Escrito con sangre En los últimos años, el cine norteamericano de modestos presupuestos viene produciendo películas de terror como chorizos, con buenos resultados en la taquilla pero dudosos resultados artísticos. “Cacería macabra” es otro inconfundible producto de esa factoría, pero hay varios elementos que la salvan de caer en la misma bolsa de gatos. La película del director Adam Wyngard y el guionista Simon Barrett (prolíficos compinches en el género de terror) se desmarca desde su espíritu gore, su humor negro y su capacidad de generar sorpresa con una receta muy conocida. El punto de partida no es nada original: la acción transcurre en una mansión alejada, donde un matrimonio de clase alta reúne a sus cuatro hijos con sus respectivas parejas para festejar sus 35 años de casados. Si bien en apariencia se trata de una familia muy normal, hay tensiones y viejos resentimientos entre los hermanos que terminan explotando a la hora de la cena. Y justo ahí, en medio de una gran discusión, se desata una masacre: extraños hombres armados con ballestas y hachas empiezan a atacar la casa y no dejan títere con cabeza. Wyngard y Barrett manejan bien el suspenso, la violencia y los excesos, dosificándolos progresivamente. Además acá no hay elementos sobrenaturales, ni móviles caprichosos ni cabos sueltos. El enemigo en este caso es bien concreto, aunque el guión apura demasiado el trámite y no se detiene en perfiles psicológicos ni nada por el estilo. La aparición de una heroína inesperada, interpretada convincentemente por la actriz australiana Sharni Vinson, es otro acierto de la película. Para el final, sólo cabe hacer una advertencia: el público impresionable, mejor que se abstenga.
Cerca del fin del mundo Mientras una computadora amenaza con una Tercera Guerra Mundial y los arsenales nucleares están a punto de volar el planeta, un policía fortachón, el presidente de EEUU y un grupo paramilitar se están disputando el control de la Casa Blanca a las piñas. No es una comedia absurda. No. Es una de las secuencias de "El ataque", la nueva película de Roland Emmerich ("Día de la Independencia", "El día después de mañana", "2012"). El argumento es simple (y muy parecido al de "Ataque a la Casa Blanca", que se estrenó hace sólo cuatro meses): un policía que sueña con formar parte de la seguridad del presidente de EEUU se encuentra en la Casa Blanca haciendo un tour con su hija. De golpe todo se transforma en un caos: un grupo de terroristas domésticos ataca el edificio, toma rehenes y va en busca del primer mandatario que (adivinen) será defendido por el policía solitario y valiente. "El ataque" tiene momentos entretenidos y podría haber sido una buena película de un solo hombre (al mejor estilo "Duro de matar"), pero el director se pierde entre sus desbordes de cine catástrofe y los disparates de la trama, que incluyen a una niña impidiendo un ataque aéreo ante cientos de cámara de TV y a servicios secretos resolviendo intrigas en un jardín como si estuviesen de picnic.
El gran motivador El primer (y algo apresurado) retrato de Hollywood sobre Steve Jobs no corrió con la mejor suerte. “Jobs” es una película que naufraga en varios sentidos, y que se debería haber reservado como un biopic televisivo, porque la pantalla del cine le queda demasiado grande. El director Joshua Michael Stern narra la vida del fundador de Apple en forma cronológica, desde sus días de joven hippie hasta su consagración como un empresario visionario, un motivador brillante y un gurú tecnológico del siglo XX. También muestra su lado oscuro de megalómano y trepador. Sin embargo, la película no se juega por una visión propia, y así termina siendo una simple enumeración de hechos. “Jobs” se excede en la cantidad de discursos, aplausos y frases hechas que se recitan como en un acto escolar. La música que viene a remarcar la mayoría de las escenas aturde y agobia, y a veces uno tiene la sensación de estar frente a un interminable videoclip. Además, con una vida tan rica en matices, es increíble que la película llegue a aburrir en algunos pasajes. Lo único que sostiene el relato es la actuación de Ashton Kutcher. Si bien su imitación de la particular forma de caminar de Jobs es algo molesta, el resto del tiempo realmente convence.
En el aire y sin destino Es difícil aplazar a Pedro Almodóvar, pero no hay mucho que pueda hacerse por “Los amantes pasajeros”. El promocionado regreso del director manchego a la comedia resultó un paso en falso. “Los amantes...” intenta con mucho esmero recuperar la estética y el espíritu de películas emblemáticas de los 80 como “Mujeres al borde de un ataque de nervios” o “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón”. De hecho los personajes son un verdadero seleccionado del circo almodovariano: hay tres “azafatos” gays, dos pilotos que tratan de definir su sexualidad, una vidente virgen ávida por debutar, una “dominatrix” experta en políticos, un empresario corrupto, un asesino a sueldo y un galán de telenovelas entrado en años. Estas criaturas viajan en un avión que tiene muchas chances de estrellarse en un aterrizaje de emergencia, y entre el miedo y la desesperación empiezan a aparecer confesiones y desbordes de todo tipo. El problema con “Los amantes pasajeros” es que los 80 pasaron hace rato y el efecto retro le termina jugando en contra: los chistes suenan vencidos y su tono amoral no provoca ni divierte. Uno se queda mirando la pantalla llena de colores estridentes como si nada estuviera pasando. Además, el intento de Almodóvar de construir una metáfora sobre la España en crisis naufraga en referencias de una obviedad grosera. En el mejor de los casos se podría decir que la película es absolutamente ligera, y que transcurre así, en el aire y sin destino, igual que ese avión que no encuentra aeropuerto. Y para ser justos habría que rescatar el trabajo del gran Javier Cámara. Su desopilante azafato está realmente al borde de un ataque de nervios.
Jubilados y a los tiros Más allá de su elenco de estrellas y sus costos millonarios, “Red 2” es un otro buen ejemplo de que Hollywood se ha quedado sin ideas (sin historias, sin personajes) a la hora de ofrecer un buen entretenimiento. La saga de “Red” vuelve sobre el tema de que los veteranos todavía pueden dar pelea (al mejor estilo “Los indestructibles”), pero con una estética más cercana al cómic y al espíritu de James Bond. El punto de partida es bastante original (de hecho la primera parte estaba basada en una historieta), pero esta secuela naufraga entre la falta de un guión sólido y los lugares comunes. Esta vez el ex agente de la CIA Frank Moses (Bruce Willis) se ve obligado a reunir a su equipo de jubilados espías de elite para localizar un letal dispositivo nuclear portátil. La búsqueda lo llevará de tour por París, Londres y Moscú, y en el camino se cruzará con asesinos a sueldo, agentes renegados, fabricantes de explosivos y toda la fauna del mundo del espionaje. En “Red 2” hay coletazos de la Guerra Fría (cuándo no), romance light, vueltas de tuerca previsibles y chistes sin gracia. La película se queda en el bosquejo de la caricatura, pero como filme de acción y de intrigas no funciona, porque es confuso, largo y aburrido. El único encanto (no menor) es ver a tantas estrellas en pantalla, aunque Bruce Willis no hace más que repetir gestos, y John Malkovich agota un poco con una comicidad forzada. Helen Mirren brilla, como siempre, y Anthony Hopkins hace lo que puede con la caricatura que le toca en suerte. En Estados Unidos “Red 2” fracasó en la taquilla. Esperemos que los productores no insistan con una tercera parte.
Las últimas palabras Después de pasar 18 meses en la cárcel por un asunto de contrabando de drogas, Alain queda en libertad con un futuro sombrío por delante: con sus antecedentes y a los 48 años, sólo puede conseguir trabajos precarios en una Francia golpeada por el desempleo. Con este panorama no le queda otra opción que instalarse en la casa de su madre, Yvette, una mujer rígida y controladora que no puede soportar que su hijo haya estado preso, aunque sea por un breve tiempo. La relación entre ellos es tirante, la convivencia forzosa alimenta viejos conflictos, y nada cambia ni siquiera cuando Alain se entera de que su madre tiene un tumor cerebral. “Algunas horas de primavera” es una película dura y delicada al mismo tiempo, que jamás apunta al golpe bajo, y que en su economía de recursos está llena de matices. El director Stéphane Brizé (“Une affaire d’amour”) retrata de una forma natural y rigurosa a estos personajes que en el fondo están solos y desesperados, y que son incapaces de transmitir sus sentimientos. Los diálogos son muy escasos, pero la tensión que va creciendo entre madre e hijo es suficiente para sostener esos planos estáticos de miradas y silencios. Brizé incluso se anima a abordar un tema tan espinoso como la eutanasia, y lo hace de una manera casi documental, inusualmente detallista, que enfrenta al espectador con sus propios miedos y fantasmas. Las actuaciones de Vincent Lindon y Hélène Vincent son brillantes. Sería imposible pensar esta película sin ellos. Y después está la belleza madura de Emanuelle Seigner, la esposa de Roman Polanski, que aparece sólo en un par de escenas pero que ilumina la pantalla.
Jugadores eran los de antes Con el estreno de "Metegol" había muchas expectativas: es la película más cara de la historia del cine nacional (20 millones de dólares), tardó cuatro años en terminarse y el director es Juan José Campanella, el realizador argentino con mayor proyección internacional. ¿Está "Metegol" a la altura de su millonaria producción y de tanta movida publicitaria? La respuesta es una de cal y otra de arena. En primer lugar hay que señalar que técnicamente "Metegol" es impecable, lo que puede resultar una sorpresa para muchos. La película está en condiciones de competir con cualquier producción de los grandes estudios de Hollywood que llevan años perfeccionando el género de la animación. Este es un gran punto a favor. Otro gran acierto es tomar (y revalorizar) un tema que nos es tan propio como el fútbol. Así se ubica bastante lejos de convertirse en una mera copia de un producto de Pixar (aunque las referencias a la saga de "Toy Story" son inevitables). La historia ubica en el centro de la escena a Amadeo, un chico tímido que sólo se destaca jugando al metegol en un bar de un pequeño pueblo, y por otro lado están los muñequitos del metegol, que (sin muchas explicaciones) cobran vida cuando aparece un villano que amenaza su supervivencia. Los arquetipos de los jugadores están muy bien logrados: desde "El Beto", que habla en tercera persona cual Maradona, hasta "El loco", que recupera con candidez ese espíritu amateur y lúdico del fútbol. En la interacción de los muñequitos hay espacio para el humor, la sátira y la aventura, y entre todos se llevan puesta la película. En contrapunto, el personaje de Amadeo queda deslucido: le falta gracia, le falta personalidad y nunca transmite la emoción que se espera, ni en su historia de amor con la chica ni en su relación con sus amados muñecos del metegol. Esto le quita fuerza a la película, sobre todo en el tramo final, cuando "los humanos" se tienen que poner la gesta heroica al hombro. Las voces de los actores argentinos también juegan a favor de los diminutos jugadores: Pablo Rago y Fabián Gianola cumplen muy bien con sus papeles, aunque el mejor es Horacio Fontova, que logra un tono menos impostado. Diego Ramos no defrauda en la voz del villano, mientras que "los buenos" sufren la falta de brillo que caracteriza a sus personajes. Más allá de los desajustes en la historia, Campanella logra imponer su sello en "Metegol" con un aire nostálgico que remite a "Luna de Avellaneda". La película no oculta su mensaje crítico con el fútbol hiperprofesional y sponsoreado de la actualidad y su exaltación del fútbol de otras décadas (50, 70). Pero es una nostalgia saludable, feliz, que se aleja de los efectos lacrimógenos.
Una vida de película El director Robert B. Weide persiguió durante décadas a Woody Allen para filmar un documental sobre su vida. Cuando el cineasta neoyorquino —que siempre huyó de las entrevistas— le dio finalmente el sí, la mitad del trabajo ya estaba hecha. El mayor logro de “Woody Allen, el documental” es conseguir que el mismo director de “Manhattan” se ponga frente a las cámaras para dar su punto de vista. Este es un documental biográfico clásico, sin sorpresas, aunque tiene algunos hallazgos, como una antigua entrevista a la madre de Woody y los relatos de los comienzos de su carrera. También hay testimonios de personajes clave como productores, actores y colegas. Sin embargo, la voz que más pesa es la del propio protagonista, que por primera vez nos lleva hasta la casa de su infancia y al cine de Brooklyn donde alimentó sus sueños de artista. El director muestra además el “primitivo copy and paste” con tijeras y abrochadoras con el que arma sus guiones. Así Weide lograr retratar a un Allen un poquito menos neurótico y más vulnerable (aunque sus obsesiones siguen intactas). Lo que sí se le puede reprochar al documental es que está muy atado a la narración cronológica y al final se torna un poco denso. Esto tiene que ver también con que la filmografía de Allen es demasiado larga y en los últimos diez o quince años, con raras excepciones, dio películas francamente flojas.
Un festival de excesos ¿Qué pasa cuando una película desplaza a su protagonista? ¿Cuál es el resultado de semejante contradicción? La respuesta es “El llanero solitario”, otro tanque de Hollywood que se hunde en sus propios excesos. Los creadores de “Piratas del Caribe” intentan rescatar los orígenes de un personaje legendario, pero en vez de concentrarse en el fiscal John Reid (el futuro héroe del Lejano Oeste, interpretado por Armie Hammer) ponen en el centro de la historia al indio Toro (Johnny Depp), el fiel asistente del llanero. Así la película pierde el eje desde un principio. Para empezar, el truco de relatar desde un “presente” en 1938, con un anciano Toro contándole la historia a un chico, no funciona (los diálogos son insostenibles). Para seguir, la construcción de los personajes no existe: aquí los protagonistas no vibran, son una suerte de marionetas con un poco de sentido del humor arrastradas por una trama que se alarga demasiado (sí, dos horas y media). Y para terminar, son inexplicables los volantazos que da la película, que pasa de un tono de sátira casi permanente a escenas solemnes que no conmueven ni sorprenden. Johnny Depp está más medido con su colección de tics, pero al final también cansa. Para rescatar quedan algunas escenas de acción logradas y la fotografía de unos paisajes de western realmente imponentes.
Mentiras y castigos Lucas es un hombre de mediana edad que está tratando de rehacer su vida después de un divorcio: trabaja como asistente en un jardín de infantes, empieza a salir con una compañera de trabajo y busca establecer nuevos lazos con su hijo adolescente. Sin embargo, un día todo se derrumba. Una niña del jardín asegura que Lucas le ha enseñado sus partes íntimas. Es una fantasía, una suerte de inocente venganza, pero la mentira se desparrame como un virus y el daño no encuentra límites. Al igual que en “La celebración”, el director Thomas Vinterberg vuelve a abordar aquí el tema del abuso de menores (siempre difícil de digerir), pero esta vez desde el punto de vista del supuesto “victimario”. El realizador danés (compañero de Lars Von Trier en el Dogma 95) escarba en el mito de que los niños no mienten (un mito que los adultos sostienen y potencian) a la vez que desnuda sin piedad a una sociedad que juzga antes de cualquier veredicto y expone lo asfixiante que es vivir en una comunidad pequeña. El drama está sostenido por un increíble Mads Mikkelsen (ganador en Cannes por este papel), que compone a un hombre retraído, que parece no reaccionar ante la injusticia, y que incluso no muestra ningún tipo de rencor hacia la niña que mintió. Es cierto que Vinterberg siempre camina al borde de la cornisa con respecto a la manipulación del espectador, pero nunca moraliza ni se presta a los golpes de efecto. Sí se mantiene fiel a su tradición de generar interrogantes y polémica, y refuerza este concepto con un final abierto tan inquietante como todo el filme. “La cacería” es de ese tipo de películas que quedan dando vueltas en la cabeza del espectador cuando, en algún momento, se apaga el ruido cotidiano.