La formidable vida del señor de las pantallas Los grandes personajes tienen poca suerte en el cine. La ficción siempre cuestiona la reconstrucción. Steve Jobs es una figura formidable, un tipo avasallante y talentoso que le puso su marca a una civilización que aprendió a latir al compás de sus increíbles invenciones. No es un filme sutil ni profundo, pero se ve con interés. La vida de Jobs tiene más de un aspecto sobresaliente y la película hace lo que puede para ir contando sin grandes saltos las instancias relevantes de una biografía tan llena de cumbres y encrucijadas. Lo muestra como un tipo genial, arbitrario, un motivador impresionante y gran negociador, un hombre que se entregó con alma y furia a lo que sintió como un mandato casi divino. También lo retrata en sus arrebatos y en sus logros, dejando ver las muchas sombras de un hombre que empezó a soñar en un garage y nos cambió la vida. Déspota, genial, implacable, Steve sólo tiene corazón para su incansable imaginación, que arrancó en el 2001 con el iPod del 2011 y que no ha dejado de cautivarnos (¿y esclavizarnos?) con sus criaturas. No está su trágico final ni sus grandes charlas, pero el guión se las ingenia para brindar algunas frases que dejó como un legado: exigió siempre lo máximo y enseñó a creer en la fuerza, en los ideales del hombre y en la necesidad de desafiar su tiempo y sus límites. Vale la pena asomarse a su vida
UNA MIRADA RISUEÑA Robbie es un joven padre de familia de Glasgow que no logra escapar de su pasado delictivo. Para evitar ir a la cárcel, se ve obligado a realizar trabajos comunitarios en un establecimiento donde conoce a Rhino, a Albert y a la joven Mo. Henry, el educador que les han asignado, se convierte en su nuevo mentor y los inicia en el arte del whisky. El veterano Ken Loach, siempre dispuesto a reflejar con franqueza la vida en la clase baja británica, deja a un lado sus aspectos más dolientes (aunque hay una escena emocionalmente demoledora entre Robbie y su víctima) para darle sonrisas a esta amable tragedia que trae un mensaje esperanzador: siempre se puede dar un volantazo y volver al buen camino. La violencia está como telón, también esa sensación de que no hay muchas escapatorias para estos excluidos. Pero el whisky será la alegoría que les abrirá otras puertas: les mostrará que hay estafadores en todos lugares y hasta las dará la oportunidad de darse algunos gustos. La parte de los ángeles es el alcohol que con los años se va evaporando de los toneles de whisky. Y el embrujo de ese vapor les deparará la chance de hacerse de unos pesos y de arañar la ilusión de un cambio de vida.
ALMODOVAR LEVANTA VUELO A Amodóvar le gusta que su cine nade contra la corriente. En pleno jolgorio español redondeó sus filmes más oscuros: “La buena educación”, “Los abrazos rotos” y “La piel que habito”, títulos que parecían haberle puesto un manto de gravedad a tantas películas zumbonas y desfachatadas que le dieron identidad a su cine. Y ahora que en España hay más nubarrones que soles, el manchego parece haber vuelto a sus historias más simples y más vulgares con esta comedia que a su manera es una alegoría desaforada sobre la España de estos días. Nos presenta un viaje accidentado, con una nave que se llama Península y unos pilotos que no saben comandarla en medio de la zozobra, con terribles secretos entre los que conducen, con sectores poderosos (la clase business) llena de agachadas y con el resto del pasaje narcotizado, para que no sufran y nada sepan. Comedia liviana, que no termina de soltarse, con mucho estribillo gay y un libertinaje de cabotaje que alcanza para que Almodóvar recupere la fragancia de sus primeros títulos, aunque uno añore la frescura, la gracia y las sorpresas de aquellos tiempos.
TODOS FALSIFICAN Estafador -parece insinuar esta comedia- somos potencialmente todos. Depende en qué lugar nos encuentre la mala. Una gordita simpática, abandonada y mal querida se dedica a robar tarjetas de crédito. Y va al shopping y hace desastres. Un día cae bajo sus garras un hombre bueno, y trabajador, intachable jefe de familia. Le llueven las cuentas, su vida se torna un infierno y no parará hasta dar con la que la ladrona. La encuentra en Florida y los dos regresan a Denver. Quiere entregarla para poder lavar su nombre y recuperar trabajo, decencia y calma. El viaje estará lleno de incidentes y será un aprendizaje para los dos. Ella pagara sus culpas y el jefe de familia se dará cuenta que la necesidad tiene cara de estafa y que la tentación hace al ladrón. El film es muy básico en sus resoluciones y en sus exageraciones, pero en lugar de explorar algunas interesantes ideas (¿nada es legítimo? ¿la identidad la da más la tarjeta de crédito que la biografía?) prefiere hacer las paces con la corrección política y elegir un final liviano, impostado y feliz.
Un adiós que duele demasiado De Stéphane Brizé ya habíamos visto “Un affaire d’amour”. Cine lento, introspectivo, pequeñas obras de cámara con personajes silenciosos que se animan a poco. Alain es un camionero de 48 años. Estuvo 18 meses en la cárcel y vuelve a la casa de su madre. Es huraño, difícil, seco. Y su madre no ayuda: es manipuladora, distante, fría. La relación se sostiene en monosílabos y reproches. Alrededor de ellos circula un par de personajes: un vecino amigo y una mujer que se cruza en el camino de Alain, vínculos que acentúan mucho más la soledad, la falta de horizontes y el vacío. Pero hay más pesares: Alain anda sin trabajo y la madre tiene un cáncer terminal que es lo único que avanza en ese hogar quieto y sin vida. Ella, encima, está tramitando una muerte asistida. Filme doloroso, triste, con seres que se olvidaron de sentir (¿o nunca sintieron?), aislados, lejanos y con la muerte pisando los talones. Tema difícil, tratamiento respetuoso, una historia algo forzada que recién al final logra emocionar. Tiene dos grandes actuaciones, pero los seres que los rodean y los apuntes que va recogiendo son insustanciales y muy básicos. Y suena algo estereotipado este realismo intimista, austero, minimalista, demasiado engolosinado con su clima trágico, su parquedad y su sequedad sentimental.
Los grandes partidos se ganan con el alma Juan José Campanella y sus temas de siempre en una película que es una proeza para el cine nacional de animación. Técnicamente, deslumbra y se ubica a la altura de los mejores exponentes de un género en constante superación. Es la producción más ambiciosa de toda la historia (20 millones de dólares) y la que apunta más lejos. Los personajes centrales son Amadeo, un chico tímido (rey del metegol) y Grosso, un vecinito agrandado y prepotente. Amadeo le gana un partido de metegol y años después Grosso, convertido en un crack insoportable, vuelve por todo: quiere la revancha, quedarse con la amiguita de Amadeo y arrasar con todo el pueblo. Pero las verdaderas estrellas son esos jugadores de metegol. Ellos ponen nervio, gracia y simpatía. Enseñan que las crisis también pueden servir para crecer y ponerse a prueba. Y desplegarán en la vida lo que aprendieron en la cancha: esfuerzo, imaginación, compañerismo, espíritu de lucha y la idea de poner al triunfo como un eslabón necesario para ir alcanzando mejores objetivos. Y así se arma la historia, que a veces avanza bien y otras veces se atranca, que tiene buenos momentos, personajes simpáticos, pero que también es dispersa y apela a un final donde los muñecos, las verdaderas estrellas de “Metegol”, quedan en el banco. Campanella nos dice otra vez que el progreso arrasa, que las cosas queridas están siempre más cerca, que la pertenencia y la identidad son valores que no se negocian. Un filme que emociona, entretiene, hace pensar y hace reír. Visualmente es impecable. Movimientos de cámara, encuadres, los rasgos de sus muñecos, sus voces, todo es de primer nivel, por encima de la historia. La apuesta es casi una alegoría: Campanella sale a la canha con los muñequitos pueblerinos de este lado del mundo, con la aspiración de poder jugar de igual a igual con los grandes muñecos de Hollywood. Porque a los grandes partidos se los gana con el alma.
ENCUENTRO CON WOODY “Tiene obras geniales y obras fallidas, pero incluso las peores siempre tienen algo que las pone por encima de lo mediocre”. Lo dice una entrevistada y lo siente la mayoría de los espectadores. El filme cuenta que Woody empezó escribiendo chistes cuando era un nene, que hizo stand up, que sin querer tuvo que ser actor y que al final se consagró como un realizador cada vez más versátil y más maduro. El filme lo muestra recorriendo su casa de la infancia, sus primeros pasos. Se lo ve alegre repasando su biografía, desde su infancia en Brooklyn hasta un presente que –según su hermana- es la etapa más feliz de su vida. Vemos el lugar donde concibe sus obras, su vieja máquina de escribir, el estudio de edición, su relación con los actores. También deja ver aspectos de su vida personal, incluso su tan meneado casamiento con la hija adoptiva de Mia Farrow. Está el escritor, el actor, el comediante, el hijo y el amante. Hay testimonio, entrevistas, evocaciones. Hay réplicas pintorescas, apuntes sabrosos, fragmentos de sus películas, evocaciones. Un compendio que por supuesto no agota la personalidad de un artista que ha dejado su marca y que primeros quiso hacer reír, sólo eso, después hacer pensar, pero siempre divertir. Y que ha ido depurando su herramienta a medida que le daba más temas a su inspiración. Sus historias hablan del amor, de la muerte, de la religión, del arte. Su aspiración es poder hacer un gran film que lo inmortalice. Es una pena que el documental no aporte nada nuevo, que no sea más incisivo, que no nos deje ver aspectos esenciales del fuego creativo, de un artista pródigo que siempre interesa y vale. Pero no importa, lo que hay es suficiente, inteligente, simpático y revelador.
UNA COMIDA DESABRIDA Uno cree que la comedia francesa de estos días ya ha tocado fondo. Pero no, siempre puede aparecer algo más liviano, más soso y más tonto. “El chef” se aprovecha de la fama que han alcanzado en estos días los cocineros y desde allí propone una serie de enredos con personajes que tratan de ser simpáticos, pero no hay caso. Jacky Bonnot, 32 años, amante de la alta cocina, sueña con triunfar en un gran restaurante. Pero la situación financiera precaria de la pareja le obliga a aceptar unos trabajos de cocinero que ni siquiera consigue conservar. Hasta el día en que se cruza en su camino Alexandre Vauclair, gran chef con estrellas, amenazado en su confortable situación por el grupo financiero propietario de sus restaurantes. Como viene sucediendo, los hombres son todos bobos y ellas, encantadoras. Y así estamos. El film no tiene gracia ni tema ni personajes.
El llanero solitario, un nuevo justiciero Ni homenaje ni exaltación, apenas un tono farsesco para traer a la pantalla grande la conocida serie de los años 40 y 50. Lo que se busca alevosamente es poder conseguir una saga tan exitosa como “Piratas del Caribe: los productores, el guionista, el director y el protagonista, son los mismos. Está ambientada en un parque de diversiones, en 1933 y cabalga entre la precuela y la secuela. Allí, un envejecido Toro, domesticado por la civilización, evoca ante un niño el comienzo de la historia, en otro juego de espejos que deja ver la pobreza argumental del Hollywood de estos días, obligado a transitar viejos caminos y buscarles una vueltita para ponerlos otra vez en carrera. El filme recrea, desde los confines de la comedia disparatada, las andanzas del indio Toro y del llanero enmascarado, un justiciero que, gracias a su cuñada, anda con ganas de dejar de ser solitario. Montado sobre la acción, la aventura y algo de humor, recupera los estereotipos del western: el noble shérif, la mujer íntegra y sufrida, el hombre de la ley tratando de acudir más a los libros que a las pistolas, el villano cruel y allá lejos, como telón inevitable pero secundario, el amor. La novedad es que para no desentonar con lo políticamente correcto, el filme pone a los indios en el lugar que la buena historia les ha dado, dejando que los carapálidas se hagan cargo de la parte de crueldad, codicia, poder y maltrato. El filme, más allá de su elevado presupuesto, tiene escasos atractivos: el humor es escaso y elemental; las escenas de acción no aportan demasiado a un cine que en este rubro parece haber alcanzado su techo en imaginación y realismo; los personajes son de historieta y no salen de allí; la farsa roza la parodia y la aventura mezcla un poco de todo. Johnny Depp, cada vez más cerca de la caricatura, le pone simpatía a este indígena algo melancólico que, como algunos tránsfugas, de tan conciliador, es mirado con desconfianza por los dos bandos. El avance del tren, obvia metáfora sobre la invasión del progreso (y la codicia) en territorios vírgenes, deja ver que los negociados entre empresarios ferroviarios y el poder, viene de muy lejos. El villano implacable, los bellos paisajes y algunos secundarios bien pintados le agregan algo de interés a una película alargada, rudimentaria, fallido ejemplo de un cine que necesita mirar para atrás a cada rato para poder encontrar su camino.
Una joya del cine romántico Es sobre le vida, el amor, el paso del tiempo, la fugacidad de la existencia, los claroscuros de la convivencia, el deseo, los sueños. Un filme que emociona, una película inteligente, intensa, con dos actores memorables que desnudan sus ganas, sus dudas y sus recelos con conmovedora naturalidad. Jesse y Celine vuelven después de nueve años. Los habíamos abandonado en aquel final inolvidable con un avión (el amor) que los esperaba para emprender juntos un viaje lleno de turbulencias. Y ahora en su tercer encuentro, nos muestran que se reencontraron (¿para siempre?), pero que la convivencia es un rompecabezas que también exige aceptación, goce y negociaciones. Están en Grecia y las ruinas parecen ser premonitorias. No está el arrebato romántico de los dos primeros filmes. Los años han deparado un nuevo vínculo, no se fantasea con el mañana, hay que enfrentar el hoy. Jesse sigue soñando y a ella le pesa la nueva carga hogareña. La realidad impone su tono, su relato, sus exigencias. Y claro, entre la mutua admiración y el deseo, aparecen los reproches, las dudas, el fantasma del cansancio. Jesse y Celine nos avisan que eso es el amor, un largo decir que nunca se agota y que a cada paso reclama nuevos intérpretes y nuevas cadencias. Un filme tocante, diáfano y también amargo, que nos habla del pasado y del futuro y que en un conmovedor almuerzo nos deja ver las caras diversas del amor, su desgaste y sus ilusiones, su fragilidad y su olvido. Todo cambió en este tercer capítulo. Hasta la puesta en escena: antes, Jesse y Celine aparecían en planos generales, como si el mundo los necesitara juntos, uno al lado del otro; ahora (sobre todo en la escena en el cuarto) hay planos y contraplanos, uno sale de cuadro, ella se va, como para mostrarnos el verdadero rostro de una convivencia que necesita confrontar y verlos unidos y separados, desearse y enojarse, criticarse y necesitarse. Está apoyada en la nobleza de dos personajes entrañables, tiene diálogos sustanciosos y una dirección fresca, sugerente y sensible. Un filme magnífico, que para ser disfrutado en plenitud necesita de las otras dos partes, una pieza romántica que cautiva por su fulgor emotivo y apela a nuestra subjetividad y nuestra complicidad, una obra de engañosa sencillez que, como el río de la leyenda, nos atrae, nos transporta y nos refleja