Ciudadano Hoover Extraordinaria biografía del despiadado director del F.B.I. con una gran actuación de DiCaprio. Saber los secretos de los otros no es lo único que mantuvo a J. Edgar Hoover en la cima del poder político de los Estados Unidos durante casi medio siglo. Es cierto que el hecho de que el director del F.B.I., un hombre gris, obsesivo y paranoico, podía revelar las cuestiones más íntimas de los presidentes, debió ser atemorizante para todos ellos, de Roosevelt a Nixon, pasando por los Kennedy. Pero, también, Hoover logró lo que logró “desapareciendo” como persona física y convirtiéndose en una figura pública que tenía bastante poco que ver con la realidad. Como en La conquista del honor , Clint Eastwood confronta otra vez la imagen pública con la privada. En este caso, la de un hombre que supo, quiso y pudo manejar los medios a su favor, con una realidad mucho más oscura, casi cercana a la de un Norman Bates, el personaje hecho famoso por Hitchcock en Psicosis y que tenía una relación por lo menos enfermiza con su madre. Hoover era el hombre que espiaba y se ocultaba, alguien cuya vida personal era desconocida y sobre la que el guión de Dustin Lance Black se centra, pero eligiendo una respetuosa distancia, como no queriendo hacer con Hoover lo que él hacía con quienes espiaba. Ese es uno de los ejes principales de J. Edgar : contar la vida de Hoover a partir de la relación con su madre (una aterradora Judi Dench), de su dificultad para conectarse con las mujeres (Naomi Watts encarna a una potencial novia que se vuelve secretaria) y de su íntima amistad con Clyde Tolson (Armie Hamer), su segundo en el F.B.I. de toda la vida, con el que tuvo una relación más que personal, que Eastwood decide explorar hasta donde le parece adecuado y correcto. Lo demás quedará en cada espectador, no es la intención de Clint sacar del closet a alguien que no quiso nunca salir de ahí. Si bien ése es el eje personal de este filme severo y oscuro, a Eastwood le interesa plantear otros dos, tan o más relevantes: la idea de la vigilancia, el miedo y la sospecha, que ha reemplazado, en la mente de muchos, a la “libertad” como matriz fundacional de los Estados Unidos, y que es tema que atraviesa la película desde los años ’20 (cuando Hoover descubre su “vocación” por encontrar comunistas donde sea) hasta su muerte. Si J. Edgar va y viene de los inicios de la carrera de Hoover al momento en que relata su biografía (en los años ’60), la lectura de la película la lleva a ser pensada desde el post 11 de septiembre de 2001. Esto es: se sigue sin aprender nada de la Historia. Por otro lado, Eastwood juega con la idea del choque entre la realidad y la leyenda (tema clásico del cine histórico de Hollywood), mostrando a Hoover como alguien obsesionado por controlar su imagen, mintiendo acerca de su heroísmo y tratando de crear un personaje (el G-Man de las películas de Warner de los ’30, que Eastwood tanto admira y aquí cita) hasta en su propio dictado autobiográfico, en el que se atribuye arrestos y capturas que jamás hizo. Sobre esos tres ejes, y mediante un recorrido histórico que tal vez sea algo complejo de entender fuera de los Estados Unidos (va de atentados políticos de 1919 hasta el espionaje a Martin Luther King, de la mujer de Roosevelt a los affaires de J.F.K., pasando por mafiosos de los ’30 y el secuestro del bebé de Charles Lindbergh), Eastwood arma un relato seco y riguroso, alejado de todo sensacionalismo, por el que hasta fue acusado de “humanizar” demasiado la figura de Hoover. Es que en la piel de Leonardo DiCaprio –de excelente trabajo, pese a que su maquillaje al envejecer, como el de los otros actores, complica la credibilidad del asunto-, Hoover puede ser patético, cruel y perverso, pero también (a la manera de El Ciudadano , un filme que también es referencia en varios sentidos, narrativos, temáticos y visuales) una persona incapaz de darse cuenta de sus errores. El guión puede “psicoanalizarlo” un poco, pero Eastwood no lo justifica y, como es su costumbre, se mantiene alejado de todo subrayado innecesario. En la que es su mejor película desde Gran Torino ( Invictus era algo naive, Más allá de la vida ligeramente new age), Eastwood vuelve a su clásica oscuridad fotográfica (¿recuerdan Bird ?), a la descripción de personajes indescifrables e individualistas, a la distancia justa. Si Hoover representa algunas de las peores tradiciones y herencias estadounidenses, Eastwood –mediante sus grandes películas- simboliza las opuestas: respetar al otro, vivir y dejar vivir.
Entre la espada y la pared Sam Worthington encarna a un ex policía que amenaza tirarse desde un edificio en este thriller de Asger Leth. Un hombre entra a un hotel en el centro neoyorquino y se dirige a su cuarto en uno de los pisos más altos. Entra, pide algo para comer, abre la ventana y se para en la cornisa, dando la impresión de que en cualquier momento se lanzará al vacío. La gente en la calle lo ve y a los pocos minutos la ciudad –policía, medios, curiosos, etcétera- estará revolucionada. ¿Qué llevó al hombre a esa situación? Y, más que eso, ¿de verdad está pensando en tirarse? Al borde del abismo , thriller del danés Asger Leth (hijo de Jorgen Leth), se centra en Nick Cassidy (Sam Worthington), un policía que fue a la cárcel por robarse un diamante de 40 millones de dólares. En un flashback que seguirá a su salida a la cornisa veremos cómo logró escaparse de prisión tras salir con permiso para el entierro de su padre y zafar de la policía allí, en el cementerio. Y sabremos que la intención de su intento de suicidio será probar su inocencia en el caso. Pero, ¿cómo piensa hacerlo? El plan es más complejo y mientras Nick llama la atención reuniendo a policías y consiguiendo una negociadora (Elizabeth Banks) a la que cree poder manipular, otras cosas están pasando en un operativo tan complicado como bastante inverosímil que involucra a familiares, robos de joyas, corrupción policial y varios etcéteras. Al borde... no se sostiene desde su lógica, sino desde la tensión y el nervio –y un tono exaltado de película Clase B- que durante buena parte del relato Leth logra dotar a la situación, tratando de aprovechar al máximo el mínimo espacio que Nick tiene para moverse, pero siempre moviéndose entre el resto de los personajes de una trama en la que participan actores como Jamie Bell, Ed Harris y Ed Burns. Las limitaciones que la situación presenta (Nick no puede moverse más de unos metros de izquierda a derecha) hacen recordar a aquella película que el padre de Leth hizo con Lars von Trier, Las cinco obstrucciones , en la que el cineasta se ve forzado, como también sucede en el caso del Dogma, a trabajar con severos y autoimpuestos límites. Y tal vez fue eso lo que atrajo a Leth de la trama, ya que lo demás parece correr por los carriles previsibles. No todo es lo que parece y nos esperan varias sorpresas. Pero a esta altura, sorpresivo sería que una película así no tenga infinitas vueltas de tuerca...
La leyenda de la indomable En la adaptación del primer libro de “Milennium”, el eje está en los personajes. El fenómeno que produjo la saga de tres libros Milennium -empezando por Los hombres que no amaban a las mujeres - se entiende a partir de esa creación llamada Lisbeth Salander (aquí encarnada por Rooney Mara). Digamos que la investigación de la extraña desaparición de una mujer en una familia empresaria sueca, si bien es intrigante, no es suficiente para transformar un libro en un éxito multimillonario. Y David Fincher entendió a la perfección que el “caso” es similar a algún episodio de una serie de TV en el que hay un asunto policial que resolver, pero lo importante son los personajes que lo animan semana a semana. En este caso, Salander y Mikael Blomkvist. Es que ella es bastante particular. Además de su look punk, esta chica silenciosa, entre agresiva y tímida, obsesiva y con impredecibles irrupciones de violencia, es capaz de hacer magia con los dedos en una computadora y resulta una investigadora a la que no conviene tener en contra. Blomkvist, el periodista al que Salander investiga cuando lo condenan por acusar sin pruebas a un corrupto empresario, acepta el llamado de otro empresario (Vanger, rival del anterior, encarnado por Christopher Plummer), que le hace una oferta que no puede rechazar: si Blomkvist escribe la historia de su familia y descifra la desaparición de su sobrina en los años ‘60 -que lo sigue acechando hasta hoy- él le entregará datos que podrán incriminar a su archirrival. Blomkvist y Salander se unirán para trabajar en el caso. Y esa unión tendrá implicancias que no imaginan. Pero más allá del misterio Vanger, lo que moviliza y atrapa de la historia, filmada por Fincher de una manera mucho más ágil, dinámica y oscura que en la rutinaria película sueca que se hizo antes, es entrometerse en las vidas de Lisbeth y Mikael. Ella es una chica a la que su tutor legal (lo tiene por ser “mentalmente inestable”) acosa y abusa sexualmente y que tiene relaciones con personas de ambos sexos sin parecer importarle demasiado su vida personal. Blomkvist (Daniel Craig) tiene un affaire con su socia en la revista Milennium (Robin Wright Penn), quien sigue casada pese a que la relación que los une ya lleva años. Los dos llegan a esa helada isla más que a resolver un misterio a tratar de encontrar respuestas sobre sí mismos, o alguna salida de los entuertos en los que están metidos. Esa unión de dos seres que son fuertes en lo profesional y aparentemente frágiles en lo personal es el corazón de la historia, algo que Fincher entendió a la perfección. El caso requiere una atención excesiva (las familias suecas son muy numerosas, como lo saben si vieron filmes de Bergman), pero es lo que motoriza la acción. Tratar de atrapar, como dice Blomkvist, a “un asesino de mujeres”, es un asunto que a él atrae desde lo moral y a ella, desde las entrañas. La chica del dragón tatuado es un relato intenso, una trama intrigante y con personajes complejos, de lo mejorcito que se puede esperar en este tipo de adaptaciones de best-sellers. Es cierto, también, que uno espera que Fincher tome desafíos mayores (después de Red social ya está consagrado como uno de los directores más importantes de Hollywood en actividad) que una remake o una adaptación de un libro exitoso. Tal vez sea parte de la mecánica hollywoodense (“si me financian Red social les hago La chica del dragón tatuado ”, podría haber sido la negociación), o realmente una historia que lo apasionó (ya ha hecho varios thrillers con toques similares, de Pecados capitales a Zodíaco ), pero lo cierto es que Fincher deja en claro que entendió el material y logró sacarle el máximo jugo posible, incluyendo unos cambios y vueltas de tuerca interesantes sobre el final. Ahora hay que esperar que los que dirijan las próximas no arruinen una potencialmente sólida trilogía.
El lado oscuro de los candidatos Un joven político pierde su inocencia en una campaña electoral. Secretos de Estado se maneja entre el drama político y el thriller policial. La historia de Stephen Meyers (Gosling), un joven idealista que trabaja en la campaña presidencial de un gobernador del Partido Demócrata, le sirve a Clooney (que dirige e interpreta al candidato, Mike Morris) para ofrecer una mirada agria y bastante desconsoladora de la política estadounidense. Sin embargo, ciertos elementos algo forzados de carácter “policial” le hacen perder algo de fuerza y contundencia al relato. Meyers –interpretado por Gosling, el actor/sex symbol del momento- es inteligente, talentoso y, como Morris, quiere hacer las cosas bien. En plena campaña por la primaria clave de Ohio –que viene muy pareja con su principal oponente-, se niegan a cambiar o negociar ciertos puntos de la plataforma que podrían traerles más votantes y, especialmente, el apoyo de un senador que podría asegurarle la candidatura. ¿Pero se puede pelear para ganar sin meter “las manos en el barro”? Allí es donde empiezan las complicaciones. Meyers se reúne con el jefe de campaña de su rival (Paul Giamatti), que quiere convencerlo de pasarse a su bando. Pero Meyers se niega y le avisa lo que sucedió al jefe de su campaña (Philip Seymour Hoffman), lo que origina una serie de disputas sobre “lealtad” que pondrán su carrera en peligro. Pero ese eje narrativo se ve opacado por otro, menos interesante y más típico de un thriller convencional. Meyers tiene un affaire con una joven voluntaria de la campaña de Morris (Evan Rachel Wood), que es hija de un importante miembro del Partido Demócrata. Ese “affaire” se complicará cuando Meyers descubra que la chica también guarda algunos secretos que pueden enredar aún más toda la situación. Ese par de “disparadores” serán los que precipiten el drama y la pérdida de la inocencia de Meyers, que tendrá que ver cómo hace para sobrevivir entre veteranos políticos que parecen saber jugar mejor que él este cínico juego de ajedrez que se esconde bajo la fachada de los discursos plagados de buenas intenciones. Lo que logra Clooney –en un tono mucho más desesperanzado de lo que uno imagina considerando su imagen pública- es ser impiadoso y frontal respecto al mundo de la política (el filme se basa en la obra teatral Farragut North , de Beau Willimon) y consigue una serie de actuaciones más que sólidas de su gran elenco. Lo que no puede impedir es que la mecánica de un thriller más standard, uno que podría suceder en cualquier otra circunstancia y que acumula giros de guión “sorpresivos”, le haga perder fuerza dramática en la segunda mitad del filme. Lo que Secretos de Estado gana en tensión cuando la situación se torne de vida o muerte, lo perderá en credibilidad. O, quién sabe, tal vez las cosas en el mundo de la política sean así de terribles como Clooney las pinta...
Los ojos cerrados Amable comedia noruega sobre un hombre que se jubila. Odd Horten ha vivido haciendo lo que tenía que hacer, con un orden y una prolijidad rigurosas. Conductor de un tren que hace el recorrido, bellísimo, que va de Oslo a Bergen, al solitario y silencioso Horten le ha llegado la hora de retirarse después de 40 años de trabajo para la empresa. Como todos los días, toma su pipa, se pone el uniforme y hace su viaje de ida y vuelta. Pero esa noche sus compañeros de trabajo le hacen una despedida en la que, tras regalarle una estatuilla de un tren y entretenerse adivinando el sonido de locomotoras, le insisten a Horten de seguir de fiesta. Y es allí que su vida controlada se empieza a desmoronar. Como esa figura literaria clásica del hombre solitario a quien un hecho fortuito le cambia la vida, el no volver a su casa esa noche desata una cadena de situaciones curiosas. Es que sin poder entrar a la fiesta, Odd se mete en una casa ajena de la que no puede salir, no llega a tiempo a su último viaje, termina en un aeropuerto siendo buscado por la policía y hasta conoce un hombre en la calle que no tiene mejor idea que manejar su auto con los ojos cerrados. En un estilo que recuerda al finlandés Aki Kaurismaki, al sueco Roy Andersson (no casualmente todos nórdicos) y a otros especialistas en el humor seco (de Buster Keaton a Jacques Tati), pero con un toque más convencional -en especial en el uso de la música para subrayar los distintos momentos-, Hamer ( Kitchen Stories, Factotum ) pone en primer plano lo que pasa cuando los miembros de una cultura organizada y no muy abierta a las sorpresas (en Noruega es normal coordinar una cena con amigos con tres meses de anticipación...), ni a los intercambios demasiado íntimos, se salen de “la rueda” y descubren que en ese sistema de vidas paralelas hay muchos cruces y universos posibles. Ese hombre que Horten conoce y que maneja con los ojos cerrados puede ser el ejemplo más claro de lo que habla este filme amable, ligero y curioso. Es probable que logres andar a ciegas sin chocarte con nadie. Lo que no te vas a dar cuenta es que lo podés hacer porque los demás te esquivan.
Historia de muñecos Con guiños al pasado y encantadores números musicales, las clásicas criaturas regresan con gloria. No era una tarea sencilla hacer regresar a los Muppets. Por varias razones. Muñecos de una era predigital, caseros en su factura, hay algo que los aleja y mucho del modelo de entretenimiento infantil actual. Y hasta sus comportamientos están bastante distanciados del tono irónico que prima hoy en el rubro. Es que Los Muppets son criaturas sencillas, de corazón abierto, un humor algo retro y, si se quiere, demodé. Pero la tarea se pudo cumplir gracias a dos factores que funcionaron a la vez. Por un lado, Jason Segel, comediante de la escuela Judd Apatow ( Ligeramente embarazada ), se cargó con el proyecto –escribió el guión y protagoniza el filme- y, por otro, tuvo la colaboración de James Bobin y Bret McKenzie, director y músico, parte del grupo que hizo de Flight of the Conchords una de las comedias de culto más entretenidas de la TV y que posee un espíritu similar. Lo que lograron es un filme clásico, respetando la lógica de los personajes, pero adaptado a un mundo que no entiende ni qué son ni a quién le importan los Muppets. Gary (Segel) y su hermano Walter se obsesionan con los Muppets al punto de que cuando Gary viaja a Los Angeles con su novia Mary (Amy Adams), Walter decide acompañarlos para visitar a esas adoradas criaturas que, sospechosamente, se parecen tanto a él. Al llegar encuentran que el teatro de los Muppets está casi en ruinas, que un empresario petrolero (Chris Cooper) quiere comprarlo para perforar esa zona, y que los muñecos están alejados entre sí, muchos de ellos peleados. La trama contará el intento de Walter y Gary de reunir a los Muppets (de la rana René/Kermit a Miss Piggy, pasando por Animal, el oso Fozzie/Figaredo y todos los demás) para montar un show y recaudar dinero y así salvar al teatro. Pero la trama es casi secundaria. La simpatía del filme está puesta en su espíritu lúdico, jovial y en la manera en la que su formato de casi irónico musical (hacen canciones y luego miran a la cámara admitiendo lo agotador del asunto, o viajan rápidamente de lugar a lugar “vía mapa” y en la pantalla se ve… un mapa y una línea que los lleva de un lugar a otro) no hace perder de vista del todo que es un musical, con canciones pegadizas. Y hasta tiene un momento autorreflexivo (durante la canción Man or Muppet ) que hace recordar a los conflictos de los personajes de Toy Story y que logra emocionar. Con sus típicas apariciones breves de famosos (Mickey Rooney, Selena Gomez, Dave Grohl y una no tan breve de Jack Black), la película pierde un poco de fuerza al no lograr que el nuevo personaje esté a la altura de los clásicos. Pero las animaladas de Animal, la simpatía de Fozzie y las peleas “románticas” de Kermit y Piggy, además de los chistes que incluyen un grupo de falsos Muppets (en los que se destaca una falsa Piggy, Poogy) sostienen la felicidad que provoca el reencuentro entre estos viejos amigos. Y de estos amigos con los que están en la sala, y con los que, si la magia se produce, serán amigos a partir de ahora.
La candidata de la gente Drama racial en el sur estadounidense. Una de las potenciales -y sorpresivas- contendientes al Oscar a la mejor película, Historias cruzadas es uno de esos filmes que buscan el impacto emotivo directo y que, en un estilo narrativo tradicional y sin vueltas -y pese a sus evidentes fallas y problemas- en varios momentos lo consigue. Es una película cuya intención es satisfacer al público y estrujar sus emociones, a veces con recursos nobles y otras no tanto, pero sin duda que es efectiva. Los 170 millones de dólares que lleva recaudados en los Estados Unidos lo prueban. El filme transcurre en Mississippi, a principios de las ’60, en plena segregación y racismo indisimulados. La historia de derechos civiles que cuenta el director Tate Taylor hace eje en la vida de un grupo de mucamas que son bastante maltratadas por sus patronas blancas, aun cuando han vivido con esas familias todas sus vidas y criaron a sus hijos. Son esos mismos hijos, ahora adultos, los que parecen haberse olvidado de que fueron amamantados por estas mujeres y ahora las martirizan. A la ciudad vuelve Skeeter (Emma Stone), una chica diferente a las demás, que se fue a Nueva York y quiere ser escritora. Al regresar y ser testigo de un par de humillantes situaciones con algunas mucamas (las principales las encarnan Viola Davis y Octavia Spencer, la primera notable, la segunda aporta más desde lo cómico), Skeeter decide escribir un libro con las vidas de mucamas que han vivido sirviendo a patrones blancos. Hacerlo no es sencillo: todos deben ocultar su identidad y esos encuentros pueden ser peligrosos. Así, entre anécdotas de las mujeres con distintas patronas (la insoportable dama de sociedad que encarna Bryce Dallas Howard, la amable y marginal que interpreta Jessica Chastain, entre otras), situaciones humillantes y revanchas supuestamente graciosas, el libro se va escribiendo y el sur empieza a enfrentarse a los cambios de la época, con la muerte de Kennedy, las manifestaciones por los derechos civiles y los problemas que implica cambiar una cultura en la que ese casual racismo –usar el baño de afuera, cubiertos separados, etc.- está tan arraigado que se lo da por sentado. El filme pasa de historia a historia, episódicamente, y le sobran minutos, subtramas y sentimentalismos varios. Pero también logra emocionar sin pretensiones y, gracias al trabajo de Davis, darle una carnadura algo más realista y menos “best-seller”. Un poco como Un sueño posible –aquella película que le dio el Oscar a Sandra Bullock-, a la hora de los premios, Historias cruzadas es algo así como “la candidata de la gente”.
¿Dónde está el misterio? Guy Ritchie reitera sus trucos en la secuela. El que tuvo la idea de convocar a Guy Ritchie para hacerse cargo de las nuevas películas de Sherlock Holmes podrá congratularse por haber conseguido armar una exitosa franquicia con un personaje que parecía juntar polvo en librerías de viejo. Eso sí, que no espere demasiado cariño: sus películas podrán funcionar comercialmente y son irreprochables en lo técnico, pero tienen tanto que ver con el personaje creado por Arthur Conan Doyle como, bueno, como cualquier cosa filmada por este cineasta para el que, parece, todo lo humano le es ajeno. Sherlock Holmes: juego de sombras es la segunda de estas aventuras y no cambia demasiado el formato de la primera. En la piel del hiperactivo Robert Downey (tanto por la cantidad de películas que hace como por el estado en el que se lo ve en ésta), Holmes es un mago del disfraz y un hombre que aplica su inteligencia, más que nada, en saber si las piñas y cuchillos van a venir por la derecha o por la izquierda. En lo que es la “toma registrada” de la saga, una y otra y otra vez Holmes predice todo lo que van a hacerle en una pelea, y la mayor de las veces sobrevive. Golpeado, pero vivo. Con un Watson cada vez más desdibujado (Jude Law lo encarna como “el tipo que tiene que bancarse a Holmes/Downey”), nuestro héroe enfrenta a su archirrival, el profesor Moriarty (Jared Harris), en una serie de encuentros, persecuciones, peleas con sus esbirros, viajes por Francia, Alemania y Suiza, mientras su enemigo intenta hacernos creer que los asesinatos y explosiones que se suceden predicen una guerra mundial, cuando en realidad es él que la está “creando” para obtener beneficios económicos. Más allá de la reiteración de la cámara lenta y el plano detalle, hay algunas escenas de acción que funcionan, como la del tren y alguna otra que tiene lugar cerca del final del filme, pero lo que no hay es algo que motive y movilice al espectador a seguir esa trama. Downey encarna a un personaje cuyo ingenio parece derivarse del copioso consumo de estupefacientes y Law es el pobre hombre que se lo banca. Y hasta los insistentes intentos de la película en “hacernos pensar” que hay una suerte de historia de amor no admitida entre ambos resultan finalmente agotadores. La pretendida modernidad del estilo Ritchie chocando contra el Londres de fines del siglo XIX puede resultar una curiosidad por un rato, pero finalmente cansa, salvo la bienvenida aparición de Stephen Fry como el hermano de Holmes, en un personaje que parece respirar la mejor tradición del humor británico más irónico. Igual de agotadores terminan siendo los intentos de Downey en terminar cada escena con un remate “gracioso” o “sorprendernos” con una solución inesperada. Pura técnica, algo de ingenio, cero alma. En síntesis: una franquicia con todo para triunfar.
Pura adrenalina La cuarta parte de la saga tiene a Tom Cruise superando obstáculos. Misión: Imposible parece ubicarse en un lugar intermedio entre las dos sagas de agentes especiales que marcaron al género en las últimas épocas, las de James Bond y Jason Bourne. Girando por el mundo como fichas de T.E.G., los espías de estas sagas se caracterizan por su capacidad para sortear todo tipo de riesgos en los sitios visualmente más recomendados por las agencias de viajes. Pero allí donde Bond es fantasía pura y Bourne intenta que el espectador considere plausible lo que le sucede, Tom Cruise y sus muchachos se mueven en esa zona extraña donde lo imposible podría volverse real. De alguna manera, eso refleja lo que es Cruise como estrella de cine y figura de acción. Con su ritmo frenético (da la impresión de que ninguno de sus músculos sabe lo que es descansar) y su sonrisa magnética/maníaca, con su obsesiva compulsión por hacer él mismo las escenas de riesgo, pretende que el espectador se crea todo lo que él atraviesa. Y lo logra. Después de Brian de Palma, John Woo y J.J. Abrams (cada uno con un estilo diferente), Cruise se arriesgó con Brad Bird un director que demostró su talento para la acción, pero en animación, con Los Increíbles . Y aquí trae esa energía juguetona, absurda, a una trama que supera todos los niveles lógicos, pero en la que Cruise y su equipo logran meternos de lleno. Tom es capaz de hacer rebotar piedras contra la pared como si fueran pelotas de tenis, saltar por un edificio de 150 pisos, lanzarse en un auto boca abajo y zafar de una explosión que destruye buena parte del Kremlin. Y Bird y los guionistas le van poniendo trampas en el camino para que las resuelva, como si fuera la encarnación humana del concepto de energía pura: nada lo detiene, nunca. Aquí su equipo es abandonado a su suerte cuando esa explosión en el Kremlin los hace quedar como agresores de los ahora amigos rusos. Pero ellos saben que el culpable es otro, un tal Cobalt, que quiere hacerse de ojivas nucleares para, bueno, ya saben, desparramar el mal por el mundo con alguna filosofía bizarra propia de algún bloguero delirante. Pero no importa, la amenaza nuclear crece y Ethan Hunt (Cruise), Jane Carter (la gabysabatiniana Paula Patton), el nerd Benji (Simon Pegg, empezando a repetirse con el mismo chiste) y el recién llegado y misterioso Brandt (el muy requerido Jeremy Renner, que será el protagonista de la cuarta Bourne) van de Rusia a Dubai, de Dubai a India, y así, mientras superan trampas imposibles con gadgets cada vez más rebuscados y originales (prestar atención al cinéfilo “espejo” del Kremlin o a unos muy especiales lentes de contacto). La trama será casi imposible de seguir con coherencia, pero Bird ofrece generosas secuencias de acción e ingeniosos montajes paralelos que van manteniendo la atención y sorprendiendo (como la persecución en medio de una tormenta de arena) hasta convertirse en la verdadera razón de existir de la película. Protocolo fantasma está hecha a la medida de Cruise, acaso el actor más cinematográfico de todos los tiempos, uno que entiende que el cine es movimiento puro y hace que su cuerpo sea narrativa, su expresión trama y su sonrisa, felicidad.
Cantar para vivir El musical del francés Christophe Honoré es una delicia para los fans del género. Una comedia, una tragedia, un drama, un musical. Todo eso es -a veces al mismo tiempo- Las canciones de amor , la película que Christophe Honoré estrenó en 2007 y que llega aquí cuatro años y medio después. El riesgo “tonal” es bastante severo, ya que no sólo el espectador debe aceptar la convención -cada vez más resistida- de que los personajes se canten sus sentimientos los unos a los otros, sino que lo que pasa en la película hace, por momentos, que la aparición de canciones sea por lo menos extraño. Pero Honoré resuelve el asunto con talento e inteligencia. Y, también, con extraordinarias canciones de Alex Beaupain que funcionan como una suerte de “opereta”, variaciones sobre un par de melodías que se adaptan (letrística y melódicamente) a las diferentes situaciones que se van viviendo. Para el fan del musical -y de la versión francesa del musical, más específicamente-, Las canciones... será un placer de principio a fin. El filme cuenta la historia de amor entre Ismael (Louis Garrel) y Julie (Ludivine Sagnier), quienes deciden sumar a su pareja a Alice (Clothilde Hesme) hasta formar un “menage-a-trois” que parece funcionar bastante bien hasta que aparecen los celos. Mientras la situación se le comenta a la familia de Julie como si tal cosa, las canciones van dando muestra de ese cruce entre el entusiasmo y las dudas que se genera allí. Pero a la media hora de película (dividida en tres episodios) sucede algo trágico que no conviene revelar. Lo cierto es que el triángulo se rompe e Ismael debe lidiar con su tristeza y con las relaciones que se van formando con el paso del tiempo. Relaciones que no son las que ni él, ni el espectador, imaginan. El amor, el dolor, la pasión, el paso del enamoramiento a la decepción, la capacidad de volver a empezar después de una muerte, la necesidad del otro -como apoyo, como una nueva posibilidad de amar- están en el centro del filme de Honoré. Y son las canciones (once en total) las que no sólo van comentando los temas del filme, sino las que le dan ese tono naturalista, casi cotidiano que tiene. Cerca en espíritu, pero lejos de la grandilocuencia dramática de la música de Michel Legrand para Los paraguas de Cheburgo , de Jacques Demy -evidente influencia, lo mismo que el primer Godard-, las canciones se sienten como el disco que uno escucharía en esos cambios de ánimo: del tema pop fresco al romántico, de la balada triste a la nostálgica. Y los actores diciendo (más que cantando) las letras le agregan vitalidad al filme. No siempre todo funciona. Por momentos Garrel se excede en lo payasesco de su personaje y otras situaciones son algo forzadas. Pero el género lo admite casi todo. Y así, mientras Chiara Mastroianni homenajea a su madre (Catherine Deneuve) cantando con un paraguas y Louis le pone estribillo a un código policial (en “Delta Charlie Delta”), Las canciones... se convierte en un placer romántico, triste y lúdico a la vez. Los vaivenes de la vida amorosa cantada en voz alta por la calle, como debe ser.