Padres al rescate. Se acercan las vacaciones de invierno, hay que hacer espacio para que ingresen los estrenos dedicados al público infantil, pero a la vez hay que tirar todas las sobras que la temporada anterior dejó, y es aquí donde entra No me las toquen. Viviendo en una época como la que se transita hoy en día, con el nuevo rol de las mujeres en el mundo y todas las discusiones que se suscitan alrededor del poder de decisión sobre su cuerpo, no es casual ver cintas que apelen a la moral y a las buenas costumbres que los padres han intentado inculcar a lo largo de las generaciones, pero cuando se cruza el umbral de la trivialidad y la tontería, ya es un problema. La premisa es la siguiente: tres padres que se conocen desde que sus hijas eran pequeñas descubren que, durante la noche de graduación, ellas tendrán su primer encuentro sexual, algo que no les cae nada bien y deciden buscarlas para impedírselo. Al ser una comedia que busca ridiculizar la sobreprotección de algunos padres, junto con todos los rituales de iniciación que practican los adolescentes de hoy en día, no se puede esperar más que eso: situaciones absurdas. La cuestión es que el guión ya ni se molesta en darle un marco coherente a las acciones que se llevan a cabo, al punto de demonizar el proceder de las chicas, pero tomar con absoluta tranquilidad la decisión sobre su sexualidad (como ocurre con una de ellas). Fuera de eso, todo el resto de la película es una seguidilla de situaciones trilladas, sin sentido y vistas hasta el hartazgo, a tal punto que ya ni gracia producen. Si quisiera encontrar una sola cualidad que pueda redimir este proyecto de comedia fallido, no lo conseguiría. Tanto las actuaciones de los padres (ni hablar del trío de amigas que son la nada misma) como del resto del elenco, no alcanzan para generar una sola escena cómica que valga la pena ni que justifique la entrada de cine. Es como si todo fuera tan predecible que ni siquiera el director se toma la molestia de ralentizar un poco el metraje para darle sentido al relato. Todo pasa rápido, todos saben cómo terminan estas historias, la novedad no aparece nunca y convierte a No me las toquen en otra comedia sin vuelo y sin razón para existir. Habrá que esperar hasta que inicie la segunda temporada de estrenos fuertes en el año para darle una nueva chance a las comedias, al menos las que tienen mejor gusto y estilo.
La relatividad del bien y el mal. Paolo Genovese consiguió destacarse hasta hace no mucho tiempo con una comedia ingeniosa como Perfectos desconocidos, que logró su remake en cine y teatro aquí en la cartelera porteña. En el marco de la 5ª Semana de Cine Italiano, el director decide estrenar este nuevo drama con toques de thriller psicológico que le sienta muy bien en todo sentido. La historia tiene como protagonista a un hombre del que poco y nada se sabe, su única actividad es sentarse en la última mesa de un modesto restaurante llamado “The Place” y hablar con desconocidos. Todos los que deciden acercarse a él, lo hacen con el objetivo de que les conceda sus deseos más profundos; a cambio de ello, este hombre les asignará tareas complicadas y crueles que pondrán a prueba su moral, su ética y hasta su fe. El director ya había demostrado anteriormente que tiene una gran habilidad para manejar los microclimas. Aquí toda la trama transcurre dentro de un restaurante, el afuera se ve solo de manera parcial, y las acciones de los personajes son las que llevan adelante la narración, sin caer en obviedades ni sobreactuaciones. Todos son unos simples nómadas en busca de una salvación, algo que los ayude, y el protagonista misterioso que ni siquiera nombre tiene, parece ser el haz de luz que los dirige hacia el futuro. Lograr que el espectador empatice y a la vez se indigne con cada uno de los personajes, es algo que muy pocos guionistas y directores pueden hacer. Las historias, al principio, parecen simples, pero conforme la trama avanza, da un giro inesperado que deja perplejo a más de uno. Es interesante cómo Genovese interpela al público instalando ideas que parecen incuestionables, pero a fin de cuentas caen en la más mundana relatividad. Cada tarea que el protagonista le asigna a sus consultantes es una pequeña muestra de cómo las creencias y prejuicios de una sociedad se sostienen en base a cimientos que cualquiera podría derrumbar si se tiene la astucia (o maldad) suficiente. La película no se estanca en un mismo lugar, arremete con todo impulso de una sola vez, exponiendo seres humanos en su más absoluta fragilidad, sin dar tiempo a encariñarse con ninguno ni de conocer más que lo que se muestra. Es posible que algunas actuaciones parezcan acartonadas, incluso el final puede desconcertar un poco, pero al ser un guion tan sólido y sin fisuras, la potencia narrativa es la que lleva al film hacia buen puerto, escalando como una de las mejores propuestas del cine italiano de los últimos años.
La estafa tiene cara de mujer. Las ideas, cuando no abundan, tienden a reciclarse. A veces para bien, otras veces para mal, pero si dentro de ese batido con licuadora puede salir algo interesante, nunca está de más darle una chance. La trilogía conocida por estos pagos como La gran estafa, que protagonizaron en su momento George Clooney, Brad Pitt y gran elenco; tuvo su buena cosecha de miradas positivas, a tal punto que casi 20 años después del estreno de la primera entrega, nos encontramos con esta secuela con tufillo a reboot. ¿La novedad? Las protagonistas son todas mujeres. ¿La historia? Lo mismo de siempre. Debbie Ocean (Sandra Bullock), hermana del conocido estafador Danny (personaje que interpretaba Clooney en la trilogía original) sale de prisión después de 5 años y con la ayuda de su socia Lou (Cate Blanchet) reclutan a un variopinto grupo de mujeres para llevar a cabo el robo de un collar de diamantes en la Gala del MET. Hasta acá, cuento conocido. Lo que se suele esperar de una premisa tan parecida a su antecesora es que aporte algo nuevo, algo que parece que surgirá conforme la película avanza, pero queda a mitad de camino. Para empezar, los personajes de Debbie y Lou son un calco de los viejos Danny y Rusty (y cuando digo un calco, me refiero hasta en el color de pelo). La dupla cerebro de toda la operación mantiene el mismo estilo y porte, con la diferencia que no se ve la misma química ni el mismo ensamble. Pese a las actuaciones correctas de las protagonistas, no se genera empatía por ninguna, por no mencionar a quienes las secundan, que casi están para rellenar un poco el elenco y darle continuidad a la trama (una lástima que Anne Hathaway esté tan deslucida). La femineidad y elegancia son participantes omnipresentes de principio a fin, algo que la fotografía ayuda a realzar con cada plano detalle de los cuadros, esculturas y decorados del museo víctima del robo. Lamentablemente, el guion no corre con la misma suerte, demostrando unos baches argumentales imposibles de disimular. La trilogía predecesora está presente siempre, como si hubieran buscado hacer una continuación real, pero los actores originales no hubieran aceptado. En su lugar, recurren a las fotos, a cameos, a inventarle la muerte a uno de ellos, todo muy tirado de los pelos y sin acompañarlo con ningún elemento que ayude a desarrollar a los personajes principales o al menos dar una explicación coherente de por qué hacen lo que hacen. Pareciera como si lo más importante fuese hacer lucir a las mujeres con los mejores vestidos de diseño, pero con eso solo no alcanza. No alcanza con querer instalar la cuestión de “continuidad” cuando en realidad no se propone nada nuevo más que cambiar el género de los protagonistas. Esta película, que llega en pleno auge del #MeToo y el nuevo rol de las mujeres en la industria, aporta el entretenimiento justo y necesario que se puede esperar del género, con la salvedad de que no se puede ver más allá del glamour y el cotillón que la empapan.
El show de la tolerancia. El cine francés de antaño supo dar joyitas inigualables, tan insuperables que se han hecho adaptaciones en varios idiomas de una misma obra (hasta versiones teatrales en la cartelera porteña), demostrando que el viejo mundo todavía tiene mucho para dar en materia de contar historias. El humor, la ironía, el sarcasmo, todo en su justa medida, es algo que a los franceses se les da muy bien. Lamentablemente el tiempo es tirano, y las producciones europeas han ido decayendo considerablemente, y una prueba de eso es Dios los cría y ellos… La premisa podría considerarse simpática y hasta un poco sagaz: Nicolás (Fabrice Eboué, quien también dirige la cinta) es un productor musical en decadencia que necesita reflotar su negocio (presionado por su jefa) para no perder su puesto, además de lidiar con sus propios problemas personales. Para eso, se le ocurrirá la (¿brillante?) idea de armar un grupo de cantantes tan disparejo como creativo: un sacerdote, un rabino y un imán. Las dificultades empezarán a aparecer cuando las diferencias entre las colectividades comiencen a provocar asperezas entre los integrantes del trío, haciéndole la vida imposible al productor y ocasionando desastres que darán pie a casi todas las situaciones hilarantes de la película. Siguiendo con la línea de lo dicho anteriormente, el humor es algo que a los franceses se les da muy bien, aunque por momentos encontremos un proyecto como éste, que no emula las grandes comedias de los viejos tiempos, pero al menos hace su mejor esfuerzo. Estamos ante una historia de enredos, ligera y desprejuiciada, a tal punto que algunos chistes que podrían considerarse antisemitas se hacen con la suficiente altura como para que nadie se sienta ofendido. Por supuesto no es uno de los mejores guiones que se pueda encontrar, algunas situaciones son muy predecibles y pierden la gracia en el momento que se repiten, pero de alguna forma, el ritmo del relato nunca pierde su ligereza narrativa como para no estancarse en un personaje en particular, sino darle el espacio adecuado a cada uno. Fabrice Eboué, siendo director y protagonista al mismo tiempo, es uno de los más deslucidos, pero a juzgar por el desempeño de los tres "religiosos", es una decisión acertada mantenerse al margen para no hacer decaer el relato en ningún momento. La música (un soundtrack hecho a la medida del film) también es un componente fundamental por su originalidad y su simpatía. No se le puede pedir mucho a una película que no pretende ser más de lo que ofrece. Un entretenimiento ligero y sin culpas, donde temas que antes no se tocaban, ahora son abordados con desparpajo y picardía. Muy al estilo francés, todo en su justa medida.
Quiero ser un pendejo aunque me vuelva viejo. Llegar a la mediana edad para muchas mujeres es un gran paso, aunque no siempre uno bueno. La película de Martín de Salvo se centra en eso, cambios y decisiones a las que una mujer debe enfrentarse a la hora de asumir que las cuatro décadas se le vienen encima. Eva (Mora Recalde) es una mujer de 37 años, profesora particular de guitarra y se acaba de separar de su novio. Luego de atravesar por la famosa crisis post separación, volver a vivir con sus padres y replantear cómo será su vida de soltera, se da cuenta de que su reloj biológico está corriendo y hasta entonces nunca tuvo un hijo. Su entorno familiar, sus amigas, su ex y hasta su ginecólogo no serán de mucha ayuda, y harán que la vida de Eva se convierta en una carrera contra el tiempo para engendrar ese hijo que tanto quiere, como sea y con quien sea. Estamos ante una premisa, de por sí, ridícula. Sin embargo, no hay que olvidarse de que esto no es un drama existencialista ni nada por el estilo, es simplemente una comedia, que por momentos tiene sus pequeñas chispas de lucidez, pero no son las que más abundan. El tema central no es algo que nunca antes se haya visto (sobre todo en comedias argentinas): una mujer entrando en la mediana edad, sin hijos, buscando desesperadamente uno, y viviendo la locura de las “recién separadas” que tienen encuentros casuales con la ayuda de las redes sociales y las aplicaciones de citas que hoy están de moda. En eso se basa todo el metraje, no hay nada más para decir ni nada que aportar. Es cierto que sobre el final se hace mención a la importancia de ser uno mismo y no prestarle atención al que dirán, pero aún así, la conclusión queda tan deslucida como obvia. Gran parte del problema recae en el guión, que nos conduce hacia un relato lineal y carente de cualquier matiz que colabore un poco en empatizar con alguno de los personajes. A esto se le suma el escaso compromiso de los actores con el proyecto, donde figuras de renombre como Horacio Fontova pasan sin pena ni gloria por la pantalla. La actuación de Mora Recalde es la más exagerada y cae en un simplismo tal que cuesta poder entender las motivaciones de su personaje, es un protagónico con el que nunca se llega a comprometer, solo queda a la altura de sus compañeros que ni siquiera tienen tanta cámara como ella. Los chistes podrían funcionar en su timing justo o con otro entusiasmo, no es lo que se ve, y hace que la película pierda el ritmo que una comedia necesita. Todo termina pareciendo pesado y hasta aburrido, carente de toda picardía. Este es un claro ejemplo de que no importa el alto o bajo presupuesto que un film tenga, siempre va a depender de qué tanta dedicación se le ponga, además de poseer un buen guión por supuesto.
Y todo queda en nada El género de terror en Argentina sigue siendo una deuda pendiente. No por la falta de intentos, sino porque la gran mayoría resultaron fallidos o dejaron sabor a poco. Ahora, con la nueva propuesta de Macelo Schapces que toma a Lovecraft como base y sigue por los caminos sinuosos de Borges y Edgar Allan Poe, nos encontramos ante una película que podría haber sido interesante, pero se queda a mitad de camino. La historia sigue a Luis (Diego Velázquez) un bibliotecario que trabaja en la Biblioteca Nacional cuidando y restaurando libros antiguos. Un día se topa con una sección del establecimiento que nunca había sido descubierta y va a dar justo con el famoso y terrible Necronomicón, una copia que hace muchos años estuvo escondida en ese lugar y (cuenta la leyenda) que el propio Borges custodió en algún momento. La premisa, de por sí, parece atractiva. Los elementos sobrenaturales que rodean la historia, junto con sus referencias bibliográficas a grandes autores de la literatura fantástica, llenan la trama con un ambiente oscuro y sórdido, en una Buenos Aires que lejos está de ser la ciudad que todos conocen. Hasta gran parte del elenco colabora para conducir el proyecto por los carriles esperados. Solo faltaban dos cosas, cuya ausencia (o escasa presencia) hacen que toda la película camine sobre la cuerda floja y más de una vez caiga bajo el propio peso de su pretenciosidad. El guion tenía una tarea difícil, es cierto, el Necronomicón de Lovecraft no es sencillo de adaptar, ni muchos menos de explicar en términos argentos. La historia se nos presenta desde un primer momento como un misterio que está asolando la existencia pacífica de nuestro protagonista, alguien de quien sabemos poco y nada (igual que el resto de los que acompañan) pero que, de alguna manera, sabe que debe hacer algo para que la humanidad no quede a merced de los muertos. A partir de ahí, los baches narrativos que hay que saltar son incontables. Todo núcleo de la trama se presenta y luego queda en el aire, como si nadie prestara atención a lo que está viendo y no le importe perderse parte de la historia. Los personajes secundarios (Daniel Fanego y María Laura Cali principalmente) son los pocos que pueden lograr que la película tome forma y circule ligero para que no se haga más tediosa de lo que ya es. Algunos están de relleno, como la participación un tanto exagerada de Victoria Maurette, y a otros les falta el carisma y la consistencia actoral que se requiere para cargarse un protagónico al hombro (sí, le queda mucho a Velázquez todavía). Los efectos especiales merecen un párrafo aparte. Su calidad es tan pobre y decadente que bordean lo risible (la deformación en la cara de Federico Luppi es para el infarto). Si estaban cortos de presupuesto, se podría haber disimulado perfectamente, pero no hicieron el menor esfuerzo e intentaron lucirse con lo que había. Estamos en el 2018, y aunque nuestro cine no se caracterice por producciones de alto impacto, cuando hay voluntad, se pueden hacer cosas decentes, pero estos efectos no deberían pasar ni siquiera por la post producción. Lluvia que no es lluvia, posesiones demoníacas medio robotizadas, ojos fluorescentes, en fin, un despliegue de horrores y no de los buenos. Necronomicón no pasará a la historia como una de las películas de terror mejor logradas, apenas puede tomarse como el comienzo de un largo camino para encontrar la fórmula definitiva que lleve a las buenas producciones de género. Mientras tanto, seguiremos esperando.
Sigue tu camino Pocos estrenos son tan gratificantes como la nueva película de James Franco, que comenzó basándose en la peor cinta de la historia hasta el momento, y terminó convirtiéndose en lo mejor que dejó el 2017 ni más ni menos. The room fue un filme estrenado en el año 2003 escrito, producido, dirigido y protagonizado por un ignoto Tommy Wiseu, de quién poco y nada se sabe, que mantiene un perfil excéntrico y desconcertante, y que no tenía otra ambición más que convertirse en el nuevo Tennesse Williams. Este proyecto era como un gran rompecabezas imposible de armar, que confundía más de lo que agradaba, pero aun así, logró colarse dentro de la lista de películas de culto, ya que hoy en día continúa proyectándose en distintos lugares del mundo con una recepción inaudita. Uno de los protagonistas de esta bizarreada fue Greg Sestero, amigo y confidente de Wiseu, que años después decidió poner por escrito toda la locura que vivió dentro de ese proyecto en un libro llamado The disaster artist, el cual James Franco tomó como base para realizar su pseudo documental. Independientemente de que este filme siente sus bases en el making of de una película que resultó ser un completo fiasco, y hoy en día no exista una explicación lógica de cómo semejante esperpento llegó a ver la luz, la obra de Franco transita por otros lugares inesperados. Estamos ante una comedia de las buenas, de esas que no utilizan los chistes fáciles para complacer, de esas que son conscientes de su potencial y lo explotan al máximo con diálogos simples pero atinados. Esta película bien podría haberse convertido en un documental a secas, pero la acertada decisión de dramatizar todo, captando la esencia de los protagonistas (Wiseu y Sestero particularmente), llevándolos al plano más humano y terrenal, quitándoles la imagen grotesca que el filme del 2003 les supo conseguir, sin duda fue un logro en el guion, que se agradece mucho. Las actuaciones no sólo sorprenden, sino que ameritan una mención aparte. Los dos hermanos Franco están excelentes en sus roles, cargándose toda la historia al hombro y saliendo airosos en cada una de las escenas que aparecen. El elenco acompaña muy bien, nadie se destaca por sobre los demás (aunque puede que haya algún que otro de relleno) y logran recrear todo ese mundo de sinsentido que el incoherente Tommy Wiseu construyó a su alrededor. La película no se estanca en los golpes bajos, tampoco quiere caer en los sitios comunes, sino que busca sacar de un proyecto amorfo todo el costado sentimental posible. Es cierto, podría llegar a ser cursi por momentos, pero no lo es. El famoso mensaje “sigue tus sueños, todo es posible” hace mella en cada diálogo de manera creíble y nada predecible. Técnicamente no destaca, pero tanto su guion como sus actuaciones llevan a la trama por el camino correcto, sin fisuras ni baches argumentales que dejen todo al azar. Si bien James Franco nunca se caracterizó por su estilo como director, en este filme dio en la tecla, en todo sentido. Hermosa propuesta, paradójicamente se queda en la cúspide de lo mejor del año, cumpliendo con todo lo que propone y dejando satisfacciones más que decepciones. Una revelación que dará que hablar en la próxima temporada de premios.
El amor es más fuerte Puede parecer engañoso desde su trailer hasta su afiche promocional, pero Good time es mucho más de lo que aparenta y trata de vender. El título no hace justicia en absoluto a su desarrollo, la historia que se presenta es oscura, pero no por eso es menos emocionante. Connie (Robert Pattinson) y Nick (Benny Safdie) son dos hermanos muy unidos. Mientras el primero busca a toda costa conseguir una vida que nunca tuvieron, el segundo tiene un retraso mental que le dificulta cada uno de los planes de su hermano. Un día planean un robo que sale mal y Nick es puesto en prisión, lo que llevará a Connie a tomar todas las medidas posibles para conseguir el dinero de la fianza y sacarlo de la cárcel. La adrenalina que atraviesa todo el metraje de Good time es simplemente apabullante, no hay manera de que se pueda salir de la sala sin los nervios rotos o al menos sin sentir un mínimo de compasión por los personajes, más allá de que sepamos de entrada que no estamos ante simples marginados de la sociedad. El aura que envuelve al filme en su totalidad es de oscuridad y confusión, la imagen se vuelve sucia por momentos, pero todo contribuye a la recreación de ese submundo que los hermanos Safdie supieron construir, con Pattinson a la cabeza, por primera vez redimiéndose y alejándose de la sombra de Crepúsculo. El guion lleva a la historia hacia un ritmo de pura vorágine en un principio, luego la narración se vuelve un poco tediosa con la incorporación de personajes secundarios que poco aportan al conflicto central, hasta que se llega a una conclusión tan vertiginosa como el inicio de la película. Si bien el relato es potente en sí mismo, son las actuaciones las que se llevan los aplausos. Robert Pattinson supo dar con un proyecto que le permitió explotar (y explotarse) todo el potencial que ya demostró en otras producciones como Cosmópolis de Cronemberg. La dupla que hace con Benny Safdie es grotesca, pero a la vez inspira ternura, son hermanos que se valoran y eso se ve en cada toma, cada escena, cada diálogo. Sin duda, Cannes fue el puntapié inicial que necesitaba esta película para poder surgir y correrse del mote “under” que pretendían inculcarle. Good time no es una simple propuesta indie, que lleva un actor conocido para captar un determinado público. Por lejos, es una de las mejores apuestas de lo que queda del año, teniendo todo a su favor, desde una narrativa poderosa y vibrante hasta unas actuaciones de primer nivel, junto con una fotografía que potencia todas y cada una de las facetas que esta película posee y de las que se regodea constantemente. A partir de ahora, solo queda vivir la experiencia de ver este filme con ojos desprejuiciados y sin temor a encontrarse con un shock duro pero gratificante.
Papá es un ídolo En tiempos en donde las franquicias de acción con actores veteranos ya no saben de qué forma seguir en pie, aparecen de manera aislada y sin ninguna prisa, películas como En defensa propia. Aquellos actores (Bruce Willis en este caso) que han sabido hacer del género su fuerte indiscutido, aceptan este tipo de papeles como para seguir explotando su potencial y su trayectoria, sin tener en cuenta que, muchas veces, el tiro puede salir muy mal. Este filme cuenta la historia de Will (Hayden Christensen) quien, en su intento por forjarle un carácter a su hijo acosado por los bullies del colegio, lleva a su familia de vacaciones a una casa en el medio del bosque para enseñarle a su querubín a cazar. Todo sale mal cuando terminan siendo testigos de un intento de asesinato, y el padre en cuestión se verá envuelto en una carrera contra el tiempo para salvar a su familia y no quedar implicado en un robo fallido. Desde el inicio hasta su conclusión, la película navega constantemente en aguas conocidas. Tanto los personajes como el guion no aportan nada nuevo, manteniendo un ritmo narrativo letárgico y carente de toda emoción posible. Bruce Willis está solo dentro de una producción que parece estar hecha para saldar la deuda de alguien, más que para mostrar algo innovador que justifique la realización de la misma. Hayden Christensen nunca se ha destacado por sus dotes actorales, ni siquiera dentro de la saga de Star Wars que lo catapultó a la fama. En esta película todos parecen sentirse fuera de lugar e incómodos con sus roles, quitándole vida a la trama que, quizás con una vuelta de tuerca en su escritura, podrían haberla salvado. Estamos ante una película hecha estrictamente para la televisión, de esas que se encuentran de casualidad un domingo a la tarde donde nunca hay nada interesante para ver. No se explica el por qué tuvo que estrenarse en los cines, pero claramente no quedó a la altura de las circunstancias, dejando un producto insípido, lleno de fallas argumentales y con unas actuaciones que fluctúan entre lo pobre y lo mediocre. Habrá que esperar al próximo año para mejorar la calidad en todo sentido, siempre y cuando los realizadores se enfoquen en guiones con buena carga narrativa y no sigan transitando lugares comunes.
Extraña pareja Siempre se ha dicho que los opuestos se atraen, y en el caso de Victoria y Abdul las diferencias convergen de manera increíble y poco habitual dentro de un drama histórico. La reina Victoria (Judi Dench) se encuentra transitando los últimos años de su monarquía rodeada de su servidumbre real y los obsecuentes de siempre. Sola, anciana y aburrida, ya nada le produce entretenimiento, hasta que conoce a Abdul Karim (Ali Fazal), un joven enviado desde la India para ayudar en los servicios de las Bodas de Oro del mandato de la soberana. La química entre ellos surge de inmediato, la curiosidad de la reina por conocer todo lo que los muros de su palacio le ocultan aflora, y el joven indio pasa de ser un simple sirviente a su gran amigo y confidente. Es cierto que hay una vieja concepción circundante acerca del estilo inglés para filmar, con sus parsimonias, sus maneras acartonadas y su gusto “refinado”, por nombrar algunos prejuicios. Stephen Frears ya demostró, con trabajos como La reina y Florence, que la manera de hacer biopics a lo “british” no necesariamente requiere de solemnidad ni refinamiento, pero sí de una estética hiper cuidada. Eso es Victoria y Abdul. Una película cargada de ternura y sentimientos, de los que no abundan en los personajes retratados de la realeza británica y que, sin dudas, son necesarios a la hora de recrear el costado más humano de un monarca. A nivel narrativo, el filme no aporta sorpresas, pero tampoco decepciona cayendo en los lugares comunes. La historia se desenvuelve a paso ligero mientras la amistad entre la reina y su sirviente va aumentando en soltura y calidez. Judi Dench acapara la escena como la actriz de gran trayectoria que es, mientras Ali Fazal acompaña de manera atinada y muy graciosa, formando un dúo inverosímil pero excepcional. A su vez, es para destacar las pequeñas “bajadas de línea” que el guion deja entrever en las escenas donde los asistentes de la reina se horrorizan al ver que un indio se convierte en su compañero más importante. El evidente racismo que se respiraba en esos tiempos no le da a la película un tono moralista, solo colabora en seguir haciéndola más cómica de lo que ya es. Por supuesto, y como habíamos dicho antes, la fotografía no escapa a la mención, ya que se destaca en gran medida el trabajo visual que le da a los escenarios su aire característico de la época victoriana, sin perder por un instante la luminosidad. Victoria y Abdul tiene mucho para brindar, no solo una historia bien contada y llena de emociones inesperadas, sino también un gran entretenimiento, de esos que son bienvenidos cuando menos se buscan.