Las relaciones personales y los sentimientos más profundos parecen ser los temas que más atractivos resultan al director de este film, Stéphane Brizé (No estoy hecho para ser amado, Entre Adultes). Aquí, los protagonistas de la historia son Jean (interpretado por Vincent Lindon) y la maestra de escuela de su hijo, Mademoiselle Chambon (encarnada por Sandrine Kiberlain, varias veces nominada a mejor actriz). Ambos se conocen cuando Jean se ocupa de llevar y traer a su hijo Jérémy (Arthur Le Houérou) al colegio. Espontáneamente surge entre ellos una inmensa atracción que crece muy de a poco, con la misma sutileza que caracteriza al cine francés. La película se centra en el debate interno que se plantea Jean, quien debe decidir entre seguir sus impulsos o mantener la compostura y continuar adelante con su vida, su esposa y su rutina. El albañil y esposo perfecto es un hombre poco expresivo, encerrado en sí mismo; lleva una vida normal pero monótona. La aparición de la maestra provoca cambios en él que repercuten en su relación con el entorno. La esposa es quien sospecha lo que le pasa al marido, pero no hace nada para retenerlo. Los protagonistas (que en la vida real están casados pero formalmente separados) tienen una personalidad reservada. Si bien la maestra es un poco más extrovertida y es la que toma la iniciativa –quizás por ser más joven-, ambos hablan poco. En esta relación tan frágil, los sobreentendidos y los gestos tienen más protagonismo que el diálogo. Un elemento importante durante todo el film y que ayuda a crear un relato denso y profundo es la música, en la que prevalecen los violines acompañados de un piano. Además de ser parte importante del argumento, este recurso está utilizado para crear ambientes, acompañar sensaciones, expresar lo que las palabras no muestran por estar ausentes. Sobre todo casi al final, en uno de los momentos de mayor tensión, la música es protagonista. En un fabuloso in crescendo hace que la tensión llegue al máximo nivel, generando un clímax perfecto. Es llamativo el uso que hace el director de paisajes, entre escenas, en los que siempre hay árboles moviéndose por el viento constante. Quizás sea esta la manera que encontró para representar los cambios que se van produciendo en el interior de Jean: hay algo nuevo en su vida que lo arrastra; rompe con su rutina y debe replantearse lo que viene. Con el ritmo lento característico del cine francés, pero oportuno y preciso, Une Affair d’amour es un film que escarba en lo más profundo del alma de los personajes, en sus miedos, deseos y sus anhelos. Pero el director se arriesga demasiado; no hay indicios que hagan pensar que lo que sienten los protagonistas es verdadero amor, sino más bien una fuerte atracción y el deseo de poseer lo prohibido por un lado, lo nuevo y diferente por el otro. Así, el final que estética y cinematográficamente está muy bien logrado, se vuelve predecible.
El lenguaje del amor Estando el cine lleno de historias de amor, resulta difícil encontrar algo único o al menos diferente. Pues Une affaire d'amour lo es. Si bien es fácil adivinar en este melodrama el triángulo que ha de formarse entre Jean, un albañil felizmente casado con una obrera, Anne Marie, y la maestra de su hijo, Mademoiselle Chambon, nunca sabemos cómo seguirá el affaire, qué caminos ha de tomar esa historia tan sutil y delicadamente narrada. Sólo había visto de Brizé Je ne suis là pour être aimé, una deliciosa comedia sobre el amor en la edad madura, y aquí se confirma como un excelente narrador de historias íntimas. La magia del film se basa en dos aspectos clave: la cámara y la actuación de los protagonistas. Si los diálogos son escasísimos, en cambio la comunicación que se establece desde el primer encuentro entre hombre y mujer -Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain- está llena de matices: miradas, silencios, acercamientos, acuerdos tácitos, el lenguaje del amor está aquí inteligentemente explotado y la química, el entendimiento entre ambos actores es elocuente, a lo cual tal vez no sea ajeno el hecho de que ambos fueron un matrimonio en otra época de su vida real. El movimiento de la cámara es el otro punto de apoyo, con largos, pausados planos que acompañan el proceso de enamoramiento, tomándose todo el tiempo necesario para reconocer, reprimir y aceptar un amor que no debe ser. Exquisitamente fotografiado, podríamos llamar a éste un film elegante, como sólo los franceses saben filmar. Film de atmósferas, presenta algunos detalles que dibujan la personalidad de los protagonistas: el test gramatical familiar, la devoción con que Jean trata a su padre anciano y lo acompaña a elegir su funeral, la timidez de Véronique y su resistencia a tocar el violín frente a Jean, su modo de ejecutarlo, la reacción de la esposa, todo está sugerido por los cuerpos, en gestos que trascienden las palabras. Tal vez a algunos les resulte demasiado radical la indecisión de este film mínimo, con sus tiempos dilatados y silencios elocuentes; yo encuentro en ello la exploración de las posibilidades del cine y de la eficacia de los actores, así como la explotación de la puesta en juego de las emociones. Absolutamente romántico y melancólico, el film tiene una música que acentúa este carácter, si bien está utilizada diegéticamente: la banda sonora de Ferec von Vecsey que ejecuta Véronique significa para Jean la apertura a otra esfera cultural, más refinada que la suya, y esa melodía parece no abandonarlo. Algunas escenas simples y elocuentes: la charla en que él se explaya -tal vez por primera vez- con orgullo sobre su oficio de albañil; el momento en que ella escucha sin decir una palabra el mensaje telefónico de su madre, tan orgullosa de su otra hermana, agregan complejidad e intensidad a la situación básica. Y la escena del beso posee un carácter amoroso poco frecuente en un tópico tan reiterado.
Sensatez, sensatez y sentimientos Este film francés dirigido por Stéphane Brizé es una obra sobre lo no dicho: cada gesto, cada mirada y cada palabra tienen un peso significativo, a los que el espectador deberá dirigir su atención. La película, adaptación de una novela de Eric Holder, concreta con artística belleza la idea del romance. Jean (Vincent Lindon) es un devoto padre de familia que dedica sus días a trabajar como albañil y en su tiempo libre cuida y acompaña a su enfermo y longevo padre. Un día en que Jean debe recoger a su hijo a la escuela conoce a Véronique (Sandrine Kiberlain), la sosegada y tímida maestra de Jérémy (Arthur Le houérou), quien al día siguiente solicita a Jean si estaría dispuesto a dar una charla a los alumnos sobre su trabajo. La atracción de Véronique hacia Jean es inmediata y encuentra en una ventana rota de su departamento la excusa perfecta. Lo que hace el encuentro más intrigante es que ninguno de los dos protagonistas parecen el tipo de personas que se animarían a mantener una relación de amantes, característica que no se disipa en ningún momento del film. Es así que cada encuentro esta rodeado por un halo de respeto, vergüenza y pasión reprimida en el que cada uno se atendrá a los límites mentales que le impiden consumar su amor. El deseo de verse nuevamente hace que Jean encuentre en la música la excusa perfecta para continuar sus encuentros. Tras un fervoroso pedido de él, Véronique accede a tocar una pieza en violín y a partir de allí las melodías se convierten en el leit motiv de su relación. La conexión que hay entre ellos está mostrada de una forma muy sutil: con miradas, con caricias, con mensajes, con excusas absurdas. Y aquí reside el mérito del film. A medida que ellos se conocen se advierte en Jean un notorio cambio de humor y un naciente deseo por Véronique. Sin embargo, las obligaciones familiares están allí para marcar el límite y crear la culpa y el dolor, dejando en el miedo y la frustración de cualquier deseo hacia esta mujer. Por su lado, la tristeza que se vislumbra en el rostro de ella parece ahuyentarse estando con Jean. Su vida como maestra nómade imposibilitada de establecer lazos duraderos parecería estar llegando a su fin cuando aparece una leve esperanza en su relación con él. Ya promediando el film, parecería estar todo dicho: ninguno de los dos muestra algún indicio que marque un futuro para ambos. Y esta sensación se mantiene hasta el retardado clímax de la historia que marca la necesaria y esperada definición. Cuando muchas películas actuales imponen un modo de sentir, de seducir, de mirar, de conquistar o de amar, acercarse a un film como Une Affaire d’amour (2009) ayuda a desarticular la hegemonía de ciertas representaciones gastadas.
Me duele una mujer en todo el cuerpo Un albañil casado se enamora de la maestra de su hijo. El triángulo que Stéphane Brizé describe en Une affaire d’ amour es sencillo, común, tan transitado en el cine como en el arte en general y en, digámoslo, incluso con angustia, la vida. ¿Por qué sentirnos, entonces, en este caso, frente a una joya, una joya austera? Por su tratamiento, en el que predomina lo tácito, lo sugerido, lo sutil aunque intenso. Por la capacidad del realizador francés, que con este filme debuta en la Argentina, para transmitir pasión, dilemas y frustraciones con delicadeza; para dirigir actores sin que eso sea perceptible; para utilizar cuerpos -gestos, movimientos ínfimos- en lugar de diálogos enfáticos. Es más: Une affaire... no contiene una sola frase de amor. Apenas belleza, elegancia, matices logrados con recursos mínimos: contundencia cinematográfica. Las primeras imágenes muestran a Jean (Vincent Lindon) a la cabeza de una armónica familia proletaria primermundista: él es albañil; su esposa, operaria de una fábrica; el hijo de ambos, un chico en edad de escuela primaria, querido y contenido por sus padres. Viven en un pueblito francés, en una campiña tediosa en su bienestar. Hasta que un leve accidente mantiene en cama a la mujer de Jean y hace que él tome contacto con la maestra de su hijo, Véronique Chambon (Sandrine Kiberlain), que sólo está en el pueblo hasta final de curso. Un dato: Lindon y Kiberlain fueron pareja en la vida real, aunque, al momento del rodaje, ya habían dejado de serlo. En la película deben construir, lentamente, un vínculo que deconstruyeron en la realidad. Jean usa camisas leñadoras arremangadas, fuera del pantalón. Camina con los brazos levemente separados del cuerpo: es un hombre práctico, elemental, rudo y tierno, como lo demuestra también la relación con su padre, de 80 años. Véronique viste polleras largas y sweaters delicados: es más nómade, menos demostrativa y, por cierto, más intelectual. En una secuencia clave, cuando recién se están conociendo, él le arregla una ventana de su casa; ella, al principio, se exalta con el brusco ruido del torno. Pero más adelante se duerme tranquila. Horas después, Jean le pide que toque algo en un violín y la maestra, pudorosa, se disculpa: “Hace siglos que no toco frente a alguien”. Jean, práctico o ingenuo, responde: “Hágalo de espaldas”. Y así lo hace. El cruce de mundos, de deslumbramientos mutuos, se irá intensificando. También las barreras. Suele ocurrir: a más pasión, más dificultad; y viceversa: la poderosa tentación de la incertidumbre. Por lo demás, todos los personajes tienen sus razones y no son maniqueos. El director no nos obliga a tomar partido: nos ubica en una incómoda y excitante empatía colectiva. La paz pueblerina de Jean comienza a ser asfixia; su amado mundo familiar, una corsé sentimental. En la fiesta de cumpleaños de su padre, Véronique -invitada por Jean- toca en su violín una melancólica pieza de Edward Elgar. Las miradas de los tres protagonistas transmiten, alternadamente, amor, sufrimiento, descubrimiento, resignación, tristeza. Un cuadro del que ya nadie podrá salir indemne. El drama crece, a fuerza de detalles narrativos, de una hermosa fotografía y de una cámara nos transmite, con planos lentos, las emociones de los protagonistas. La música, omnipresente, se justifica y articula con la historia: no es un mero elemento de sostén externo. Sin ser ampulosos, los gestos de los actores hablan mucho más que las palabras. Las interpretaciones, jamás rígidas, jamás atadas a un guión, son estupendas. Si bien el final es más estilizado que el resto del filme, el resultado es delicadamente conmovedor y opresivo. “Quiero irme con usted”, le susurra, en la cama, Jean a Véronique: más como un deseo en voz alta que como una chance. “No lo diga, si no va a hacerlo”, contesta ella. Sólo quedan el cambio radical o la agridulce, cómoda, protectora rutina conyugal, como en la extraordinaria Breve encuentro , de David Lean. Pasión fugaz, construcción matrimonial y, entre medio, inevitable desdicha.
Amor delicado y melancólico Une affaire d´amour disecciona el romance entre una maestra y un hombre casado Todas las historias de amor se parecen y sin embargo cada una podría ser contada de mil maneras. Stéphane Brizé elige la menos manifiesta, la más sutil: quiere acercarse a la interioridad de sus criaturas para percibir -a través de sus palabras, pero sobre todo a través del lenguaje de sus cuerpos, de sus gestos, de sus titubeos, de sus silencios- el lento germinar de un sentimiento que crece entre ellos calladamente, sin que lo busquen y aunque hagan lo posible por ignorarlo. Ese aparente despojamiento expresivo -quizá sería más justo aquí hablar de minimalismo-, y el demorado transcurrir de las acciones tiñen de emoción las imágenes engañosamente distantes de Une affaire d´amour y alimentan su pequeño, contenido suspenso. El cuento es simple: Jean, tipo noble, reservado, buen marido, buen padre y buen albañil, conoce un día a la maestra suplente de su hijo (la solitaria y algo misteriosa señorita Chambon del título original). Motivos profesionales los acercan en una serie de encuentros sucesivos. La música (ella toca el violín) destapa alguna secreta conexión entre ellos; la tensión amorosa se percibe, pero ninguno quiere dar un paso hacia el abismo. Admirable Cada situación que el film narra, cada elemento en la imagen tiene su porqué: el admirable comienzo en familia pinta a Jean y su mujer, y define el carácter de su matrimonio; el intercambio de miradas en las dos escenas en que la maestra toca el violín (sobre todo la de la fiesta, donde se luce Aure Atika como la esposa), explican lo que pasa mejor que mil palabras; la devoción del hombre por su padre queda expuesta en dos o tres momentos, uno de ellos bastante sombrío; un breve mensaje telefónico sugiere algún dato sobre el carácter de la protagonista; la música de Elgar o la canción de Barbara en el final coinciden con el tono tenuemente dulce y melancólico del film. Con su ternura sin efusiones. Una partitura tan delicada, tan llena de matices intraducibles en palabras como la que propone el guión -finamente elaborado por la realizadora y Florence Vignon sobre una novela de Eric Holder- es inseparable de los intérpretes que la ejecutan. El film entero depende del finísimo hilo de su sensibilidad, su transparencia, su compromiso emotivo y aun de su elocuencia corporal. De Vincent Lindon y Sabrine Kiberlain (que ya fueron pareja en la vida real) baste decir que vuelcan tanta verdad en sus personajes como para que se los juzgue sencillamente irreemplazables.
Sonidos que están pero no se oyen El film, construido con luminosa tristeza en la Bretaña, narra la melancólica relación entre un hombre y la nueva maestra de su hijo. Son el héroe y la heroína de un melodrama en el que parecen llamados a desencontrarse. Una historia de amor que empieza con el rugido de un taladro eléctrico no es una como cualquier otra. Si algo narra Une histoire d’amour, es el encuentro o colisión entre un taladro y un violín. O entre el músculo y la música. O tal vez se trate de dos formas de la melancolía. Según referencias, la melancolía es el territorio propio de Stéphane Brizé, que aquí adaptó una novela de Eric Holder. En entrevista publicada días atrás por Página/12, el realizador y coguionista admitió lo difícil que le resultó, en esta ocasión, filmar a gente feliz. Habrá que ver qué entiende Brizé por feliz, habida cuenta de que el enamoramiento causa aquí el efecto de un taladro eléctrico sobre una pared. Jean (el robusto Vincent Lindon, de Vendredi soir) entra al grado de su hijo y ve a la nueva maestra, sola en el aula y de espaldas a él, apoyando un violín imaginario contra el hombro. Por el tiempo que dura el plano se percibe que no es para él un encuentro más. Pero sólo por eso: nada más lo dice. El affaire del que habla el título local (el original, Mademoiselle Chambon, no suena adecuado en la Argentina) es uno casi sin palabras. Jean no está habituado a usarlas, Véronique tiende a callar. “Pienso en usted”, dice una nota que él deja bajo la puerta y es como si dijera que la ama con locura. El espectador sabe todo lo que esconde esa minúscula obra maestra del laconismo romántico, porque la película lo ha entrenado para ver lo que no está a la vista. “Confío más en los cuerpos que en las palabras”, sostiene Brizé, y se nota. Si de cuerpos se trata, el de Jean parece el de un cowboy: sólido, muscular, apretado. Un cuerpo capaz de bajar una pared a mazazos, de palear y palear mezcla sobre una removedora. “Lo que más me gusta de mi trabajo es poder construir algo a partir de cero”, dice Jean frente a la clase de su hijo, invitado por la señorita Chambon, que lo observa fijamente. La escena se repetirá más tarde en forma de espejo, cuando Jean mire arrobado a Véronique tocar el violín. Esta segunda escena es lo más parecido a un escándalo que brinda un film parco e implosivo: en ese momento, en medio de una fiesta, la mirada de Anne Marie, su esposa (Aure Atika), repara en la de Jean. No dirá nada, por supuesto. Si Jean es puro músculo, Véronique es, se diría, puro espíritu. Tal vez por eso los encuentros entre ambos parecen más llenos de melancolía que de pasión: es como si supieran que no va a durar. Tal vez por eso Brizé haya elegido como protagonistas a dos ex: para que el sentimiento imperante sea de pérdida. Aunque a eso se dedica, Jean parecería no tener presente que para construir algo antes hay que tirar algo abajo. El montaje lo recuerda, poniendo en sucesión un mazazo en la pared y una imagen de Véronique. Si Jean se mueve en un mundo de muros sólidos y estables, a Véronique le sucede lo contrario. Maestra suplente, a los treinta y pico podría considerársela una nómade de la docencia, porque nunca pasa un año en la misma ciudad. Héroe y heroína de un melodrama, parecen llamados a desencontrarse: justo en el momento en que a ella se le presenta la oportunidad de quedarse, él le comunica la novedad que lo echa por tierra. Sólo cuando sepan que la separación es inminente se permitirán algo de pasión. Hay una segunda película en Une affaire d’amour, pero es una que no se ve. Está detrás de las miradas, corre por dentro de Jean y de Véronique, cada vez que se quedan abstraídos pensando en algo. Incluso oyendo algo, como sucede cuando ella toca un violín que nadie escucha. Esta es una película de sonidos que están pero no se oyen: tal vez por eso, teniendo una violinista por protagonista, sólo dos composiciones (del húngaro Ferenc von Vecsey y el inglés Edward Elgar) se escuchan durante el metraje. Ambas –huelga decirlo– son profundamente tristes. Una tristeza luminosa, en tal caso, la de Une affaire d’amour: ubicada en la Bretaña, de donde Brizé es oriundo, no hay una sola escena en la que no brille el sol. Un sol al que tal vez haya que calificar de paradójico.
Stéphane Brizé vuelve a mostrar el amor y el deslumbramiento masculino El realizador francés Sthéphane Brizé como ya lo hiciera en su anterior obra “No estoy hecho para ser amado” (2005), vuelve a adentrarse en el alma de los varones que encierran sus sentimientos bajo la llave de las normas sociales sin preveer que, inevitablemente, alguna vez su verdadero sentir se escapará. También, como en esa oportunidad puso música de tango como fondo a las miradas entre los personajes que delatan su transformación sentimental, y para las escenas románticas buscó que el compositor Ange Ghinozzi (“Mal espíritu”, 2006) utilizara el mismo género musical. También vuelve a mostrar un aspecto de la relación de un hombre adulto con su padre, aunque esta vez Brizé se basó en la novela romántica “Mademoiselle Chambon” escrita y publicada hace unos diez años por Eric Holder, quien se caracteriza por escribir sobre los sentimientos cotidianos que surgen en los hombres, y que también es autor de “Masculino singular” (publicada en 2001) y de “El hombre de noche” (publicada en 1995), que fuera llevada a la pantalla cinematográfica por Alain Monne con el título de “El hombre junto a la cama” (2009), y en ambas novelas afrontaba el tema de los hombres que sorpresivamente comprueban que tienen sentimientos inesperados y se debaten entre aceptarlos o no hacerlo. Brizé, acertadamente tituló a esta versión cinematográfica de la novela “Une affaire d´amour” (un asunto amoroso), que señala puntualmente lo que sucede entre los protagonistas de esta historia. Jean, un hombre sencillo que se gana la vida como albañil y tiene una buena relación con su esposa, conoce a Véronique, la maestra de su hijo, y se produce entre ambos un impacto que hará que ambos replanteen su situación sentimental. Deben decidir si todo quedará en un simple deslumbramiento o si, por el contrario, deben permitir que ese amor que se bosqueja y los hace sentirse bien crezca y tome cuerpo como para cambiar el rumbo de sus vidas. Esta realización está en la línea de los dramas románticos de la Nouvelle Vague con marcada influencia de Agnés Varda, con miradas, pequeños gestos, planos largos que duran muchos segundos y marcan estados de ánimo, locaciones atractivas pero que no dejan de ser escenarios de la vida cotidiana y personajes que se ganan la vida con profesiones que no están ubicadas en el primer nivel social. Como es habitual en casi todos los realizadores franceses Stéphane Brizé se ha preocupado de dirigir a los actores a los que se los ve seguros en sus logradas composiciones. Si tenemos en cuenta que Vincent Lindon se mueve socialmente entre la más alta aristocracia europea es significativo su trabajo para interpretar a un simple albañil que destruye una pared con un martillo para calmar su ira, no en vano ha hecho casi cincuenta personajes cinematográficos. Sandrine Kinberlain, que estuvo casada con Lindon en la vida real, nos muestra a una maestra itinerante (según el sistema educativo francés son las docentes que cubren reemplazos), una mujer que vive permanentemente desarraigada y que es consciente de que por esa razón se ve imposibilitada de amar. Aure Atika como la esposa que percibe pero que no hace otra cosa más que estar a la expectativa logra transmitir corporalmente las sensaciones de su personaje. Jean-Marc Thibault compone convincentemente al padre del protagonista, que es quien con su imagen le ha formado la idea de lo que un hombre debe hacer o no. La canción final en la que se habla sobre las decisiones que deben tomarse sobre el amor y cuestiona si hay que usar la cabeza o el corazón en esos “asuntos”, lamentablemente no ha sido subtitulada y por lo tanto no suma a la apreciación del espectador que no habla francés.
Silencios y miradas son las claves sutiles para acceder a lo sustancial de la obra Jean es un buen hombre, albañil por vocación, hijo dedicado, padre atento, marido cariñoso. Feliz y despreocupado. Un buen día tan feliz como cualquier otro, entre familia, trabajo, y obligaciones sociales, se cruza con Mademoiselle Chambon, la maestra de su hijo. El es un hombre de pocas palabras, sin demasiada apetencias culturales, de vida sencilla, creyente, un mundo con pocos interrogantes existenciales, ella viene de un mundo muy distinto, culturoso, escéptico, donde la perdida del equilibrio entre lo racional y lo pasional esta a la orden del día. Sin embargo algo hay flotando en el aire durante ese encuentro, se hace evidente tanto para ellos como para el espectador que sus sentimientos los desborda, no sólo no los pueden manejar, sino más bien son dominados por ellos. Un Film de estructura narrativa clásica, con un guión trabajado, basado y sostenido más en los silencios que en las palabras, en las miradas que en los diálogos. Lo que demuestra la excelente traslación que hicieron los guionistas sobre la novela homónima según el titulo original “Mademoiselle Chambon” de Eric Holder Lo único que podría denostar el producto es la condescendencia que tiene el director para con el espectador al cierre del filme. Hay un momento, ya sobre el final, en que la imagen lo dice todo, hubiese sido el cierre cuasi perfecto, una clausura que abriría interrogantes, sin embargo la narración continua hasta dar un cierre taxativo a la historia. Una lastima.
Melodrama de bolsillo. La historia del affaire entre un albañil casado y la maestra de su hijo es una idea ordinaria sobre la que Stéphane Brizé y sus intérpretes construyen un drama en sordina, oscilante y sutil, que vuelve palpable el deslizamiento progresivo del lazo que une a los dos protagonistas. El guión de Brizé hace hablar poco a los personajes y permite que se destaque su talento para poner en escena el silencio, el malestar y la vergüenza. El director filma las actividades cotidianas evitando toda dramatización excesiva, mostrando la verdad desnuda, sin complacencias ni adornos. De la misma forma, utiliza el departamento de Mademoiselle Chambon como testigo de una vida insulsa en la que un simple mensaje dejado en el contestador por una madre algo impaciente dice más sobre la heroína que una docena de monólogos. Vincent Lindon utiliza su físico robusto para darle al personaje un fundamento a partir del cual desarrolla matices sorprendentes. La súbita fascinación del albañil por los acordes de violín que toca la maestra podría parecer graciosa y hasta patética, si no fuese porque es posible leer sobre el rostro del actor una verdadera convulsión que permite proyectar una vida entera, sugerida discretamente a lo largo de la película. En un inquietante grado cero de dirección de actores, Brizé parece dejar que la cámara filme los cuerpos elocuentes de Kiberlain y Lindon sin intervenir, deteniéndose en los breves diálogos entrecortados. La música desempeña un papel activo, es el vector erótico de una relación balbuceante. La maestra se da vuelta para tocar el violín en presencia del albañil, como una mujer púdica que se desnuda de espaldas. El vínculo social deviene relación afectiva, pero la historia de amor nunca comienza. Cuando la película parece embalarse hacia un remolino de pasión, la pareja vacila con melancolía al borde del abismo. Un personaje espera sobre el andén de la estación, mientras el otro se precipita hacia un reencuentro que permanecerá suspendido en el aire luminoso de Bretaña como una triste melodía.
Accidentes En el encuadre distinguimos a una mujer rubia, con ansiedad en la mirada, con un leve rictus en su boca, casi inapreciable, a veces mirando hacia un costado como si cada segundo que pasara fuera un llamado desesperado. Su rostro, dotado de una extraña belleza coronada por unos profundos ojos azules permanece perdido, junto al vagón de un tren que permanece paralizado en la palidez del día. Ocasionalmente vemos el desplazamiento uniforme y mecánico de gente por detrás, mientras la espera y el tiempo bifurcan ese plano medio del rostro de Veronique Chambon junto a la línea de fuga que se funde con sus sentimientos junto al vagón. Adivinamos el dolor y las rupturas de ese personaje en ese encuadre, y adivinamos en la belleza pictórica de ese encuadre la intensidad visual que recorre cada minuto de este affaire, una historia contada numerosas veces en el cine a la que el realizador francés Stephane Brize dota de un tono intimista y natural, que le da un tono autentico a su narración y evita el horroroso kitsch en el que han caído varias de las últimas producciones románticas. No revelo nada diciendo que la película es sobre un triangulo amoroso, tampoco en decir que su resolución resulta previsible. El tono del film revela que la narración busca su personalidad en el manejo de los tiempos, la elección de encuadres y las actuaciones, con un registro intimista que mantiene a la cámara como testigo privilegiado del devenir de los personajes. Podríamos pensar que hay cierto determinismo en el desarrollo o, incluso, algunas ausencias que hubieran complementado mejor al personaje de Chambon (pienso en su trabajo como maestra), pero lo cierto es que el film fluye con una naturalidad admirable. En primera instancia porque no recarga de moral ni de elementos extraños al romance entre Veronique (Sandrine Kiberlain) y Jean (Vincent Lindon), es decir, no surge de la nada un personaje descolgado diciendo cosas del tipo “¿esta bien lo que hacen?” (Una pregunta que se deja en el suspenso al espectador para, establecer un cuestionamiento antes que una respuesta superficial) y, en segunda instancia, porque el guión es impecable. Es fácil entender impecable cuando hablamos de cine: no hay ni un solo plano desperdiciado, no hay ni una sola línea de diálogo que esté de más y no hay ningún silencio que resulte forzado o innecesario. Que se entienda que también se puede acusar al film de ser un relato algo asfixiante cuando cada elemento es diegético y todo se asume tan calculado y formal. Pero las actuaciones logran que cada plano tome vida y que cada silencio cargado de silencio, resignación, culpa o amor suene estruendoso sin la estúpida música en off con la cual aparecen cada dos por tres títulos en la cartelera de cine. Se trata de una película que tiene un tono adulto en función de mantener un verosímil a través del sonido ambiente, los gestos, la incomodidad y lo natural de la iluminación. Hacia el desenlace aparece una composición más prolija y algunos contraluces que hablan de una búsqueda expresiva siempre sutil, ocasionalmente apelando a planos largos que tienen un tono descriptivo en función de la expectativa (como la reunión familiar, en el momento en que es presentada Chambon) o el suspenso (el dramático travelling desde el cual vemos caminar al personaje de Jean en la estación de trenes hacia el final). En definitiva, seamos francos, Un affaire d´amour no atraerá a gran parte del público que tiene el conocido prejuicio sobre el cine europeo. Ya saben: “no pasa nada”, “es lento”, “no dicen nada”, etcetera. Pero es un logro cinematográfico que logra desde su concepción mínima, íntima, rescatar algo genuino sobre un drama romántico, sobre la posibilidad de la eventualidad de un affaire como algo natural, casi como un accidente, evitándose la culpa subrayada o un tono glamouroso. Y eso, aunque este dos semanas en cartel y solo haya recaudado una suma poco ostentosa en las taquillas, es meritorio.
Encuentros lejanos En algún lugar del sur de Francia, Jean (el excelente Vincent Lindon) vive tranquilo con su mujer y su único hijo. Él es albañil y su mujer obrera de una fábrica, oficios que en este primer mundo permiten vivir dignamente. El plano inicial en el que la familia tipo disfruta de un picnic en la campiña francesa resulta una postal de una felicidad mínima pero legítima. El desarrollo del filme no objetará esencialmente ese modelo de felicidad, aunque su relato involuntariamente trastocará ese orden familiar luminoso. Es lo que sucederá cuando la maestra del hijo de Jean, Verónique (Sandrine Kiberlain), por cuestiones vinculadas al colegio se encuentre con Jean. No será amor a primera vista, sino la construcción (in)voluntaria de un vínculo indefinido entre un hombre y una mujer, aunque nada será igual. La atracción desafía a la lógica, y, más allá de los compromisos con quienes amamos, el deseo no siempre obedece la voluntad de lealtad. La puesta en escena sutilmente acentúa el dilema de Jean: a cada plano en el que él y Verónique se saben atraídos, le sigue un plano familiar. Esa construcción narrativa expresa la oscilación afectiva de Jean. En ese sentido, en la secuencia en la que Verónique interpreta con su violín un pasaje de Salut d’amour de Elgar se la verá de espaldas. Más tarde, en una escena esencial, ella volverá a interpretar la canción en el aniversario del padre de Jean, y se la verá tocando de frente. Son motivos formales que denotan la posición psíquica de Jean. Es un instante de una riqueza narrativa admirable: la familia está reunida, la mujer de Jean observa y en un gesto mínimo entiende todo. Como sostiene Slavoj Zizek, existe una ley del deseo, un imperativo que debe soportar, que consiste en decirle al sujeto que no renuncie a su deseo: la única culpa posible en relación a esta ley es la traición del deseo. Se trata de una declaración que bien podría ser la moraleja de la inteligente película de Stéphane Brizé. El travelling hacia atrás con el que termina Une affaire d’amour no dice otra cosa.
Una historia simple acerca de un amor prohibido entre un albañil y una maestra. Un hombre que se debate entre la atracción que siente por una nueva mujer y el amor que tiene por su familia. Un film que sugiere más de lo que muestra, en donde sus protagonistas recurren a miradas y gestos, en vez de palabras, para transmitir sus emociones y sentimientos. "Mademoiselle Chambon" es un melodrama melancólico y romántico con ritmo pausado, largos planos, pocas palabras y muchos silencios, algo característico de un cine francés que no suele seducir a todos por igual.
Pensé que tú eras un ancla en la corriente del mundo; pero no; no existe ancla en ninguna parte. William Bronk Jean es albañil. Anne-Marie, su esposa, trabaja en una imprenta. Jérémy es el hijo de ambos. Los conocemos mientras hacen un pic nic y el pequeño resuelve la tarea del colegio: análisis sintáctico. Mamá y papá intentan ayudarlo, aunque a los tres les cuesta reconocer el “objeto directo” en las oraciones. Consultan el manual, la norma, y entonces comprenden que primero deben distinguir el verbo transitivo y luego hacerse la pregunta: ¿Qué? Por ejemplo: "Verónique toca el violín". ¿Qué toca Verónique? El violín: éste es el objeto directo. Aunque resulte un poco extraño, así comienza la película de Stéphane Brizé: con una lección de gramática. En el film, Verónique es quien le enseña estas cosas a Jérémy. Es su maestra, la Mademoiselle Chambon del título. La señorita. Una vez por mes, ella invita al padre de algún alumno para que hable sobre su trabajo. “Estoy en la construcción. No creo que sea muy interesante”, responde un tímido Jean cuando la maestra le propone participar en una clase. Ella dice que sí, que seguramente tiene mucho para contar. Casas, paredes, cimientos. “Necesitamos una base sólida para que la casa se mantenga firme. Si no construimos una base sólida...”, relata Jean a los chicos mientras Verónique lo observa cálidamente. En esta escena el espectador no puede esquivar la alegoría, porque es demasiado explícita: aquí la casa es la familia. Pero a esta altura de nada sirve conocer las figuras retóricas, ni la sintaxis, ni las conjugaciones. La maestra ya está enamorada. Jean también. Adiós a los ladrillos y a las reglas del idioma. El manual de lengua indica que el verbo desear es transitivo. Es decir, necesita un complemento hacia el cual dirigir la acción. Pero el ser humano puede pasarse la vida, los siglos, toda la Historia, sin identificar qué es lo que realmente desea. Esta es la frustración ontológica que jamás podremos aprender en la escuela porque no existe señorita capaz de transmitirla. Nos enseñan las buenas formas del lenguaje verbal sin advertirnos que resultan absolutamente impotentes cuando se trata de amar. Por eso Mademoiselle Chambon es una película sobre las otras gramáticas, las evanescentes, las que nacen y mueren cada día, las que están implícitas en el silencio, en las miradas, en las ventanas que se rompen, se abren y se cierran. En la manera de acomodar las masitas en un plato. En la paz que irradian unos pies dormidos. En la pose fingida de los amantes que dicen sentir la música cuando lo único que pueden escuchar son sus propios latidos, que ya no dan más. También están los frágiles códigos de la cobardía que las mujeres leen a la perfección (no, Jean, no tenías que montar la escena del cumpleaños para “hablarle” a tu mujer). Y aún más extendidos están los códigos de la resignación y los de la fantasía romántica. ¿Pero qué resignamos exactamente? ¿Qué anhelamos? ¿Podemos definirlo acaso? De nuevo la paradoja, el deseo que no puede hacerse de su objeto. Porque cuando lo consigue, ya dejó de ser deseo.
Un tropiezo llamado amor Con el marco de la Bretaña francesa, el director Stéphane Brizé narra un cuento simple, sin demasiadas aspiraciones ni suntuosidades, la historia de un amor tan intenso como vedado, auto-vedado en realidad, por los mismos protagonistas. Jean es albañil, por vocación y por herencia de su padre a quien hoy también él debe encargarse de cuidar. Es un padre de familia dedicado, un buen hombre al que la vida parece sonreirle simplemente. Por un problema de salud de su esposa, Jean comienza a ir a buscar a su hijo a la salida del colegio y es ahí donde se cruzan los caminos con la maestra de grado, Mademoiselle Chambon, la misma del título original. Y dicen que en cualquier buena fórmula de una película romántica se puede aplicar con buen criterio esto de que "los opuestos se atraen". Por un lado Jean es un hombre completamente sencillo, de pocas palabras y sin demasiada cultura general. Ella, por el contrario, es sumamente delicada, amante de la buena literatura y de la música clásica, más precisamente es (fue) violinista. El está aferrado a su familia, a su casa, está en su lugar en el mundo. Ella es itinerante, cada año en una escuela diferente y es algo que a través de los años ha podido manejar sin problemas, ya está acostumbrada y espera que en algún momento llegue la oportunidad de ser titular de un curso. Hay algo de pasional en Jean y de racional en Mme. Chambon, pero a la hora de la conexión entre ellos, no habrá ningún tipo de fronteras, podrán entenderse con muy pocas palabras, apenas con un diálogo de miradas. Y es por eso que no son precisamente los diálogos el fuerte de este exquisito film francés. "Une affaire d' amour" se basa en la complicidad que pueda establecer el espectador al dejarse llevar por un universo donde los silencios, las miradas y lo que quizás quede como "no dicho" son el sustento del vínculo que irá creciendo entre estos dos personajes de una manera dulcemente tranquila. Un final demasiado inmerso dentro de los cánones del cine clásico que abandona ese juego sutil de sobreentendidos y de caricias con la cámara, sea quizás demasiado contundente, cuando abandonando la historia unos minutos antes ya hubiese dejado claro adónde nos quería llevar el director. Sin dudas Brizé cuenta con dos actores que no dudaron en prestarse al juego que propone el director. Tanto Vincent Lindon en su Jean, un poco tosco, un poco salvaje, un poco niño y Sandrine Kiberlain como esa maestra etérea y aparentemente frágil que lo enamora con la mirada, hacen que esta fábula de amor y desamor sea intensamente creíble y que muchos de los fotogramas parezcan cuadros donde el espectador quiere quedarse detenido por un rato y acompañarlos en esta aventura.