Fiebre de sábado por la noche Si una enciclopedia cinematográfica incluyera la definición de “comedia liviana y/o pasatista”, Una noche fuera de serie (Date Night, 2010) sería su primera acepción. El ingreso de la comediante televisiva Tina Fey, rebajada al humor ATP, al mainstream pochoclero es leve y correcto, aunque sólo por momentos efectiva. El matrimonio de Phil y Claire está a punto de sucumbir ante la rutina. El par de hijos pequeños, los trabajos absorbedores y la casa para mantener parecen confabular para que la pasión encuadre en el tiempo pasado. Con la certidumbre de un próximo quiebre emocional y afectivo, ambos deciden sazonar la pareja con una noche fuera de lo común cenando en la glamorosa Manhattan. Pero nada saldrá como planean: confundidos con un par de ladrones informáticos, ahora deberán luchar por sus vidas. Quienes frecuenten las series de TV sabrán que Tina Fey es quizá una de las comediantes de más populares, ácidas y corrosivas de la actualidad. Guionista durante diez años del ciclo televisivo Saturday Night Live (insondable cuna de humoristas que van desde James Belushi y Chevy Chase hasta Will Ferrell y Adam Sandler), emigró en 2005 para concebir su programa propio, 30 Rock. Fue su pasmoso parecido con la candidata republicana a la vicepresidencia norteamericana y ex alcaldesa de Alaska Sarah Palin el motor de su regreso al clásico sabatino, y de allí al estrellato. Pero es justamente ese espíritu crítico y satírico que exhibe en la pantalla chica el que patea en contra aquí, su primer protagónico cinematográfico después de algunos roles secundarios (fue una de las profesoras en Chicas Pesadas (Mean Girls, 2004)). Da la sensación que el film de Shawn Levy (Una noche en el museo, Recién Casados) es apenas una versión light de todo su potencial, una simple muestra gratis de hasta dónde puede dar (véanla imaginar los diálogos de los comensales contiguos y sabrán de qué hablo). Es por eso que el film deja gusto a poco, a que pudo haber sido mucho más y mejor. Sin ser una mala película, Una noche fuera de serie permite un parangón con el fútbol vernáculo: Como Boca o River, arma un plantel mundialista para pelear el torneo local. Pero si el humor de Tina Fey viene en envase chico y descartable, Mark Wahlberg enseña una faceta feliz y hasta el momento desconocida, que es la parodia y la autoconciencia a la hora de reírse de sí mismo. El agente secreto de Una noche fuera de serie le cae como anillo al dedo luego del papelón que fue el rol dramático en Desde mi cielo (The Lovely Bones, 2009). Aquí no llora ni sufre sino que hace lo que mejor sabe: mostrar. Canchero y bonachón, Holbrooke es un torneado torso andante que repele a las camisas y remeras. El metraje se apoya en los enredos de la trama y las morisquetas de las criaturas que la componen. La cuestión es que no lo hace en medidas del todo justas. Con mucho del primero y demasiado poco del segundo (¿recuerdan al periodista de Steve Carell poseído por Dios en Todopoderoso (Bruce Almighty, 2003)?), el film se torna por momentos en un film lavado y con aspiraciones ATP, lo que da por resultado un humor demasiado naif y no siempre efectivo. Entretenimiento casi tan fugaz como su escaso metraje, Una noche fuera de serie es liviana como cerveza suave en una tórrida noche veraniega.
El cine retrovisor Los protagonismos de Antonio Gasalla –ausente de la pantalla grande desde Almejas y Mejillones (2000)- y Graciela Borges enmarcan a Dos hermanos (2010) como la obra con más aspiraciones comerciales que Daniel Burman pergeño en su interesante y variopinta filmografía. Basada en la novela Villa Laura, de su socio comercial en BD Cine, Sergio Dubcovsky, esta nueva faceta del director deja de lado los mejores rasgos que caracterizaban su cine. La trama gira en torno a la oscilante relación que mantienen los hermanos del título (Antonio Gasalla y Graciela Borges). Solteros y solitarios, entre la sumisión de él y las ínfulas palaciegas y aristocráticas de ella, el vínculo debe reconstruirse luego de la muerte de la madre (Elena Lucena). Las películas de Daniel Burman se caracterizaban por anclar la mirada hacia el futuro desde el presente geográfico (el barrio de Once) y temporal donde transcurría la existencia de ese alterego cinematográfico del director que interpretaba el actor uruguayo Daniel Hendler. Sólo en El abrazo partido (2003) se giraba la cabeza hacia atrás para zurcir las heridas paternas y de esta forma cimentar un futuro que hasta entonces lucía oscuro e incierto, búsqueda de la vocación inclusive. Ya con algo más de certidumbre, el tratamiento del personaje de Hendler en Derecho de Familia (2005) se corría hacia el temor por lo que vendrá, la consolidación laboral, la conformación de un familia y el legado físico y espiritual que perdure más allá del tiempo. Era un cine de especulaciones, de enfrentamientos entre presente y futuro. En El nido vacío (2008), el enfoque se desplazaba cuando el matrimonio de Leonardo (Oscar Martínez) y Marta (Cecilia Roth) se percata de que ese futuro que Hendler temía no sólo ya había llegado sino que, lento pero sin pausa, empezaba a formar parte del tiempo pretérito. La película planteaba una dicotomía entre las dos formas posibles reacciones frente a eso. Mientras Marta reinvertía el tiempo que dedicaba a sus hijos en ella misma, en el estudio y el cuidado físico; Leonardo no acepta la circunstancia temporal de la nueva condición de padre solitario. Como hombre aferrado a las formas y animal de costumbre, el apego a ese pasado idílico comienza a perseguirlo. Ella mantiene la vista hacia adelante; él, en cambio, avanza de cuerpo, pero no de espíritu. Y así llegamos a Dos hermanos, punto cúlmine de ese giro de 180º que inició en El nido vacío. Si allí se vislumbraba algún vestigio de apego a lo actual e inmediato, aquí se esfuma totalmente con este par de personajes demasiado anclados en el ayer, a los que poco parece importarles el porvenir, tendencia llevada al paroxismo con el fanatismo casi religioso por Mirtha Legrand y sus legendarios almuerzos. Es curioso ver cómo los diálogos de Marcos son siempre en pasado, son crónicas de tiempo obsoleto, irrepetible salvo en los enormes álbumes de fotos que amontona en el placard. Pero esta reversión del enfoque no es lo único que Burman trocó respecto a su filmografía ulterior. Ya sin el actor uruguayo, los roles protagónicos recaen, como en El nido vacío, en dos artistas con un enorme arraigo en el público mayoritario. Esa masividad que portan Antonio Gasalla y Graciela Borges se transforma en un arma de doble filo cuando los mohines, los gestos y los tonos de su persona amenazan con inmiscuirse en la construcción del personaje. Dos hermanos es quizá el final de una etapa cinematográfica de Daniel Burman. Qué deparará el futuro, a través de cristal analizará el paso del tiempo, con que miedos se enfrentarán sus criaturas y cómo lo harán son algunas preguntas que esperan respuesta.
Todo queda en familia Basada en la película homónima de Susanne Bier, Hermanos (Brothers, 2009) trabaja por partida doble la revinculación, tanto en su faceta afectiva como social. Más tersa y reposada que su hermana mayor, aunque también más irregular y despareja, el opus siete del irlandés Jim Sheridan tiene un gran trabajo actoral de Tobey Maguire, en el rol de su vida. El Capitán Sam Cahill se prepara para retornar a la indómita Afganistán. En su Norteamérica natal quedarán su hermano (Jake Gyllenhaal), de reciente liberación carcelaria, junto a sus padres –él, veterano de Vietnam, no esconde la preferencia por el “servidor de la patria”-, una preciosa mujer (Natalie Portman, radiante aun de entrecasa) y las hijas pequeñas. Las promesas de retorno se esfuman cuando un RPG encuentra su destino en la cola de su helicóptero. Sin registro corpóreo del deceso, la desaparición en acción deviene en la aceptación de su muerte. Pero las estadísticas no siempre aciertan, y cuando Cahill sea liberado y retorne a su hogar, las cosas ya no serán como supieron ser. Seamos claros: no debe existir actor de Hollywood que no anhele ponerse en la piel de Sam Cahill, papel que aquí le tocó en suerte a Tobey Maguire: es ley tácita que las interpretaciones de veteranos de guerra –junto con las de discapacitados- son magnéticas a los premios y a la atención de la crítica especializada (vean sino el proceder del personaje del héroe de acción de Ben Stiller en la perfecta Una Guerra de Película). Sin embargo, el protagonista de El hombre Araña cumple y con creces. Sólo una parte de su ser vuelve de Oriente Medio. Incapaz de reír, agresivo, herido de muerte en su alma, Cahill mira sin ver, es un hombre ido, un muerto en vida. Resulta interesante que en plena desorientación acuda a las fuerzas armadas para pedir la reincorporación al servicio, acción que le otorga a la película de Jim Sheridan una faceta política ausente en Brødre (2004). De refilón y quizá de forma involuntaria, el irlandés flanquea la adicción que genera la guerra en quienes la vivieron en primera persona, temática que le permite dialogar con la ganadora del Oscar, Vivir al Límite (The hurt locker, 2008). Cómo el William Jones de Jeremy Renner, el Cahill de Maguire necesita la adrenalina de la batalla, el resoplido constante de la muerte que acecha para seguir viviendo. Es en la acción que encuentra el oxígeno de su cuerpo, la nueva razón que motoriza su existencia. No sería descabellado pensar que la ira del veterano no sea una manifestación de las secuelas psicológicas de la guerra sino que, quizá, es el primer síntoma de abstinencia de esa peligrosa droga. La construcción del vínculo entre la esposa del soldado y su hermano ex convicto también difiere. Bier retrataba a Jannik (Nikolaj Lie Kaas) como un ser hosco, despectivo y hasta agresivo con sus sobrinas, que recién luego de comenzar una relación más afectuosa con su madre (Connie Nielsen, Sarah) comienza a acercarse a ellas. Hay en todo el metraje sólo una escena donde tío y sobrinas juegan, se divierten. La preferencia se construye de forma más abrupta, menos gradual que en el film de Sheridan. Allí, en cambio, el director de Mi pie Izquierdo (My Left Foot: The Story of Christy Brown, 1989) y En el nombre del padre (In the Name of the Father, 1993) parte desde ese mismo punto de partida para luego retratar cómo lentamente Michael ocupa el espacio paterno. Desde la cimentación durante la cocción de los panqueques hasta la confección del muñeco de nieve, el beso entre éste y Grace es una consecuencia de ese nuevo rol que ocupa: Sarah encuentra en Jannik la posibilidad latente de una pareja; Grace la de un padre. El juego de las diferencias culmina con el aspecto formal y narrativo del díptico. Menos preciosista y más ríspida, de una puesta en escena más “casual”, con una cámara en mano más urgente, Bier estaba lejos de priorizar la empatía espectador-personaje, aspecto que prima su par norteamericana. Los primeros minutos de Hermanos apelan a cada sentimentalismo y lugar trillado existente cuando de delinear un personaje sacado de una matriz genérica se trata. Cahill es un paradigma con patas: buen padre, devoto esposo, soldado responsable, casa impecable, su tragedia es también la de quien mira. De allí la irregularidad del relato, que levanta vuelo cuando se despoja de esa matriz rígida y le da vuelo propio a las criaturas que habitan en ese mundo. Más allá de alguna moralina norteamericana demasiado notoria, Hermanos es una película noble y por momentos sincera, la historia de un hombre que en la guerra no perdió su vida, sino algo mucho más importante: la cordura.
Digno homenaje al recientemente extinto canal paradigmático del cine lacrimógeno Hallmark Channel, Están todos bien es un tibio melodrama basado en la italiana Stanno tutti bene, de Giuseppe “Cinema Paradiso” Tornatore. En este caso, el opus tres de Kirk Jones sigue el derrotero de un padre que recorre gran parte del territorio norteamericano para reencontrarse con cada uno de sus tres hijos. “Si ellos no vienen a mí, yo iré a ellos”, asegura Frank tras un plantón dominguero, bistec asado incluido, mientras busca soslayar la soledad de su novel viudez dedicándose con minucia y extremo detalle a los quehaceres domésticos que por años delegó en la madre de sus hijos. Y allí ira él en este viaje motorizado por la culpa abandónica de sus años laborales al servicio de la empresa eléctrica que hoy corroe su alma. De premisa edulcorada y trama predecible, el principal defecto de Están todos bien radica en la oralidad excesiva de los personajes, que hablan tanto o más de lo que sienten gracias a la impericia de Jones a la hora de imponer el lenguaje cinematográfico por sobre el oral, incapacidad llevada al paroxismo en la utilización cíclica de los diálogos de Frank con sus hijos, a quien él imagina menores y se corporizan ante la lente como tales. La primera vez, en medio de los preparativos para el fracasado encuentro, el recurso funciona ya que transmite la sensación de abandono que él siente en la casa otrora familiar La segunda, apenas un plano de algunos segundos cuando la visita a la primogénita está llegando a su fin, causa indiferencia. De la tercera en adelante, irrita y enoja. Hay que buscar en los nombres que encabezan el casting para encontrar las razones del estreno comercial de esta película. Sin Robert de Niro ni Drew Barrymore, Están todos bien tendría un inexorable destino a DVD.
El amor, primera parte Cuesta no caer en encasillamientos rígidos de la crítica tradicional a la hora de clasificar a El pescador y su mujer (Der Fischer und seine Frau, 2005). Pero es inevitable no catalogarla como una película menor tanto en el género de drama-romántico que transita, como en la filmografía ulterior de la alemana Doris Dörrie. La antepenúltima película de la directora de Las flores del cerezo (Cherry Blossoms, 2008) se centra en una pareja de jóvenes alemanes que se vinculan sentimentalmente en un viaje a Japón. Él (Christian Ulmen), pescador de oficio y homeless por elección, pulula por la vida sin demasiada preocupación por el futuro. Ella (Alexandra Maria Lara), en cambio, sueña con diseñar ropa y recorrer el mundo con sus vestidos. Esa relación idílica peligra cuando esa utopía comienza a corporizarse. Será un choque de paradigmas, de ideales y, por qué no, de intereses enfrentados. Hay una brío de frescura iniciática que se esfuma, cual bruma en el amanecer, a medida que trascurre los minutos. Reversión de un clásico literario de los hermanos Grimm, El pescador y su mujer propone una exploración por las sensaciones y sentimientos que afloran en cada ser humano cuando el amor, siempre invasivo e impredecible, pilotea las decisiones cotidianas. Es interesente cómo el relato fluye en la primera parte del metraje. Cómo el tono de ensueño que envuelve la vida de los protagonistas toma por asalto a la película. Pero todo empieza a fluctuar al mismo tiempo que el romanticismo de Ida y Otto. Demasiado grave, con la innecesaria presencia de la infidelidad latente (y más tarde concretada), con tufillo rancio a cuentito moralista donde la protagonista aprende que lo esencial es invisible a los ojos y que el dinero poco importa cuando prima la soledad, la película naufraga en un mar de impostación y borra con el codo lo que Dörrie escribió con la mano en los primeros minutos. Sin ser una mala película (la dupla protagónica tienen un particular magnetismo con la cámara y hacen verosímiles cualquier línea), El pescador y su mujer se desinfla. Es un película inofensiva aunque intrascendente, un entretenimiento apenas menor.
Regreso con gloria Ya es casi patológico: los realizadores que flanquean la gran industria norteamericana sienten fascinación por las historias de redención personal-profesional. Basada en la novela de Thomas Cobb, Loco Corazón (Crazy Heart, 2009), previsible pero genuina, calculada pero honesta, es el ejemplar de la temporada de premios 2010 que alcanzó la cumbre con el Oscar a Mejor Actor para su protagonista, Jeff Bridges. Con la voz rasposa y el cuerpo ajado, el barbado Bad Blake es apenas la sombra del exitoso músico country que supo ser. Su boca, la misma que paladeó el dulce néctar del dinero, hoy está inundada de alcohol y vómito. Las cuerdas vocales que arriaron miles a estadios son ya una foto sepia. El destino parece imposible de torcer. Tenía que ser, cómo no, una mujer la encargada de propulsarlo hacia la salvación. Más por caprichos de la cronología que por méritos de la calidad, Loco Corazón es la hermana menor de El Luchador (The Wrestler, 2008). El Red Blake de Jeff Bridges debería tomar un café con Randy, aquella criatura con la que Darren Aronofsky reinventó a Mickey Rourke. Sus vidas se espejan; la vida, oscilante y transitoria, está en baja: son residuos del sistema en general, del norteamericano en particular. No es casual la elección de sus oficios: la música country y la lucha libre son dos grandes pasiones del los estadounidenses. El primero sacia la nostalgia del éxito con alcohol y sexo ocasional con alguna igualmente ocasional seguidora dispuesta. Sabe que los estadios llenos, las bateas empapeladas, su voz sonando en cada espacio del dial, forma parte de un tiempo ya pretérito. Al segundo, en cambio, aún le cuesta aceptar el vacío, sábado a sábado aspira que las luchas de catch con sus oxidados colegas y amigos lo catapulte de nuevo hacia el estrellato perdido. Allí está la trouppe de musculosos gigantes vencidos por el entretenimiento más vacuo y digital, en la triste y solitaria ronda de autógrafos con más firmantes que fanáticos. La diferencia radica en las motivaciones existenciales. Randy está en el abismo, empastillado y dolorido, cuando busca un nuevo objetivo que lo ancle a la vida. Es la hija quien lo subvierte, lo invita a seguir adelante. Ante la misma cornisa, Red Blake está sólo: la sangre de su sangre lo rechaza, le corta el teléfono con la crueldad propia del desarraigado. Es a partir de ahí que ambos relatos avanzan de la mano. Las apariciones de Cassidy en El Luchador y de Jean en Loco Corazón funcionan como salvavidas simbióticos ante las tormentas inevitables. De pronto, Randy y Red encuentran un haz de luz en la oscuridad que los invadía. Tanto Darren Aronofsky como el debutante Scott Cooper retratan la redención de sus criaturas. Pero el conocimiento previo del camino a recorrer no impide el disfrute de un relato bien construido, que avanza firme y seguro del crepúsculo (personal y laboral) al amanecer. Corazón salvaje es tan noble como las criaturas que la habitan, seres sufrientes por las vicisitudes de una existencia lejana de la previsión y el planeamiento. Además de Red, está Jane (Maggie Gyllenhaal, felizmente medida para su habitual desmesura), embarazada en las postrimerías de la adolescencia; el barman Wayne (Robert Duvall), alcohólico en plena etapa de recuperación; y hasta las esporádicas grupies del cantante, para quienes la vida también es un camino ríspido de incontables vericuetos. Para Blake es posible un retorno hacia la sobriedad y los escenarios: su oficio no mata. El protagonista de El Luchador, en cambio, sabe que la muerte acecha en cada salto, en cada pirueta, en cada esfuerzo físico de su gastado cuerpo. Pero en la lucha está su vida, la totalidad de su ser. Ese último plano cenital transluce la esencia de su pasado, presente y futuro. Randy termina por aceptar su condición de luchador, tanto abajo como arriba del ring, y aún lejos de la fama y el éxito. El café terminará con ambos de pie, felices por que al fin y al cabo, tras años de curvas, la vida se vislumbra recta. Y felizmente predecible.
¡Esa es mi mujer! Cómo sobrevivir a mi novia (Forgetting Sarah Marshall, 2008) + Mi novia Polly (Along Came Polly, 2004) + La mujer de mis pesadillas (The Heartbreak Kid, 2007) = Sólo para parejas (Couples retreat, 2009). Lejos de las frías e inapelables adiciones matemáticas, la ópera prima del también actor Peter Billingsley es apenas un cúmulo de temáticas comunes a los factores que conforman el producto, pero que apelmaza situaciones de dudosa gracia embebidas en el indigerible néctar de la corrección política. La rutina, el tedio, los hijos y/o el trabajo son una amenaza latente para las cuatro parejas a las que la (pésima) traducción local del título. Es entonces que Jason (Jason Bateman) propone la solución: una semana en Eden, un complejo vacacional donde creen que impera el placer y el descanso. Sin embargo, la isla paradisíaca donde se ubica será testigo de un programa de introspección matrimonial que lejos estará de reparar las grietas del corazón. No molesta la repetición ad infinitum de los tópicos ya conocidos en las comedias de rematrimonio, siempre y cuando se trabajen o a modo de homenaje o con la irreverencia y frescura de Cómo sobrevivir a mi novia, en cuyos minutos iniciales se muestra un plano frontal de un hombre desnudo (lo irreverente) y delinea secundarios tanto o mejor que los protagonistas (lo fresco). La mujer de mis pesadillas apostaba, en cambio, la procacidad y escatología –en este caso algo diluida- de los hermanos Bobby y Peter Farrelly. Mi novia Polly, a la contraposición de personalidades como elementos de atracción. Sólo para parejas no opta por ninguna, flota a la deriva de los estiletazos de carisma del Jason Bateman y Vince Vaughn, se queda en ese limbo que es la intrascendencia. Por eso el instructor de yoga de Carlos Ponce -sí, el cantante- y sus poses sexuales (la escena misógina del año), y la irrupción de Jean Reno como un orador simil gurú del amor causan menos gracia que tedio y fastidio. Es llamativa la falta de empatia que existe entre personajes y espectador: su suerte nos importa poco, da igual si permanecen juntos o se optan por el divorcio. Sólo el tosco y resignado Joey (Jon Favreau), casado por la urgencia de un bebé concebido en la noche de graduación, es quien, más por compasión y lástima que por la construcción de sus rasgos personales, despierta un mínimo interés: Además de mala, Sólo para parejas es una película tramposa.
El imaginario mundo del Dr. Lumière En cada fotograma, en cada una de las secuencias libertinas y efervescentes que componen el metraje de TL-2: La felicidad es una leyenda urbana (2009), Tetsuo Lumière manifiesta un amor revitalizante por el cine. Con los bolsillos flacos de dinero pero repletos de ideas, la continuación del film de culto recientemente editado en DVD TL1: Mi reino por un platillo volador (2004) es un torrente de desenfado en la usualmente timorata cartelera porteña.
Todo comenzó en 2000, cuando la productora Film4 Productions adquirió los derechos para la adaptación cinematográfica de una novela cuyos bocetos aún descasaban sobre la mesa de luz de la escritora Alice Sebold. Dos años después, mientras The Lonely Bones arrasaba con las bateas norteamericanas y adquiría el status de best seller, y los directivos del estudio se paladeaban con la futura adaptación, el proyectó llegó a manos de la por entonces ignota directora escocesa Lynne Ramsay, cuyo único antecendente en la pantalla grande databa de pocos meses atrás. Morvern Callar –estrenada aquí como El viaje de Morven a mediados de 2003- cosechó lauros y éxitos de critica alrededor del mundo y le brindó la oportunidad a la joven insular y a su coguionista Liana Dognini de catapultarse al estrellato. La maquinaria funcionaba a todo vapor: los casting avanzaban, las damas adaptaban. Pero no: dicen las malas lenguas que Ramsay se acobardó con el cruce del Atlántico: “El libro salió y se convirtió en un best seller masivo. Y era tan amado que no quería que todo el mundo estuviera hablando de las diferencias entre la novela y la película”, justificó en 2005. De buenas a primeras, la línea de producción no sólo perdía un eslabón sino dos: sin guión y sin timonel, el barco quedó anclado en las profundidades de la incertidumbre. ¿Y Peter Jackson? El neocelandés estaba decorando su último pastiche, la finalmente indigestible King Kong, cuando mostró interés en capitanear la acéfala nave. ¿Otra adaptación de un best seller en manos de Mister Anillos? Demasiado tentador para la cúpula de Paramount, quien no dudó en saciarle el antojo y comprarle a Film4 Productions los derechos para la gran pantalla. El combustible jacksoniano propulsó la apaciguada máquina. Las coguionistas de la trilogía metálica comenzaron a elaborar el guión mientras que la refulgurante aparición de Saoirse Ronan como la atribulada hermana celosa en Expiación, deseo y pecado obnubiló al oceánico: el rol protagónico, Susan, ya tenia dueño. Pero la quietud no duró demasiado. Las diatribas se trasladaron ahora hacia el departamento de arte: se cree que la producción se detuvo durante varios meses a raíz de las discusiones entre sus integrantes y Jackson. Solucionado la cuestión, el casting seguía presentado inconvenientes. La nominación al Oscar por Half Nelson de Ryan Gosling puso sobre el tapete las aptitudes del (demasiado) joven actor. Seleccionado para el interpetar al padre de Susan, dejó el proyectó cuando consideró a la brecha generacional como insalvable: sus veintiséis años estaban lejos de los casi cuarenta del Jack imaginado por Sebold. “La edad del personaje y mi edad real fue siempre un tema que me preocupó”, le dijo a la revista Parade. Más allá de la coherencia de la justificación, los rumores indicaban que Gosling era demasiado demandante con Jackson, motivo suficiente para su despido. Poco quedó de la suerte que acompañó la decisión de reemplezar al irlandés Stuart Towsend por el enorme Viggo Mortensen para el rol de Aragorn en Lord of the Rings. El sustituto de Gosling fue, ay, Mark Wahlberg, próvido en roles centrales de películas de acción pero de escaso rodaje (más allá de alguna esporádica incursión) en las huestes del drama. La suerte de Desde mi cielo estaba echada. Seamos sinceros: primero, la premisa asusta; segundo, la película no está tan mal, o mejor dicho, podría estar peor. Susan es un capullo de mujer en pleno florecimiento que es asesinada por su aparente simpático vecino, al fin y al cabo un serial-killer-pedófilo. Su alma en pena no puede acceder al descanso eterno. Desde el “in between”, limbo a medio camino entre la tierra y el cielo, esperará que la justicia se encargue de su victimario mientras contempla cómo los jirones de su familia sucumben ante el dolor y la impotencia. Es curioso cómo Jackson trabaja la moral de película. Linkea un valor terrenal, allí donde impera la razón por sobre la espiritualidad, donde la frialdad de una letra vacía de interpretaciones a cualquier acción, que es la valoración de una autoridad como entidad de respeto y orden, con otro espiritual y de índole Divino. Vincula la paz del alma (en el Cielo) con la concreción de la justicia (en la Tierra). No hay curas que apuntalen a sus padres o hermanos; es el comisario devenido en confesor y amigo quien lo hace. La Justicia es aquí religión; la policía evangeliza; el Código Civil y Penal son La palabra, la Biblia. Sólo cuando las esposas cercenen la libertad del asesino, Susan estará en condiciones de ingresar por el pórtico hacia el Edén. La creación del espacio, que suscitó la mayor parte de las criticas, es quizá el mayor acierto de Jackson, quien pone su inventiva al servicio de un universo no sólo desconocido por todo ser vivo sino que quizá ni siquiera exista. ¿Cómo atacar la libérrima interpretación del “in between”, tan personal e intransferible, tan cargada de connotaciones, de pasado y de presente? Pero si arriba está lo mejor, abajo yace lo peor. Lo que ocurre en la Tierra tras la muerte de Susan es de una pobreza argumental y de un simplismo que asustan. Las acciones se suceden carentes de cualquier lógica interna, los personajes están sacados de la matriz genérica del estereotipo (Susan Sarandon, ¡con cigarrillo y vaso de whisky!), Wahlberg pulula por la pantalla incapaz de transmitir la desazón de la ausencia, el sopor de la nostalgia, la resignación a la injusticia. Es un hombre duro, tosco, de escasos registros actorales para un papel repleto de matices y de constantes giros: de padre ejemplar, a justiciero, idea y vuelta. Por fortuna, Stanley Tucci demuestra que quizá sea uno de los actores más dúctiles del cine actual. Del perfecto embajador de Julie y Julia a este vecino hay un trecho enorme que Stanley salta con comodidad. Es el único quien siente su personaje, que se roba la atención del espectador y, por qué no, de la película, involuntariamente atraída por su magnetismo. En cada aparición, en cada cuadro, transpira miedo y resopla tensión. El desenlace es sintomática del descontrol que desde su génesis invadió a Desde mi cielo. El director, quizá resignado ante la potencia de un personaje que quedó corto en el rol de secundario, no le otorga al George Harvey de Tucci el final mucho más depurado y menos arbitrario que merecía. Opta por deshacerse del él tirándolo literalmente por el barranco. En una película normal, se iría infierno. Aquí, quizá encuentre descanso eterno en el inmaculado cielo de Jackson.
“Las historias cubren todo target posible: niños, adolescentes, adultos y tercera edad; héteros y homos; fieles e infieles; sexo telefónico, mejores amigos y hasta algún Edipo sin resolver. Lo único que no hay son pobres”. Y sí, tiene razón el amigo Juan Pablo Cinelli, de Página/12: Día de los enamorados es un panegírico al Star-system norteamericano, conformado por el constante pulular de famosos interpretando a distintas criaturas clase ABC1 cuya única problemática radica en el amor, o en la ausencia de éste. Amigos que no lo son, enamorados que no lo están, el relato intercala distintas tramas que se entrecruzan durante el 14 de febrero, para los argentinos un día hasta hace años igualitario al 13 o al 15 que se convirtió, globalización mediante, en la fecha de celebración de esa oda a la fiebre consumista que es el Día de los enamorados. Allí anda Ashton Kutcher como el buenudo florista a quien su novia desplanta horas después de aceptar el casamiento, el otrora buen actor Jamie Foxx recorriendo las calles para colorear el noticiero vespertino, Jessica Biel como una agente de prensa de éxito laboral inversamente proporcional al afectivo, Anne Hathaway ronroneando groserías en una hot line rusa, Julia Roberts poniéndole el cuerpo a un marine (¡!) que vuelve a casa para ver a su hijo, Bradley Cooper dispuesto a reconquistar a un viejo amigovio, y un largo etcétera de personajes más o menos sufrientes, más o menos ricos, más o menos éticos, más o menos queribles, pero siempre lindos. Queda en cada espectador la aceptación o no de esa (i)lógica cotidianeidad, de la verosimilitud y de esa coherencia interna en constante choque con la externa: no hay crisis, no hay burbuja financiera, no hay guerras ni crisis en el mundo que propone Garry Marshall, todos son felices. Hasta el inmigrante mexicano explotado en su trabajo se contenta con saberse amado. De allí que esa visión cosmopolita rayana con lo utópico hagan de Día de los enamorados una torta bien dulce y calórica que empalaga desde el tercer bocado-cuarto de hora, que uno termina deglutiendo más por obligación y voracidad que por auténtico gusto y placer. Esperemos que el pavo del próximo día de Acción de Gracias sea más apetecible.