Isla musical El título Bronces en Isla Verde puede ser a primera vista desconcertante o extraño, en particular para un documental, por esa razón es refrescante ver un trabajo descriptivo tan efectivo como el de la directora Adriana Yurcovich. Vamos a esclarecer el nombre, en particular para quienes no saben del tema como, por ejemplo, quien escribe esta crítica y se desasnó completamente al ver el film. La referencia de bronces hace alusión a un festival de bronces, es decir, de los múltiples instrumentos que se realizan con este elemento. Por otro lado, Isla Verde es una pequeña localidad cordobesa situada en el departamento de Marcos Juárez. Es decir, el documental nos cuenta sobre este festival que moviliza a todo un pueblo, convirtiéndose en un evento social que modifica la vida de la comunidad que vive allí. Si bien su extensión puede en algún momento agotar la idea del relato, lo cierto es que se trata de un trabajo prolijo, emocional y con muy buena vibra. Decirlo así parece vacío, pero en verdad la calidez que transmite el documento de Yurcovich y el afecto que tiene por el evento a través de las figuras que pueblan la pantalla, hacen que tras los desoladores planos finales busquemos la forma de presenciar este festival alguna vez en nuestra vida. La estructura del relato es simple: durante la introducción tendremos los preparativos y la expectativa del pueblo a la hora de recibir a los invitados, además de los detalles y el nerviosismo en la organización; durante el desarrollo veremos cómo toma forma el evento en Isla Verde, su impacto y sus múltiples actividades y escuelas; y, finalmente, el cierre muestra el impacto emocional de las despedidas, dejando en un contundente epílogo las imágenes de por qué el festival significa tanto para el pueblo. Esta estructurada sencillez tiene en el desarrollo sus momentos de mayor lucidez narrativa: son particularmente notables los montajes paralelos en el desarrollo, cuando se muestra en primera instancia el ensayo y luego vemos la actividad siendo interpretada sobre un escenario con el auditorio lleno. La astucia narrativa está en dejar entrever el nerviosismo y la energía del ensayo con la calidez de la recepción. Por otro lado, el film no tiene búsquedas visuales que nos permitan tener encuadres memorables, pero la capacidad descriptiva de los planos para definir la idea merecen especial atención: el auditorio en la calle con una mujer anciana acercándose con gran esfuerzo para ver una función callejera desde un encuadre fijo, un músico extranjero tocando enérgicamente y con curiosidad una campana escolar o el travelling que sigue a Lucía Zicos cuando quiere corregir a uno de sus alumnos. Por otro lado, la música, que va del jazz al clásico y el blues tiene algunas interpretaciones memorables por parte de instituciones en la materia como Jon Sass, Chris Dickey o John Manning. No tan interesante es quizá el rescate de testimonios en charlas que en lugar de ilustrar el color local sólo consiguen extenderse en diálogos que no suman de ninguna forma al relato (y aquí pienso en el que gira en torno a los tatuajes, que sólo muestra los prejuicios de una gran porción de la sociedad argentina, pero que no tiene ningún justificativo en extenderse y ser reincidente en distintos momentos del film). Sin embargo, se trata de un documental que contagia su ánimo e invita a presenciar el festival y cómo se da ese intercambio cultural tan amplio en una pequeña comunidad, además de ofrecer una excelente selección musical.
Muerto vivo caminando El caso de Víctor Hugo Saldaño, único argentino condenado a muerte en Estados Unidos, que se encuentra esperando sentencia en el “corredor de la muerte” desde hace veinte años, movilizó masivamente tanto a la opinión pública como a expertos en materia jurídica internacional. El asunto no está en la inocencia o no de Saldaño, sino más bien en desnudar cómo el sistema texano lo llevó animosamente a la sentencia de muerte bajo motivos raciales y económicos que no permiten la defensa del condenado. A raíz de ello, este documental de Raúl Viarruel indaga en el caso a partir de testimonios idóneos y apelando a la fuerza sentimental del vínculo con sus seres queridos. El resultado es efectivo aunque por momentos desprolijo en la construcción del relato, a menudo perdiéndose la figura de Saldaño en pos de rescatar las brechas y características del sistema judicial que lo llevó a la sentencia. La crónica policial nos cuenta que en 1995 el cordobés Saldaño, junto a su amigo mexicano Jorge Chávez, ingresan a un negocio en las afueras de Dallas y encañonan a un vendedor informático de 46 años, Paul Ray King, metiéndose luego en un bosque cercano. La maniobra tiene como consecuencia la muerte de King por cinco balazos y el robo de todo el dinero que tenía consigo. Tras ser detenidos, reciben la condena por homicidio, pero a diferencia de Saldaño, Chavéz llega a un acuerdo con la fiscalía que deposita toda la culpa de quien apretó el gatillo -nunca se supo fehacientemente- sobre el cordobés, obteniendo la cadena perpetua en lugar de la condena de muerte. Y aquí comienza el calvario tras las reiteradas apelaciones de los abogados ante la condena, principalmente aludiendo a que fue el carácter racista del proceso lo que llevó a que Saldaño fuera condenado a muerte, consiguiendo la nulidad de la sentencia. Pero luego, en 2004, sería condenado nuevamente, terminando en el “corredor de la muerte”, desde donde espera su condena, que es aplazada por las apelaciones reiteradas de sus abogados. Apartándonos un poco de la historia que ha cobrado relevancia pública, el documental se centra en los primeros minutos en la figura de Saldaño, desde su búsqueda como viajero y lo que lo lleva a Estados Unidos, hasta alguna descripción de su personalidad a través de sus seres queridos. Los documentos y las fuentes no alcanzan a terminar de develar una personalidad que por momentos resulta enigmática si no se tiene conocimiento del caso con más detenimiento, principalmente porque rápidamente Viarruel hace foco en aquellas figuras judiciales que pueden aportar datos sobre la naturaleza del sistema punitivo norteamericano, el racismo que sobrevuela sobre la noción de “peligrosidad futura” -un elemento clave para ser condenado a muerte- e interpretaciones sobre la naturaleza del texano y la forma en que se enorgullece de la implacabilidad del sistema respecto a la pena de muerte. La cuestión es que la figura central se pierde rápidamente y no termina de configurarse un mapa de lo que le pasa, lo que siente y sus perspectivas. En su lugar, tenemos un estudio del caso que por momentos lleva a detenerse en elementos que no aportan a la historia troncal del documental. Por otro lado, también hay testimonios que aportan una gran riqueza a las nociones que se pueden tener sobre la pena de muerte, el proceso y cómo esto ha impactado en Saldaño, siendo clave la figura del cónsul argentino en Houston, Horacio Wamba. Analizando otros aspectos, el documental se presenta desprolijo en la edición, siendo esto particularmente notable en algunas de las entrevistas (la del mismo Wamba tiene un corte brusco y muy notorio). En todo caso, su conclusión permite desarrollar la idea a pesar de perderse por momentos y concluir con una imagen que tiene que ver más con lo emblemático que representa la Estatua de la Libertad que con la travesía personal de Saldaño.
El último sueño Es difícil descontextualizar El viento se levanta del acontecimiento que implica (esta vez parece cierto): la última película de uno de los animadores fundamentales de la segunda mitad del Siglo XX, el japonés Hayao Miyazaki, al mismo tiempo que se trata de una fuerte crisis para el Estudio Ghibli, que ha atenuado su producción. Para la que sería su obra final, Miyazaki toma como referencia la vida del diseñador de aviones Jiro Horikoshi, basándose también en la novela El viento se levanta, de Tatsuo Hori, y el propio manga del director publicado en el 2009 bajo el mismo nombre. Lo que no deja de ser polémico es que Horikoshi fue también diseñador del tristemente célebre Mitsubishi A6M Zero de la Armada Imperial Japonesa durante la Segunda Guerra Mundial, cuestión que por una decisión de punto de vista aparece esbozada inteligentemente, sin subrayados groseros, algo que le valió la crítica tanto de los sectores de izquierda -porque pone el foco en un personaje que colaboró con la industria armamentista del Japón imperial- como de la derecha -no sólo porque la película tiene una fuerte crítica al belicismo, sino también porque Miyazaki se opuso abiertamente a la constitución de un ejército nacional en el momento del estreno de la película-. La cuestión es que, yendo al director en particular, la película es disruptiva porque como pocas veces en su carrera toma a un personaje central masculino (recordemos que en la mayor parte de su filmografía se trata de personajes femeninos) y la fantasía que suele filtrarse en su obra, aquí sólo aparece gracias al onirismo que alcanzan algunos pasajes que tienen que ver con la vida de Jiro. Cualquiera podría pensar que al tratarse de una película disruptiva, el film no contiene las obsesiones de Miyazaki a lo largo de su carrera. Sin embargo aquí aparece en todo su esplendor su amor por el detalle sobre las máquinas, en este caso balanceándose entre los modelos reales y aquellos que son una fantasía, la elegante banda sonora de Joe Hisaishi, que se permite pasajes más barrocos que en las últimas producciones de Ghibli, las características distensiones temporales que enfatizan momentos cotidianos y, finalmente, a pesar de no contar con un protagónico, el afecto por los personajes femeninos, siendo el más destacable el de Naoko. El eje del film está en la obsesión de Jiro por triunfar como un ingeniero aeronáutico y su crecimiento en el período entre guerras, un contexto convulsionado no sólo por la fuerte crisis económica que azotaba a Japón, sino también por el ascenso del fascismo y las ambiciones imperiales de sus líderes. Este contexto, que enriquece el visionado de El viento se levanta, no aparece como un elemento determinante sino que resulta esbozado desde el punto de vista de nuestro protagonista: Miyazaki asume en Jiro a un soñador que, al igual que el personaje de Caproni (el ingeniero aeronáutico italiano Giovanni Batista Caproni) que se le aparece en sueños, termina siendo una herramienta de la máquina bélica, atravesada por el contexto socio histórico. Por ello los sueños pesadillescos que abren el film tienen un triste tono premonitorio, el sueño del vuelo aparece también atravesado por un enorme zeppelín de aspecto siniestro que termina derribando a Jiro. El tono poético y por momentos alucinatorio de la película encuentra sin embargo sus momentos donde se asienta en el más puro realismo, en particular cuando pone la lupa sobre nuestro protagonista como el héroe que quiere formar parte del mundo del vuelo a pesar de su miopía y que con su poder de observación lucha para autosuperarse más allá de los fracasos que se le puedan presentar. El detalle puesto en el trabajo artesanal de Jiro y su amor en la tarea, es sólo comparable al amor que la narración nos demuestra en el romance con Naoko. Este episodio conmovedor, que lleva hacia un desenlace que tiene alguno de los momentos más intensos del film -vean si no con qué poco Miyazaki dice mucho cuando Naoko abandona la casa donde se hospedaba con Jiro-, también rescata la ternura y la belleza de los momentos cotidianos con singular maestría (y esa secuencia en que tomados de la mano, Jiro continúa trabajando al lado de Naoko, es acaso el mejor remedio para el cinismo). El que probablemente sea el canto de cisne de Miyazaki es una obra maestra que no es tan digerible o contiene imágenes tan icónicas como otros de sus títulos, pero el tour de force narrativo al que somete a su protagonista a través de las dos horas de extensión, contiene momentos de una sensibilidad exquisita y un epílogo que en las palabras “gracias, gracias” de Jiro hacia el final parecen encerrar las palabras de su realizador que, acaso, ha tenido más de diez años de brillantez en la historia de la animación.
Cenizas de lo que fue Es difícil recomendar a Christian Petzold, una de las voces más novedosas y completas ya no del cine alemán sino contemporáneo, sin caer en la mención de atributos que se suelen destacar en quienes subrayan una y otra vez el valor del “cine arte”. Lo odioso de esta etiqueta ambigua es no sólo que abarca a todo un cine que se pretende “importante” y periférico a la “industria”, sino que también ahuyenta a espectadores que ante las ridículas adjetivaciones de comentarios o crítica (“un cine para pensar”, “una propuesta inteligente”, etcétera) prefiere buscar otra cosa en cartelera. Pues bien, esta crítica es el intento de aproximar este cine no a quienes irán a la función porque se trata de una película de origen alemán, sino a quienes simplemente deseen ver una buena historia en pantalla. Y vaya que Ave Fénix cuenta una buena historia. La mirada de Petzold se centra nuevamente -tras la excelente Bárbara- en un personaje femenino que tras una crisis reconstruye su universo en base al desengaño y la necesidad de superación, aunque esta vez el contexto histórico no es la Alemania Oriental de la Guerra Fría, sino la Berlín fantasmal y en ruinas tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Quien quiera buscar un subtexto en base al vínculo entre la vida personal de sus personajes femeninos y el contexto histórico en el que se desarrolla la película encontrará un escenario interesante, aunque también proclive a la sobrelectura. En todo caso, y más allá de la reconstrucción de escenarios históricos, lo cierto es que la frescura de la película es el universo con el que las protagonistas descubren su realidad. Es esa cuota de sensibilidad la que hace de Petzold un director que desde su clasicismo y el detalle puesto en la subjetividad, una voz fresca en el ámbito cinematográfico actual. Volviendo a la historia que cuenta, quizá algunos sientan agotamiento al retomar el nazismo en el cine, pero lo que hace fresca a la historia es el universo personal de las protagonistas de Petzold, y cómo a menudo ese universo puede trasladarse a un determinado contexto histórico. Nelly, una sobreviviente de los campos de concentración, se encuentra con su rostro desfigurado por las heridas y debe atravesar una difícil cirugía de reconstrucción facial para retomar su vida. Tras la intervención, su amiga Lene le ofrece ir hacia Palestina para vivir junto a los refugiados en el futuro estado de Israel. Sin embargo Nelly aún se siente empujada a recuperar su vida de las cenizas de la guerra, para encontrarse que la mayoría de sus familiares y amigos están muertos y que los lugares donde vivía y frecuentaba ya no existen, pulverizados por los bombardeos. Esta tragedia identitaria la lleva a aferrarse a la esperanza de lo único que puede haber sobrevivido a la guerra, su esposo “Johnny”, con quien tras una exhaustiva búsqueda a través de las ruinas de la caótica Berlín de posguerra logra reunirse. Pero no consigue reconocerla y Nelly se sumerge en un pozo de ansiedad, temerosa de revelar su identidad de sobreviviente a Johnny, que se hace llamar Johannes. En conflicto con su amiga Lene, que insiste en que Johnny la entregó a los campos de concentración y no debería acercarse a él, y su deseo de recuperar un pasado perdido, Nelly ingresa en un trato para poder repartir su propia herencia con su esposo, que la cree muerta y está dispuesta a usar alguien parecido para cobrarla. La cuestión se vuelve complicada para Nelly, que intenta encontrarse a sí misma al mismo tiempo que busca mantener una imitación farsesca para quien ama, que desea obtener un rédito económico como sea. La película se debate entre este duro conflicto y las ansiedades de Nelly, que la llevan por un doloroso camino de afirmación y desengaño. Las actuaciones medidas de Nina Hoss y Ronald Zehrfeld, frecuentes en la filmografía de Petzold, junto a un dominio formidable de los encuadres y la fotografía -fíjense la primera incursión del personaje de Nelly en el fantasmal panorama de la Berlín derruida, las sombras expresivas, el color en el club Phoenix o la forma en que mantiene la tensión en los momentos de intimidad con Johannes-, hacen de cada momento del film una sumatoria de planos que fluyen con un montaje aceitado y quirúrgico que encuentra el sentimiento en los protagonistas que vemos en pantalla. Sólida y ampliamente conmovedora hasta su gran epílogo y conclusión, Ave Fénix confirma la habilidad de Petzold, uno de los directores más completos de la actualidad. Pero no se dejen engañar, esto no es cine-arte, es simplemente cine bien hecho, apelando a las emociones desde un dominio técnico en cada uno de los planos que integran el relato. Sí, es sólo eso, una gran película.
Te escupieron el asado Hay que reconocerle a Gabriel Grieco que en su opera prima originalidad no es lo que le falta. Estamos hablando de una película de terror que en su estructura y estética remite al slasher de los ochentas, con el tópico del “pueblo chico, infierno grande”, aunque el marco de la trama incluye una llamativa reflexión -o, teniendo en cuenta el epílogo, un llamado a la tolerancia- sobre nuestra cultura alimenticia, incluyendo vegetarianos pacíficos y veganos desquiciados, en un pueblo con una fuerte industria ganadera y estancieros chauvinistas poco propensos a abandonar sus hábitos cárnicos. El resultado es por momentos una película entretenida y con buenos climas, pero con un guión confuso y algunas deficiencias técnicas, además de un elenco irregular que no siempre fluye con el material. Sin embargo, no hay que dejar de remarcar la audacia con la que Grieco sobrelleva un concepto en boga desde una película cuyo género en nuestro país sigue siendo menor en las salas comerciales. Yendo a la historia en particular, ocurre en un pueblito de Neuquén que funciona como una sinécdoque del pueblo tradicional volcado a la actividad ganadera, en particular en nuestro país. Como tal, su cultura gastronómica se centra en el asado, el modelo para nada casual de los planos detalles que abren la película durante el episodio de la primera víctima, Julia Cotonese. Su desaparición y la curiosidad de una joven periodista (Luz Cipriota, interpretando a Jazmín Alsina) para nada interesada en la historia de color que fue a cubrir, son los disparadores de la trama algo forzada en sus mecanismos, en particular, la arbitrariedad en los puntos de vista y cómo adrede se tiran pistas falsas para generar un suspenso que es prácticamente inexistente a lo largo de todo el relato. Lo que nos lleva a advertir del “falso suspenso” es que no hay un margen de sospecha demasiado amplio. Pasada la media hora uno puede comprender quién apunta ser el asesino de la máscara. Por otro lado, la (poca) empatía que se puede experimentar por el personaje de Jazmín y los escasos matices que demuestra, afectan de forma determinante los momentos en que el personaje se encuentra más vulnerable. Pero mencionamos puntos de vista, y quizá el más polémico y arbitrario sea el que contiene las mejores y más violentas secuencias del film condensadas (que, no por casualidad, pasan en un establo abandonado). Lo que ocurre es que, al no estar presente el personaje de Jazmín de ninguna forma, todo su despliegue no es sólo forzado sino que le quita impacto a la secuencia posterior, en que nuestra protagonista recorre el mismo establo y el antagonista devela el plan detrás de los asesinatos. Uno de los elementos que mejor nos traslada a la intensidad que logra por momentos el film es la capacidad de Grieco para generar climas: subjetivas asfixiantes, una fotografía cuidada y una mezcla de sonido industrial recuerdan el amplio conocimiento del género que tiene su director. Pero más allá de esto, algunas secuencias de acción resultan demasiado confusas y se pierde ese cuidado que se tiene en secuencias más estáticas. Las persecuciones se tornan absurdas en el montaje y, en particular, el enfrentamiento final no parece tener continuidad entre los planos. En todo caso, una apuesta valiente que se torna entretenida a pesar de sus deficiencias, el film de Grieco encuentra en su concepto y el macabro plan del “loco de la motosierra” vegano algunas notas originales que, sin embargo, no logran rescatar la integridad de un film con actuaciones por momentos inexpresivas.
Una denuncia documentada y ficcionalizada “Blanco sale, negro adentro” es lo que plantea el título en portugués, una consigna que remite a la forma en que eran detenidos quienes frecuentaban clubes clandestinos de música en los ochentas en los suburbios de Brasilia. Por supuesto, en verdad la película de Adirley Queirós no está remitiendo específicamente a un club nocturno en particular, sino que está denunciando un apartheid social desde personajes que sufrieron en su cuerpo las consecuencias de esta persecución. De todos modos, el film no transita un lineamiento convencional, sino que se va a los márgenes entre el documental y la ficción para dar lugar a un raro híbrido que va de los testimoniales frente a cámara hasta la ciencia ficción, con personajes que están en una búsqueda desesperada por sobrellevar sus vidas deshechas, apelando al formato coral. Entre la maleza de datos que van de la realidad a la ficción, el director se permite la sutil ironía de inventar un pasaporte para poder pasar a Brasilia desde la periferia que rodea la ciudad Más allá de que a El blanco afuera, el negro adentro le pueden sobrar minutos y por momentos tornarse algo densa, su carismático protagonista y lo osado de la propuesta que, a pesar de jugar con los márgenes de la realidad puede exponer su mensaje claramente, la hacen una propuesta totalmente atendible.
Masacre de hormigas El origen de Minúsculos: el valle de las hormigas se remonta al 2006, con una simpática serie de cortos que se emitieron en Francia y Gran Bretaña con un fin claramente educativo. La fórmula era novedosa y efectiva: animación digital sobre fondos tomados de ámbitos reales donde los insectos que protagonizaban cada episodio habitaban, dándole al segmento un tono hibrido que, junto al tono de comedia, daba una visión “divertida” del mundo entomológico. El éxito de la propuesta, que ya va por su segunda temporada, fue lo que permitió la realización del largometraje que se estrena esta semana. Y a la propuesta, si bien no pierde su encanto, también es cierto que le sobran minutos en su traslado al largometraje. Nuestra protagonista identificable es una vaquita de San Antonio que, tras una serie de avatares, termina junto a un grupo de hormigas que se reparte los restos de un día de picnic. Tras eventualmente afirmar sus lazos, en el camino hacia el hormiguero con el botín se encuentran con otro grupo -pero esta vez, de hormigas rojas- que pretende sacarles aquello que han obtenido. No hay mucho más en la trama: el relato no se sale de esta premisa básica que va a implicar el viaje de las hormigas a través del bosque, perseguidas por el grupo antagónico. Cómo llegan sanas y salvas, y cómo sobreviven al enfrentamiento final que se da en el clímax, es donde la película logra dinamizar el peligro que acecha a nuestro protagonista y donde hay un mayor crecimiento de la minúscula heroína. Los directores Hélène Giraud y Thomas Szabo, también creadores de la serie original, parecen fascinados por el movimiento y el detalle, aunque lo contraponen a los fondos bucólicos del paisaje rural francés. Por esta razón quizá haya segmentos que parecen sobrar, resultando completamente irrelevantes en la acción dramática o cómica. Por ejemplo: si se está disputando una batalla a gran escala, no esperamos ver el detalle de las hormigas prendiendo fuego uno a uno los fuegos artificiales que sirven a su singular defensa. Lo mismo sucede con todas las acciones, no hay una economía en el movimiento de lo que se muestra y eso lleva al estancamiento de algunos momentos memorables del relato. En todo caso, una entrega atendible y llamativa por su contenido entomológico acompañado de buenos momentos de comedia, pero a su simpatía visual y su novedosa propuesta parece quedarles algo largos los 89 minutos que componen el film.
Un Infierno fílmico Así en la Tierra, como en el Infierno, el estreno que nos ocupa esta semana, demuestra por qué a veces una fórmula (y no hablamos de la alquimia que sobrevuela como tópico durante todo el film) puede avasallar una historia que, quizá con otro planteo, habría sido mínimamente interesante. Lo que hace John Erick Dowdle, que naufraga en el terror con películas flojas, donde la única que se destaca es la prácticamente desconocida The Poughkeepsie tapes, y quien además tiene el dudoso honor de haber realizado la floja remake de [REC], es utilizar el found footage para aburrirnos con la excusa de templarios, la piedra filosofal, mitología cristiana y egipcia, y un toque de chamuyo. Por supuesto, logra algunos sustos, pero quizá lo flojo de la trama y la composición de los personajes es lo que nos lleve, más que con otras películas del subgénero, a preguntarnos y cuestionar la forma en que se plantea la película desde lo formal. Y ahí sí, hace agua por todos lados. La historia tiene en el centro del relato a Scarlett (Perdita Weeks), una joven arqueóloga que, al igual que Lara Croft, la voluptuosa heroína de los videojuegos, es ágil, bella, inteligente e incluso tiene un tema paterno que la atosiga. Valiente, se interna hasta el más profundo de los calabozos para buscar aquello que necesita para continuar su carrera en la investigación que ronda en torno a la Piedra Filosofal, misterio por el cual también estuvo obsesionado su padre. Todas sus investigaciones apuntan a la figura de Nicolás Flamel (en síntesis, una figura de la alquimia que tiene mucho de leyenda) y su antigua morada, donde podrían encontrarse los restos de la ansiada piedra. Por lo tanto, se dirige a lo más profundo de las catacumbas de París, donde cree que puede hallar una cámara secreta que la lleve a resolver el asunto. Obviamente es un lugar misterioso al que nadie sabe cómo llegar o, los que han llegado, han muerto en el intento de volver. Para ello se unen a su expedición un documentalista del suceso, Benji (Edwin Hodge), y un traductor de arameo, George (Ben Feldman). Luego también se suma una pandilla de franceses que conocen y exploran las catacumbas buscando quién-sabe-qué cosa (la película tampoco es demasiado clara al respecto, ya que aparentemente no creían en un posible tesoro hasta que lo encuentran) y ayudan a la protagonista en su investigación. Cómo se internan en las profundidades de este infierno y descubren que nada será fácil allí, es de lo que va este film. Como en toda película que se precie de ser found footage, hay un juego de cámara subjetiva constante, por lo general en mano, que da la impresión de que nos encontramos en la acción y se pretende “invisibilizar” el artificio para lograr la inmersión del espectador. La trama en este caso es tan débil que nos permite observar que el documento que se está realizando de la acción es un enorme absurdo: no entendemos por qué el pobre Benji documenta una búsqueda que bien puede ser infructuosa, si acaso es un trabajo universitario o alguna cuestión voyeurista; se plantea un juego de plano/contraplano que abre diálogos virtualmente imposibles y arbitrarios si se respetara el punto de vista; y no comprendemos por qué los personajes parecen explicar lo que, de alguna manera, ya saben, mientras la cámara describe momentos íntimos que estarían fuera de lugar en cualquier documento académico. Este último punto tiene además un daño colateral: lleva a diálogos terribles que sólo se esquiparan a la desastrosa actuación de algunos de los inertes actores. La palma se la lleva François Civil y su tímida reacción tras la muerte de su novia/amante/lo-que-sea, pero hay momentos donde el pánico o el extrañamiento parecen un elemento inexistente para nuestros personajes. Esto también arruina lo poco de bueno que tiene la película a través de algunos climas sofocantes o el estremecimiento que pueden provocar algunos de sus pasajes. Por si fuera poco, el final aleccionador y el pobre desarrollo con el que se llega a la huida desesperante de las catacumbas, hace completamente ridículo cierto poder con el que carga la protagonista hacia la última etapa del relato. En todo caso, los pocos sustos de Así en la Tierra, como en el Infierno pueden llegar a valer la entrada, pero una vez que entendemos e intentamos ponernos en la piel de los personajes, cada una de las premisas del relato se derrumba, dejándonos la magra sensación de que sólo hemos visto una mezcla mal hecha entre El descenso y Actividad paranormal.
La delgada línea de la amistad El espíritu indie sobrevuela inevitablemente sobre ¿Sólo amigos?, comedia romántica que llega a nuestros cines por, uno intuye, la sola presencia de Daniel Radcliffe, ex Harry Potter. Prácticamente todas sus características parecen gritarlo: coproducción entre Irlanda y Canadá; su director canadiense, conocido por su trabajo con The new pornographers; un cinismo de manual que se extiende a lo largo de la película a pesar de su salida abrupta y tradicional -con lo cual, no es muy distinto de lo que sucede con la música indie en la actualidad-; una buena banda sonora y, finalmente, alguna audacia visual que rompe una puesta en escena demasiado esquemática (algún jugueteo inofensivo con la animación que no resulta sumar demasiado). Pero habría que preguntarse si, al menos, no es auténtica en sus propios términos: en ese caso uno podría plantear que el verosímil flaquea pero que, después de todo, juega con frescura en la línea de películas como (500) días con ella o Nick and Nora’s infinite playlist, entre otras que, sin traer nada nuevo al mundo de la romcom, han logrado actualizar sus tópicos centrales. Golpeado por el abrupto final que le puso a la relación con su ex novia Megan por un engaño, Wallace (Radcliffe) encuentra que su vida es gris tras, al mismo tiempo, su abandono de la carrera de medicina. Deprimido, asiste a una fiesta donde juguetea con una heladera poniendo frases relativas al sinsentido del amor porque, después de todo, nuestro protagonista está herido. En la misma fiesta, llama la atención de una chica, Chantry (Zoe Kazan), que también juguetea con las frases de la heladera y eso da lugar a que se conozcan y establezcan cierta química hablando de la vida en general. Pero, oh sorpresa, Chantry tiene novio y eso la lleva a plantearse la posibilidad de una amistad mientras Wallace pretende, desde el primer momento, algo más. Podríamos plantear que ese es el asunto de la película, la pregunta, ya que en verdad lo que menos interesa es la respuesta. Lo que ¿Sólo amigos? hace resonar es la tensión que hay entre los dos ante distintas situaciones aunque, y aquí quizás está el mayor problema del film, esas situaciones suenan irremediablemente forzadas para terminar planteando lo que podríamos llamar la respuesta: un casamiento, una foto feliz entre Wallace y Chantry. Por esa salida forzada, que obliga necesariamente a una grosera elipsis, es que uno se queda con el problema, el conflicto que plantea, antes que con su resolución. Resulta provechoso que Radcliffe y Kazan (que tiene esa sensibilidad tan indie que la pone en la liga de las Zooey Deschanel) luzcan con ligereza para sostener momentos donde a veces el guión puede resultar demasiado avasallante, ya que es gracias a ello que uno puede “olvidar” adonde lleva la resolución. Por lo pronto una comedia romántica entretenida que encuentra a partir de sus virtudes el motivo para verla: una sensibilidad indie con un final previsiblemente feliz que coquetea con el cinismo para otorgar una respuesta que puede sonar demasiado sencilla. Pero a pesar de ello, nadie puede dejar de admitir la insoportable tensión entre Wallace y Chantry que sobrellevan a lo largo del desarrollo, que es donde la película encuentra su norte y su singularidad.
Un más allá carnavalesco La relación entre la cultura mexicana y la muerte no es un misterio para el cine de animación. Además de haber sido referenciado una innumerable cantidad de veces tanto en películas como series y cortos, se puede citar también la entrañable aventura gráfica de LucasArts, Grim fandango (1998), que exhibía un imaginario animado y una estética que en algunos puntos se encuentra con este nuevo estreno. El potencial visual que encierra una cultura con una iconografía tan rica y diversa como la mexicana, junto a los relatos y leyendas en los cuales abreva El libro de la vida del mexicano Jorge R. Gutiérrez -con la producción de Guillermo del Toro, que fue quien ayudó a reflotar el proyecto luego del rechazo inicial de Dreamworks-, la hacen uno de los estrenos de animación más impactantes e imaginativos desde los visual, una auténtica obra de arte con una banda sonora increíble. Pero más allá de su aspecto y cualidades técnicas, lo que intrigaba desde un comienzo era el relato que enmarcaba todo ese pastiche imaginativo al que Gutiérrez supo darle forma. No sería la primera vez que obnubilados por los fuegos artificiales de la imagen, nos encontremos con un relato chato e incongruente donde todo el desborde de creatividad aparece sublimado. Lejos de ello, este primer emprendimiento cinematográfico de larga duración del director mexicano presenta una historia con personajes sólidos y una trama que aprovecha las aristas de su carácter. Gracias a una introducción que indaga en la niñez y en las sombras patriarcales que rigen el destino de nuestros protagonistas masculinos -Manolo y Joaquín- y su relación con María, tenemos un desarrollo que en su triángulo puede sonar a priori como esquemático pero que gana en los grises que asolan a cada uno, en particular cuando la película da el salto temporal que los lleva a la adultez. Entre la música y los colores chillones asoma un melodrama que en su lado trágico puede explotar, no sólo lo esquemático que pueden aparecer sus vínculos, sino también parodiar desde lo meta referencial aquello que está sucediendo: primero con el relato que la guía le cuenta a los niños sobre lo que ocurrió y segundo con la apuesta entre dioses, La Catrina, figura icónica del Día de los Muertos, y Xibalbá (que no se trata de una entidad sino más bien de un mundo subterráneo que resultará familiar a quienes hayan leído el Popol Vuh maya). La película gana frescura en la ligereza con que logra utilizar ese imaginario sin caer en notas solemnes. Por otro lado, también es cierto que donde la imaginación de la dirección artística desborda, el mundo de los muertos, el guión se reserva parábolas algo forzadas que no permiten aprovechar del todo el espacio donde ocurren y obligan al relato a transitar velozmente hacia el desenlace. Pero… ¿Creep de Radiohead y clásicos mariachis, en la misma película?, ¿un relato desdramatizado sobre la muerte que, al contrario, se muestra celebratorio? El libro de la vida logra con algunas sorpresas y pinceladas de talento ser uno de los mejores estrenos animados del año y una de las sorpresas más gratas de la segunda mitad.