El fin por sobre los medios Hay unos cuantos problemas en esta devaluada biografía de Joshua Michael Stern sobre la figura del desaparecido magnate de la tecnología digital Steve Jobs (1955-2011). El primero de ellos arranca aún antes de ver el filme terminado y me refiero, desde luego, a la elección de Ashton Kutcher para el rol principal. En un ambiente en el que rara vez la gente se pone de acuerdo la capacidad del actor de That 70’s Show ha sido unánimemente cuestionada. Para interpretar a Jobs se necesitaba de alguien que transmita inteligencia por sobre todas las cosas y está claro que Kutcher no era la persona adecuada. En una biografía tan absorbente como ésta la presencia en pantalla del personaje es absoluta y por desgracia Kutcher no está a la altura por más que se esfuerce en copiarle los gestos y movimientos al co-creador de Apple. Como Tom Cruise cuando quiere volcarse a papeles de cierta exigencia dramática, Kutcher se saca un 10 en voluntad y un 2 en talento para llevarlo a cabo. Desde el aspecto físico se observa un parecido razonable pero no es suficiente: aquí hay un terrible error de casting que resiente un material ya de por sí precario y con serias omisiones históricas. De la dura experiencia familiar de Jobs en su infancia no hay referencias, el director se olvida de la hija a la que el genio de 160 de CI decidió no reconocer para luego en el final incorporarla a la historia sin mencionar qué lo llevó a cambiar de opinión; los años de madurez y la lucha contra el cáncer tampoco se muestran ni siquiera por encima, etc. No son irrelevantes precisamente todos estos tópicos y sin embargo el guionista Matt Whiteley no los contempla. De por sí Jobs fue un hombre ambiguo, con muchas luces y sombras, y para comprenderlo mejor esos episodios eran indispensables. ¿Será un despropósito pensar que los responsables del film no han tenido la independencia creativa para desarrollar el proyecto? El corte de montaje que ha llegado a las salas carece de profundidad y parece un collage parcial de la vida de un innovador tecnológico formidable pero con falencias insoslayables en las relaciones interpersonales. La película, o más bien su director, parece no haber meditado sobre cuál es su postura al respecto. Ya en la primera parte del relato, ambientada en los 70s, que describe a un Jobs joven, pujante y siempre egocéntrico, la pasión creadora del hombre no condona una escena tan cruel como aquella en la que echa de su casa a la novia que acaba de revelarle que van a ser papás. El año del nacimiento de su hija Lisa, a quien no reconoce con argumentos pueriles, Jobs bautiza con ese nombre a un ordenador que venía desarrollando con su equipo de trabajo. Al marcarle la obviedad de que la computadora y la niña se llamaban igual Jobs tuvo el cinismo de asegurar que no existía vinculación alguna entre ellas y que LISA era sólo el acrónimo de Local Integrated Software Architecture. Ése era Jobs. ¿Quién podría identificarse con un sujeto con semejante comportamiento por más brillo intelectual que tenga? jOBS, la película, no oculta algunas actitudes odiosas de su protagonista pero no las condena y ni siquiera se toma el tiempo para redimirlas (algo maduró Jobs con los años modificando decisiones desafortunadas de su juventud). Todo lo que le importa es plasmar en imágenes tan prolijas como chatas el ascenso del californiano en la industria. Joshua Michael Stern prefirió concentrarse en la lucha de poder ocurrida dentro de Apple allá por los 80’s. La batalla de un Jobs insoportablemente narcisista con el director de la junta de accionistas Arthur Rock (J.K. Simmons con un peluquín imposible) y luego con el as del marketing John Sculley (Matthew Modine), un aliado devenido en enemigo, le insume muchos minutos de metraje a Stern. A un espectador promedio esas escenas no podrían importarle menos. ¿El pobrecito billonario, padre negador y persona de nulos valores humanos la pasa mal? Qué pena… Sin embargo, ése es el aspecto saliente de esta biopic que resalta los logros económicos y tecnológicos de Jobs que ayudó con su creación a que la gente se conecte. Irónicamente era él el menos idóneo para hacerlo en su vida privada. Son las paradojas de un nerd al que la película trata con admiración ciega pero sólo por ser materialmente exitoso. De los actores del reparto merecen un aprobado Josh Gad como el amigo ingeniero de Jobs Steve Wozniak y el eterno segundón Dermot Mulroney en el rol clave del inversor Mike Markkula que el actor juega con su habitual aplomo y naturalidad sin perder nunca la convicción. Es asimismo magnífica la caracterización de Ron Eldard (interpreta al diseñador Rod Holt), a años luz de aquel flaquito que admiráramos en La Casa de Arena y Niebla (Vadim Perelman, 2003). En una breve participación al comienzo del filme asoma su ahora blanca cabellera el único actor genio del gremio (con 180 de CI): el invariablemente intenso James Woods. He aquí una propuesta interesante para una biopic. Al menos yo iría a verla…
Viejos temas, nuevos sustos Hay varias películas pugnando por salir del interior de la espeluznante El Conjuro. Analizándolas por separado ninguna es original ni pareciera tener mucho para ofrecer pero al combinarlas y organizarlas dramáticamente mediante tramas y subtramas lo simple puede volverse fascinante. En particular con un director de tanto talento y amor por el cine como es James Wan, un prodigio para la puesta en escena que no necesita de artificios para impactar a un público tan fiel y a la vez tan fogueado y difícil de sorprender como es el adepto al género de terror. A Wan lo están ensalzando como también le ocurrió en alguna oportunidad a M. Night Shyamalan antes de caer en desgracia a partir de La Dama en el Agua. La comparación entre ambos realizadores no es ociosa pues se advierte como común denominador una gran maestría para construir secuencias de suspenso graduadas al milímetro, absolutamente clásicas desde lo formal (y muy en sintonía con lo que se hacía en la década del 70), y siempre con el respeto hacia la inteligencia del espectador como prerrogativa. Pese a sus condiciones la carrera del hindú Shayamalan se fue por la borda y hoy día sólo parece una sombra de aquél que deslumbrara con El Sexto Sentido y El Protegido. James Wan, de origen malayo pero formado en una escuela de cine de Australia, es todavía muy joven (36 años) y si no lo abandona su buena estrella es capaz de dar mucho más que lo ofrecido hasta ahora en títulos como El Juego del Miedo, Silencio Mortal, Sentencia de Muerte, La Noche del Demonio o esta vibrante fusión de El Exorcista, Aquí vive el Horror y la serie televisiva Martes 13 que es El Conjuro, para mi gusto la mejor de sus obras. Utilizando como nexo argumental al matrimonio de investigadores paranormales Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson, Vera Farmiga), que en la vida real participaron en decenas de casos como los que describe la película, la historia principal que proponen los guionistas Chad y Carey Hayes es tan básica como repetida: una familia tipo se muda a una gran casa en el medio de la nada. Allí empiezan a experimentar toda clase de situaciones anómalas que afectan al matrimonio de Roger y Caroline Perron (Ron Livingston, Lili Taylor) y a sus hijas. En algún momento las cosas se salen de cauce y los Warren son convocados para dar su opinión profesional sobre las actividades extrasensoriales que allí se suscitan. Y desde luego que hay un desarrollo y un clímax que cuentan con los condimentos indispensables para no defraudar a nadie. Yo creo que si Wan dejaba la película con esa trama simplona El Conjuro se hubiese quedado corta en climas y tensión dramática. La primera idea brillante es brindarles el protagónico a los Warren y no a los Perron. La segunda idea arranca en el inolvidable prólogo (Shayamalan también aportó los suyos ahora que lo recuerdo) y concluye en la presentación del Museo de lo Oculto (con objetos malditos como los de la tienda de la serie de culto Martes 13). Veinte minutos de proyección y ya estamos masticando la tercera uña al hilo. ¡Impresionante! La tercera idea que termina por darle una contundencia tremenda al relato es la habilidad de los autores para sembrar de dudas al espectador que capta las referencias cinematográficas al vuelo pero recién cerca del final puede calzar la última pieza del rompecabezas. No se trata de ninguna genialidad sino de un guión pensado y pergeñado con astucia y en el que no faltan unos cuantos sustos bien dados. Sustos que derivan de la narrativa y de la puesta en escena de Wan quien afortunadamente desprecia los golpes de efecto facilistas. Con una estética que recrea la textura y la “respiración” de los filmes del género rodados en los 70, El Conjuro atrapa de entrada apoyándose en un elenco sensacional que logra darle credibilidad a todas las ocurrencias de los escritores (y hay que ver para creer lo que se les cruza por la cabeza a los señores) y más que nada consiguen el milagro de que nos importen sus personajes. Este maravilloso trabajo de James Wan en un futuro quizás tenga el bien ganado prestigio que hoy es patrimonio de unos pocos títulos. Y si no es así al menos entrega lo que todos esperamos: viejos temas, nuevos sustos.
El producto es el marketing Raja Gosnell era un montajista de oficio probado como tantos otros profesionales de pura cepa que han trabajado para Hollywood. El problema es que en 1995 después de editar Nueve meses, la anémica remake de un éxito galo que rodara Chris Columbus, Gosnell se despidió de la actividad que le forjó un nombre en la industria para recalar en la dirección. Ambición entendible si lo contemplamos desde un punto de vista empático pero mucho menos justificable si repasamos los ocho filmes que nos ha enrostrado el hombre en casi dos décadas: Mi Pobre Angelito 3, Jamás Besada (probablemente lo más rescatable que hizo), la infame Mi Abuela es un Peligro, Scooby Doo y su secuela; Los tuyos, los míos y los nuestros; Una Chihuahua de Beverly Hills y Los Pitufos. Con semejante prontuario fílmico no es de extrañarse que su nombre nunca esté ausente de los ránkings de Peores realizadores que suelen confeccionar los usuarios del sitio web especializado IMDb. Por desgracia su nuevo opus, la segunda parte de Los Pitufos, sigue confirmando que el conflicto vocacional que lo llevó a su posición actual sólo fue bueno para él. El resto de los mortales, según intuyo, seguiremos sufriendo por un buen tiempo su influencia en el cine familiar mainstream que continúa generándole sus pingües ganancias al estudio que lo contrate. Allá por 1958 los diminutos gnomos azules bautizados en español con el nombre de pitufos aparecieron como personajes secundarios en la historieta Johan et Pirlouit del guionista y dibujante belga Peyo (1928-1992). Con el tiempo los editores se dieron cuenta de que las ventas de las revistas se multiplicaban cuando los pitufos eran de la partida lo que propició la independencia de los personajes y su posterior éxito en todo lugar donde se publicaran sus aventuras. Mucho ayudó a su difusión la bienamada serie animada producida por el binomio Hanna-Barbera en los ochentas. En 2011, tras una ausencia prolongada de los medios audiovisuales, Sony Pictures Animation estrenó una adaptación cinematográfica que combinó la animación con la live action. El filme era malo y no le hacía justicia a la historieta pero los chicos lo convirtieron en una mina de oro por lo que la continuación fue aprobada de inmediato. Apenas dos años después ya tenemos la nueva incursión de Papá Pitufo, Pitufina y demás miembros de la aldea en territorio humano (antes fue en Nueva York ahora el nudo de la historia se desarrolla en París), siempre con el brujo Gargamel y su gato Azrael como antagonistas directos. Cinco guionistas se encargaron de escribir el simulacro de guión de Los Pitufos 2. Una locura por donde se lo mire. La experiencia indica que cuantos más participan de la reescritura las posibilidades de obtener un resultado digno disminuyen notoriamente. Es evidente que de la creación de Peyo tomaron sólo los aspectos más comerciales de los personajes que son trivializados y burdamente explotados sin siquiera intentar aprehender el espíritu con el que fueron concebidos. Aquí lo que importa es lucrar con el marketing todo lo que se pueda y que la película salga como salga. El suceso artístico los tiene sin cuidado a estos muchachos. Técnicamente Los Pitufos 2 está decentemente filmada, la interacción de los dibujos con los actores es correcta e incluso el polémico 3D ha sido aplicado con buen criterio. El problema, insisto, pasa por un guión carente de interés e ingenio. Los gags divertidos brillan por su ausencia, los diálogos aburren y tampoco ayuda el deficiente doblaje al español. A diferencia de otros productos infantiles aquí los adultos no tienen cabida. A la media hora de iniciada la proyección ya querés que se termine el suplicio. Pero no, por desgracia todavía quedan otros setenta eternos minutos por padecer mientras Gosnell y sus cinco inoperantes guionistas vuelven a repetir el mismo esquema argumental del filme anterior. Sólo que esta vez la excusa es el rescate de la Pitufina que ha sido secuestrada por dos secuaces de Gargamel (Hank Azaria), Vexy y Hackus, con el propósito de que confiese la fórmula secreta de los pitufos. Tras ella van Papá Pitufo, Vanidoso, Gruñón y Tontín que se cruzan con el bondadoso matrimonio de la aventura previa (Neil Patrick Harris y Jayma Mays) y unen fuerzas para derrotar a los malvados. Los Pitufos 2 es una comedia que no hace reír ni transmite alegría alguna. Los personajes de Peyo no se merecían este maltrato. Si me apuran hasta me atrevería a jurar que las parodias grotescas de Peor es nada (Los Putifos) y el Negro Olmedo eran mucho más graciosas. Y eso que estaban hechas con dos pesos.
Jubilados de gatillo fácil El elenco estelar de Red (2010) estaba sobrecalificado para potenciar las limitaciones de un producto calculadamente ejecutado a partir de una breve novela gráfica de Warren Ellis y Cully Hamner. La idea que con sagacidad desarrollaran los guionistas extendiendo situaciones y creando tanto personajes como peripecias inexistentes en el cómic, no hubiese surtido el mismo efecto sin los veteranos de lujo que consiguió la producción para insuflarles vida. Bruce Willis, John Malkovich, Morgan Freeman, una sorprendente Helen Mirren y la menor del grupo, aunque ya ronde los 50 años, la encantadora Mary-Louise Parker se divirtieron a lo grande con sus roles y lo que es más importante transmitieron ese goce lúdico a los espectadores con un relato de a ratos muy violento, aunque lejos de la crudeza de la obra original, bien aligerado por un tono humorístico burlón y de un color predominantemente negro. Para la secuela volvieron todos los intérpretes que podían teniendo en cuenta las bajas del filme previo y alguna ausencia por motivo de fuerza mayor (la muerte de Ernest Borgnine que de todos modos cumplía un papel muy pequeño). Si a esos nombres de peso le sumamos los refuerzos de Sir Anthony Hopkins, la ya cuarentona pero siempre atractiva Catherine Zeta-Jones y el recio surcoreano Byung-hun Lee nos encontramos con un variado y por demás interesante contrapunto actoral. Porque no sólo hay desempeños de nivel sino también una indudable química que no se da con tanta asiduidad en los productos mainstream provenientes de Hollywood. La historia de Red 2 (2013) es un refrito de la película anterior con algunas variaciones para disimular un poco lo obvio: la fórmula instaurada por el director alemán Robert Schwentke, reemplazado en la secuela por Dean Parisot, llegó para quedarse. Descartadas las novedades, en el guión de los hermanos Jon y Erich Hoeber lo que sí se puede apreciar es un incremento sustancial en el presupuesto –de 58 a 84 millones de dólares- lo que derivó en una mayor cantidad de escenas de acción que están estupendamente coreografiadas y se disfrutan muchísimo más que las de la tristísima última entrega de la saga Duro de matar o la mediocre G.I. Joe: El Contraataque (por nombrar un par de títulos recientes en los que también aparecía Bruce Willis). Por otro lado es increíble lo que le aportan Mirren o Malkovich (aún con sus excesos, que los tiene) a sus personajes fundamentalmente por venir de un palo muy diferente al de Willis, de por sí toda una estrella del cine de acción de todos los tiempos. Sir Anthony Hopkins se incorpora bastante tarde a la trama y presenta escasos momentos de lucimiento, un defecto más atribuible a los autores que al actor galés. Byung-hun Lee pese a sus dificultades con el inglés no se queda atrás de sus cotizados compañeros de reparto y se destaca en un par de secuencias de artes marciales (se nota que es él y no un doble). En este contexto el humor aflora constantemente, en ocasiones algo forzado por las morisquetas de Willis o los tics de Malkovich, y debe decirse que en general Parisot se maneja con autoridad en un registro que sabe equilibrar la comedia negra desaforada con la violencia del género. Un mix atípico que no por nada causó su buen impacto en una audiencia proclive a festejar cada ocurrencia de estos viejitos retirados pero de gatillo fácil dispuestos a vender cara su derrota. Nuevamente los ex agentes de operaciones especiales Frank Moses (Willis) y Marvin Boggs (Malkovich) deben dejar su apacible vida de jubilados para embarcarse en una travesía que los llevará de los Estados Unidos a Londres, París y Moscú en el intento por desarticular un antiguo plan nuclear de la Guerra Fría en el que mucho tiene que ver el físico Bailey (Hopkins), que ha pasado las últimas tres décadas encerrado en una celda. Tras la huella de los temibles asesinos anda el también sicario Han (Byung-hun Lee) que ha sido contratado por la Agencia para deshacerse de ellos. En el camino Moses, que desde la aventura del 2010 se encuentra acompañado por su pareja Sarah (Parker), se cruza con su ex amante la espía rusa Katja (Zeta-Jones) propiciando una excusa para la guerra de los sexos. Una muy liviana, claro está, ya que la acción deja poco margen para los enredos de alcoba. Giros argumentales no podían faltar en este esquema pero los mismos no son el fuerte de la película que pregona buena onda y sale airosa de la repetición en tanto y en cuanto no se le pidan peras al olmo…
Inspiración interrumpida Pasó lo que tenía que pasar: la primera Hangover fue novedosa y divertida, la segunda repitió el esquema pero en general también gustó y la tercera es definitivamente un simulacro de comedia donde todos pierden. En particular el confiado espectador que imaginaba imposible que el cierre de la trilogía no esté a la altura de las circunstancias. La sorpresa dejará asombrado a más de uno porque el realizador y guionista Todd Phillips en esta pálida ¿Qué pasó ayer? Parte 3 perdió la inspiración, el sentido del humor y casi cualquier vestigio de inteligencia para despedir con honores a los atolondrados Phil, Stu y Alan que vuelven a ser interpretados, respectivamente, por Bradley Cooper (se nota que está en la película sólo por el vil billete), Ed Helms y el inefable Zach Galifianakis que con sus salidas insólitas es el único motivo concreto para reincidir cuando ya no hay nada que estimule el interés. Ni siquiera el respetado John Goodman es capaz de darle un instante de lucimiento a su personaje de mafioso de caricatura. Ni hablar del insoportable Mr. Chow que encarna Ken Jeong con un entusiasmo digno de mejor causa. ¿Si no es gracioso, y coincidamos que no lo es, por qué insisten en seguir dándole minutos de pantalla hasta convertirlo en un protagonista más? Todd Phillips nos tiene acostumbrados a un piso de cierto nivel cuando se trata de comedias. Recordemos que el tipo dirigió pasatiempos bastante logrados como Viaje censurado, Aquellos viejos tiempos, Starsky & Hutch y Todo un parto. No puede haberse olvidado tan fácilmente de su oficio. Sin embargo esta vez se extraña su gran manejo del género y la multiplicidad de recursos de Galifianakis no puede condonar un guión perezoso, chato y reiterativo en el que todos los demás actores restan en lugar de sumar. Phillips tomó nota de las críticas a la entrega anterior y por ende junto a su colaborador autoral Craig Mazin resolvió buscar una línea argumental que no repitiera la premisa utilizada hasta el momento. Si bien no se destaca por su originalidad no es ése el inconveniente de ¿Qué pasó ayer? Parte 3 sino la escasa convicción de todos los involucrados para sacar el proyecto adelante. Bradley Cooper y Ed Helms brindan interpretaciones horrendas refritando sus roles en piloto automático. Para completar el círculo el filme hace regresar a los amigotes a Las Vegas, tal como en aquella historia estrenada en 2009, pero el delirio aquí vuela bajo y sólo Galifianakis, cual Alfredo Casero yanqui, logra arrancar alguna que otra carcajada sonora explotando su físico rollizo con un desparpajo absoluto. No siempre acierta pero cuando lo hace su trabajo sobresale por mérito propio. La rara condición de Alan, un niño / hombre casi subnormal, al actor de Locos por los Votos le cae como anillo al dedo y rara vez se puede anticipar lo que hará. Ojalá pudiera afirmar otro tanto de la trama… ¿Qué pasó ayer? Parte 3 cuenta como la pandilla vuelve a juntarse por motivos de fuerza mayor: primero para convencer a Alan de que se interne en una clínica psiquiátrica y luego para tratar de recuperar una carga de lingotes de oro que Mr. Chow le robó al narcotraficante Marshall (Goodman). Caso contrario Doug (Justin Bartha, eterno segundón de la trilogía) será ejecutado por sus peligrosos compinches. El asunto no es mucho más que esta somera descripción. En su desesperado afán por salirse un poco de la ruta preestablecida en los títulos previos Phillips cambia de registro bruscamente hacia el humor negro incorporando algunas muertes poco habituales en una comedia. El resultado no podía ser más desalentador. Quienes lo hayan visto descubrirán que el tráiler revela los gags más rescatables y recién en el post final nos encontramos con una escena que le hace justicia a aquella despedida de soltero original devenida en un rompecabezas de cierto ingenio. Palabra que, por cierto, no existe en esta triste comedia de 100 millones de dólares de presupuesto. Mucha plata para tan pocas ideas.
Batalla épica diminuta El Reino Secreto cuenta con una excesiva cantidad de guionistas, ni más ni menos que cinco, para adaptar el libro del autor William Joyce, un especialista en historias para niños. Ya lo dice el refrán: muchas manos en un plato… Con este proyecto Chris Wedge vuelve a dirigir para el estudio Blue Sky Studios luego de las muy divertidas La Era de Hielo (2001) y Robots (2005). Pese al perfeccionamiento técnico de la animación computada y al impecable uso del 3D en Epic hay algo que no funciona evitando que uno se enganche con el argumento, nada original por cierto, y con sus personajes. Llámese empatía o interés genuino por el material, el asunto es que cuesta llegar al final de esta aventura fantástica que abreva en un sinfín de fuentes para desarrollar su línea argumental. En lo profundo del bosque, ocultos a la mirada de los humanos debido a su mínimo tamaño, se enfrentan las fuerzas del Bien y del Mal. La adolescente M.K. (Amanda Seyfried para quien vea la copia en inglés) es transportada a ese mundo tras ser mágicamente miniaturizada y descubre a las criaturas de las que le hablaba su padre, un científico obsesionado con hallar a los pequeños guerreros que sostienen una guerra contra unos oscuros seres denominados Boggans. Variados personajes se le van presentando a M.K.: Ronin (Colin Farrell), el líder de los guardianes del bosque; la babosa Mub (Aziz Ansari) y el caracol Grub (Chris O''Dowd), relevos cómicos y posiblemente lo más rescatable del filme; el rebelde joven Nod (Josh Hutcherson), interés romántico para M.K.; la Reina Tara (Beyoncé Knowles) y el desagradable villano Mandrake (Christoph Waltz), entre otros. Como siempre hay un arco de transformación que se lleva a cabo en nuestra heroína mientras se desenvuelven los hechos. Aún con su tono más que lóbrego, en el que hasta se admite alguna que otra muerte, es obvio que el relato terminará bien para ella. En cambio, desconozco si ocurrirá lo mismo para el espectador promedio. Con reminiscencias de la película FernGully: las aventuras de Zak y Crysta (1992), lo han confesado sus propios creadores, en El Reino Secreto hay acción más que suficiente, peripecias dramáticas de todo tipo y un conflicto doméstico secundario que gira en torno a la relación entre un padre y su hija; empero, cuando algo no resulta atrapante no hay forma de disimularlo. Hasta cuesta reconocer el sello de Danny Elfman en la estridente banda de sonido. Quizás sea una cuestión de sensibilidad pero lo cierto es que no puedo recomendar El Reino Secreto. No la disfruté ni por un segundo. Con tantos talentos involucrados, duele reconocerlo.
Esplendor visual y calidad dramática Con sólo cinco películas en su haber en una carrera que abarca dos décadas el australiano Baz Luhrmann se ha erigido en una suerte de gurú para la llamada generación Mtv. Después de visionar Baila conmigo (1992), Romeo + Julieta, de William Shakespeare (1996); Moulin Rouge!, Amor en Rojo (2001), su gran obra maestra, y la bella Australia (2008), sólo un anti Luhrmann podría poner en tela de juicio que detrás de las cámaras se encuentra un creador con un estilo definido en el que confluyen explosivamente las extravagancias personales, la osadía formal y el artificio extremo en una puesta en escena siempre creativa. El hombre es un esteta en búsqueda de la perfección y en su cruzada artística nunca ha demostrado tibieza para expresar su mundo interior. Para indignación de sus muchos detractores el realizador exuda tanta ambición como para meterse con absoluta desfachatez con clásicos “intocables” de la literatura y moldearlos a su particular estilo. Primero se ocupó de la obra inmortal de William Shakespeare y ahora no dudó en abordar un clásico de F. Scott Fitzgerald, El Gran Gatsby, en el que vuelve a aplicar su considerable imaginación para recrear la decadente década del 20 con suficiente lucidez para entregar una versión de innumerables atractivos audiovisuales sin tergiversar el sentido del libro, y consiguiendo de paso una poderosa actuación de Leonardo DiCaprio. Hace rato que el actor de Titanic está en su mejor momento pero la Academia de Ciencias y Artes de Hollywood lo ignora sistemáticamente. Por su retrato del enigmático millonario Jay Gatsby quizás ya sea hora de que por fin se haga justicia y le entreguen un merecidísimo Oscar. De toda su producción la novela El Gran Gatsby, publicada en 1925, fue para F. Scott Fitzgerald posiblemente una hija dilecta por lo que su fracaso comercial y escasa comprensión dentro del ámbito académico (en especial la crítica literaria) doblegó su espíritu hasta el día de su prematura muerte en 1940 por un ataque cardíaco. El Gran Gatsby condensaba el pensamiento de su autor sobre la sociedad estadounidense post Primera Guerra Mundial en una época donde el hedonismo desatado, la opulencia y el despilfarro material de sus congéneres contrastaban con una crisis de las convicciones morales. Esta vida licenciosa que Fitzgerald observaba durante los “años locos” en las grandes fiestas, y de las que formaba parte junto a su mujer Zelda, sufriría un revés fatal con la caída de la Bolsa de 1929 que le daría origen a la nefasta Gran Depresión del ’30. Este período pletórico de jazz y desbordante de energía positiva también se destacó por el papel que ocuparon las mujeres quienes dejaron su pasado de amas de casa sumisas para ser parte integral, en apariencia al menos, de una apertura social que las elevó al mismo nivel de los hombres. De toda esta lectura socioeconómica se nutre el libro de Fitzgerald, más interesado en captar el espíritu de una era antes que de contar una historia convencional como las que solía escribir para pagar las cuentas en las revistas Saturday Evening Post, Collier''s Magazine o Esquire. De todos modos y después de muchas reescrituras, El Gran Gatsby no desatiende los requerimientos lógicos de cualquier ficción. A lo sumo se maneja con un cierto minimalismo que la prosa elegante y florida del escritor convierte en un trabajo apasionante. Muy lejanas han quedado las anteriores adaptaciones incluyendo la muy insípida de 1974 escrita por Francis Ford Coppola y dirigida por Jack Clayton. Luhrmann, después de lo hecho en la maravillosa Moulin Rouge!, era la persona más idónea para darle el marco y el tono adecuados al desenfreno epicúreo que se pone de manifiesto en las bacanales celebradas en la mansión de Gatsby en el barrio de los nuevos ricos West Egg. En un punto son varias las similitudes entre Moulin Rouge! y El Gran Gatsby surgidas de la concepción artística de Baz. Si hilamos fino veremos que hay personajes que se reflejan de una curiosa manera. El protagonista es un escritor depresivo que recuerda y de sus memorias recitadas en off se desarrolla un extenso flashback. Cada tanto la acción vuelve a ese presente tortuoso en el que Nick Carraway (un magnífico Tobey Maguire) no la está pasando nada bien. La identificación del pobretón de Nick con su acomodado amigo Gatsby podría esconder otro tipo de sentimiento pero no es el momento para analizar las motivaciones del personaje. Hay algo de comic en el villano Tom Buchanan fabulosamente caracterizado por Joel Edgerton. Es un rol que dialoga de forma directa con el Duque de Moulin Rouge!, otra lacra que conspira contra el amor verdadero. Las diferencias sociales cumplen vital importancia en ambos filmes: ni siquiera el dinero salva a Gatsby de ser discriminado por sus orígenes. Hasta ahora Luhrmann ha escogido como material para sus películas historias de amor truncas y naturalmente El Gran Gatsby no es una excepción. Con sutiles diferencias, y como suele sucederle a la mayoría de los directores, se trata de la misma historia contada una y otra vez. Ad infinitum. El guión adaptado por Luhrmann con su habitual colaborador Craig Pearce respeta el ADN básico de la novela y lo complementa con la clase de detalles delirantes que le dieron un nombre en la industria. En la primera parte de un metraje algo excesivo, aunque en ningún momento aburrido, los recursos expresivos del cineasta se renuevan sin dar señales de agotamiento brindándole el colorido necesario a la abrumadora Long Island que tan ricamente describiera Fitzgerald. En la segunda parte la trama se concentra en el conflicto principal y crece dramáticamente a pasos agigantados gracias al compromiso emocional de los actores, todos perfectos en sus respectivos papeles. Para ese entonces quien no haya visto antes una obra de este peculiar creador ya debería haber incorporado su inconfundible estética sin correr el riesgo de que interfiera o haga ruido con las difíciles circunstancias que vivencian los personajes a partir del reencuentro entre Gatsby y Daisy (Carey Mulligan, quizás la menos lucida del elenco). Tampoco el contexto artificioso opaca el brillo del viejo melodrama perennemente redivivo en las manos expertas de una legión de colaboradores como el director de fotografía Simon Duggan, la diseñadora de arte y vestuarista Catherine Martin o el compositor Craig Armstrong, por mencionar sólo unos pocos, cuyo arte fue exprimido y cohesionado por la alquimia maestra de un Baz Luhrmann inmensamente talentoso. Si en lo eventual logra el milagro de evitar la repetición está llamado a dejar una huella importante en la cinematografía del siglo XXI.
Y la bandera siempre flameando... Para Hollywood lanzar dos o más películas con similar concepto en la misma temporada se ha convertido en casi una obligación. Volcanes que entran en erupción, invasiones extraterrestres, asteroides o cometas a punto de destruir la Tierra y algunas figuras clave de la historia o la cultura son sólo unos pocos ejemplos para refrescarles la memoria. Este año le ha tocado el turno a la Casa Blanca de ser pisoteada por cerdos terroristas extranjeros (desde luego) para luego reconquistar ese bastión nacional a sangre y fuego gracias a la gestión de un patriota que apela a su entrenamiento militar para ganarse su propio mote de duro de matar. La primera en estrenarse es Olympus has fallen (Olympo ha caído), que acaba de llegar a las salas de la Argentina con el más explícito título de Ataque a la Casa Blanca. Para los próximos meses nos reservan El Ataque (White House Down), enésima demostración de lo bajo que puede caer el alemán Roland Emmerich en su afán por complacer al público estadounidense. Ataque a la Casa Blanca anduvo muy bien en la taquilla de su país y para ser objetivos hay que admitir que la película supera las expectativas en todos los aspectos si hacemos la vista gorda a la ideología que trasunta (misión nada sencilla coincidiremos). Los factores aglutinantes para el éxito del relato no son nada extraños: un director competente especializado en el género (Antoine Fuqua), un guión asquerosamente chauvinista pero inapelable por su ritmo e intensidad dramática, un presupuesto generoso de 70 millones de dólares para que la producción no escatime en escenas de acción explosiva de todo calibre, y sobre todo la contratación de un elenco espectacular. Hasta papeles de pocos minutos fueron confiados a grandes profesionales como Ashley Judd, Cole Hauser o la australiana Radha Mitchell. Perdido entre las decenas de actores incluso nos encontramos con una brevísima participación de un ex astro del cine de acción: Michael Dudikoff, el protagonista de la saga de El Guerrero Americano. Si a estos nombres le agregamos otros rutilantes, de mayor peso en la trama, como Morgan Freeman, Melissa Leo, Angela Bassett, Robert Forster o Dylan McDermott demás está decir que la calidad actoral está asegurada. La historia escrita por Creighton Rothenberger y Katrin Benedikt es bien trillada y mezcla un poco de En la línea del fuego (1993) con el esquema de la primera (y mejor) Duro de matar (1988). Mike Banning (un creíble Gerard Butler) es el agente responsable de la seguridad personal del Presidente de los EE.UU. Benjamin Asher (Aaron Eckhart) y su familia. En un prólogo contundente Banning no puede evitar una pérdida dolorosa para el Jefe de Estado quedando su vida y carrera marcadas por el desgraciado suceso. Año y medio después Banning se encuentra trabajando en el Departamento del Tesoro haciendo tareas administrativas como “castigo” por su error. En esta posición el ex Fuerzas Especiales es testigo de como un grupo fuertemente armado de norcoreanos aprovecha una reunión diplomática para sacar ventajas y tomar por sorpresa la Casa Blanca dejando en el camino un tendal de muertos, heridos y cuantiosos daños materiales. El presidente Asher es capturado así como su nutrido grupo de colaboradores por el líder de los terroristas, Kang (Rick Yune, otro villano más para su colección personal). Banning se mete en la residencia presidencial como si nada bajo una lluvia de balas y explosiones con la intención de averiguar qué sucede, ayudar en el rescate del primer mandatario y restablecer el orden a cómo dé lugar. Lo que logra, obviamente, no por nada esto es Hollywood y cualquier fantasía violenta en la que se reivindica el nacionalismo está bien visto. Pensemos que por algo estas películas se siguen produciendo… El amante del cine de acción al que lo discursivo le resbala, probablemente disfrute de Ataque a la Casa Blanca: excepto la sutileza, aquí nada falta....más bien sobra. El altísimo nivel de crueldad y violencia que ostentan los terroristas es casi inédito en una obra de estas características y sólo se justifica desde el espíritu revanchista: cuanto más doloroso es el perjuicio mayor resulta el goce cuando el héroe despacha a los villanos con la patriótica y exageradísima música del canadiense Tevor Morris de fondo. Los que creían que la banda sonora de David Arnold para Día de la Independencia (1996) era imposible de superar pueden llegar a cambiar de opinión. Tengan en cuenta que Ataque a la Casa Blanca abre y cierra su historia con un primer plano de la bandera de los Estados Unidos. Pobre del séptimo arte cuando es usado con estos fines espurios…
Memento mori En Trance es el décimo filme del inglés Danny Boyle que sigue empecinado en no repetirse cada vez que emprende un nuevo proyecto. Siendo un autor de calidad, no necesariamente de prestigio o popular, es muy meritorio que su filmografía completa haya podido estrenarse en nuestro país. Aún sus obras más menores como Vidas sin Reglas, Millones o la ignorada por el público Sunshine: Alerta Solar tuvieron su espacio en la cartelera argentina. Tras los dos años que le demandó organizar y plasmar la televisación de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos Londres 2012 el director de Slumdog Millionaire: ¿Quién quiere ser Millonario regresa a la ficción con un relato narrado con su maestría habitual y que no debería pasar desapercibido por sus notables valores como entretenimiento. Es un respiro, casi un divertimento, para Boyle este thriller psicológico con más vueltas que un caracol y aunque no esté entre lo más destacado de su producción sigue llevando su sello inconfundible. Para En Trance Boyle volvió a recurrir al guionista John Hodge quien fuera el responsable de escribir sus primeras películas: Tumba al ras de la Tierra (1994), Trainspotting, sin límites (1996), Vidas sin Reglas (1997), el cortometraje con Kenneth Branagh Alien Love Triangle (1999) y La Playa (2000). La historia es en verdad una remake del telefilme británico Trance (2001), escrito y dirigido por Joe Ahearne. El conflicto podrá ser el mismo pero entre la personalísima puesta en escena de Boyle y las audacias que se manifiestan en su desarrollo queda claro que son propuestas muy diferentes. Hodge ha realizado una adaptación en tono de film noir moderno con quizás pocas sorpresas pese a los varios puntos de giro que se suceden en la trama. Es difícil hoy día encontrar un guión inteligente que utilice las vueltas de tuerca sin perder un poco de credibilidad en el camino. El trabajo de Hodge presenta algunas fisuras que impactan en el saldo final pero Boyle se encarga de compensarlo con un montaje frenético, una puesta de cámaras sensacional y una musicalización al palo gentileza de Rick Smith (integrante del grupo de música electrónica Underworld). Durante el robo de un cuadro de Goya el subastador de obras de arte Simon (James McAvoy) recibe de su cómplice Franck (Vincent Cassel) un golpe en la cabeza por el que luego es incapaz de recordar dónde escondió la pintura. Tras recuperarse de las heridas y ser dado de alta en el hospital Simon es severamente interrogado por Franck y sus compinches sobre el paradero de la millonaria pintura. Simon insiste en desconocer dónde la guardó. Ante una situación tan insólita Franck piensa en una solución atípica: recurrir a la hipnoterapia. Entra en escena la terapeuta Elizabeth Lamb (la impactante Rosario Dawson, ningún corderito ella) que muy rápidamente detecta que hay algo más allá de una simple consulta de un paciente común y decide involucrarse pese al peligro que representan Franck y sus colegas. Como es moneda corriente en el policial negro nada es lo que parece y la historia se asemeja a una matrioska, la muñeca rusa que alberga a otras tantas en su interior. Cuando llegamos al tercer acto del filme son tantos los cambios obrados en la línea argumental y en los personajes que la verosimilitud tambalea. Si no cae es gracias al talento de Danny Boyle que le pone una fuerza tremenda al clímax y, bueno es mencionarlo, también al compromiso de los actores que han dejado todo para que el espectador no se quede afuera de este thriller intrincado y quizás con fallas pero a la altura de un creador que ya está entre los mejores de su generación.
La locura según Park Chan-wook Si existía el más mínimo temor de que Park Chan-wook sufriera algún cambio severo de estilo en su primera película hablada en inglés me congratulo en aseverar que no ha sucedido de ninguna forma. Lazos Perversos puede ser menos violenta que su trilogía de la venganza pero la imaginación cruel y mórbida del surcoreano se mantiene intacta como en sus mejores trabajos. Nada sorprendente viniendo de un artista que, de acuerdo a sus declaraciones, es incapaz de conciliar el sueño por las noches sin antes imaginar la tortura más elaborada que se le ocurra. Cuando lo consigue se echa en los brazos de Morfeo con una sonrisa pintada en los labios. Viendo Lazos Perversos semejante pensamiento se condice con el tono y la temática de este thriller pertubador pero coherente con sus antecedentes. Lo que en verdad genera sorpresa es el nombre del guionista primerizo: ni más ni menos que el actor Wentworth Miller, el Michael Scofield de la serie Prison Break. Dadas su exiguas dotes interpretativas es casi una obviedad augurarle más futuro como escritor. En el 2010 se dio a conocer en Hollywood una Lista Negra con 10 guiones de muy buen nivel que por diversas razones no lograban ser financiados. El de Miller era uno de ellos. Para remediarlo entraron en escena los hermanos Scott, Ridley y Tony, que con su productora Free Scott se hicieron cargo del proyecto y lograron el enorme mérito de convocar a Park Chan-wook para que lo dirija. No es de extrañar que el guión de Lazos Perversos pasara de mano en mano: no es material para cualquier director. La aridez de sus personajes, el clima alucinatorio y misterioso que los contiene y el trasfondo donde se cuecen a fuego lento elementos sexuales y psicológicos muy marcados, demandaban a gritos un talento anómalo para llevarlo a cabo. Quienes hayan visto Oldboy - Cinco días para vengarse (2003) o Sympathy for Lady Vengeance (2005) saben que Park Chan-wook lo tiene. Y ni siquiera su dificultad para comunicarse con los actores –ya que el hombre no habla inglés- ha impedido que su mano maestra amplifique al máximo las bondades del libreto y extraiga soberbias actuaciones de sus tres intérpretes principales: Mia Wasikowska, Matthew Goode y Nicole Kidman. ¿De qué va la historia de Lazos Perversos? Digamos que es como una versión libre La Sombra de una Duda (1943), de Sir Alfred Hitchcock. El mismo Miller así lo ha reconocido. En ambos filmes tenemos a un tío seductor y canchero que cae de visita a la familia y demuestra un interés peculiar por una sobrina que gradualmente comienza a sospechar que tras su fachada de bondadoso bon vivant se esconde un psicópata extremadamente peligroso. Como es lógico hay diferencias entre ambos filmes. En Lazos Perversos el personaje de la sobrina, encarnado por Mia Wasikowska, expone tanta o más locura que el tío Charlie (Matthew Goode) siendo la tercera en discordia, la madre de la adolescente India, el vértice más “normal” del triángulo. Este último rol, nada sencillo por cierto, posibilita una de las más destacadas actuaciones en la carrera de Nicole Kidman a quien el sensacional director de fotografía Chung Chung-hoon le dedica algunos primeros planos tan bellos como exigentes en términos actorales. Pese a la pérdida de expresividad por el bótox la Kidman responde con creces a lo que se espera de ella. Tras el fallecimiento de Richard Stoker (Dermot Mulroney) en un enigmático accidente, su viuda e hija se quedan solas en el caserón aislado de la familia. Al lugar llega Charlie para acompañar a su cuñada y sobrina en tan difícil momento y muy pronto empieza un enfermizo juego de seducción con una y otra. La connotación sexual es muy explícita pero aún así Park Chan-wook recarga de simbolismos el relato con una audacia a la altura de un artista de su calibre. La trama es mínima y está narrada con algunos flashbacks que ayudan a armar el rompecabezas planteado por Miller. No todo lo que sucede es creíble ni verosímil pero la atmósfera demencial y la nula condescendencia hacia el espectador redimen cualquier debilidad. Como siempre sucede en las obras de este realizador es sobresaliente el trabajo conjunto de fotografía, arte, vestuario, montaje y música. Lazos Perversos es un Park Chan-wook cerebral y 100% disfrutable que no desentona con el resto de su maravillosa filmografía. Un debut hollywoodense grandioso y acaso inesperado, además de una despedida magnífica para Tony Scott que aquí concretó su última producción.