o mantenerla en 20 años? ¿Por qué Robert acepta de inmediato la propuesta de su hijo, con quien no se comunica desde hace tiempo? ¿Voy a llorar a moco tendido cuando padre e hijo enfrenten juntos el dolor por la muerte de Raffaella?), y dispónganse a ver a Liam Neeson en un papel últimamente atípico para él. Opera prima del actor James D’Arcy (Anthony Perkins en Hitchcock, el maestro del suspenso, y a quien veremos el año que viene en Oppenheimer), está bellamente fotografiada y está realizada para conformar a su público.
Llega hoy a los cines la ópera prima del actor James D’arcy, director y guionista de este filme protagonizado por Liam Neeson, su hijo Micheál Richardson, Valeria Bilello, Lindsay Duncan, Gian Marco Tavani, Marco Quaglia y Helena Antonio. Se aclara desde un comienzo el vinculo que une a Micheál y Liam en la vida real (no todos quizás lo sepan) ya que la película toma un matiz diferente cuando se tiene en cuenta ese vinculo. En Made in Italy el hijo del bohemio pintor Robert Foster está a punto de divorciarse y para poder cerrar un acuerdo con su esposa necesita un dinero que no tiene, motivo por el cual acude a su padre para que lo ayude a vender la antigua casa familiar ubicada en la Toscana. La relación entre padre e hijo no es del todo fuerte, pues tras la trágica muerte de Raffaella (esposa y madre de ellos), ciertos asuntos quedaron sin charlar entre ellos y la herida por esa perdida sigue abierta. Reencontrarse, en el termino profundo de aquella palabra, y lograr vender la casa no será fácil, otros personajes satélites se cruzan en la cotidianeidad italiana de padre e hijo durante el desarrollo de la película, cuyo eje principal es el fortalecimiento de este vinculo, los matices, las cosas no dichas que salen a la luz, los arrepentimientos y las confesiones. Neeson y Richardson, y una perdida trágica e inesperada tiempo atrás: la ficción y la realidad en cierto punto se asemejan y en estos roles, que sin duda toca fibras muy personales, ambos actores logran escenas de gran lucimiento y emoción. El filme como historia no es trascendente ni original, pero retrata con sensibilidad la posibilidad de sanar, de reconstruir y fortalecer un lazo dañado, de seguir adelante. Neeson sorprende con un personaje totalmente diferente a lo que nos tiene acostumbrados en los últimos años. Micheál Richardson se desenvuelve con soltura y matices en la comedia y en las escenas dramáticas. La fotografía, el montaje y la música son aspectos técnicos que le aportan a la película los climas que transita. Si bien D’arcy no adopta demasiados riesgos en la dirección, decide enfocarse con sencillez en las interpretaciones principales y en narrar una historia entrañable con bellos momentos.
Bajo el título original de Made in Italy el actor y guionista londinense James D`Arcy (Al otro lado del mundo; Dunkerque) debuta como director en un melodrama sobre la construcción de los vínculos entre un padre y un hijo, la dificultad frente al duelo y los afectos como inspiración para el cambio. Protagonizada por Liam Neeson, en el rol de un famoso y bohemio pintor londinense retirado del ambiente artístico, como alejado de su único hijo, Jack (Micheál Richardson); el inicio de la película une a ambos protagonistas en un viaje de oportunidades y reencuentros. Jack convence a su padre de regresar a Italia para vender la casa heredada de su madre, quien murió en un accidente hace años. El recorrido hasta el lugar será el punto de partida de las desavenencias y las facturaciones pendientes entre ellos. Pero bastó llegar a aquella casona abandonada en el idílico paisaje de la Toscana italiana, para despertar los recuerdos de sus años felices. La tarea de reparar la casa será una forma de comprender lo que supieron hacer de ellos mismos, tras la pérdida. A medida que las imágenes del paisaje cobran mayor protagonismo, apostando a la belleza del lugar como si eso fuera suficiente para cautivar al espectador, una característica recurrente en películas rodadas en bellas ciudades, la trama principal se diluye a través de situaciones transitadas que eligen mostrarse bajo el pintoresquismo con el que se refleja a los personajes italianos del lugar: desde los contratistas que arreglan la casa en tono de comedia hasta la encantadora dueña del restaurante que enamora a Jack; recursos, que sólo matizan y debilitan el drama de fondo. Mientras la casa va adquiriendo la armonía que tuvo en el pasado, los protagonistas también irán transitando sus conflictos de forma paralela y con menos liviandad, aunque sin hallar el tono adecuado y menos predecible para hacerlo. Hacía el final del relato, los momentos de intimidad logran encontrar el espacio necesario para focalizarse y dar forma a lo que verdaderamente debían expresar. UNA VILLA EN LA TOSCANA Made in Italy. Reino Unido, 2020. Dirección y guion: James D’Arcy. Intérpretes: Liam Neeson, Micheál Richardson, Valeria Bilello, Lindsay Duncan, Gian Marco Tavani, Marco Quaglia y Helena Antonio. Edición: Mark Day, Anthony Boys. Fotografía: Mike Eley. Música: Alex Belcher. Duración: 91 minutos.
El actor James D’Arcy, hace su debut cómo director con "Una villa en la Toscana” (“Made in Italy”) comedia dramática que relata el encuentro de Robert (Liam Neeson), pintor alguna vez exitoso y su hijo Jack (Micheàl Richardson), cuya relación es nula. Ambos viajan desde Londres y New York respectivamente a su casona en la Toscana, la que supo tener su momento de esplendor y está en ruinas después de la muerte de la madre de Jack y esposa de Robert. La intención del joven es reparar la propiedad en ruinas para poder comprar, luego de su divorcio con Ruth, la Galería de Arte donde trabaja. El film recorre en medio de paisajes pintorescos un tema doloroso que los dos necesitan sanar. Habrá también espacio para integrar a Natalia (Valeria Bilello), esperanza amorosa de Jack y dueña del restaurante del lugar. Lo mejor que tiene, cómo ya mencioné son perfectos escenarios naturales donde se desarrolla la historia y buenas actuaciones…y tengo que decirlo, casi gritarlo…que bueno ver a Liam Neeson en otro rol!!! Sabemos que es un gran héroe de acción pero es bueno verlo en otros personajes que puede hacer muy bien. Hay mucha sensibilidad en un tema que los enfrenta al pasado en una especia de reconstrucción de el vínculo y la hermosa propiedad. El guion permite que se descubran algunos secretos que ponen luz a la oscuridad que reina entre ellos. Hay que destacar la labor de fotografía de Mike Eley.
Los norteamericanos y los británicos han descubierto que la Toscana tiene éxito en taquilla y una y otra vez recurren a esa locación para narrar historias de segundas oportunidades. La Toscana lo permite, al parecer. En este caso un bohemio artista londinense (Liam Neeson) regresa a Italia con su hijo (Micheál Richardson) para vender la casa que heredaron de su difunta esposa y madre del joven. El problema es que hermosa casa en el hermoso lugar está en muy mal estado y la única forma de venderla es arreglándola. La casa necesita reparaciones, al igual que el distanciado vínculo entre ambos. Sí ustedes creen que esos son lugares comunes, es porque no han visto la película, que navega plácidamente en un océano de ellos. Hay compradores millonarios insensibles, una joven italiana que maneja un restaurante y un montón de cuentas pendientes entre los protagonistas que se irán acomodando. No hay misterios, ni mentiras, ni tampoco pretensiones en esta historia. Es una película candidata a ser amada por los que amen la Toscana o sueñen con visitarla y odiada por aquellos que quieran ver un cine que ofrezca algo más de riesgo o sorpresa. A veces los lugares comunes y lo excesivamente previsible puede ser un lugar de refugio. Quién busque ese resguardo y se conforme con algo sencillo y pequeño, acá tiene una película destinada a ese fin. El director es el actor James D´Arcy.
"Una villa en la Toscana", con Liam Neeson: lugares comunes. Neeson y Micheál Richardson son padre e hijo en la vida real, y la mujer del primero y madre del segundo, la actriz Natasha Richardson, falleció en un accidente de ski en el año 2009. El debut detrás de las cámaras del actor británico James D'Arcy no brilla precisamente por su originalidad, y en su trama de viejas heridas familiares aún sangrantes que podrían comenzar a sanar durante un viaje al extranjero pueden hallarse los mil y un lugares comunes de ese tipo de relatos. El “truco”, por llamarlo de alguna manera, de Una villa en la Toscana es el paralelismo entre ficción y realidad, que le aporta a la película un elemento de interés extra cinematográfico. Liam Neeson es Robert, otrora exitoso artista plástico que luego de la trágica muerte de su esposa colgó los pinceles para dedicarse a la auto conmiseración. Su hijo, el treintañero Jack (Micheál Richardson), está atravesando un proceso de divorcio que, para colmo de males, tiene como corolario la extinción de la galería de arte londinense que dirige desde hace años. Sin trabajo y pronto sin dinero, la solución de Jack es sencilla y práctica, aunque dura de ejecutar: vender a precio vil esa pequeña villa en Italia, en la región de la Toscana, en la cual solía pasar las temporadas de verano junto a su familia. Padre e hijo, el primero a regañadientes, se ponen en marcha para visitar el lugar y estimar el estado de la casa, que va más allá de lo lamentable y se acerca bastante al desastre: moho, techos agujereados, ventanas rotas, vegetación tupida en el interior y otras delicias estructurales. Además de un mural de violentos colores que Robert escupió en una de las paredes del living durante un ataque de tristeza, dolor y, es de suponer, bronca, luego del fallecimiento de su esposa. La relación entre Robert y Jack, testigo del accidente cuando tenía siete años, dista de ser armoniosa y durante esas pocas semanas italianas las discusiones, pases de factura y rencillas están a la orden del día. Neeson y Richardson son padre e hijo en la vida real, y la mujer del primero y madre del segundo, la actriz Natasha Richardson, falleció en un accidente de ski en el año 2009. Ese eco de la realidad reencauzado por el guion de D'Arcy suma una capa dolorosa, que desaparece por completo si el espectador desconoce el dato. Es que Made in Italy (su título original) no escapa a los clichés “inspiradores” y tampoco al romance veraniego como reflejo de las segundas oportunidades. Cuando Natalia (Valeria Bilello), mujer separada, madre, dueña de un restaurante construido desde cero con esfuerzo y tenacidad, aparece a los veinte minutos de proyección ya puede suponerse que allí habrá una línea narrativa a desarrollarse sin prisas ni pausas. Amable, poblada por personajes secundarios virados a los tonos del alivio cómico (la pareja de posibles compradores está pasada de rosca), con la previsible “italianidad” en choque con la flema inglesa, Una villa en la Toscana ofrece una buena cantidad de postales de los más bellos parajes de la región donde fue filmada. Es siempre un placer, además, apreciar como Neeson es capaz de construir un personaje tan amargado como encantador con tan pocos elementos. No es mucho, pero es algo.
Por fin se estrena Una villa en la Toscana, puesto que ya fue vista en los cines europeos en el 2020, una coproducción entre Reino Unido e Italia que en Argentina recién hace su aparición el próximo 28 de julio. El título no sugiere mucho, podría ser cualquier cosa, pero es una comedia, por ende, conjunta un poco de drama, un poco de amor, enredos y fin. Nada nuevo bajo el sol salvo que es protagonizada por Liam Neeson y su hijo Micheál Richardson, además de que cierta parte de la trama parece bastante biográfica. En fin, vamos a lo importante: Liam. Esta vez no va a rescatar a ninguna hija perdida, nada de acción en trenes, nada de armas, ni venganza. Tampoco interpretará a un padre abnegado sino lo contrario. En esta ocasión será Robert Foster, un artista plástico (pintor) que ha perdido a su esposa en un accidente y en el intento de “resguardar a su hijo” del dolor resulta que se distancian. Por el otro lado, Micheál Richardson hijo de Liam (en todos los multiuniversos) encarna a Jack Foster y el conflicto se planteará a partir de su divorcio y la necesidad de obtener dinero para comprar la galería de arte donde trabaja. Por estos motivos y con el corazón roto, decide vender la casa de la Toscana, herencia que le dejó su madre y que comparte con su padre, con quien poca relación tiene. Ambos viajan a Italia y allí intentando reconstruir una casa que fue abandonada por veinte años, igual que su relación, ambos protagonistas se irán acercando y restableciendo el vínculo padre-hijo. En medio de los paisajes toscanos, los fideos, el queso, el pan y un tomate también se desarrollará una historia romántica entre Jack y Natalia (Valeria Bilello) en donde ambos podrán dejar atrás las historias con sus exs. Esta es la primera película dirigida y guionada por James D’Arcy, “tal vez lo recuerden” por su actuación en Dunkerque (2017), aunque yo me acuerdo de Harry Styles, o en Avengers: Endgame (2019). La actuación en Una villa en la Toscana no me pareció buena en general y con certeza podemos decir que la culpa no es de Liam Nesson, tampoco de su hijo, que bastante bien se las apañó en Venganza bajo cero (2019), y menos que menos de Lindsay Duncan, por lo que me parece que D’Arcy no ha hecho un gran trabajo. En cuanto al guion, incluso en los clichés favorables, es decir, los que nos encanta ver en cualquier peli de romance, es malo, poco ingenioso y hasta aburrido. Una villa en la Toscana es olvidable (perdón Liam), yo no iría a verla, a menos que tu intención sea chapar toda la película con tu cita, en ese caso es perfecta, no te vas a perder de nada e incluso el aburrimiento capaz te ayuda.
Es de esas producciones gratas de ver, con un conflicto previsible y una trama que tiene puntos de contacto con lo que sufrieron en la realidad los dos protagonistas: Liam Neeson y Micheál Richardson, padre e hijo en la ficción y en la vida. Pero en este film escrito y dirigido por James D´Arcy , también encontramos la inteligencia de correrse del melodrama, la inclusión de no poco humor, y esa sabiduría para la comedia dramática que Neeson maneja con maestría y muy medida gestualidad, tan lejos de sus producciones de acción. Un pintor famoso, que hace mucho que no presenta su producción, muy desconectado de la vida de su hijo, que necesita ejecutar una herencia que comparten. El hijo se acaba de separar y su ex amenaza con vender la galería que administra, que es su vida y desea adquirir. Con esa excusa de dinero urgente padre e hijo se dirigen a la Toscana para vender una villa cuasi abandonada. La circunstancia perfecta para convocar recuerdos de la madre muerta en un accidente, los secretos no revelados, la falta de contención y las facturas que acumula el tiempo. Mas un poco de romance. Un elenco bien elegido, no pocas escenas muy bien resueltas y otras obvias.
En la industria de la música hay dos formas de hacer un dúo con artistas internacionales: o se juntan, previa organización de sus agendas, se conocen y van unificando el criterio artístico hasta crear una pieza homogénea, o cada uno graba su participación desde su ciudad de origen y después los técnicos y las computadoras las unen. La diferencia de resultados es abismal y difícilmente la segunda opción triunfe, porque se nota la disociación musical. 'Una villa en la Toscana' pareciera haber sido filmada bajo el segundo método, porque los actores británicos nunca se conectan con los italianos. Y lo que debiera ser algo orgánico y tamizado por la calidez de los paisajes de la Toscana termina siendo exigido, arisco e incómodo. El personaje de Liam Neeson hablando con todos en inglés en pleno corazón del pueblo toscano roza lo absurdo. El filme escrito y dirigido por James D'Arcy cuenta la historia de un galerista inglés (Micheál Richardson, el hijo en la vida real de Liam) que al divorciarse debe comprarle la parte a su ex mujer para seguir en el negocio del arte. Sin un centavo decide poner en venta la casa que heredó de su madre ya fallecida y junto a su padre (Neeson) emprenden el regreso a Italia para cerrar el tema lo antes posible. Allí, obviamente, sino no habría película, las prioridades cambian y sus destinos mutan. RECURSO 'Una villa en la Toscana' tiene uno de los peores inicios de la historia del cine. Una mini y rápida introducción para contarnos que el personaje de Jack Foster se está divorciando y necesita dinero, que su padre Robert es un artista bohemio que no tiene relación con él, y que se sube obligado a un automóvil para así aparecer en plena Toscana frente a una casa derruida. Recurso que después se repite uniendo Inglaterra con Italia como si fuera por un pasillo. Otro logro negativo y casi capital del director es hacer actuar mal a una de las actrices más destacadas de su generación, la italiana Valeria Bilello. Nunca se ajusta al tono del filme y eso que su inglés es fluido. La escena donde conoce a Jack y lo saluda directamente en inglés sin que él diga nada nos anuncia que no habrá ninguna sutileza ni espacio al descubrimiento. Nadie en su país de origen saluda a otra persona en otro idioma. Obvia, acelerada, poco delicada, forzada y tocando insulsamente los géneros del cine turístico, romántico y dramático, 'Una villa en la Toscana' se vuelve poco disfrutable. Lo único bueno, además de los paisajes, es escuchar de fondo a Domenico Modugno y Andrea Bocelli.
La ópera prima del actor británico James D’Arcy, ambientada en Italia, es protagonizada por Liam Neeson y Micheál Richardson, padre e hijo en la película y en la vida real.
PEQUEÑOS DRAMAS FAMILIARES EN PAISAJES BELLOS Y EXÓTICOS Dentro del subgénero de “pequeños dramas familiares en paisajes bellos y exóticos” podemos incluir a Una villa en la Toscana, protagonizada por Liam Neeson y Micheál Richardson, padre e hijo cuya relación, arruinada tras la muerte de la madre, comienza a sanar, viaje a Italia de por medio. El título original es Made in Italy, igual de perezoso que el español, aunque los traductores entendieron mejor la importancia del escenario a la hora de vender la película. Lo cierto es que esta, una coproducción ítalo-británica, funciona más bien como un comercial turístico de la mítica región del país mediterráneo. No se cansa el personaje de Neeson, un pintor venido a menos, de resaltar una y otra vez las virtudes estéticas de las verdes colinas en las cuales se ubica la casa de la infancia de Jack, abandonada luego de la tragedia familiar. La película avanza sin mayores digresiones y respetando casi al pie de la letra los lugares comunes que un espectador puede esperar de estos pequeños dramas familiares en paisajes bellos y exóticos, fundados muchas veces en un contraste entre lo propio y lo foráneo, lo primero en clave negativa y lo segundo en positiva. En este esquema se cifran todas las búsquedas narrativas y semánticas del largometraje. La Toscana es el espacio, que fue en algún momento el escenario de la vida familiar, pero que ha quedado paralizado en el tiempo luego de la muerte de la madre. Ahora, padre e hijo deben regresar al territorio de lo reprimido para tratar una herida aún abierta. Inglaterra, el lugar en el que han vivido los últimos veinte años, está signada por la soledad, la frustración y la incapacidad de sostener vínculos humanos. Para ambos, Italia se manifestará como un locus amoenus que espera ser redescubierto. Una trama simple, pero no por eso carente de potencial emotivo. Los problemas de Una villa en la Toscana radican en la incapacidad de apropiarse de esa estructura básica y llevarla hacia algún lugar novedoso, pero además, en la pobreza de ejecución de aquello que resulta esencial en este tipo de guiones: el desarrollo de personajes entrañables, ya sea a través de diálogos interesantes o una propuesta atrapante desde el lenguaje cinematográfico. Si en tanto espectadores renunciamos a lo primero, lo mínimo que podemos esperar es lo segundo, y la película de James D’Arcy no termina de lograrlo. Se ve mermada tanto por el guion como por las actuaciones que, fuera de lo que Liam Neeson ofrece como garantía en cualquier producción en la que participa, poco y nada propone en términos de emotividad más allá de lo más elemental y predecible. A la estrechez de la mayoría de las actuaciones se le suman ciertas desprolijidades formales, pero sobre todo una pereza generalizada que hace que el largometraje avance como tachando ítems en una lista de tareas pendientes. La ausencia casi absoluta de potencia narrativa (salvo por una escena que Neeson sabe manejar con experiencia y desenvoltura) hace que la historia resulte insípida, un cascarón vacío cubierto por un exotismo a esta altura bastante avejentado.
En el 2020 Liam Neeson se tomó un descanso de los tiros y las persecuciones para retomar el género dramático en esta producción que representa el debut como director de James D´Arcy. Un actor que trabaja en el cine desde fines de los años ´90 y hoy es más conocido por haber interpretado al mayordomo Jarvis en la serie de Marvel, Agente Carter. La particularidad de esta propuesta es que Neeson trabaja junto a su hijo, Michéal Richardson, fruto de su matrimonio con la actriz Natasha Richardson, quien falleció en el 2009 a raíz de un accidente de ski. El conflicto se centra en un artista que restaura una casa en la Toscana italiana y a través de ese proyecto intenta reconectarse con su hijo, cuya relación se deterioró tras el fallecimiento de su esposa. Resulta inevitable pensar que el proyecto debe haber significado un experiencia de catarsis para los dos protagonistas, ya que el eje del conflicto se centra en el proceso de duelo tras una perdida familiar. La dirección de D´Arcy elabora una película muy amena que no se excede con el melodrama y le otorga un generoso espacio al humor pese a los temas que se trabajan. Neeson tienen muy buenos momentos junto a su hijo en un rol que le permite explorar su veta dramática que tras el suceso de Taken quedó postergada en su filmografía. Si bien el argumento no es precisamente novedoso y ya lo vimos en numerosas producciones, la película consigue ser muy llevadera por la labor de los dos protagonistas y la belleza de los paisajes rurales italianos y su cultura que generan una ambientación muy especial. Probablemente no atraiga la misma atención que las propuestas de acción que suelen protagonizar el actor pero para quienes busquen una comedia dramática entretenida es una opción para tener en cuenta.
Es facilísimo odiar esta película: un padre y su hijo veinteañero, con el que no se lleva demasiado bien, se tienen que ocupar de una casa en la Toscana que perteneció a la esposa del hombre y madre del joven. Él es un artista (el hombre), y él no sabe mucho qué hacer de su vida (el joven). La metáfora de reconstruir la casa es bastante transparente -y fácil- y es lo que va sucediendo a medida que pasa la película: padre e hijo curan relación, aparece una señora para papá y una chica para el hijo, hay unos cuántos italianos que tienen que hacer ciertos trabajos y no tienen mucha sintonía con el inglés y Liam Neeson, que puede que esté para un cosido y para un fregado, es un gran actor que conoce los tonos de casi todo. Dicho esto, la película realmente hace sentir bien sin que, en ninguna escena, caigamos en la vergüenza ajena que esta clase de historias suele provocarnos cuando se exceden en glucosa. Nos rectificamos: no es tan fácil odiar esta película.
Liam Neeson lidera el reparto, acompañado de Michael Richardson, conformando así un inédito dúo de padre e hijo, tanto en la vida real como en la película. El actor irlandés interpreta a un artista caótico, bohemio y viudo, quien debe viajar desde Londres a Italia para reparar la casa de la Toscana que habitó con su difunta mujer. Una mansión derruida presta a ser restaurada albergará a personajes secundarios pintorescos, emplazándose en un entorno rural e idílico. El actor James D’Arcy debuta como guionista y director, en este drama de reconciliación en donde el vínculo paterno filial intenta sanar, cambiando el rumbo de su relación. Explorando terrenos dramáticos diametralmente opuestos al cine de acción de consumo masivo que nos acostumbra, poco puede hacer el bueno de Neeson, inmerso en un guión repleto de decisiones torpes y previsibles. Paisajes pictóricos que recuerdan a films como “Una Habitación con Vista” (1986, James Ivory) o “Bajo el Sol de Toscana” (Audrey Wells, 2004) son los que nos sumergen en la flamante “Made in Italy”. La pasión latina de sus habitantes, su vida y costumbres, sazonan la presente propuesta, hecha de encuentros fortuitos. “”Made in Italy” ejemplifica el tipo de cine edulcorado que pretende llegar a nuestro corazón del modo más genuino, pero se queda a mitad de camino. Anodino trazos se disipan en un lienzo vetusto, mientras una ejecución narrativa se atiborra de clichés. Prevemos una herida en la familia que lleva años sin cerrar, así como también la incidencia de personajes protagónicos unidimensionales. Sabor a poco.
Made in Italy (Una Villa en la Toscana) es conmovedora por los motivos equivocados, que tienen menos que ver con sus méritos cinematográficos que con la intriga y el morbo que genera ver a un padre y a un hijo en la vida real exorcizar su pasado trágico en pantalla (la esposa de Liam Neeson, Natasha Richardson -la madre de Micheál, coprotagonista de la película-, falleció en 2009 en un accidente de esquí). Made in Italy gira en torno a la incapacidad de comunicación entre Robert (Nesson) y Jack (Richardson) después de 15 años de la muerte de la esposa/madre, que dejaron una relación rota hecha de simulaciones y silencios sobre lo sucedido.
Un viaje reparador La región de la Toscana es un escenario recurrente en algunas comedias dramáticas europeas. El paisaje, la luz, los cascos históricos y la atmósfera apacible de las regiones rurales invitan al disfrute y a la reflexión. Así ocurre desde las recordadas “Bajo el sol de la Toscana” o “Copia certificada” hasta en “Una villa en la Toscana”, o “Made in Italy”, título original de esta producción inglesa dirigida por el actor James D’Arcy y protagonizada por Liam Neeson y su hijo Micheál Richardson. Neeson y Richardson interpretan a Robert, un artista plástico atascado en su carrera, y su hijo Jack, empleado de una galería de arte de Londres a punto de perder su trabajo y a su esposa. Para evitar el desempleo, Jack le propone a la dueña y casi exmujer comprarle la galería. Para hacerlo, le pide al padre que vendan una casa que la familia posee en la Toscana, un lugar donde nadie fue en los últimos veinte años. Durante el desarrollo del film se irán descubriendo los motivos del abandono de esa propiedad y también las razones para que padre e hijo sean dos extraños.