Presunto culpable: Cuando hablamos de cine indio siempre se nos vienen a la cabeza esos espectáculos multicolor bollywoodienses trufados de suntuosos bailes y exotismo a raudales. Pero al margen de la industria también afloran otro tipo de películas, más pequeñas, que ponen su empeño en denunciar, desde los márgenes, las taras que rigen a una sociedad que dista mucho de ser perfecta. Si no fuera gracias a la labor hurgadora de los Festivales de cine, y en su extensión, por algunas distribuidoras que apuestan por hacernos llegar un tipo de cine diferente, el acceso a este tipo de obras sería prácticamente imposible
Animación del montón. Cuántas veces no hemos escuchado decir a esos padres primerizos que la película que han visto más veces en su vida ha sido cualquier dvd infantil que han puesto a su hijo en un loop que parece no tener final. Pues si nos acercamos a Norm y los invencibles vamos a tener exactamente la misma sensación, la de ya haber visto esa misma película un millón de veces.
Terror que brilla por su ausencia No deja de ser curiosa la coincidencia que dos actrices que se han hecho populares gracias a la exitosa serie de televisión Game Of Thrones, la referencia es para Natalie Dormer y Hannah Murray (quienes dan vida respectivamente a Margaery Tyller y Gilly) cuenten entre sus últimos trabajos con dos películas de temáticas tan similares que parecen gemelas. En ambas, dan vida a dos mujeres que, por oscuras circunstancias, se ven obligadas a adentrarse en un siniestro bosque donde la gente penetra con un único fin: acabar con su vida. Y aunque pueda parecer mentira, hasta sus personajes se llaman igual: Sara.
A quemarropa Nos hallamos ante una producción hollywoodiense de las que se suele decir de campanillas, de esas que, aunque se hayan estrenado más bien pronto, seguro cuentan en todas las quinielas de los premios gordos del primer trimestre del 2016 en las categorías de mejor actor y mejor dirección. Nos referimos a Pacto Criminal (Black Mass -2015-), un thriller basado en hechos reales -y a su vez en el libro más vendido del New York Times de 2001-, que nos sitúa en el Boston de los años 70, lugar donde la mafia italiana operaba a sus anchas mientras el FBI se desgañitaba para pararles los pies. En esta ocasión se nos explican las correrías del sanguinario capo James “Withey” Bulger, una ex figura de la delincuencia organizada de Massachusetts, quien fue acusado por cometer la friolera de diecinueve asesinatos aunque entre sus vecinos fue tenido como una especie de “Robin Hood”, protector del barrio donde operaba. Withey, con la única intención de acrecentar sus negocios, no dudó en buscar una suerte de singulares aliados para poder eliminar del mapa a todos sus competidores italianos, instalados en la costa este de EEUU. Entre ellos contó con la ayuda inestimable de los “supuestamente” defensores de la ley, una nefasta asociación entre policías y ladrones que provocaría en breve un espiral de violencia incontrolada, donde todos saldrían ganando: unos por atrapar a algunos malhechores e ir escalando puestos en el mando policial, y otros por consolidar su poder y así convertirse en gángsters tan implacables como poderosos. Pero como todo tiene su fin, la llegada al lugar de un incorruptible fiscal del distrito hará tambalear y de qué manera el sistema de ayudas mutuas. El elenco reunido para la ocasión es para quitarse el sombrero, con un Johnny Depp de aspecto irreconocible (su alopecia y otras prótasis instaladas, objeto de crítica de algunos que las han considerado como muy exageradas y poco creíbles), dotan a su oscuro personaje de un aroma maquiavélico cercano incluso al Nosferatu de Murnau, que huele a nominación para el Oscar. De todos, es sabido que Depp se encuentra más cómodo cuanto más disfrazado sale a escena, y ahí están ejemplos para corroborarlo como la saga de Piratas del Caribe -2003-, Alicia en el país de las maravillas -2010- o la mítica El joven manos de tijera -1990-. Le acompañan en el reparto un sobrio y siempre cumplidor Benedict Cumberbach como su hermano metido a político (se echa en falta un poco más de protagonismo de su personaje, que queda bastante desdibujado y falto de desarrollo), y la sorpresa de un magnífico Joel Edgerton (visto en superproducciones como El gran Gatsby -2013- y Exodo: dioses o reyes -2014-) en el rol de ambiguo agente del FBI que aquí actúa como un auténtico roba escenas. En el lado femenino, la emergente Dakota Johnson, recién salida de sus Cincuenta sombras de Grey -2015- y una pizpireta Juno Temple en el rol de prostituta con la boca un poco suelta. Advertimos a los amantes de la no violencia que aquí no se tienen ni que acercar: tiros en la cabeza por doquier, estrangulamientos, palizas, torturas varias, salpican un argumento que crece a medida que avanza la acción. El director de la sanguinolenta propuesta, Scott Cooper, opera una puesta en escena muy apropiada para la historia que se quiere explicar. Banda sonora y diseño de producción también rayan a gran altura, recreando la década de los setenta de forma veraz, lo que deriva en un producto digno, que no defraudará a los fans de obras maestras del género como Buenos muchachos -1990- o Una luz en el infierno -1993-. En definitiva, una película que gira casi por entero en la figura de Johnny Deep, que aquí luce aterrador. Parece tranquilo y sereno, y de repente explota como si fuera un cartucho de dinamita, Consigue transmitir el desasosiego a través de su voz suave y gutural y su mirada fría como el hielo. Su caracterización de “Withey” Bulger es venenosamente fascinante.
Fumados a todo ritmo. Estamos ante la que seguro es la película más loca y descerebrada que se estrena en lo que va del año. Desde un inicio nada prometedor, donde se explica la sosa relación entre Mike, un chico apocado con repetidos ataques de pánico que trabaja en una gasolinera (Jesse Eisenberg) y Phoebe, su guapa novia (Kristen Stewart), que no paran de meterse alucinógenos en forma de marihuana para poder sobrellevar su rutina diaria. Enseguida pasamos a una auténtica aventura con aroma pulp, donde nada es lo que parece. El protagonista resultará ser una máquina de matar al servicio del gobierno de los Estados Unidos; su pareja, alguien con una identidad impostada y una serie de secuaces antológicos, los enemigos a batir. El director de esta recomendable apuesta a contracorriente es el londinense de ascendencia iraní Nima Nourizadeh, quien ya despuntó en el terreno de la acción y el ritmo desenfrenado hace tres años en el que fuera su debut en la gran pantalla, la comedia adolescente Proyecto X -2012-. Para que nos podamos ir haciendo una idea, Operación Ultra -2015- podría llegar a definirse como una suma de Pineapple Express -2008- más Identidad desconocida -2002-. Por un lado tenemos ese ambiente ofuscado y descomedido propio de las situaciones derivadas del consumo de estupefacientes y por el otro un film de acción puro y duro. Escenas de lucha cuerpo a cuerpo, persecuciones imposibles, explosiones, chico salva a chica de una muerte segura y viceversa. La paranoia se va adueñando de manera progresiva del desarrollo argumental (el guión viene firmado por Max Landis, autor entre otros de Chronicle -2012-) hasta el punto de no saber si en realidad no estamos asistiendo a una gran broma pesada con muy poco espacio a la originalidad. La base de la propuesta es la química entre los dos protagonistas, ya demostrada con creces con anterioridad en la deliciosa y muy recomendable Adventureland -2009- de Greg Mottola. Si bien a Jesse Eisenberg el papel de superhéroe hogareño le venga un poco grande, para la heroína de la saga Crepúsculo no es más que un divertimento y un escape después de haber demostrado en los últimos dos años estar lo suficientemente capacitada para acometer interpretaciones mucho más profundas y comprometidas (Siempre Alice -2014-, Camp X-ray -2014- y El otro lado del éxito -2014-, entre ellas). Entre los roles secundarios, destacar la presencia de Bill Pullman en un pequeño papel al final del metraje, y los siempre efectivos Topher Grace (Interstellar -2014-), quien nos regala a un villano de altura, y al colombiano John Leguizamo (Daño Colateral -2002-) recuperado para la causa y, como casi siempre, dando vida a un narcotraficante sudamericano bastante pasado de vueltas. En definitiva, una comedia de acción desenfadada y muy “pulp” con acentuada estética de cómic, pero absoluta falta de ambición, que parece sumida en la misma niebla de sus muy fumados protagonistas y que acaba decepcionando un poco por culpa de su poca capacidad de sorpresa.
La familia unida jamás será vencida Ambientada en una Tailandia bastante convulsa, esta vibrante aunque algo tópica película de acción nos explica la angustiosa peripecia de una familia norteamericana que se ve envuelta en una serie de trágicas protestas por parte de una población de uñas a causa de la invasiva presencia en su país de inhumanas corporaciones. Esta es tan sólo una mera excusa para volver al manido tema de lo esencial de salvar la familia cueste lo que cueste en un clima decididamente hostil. La cámara se mueve con soltura, y el metraje se pasa como un suspiro mientras los protagonistas se las ven y se las desean para alcanzar algún punto de cobijo que los resguarde de la crueldad de los sanguinolentos huelguistas (no se entiende cómo el film haya conocido su estreno el mes pasado en tierras tailandesas, porque lo cierto es que deja a sus habitantes como auténticos cafres). Lo mejor de la función lo brinda el personaje secundario interpretado por un socarrón Pierce Brosnan, embutido en la piel de una especie de mercenario borrachín que prestará su ayuda incondicional para apoyar a sus compatriotas. Suyas son las mejores frases del guión en el que se deja entrever (sin entrar en mucho detalle, claro) un atisbo de crítica feroz hacia la ambigua labor de los gobiernos de los países del primer mundo, a quienes no les duelen prendas a la hora de aprovecharse de la miseria ajena mediante un sistema de engañosos préstamos que acaban por esclavizar a los más necesitados. Pero ya decimos que esto funciona como mínima acotación de un relato donde lo único que interesa es saber si los desubicados héroes acabarán por salvar todos los obstáculos que irán apareciendo a su paso. Sí, que es cierto que hacia el final de la película nos topamos con un clímax sorprendente en cuanto a su audaz planteamiento, que aquí no develaremos pero que acaba por desbaratarse a causa de la dichosa costumbre de los realizadores yanquis de medio pelo de tirar por el camino más fácil. Y es que el director de esta frenética propuesta, John Erick Dowdle, por ahora tan sólo ha filmado una serie de películas mediocres que se mueven torpemente entre el thriller y el terror, destacando por su despropósito el remake de la cinta española REC, titulado Cuarentena, y la más reciente Así en la Tierra como en el infierno. En cuanto a los protagonistas, encontramos a la siempre interesante Lake Bell, en su primer papel en un Blockbuster hollywoodiense después de haberse labrado una merecida fama en el cine más autoral con títulos como Encontrando tu voz o Un golpe de talento. A su lado, en un rol dramático alejado de sus más acostumbradas comedias alocadas, un muy creíble Owen Wilson, en una actuación de una fisicidad asombrosa.
Desierto asesino El título de este thriller de persecución nos remite rápidamente al western clásico dirigido por King Vidor en 1946 en el que Jennifer Jones y Gregory Peck protagonizaban un final memorable con mucho sudor y lágrimas en medio del desierto. Salvando las distancias, tanto temporales como de calidad cinematográfica, aquí también dos personajes se las verán y se las desearán para sobrevivir en el páramo hostil. Ben (Jeremy Irvine) es un experto rastreador que opera en el desierto de Mojave, situado entre Utah y Carolina del Sur. Allí se dedica a cooperar con la policía para guiar a los turistas que visitan el lugar para practicar la caza mayor. Uno de estos visitantes es Madec (Michael Douglas, el único actor que aparece en el film que parece profesional), un magnate que colecciona trofeos de caza. Madec contrata a Ben para que le acompañe en el tramo más extenuante del desierto trufado de extensos valles (entre ellos el llamado Valle de la muerte) con el objetivo de dar caza a un codiciado tipo de carnero. Pero cuando parece que están a punto de alcanzar su presa todo se tuerce y lo que parecía pan comido se convierte en una auténtica pesadilla para ambos. Aquí no desvelaremos las circunstancias en las que se ven envueltos, pero vaya por delante que su peripecia se convertirá en un macabro juego del gato y el ratón (más parecido a un capítulo de la serie de dibujos animados Tom y Jerry), donde la caza animal mutará en caza humana. El último trabajo y primero en Norteamérica del director francés Jean-Baptiste Léonetti (Carré Blanc), está basado en una obra del escritor especializado en novelas de terror Robb White (autor entre otros de los guiones de Mansión siniestra y El aguijón de la muerte, dirigidas por William Castle en la década de los sesenta). La novela se titula Death Watch, y ya conoció una adaptación para la televisión en 1974. Aunque la película está bien filmada y aprovecha al máximo lo escaso de los recursos que te puede ofrecer una geografía tan extrema, lo cierto es que el guión hace aguas por todos lados. La situación detonante de la acción no es nada creíble, y muchos de los sucesos acaecidos a partir de entonces no se sostienen por sí solos. Si te paras a pensar un momento te das cuenta de la cantidad de incoherencias que salpican el relato, aunque buscar estos errores también puede ser un buen pasatiempo mientras atendemos a lo que se nos quiere explicar de mala manera. Eso sí, el final es tan descabellado que vale la pena esperar para echarte unas buenas carcajadas. Michael Douglas, a quien suponemos que no le deben de llover los papeles aunque le hayamos podido ver en la reciente Ant Man: el hombre hormiga, hace lo posible por darle un poco de vida a su personaje, pero los pobres y mínimos diálogos y lo previsible del desarrollo argumental no juegan para nada a su favor. Parece que todos los que han tenido algo que ver en la producción de la película hayan sido afectados por un golpe de calor propio del lugar, porque si no no se acaba de entender tal descalabro.
Una absoluta delicia La oveja Shaun está basada en una serie de televisión animada mediante la técnica conocida como stop-motion. La serie, de origen británico, y producida por la Aardman Animations se emitió por primera vez en CBBC en marzo de 2007. Los personajes de esta serie, que constaba de cuatro temporadas de ciento veinte episodios en total, aparecieron por primera vez en 1995 en un cortometraje de Wallace y Gromit, que en Argentina se tituló Wallace & Gromit: una afeitada al ras. Era lógico pensar que de un tiempo para acá se debía producir el salto a la gran pantalla, sobre todo porque hablamos de unos personajes muy populares gracias al merchandising (lo que se viene a conocer como universo oveja, con especial atención al bebé Timmy, siempre pegado a su chupete; su mamá, fácilmente reconocible porque siempre lleva rulos; Shirley, la oveja más grande y gorda del rebaño; El Dúo, dos ovejas que siempre aparecen juntas, y como no Bitzer, el perro ovejero y mejor amigo de Shaun). ¿Y qué es esto de la stop-motion? Pues no se trata de dibujos animados tal y como los conocemos tradicionalmente, sino de fotografías de un objeto físico (en nuestro caso figuras de ovejas) que se modifican levemente entre fotogramas, y luego, al juntarlas todas, dan la apariencia de que se mueven. El estudio Aardman se especializó en este tipo de animación utilizando como elemento principal la plastilina (lo que se conoce como claymation). En una época en la que lo que prima son los efectos especiales por computadora, y la aplicación de las últimas tecnologías animadas dan como resultado que en ocasiones tengamos la percepción de acudir más a un parque temático que a una sala de cine es necesario alabar la dura y artesanal labor de una productora que apuesta por un tipo de animación mucho más tradicional. Y es que algo de especial tendrá esta Compañía cuando el propio Hayao Miyazaki, director de El viaje de Chihiro (2001) y otras joyas animadas, se ha declarado fan confeso admirador de todas sus producciones, destacando sobre todo su elegancia y el sofisticado humor británico que destilan sus trabajos. La oveja Shaun es una delicia animada llena de ingenio y escenas hilarantes; una auténtica metralleta de gags y referencias al slapstick más clásico, basada en una narración completamente visual y carente de diálogos. Logra arrancar la carcajada en más de una ocasión, lo que en estos tiempos que corren de comedias para el bostezo ya es todo un logro. La premisa desde la que parte el desarrollo argumental es tan simple como efectiva: la oveja protagonista decide tomarse el día libre, cansada de la rutina diaria de la granja en donde vive, pero las cosas se complicarán cuando por una serie de casualidades el pastor que las cuida acabe perdido en la gran ciudad. La acción y la diversión están servidas, con un puñado de ovejas recorriendo la urbe intentando pasar desapercibidas. Una historia encantadora llena de corazón y de humor, accesible y disfrutable para todo tipo de público.
La diversión brilla por su ausencia Ya estamos con la eterna deuda a cuestas. A un director de cine con una carrera tan prolífica como exitosa, ¿se le tiene que valorar individualmente por cada una de sus películas o resaltar siempre el conjunto de su obra? Esta es una pregunta que asalta cuando vas a ver la última de Woody Allen, Martin Scorsese, Clint Eastwood y ahora Peter Bogdanovich. El realizador de películas tan deliciosas como La última película (1971) o ¿Qué pasa, doctor? (1972) ya hacía algún tiempo que no se colocaba detrás de las cámaras, con unas últimas tentativas que no habían sido precisamente muy satisfactorias -El miau del gato (2001) y algunas producciones televisivas que le habían reportado severas críticas-. Ahora se viste de Ernst Lubitsch en esta Terapia en Broadway que nos ocupa, y lo cierto es que sigue en baja porque el sopor y el aburrimiento hacen acto de presencia en una comedia a la que falta ritmo y buenos diálogos. Todo suena demasiado conocido en este enredo de equívocos con demasiadas coincidencias inverosímiles. El plantel de conocidos actores que va apareciendo en escena carece de la chispa y el desparpajo suficiente para arrancar la risa del defraudado espectador. Algún gag verbal y visual aislado nos recuerda que quien dirige fue un auténtico maestro de la diversión; capaz de crear un universo autónomo, donde sólo contaba el ingenio, la réplica perfecta y el engarce de sucesos regocijantes. Sin embargo, aquí todo parece desfasado: desde ese Cheek to Cheek que suena al inicio y que ya augura que de moderno vamos a ver bastante poco, pasando por esos títulos de crédito que pretenden homenajear a las cabeceras sementeras hasta llegar a una enumeración de tópicos (puertas que se abren y se cierran; conversaciones telefónicas inacabables; neurosis colectiva), que no le hacen ningún bien a un conjunto que nunca acaba de encontrarse. Como dice una de las protagonistas en un momento del film: “Parece que hoy todo el mundo parece confundido, debe de ser el tiempo”. Pues eso, la confusión aparece a sus anchas en un desarrollo argumental que termina embarullándose en sí mismo, y seguramente el paso de los años ha tenido mucho que ver en esa pérdida de frescura y descaro. Los actores correctos y nada más. Los personajes femeninos chillan mucho y parecen estar histéricos todo el rato (sobre todo Jennifer Aniston y una recuperada para la ocasión Cybill Sheperd, antigua musa de Bogdanovich), y los masculinos (por citar algunos Owen Wilson, Rhys Ifans o Will Forte, algo más calmados, intentan todo el rato controlar la excitación permanente de sus “partenaires”, aunque por supuesto, y como mandan los cánones, a todos les une la fea costumbre de ser infieles a sus respectivas parejas. En definitiva, lo mejor es disfrutar con aquellos clásicos en los que el cineasta se encontraba en plena forma, y mirar esta Terapia en Broadway con cariño, aunque esté lejos de ser una buena película.
Pulgares arriba Escribir la crítica sobre una película que habla sobre la vida de un crítico de cine no deja de ser una experiencia distinta. Una vez que atendemos a los logros vitales y sobre todo profesionales de Roger Ebert, uno de los pioneros en el mundo de la crítica cinematográfica estadounidense (y el único en su profesión en ganar el Premio Pullitzer), partes de la base de que por mucho que te esfuerces nunca vas a llegar a su nivel de excelencia en cuanto a análisis y desmenuzamiento de un film. Y es que el articulista de Chicago demostró durante toda su trayectoria una capacidad única que ya quisieran para sí todo ese ejército de plumillas que se creen por encima del bien y del mal en una profesión que, por desgracia, cada vez se intuye más prescindible. En un momento de este indispensable documento dirigido por Steve James (Hoop Dreams, Head Games), se nos comenta como en el siglo XIX los críticos sociales y los artistas iban de la mano y se retroalimentaban para ser mejores en sus respectivas labores. Y un poco de eso también hallamos en directores de renombre como Martin Scorsese, Ramin Bahrani o Ava Duvernay (nominada a mejor directora en los Oscars de este año por Selma), quienes no dudan en afirmar que recibieron de Roger Ebert el impulso necesario para poder lanzar o incluso enderezar sus vastas carreras. El documental también ahonda de manera pormenorizada en la relación de amor-odio que Ebert mantuvo con quien fue su compañero de profesión durante un buen puñado de años, Gene Siskel. Suyo es el mérito de haber elevado la figura del crítico de cine a niveles nunca alcanzados, sobre todo con el programa de televisión Siskel&Ebert&the movies, que los mantuvo en antena la friolera de catorce años mientras se dedicaban a polemizar y aleccionar sobre películas y más películas (ellos fueron los que introdujeron, a modo de emperadores romanos del celuloide, el sistema de pulgares hacia arriba o hacia abajo para decidir si una película valía la pena o no). Dicho programa también sirvió de plataforma para conocer una cantidad ingente de films que de no ser por los peculiares presentadores hubieran pasado completamente desapercibidos. Al cine con amor (Life itself en su título original) también funciona como testamento filmado de un hombre que siguió escribiendo de cine hasta que las fuerzas le fallaron. Resultan especialmente dolorosas las imágenes en las que, desmejorado a causa del cáncer de glándula salival que padeció, vemos a Ebert tecleando en su ordenador sus últimas palabras, que publicó en su recién estrenado blog la noche antes de morir. Un documento muy recomendable para todos aquellos a los que les guste el cine y hablar sobre él. Te invita a conocer e investigar más sobre el trabajo de su autor y sobre todo a esforzarte como catalizador o guía que opina sobre una de las cosas que más amamos en este mundo: el cine.