Noche de Reinas Indagar en el universo shakespeareano no es algo precisamente novedoso en el cine. Ni siquiera lo es dentro del de Matías Piñeiro, quien venía de concretar la más que interesante Rosalinda (complemento perfecto del doble programa que presenta la Lugones). Tampoco es demasiado innovador trabajar los cruces entre cine, literatura y teatro ni el juego de interacción entre los conflictos de los personajes de una película (actrices en este caso) y los de la obra que ellas mismas ensayan, montan e interpretan en pantalla ¿Entonces qué es lo que hace de Viola una experiencia tan disfrutable? Con el desarrollo de su filmografía, Piñeiro ha ido depurando su estilo. Se lo nota más seguro, más dúctil, más preciso, más maduro, sin que por eso su cine haya perdido (al contrario) su fluidez, su elegancia y su poder de seducción. Gracias al inestimable aporte de su DF y camarógrafo Fernando Lockett (cada vez más brillante), Piñeiro construye largos, bellos y virtuosos planos-secuencia que permiten el despliegue con gran libertad de sus queribles actrices. La protagonista es la Viola del título (María Villar), una joven que se gana la vida comercializando CDs y DVDs truchos que su novio (Esteban Bigliardi) baja de Internet y ella reparte a domicilio en bicicleta. Los otros personajes centrales son las apuntadas actrices que practican a toda hora los parlamentos shakespeareanos para su obra (la comedia Noche de reyes), mientras comparten tribulaciones por sus constantes problemas con los hombres. Pocos directores varones han demostrado una sensibilidad tan particular para sumergirse en la intimidad del mundo femenino, ya sea en un camarín o dentro de un auto con el invierno desolador de fondo. No digo que Piñeiro sea el nuevo Pedro Almodóvar, pero en el cine argentino actual no hay demasiados casos similares. Con pequeñas, sutiles variaciones de una misma escena, con bruscos cambios en el punto de vista (hay algo del estilo Hong Sang-soo en la propuesta), con un impecable trabajo del fuera de campo, con el encanto de unos personajes que disfrutan de divagar o de plantearse enigmas por momentos absurdos, Piñeiro va moldeando -en apenas una hora- un relato fascinante y embriagador, que muchos han ligado -no de forma caprichosa- con el cine de Jacques Rivette y Eric Rohmer. En ese caso, estamos ante un más que digno "heredero". PD: Es llamativo el camino que ha hecho Viola. En principio, triunfó en varios festivales del exterior (desde Valdivia hasta Toronto, pasando por Berlín) antes de llegar al BAFICI, donde María Villar, Agustina Muñoz, Elisa Carricajo y Romina Paula compartieron el premio a las mejores actrices de la Competencia Internacional. Además, se estrenó en yunta con Rosalinda antes en Nueva York -donde obtuvo críticas laudatorias con un promedio de 85/100 según compila el sitio Metacritic- que en la Lugones.
Mujeres independientes ¿Qué cosas no pasan en Viola (2012)? Esa es un tipo de pregunta que vale encarar para acercarse a un film como este. La evasión del conflicto, la evasión de la clásica estructura dramática y estética mueven los hilos del film. Por eso más vale sentir apego hacia estos clásicos universos independientes para ver Viola. Una película sobre mujeres pero “pronunciadamente” distinta. Al comienzo del film vemos unas mujeres actuando en una obra de teatro shakespeariana. Al rato, las mismas mujeres, hablan en sus camarines: sobre los hombres que las miran, sobre cómo conviene terminar una relación, y se aconsejan entre ellas, principalmente, sobre hombres. Luego de un rato, aparece en escena Viola (María Villar), una joven que reparte películas en DVD, negocio que lleva adelante con su novio Javier (Esteban Bigliardi), con quien convive. Inesperadamente se conoce con una de estas actrices, quien en una charla casual, junto a otra amiga, aconsejan a Viola cómo mantener viva su relación. Nada sabe el espectador sobre la vida de estas habladoras mujeres que se dedican a armar y desarmar la vida de sus amigas y conocidas como si de muñecos se tratase. Hay demasiada liviandad en cada uno de los diálogos que entablan, ninguno de ellos parece tener un fin serio, locuaz, efectivo o auténtico. El film se regodea una y otra vez con estos universos desarmados, inconclusos, donde las mujeres aparecen como seres manipuladores y hasta insensibles. La seducción y algo de humor tiene que ver en el film, lo cual ayuda a la hora de darle forma a los personajes, pero aún así ninguno resulta del todo interesante. Entre charlas y momentos pasajeros el realizador define un modo de contar, aunque no sepa muy bien qué. Porque si de rupturas amorosas se trata esto apenas se sugiere, y de ser así, su tratamiento es chato. Pero si se trata de mostrar el universo femenino, la visión es demasiado acotada. Por eso hay algo de pretencioso en el film, porque a pesar de su particular estética dónde los interlocutores y sus voces están mayormente fuera de campo, y dónde los planos acosan a los personajes obsesivamente y donde el azar estructura la línea argumental; lo que transmite finalmente Viola es poco y nada. Narrar lo cotidiano y lo azaroso de las relaciones a partir de frescos diálogos funciona muchas veces, pero quizás en un film con un propósito mayor. Matías Piñeiro sólo parece ejercitar una forma de filmar pero sin una genuina actitud hacia las sensaciones, las pasiones, las verdades de la mujer o del hombre. Se pierde demasiado en ese fetichismo de lo cotidiano, y no se ve más allá de una mirada “independiente”.
Una lección de cine Viola es una película tan simple como compleja, siendo que ya desde el minuto inicial brinda un viaje cinematográfico a través de los hechos que provocan cada uno de sus protagonistas. El film de Matáis Piñeiro no necesita de un argumento demasiado sofisticado para atrapar de entrada al espectador, debido a que por medio de las situaciones que expone no hace otra cosa que deslumbrar, porque en todo momento Viola es cine. Un grupo de chicas que ensayan una obra de teatro o una adorable joven que reparte copias de películas que vende junto a su novio. El argumento siempre da la sensación que cumplir un papel secundario porque la cámara es la que hace todo, la que provoca la atracción en cada plano. Cada movimiento de cámara resulta tan seductor que entre las distintas perspectivas que propone la imagen, aunque a veces se repitan los motivos, todo es en producto de resaltar el tema principal: contar historias como cine...
Lindas, lindas, lindas Como en todas las películas de Matías Piñeiro, aquí los personajes también juegan. Alguna vez, ese juego estuvo condensado en la lectura en voz alta de la Historia y en su opaca inserción en el presente; desde Rosalinda, su película anterior, el juego consiste en leer (también en voz alta) a Shakespeare y en actuarlo. Piñeiro parece más embelesado que nunca con sus actrices, ya sean las eternas María Villar y Romina Paula o la más reciente Agustina Muñoz. El director de Todos mienten las observa de cerca y captura la belleza microscópica que se esconde en un gesto, una marca o una leve arruga que apenas se insinúa. La escena en el camarín después de la obra y la siguiente en la casa de Sabrina llevan a pensar que a la película no le interesa otra cosa que filmar chicas lindas hablando de novios, romances y amor, y por momentos pareciera que la historia fuera solo una excusa para poner a las actrices frente a una cámara con la única intención de escrutarlas en detalle a fuerza de primerísimos primeros planos. Cuando Cecilia ensaya con Sabrina y las dos repiten hasta el cansancio sus líneas, se percibe con claridad el proyecto de Viola: la trama y el conflicto pueden importar tan poco que el guión es capaz de hacerlas decir siempre lo mismo, una vez tras otra, disminuyendo cada vez el tamaño del loop, y lograr que eso no vaya en desmedro de la intensidad de la escena ni de la tensión erótica que crece con cada nuevo recomienzo. Es el retorno a un primitivismo cinematográfico: no viene al caso lo que los personajes tengan para decirse, lo fundamental es que se hablen, que reaccionen con la voz y con el cuerpo y que vuelvan creíble ese impresionante ping-pong de seducción. La segunda parte reposa sobre un andamiaje más narrativo y conforma el trío protagónico más poderoso de la película: Villar, Paula y Muñoz están refugiadas de la lluvia adentro de un auto y, de golpe y sin previo aviso, empieza una insólita e hilarante discusión acerca de la pasividad general de Viola (Villar). Aquí, Piñeiro vuelve a sostener su película en las caras de las actrices, en particular en la de María Villar; no resulta ninguna novedad, ya estaba anunciado en sus películas anteriores que la actriz era su musa definitiva. Más tarde, en la casa de Viola y Javier, la cámara respeta la distancia de los personajes y elige observar pacientemente cómo la protagonista va de un lugar a otro del living y estampa unos sellos hechos con una papa, como si en esos desplazamientos y en los movimientos del personaje estuviera la explicación cifrada de toda Viola y, tal vez, de todo el cine del director. Del ensayo de la primera parte ya no queda nada salvo el gusto por filmar mujeres y por escucharlas hablar. La repetición del principio (se sabe: la repetición es uno de las operaciones privilegiadas de la poesía) deja lugar a unas variaciones que por momentos parecieran emparentar Viola con el cine de Hong Sang-soo y sus ya clásicos re trabajos sobre un mismo motivo y modificaciones leves de una misma historia: Cecilia hace de la Viola de Noche de reyes al tiempo que conoce a Viola y hasta llega a proponerle aceptar su papel. Sin embargo, estos recorridos transversales y comentarios sobre la propia representación surgen de manera fluida y nunca en forma pretenciosa o rimbombante. Una canción final que quiere ser tonta y juguetona pero también muy placentera es el signo más potente de la soltura y la efectividad que alcanza el último capítulo de la filmografía piñeirana.
Reflexión coral sobre la escencia femenina. El universo femenino que interpreta este film es tan disfrutable como icónico, todas estas mujeres que encarnan a las heroínas de Viola delimitan un tipo de mujer diferente en la que todos los espectadores pueden reconocerse. María Villar interpretara a Viola, una joven tranquila y apacible que posee con su pareja un emprendimiento de venta de películas y cds de audio en el cual ella es la encargada del delivery por la ciudad. Paralelamente a esto un grupo de actrices ensayan sin cesar una obra que compila diversos pasajes de las obras de Shakespeare. Ellas son Agustina Muñoz, Elisa Carricajo, Romina Paula y Gabi Saidón. Sus ensayos se ven sazonados por las distintos conflictos amorosos que atraviesan y es entonces donde los textos del dramaturgo parecen tener la fórmula para subsanarlos. La constante repetición de los parlamentos con cambios en su ritmo y en su orden pareciera ser el conjuro utilizado para que la literatura sane y reinvente a la realidad de estas mujeres. Como un mantra que logrará revertir el destino aparentemente ineludible de sus vidas. Viola funciona como una excelente composición sobre el universo de las mujeres y sus dubitaciones, una historia mínima puesta al servicio de la reflexión sobre el tópico que mas nos divide o nos hermana: el amor como fuerza motora.
Frescura y espíritu lúdico Viola está inspirada en Noche de reyes y Rosalinda en Como les guste, pero ambas comedias de Shakespeare le sirven a Matías Piñeiro para jugar con sus actrices, para quienes las líneas del Bardo funcionan como reflejos de sus conflictos sentimentales. Matías Piñeiro fue uno de los grandes protagonistas de la Competencia Internacional del último Bafici. Esto dicho no sólo porque en ese marco fue la primera proyección nacional de Viola después de su celebrado recorrido por los festivales más importantes del globo cinéfilo, sino también porque el vagabundeo de los adolescentes de Leones, otra de las representantes locales de la sección, tenía al cine del egresado de la Universidad del Cine como una referencia dilecta. Casi tres meses después de aquel evento, Piñeiro vuelve a los primeros planos con un jugoso programa en la Sala Lugones. Programa que incluye sus primeros dos films (El hombre robado y Todos mienten), un puñado de películas elegidas por el propio cineasta y, last but no least, la exhibición de Rosalinda y Viola, sus dos últimos opus, ambos hasta ahora inéditos en la cartelera comercial vernácula. Es, al fin de cuentas, una buena oportunidad para ver de qué se trata el cine de Piñeiro. Cine por demás curioso: es cierto que parece transcurrir en un mismo universo, pero también da la sensación de que ese universo se sitúa sobre unas placas tectónicas cuyo asentamiento definitivo está lejos de vislumbrarse, con sus coordenadas en constante expansión. Mediometraje realizado hace tres años en el marco de un proyecto del festival coreano de Jeonju, Rosalinda establece desde sus primeros minutos la triangulación constante entre cine, teatro y literatura presente en ambos films. O, aún mejor, entre todos ellos y la coyuntura emocional de sus personajes: al fin y al cabo, lo primero que se ve es a una joven lagrimeando a raudales mientras corta con su novio por teléfono justo antes de regresar con sus amigos/colegas a los ensayos de una adaptación de Como les guste, de Shakespeare. Es en ese sentido que Rosalinda remite inmediatamente a Leones (aunque debería ser al revés, ya que la primera se filmó antes). Pero allí donde los textos servían para cargar al film de López de una solemnidad gélida que terminaba por generar una distancia insalvable entre el espectador y el relato, Piñeiro los utiliza para constituir una película fluida y fresca cuyas criaturas exhiben la tersidad de lo lúdico. No es casual que el film evada cualquier explicación de las motivaciones detrás del accionar de sus personajes, al punto que podría pensarse que el ensayo no es sino un ejercicio recreativo conjunto, ni mucho menos que el director haga del juego –físico, dialéctico, con naipes– una de las actividades recurrentes de la troupe. Viola es una acentuación de todo lo anterior. Con una narración otra vez concéntrica en Shakespeare y la meta-realidad como factor condicionante de la meta-ficción, el film comienza con la joven del título (María Villar) andando en bicicleta para luego pasar a una puesta en escena de Noche de reyes, de allí a una charla entre las actrices sobre la situación sentimental de una de ellas y más tarde a una suerte de ensayo informal y hogareño de la misma obra. La dicción pasional del parlamento evidencia que lo que se dice sobrepasa los límites de la actuación. Más tarde, reaparece otra vez la ciclista, quien resulta ser la encargada de repartir DVD piratas confeccionados por su novio. El reparto la llevará a reencontrarse con las actrices, en lo que será puntapié inicial para una serie de charlas con eje en la funcionalidad de la relación de Viola con su pareja. Charlas, claro está, atravesadas por las líneas de la obra en cuestión. Lejos del tono grave y ominoso, Piñeiro capta el proceso de vinculación femenina con partes iguales de respeto (la cámara jamás invade la acción), luminosidad y naturalismo, fundiéndose en la cotidianidad más absoluta de ese universo cuyos límites parecen reescribirse película tras película.
Excelente. Claro que es cuestión de gustos. De escalas, de conexiones, de otras visiones, de cuánto cine se ve, de a cuánto cine argentino uno se le anima. Pero después de repetir tres veces Viola , la película parece ofrecer disfrutes nuevos, nuevas conexiones, nuevos gestos, nuevos detalles. La rica y breve Viola es la cuarta película de Matías Piñeiro, la segunda de sus comedias sentimentales shakespeareanas. Viola parte de Noche de Reyes y transcurre en invierno en la ciudad de Buenos Aires (y provincia, "pero cerca"), a diferencia de su acompañante soleada Rosalinda , que transcurre en el Tigre y también se origina en Shakespeare (ver aparte). El primer segmento de Viola -consistente, coherente- es un fragmento de representación teatral más una conversación en los camarines. Tierra femenina, trama femenina, estrategia femenina: actrices que actúan, simple o doblemente: hombres satélites, u hombres como un rol que se puede imitar y mejorar, afinar. Ensayos en una casa: el erotismo de la palabra, del acercamiento. Las actrices de Piñeiro (bah, las actrices con Piñeiro) han actuado en teatro, pero Piñeiro sabe que en el cine la entonación de los diálogos y la intensidad de los gestos son otra cosa. Ahí Piñeiro convierte, subvierte a Shakespeare para el beneficio del ritmo, de la cadencia musical de las palabras. En Viola todo fluye, fluye en el movimiento y fluye en la quietud. Hay suspenso emocional en un beso, en cuándo se da. Eso se logra por la precisión en el gesto, en el sonido, en la duración de los planos, en la lógica de la luz, en las palabras en off y en sus efectos sobre los rostros. Por los grandes logros de un joven director que ha alcanzado la maestría en su territorio de diálogos, equívocos y cruces de personajes con este film con nombre de mujer. El personaje Viola -la principal de las chicas que encarnan el movimiento, el encanto y el pensamiento del relato- anda en bicicleta por las calles de Buenos Aires. Viola reparte películas grabadas en DVD, parte fundamental del trabajo de la "empresa pirata" de nombre Metrópolis que tiene con su novio, Javier. Viola observa, deja que las cosas le sucedan, o de eso la acusan en la perfecta conversación en el auto (el auto quieto de esta película, el único elemento que no se mueve). Tal vez Viola trame con tanta perfección que pone todo en acción sin demostrar afán alguno. Viola, al final, incluso canta, y Piñeiro deja fluir esa alegría, ese estado diáfano y frágil de la levedad emocional que busca un ancla. Todo aquí es un juego digno de jugarse. Un juego excelente. Claro que es cuestión de gustos. Pero más allá de ellos, Viola es un punto clave del cine argentino hoy: un nodo de gracia y sutileza, de revalorización del diálogo, de construcción sólida de situaciones. Un ejemplo de claridad para construir personajes, para entender los bordes filosos de sus personalidades como lugares de entrada para los pequeños temblores e inestabilidades que ponen en circulación el amor o su búsqueda. Un cine resplandeciente, seguro y estable para mostrar el movimiento y las dudas que generan los más encantadores pliegues del deseo.
Chicas Shakespeare, en versión siglo XXI Desde su opera prima solista, El hombre robado (2008), Matías Piñeiro mostró, además de talento, un estilo nada convencional en el que fue afianzándose. Viola, síntesis y perfeccionamiento de esas características iniciales, también se centra en personajes femeninos jóvenes que transitan conflictos sentimentales, articulados con obras de arte antiguas y vigentes. Pero Piñeiro alcanza ahora mayor fluidez y sentido del ritmo cinematográfico. Las protagonistas de Viola y el arte están casi fusionados, constituyen un todo: actrices que hacen una comedia de Shakespeare y que establecen, sin ser conscientes (¿o lo serán?), una rara dialéctica entre realidad y ficción, en la que termina siendo más importante lo formal que lo narrado en varias capas de sentido. La obra que ellas interpretan, ensayan y, digamos, experimentan es Noche de reyes. Pasión y desdén; identidad dudosa y deseos ambiguos; imposturas y juegos de poder: los viejos elementos del amor, siempre ajenos a la voluntad, en la frontera de los siglos XVI y XVII o en la segunda década del XXI. Elementos con los que Piñeiro arma una especie de coreografía que oscila entre lo lírico y lo prosaico, lo real y lo representado, lo íntimo y lo universal, sin límites claros. El realizador rompe una y otra vez la lógica del relato; cambia los puntos de vista; apela a la repetición, va construyendo un entramado oscilante; pone en escena, con naturalidad y fluidez, el artificio. Elige, en este caso, planos cerrados y largos, lo que -a partir del notable trabajo de cámara de Fernando Lockett y de la dirección de actores del propio Piñeiro- realza en detalle las buenas actuaciones. No es extraño que María Villar, Agustina Muñoz, Elisa Carricajo y Romina Paula, protagonistas del filme, hayan compartido el premio a la interpretación femenina en el último BAFICI. Esta película y Rosalinda (también de Piñeiro, que se exhibe junto con Viola) tienen muchos puntos en común. Ambas se niegan a ser encuadradas: ni comedia ni drama, ni realismo ni surrealismo; ni copia de..., aunque haya referentes. Piñeiro tiene personalidad e imaginación; su cinefilia no es impostada. Que su cine guste o no, que resulte libérrimo y radicalmente creativo o pretencioso y algo amparado en el prestigio del tedio, es otra cuestión, que depende de la subjetividad del que mira.
Los juegos del amor y del azar Se utilizan varios textos de Shakespeare para hablar de los vínculos, los desencuentros entre hombres y mujeres y lo efímero de las relaciones amorosas. Matías Piñeiro intenta reflejar una cotidianidad en la que sus intérpretes se mueven frente a la cámara con una comodidad y naturalidad que no deja de despertar asombro. Las obras clásicas han inspirado a autores contemporáneos, que bebieron en las de autores como Shakespeare, para elaborar nuevas teorías dramáticas. En esto pensamos al usar el título de una obra de Marivaux para esta crítica. Matías Piñeiro con "Viola" y "Rosalinda", que se exhiben juntas en la sala Leopoldo Lugones del San Martín, se inspiró en dos obras del bardo isabelino. En "Rosalinda", el mundo shakespereano se "mete" en la vida de un grupo de actores que ensayan la comedia "Como gustéis", en una isla del Tigre (ver aparte). En "Viola", se utilizan varios textos del autor de "Romeo y Julieta", para hablar de los vínculos, los desencuentros entre hombres y mujeres y lo efímero de las relaciones amorosas. La "Viola" (María Villar) a la que refiere el título, es una chica que vende videos pirata y va en su bicicleta visitar a clientes de distintos barrios de la ciudad. La chica vive con Javier (Esteban Bigliardi), un músico que se encarga de "bajar" de internet las películas que su novia comercializa a domicilio. LOS SENTIMIENTOS A estos personajes se unen Cecilia (Agustina Muñoz), una chica que ensaya junto con su amiga Sabrina (Elisa Carricajo), una pieza de Shakespeare en un teatro del off, a cuyas representaciones van varios jóvenes, atraídos por el magnetismo de unos textos, tan ajenos al hablar cotidiano y en los que el amor, o las separaciones son contadas a través de una poética fascinante. El director Matías Piñeiro se preocupó por establecer un continuado contrapunto entre los personajes de la pieza y lo que le ocurre a los actores en su vida cotidiana. El "micromundo" en el que se mueven los personajes, parece deslizarse sin mayores preocupaciones, más allá de lo que les ocurre a cada uno con sus afectos, sus parejas, o sus nuevos vínculos afectivos. Igual que en su película "Rosalinda", en "Viola", Matías Piñeiro intenta reflejar una cotidianidad en la que sus intérpretes se mueven frente a la cámara con una comodidad y naturalidad que no deja de despertar asombro.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
Programa doble en Sala Lugones y Malba, con los títulos "shakespereanos" de Matías Piñeiro, celebrado autor del ambiente de la Fuc, el Bafici y alrededores. Quien vive más lejos puede sentirse estafado por tantos elogios que le prodigan, pero sus méritos tiene, empezando por el de la brevedad, ya que presenta un mediometraje de 43 minutos y un largo de 63 (60 es el mínimo establecido). Otros méritos se relacionan con la habilidad para insertar textos de calidad literaria en diálogos cotidianos de ciertos personajes femeninos, entremezclar obras ajenas, adaptarlas a veces a nuestra forma coloquial, transmitir una frescura general, sorprender al espectador mediante inesperados cambios de planos y figuras conductoras, o cortes también inesperados, e ir mejorando algo de película en película. En ese sentido, ver ambas piezas juntas (siempre que haya aguante) nos permite apreciar los avances del autor, ya que ambas trabajan sobre el mismo "universo": jóvenes actrices que ensayan papeles de mujeres presuntuosas como ellas, dedicadas a charlas y juegos adolescentes, a veces crueles, para burlarse de sus enamorados, celebración o al menos aceptación del robo y la estafa, vaivenes amorosos que dependen del propio tedio, o de consejos vanos, todo llevando hacia finales medianamente insulsos a través de asertos, casualidades y coincidencias de su pequeño mundo. Una abreva en "Como gusteis", otra en "Noche de reyes", pasatiempos shakespereanos donde identidades y géneros se confunden, y una mujer se hace pasar por muchachito para que alguien practique en "él" lo que quisiera decirle a "ella", o viceversa. Esos chistes ingleses tal vez nacieron aprovechando la niebla de las islas. Piñeiro los traslada al Tigre, y a un departamento donde dos flacas repiten y repiten los diálogos con acercamientos suspicaces y miradas cada vez más cómplices. Eso es todo. Por cierto, los excesivos elogios del sector a "diálogos de gran encanto", "experiencia tan disfrutable", "largos, bellos y virtuosos planos-secuencia", "impecable", "fascinante y embriagador", "una puesta en abismo cuidadosamente descuidada" y demás, pueden irritar un poquito a cualquier espectador que haya pagado su entrada.
Tuve la suerte de ver "Viola" de Matías Piñeiro, en el BAFICI pasado. No conocía mucho del director pero ya con los primeros minutos descubrí que es un cineasta, efectivo y dinámico a la hora de plantear sus universos y caracterizar sus personajes. El jurado del evento terminó premiando a las actrices principales del film, así que hay que prestar atención a su estreno comercial ya que esta no es una cinta para dejar pasar. Si bien se presenta en conjunto con el mediometraje "Rosalinda", dentro del marco de un Foco de la Sala Lugones sobre Piñeiro, "Viola" tiene brillo propio. Una historia pseudo coral donde encontramos como los ensayos de una obra de teatro ("Noche de reyes" de Shakespeare) sirven de nexo para conocer algo más de quienes la interpretan sobre las tablas... Piñeiro se toma sólo hora y cinco minutos exactos (es sorprendente lo ajustada que es su obra) para construir un relato donde juega el costumbrismo, la relación de los intérpretes con el texto y algunos apuntes de la manera de vincularse en estos tiempos . No conviene adentrarse mucho en el guión, pero podemos decir que la idea es seguir a un grupo de chicas, de alrededor de 20 años, atravesadas espacial y emocionalmente, en un recorte de alrededor de día y medio. Viola (María Villar) dejó la facultad (Psicología) y se gana la vida repartiendo dvds truchos que su novio (Esteban Bigliardi) baja y graba de la red. Hace un reparto amplio en la Capital y pasea en bicicleta de un lado para otro. Se lleva bien con el trabajo. Mientras ella hace su recorrido, vemos a otras dos jóvenes mujeres en plan de ajuste de sus vidas, una de ellas interpreta a Viola (el personaje central del drama Shakespeareano, Agustina Muñoz) en la obra en cuestión. Dos féminas que comparten mucho más que un nombre y otras dos que aportan sorpresas en el recorrido vincular que la trama propone (Elisa Carricajo y Romina Paula quienes también fueron premiadas en BAFICI), un ensamble que sorprende al espectador desde el minuto uno. Pocas veces en el cine nacional vemos un relato donde el espectador se siente tan cómodo y distendido. Piñeiro propone una película, simple y compleja a la vez, donde yacen varias capas para descubrir... Su visión de la percpeción del mal llamado sexo débil, le da al film un delicioso relieve que amplifica los ingeniosos diálogos que hay en cada segmento de la propuesta. Muy amena y profunda a la vez. Y para el cierre, les recomendamos que no se vayan cuando aparecen los títulos finales (nos lo van a agradecer!). Una gratísima sorpresa su estreno local (viene de haber competido en Berlín, nada menos). Gran programa en la Lugones.
Las dos obras son delpremiado director Matías Piñeiro. Y en las dos, el texto de Shakespeare se mezcla con la realidad, mujeres que ensayan las palabras eternas y la vida en un juego de talento y frescura, filosofía vital y profundidades varias. Un cine distinto, que hay que ver.
Matías Piñeiro tal vez sea el más talentoso de la última generación de cineastas argentinos. El director hace gala otra vez de su universo personal en esta historia que coquetea, una vez más, con Shakespeare. No hace falta más que ver el ensayo en loop de una única escena de Noche de reyes o dejarse guiar por la cámara dentro de un auto para disfrutar las sutilezas del virtuoso Piñeiro.
Adorables revoltosas Si hay algo que no entiendo es la manera en que se tilda a Matías Piñeiro (y a su cine) de elitista y snob. Lo he leído mucho y lo he escuchado en boca de gente a quien respeto muchísimo pero, la verdad, no lo entiendo. Sí entiendo que es un cine que podría caer fácilmente en eso: ahí están las permanentes referencias histórico-literarias a Sarmiento en sus dos primeras películas y las shakespeareanas en Rosalinda (el mediometraje que acompaña todas las proyecciones de Viola) y Viola; ahí están esos movimientos coreográficos de la cámara y de los personajes, virtuosismos que bien podrían pasar por pedantería. Lo que no entiendo es que sus detractores se queden sólo en eso, en la cáscara, en el MacGuffin de su cine, y no noten algo que para mí es clarísimo: que las películas de Piñeiro son comedias brillantes, juguetonas, livianas y ancladas en la mejor tradición de la screwball comedy de los 30 y los 40, con heroínas encantadoras y seductoras que se llevan puesta la acción, hablan sin parar y se interrumpen y superponen las unas a las otras. Viola es, al igual que el resto de las películas de Piñeiro pero, incluso, un poco más, una película diminuta temporal y argumentalmente pero enorme en todo lo demás. Aquel virtuosismo coreográfico del que hablé no está ahí para hacer alardes de nada, sino que está exclusivamente al servicio de la narración. Sí, Viola se ve increíble y eso te lo dicen incluso sus detractores, pero ese resultado no depende solamente de contar con un gran director de fotografía como Fernando Lockett, sino que es más bien una suma de factores en estado de gracia en la que todos juegan un papel importante. Tomemos una escena como aquella en los camarines después de la obra de teatro en la que actúan (algunas de) las protagonistas, que está basada en varios textos de Shakespeare: es una conversación entre chicas donde, básicamente, hablan de tipos, y está construida a base de primeros planos donde hay poco corte de montaje y mucho, muchísimo, montaje en plano, logrado mediante reencuadres y reenfoques. O sea, todo pareciera estar planificado al máximo; de tan programático debería perder toda espontaneidad. Pero no: hay una química tan perfecta entre la cámara, los textos, la marcación actoral y las actrices mismas que la escena adquiere una naturalidad extraordinaria (y extrañada, por qué no) que acompaña toda la película.
Tácticas y estrategias Nuevo y brillante ejemplar de una búsqueda estética y temática iniciada en EL HOMBRE ROBADO, la nueva película de Matías Piñeiro,VIOLA, parece conjugar en apenas 60 minutos buena parte del universo del realizador. Hasta ahora la carrera de Piñeiro parecía poderse desdoblar en dos partes. Por un lado, en sus largometrajes -como EL HOMBRE…y TODOS MIENTEN-, las idas y venidas de los juegos amorosos lograban vincularse un poco misteriosamente con una revisión de la historia argentina del siglo XIX. En el corto ROSALINDA y en este ¿medio? ¿largo/corto? VIOLA, esa misma combinación entre presente y pasado, entre modernidad y tradición, se da en cruzar esas mismas o similares cuestiones del amor y del azar con textos de William Shakespeare. Que Piñeiro esté ahora tratando de armar un largo que reúna los mundos de Sarmiento y Shakespeare no debería sorprender a nadie: casi que podría ser la combinación y culminación de todas estas búsquedas. En VIOLA, como en toda su filmografía, aparecen estructuras y estrategias conocidas: el teatro, los devenires románticos, las conspiraciones y engaños, los encuentros y desencuentros fortuitos. Pero Piñeiro está lejos de buscar conexiones globales a la manera de otros cineastas del “todo se conecta con todo” (Iñárritu, Meirelles, Haggis, etc.). Lo suyo es dejar que el azar -o una puesta en abismo cuidadosamente descuidada- vaya dando la impresión en el espectador que la trama va a la deriva, dejándose llevar por las contradicciones, acciones e inacciones de los personajes, por sus dudas, miedos y confusiones. viola_01Una película de mujeres, VIOLA cambia de punto de vista y de “protagonista” tres veces a lo largo de sus 60 minutos, mientras va de una puesta de NOCHE DE REYES, a un ensayo de esa misma puesta, a un viaje en bicicleta que une -enreda habría que decir- todas esas historias y personajes para conformar una suerte de mirada plural, en todo sentido, sobre las relaciones amorosas. Elisa Carricajo es Sabrina, una chica que intenta cortar con su novio, un tal Agustín. Minutos después la vemos como Olivia, en una puesta de la citada obra de Shakespeare, escuchando los avances de Bassanio, quien está trayéndole un mensaje de amor del Duque Orsino aunque su pasión por ella parece desbordar el “encargo” en cuestión. Si conocen la obra original sabrán que en realidad Bassanio (que es un personaje de EL MERCADER DE VENECIA) se llama Cesario, pero que en realidad es Viola haciéndose pasar por hombre. Aquí, para complicar las cosas un poco más, no hay intento alguno por ocultar que Bassanio/Cesario/Viola es una mujer, encarnada por Agustina Muñoz. violaAl concluir ese fragmento (probablemente extraído tal cual de Y CUANDO NO TE QUIERA, SERA DE NUEVO EL CAOS, obra teatral en la que Piñeiro cruzó varios textos de Shakespeare y que parece ser el núcleo y disparador de este filme), vemos a Sabrina y Cecilia (el nombre real del personaje que interpreta Muñoz) junto a otras dos chicas del elenco (Laura Paredes y Gabi Saidón) debatir sobre la situación sentimental de Sabrina y “enlistar” a Cecilia en lo que parece ser un plan para que Sabrina corte con su novio. Eso llevará a que Sabrina y Cecilia vuelvan a hacer parte del texto de NOCHE DE REYES, en forma de ensayo y sin vestuario alguno, dejando en claro que los sentimientos con los que lidian sus personajes rondan en ellas. Un corte en principio abrupto nos conduce a Viola (Viola de verdad, digamos, encarnada por María Villar), una chica que reparte los CDs y DVDs que graba su novio, Javier (Esteban Bigliardi) en una operación de piratería casera. Tras visitar a varios clientes con los que, se da a entender, tiene o tuvo algún tipo de relación (Alberto Ajaka, Pablo Sigal y un tercero al que sólo se le escucha la voz), Viola termina en lo del tal Agustín, sólo para toparse allí con Sabrina y Cecilia. Lo que sucederá de allí en adelante será seguir sumando capas de relaciones -entre las obras y los personajes, entre los personajes en sí, entre distintas obras de Shakespeare- que amplían el universo de cruces sentimentales y que incluyen, como era de esperar, una nueva estrategia para probar, esta vez, si la relación de Viola con su novio Javier está funcionando o no. viola_03Lo que en principio parece un muy complejo entramado de relaciones y niveles de ficción (la que vemos y la que actúan en la obra de Shakespeare) es, en realidad, algo mucho más sencillo de reconocer: se trata de una serie de mujeres (y algún hombre) descubriendo y atravesando situaciones de amor y desamor. Y lo que hace el filme es un recorrido por conversaciones que podrían ser una versión refinada y compleja de casi cualquier charla entre amigas sobre problemas amorosos. Esa circulación permanente del deseo y la curiosidad romántica (no importa tanto saber quién busca a quién, o quién engaña a quién con quién, sino más bien sentir esa vibración pulsando en cada una de ellas) es la que une a los versos shakespereanos con la cotidianeidad de los personajes, que no casualmente son casi todas actrices. Así, mientras la cámara de Fernando Lockett (brillante, otra vez) escudriña a los personajes en largos planos en los que los ritmos y cadencias de las actrices parecen marcar los tiempos y la respiración de cada escena, VIOLA va disparando sus flechas amorosas a cada uno de los personajes que atraviesa el relato. Pero además de eso, el filme es otra exploración de Piñeiro en el tema de la apariencia, la representación, los secretos y las mentiras. “Todos mienten” podría también llamarse este filme y no estaría mal, yendo desde la más clara “mentira” de la representación teatral (con su doble/triple juego de sexos cambiados) hasta las constantes e intencionadas trampas que los personajes se reparten, como en un juego de engaños que podría crecer exponencialmente hasta incluir a todos. Viola1Piñeiro se revela aquí, finalmente, como un consumado director de actores. Si en sus primeros filmes era algo difícil lograr que sus elencos encontraran el tono adecuado para expresar los sentimientos de sus personajes de esa manera algo fría, cerebral, en apariencia distante, que caracteriza a sus películas, aquí da la sensación de que el “equipo” (los actores son todos veteranos de este mismo universo: a los que ya cité hay que sumar a Alberto Ajaka, Pablo Sigal, Julia Martínez Rubio, Julian Tello y, en un breve pero notable momento, Romina Paula) hubiera encontrado el funcionamiento perfecto, un ensamble de sinuosos cruces que -si uno le aplicara una metáfora futbolera, muy poco adecuada en realidad para esta película- hace recordar al Barcelona, de Pep Guardiola. Es eso, finalmente, la sutil y elegante manera de “hacer circular la pelota” (horrible metáfora para hablar del amor, sepan disculpar, pero me resulta apropiada) lo que hace extraordinariamente bien esta especie de Guardiola del cine en el que se ha convertido Matías Piñeiro, un cineasta que bebe de la tradición y a partir de ella logra ser más moderno que casi todos sus congéneres. VIOLA es tan lúdica, bella y misteriosa como un juego de pelota bien jugado. Una comedia de desamor y pases cortos.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
MUJERES BELLAS Y FUERTES Diálogo trasnochado entre dos redactores. Juan: Viola (María Villar) recorre la ciudad en su bicicleta entregando películas truchas a domicilio. Cecilia (Agustina Muñoz) y Sabrina (Elisa Carricajo) actúan y luego ensayan un fragmento de Noche de Reyes de William Shakespeare. Viola se encuentra con Cecilia y con Ruth (Romina Paula), quienes le enseñan cómo detectar si lo que tiene con su novio es un amor verdadero. No ocurre mucho más, pero sucede que lo interesante está depositado en el cómo, no tanto en el qué. Viola (2012) es parte de una serie de trabajos que Matías Piñeiro se propuso realizar a partir de la obra del dramaturgo inglés, sin correrse de sus obsesiones recurrentes. En todas las películas de Piñeiro el rol principal le corresponde a las mujeres, pero no solamente eso, sino que sus películas son femeninas, respiran un (para ser un poco mersas, sí) perfume a mujer. Tiene una sensibilidad especial y una ambición que es poco frecuente en el cine nacional. Paula: Lo que sucede es que en determinados tramos de la historia se genera una cierta distancia entre los personajes y el espectador. La trama gira en torno a las relaciones humanas, los encuentros, aparentemente casuales (o no tanto), la duda, la confusión, la atracción, el deseo, etc. Temas cotidianos pero que el director necesita, o decide, ubicarlos dentro del enfoque de textos clásicos, y es ahí donde la empatía que uno necesita sentir al mirar una historia no se genera. Y los personajes, próximos en edad, ubicados en la misma ciudad en la que vivimos, con esquinas y calles reconocibles, terminan siendo ajenos. Piñeiro parece querer rescatar en primer lugar la idea de las relaciones personales, marcando pinceladas, dejando lugares abiertos; y eso es interesante, pero a la hora de conectar con estos personajes probablemente algunos se queden afuera. Tampoco hay nada malo en eso, claro, pero sucede. La frialdad que marca la “no empatía” podría venir de la mano de la reflexión, pero tampoco siento que sea el caso. Es una película difícil de digerir, hay que dejarla decantar durante un tiempo, ir desmenuzándola y probablemente recurrir a mayor información para poder apreciarla. La pregunta sería si esto es necesario para poder apreciar una buena historia. Juan: Es un cine intelectual y me parece que no se avergüenza de eso, sino que, haciendo pie en esto, se eleva, se potencia. Es elitista quizás, pero está bien, no es pretencioso al menos. Tiene un estreno reducido y va apuntado a un tipo de público más bien entendido, que sabe lo que está viendo. Habiendo dicho esto, no creo que sea frío, Viola tiene un encanto ingenuo que hace disfrutable su derrotero a lo largo de la ciudad y en el encuentro final con su novio. Las referencias literarias solamente dan un marco, o mejor, un punto de anclaje, donde no hay tantas diferencias como uno creería entre las comedias shakesperianas y los devaneos románticos de estos personajes. Un poco a la manera de Rohmer, o, más acá en el tiempo, a Linklater, pero blanqueando los intereses conceptuales del director, que van desde problematizar la representación o la adaptación, hasta los escarceos de estos jóvenes en busca de un amor. Paula: ¿Entonces no cabe la posibilidad de ir a verla de manera ingenua? De por sí necesitamos saber de antemano que es un cine “para pocos” (intelectuales) y tendríamos que tener en mente los textos fundamentales de Shakespeare para sacarle el jugo a la historia. ¿Qué hacemos los que preferimos ir despojados a ver una película? Bueno, quizás esta historia no sea para nosotros. Pero más allá de las referencias y el contexto literario, a los personajes les falta profundidad. Es verdad que Viola, a quien seguimos a lo largo de la película, es el personaje al que más nos acercamos, porque es el personaje que más se aleja de aquellas “representaciones shakesperianas”, la que va por la ciudad perdida, la más real (?). Sí, ella tiene un “encanto ingenuo”, el mismo tipo de ingenuidad que a mí me gusta tener cuando voy al cine… Juan: En lo que respecta a este tipo de películas, se da por descontado que uno no cae en estas proyecciones sin saber qué es lo que está por ver. Por ende, es lógico razonar que este prototipo de espectador tiene un cierto bagaje o una preparación previa (aunque éste quizás sea un término poco feliz), detalle en el que se apoya toda la obra de Piñeiro. Cuenta con un tipo de espectador preparado, al que no subestima y en quien confía. Y lo que llamas “falta de profundidad” en los personajes en realidad es un link directo al universo de Shakespeare, donde sus criaturas entraban y salían de escena sin mayor desarrollo, sobre todo en las comedias; por lo tanto, es algo inherente al espíritu de la obra original. Particularmente no es algo que me moleste demasiado, en todo caso, el disfrute reposa en las idas y vueltas, en los enredos, en las confusiones y, en última instancia, en las conspiraciones que se tejen alrededor de los enamoramientos. Paula: Quizás mi problema sea que dejé a Shakespeare olvidado entre los libros del secundario hace unos cuantos años (lo confieso) aunque no por eso me considero una espectadora fácil de complacer. Viola no tocó los nervios que hacen que una historia me movilice de alguna manera, ya sea física, emocional o intelectualmente y todavía no logro entender el porqué. Probablemente entremos en terrenos personales que nada tienen que ver con la calidad de la película, pero en última instancia para eso estamos, para dar nuestra propia y única mirada sobre la obra, más allá de estar empapados o no en la bibliografía de turno.
MUJERES BELLAS Y FUERTES Diálogo trasnochado entre dos redactores. Juan: Viola (María Villar) recorre la ciudad en su bicicleta entregando películas truchas a domicilio. Cecilia (Agustina Muñoz) y Sabrina (Elisa Carricajo) actúan y luego ensayan un fragmento de Noche de Reyes de William Shakespeare. Viola se encuentra con Cecilia y con Ruth (Romina Paula), quienes le enseñan cómo detectar si lo que tiene con su novio es un amor verdadero. No ocurre mucho más, pero sucede que lo interesante está depositado en el cómo, no tanto en el qué. Viola (2012) es parte de una serie de trabajos que Matías Piñeiro se propuso realizar a partir de la obra del dramaturgo inglés, sin correrse de sus obsesiones recurrentes. En todas las películas de Piñeiro el rol principal le corresponde a las mujeres, pero no solamente eso, sino que sus películas son femeninas, respiran un (para ser un poco mersas, sí) perfume a mujer. Tiene una sensibilidad especial y una ambición que es poco frecuente en el cine nacional. Paula: Lo que sucede es que en determinados tramos de la historia se genera una cierta distancia entre los personajes y el espectador. La trama gira en torno a las relaciones humanas, los encuentros, aparentemente casuales (o no tanto), la duda, la confusión, la atracción, el deseo, etc. Temas cotidianos pero que el director necesita, o decide, ubicarlos dentro del enfoque de textos clásicos, y es ahí donde la empatía que uno necesita sentir al mirar una historia no se genera. Y los personajes, próximos en edad, ubicados en la misma ciudad en la que vivimos, con esquinas y calles reconocibles, terminan siendo ajenos. Piñeiro parece querer rescatar en primer lugar la idea de las relaciones personales, marcando pinceladas, dejando lugares abiertos; y eso es interesante, pero a la hora de conectar con estos personajes probablemente algunos se queden afuera. Tampoco hay nada malo en eso, claro, pero sucede. La frialdad que marca la “no empatía” podría venir de la mano de la reflexión, pero tampoco siento que sea el caso. Es una película difícil de digerir, hay que dejarla decantar durante un tiempo, ir desmenuzándola y probablemente recurrir a mayor información para poder apreciarla. La pregunta sería si esto es necesario para poder apreciar una buena historia. Juan: Es un cine intelectual y me parece que no se avergüenza de eso, sino que, haciendo pie en esto, se eleva, se potencia. Es elitista quizás, pero está bien, no es pretencioso al menos. Tiene un estreno reducido y va apuntado a un tipo de público más bien entendido, que sabe lo que está viendo. Habiendo dicho esto, no creo que sea frío, Viola tiene un encanto ingenuo que hace disfrutable su derrotero a lo largo de la ciudad y en el encuentro final con su novio. Las referencias literarias solamente dan un marco, o mejor, un punto de anclaje, donde no hay tantas diferencias como uno creería entre las comedias shakesperianas y los devaneos románticos de estos personajes. Un poco a la manera de Rohmer, o, más acá en el tiempo, a Linklater, pero blanqueando los intereses conceptuales del director, que van desde problematizar la representación o la adaptación, hasta los escarceos de estos jóvenes en busca de un amor. Paula: ¿Entonces no cabe la posibilidad de ir a verla de manera ingenua? De por sí necesitamos saber de antemano que es un cine “para pocos” (intelectuales) y tendríamos que tener en mente los textos fundamentales de Shakespeare para sacarle el jugo a la historia. ¿Qué hacemos los que preferimos ir despojados a ver una película? Bueno, quizás esta historia no sea para nosotros. Pero más allá de las referencias y el contexto literario, a los personajes les falta profundidad. Es verdad que Viola, a quien seguimos a lo largo de la película, es el personaje al que más nos acercamos, porque es el personaje que más se aleja de aquellas “representaciones shakesperianas”, la que va por la ciudad perdida, la más real (?). Sí, ella tiene un “encanto ingenuo”, el mismo tipo de ingenuidad que a mí me gusta tener cuando voy al cine… Juan: En lo que respecta a este tipo de películas, se da por descontado que uno no cae en estas proyecciones sin saber qué es lo que está por ver. Por ende, es lógico razonar que este prototipo de espectador tiene un cierto bagaje o una preparación previa (aunque éste quizás sea un término poco feliz), detalle en el que se apoya toda la obra de Piñeiro. Cuenta con un tipo de espectador preparado, al que no subestima y en quien confía. Y lo que llamas “falta de profundidad” en los personajes en realidad es un link directo al universo de Shakespeare, donde sus criaturas entraban y salían de escena sin mayor desarrollo, sobre todo en las comedias; por lo tanto, es algo inherente al espíritu de la obra original. Particularmente no es algo que me moleste demasiado, en todo caso, el disfrute reposa en las idas y vueltas, en los enredos, en las confusiones y, en última instancia, en las conspiraciones que se tejen alrededor de los enamoramientos. Paula: Quizás mi problema sea que dejé a Shakespeare olvidado entre los libros del secundario hace unos cuantos años (lo confieso) aunque no por eso me considero una espectadora fácil de complacer. Viola no tocó los nervios que hacen que una historia me movilice de alguna manera, ya sea física, emocional o intelectualmente y todavía no logro entender el porqué. Probablemente entremos en terrenos personales que nada tienen que ver con la calidad de la película, pero en última instancia para eso estamos, para dar nuestra propia y única mirada sobre la obra, más allá de estar empapados o no en la bibliografía de turno.
LA MÚSICA DEL AZAR Lúdico cruce de sentimientos y palabras, delicado periplo en busca de la gracia, ejercicio mundano y al mismo tiempo sofisticado, Viola tiene el mérito de lograr un par de cosas siempre deseables pero inusuales en el cine: el recreo y la sorpresa. Tras un tramo inicial en el que un grupo de actrices ensaya un texto de Shakespeare (Noche de reyes), el film empieza a seguir a una chica (María Villar) que va en su bicicleta repartiendo DVD a domicilio, atravesando livianas contrariedades y encuentros con otros jóvenes, entre quienes estarán aquellas actrices. Como una abeja en busca del néctar, la cámara de Matías Piñeiro (1982, Buenos Aires) comenzará a desviarse todo el tiempo -sin nerviosismo- hacia donde la lleve el encanto de sus personajes, el brillo de sus miradas o sus sonrisas y la dulzura de ciertos sonidos (incluyendo las voces). Ese devaneo zigzagueante no resulta presuntuoso sino, en todo caso, demasiado frágil: el interés de Viola se agota en el impreciso recorrido, en el espíritu ligero con el que se nos ofrecen acercamientos y conversaciones en torno al amor. En un momento la protagonista ve por la calle a un joven que parece gustarle y, segundos después, lo descubre besándose con su novia, sin que asome en esa situación un nudo a desatar ni conflicto alguno: simplemente la certeza de que el amor anda por allí, dando vueltas, de una forma u otra. De ese material sensible, casi etéreo, hecho de roces y miradas, se vale Piñeiro para plasmar sus inquietudes, sin otros cálculos que los que hacen a la puesta en escena. Lo bueno es que Viola (segundo eslabón de una trilogía sobre los roles femeninos en la obra de Shakespeare) puede desconcertar con su experimentación formal y dramática, pero sin dejar de ser cordial y luminosa. Entre los referentes del cine de Piñeiro habría que considerar la obra inicial de Manuel Antín, quien también abrevaba en fuentes literarias sabiendo que lo importante de ellas son las figuras retóricas y poéticas que se agitan bajo la cáscara. Antín también sostenía, en la entrevista realizada para este blog (que puede leerse aquí), que la belleza de las formas e incluso de las actrices formaban parte de su manera de entender el cine, algo que bien podría aplicarse a este joven director, que viene despertando interés en festivales internacionales. Como aquellas películas, o como The players vs. ángeles caídos (1969, Alberto Fischerman) –a las que no supera en ambiciones pero sí en frescura– Viola corre varios riesgos, pero lo hace confiadamente.
Copias certificadas Siempre se vuelve a él, es inevitable. Un grupo de actrices ensaya para un proyecto que reúne textos de obras de Shakespeare. Cada texto, como era de esperar, es rítmico y exacto, pero todo lo que dicen fuera del ensayo también lo es. Pocas veces se ha visto un trabajo con la palabra tan ajustado y musical. Eso es Viola, un preciso juego de espejos, ligero pero no superficial, con la representación como eje. Cada repetición tiene su propio sentido en los ensayos y en la vida más allá de ellos. Las protagonistas (notables actrices todas) hablan y son habladas. No es solo copiar lo que importa, aunque copiar sea la forma de ganarse la vida. Sobre todo para Viola, que recorre en bicicleta la ciudad entregando películas truchas. En un cine que se está acostumbrando a enfocarse en los silencios y los gestos para generar sus climas, Matías Piñeiro amablemente pide la palabra.
Cosa más rara aún: DOS películas argentinas buenas o muy buenas a la vez. Esta, además, es excelente. Viola es el tercer largometraje de Matías Piñeiro, creador de El hombre robado y Todos mienten (además, se incluye en la exhibición su bellísimo corto Rosalinda). En este caso, Piñeiro toma una comedia de Shakespeare (Noche de reyes) no para rehacerla sino para destilar las enseñanzas del Bardo en una película que sí, es una comedia romántica; sí, es un retrato social de cierta parte de la juventud; sí, es un film que declara su amor por el cine y no (muy grande ese “no”) es una obra amanerada que le guiña el ojo al especialista. Viola, la chica que ensaya una obra de teatro y tiene una empresa clandestina de videos piratas, es un personaje divertido e inteligente, y la arquitectura del film nos obliga a no dejar de mirarlo. Piñeiro, además, está sólido en el manejo de su material y en el desprejuicio a la hora de la invención y se consolida como un autor que quiere, sin demagogia, comunicarse con el público. Imperdible en serio.
EL LENGUAJE ROBADO Viola, la película, es la libre puesta en escena de algunos fragmentos de la obra Noche de reyes de Shakespeare. La protagonista de esa obra se llama Viola, y es un personaje extraño que además de ser melliza con su hermano, se pasa la mitad de la representación disfrazada de hombre. Este es uno de los ejes de la obra; el juego de espejos, el ser y el parecer, un personaje que es uno y es otro a la vez, personajes que se transvisten en otros personajes, múltiple juego de representaciones. Allí, obviamente, está en juego la lábil frontera entre la realidad y la ficción y también la complejidad del concepto de representación. Metaimagen desplazada hacia adelante que atraviesa coordenadas espacio temporales y en definitiva las preguntas persisten, insistentes e incisivas: ¿qué se está viendo? ¿Cuál es el presente de la imagen? ¿Cuál es el original? ¿Cuál su figuración, su representación? Como en El hombre robado, del 2007, Matías Piñeiro trabaja con los complejos procedimientos de la copia, el robo, el homenaje, el plagio; todos juntos, todos al unísono. Este conjunto de estrategias parece decir que ya nada es original, todo nos remite a otra cosa, todo nos linkea a textos y discursos anteriores; el aura se derrite en textos que a su vez son citas y capas de otras superficies, sean estas literarias, cinematográficas, teatrales. En El hombre robado conviven Jean Renoir con Sarmiento, Macedonio Fernández con Juan Manuel de Rosas; en Viola conviven Shakespeare con Eric Rohmer y con Gerard de Nerval. Citas de citas que caen en cascadas cristalinas, ligeras. El sentido se escurre siempre, cuando parece que lo aprehendemos, se desvanece y se convierte en otra cosa. Todo se trasviste, como la protagonista de Noche de reyes, como Viola, la coprotagonista de Viola. En Viola, la película, sus magníficas protagonistas, que son cuatro -ya empezamos con los desdoblamientos- podrían haber sido perfectamente una, como los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Un detalle ligero y exquisito es que Viola – el personaje- se dedica a vender películas truchas, que su novio baja y copia de la red. Como la punta de un iceberg, este detalle nos deja espiar el conjunto de los sentidos a los que apunta Viola; el original y la copia, los juegos de multiplicidades, la puesta en abismo. A partir de estos temas, las chicas de Piñeiro son actrices, en la película y dentro de la película, trabajan doblemente de actrices, ellas –en este “ellas” colectivo y a la vez singular- reproducen los parlamentos de la obra de Shakespeare una y otra vez. Ellas hacen “hablar” a la obra y a su vez la obra las “habla” a ellas. Hablan las palabras de Shakespeare, actúan sus frases, viven sus discursos, transcurren sus situaciones, respiran su ritmo. Estas cuatro chicas, intercambian (como la Viola del dramaturgo inglés) sus pareceres, sus situaciones, su presente amoroso; una se pone en el lugar de ésta, aquella reemplaza a esa, “hablan” todas de todo, juegan el juego de la silla cambiando alternativamente de lugar y de lengua, como si la lengua fuera un territorio único, vasto, extenso. images-2 Viola Chicas –si, ésta es una película de chicas más que de mujeres- que se ponen en la piel de otra, en el sentimiento, en el discurso. Las palabras de las otras se confunden con las propias, las propias nunca son verdaderamente propias sino que también son de otras, nunca son verdaderamente verdaderas, nunca falsamente falsas. Todos somos dichos por otros, el recorrido del lenguaje es zigzagueante, espiralado, infinito. La película hace “hablar” a las chicas que a su vez “hablan” la obra de teatro. Cinta de Moebius donde el bies es inexacto, amable, liviano. La lengua, las palabras, se prestan, se cambian, se ponen en juego, tal como el añillo rojo que va de dedo en dedo entre las chicas de la película, las palabras van de la boca de Shakespeare a la de las actrices. El modo en que el lenguaje circula define la película. La circulación de la sangre verbal de Viola, es el sistema circulatorio de la película. Las palabras que van de boca en boca, se redefinen en cada una de sus exposiciones, según el contexto en el que son dichas. Las chicas de Viola son parlantes (marcada diferencia con los chicos de P3nd3jo5 –otra gran película exhibida en este último Bafici, que no son usuarios de la lengua) ponen en escena los parlamentos de otros, mezclándolos con los parlamentos propios. La lengua se legaliza, se define, se impone cuando se la usa, cuando se la juega, cuando el cuerpo se hace carne de esa sangre de palabras. Y con las palabras y con el anillo rojo como la sangre, circula la energía lúdica y la potencia poética que transmite la película. Los primeros planos de Piñeiro son límpidos, recrean la intimidad de la vida cotidiana y crean figuras de rostros en convivencia con otros rostros, con otras miradas; esos planos se regodean en el monitoreo de la lengua en acción y dejan entrever el camino lento y a la vez veloz del deseo. Matías Piñeiro dice a través de las chicas, que dicen a través de Shakespeare que el lenguaje tal vez sea uno de los modos –acaso el más sublime, el más honesto- del conocimiento, de la emotividad, de los afectos. Esta es la columna vertebral de Viola, una comedia que parece “ligera”, “liviana”, pero que no lo es, si descamamos las escamas y alcanzamos algo de la amable profundidad que su director nos ofrece.
En las dos primeras películas de Matías Piñeiro, el fantasma de Sarmiento y sus textos atravesaban la vida flotante de sus personajes. La Historia (y la literatura) resultaba una inquietud tenue. En la dos películas siguientes, Rosalinda y Viola, Shakespeare ha reemplazado al escritor argentino y la lógica de las pasiones de ciertas obras literarias de ese genio británico funciona ahora como un nuevo organizador simbólico en la vida de sus personajes. El universo de Piñeiro le pertenece enteramente a una generación y a una clase social específica. Sus criaturas son jóvenes de clase media, situados en un universo cultural reconocible pero difuso; ocasionalmente trabajan, a veces desean y casi siempre transitan en un devenir puro, un presente fugitivo en el que existen. Lo extraño es que no son películas psicologistas; más bien se trata de un existencialismo depurado de gravedad en el que un estado del alma es capturado en sus propios términos. Se trata de filmar lo transitorio como una experiencia subjetiva. En Viola, aparentemente, no pasan muchas cosas, lo que no es cierto: hay varios indicios de conflictos amorosos, y el tema del filme estriba en cómo sus personajes leen sus deseos. La estructura narrativa se circunscribe a una representación teatral, el repaso de textos de una escena, las tareas de delivery por parte de una estudiante de psicología que vende música y películas bajadas para vivir, un sueño, un ensayo musical. Eso basta para realizar una película tan misteriosa como evanescente. Piñeiro es un virtuoso de la puesta en escena: pueden ser las calles de Buenos Aires, el interior de un automóvil, una sala de teatro, la cámara siempre está ubicada en un punto exacto y lo que aparece en su campo visual reconoce el magnetismo de su mirada. Aquí, el centro de gravedad de cada plano es el rostro femenino. Viola podría ser vista como un filme sobre la fotogenia de sus actrices y un modo exquisito y novedoso de filmarlas. La hermosura de su cine no es inmune a cierta insustancialidad; sucede que un poco más allá de este mundo paradisíaco la mugre y el conflicto acechan, zonas de riesgo para nuestro esteta.
Publicada en la edición digital #253 de la revista.
1. Como suele suceder con las operas primas, El hombre robado parecía encerrar todas las posibilidades futuras del cine de Matías Piñeiro, y aún así seguía siendo un enigma. Lo más notable no era la frescura con que jugaba a revivir a Rohmer en el Buenos Aires de inicios del siglo XXI (algo que otros cineastas del NCA han repetido con desigual suerte), sino el modo en que la historia parecía imbricarse con la Historia. Decía Llinás en su presentación: “Los personajes llevan nombres de personajes históricos, como sucedía con los cineastas en los viejos films de Godard. Nada de esto, sin embargo, aparece en el film como arbitrario; nada de esto es un capricho.” La “clave” parecía estar en la lectura de Campaña en el ejército grande de Sarmiento (texto que a su vez ocupa un lugar central en la historia argentina, ya que de allí –del posicionamiento ante los vencedores de Rosas en Caseros– surge su notorio enfrentamiento con Alberdi, en una de las más extraordinarias polémicas de las muchas que dividieron el siglo XIX). Pero ni en el film, ni ningún texto crítico sobre él, ni tampoco ninguna entrevista con el director alcanzan a establecer el sentido esa relación. Con su segunda película, Todos mienten (y con su minúsculo y autorreferencial artículo sobre “Sarmiento en el cine” que curiosamente forma parte de la Historia crítica de la literatura argentina), quedó claro que esas referencias no proponían otra cosa más que una suerte de “viaje estético” (como el que Viñas atribuía a los flaneurs finiseculares, en busca de un contacto con la alta cultura europea para luego devolverla a su origen libresco): es decir, Sarmiento funcionaba como cita “poética” más que política. Lo mismo sucede con Shakespeare en sus películas siguientes, como asume Piñeiro en una reciente entrevista con La Nación: “tomo elementos de la cultura como pueden ser Shakespeare o Sarmiento para generar una especie de fábulas. Algunas pueden ser más tiradas de los pelos que otras, pero tratan de armar nuevas narraciones, y en ese sentido un texto de Shakespeare es como fotografiar un paisaje (…), es un elemento más del mundo que uno utiliza en combinaciones para generar ficción.” No se trata ya de una ficción atravesada por lo histórico (como la del mismo Shakespeare), sino de la ficción como lo otro de la Historia (como joyceano escape de su pesadilla, pero sepultando el sentido fatídico de esa evasión). No en vano Piñeiro apela al Shakespeare más “amoroso” (en todo sentido), despojando su juego de identidades de todo riesgo trágico, del mismo modo en que disuelve su apelación a anécdotas lejanas como forma larvada de referirse a los problemas de su tiempo (en el sentido contrario en el que Piñeiro va a buscar a un Shakespeare “universal”). De ahí que opte por sus comedias juveniles (Como gustéis, Noche de reyes), ideales para el ejercicio de estilo. 2. “Comedias de disimulo y disfraces”, según resume la diáfana critica de Viola en el New York Times+: “El lenguaje de Shakespeare, el que se escucha en español con subtítulos en inglés, estructura y enfatiza las rupturas ambivalentes y los encuentros tentativos”. Doble frescura para la extrañada mirada extranjera: por un lado, la sorpresa de oír en la lengua de Calibán los mismos parlamentos que suelen fatigar a cualquier escolar (de más está decir que el inglés de Shakespeare es para ellos tan arcaico como para nosotros el español de Cervantes); por el otro, la previsible certeza de que “los personajes pertenecen a una tribu urbana tan reconocible como trasnacional: su Buenos Aires podría ser Austin o Edimburgo, o Praga, o cualquier otra ciudad”. En suma: la tranquilidad de reencontrar la propia aldea en el mundo globalizado (y saber que no sólo se puede encontrar el mainstream de McDonalds en el último confín de la tierra, sino también el exquisito internacionalismo del savoir faire). Ese es el único modo en que el primer mundo puede soportar cierta sofisticación en el cine de la periferia: verlo como un reflejo invertido (como una victoria de la civilización sobre la barbarie…). Lo que no puede percibir una reseña tan lejana como superficial es la relación menos inocente que une a Viola o Rosalinda con las obras de Shakespeare (así como lo que une sus alegres comedias juveniles con sus oscuras tragedias de madurez): aquello que el crítico menciona como “la relación inestable entre ser y parecer” y que se puede aplicar tanto a las películas como a la crítica misma (en su abierta confusión entre ligereza y levedad, entre gracia y frivolidad). Porque el juego de apariencias incluye la propia mirada (acrítica), sorprendida en ese especular ilusionismo que hace de la fluidez un valor y de la elegancia un arte (tan irreprochables como la juventud…): “se nos da conocer una serie de momentos efímeros y seductores que se entremezcla con los ritmos eternos de la juventud y se vincula con algo que es duradero y pretérito, una forma para nombrar al arte”. Lo que el crítico termina encontrando es, inevitablemente, su propia visión (est/ética) del mundo. Confrontémosla entonces con otras, incluso sin necesidad de renunciar a la ayuda de Shakespeare… 3. En el mismo año, pero del otro lado del juvenilismo, los ya octogenarios hermanos Taviani filmaron César debe morir, una película en la que reinventan su cine y dan una lección de (in)adaptación. Porque el Julio César de Shakespeare no es un cuerpo muerto que el film saquea, sino la sangre que vierte para reclamar su propia historia. La representación no tiene lugar en “lugares extraños de la ciudad en donde se llevan a cabo extraños mandados” sino en un espacio preciso (el pabellón de máxima seguridad de una cárcel), y los actores son presos cuyo “casting” consiste en su propia presentación. Porque no se trata, como el mismo Shakespeare sabía, de evocar los tiempos idos de una lejana Roma imperial, sino de asumir la propia experiencia (como evocaba Borges en una de las viñetas de El hacedor en la que dos gauchos remedan en su propia lengua la vieja escena de la traición). Es la literal encarnación del texto, y la experiencia liberadora que ello conlleva en una prisión (literal teatro del mundo) lo que expresa la verdadera tragedia de César debe morir: cuando los presos comunes se descubren realmente “vinculados con algo que es duradero y pretérito”, reelaboran su propia experiencia del tiempo perdido, y recuperan su propia subjetividad en ese aparente juego de roles. Shakespeare no es aquí mera excusa estética ni ilustración (en ningún sentido de la palabra), sino un terrible fantasma de la libertad… 4. Por el contrario, la inconsciencia de la propia prisión (como en una extraña versión lúdica de El ángel exterminador) es lo que se repite en las películas de Matías Piñeiro (asumiendo abiertamente un gesto que se encuentra en otros muchos films del NCA: la voluntad de conformar una comunidad cerrada, ajena al mundo). Pero para entender esa genealogía hay que remontarse al viejo NCA de los ’60 (repleto de jóvenes asfixiados), y a una película en particular que hizo del encierro una fiesta: The Players vs. Ángeles caídos, de Alberto Fischerman. Con relectura shakesperiana incluida (no en vano de La tempestad, una tragedia que quiere ser comedia) la película anticipa los juegos actorales del cine de Piñeiro de modo doblemente alegórico, ya que hoy podemos verla como una (in)voluntaria fábula sobre la esperanza frustrada de una generación que quiso ser moderna en un país salvaje (como la misma generación del ’37 evocada en Todos mienten). Filmada en los fantasmales estudios Lumiton (representantes de un cine industrial que se había extinguido antes de nacer), y jugado como un enfrentamiento entre dos grupos antagónicos (como en la posterior Invasión de Santiago, pero aquí en clave nueva olera), The Players vs. Ángeles caídos es una curiosa muestra de apertura y clausura a la vez (como la que expresaba contradictoriamente el Di Tella y hoy el Bafici, digamos): ese alegre encierro es la contratara del que otros cineastas vieran con más preocupación, empezando por Torre Nilsson (que venía advirtiendo la endogamia de clase desde una década antes con sus adaptaciones de Beatriz Guido, y que actualizaría la cuestión con La terraza, en una tradición que llega hasta La ciénaga o Una semana solos). Lamentablemente, ni Nilsson ni Fischerman ni tantos otros pudieron –o supieron, o quisieron– escapar a las contradicciones (o a las determinaciones de la época, signada por una espiral de dictaduras que fueron agravando el aislamiento): sus veleidades vanguardistas se extinguieron bajo películas “populistas” (ya en democracia, Fischerman pasó de la notable Gombrowicz y la seducción a films exitosamente olvidables como La clínica del Dr. Cureta) como si no hubiera opción entre la reclusión indefinida y la perdición del rumbo, abismos simétricos del vértigo de la Historia. Y esa tragedia se repitió en el nuevo NCA, aunque ya no como tragedia sino como farsa (en ese sentido es visible la conexión entre el final de Los rubios –con su repliegue sobre la cofradía– y los inicios del cine de Matías Piñeiro –donde esa fractura se asume ya gozosamente, como si el hiato trágico entre los ´60 y los ’90 hubiera desaparecido…). 5. “Los personajes de Piñeiro están ligeramente desligados del resto de la sociedad”, dice Quintín en Cinemascope: “Se conocen por frecuentar los mismos lugares, y es como si sin saberlo pertenecieran a una secta, una aristocracia secreta en donde se constituye un vínculo entre ellos que resulta más poderoso que el amor y la amistad”. Todo lo que Quintín saluda es síntoma de los ya viejos problemas de parte del NCA. Lo que no es extraño, ya que Quintín muestra esa prescindencia de lo histórico (la misma que exaltaba con menos énfasis en La libertad) como una virtud exacerbada por la época: “Sería erróneo decir que Piñeiro es una cineasta político, pero su obra se posiciona como un intento de evitar la creciente atmósfera autoritaria de los años kirchneristas suprimiendo todos los vínculos con la omnipresente realidad política y mirando hacia un mundo aparte: un mundo de arte y artistas, en donde la gente vive sus propias vidas y están libres de las manos del estado”. Es decir: el mismo encierro que en el viejo NCA de los ´60 era el indeseado resultado de vivir en un país dictatorial, sería ahora un espacio de resistencia. El problema de esta lectura (no en vano afín los films que exalta) es su persistente imposibilidad de encontrar, literalmente, una salida a esa encrucijada histórica, en vez de optar una vez más por el encierro… “Espectros y ecos del pasado le permite a Piñeiro escapar de lo ordinario y excluir o debilitar las conexiones con el presente, como si sus personajes estuvieran viviendo en el vacío, o en un país remoto. Incluso si la gente toma colectivos o están preocupados por dinero, no existe la vida cotidiana en los films de Piñeiro, porque la vida cotidiana se relaciona con la familia, la política, cuestiones sociales y empleos comunes”. En ese extraño mundo fuera del mundo, donde todo se vuelve tan abstracto como ideal, no queda otra sociabilidad que la de ese cerrado círculo identitario que confirma la propia pertenencia: “todos estos individualistas viven como mónadas, quienes intentan tener éxito en el amor y en el arte (…) se convierten en una entidad singular”: Nada parece poder perturbar esa entidad autosuficiente, y el afuera es expulsado para preservarla del tiempo (como en el cuento de Bioy Casares adaptado por Nilsson en su opera prima, que iniciaba sin saberlo esta saga de huidas de la Historia…). 6. No es curioso entonces que en este caso la crítica local no haya usado una película tan unánimemente elogiada como ariete para señalar el camino que debe tomar el cine independiente argentino. Y no porque en este caso sea más difícil de proponer que con Historias extraordinarias (lectura más consciente del imperativo borgeano de “El escritor argentino y la tradición”) o El estudiante (que también puede suceder en cualquier ciudad sofisticada pero exhibe el fantasmático peso de la Historia), sino porque el cine de Piñeiro renuncia a esa ambición: su internacionalismo permite no sólo dejar de preguntarse como lee Piñeiro a Sarmiento (asumiendo la insignificancia de esa “clave”), sino dejar de pensar sus películas en relación a la propia historia (aunque más no sea la del cine argentino…). Frente a esas cuestiones inquietantes (como trasluce la nota de Quintín), no sorprende que se prefiera ver a Viola como ejemplo de “un cine resplandeciente, seguro y estable” (tal como la caracteriza sin ambages Javier Porta Fouz en su crítica para La Nación). Y esa ya nada curiosa uniformidad *es lo que hace ruido (“about nothing”), ya que la crítica parece resignada o encantada ++ por no encontrar ningún rasgo renovador en Viola (cuya asumida base teatral es tan tradicional como las que se pueden ver en el teatro San Martín…) y a la vez poder proponerla como una muestra de modernidad (para lo que basta citar la referencia a la Nouvelle Vague, como si su mera reactualización bastara). Pero incluso lo más citado (el juego del teatro dentro del teatro) no proviene de Rivette ni de ninguna otra vanguardia del siglo XX sino del mismo Shakespeare: sólo que en Hamlet ese barroquismo alcanza, -como explicitó Borges- una cualidad abismal, que es todo lo contrario de una visión “resplandeciente, segura y estable”… Esa domesticación es más bien como el triunfo final de Próspero sobre Calibán a través de Ariel, en La tempestad. 7. Coda: Recordemos que La tempestad es la última obra de Shakespeare, y en ella parece transfigurar sus comedias juveniles luego de haber atravesado sus grandes tragedias. Ariel (una de esas delicadas criaturas del aire hechas de la materia de los sueños) y Calibán (la metáfora más famosa que Europea haya dado sobre América) representan las caras celeste y terrestre del alma humana, esclavizada por la naturaleza y liberada por el espíritu (así como Miranda es el corazón de de su tiránico padre Próspero), en esa isla que el cine evocaría tantas veces, de Metrópolis a Forbidden Planet, aunque siempre en la lengua del conquistador: “Salvaje, cuando tú no sabías lo que pensabas y balbucías como un bruto, yo te daba las palabras para expresar las ideas. Pero, a pesar de que aprendiste, tu vil sangre repugnaba a un alma noble. Por eso te encerraron merecidamente en esta roca, mereciendo mucho más que una prisión”, a lo que Calibán responde “me enseñaste a hablar, y mi provecho es que sé maldecir…” Dos siglos más tarde, Hegel evocaría la revolución haitiana en la shakesperiana dialéctica del amo y el esclavo de su Fenomenología del espíritu, y desde entonces las lecturas latinoamericanas de Ariel y Calibán (desde los ensayos de Rodó y Darío a fines del siglo XIX a las vanguardias modernistas) se debatieron entre asumir el rol de uno y otro en relación a la dominante mirada europea. El cine latinoamericano (pese a los intentos de Ruiz o Rocha, por nombrar a los mejores representantes de ambos mundos) nunca logró salir de esa doble determinación: en sus formas más serviles es simétricamente etéreo o brutal (ingrávido o irracional), como si no tuviera más opción que seguir cautivo de la mirada de Próspero.