Búsquedas y espejismos El realizador uruguayo Alvaro Brechner confirma con Mr. Kaplan, su segundo film, que se trata de una de las voces más frescas del panorama cinematográfico actual en Latinoamérica. No es por completo extraño por tierras marplatenses ya que participó de la competencia oficial en 2009 con su ópera prima, Mal día para pescar, film que resultó una revelación no sólo por transmitir el espíritu de los relatos de Juan Carlos Onetti -recordemos que estaba basado en el cuento Jacob y el otro- sino también por la astucia con la cual se movía entre géneros disimiles sin perder personajes queribles y un relato contundente que cerraba de forma épica. Con esta segunda película confirma que no se trata ya de una revelación, sino que sus condiciones están probadas con un estilo que demuestra un enorme amor por los géneros clásicos sin resultar anacrónico. En Mr. Kaplan el protagonista que da título al film sobrelleva una vejez sin mayores sobresaltos tras escapar los horrores de la Segunda Guerra Mundial en su juventud. Octogenario y amargado por creer que en su vida no ha dejado un legado significativo, de repente intuye encontrar en un viejo alemán que vive cerca de la playa un motivo para justificar su existencia: la caza de un nazi que habría permanecido viviendo de incógnito hasta el día de hoy. Ofuscado por la poca importancia que le dan sus compañeros de la diáspora, decide emprender la misión de atrapar al nazi junto a un ex policía algo tosco y con problemas de bebida, que tiene un pasado del cual busca redimirse desesperadamente. La búsqueda del sentido une a estos dos personajes en una caza quijotesca donde se repiten elementos de budddy movie que ya habíamos visto en Mal día para pescar. En sus tramas desfilan improbables antihéroes con una fuerte impronta dramática, contando también con trazos del western y la épica sin perder en ningún momento el sentido del humor. Sin que logre fluir con la misma fuerza que su ópera prima y permitirse caer en el cliché ocasionalmente (uno no puede dejar de advertir el artificio sensiblero de secuencias como, por ejemplo, cuando Wilson observa a su familia desde la calle, lluvia incluida), el timing, la calidad actoral -que tiene en el gran Héctor Noguera su punto más alto- y su capacidad para mezclar géneros y salir airoso la hacen una pieza agridulce hasta su plano final, que confirma la habilidad de Brechner en la dirección.
Pantano pretencioso A veces resulta difícil animarse a decir que una película es lenta. Se trata de un término que puede sonar o resultar “vulgar” para describir los tiempos y las secuencias a las cuales un determinado público no está acostumbrado y, por lo tanto, suele ser subestimado como argumento. Pues bien, en este caso se trata de una película lenta. No es necesario plantear o buscarle otro tipo de explicación, los “cortos” 82 minutos le quedan demasiado largos para lo que cuenta episódicamente, fragmentado por un -también lento- fundido a negro. La historia tiene en su centro a Elías, un muchacho treintañero que vive en el litoral (las referencias geográficas no son, en un acierto, demasiado claras) y ha matado a otro hombre, logrando escapar malherido. Cuando retorna a su lugar de origen decide reconstruir su vida pero, progresivamente, encontrará que es imposible escapar del pasado y estará nuevamente perdido en un punto de inflexión, entre la violencia, el alcohol y el desamor. De alguna forma, la bruma y la idea general del río acompañan esta idea, una metáfora visual que recorre toda la película. Sin embargo, esta búsqueda poética entre el espacio y el mundo interno del protagonista está lejos de resultar novedosa y sus tiempos no pueden asociarse a una búsqueda en todos los casos. Algunos segmentos resultan irrelevantes y por momentos el guión amenaza con sembrar males dirigidos hacia el protagonista, en una sumatoria que sólo los tiempos y las distensiones a las que nos somete el director pueden naturalizar en su conjunto. Por otro lado, algunos encuadres elogiables demuestran la capacidad del realizador para capturar en el paisaje el conflicto interno del protagonista, pero por largos minutos también nos encontramos con que estos mismos encuadres resultan redundantes una vez logra captarse el germen de la idea. Pero no todos son desaciertos: el clima tenue del film acompaña la idea general con una solidez que cierra conceptualmente el conflicto de Elías con la oscuridad de un cuento de Horacio Quiroga, una cuestión que se saborea mejor una vez se piensa la película en su conjunto más allá de sus irregularidades y las semejanzas que puede tener con, por ejemplo, el cine de Lisandro Alonso.
La intimidad de una voz En lo que implica una ruptura en su trayectoria volcada a la ficción, Juan Villegas decide concentrarse en esta nueva producción en el formato documental, rescatando una figura fundamental para entender el tango contemporáneo, Victoria Morán. Lo hace con una lucidez formal que enfatiza en ilustrar al personaje que tiene entre manos con una calidez que recorre cada secuencia del film, incluso las más irregulares. ¿De dónde proviene esa calidez?, de la forma en que Villegas ilustra la cotidianeidad de Victoria sin tornarse derivativo en su retrato. Para ir desmenuzando por qué planteamos los aciertos de este documental, remitámonos en primera instancia al apartado visual: Villegas refuerza con el primer plano pero no abusa de ello, preferentemente estableciendo el general para definir a Morán desde el entorno, el paisaje cotidiano que la define. Las personas que acompañan a Victoria alcanzan para conocerla, en particular los momentos junto a su marido y su padre, aunque también su tarea como docente y como asistente en un centro geriátrico. Al definirla desde los otros, el director no sólo consigue la calidez que mencionábamos, sino que ilustra a la artista en su integridad desde detalles mínimos. Esta decisión se ve con mayor precisión en el estudio de grabación: el sonido fuera de cuadro, los silencios y los encuadres de su figura individualizada se oponen al improvisado recital junto a su padre, que integra a todas las voces en el cuadro con colores cálidos. Sin embargo, este rescate de lo cotidiano no siempre es un acierto. Una charla telefónica sobre plomería que se sostiene en un plano fijo resulta innecesaria o sobra el tiempo que se le dedica, en particular cuando ya nos hemos adentrado en el personaje. Por lo contrario, la charla con el periodista otorga la información que nos ayuda a descubrir a la persona de Morán desde los datos esenciales que la describen, complementándose al clima cotidiano de las secuencias donde vemos la riqueza de la artista más allá de la sequedad informativa. En definitiva, Victoria es un documental certero, con una puesta en escena que nos remite a conocer a Victoria Morán -en caso de que no hayamos oído nunca de ella- desde una perspectiva personal y subjetiva. Y en caso de que ya la conozcamos, a disfrutar de su voz desde un lugar más íntimo que la define como artista.
Enlatados históricos Podría arrancar la reseña de esta película citando inmediatamente alguna cuestión referida a la culpa alemana y la banalidad del mal, conceptos sobre los cuales indagó no sólo Hannah Arendt, sino también otros pensadores como Karl Jaspers. Pero sería injusto porque la película que nos ocupa sencillamente no está a la altura y reflexionar sobre esos elementos contextuales no es, desafortunadamente, un elemento central de Laberinto de mentiras. Más bien, la intención es exponer desde un planteo esquemático que va desde un guión chato con personajes previsibles hasta lineamientos estéticos confusos (esos planos aplomo o el inexplicable zoom out), remarcando una idea que no se sale de la pereza con la que están concebidos los protagonistas que pueblan este drama histórico con pretensiones biográficas. No hay espacio para la reflexión o la problematización, se trata simplemente de una exposición didáctica de poco más de dos horas. Nos situamos en 1958, Alemania Federal, posguerra, el mundo cambiando, la Guerra Fría, bueno; el caso es que nuestro protagonista es un joven fiscal en ascenso ocupado de cuestiones de tránsito llamado Johann Radmann (interpretado por Alexander Fehling), brillante en su tarea pero interesado en lograr casos más “serios”. La oportunidad se comienza a gestar cuando el periodista Thomas Gnielka, encarnado por André Szymanski, se presenta en la fiscalía con acusaciones hacia un profesor que ejerce habiendo estado “destinado” en el campo de concentración de Auschwitz, añadiendo además que hay varios casos como ese. Negándose en primera instancia, Radmann se irá compenetrando con el tema y finalmente tendrá el visto bueno de Fritz Bauer (Gert Voss), el fiscal general, para asumir las investigaciones al respecto. Horrorizado tras indagar en numerosos testimonios, se obsesionará en particular con la figura de Joseph Mengele, quien en ese momento resulta prácticamente intocable por encontrarse fuera del país (es harto conocida la historia sobre en qué país se encontraba, el nombre les resultará familiar) y protegido por la burocracia estatal. Pero en el proceso se encontrará que figuras aparentemente inofensivas que continuaron su vida normalmente, son también criminales de guerra. El asunto lo terminará tocando de cerca, llevándolo a una crisis reflexiva que es trasladada a la pantalla de una forma bastante grosera y superficial pero, conociendo como se presentaba el tema hasta ese momento de la película, la cuestión era previsible. De hecho, toda la síntesis de la culpa alemana puede verse en una secuencia del heroico fiscal desquiciado, acusando borracho a todo el mundo de haber sido parte del nazismo, con la solemnidad dramática del acompañamiento musical. No hay espacio para la sutileza o la problematización de lo que ocurre en ningún segmento, lo que hace que resulte más denso o largo de lo que realmente es. De las actuaciones sólo podemos decir que el inverosímil en pantalla en algunas secuencias tiene mucho que ver con el inverosímil que ya de por sí proviene del guión: los actores hacen lo que pueden. Sí se puede rescatar una secuencia intensa en la que Simon Kirsch (Johannes Krisch) recuerda el momento en que “entregó” a sus dos hijas mellizas en Auschwitz. Poco más que agregar sobre este film mediocre que aporta poco al cine industrial que se viene realizando sobre el nazismo desde Alemania. Si bien no tiene una base documentada ni pretende ser biográfico, este año Ave Fénix, de Christian Petzold, ha resultado mucho más interesante y plantea lo mismo sin un esbozo tan básico y con búsquedas estéticas mucho más cautivantes.
Búsqueda agridulce Hay un momento clave para entender la economía narrativa que tiene este estreno nacional dirigido por Matías Lucchesi, Ciencias naturales (su ópera prima): luego de encontrarse con otra de sus frustraciones en la búsqueda de su padre, la niña interpretada por Paula Hertzog (Lila) permanece triste en el cordón de la calle. Escuchamos fuera de campo a la voz de la docente interpretada por Paola Barrientos, tratando de consolarla con palabras destinadas a no lograr su cometido. Es recién cuando esas palabras resuenan en Lila que el personaje de la docente aparece en el encuadre en su integridad -hasta ese momento sólo veíamos de ella hasta su cintura, remarcando aún más la distancia entre el cuerpo y las palabras-. La aparente sencillez de esta secuencia habla un poco de la película en su conjunto, uno casi se atrevería a decir que es una película pequeña, pero esto no la hace con su poco más de una hora un ejercicio de solvencia en el trabajo de guión y actuaciones, en particular por la dupla protagónica. El relato tiene un norte muy claro desde sus inicios: Lila, con sus doce años, se encuentra atravesando una etapa de rebeldía y desconcierto, dispuesta a evadir cualquier tipo de regla escolar. Tras uno de sus intentos de escape, Jimena, la docente de ciencias naturales interpretada por Barrientos, comprende la razón de su rebeldía: la niña desea conocer a su padre. Tras confrontar a su madre al respecto y obtener una respuesta un tanto agresiva, Jimena reconoce el panorama familiar y cuando Lila intenta escapar una vez más, utilizando un auto, la directora del colegio decide suspenderla, llevando a Jimena a no poder mantenerse al margen de la situación conociendo lo que motiva a Lila. Es aquí donde comienza a gestarse la road movie que atraviesa el relato, con apenas unos pocos datos Jimena decide partir con la niña en su búsqueda desesperada a través de la provincia de Córdoba, comprometiéndose y comprometiendo su trabajo, estableciendo un fuerte vínculo que tiene un crecimiento sutil, natural, a lo largo del film. La dinámica en las actuaciones de Hertzog y Barrientos es en parte aquello sobre lo cual reside el éxito en el peso dramático de la historia. Durante una secuencia la cámara de Lucchesi permanece fija en uno de esos travellings que suelen regalarnos frecuentemente las road movies, contemplando a la docente y la niña dentro del auto. Jimena acababa de tomar la decisión de dejarse llevar por la búsqueda de Lila, extendiendo su viaje y comprometiendo su trabajo, luego de una acalorada charla con la directora del establecimiento. En su rostro se dibuja el miedo y el desconcierto por la decisión que acaba de tomar, pero sin embargo la firmeza para sobrellevarla, mientras algunas líneas de diálogo dan rodeos para tratar de evadir el conflicto que la docente está interiorizando. Que todo esto se diga con la imagen forma parte del logro de como Lucchesi ha pensado su película, por momentos asomando algo de la sutileza de los Dardenne en la puesta en escena. Hay momentos un tanto más obvios con metáforas forzadas, como el diálogo en torno a las luciérnagas o la veleta que le entregan a Lila al final. Más allá de alguna desprolijidad -pienso por ejemplo en la secuencia del personaje del puma aproximándose corriendo para contarle a Jimena y a Lila que el padre de la niña podía ser el soldador, un tanto inverosímil por lo que se había mostrado hasta ese entonces de ese personaje-, se trata de un estreno que triunfa con las herramientas más viejas del cine y con una asombrosa solvencia.
Calvario Cuando algunos espectadores indicaban que el castigo de cierto personaje (trataré de evitar spoilers para quienes no estén al tanto) hacia el final de la quinta temporada de la archifamosa serie Game of Thrones resultaba inhumano y había sido llevado a la pantalla con el mayor sadismo posible, algo que se puede argüir desde algunas elecciones de dirección, lo cierto es que George R. Martin indicaba que se basó en elementos del catolicismo. ¿A qué viene todo esto, hablando de La religiosa, de Guillaume Nicloux? Si tomamos en cuenta el calvario que atraviesa Suzanne en esta película basada en un escrito de Denis Diderot (1713-1784), no nos costaría demasiado comprender de dónde proviene la inspiración de Martin. Drama denso, con un vigor narrativo que por momentos nos puede abrumar, en particular por el clima opresivo que atraviesa el film, La religiosa plantea una adaptación con un tono oscuro acorde a la crítica del texto que parece moderno a pesar de resultar del Siglo XVIII. Suzanne (Pauline Etienne) pertenece a un sector de la acomodada burguesía francesa y, con sus 16 años, aguarda para llevar una vida semejante a la de sus hermanas, que se encuentran casadas. Las profundas creencias cristianas de la familia y el sentimiento que parte de esta convicción, la hacen sin embargo padecer cuando encuentra que, a pesar de haber decidido ir a un convento, la vida religiosa no es para ella. Aún peor se ponen las cosas cuando su familia, por cuestiones económicas, decide que su mejor decisión es vivir en un convento porque de lo contrario no tendría ningún tipo de apoyo económico para casarse. Forzada por las tensiones con su familia, termina ingresando a regañadientes y forma parte de la vida de un convento de clausura. El sufrimiento y las humillaciones a las que se le expone tras la muerte de la madre superiora que comprendía el tormento de la joven, la pondrán en una situación de sufrimiento y encierro que la llevarán a buscar todo artilugio posible para renunciar a sus votos y la vida en el convento. Por supuesto, no le será nada fácil y, cuando cree haber encontrado una salida las cosas se ponen aún peor. El relato encierra incluso un elemento subversivo al denotar que la única salida está por fuera de la lógica interna del sistema: un escape facilitado por la eventualidad. Parece muy fácil pensarlo desde la actualidad, pero tengamos en cuenta que la crítica del relato se sitúa en el Siglo XVIII, cuando el drama socioeconómico y religioso que plantea era contemporáneo. Pauline Etienne sostiene con su cuerpo y gestos secuencias donde el calvario de la pobre Suzanne se torna intolerable, en particular la degradación a la que es sometida cuando Christine, quien reemplaza a la difunta madre superiora, se da cuenta de que planea renunciar a sus votos. La dirección de Nicloux, que tiene algunos cortes notables en su edición -particularmente interesante es la secuencia de una pesadilla de Suzanne, que recuerda un episodio de horror con la monja Bénedicté desde apenas un solo plano de un corredor- y una fotografía mucho más expresiva de lo que parece -fíjense cómo el blanco trabaja el rostro de Christine, a pesar de que conocemos la oscuridad del personaje en sus acciones-, logra conjugar un relato de tono opresivo que mantiene la intriga hasta el momento en que, a pesar de poseer la llave para salir del convento, vemos que Suzanne tiene dificultades para salirse (un momento cargado de simbolismo que habla de la economía dramática de Nicloux). Con La religiosa, Nicloux logra un film intenso que por momentos puede resultar denso, pero que en sus climas dramáticos y actuaciones entrega un relato cargado de energía e intrigas que nos invitan a conocer el destino del sufrido personaje.
Hindiana Jonez y el delirio africano El cinismo del título, del que muchos pueden entender que estoy endorsando el imperialismo yanqui a una producción nacional a la que estoy bastardeando, no es más que la representación de lo que pienso respecto a una película de aventuras bastante torpe que, en el intento de recargarse solemnemente con teorías atadas con alambres y especulaciones que se dan por certeras sin ningún atisbo de duda, terminan hundiendo más a un guión confuso, aburrido para sus casi 120 minutos y con algunas elecciones de dirección que sólo se pueden pensar como una isla de kitsch en el medio de un relato que en ningún momento pretende serlo -y sí, estoy aludiendo al climático y ridículo final-. ¿Rescatar algo?: la world music que atraviesa algunos segmentos, algunas panorámicas y unos pocos planos que demuestran que el director encuadra solventemente. El problema es que, con semejante guión, difícilmente se hubiera podido lograr algo mínimamente interesante. Juan Palomino interpreta a un audaz antropólogo (Hermes) interesado en las culturas africanas y sus orígenes, pero mientras lleva una vida cotidiana tranquila comienza a verse empujado por cuestiones personales e intelectuales a cruzar el charco y conocer el origen de esas teorías. Esta sería una linda sinopsis de lo que pretende contar la película, pero lo cierto es que esos renglones no hacen justicia con lo mal que desbarranca el film más allá de su premisa basada en una investigación del antropólogo Marcel Griaule (1898 – 1956) sobre el pueblo dogón. Lo primero que nos preguntaremos una vez termine la película será qué fue de la chica qom que queda aislada en el medio del relato (Ayelén, interpretada por Charo Bogarín), por qué el personaje de Hermes se queda encerrado en su estudio cuando puede llamar sin ningún problema -y lo hace, pero a su novia, quien lo recrimina absurdamente y corta- o por qué el personaje interpretado por Boy Olmi (Esteban, un egiptólogo) no hizo en su pasado lo que finalmente logra Hermes. La respuesta es simple: la película quiere contar -a la fuerza- un camino de descubrimiento interior de Hermes, llegando a Africa y logrando, al mismo tiempo, consumar aquello que ha investigado toda su vida. Este asunto lo sabremos desde los primeros minutos por la voz en off y las miradas “contemplativas” de Palomino, que parecen abandonar toda sutileza y remarcar este asunto constantemente. Una vez planteado este escenario, el guión de Pablo César se dirige a los altibajos personales del personaje como herramienta para que se decida a cruzar el Atlántico pero, y este es uno de los mayores problemas que tiene, los inconvenientes aparecen condensados y por momentos se torna absurdo que tanto el abandono de su novia como el fracaso en su obra ocurran casi al mismo tiempo. Pero lo más llamativo e irónico es que en una película que lleve la palabra “agua” en el título, prácticamente nada fluya. Los encuadres y las búsquedas en algunos planos pueden ser acertados, pero el montaje es tosco y desprolijo, en particular en los diálogos. Y hablando de los diálogos, que en ningún momento suenan naturales, nos encontraremos también con el problema de que más allá de lo que se dice, cómo se llega a esa conversación es un absurdo aún más grande (y pienso inmediatamente en la charla entre Hermes y Esteban en el departamento). Las líneas “educativas” entre los dos personajes de origen africano resultan tan forzadas como la búsqueda interior de Hermes: de repente, sin motivo, veremos cómo Oko (Onésimo de Carvalho) recibe lecciones de historia sobre el genocidio de la población negra en Argentina en diálogos que se pretenden naturales o accidentales. Y aquí empieza a jugar también otro elemento: el pintoresquismo que la película retrata es prácticamente una maqueta viviente en funcionamiento. Me explico, en el momento en que Hermes aparece en escena en los primeros cinco minutos de película en el pueblo Qom la película necesita realzar esto, por lo tanto incluye a un pequeño grupo que comienza a cantar en primer plano (y estoy hablando de sonido, no de imagen). En Africa ocurre lo mismo, también cuando se acerca Hermes, en un momento en que se encuentra al lado de una de las cabañas y de repente vemos cómo pasa un grupito en fila india cantando. Por si fuera poco el plano permanece fijo esperando a que la procesión desaparezca del encuadre, remarcando en rojo algo que resulta bastante obvio: que Hermes está en Africa con poblaciones originarias y NO como turista (esa mala palabra). Cómo llega con un croquis bastante básico al pueblo que finalmente le señala Esteban, drogado con alguna sustancia que le permite ver el “camino” hasta la nave espacial (o lo que sea) debe estar entre los momentos más bizarros de la cinematografía nacional. Por lo tanto, desconozco si fallido, bizarro, kitsch o simplemente malo, pero este film de Pablo César, que tiene además actuaciones poco convincentes en cualquiera de sus registros (Palomino a veces hace lo que puede y otras veces es superado por el material), está entre los peores estrenos nacionales del año.
Prendas manchadas La opera prima de Pablo Stigliani es una propuesta irregular, a menudo avasallada por el tema que está contando. Por momentos visualmente interesante, con planos largos que dan al film un tono de cine documental -algo que también se puede adivinar en su intención por los testimonios en paralelo de Mónica (Olivia Torres)-, el guión es sin embargo donde flaquea una narración que rescata algunas secuencias actoralmente lúcidas, que tienen en el Marcos de Arturo Goetz su punto más alto. Pero vamos al tema que atraviesa el relato: los talleres clandestinos y su explotación esclavista de la inmigración boliviana, cuestión que anduvo en boga hace menos de un mes por el desmantelamiento de talleres que actuaban bajo importantes firmas en la Ciudad de Buenos Aires. Parece oportunista que el estreno haya sido realizado en estas fechas, pero la vigencia del tema está demostrado en que la película fue filmada hace más de dos años, cuestionando una problemática que va mucho más allá de los primeros planos televisivos que se le da ocasionalmente: es un tema de larga data que se ha mantenido constante desde mediados de los noventa. Para aproximarse, la película narra desde la ficción lo que sucede en el taller clandestino de Marcos, un hombre gris y solitario que es el encargado de uno de estos espacios donde ejerce total autoridad. El arribo de una familia de inmigrantes bolivianos modifica el esquema del taller y sus vínculos, llevando a que se desate una crisis que tiene duras consecuencias. La película inicialmente se centra en la figura de Marcos: su soledad, el vínculo con su madre convaleciente a la que va a visitar asiduamente a un sanatorio y, finalmente, la forma en que rige en el taller. La figura de patrón esclavista tiene un peso específico muy grande y aquí está uno de los mayores problemas de la película: se intenta construir un relato que no sea maniqueo con el personaje interpretado por Goetz, pero lo cierto es que es imposible no ver a los segmentos de su vida como soltero solitario o el vínculo con su madre como segmentos dramáticos que intenten “humanizar” al personaje. Si bien no es de la grosería con que se maneja la cuestión en películas como Vidas cruzadas, de Paul Haggis (recordemos el policía “malo” de Matt Dillon, siendo explicado al final como un tipo al que se debe comprender porque, después de todo, tiene un padre enfermo al que cuida y acarrea muchas frustraciones), es artificioso y descontextualizado en el marco de la narración de la película. No así es el relato de Luis (Juan Carlos Anduviri) y su desesperación por sobrevivir en el terreno hostil del taller, donde el porvenir que buscaba se le hace añicos y tiene que lidiar en el pico dramático del film con la enfermedad de su hija, a la cual no puede buscar una asistencia adecuada. De todas las decisiones formales que toma Stigliani en su film, la mejor es sin lugar a dudas la de introducir planos largos y cerrados que recorran el taller de Marcos desde su perspectiva. Da un clima opresivo que se complementa perfectamente con la temática de Bolishopping y sus personajes, encerrados entre corredores y pasillos aislados del mundo. Sin embargo, uno extraña por momentos que la cámara repose más allá del taller -propiamente dicho-, para poder tomar dimensiones del espacio más allá de la perspectiva subjetiva de Marcos. Por supuesto, a esto se complementa la perspectiva de Luis, desde la cual vemos los humildes habitáculos donde vive con su familia. Más cuestionable es la decisión del travelling final, que tiene una cuota expresiva que se contradice con el tono realista y frío que recorre el resto de la película. En todo caso, Bolishopping es un relato crudo que consigue no sólo hacernos tomar conciencia, sino contar una historia entretenida que, a pesar de sus grietas, se sostiene en grandes actuaciones.
Amor a golpes Arranquemos por explicar un poco las razones de este estreno en nuestro país, sin profundizar demasiado en conceptos que quizá merecen otro tipo de artículo para entender el animé y cómo se distribuye en occidente. Naruto es un manga de Masashi Kishimoto posteriormente adaptado como animé, que pertenece a uno de los subgéneros (1) más redituables de la animación japonesa y que cuenta con más seguidores alrededor del mundo, el shonen, ya sea por sus atractivas coreografías, personajes vistosos que a menudo enfrentan sus propios demonios, enemigos mesiánicos que fuerzan batallas extraordinarias o un esquema que traza la ruta del héroe con una atractiva sencillez. La cuestión es que este “subgénero” focalizado a adolescentes masculinos contó también con otros éxitos que poblaron nuestras pantallas como Dragon Ball o Los caballeros del zodíaco. El caso de Naruto en los últimos años es que ha hecho su espacio en las pantallas locales convirtiéndose en un éxito que pisa tan fuerte como en otras partes del mundo, esencialmente gracias a su estrecho vínculo con la mitología china en la que está basada y el ninjutsu, arte marcial practicada por los ninjas. Yendo a esta película en particular, que aún sin haber visto un solo capítulo del animé puede verse (aunque se perderán muchos detalles) sin problemas, nos encontramos con varios elementos atípicos desde lo narrativo. En primera instancia, es audaz -por las particularidades del shonen- que haya una historia romántica que atraviesa el relato de la película de forma constante, tomando una relevancia que sublima el enfrentamiento con el antagonista de turno; en segunda veremos personajes que no llegan a definirse y que apenas logran cumplir un cometido dentro de la trama, siendo confusa su aparición, en particular si no se tiene ningún tipo de contexto como espectador. Por otro lado, si se tiene un contexto, en lugar de confusa resulta forzada, buscando más bien satisfacer a los fans que definir alguna cuestión dentro del relato. Esta mixtura lleva a una narración que por momentos resulta tosca, valiéndose de flashbacks que expliquen el accionar de los personajes, o retomando (algo que es muy común en el animé) fragmentos para subrayar la importancia dramática de una determinada secuencia. Sin embargo, la forma en que es resuelto, por momentos se traduce en un montaje poco fluido que afecta secuencias como la de los personajes atravesando un canal entre la Tierra y la Luna. Uno de los puntos más elevados siempre suele encontrarse en el vértigo y el dramatismo de las batallas, donde los personajes suelen ser llevados al extremo de sus capacidades para sobreponerse a un determinado enemigo, que en este caso es Tonomi. El problema de este enemigo que tiene un plan para destruir la Tierra, es que resulta bastante desdibujado como personaje. Su presencia no llega a tener peso ni a significar la amenaza que sí se traduce en las acciones: es uno de los antagonistas menos carismáticos que vi en un animé. Esto lleva a que gane más fuerza e intensidad la subtrama romántica que va en paralelo y que, con todos sus clichés y lugares comunes a cuestas, logra conducirse hacia una conclusión satisfactoria. Pero las malas elecciones de Tsuneo Kobayashi logran sin embargo no ser decisivas para arruinar completamente el film: las secuencias de batallas siguen siendo trepidantes y el diseño de personajes de Kishimoto permanece intacto, lo cual garantiza que veremos algo entretenido a pesar de que su extensión de casi dos horas puede atentar contra ello. En todo caso, Naruto ofrece algunos momentos memorables pero tanto al espectador al que le resulte ignoto como a aquel que conozca el material, le resultarán demasiado visibles las irregularidades narrativas que naufragan por largos minutos.
Indagación de una masacre Un nuevo repaso a la historia argentina de la década de 1970 es lo que propone el documental Margarita no es una flor, de Cecilia Fiel, que a partir del juicio contra ocho militares que actuaron en los años de la represión, indaga en la desaparición de Ema Cabral, militante montonera fusilada en la masacre de Margarita Belén (provincia de Chaco) el 13 de diciembre de 1976. Más allá de procedimientos formales cuestionables, uno no puede negar el exhaustivo trabajo de investigación que subyace detrás de este trabajo. Tomando como referencia a la Masacre de Margarita Belén, el documental se torna derivativo en algunas búsquedas expresivas (en particular el montaje paralelo y la apelación a un correlato subjetivo de la realizadora) pero gana por la fuerza de los testimonios y las elecciones formales acertadas, en particular el dominio del encuadre y la atención a detalles visuales que ilustran desde la reconstrucción de testimonios los últimos minutos de los 22 militantes de distintas agrupaciones peronistas que fueron fusilados por fuerzas del ejército chaqueño. Lo que sucedió con Ema Cabral es el núcleo de este documental que encuentra en su estructura y los catárticos juicios donde finalmente se hizo justicia, algunas de las secuencias más valiosas.