Se hace camino al andar Una vez vista Alma Salvaje, la historia de una mujer que iba por mal camino pero que se redime gracias a su decisión de recorrer mochila a cuestas nada más y nada menos que 1.600 kilómetros de la campiña americana (desde el desierto de Mojave en California hasta la frontera con el estado de Washington a través de una ruta conocida como “Pacific Crest Trail”), se puede acusar a la película de muchas cosas (y defenderla por otras tantas), pero desde luego no se le puede achacar a la propuesta ni un ápice de falta de honestidad. Aquí no hay ni trampa ni cartón: Lo que Cheryl Strayed (autora del bestseller autobiográfico y protagonista real de la peripecia en la que se basa la película) decidió llevar a cabo hace ya casi veinte años para renovar su vida fue simple y llanamente (con algún repecho incluido) andar. Y así el film comienza con la espléndida Reese Witherspoon (quien no ha parado de recibir elogios y unos cuantos premios por su arriesgada y muy física caracterización y que ha visto así recompensada su apuesta económica en su faceta de productora) quitándose las botas de montaña y enseñando a cámara el sanguinolento resultado de la larga travesía. Como una émula de Forrest Gump, aunque recorriendo el país de las barras y estrellas, más despacito atendemos a una experiencia que le llevará a cruzarse con todo tipo de personajes, más o menos amistosos; aunque su verdadera compañera de viaje sea la losa vital que arrastrará a modo de efectivos flashbacks donde veremos a la protagonista en sus escenas más duras e incluso polémicas (ojo al momento del trío en la parte de atrás del restaurante porque según se cuenta la buena de Witherspoon necesitó asistencia psicológica para encararla). El film reúne prácticamente todos los elementos que suelen enamorar a las audiencias norteamericanas, incluyendo la ya citada actriz de relumbrón magullada y embarrada y por supuesto el tan esperado happy end de manual. Rodada en apabullantes escenarios naturales (imprescindible el visionado en pantalla grande), el director canadiense Jean-Marc Vallée, quien alcanzó fama y prestigio el año pasado gracias al multipremiado drama Dallas Buyers Club, intenta significar los paisajes que rodean a la protagonista con ese componente espiritual de la Naturaleza que sabemos habita en el imaginario estadounidense gracias a los poemas de Walt Whitman o las míticas películas de John Ford, aunque las imágenes de Alma Salvaje no rozan ni el aliento místico del primero ni contienen las resonancias épicas del segundo. La propuesta gana enteros cuando nos adentramos en el desarrollo dramático en el que destaca sobremanera la figura maternal a la que pone rostro y mucho talento la recuperada Laura Dern, pero pierde fuelle cuando lo salvaje y el alma del título no aparecen por ningún lado en una aventura de postal que alarga su metraje en demasía invitando al bostezo y a la desidia. Con todo y con ello, sólo por la labor de sus dos roles femeninos principales ya vale la pena echarle un vistazo.
Con las horas contadas Calvario es la segunda película de John Michael McDonagh, tras su debut con la magnífica El guardia (The Guard, 2011). De nuevo, con la presencia destacada de un alud de diálogos irónicos y bastante humor negro. Aquí se nos cuenta la desesperante peripecia de un clérigo irlandés (impresionante Brendan Gleeson, un actor a reivindicar que merecería ganar todos los premios por esta ajustada y a la vez potente interpretación) al que su último confeso, violado de pequeño por un sacerdote, no se le ocurre otra cosa que decirle que le va a matar en siete días, ya que como no sabe quien fue el causante de su traumática experiencia, y como simple acto poético vengativo (una ira acumulada durante largo tiempo de silencio, sufrimiento y vergüenza, ha decidido que pague el representante de Dios que le pilla más a mano, en este caso el cura de su parroquia. Con un inicio tan potente y original, lo que deviene a partir del anuncio trágico que traerá de cabeza al protagonista es el ordenar todo su universo, desde ir poniendo más o menos en orden a su comunidad de feligreses y agnósticos (repleta de variopintos y muy bien trazados personajes); la relación con su hija Fiona (una sobresaliente Kelly Reilly, vista recientemente en Eden Lake y Lo mejor de nuestras vidas) y sus propias ideas (la pérdida de la fe o la decisión de convertirse en cura tras la muerte de su mujer). Destacable sin duda el torrente de réplicas afiladas teñidas de una emocionalidad que va creciendo conforme avanza una trama que bebe directamente de los preceptos del cine negro. McDonagh va alternando ambos tonos consiguiendo un equilibro general difícil de conseguir, merced sobre todo a una banda sonora de Patrick Cassidy (No todo es lo que parece; Las reglas de la mafia) que hace gran parte del trabajo. El aspecto criminal, sin embargo, no es más que una excusa, un “mcguffin” del que servirse para acentuar la mirada sobre unas individualidades concretas: un reducido grupo con el que el padre James se va reuniendo durante toda la semana buscando algún indicio de quién puede ser el futuro asesino. El filme es una declaración de principios desde su primera frase. Y es consecuente con su discurso hasta el último plano. Calvary es el viaje de un personaje a través de lo que ha sido su vida, de las decisiones que ha tomado y lo que ha dejado atrás, pero también es una proclama a la defunción de la fe. Una visión cercana a Nietszche sobre la pérdida de valores y la desaparición de la Iglesia, abarcando matices sobre la moralidad de una institución que durante siglos ha regido la vida las personas, y que en localidades tan pequeñas como las de este trabajo, sigue siendo el motor de la vida diaria de muchas personas. Una película dotada de una fuerza arrebatadora y que es muy difícil que deje a nadie indiferente. Cine del bueno en una época en la que, por desgracia, no abundan este tipo de propuestas tan atrayentes y compactas.
La casa de los líos Siempre resulta gratificante ver en pantalla grande a dos actrices de la talla de Naomi Watts y Robin Wright. Se ve que la maquinaria hollywoodiense que inhabilita y fuerza al destierro mediático a cualquier actriz que pase de los cuarenta años no ha pasado factura y aún existen vehículos para que dos veteranas que atesoran mucho carácter y ganas de demostrar lo buenas que son (y que están) se luzcan en una propuesta confeccionada a su medida. En Madres perfectas, traducción muy libre de la original Adore, las dos dan vida a dos madres que vivirán sendos romances torrenciales con el respectivo hijo de cada una de ellas. Vaya por delante que los retoños son dos auténticos armarios empotrados, con una musculatura y unas facciones helénicas que derretirían cualquier corazón femenino por muy familiar o mayor que fuera. Una vez todos encamados y emparejados, la acción se traslada unos años adelante, cuando los jóvenes se dejan seducir por coetáneas igual de esculturales y sus sufridas progenitoras deberán adaptarse a la cruda realidad de su edad. Esta socorrida trama explicada a bote pronto puede llegar a sonar al summum de la perversión, pero aquí se manejan códigos inversos, ya que en realidad se nos está ofreciendo una lectura conservadora encubierta en una falsa y maniquea provocación. Se adivinan propósitos libertinos que quedan en agua de borrajas cuando se arroja a la basura cualquier actuación extrema y se opta por un atisbo de conciencia puritana donde la pretendida inducción deja de ser legítima. Toda la turbación que se pueda desprender de estas variaciones audaces del complejo de Electra acaban siendo domados por la cobardía del convencionalismo. Las casi dos horas de duración del film no están bien aprovechadas y el guión adolece del suficiente interés para que no nos apercibamos de los notables socavones existentes en el libreto. Personajes que aparecen y desaparecen de escena por motivos demasiados obvios y tramas pretendidamente enrevesadas que podrían estar sacadas de cualquier culebrón venezolano no ayudan a un desarrollo argumental demasiado plano y repetitivo. Todo acaba pareciendo falso e impostado y tan sólo el buen hacer de las protagonistas, que saben trasladar a su terreno una historia que se enreda en su propio esnobismo, consiguen que acabemos comulgando con unas ruedas de molino demasiado indigestas. Sólo aconsejable para fans de las dos protagonistas, quienes por desgracia empiezan a enfrentarse al declive de su carrera si no es que se comprometen con otro tipo de propuestas más radicales y menos aparentes.
La vida y nada más Nostalgia, dolor por el tiempo pasado que ya no se va a volver a recuperar, diálogos sin desperdicio alguno donde se ponen en tela de juicio las convenciones sociales, el ansia por ser y sentirse libres, todos ellos son temas arraigados a la filmografía de Richard Linklater. Si en Antes del amanecer nos enseñaba lo bonito que es el amor cuando se es joven y se tiene el mundo por delante, en esta torrencial y más radicalizada Boyhood que ahora nos ocupa todavía se retrata la figura de unos adolescentes quienes, como su propia etimología explica, adolecen de experiencias vividas que les vayan erosionando su ilusión. Boyhood se rodó durante treinta y nueve días hábiles, entre 2002 y 2013. Mason, el increíble protagonista al que da vida un emergente Ellar Coltrane, tiene tan sólo seis años al iniciarse el relato y se gradúa del instituto y llega a la universidad en las tres últimas secuencias de la película. La historia cubre un gran arco temporal (una película río, en definitiva), con un dispositivo de representación distinto y sin maquillaje que es tan importante para Mason como para quienes le rodean: su hermana Samantha (encarnada por la propia hija de Linklater, Lorelei, en lo que es sin duda una de las metamorfosis más evidentes entre realidad y ficción), su madre (Patricia Arquette, con una alteración física e interpretativa más que evidente) y su padre (como no, Ethan Hawke, actor fetiche del director y que aquí aparece y desaparece de la trama en un rol bastante secundario como progenitor tan buenrollista como ausente). El resto del elenco actoral, sobre quienes se focalizan muchos momentos aunque siempre parezcan figuras pasajeras en el plano, contribuye a dotar al conjunto una fuerza que se acrecienta por una labor de montaje excelsa. Aquí los cambios temporales no responden a la posterioridad de un clímax dramático, sino que son tratados con una delicadeza y un gusto por el matiz que sorprenden en un realizador más dado a la verborrea que al gusto por la imagen y el encuadre. Tanto crítica y público se han rendido ante un experimento que, aunque ya se había intentado en varias ocasiones (se habla del Antoine Doinel de los films de Truffaut; la trilogía de Apu del indio Satyajit Rai e incluso de la mismísima saga de Harry Potter) tiene la virtud y el acierto de chorrear talento por todos lados. El film resulta una curiosa experiencia espectadora que se mueve con comodidad dentro de ese dilema continuo que constituye las inesperadas elipsis temporales y la sencillez del entramado narrativo que va ganando en solidez a medida de que el protagonista va avanzando en edad. También se agradece, y de qué manera en los tiempos que corren, asistir a cerca de tres horas de trama contemplativa, delicada, esmerada, exquisita y llena de serenidad. Desde luego los sedientos de acción o de tramas truculentas deben abstenerse de acercarse a cualquier cine donde se proyecte el film, así como aquellos otros que se obcequen en sorpresas narrativas, giros argumentales vertiginosos o impactos visuales. La pregunta que nos hacemos todos aquéllos que empezamos a disfrutar de las películas más locas de Linklater como Rebeldes y confundidos (un título que merece ser revisado con urgencia, ya que contiene muchas de las ideas primeras que en Boyhood alcanzan un alto grado de madurez conceptual); Suburbia (estrenada en Argentina directamente en video en 1998) o incluso Escuela de Rock y luego, un poco más mayores, paladeamos títulos como la trilogía Before (Antes del amanecer, atardecer y anochecer) es hacia dónde va a dirigir sus pasos un cineasta que lo va a tener muy crudo para poder reinventarse, y es que Boyhood se puede considerar sin temor a equivocarnos como la culminación de su cine.
Pánico y locura en Los Angeles Del director canadiense David Cronenberg se ha dicho ya casi todo lo que se tenía que decir. Desde luego estamos ante uno de los mejores realizadores contemporáneos, con un puñado de títulos tan imprescindibles para cualquier amante del buen cine como La mosca; Pacto de amor o Almuerzo desnudo. Sin embargo sus últimos trabajos han dividido a crítica y público debido al cambio de registro que le ha llevado a filmar películas mucho menos truculentas (en cuanto a efectos especiales se refiere) y mucho más dialogadas. Tanto en Un método peligroso, como en Cosmópolis, el máximo exponente de lo que se ha denominado horror corporal y abanderado del concepto de la “nueva carne” muta de sistema y nos propone ejercicios de verbórrea sin fin donde un montón de personajes cruzan sus miserias y traumas en una sociedad tan podrida como desesperante. En esta ocasión el objeto de su ira dialogada no es otro que Hollywood y la falsedad que rodea a sus estrellas. Si antes sus telas de araña eran oscuras y tétricas ahora esas mismas estructuras agonizantes se expresan en todo esplendor a plena luz del día. El sistema fagocita a todo el que se atreve a formar parte de él, dando como resultado una pléyade de seres desquiciados y perturbados que pululan por la pantalla con todas sus neuras e inseguridades. El elenco actoral, trufado de rostros conocidos en papeles muy alejados de lo que nos tienen acostumbrados, se deja querer por un entomólogo que clava su escarpelo allá donde más duele a todas estas estrellas con pies de barro. El experimento no acaba de salir redondo debido a la repetición de fórmulas que llega a saturar durante algunos momentos de la función. La trama gira en espiral al igual que los protagonistas y acaba por conducirnos a un final insatisfactorio, aunque no por ello desechable. Hay que destacar sobremanera la actuación de una Julianne Moore que borda su rol de actriz entrada en años que ve como tabla de salvación para no caer en el olvido el dar vida en pantalla a su madre. Su lucha por conseguir el papel que la consagre y le permita seguir en el candelero de la popularidad ya le ha reportado algún que otro premio (entre ellos el de mejor actriz en el pasado Festival de Cine Fantástico de Sitges 2014) que auguran que podría ser una firme candidata para los Oscars 2015. A su lado, otros intérpretes de reconocido recorrido como John Cusack (dando vida a un psiquiatra de famosos y escritor de libros de autoayuda con una vida privada desasosegante) o Carrie Fisher (en una mínima intervención) y otros más emergentes como los espléndidos Rober Pattinson (nuevamente subido a una limusina como en Cosmópolis) y Mía Wasikowska (sin duda una de las actrices con un talante y una personalidad más arroladora de entre las de su generación) palidecen ante lo que es una gran composición de la protagonista de films tan emblemáticos como El gran Lebowski, Niños del hombre o Lejos del paraíso. Disfunción, decadencia, debilidad, sordidez, mucha mala uva sazonada con unas gotas de humor siempre bienvenidas son parte esencial de esta Polvo de estrellas en la que si hurgamos un poco en su superficie enseguida descubriremos muchas constantes de las películas de su director. Hay una escena demencial en la que uno de los intérpretes juega con una pistola presuntamente descargada llena de tensión y angustia que nos remite directamente a aquella otra de Una historia de violencia donde un fusil se paseaba de mano en mano con la amenaza de que todo acabara con un baño de sangre. Aquí Cronenberg opta por la solución cómica no desprovista de su lado macabro, aunque no desvelaremos el que es uno de los momentos más divertidos y trágicos del film. En definitiva, una visión de metacine muy particular que no dejará a nadie indiferente, pues su director va sobrado a la hora de contextualizar universos pesadillescos. O la amas o la odias, aunque por ahora los detractores parece que van ganando la batalla.
La búsqueda del amor Una coproducción franco-belga que nos hable de intelectuales franceses de los años 40 y 50 del pasado siglo XX no parece a priori que vaya a arrasar la taquilla, pero es necesario de vez en cuando acudir a este tipo de biopics tan alejados de imposturas y repeticiones hollywoodienses. Aquí se nos explica de manera harto visceral los comienzos y su posterior éxito en el mundo de la escritura de la novelista francesa Violette Leduc, animada por intelectuales existencialistas de la época como Maurice Sachs, Jean-Paul Sartre, Jean Cocteau, Jean Genet y Simone de Beauvoir, de quien estuvo perdidamente enamorada. El film se sostiene de manera estimable gracias a la matizada y muy enérgica interpretación de Emmanuelle Devos (La Mentira), omnipresente en pantalla durante las más de dos horas de metraje dando pie a relaciones más o menos pasionales con el resto del elenco actoral, donde destacan nombres tan populares de la cinematografía francófona como Olivier Gourmet (El chico de la bicicleta); Sandrine Kiberlain (Infieles anónimos) o Jacques Bonaffé (36 vistas del Pico Saint Loup). El director encargado de que conozcamos esta figura semidesconocida que sin embargo publicó obras tan importantes como La Asfixia, La bastarda o la muy polémica Ravages (un escrito donde se hablaba abiertamente de lesbianismo y aborto en una época de marcado carácter retrógrado) es Martin Provost, reconocido sobre todo por su trabajo en Seraphine, donde ya se interesó por la vida de una pintora importante aunque poco conocida como fue Seráphine de Senlis. Violette es una buena película, segura, porque aunque no llega a enamorar ni a generar animadversión alguna, uno sale del cine y no siente que ha malgastado su tiempo ni su dinero. A pesar de todo, la película no es nada arriesgada formalmente y su mensaje, más que como alegato de los derechos de la mujer para su independencia, funciona más como un sentido homenaje a una escritora atormentada por su desamor y demás experiencias vitales que consiguió, eso sí, a través de sus narraciones, despojarse de sus traumas y transmitir de una manera directa y sin tapujos unos valores que resultaron esenciales a mediados de siglo XX para gran parte de una población femenina que pedía un cambio, y también para una nueva generación que exigía nuevas formas de expresión, menos censura y más libertad y reivindicación de la sexualidad. Un film que hará las delicias de los amantes de la literatura francesa de esa época, ya que en varios pasajes de la misma se opta por recitar fragmentos claves de las obras que encumbraron a Violette, dotando al conjunto de un aire intimista que lo aparta del todo del lado histórico (es lo que tienen las propuestas que no cuentan con un presupuesto elevado).
¡Quiero cantar! Es imposible estar viendo esta película y no acordarse de Billy Elliot, aquella historia del niño que quería dedicarse a la danza pero a quien su padre se empeñaba en apuntarle a clases de boxeo. Si partimos de esa premisa, y sustituimos la danza por el canto de ópera y el boxeo por la siderurgia ya tenemos la trama calcada de una propuesta muy poco original y convincente, aunque en este caso la historia esté basada en un hecho real. Paul Potts era un tímido vendedor que un buen día decidió acudir al casting de un popular programa de televisión, donde emocionó al jurado y a miles de personas que lo vieron por Tv e Internet con sus gorgoritos interpretando un fragmento del Turandot de Giacomo Puccini. El desarrollo argumental se centra en los pocos éxitos y muchos fracasos que tuvo el futurible divo antes de que le llegara ese momento de eclosión mediática. Con una infancia muy dura, donde la incomprensión por parte de su familia y compañeros de instituto se hacía insostenible, Potts consiguió una beca para ir a estudiar canto en Venecia, aunque una fallida prueba delante del mismísimo Luciano Pavarotti le hizo desistir en su empeño. Años después, y ayudado por su madre y su novia, volvería a intentarlo con resultados un poco más alentadores. La propuesta es descaradamente formulista, aunque no exenta de algunos momentos interesantes que suceden sobretodo en la primera parte de la acción. La pena es que mientras lo normal es que el interés fuera a mayores lo que se nos intenta explicar se va deshinchando de manera progresiva, con una serie de situaciones poco creíbles y demasiado almibaradas que acaban por dañar el conjunto. La trama avanza a trompicones, y la carga social que se podía entrever al principio se disipa para dar paso a un culebrón en toda regla con final feliz. Lo único remarcable a destacar es el correcto trabajo de todo el elenco actoral, comenzando por el protagonista, interpretado por el cómico británico James Corden (visto en Haciendo historia y Un chico listo), y secundado por los siempre competentes pero un poco deslucidos en esta ocasión Colm Meaney (ya pasaron aquellos tiempos en los que nos ofreció verdaderas joyas dirigidas por Stephen Frears como La Camioneta) y una algo envejecida Julie Walters (Mamma Mia!, Harry Potter). El resto, algunas canciones populares anglosajonas de las de toda la vida mezcladas con arias operísticas igual de conocidas y un guión que no admite segundas lecturas debido a su impostada superficialidad. Voces poderosas y buenos sentimientos para un film que se olvida en cuanto uno sale del cine.
Rebelión en la selva Dirigida por el debutante realizador británico Anthony Silverston, quien parece haberle tomado el gusto a las historias animadas situadas en el continente africano después de haber trabajado como guionista en Zambezia (filmada también en tres dimensiones), Khumba nos explica por enésima vez la historia de un hecho diferencial y el de sus fatídicas consecuencias a la hora de intentar integrar lo distinto en una comunidad de hábitos cerrados. Khumba es una cebra con sólo la mitad de su cuerpo a rayas (algunos compañeros de especie desalmados le llaman Ceb, la mitad de Cebra) a la que todos culpan por la falta de lluvias. Debido a la gran presión ejercida por la manada, sumada a la muerte de su madre, el afligido animal decide emprender una singular aventura en la búsqueda de una especie de fuente mágica que le devuelva las rayas que el destino le ha robado. En su periplo conocerá a una serie de extravagantes compañeros de viaje que le ayudarán en su cometido, aunque también conocerá la figura de un malvado y sádico leopardo -que parece más un tigre que un leopardo- que controla todos los pozos de agua de la zona y aterroriza a toda la fauna en el gran Karoo. La gracia del asunto se encuentra en tomar a un puñado de animales diversos de la zona con tantos problemas de identidad que están pidiendo a gritos el diván de un psiquiatra, y montar una suerte de zoo ilógico donde nada es lo que parece: por allí pululan temibles felinos con acusada ceguera; un águila negra que en realidad es blanca; una oveja con alma de cabra de montaña; un avestruz que se cree poeta y una ñu que actúa como madre de todas las bestias. Simpática de a ratos, pero desesperantemente previsible, nos hallamos ante un ejemplo más de que el cine de animación se encuentra en terreno varado desde hace unos años. Amparados en una tridimensionalidad anecdótica (sólo interesa como telescopio aumentado para que podamos apreciar la sabana en su máxima extensión) que no incide en ningún momento en la trama ni dota de profundidad un desarrollo argumental visto una y mil veces, todo queda a expensas de las supuestas gracias o gags de dudosa efectividad y al manoseado mensaje que la diversidad es esencial para la supervivencia y que la diferencia te puede convertir en líder en lugar de convertirte en un ser marginal. Como siempre ocurre en estos casos, es recomendable, si es posible, ver el film en su versión original, sobre todo para poder disfrutar con las profundas y espectaculares dicciones de actores como Liam Neeson; Lawrence Fishburne o Steve Buscemi, cuyas voces atrapan al espectador mucho más que lo que se nos están contando. Ah!, y si también puede ser, quedarse a escuchar la pegadiza canción titulada The Real Me con la que cierra el film y que ha sido compuesta por el cantante sudafricano Loyiso.
Un canto a la igualdad sencillo y emotivo De entrada un pequeño tirón de orejas a quien decidió titular, tanto en España como ahora en Argentina, la original Wadja por La bicicleta verde. Si partimos de la base que nos hallamos ante un film en el que se reivindica la figura de la mujer en una sociedad como la saudita donde el machismo campea a sus anchas, que menos que mantener en lo más alto de las críticas el nombre de la niña protagonista, y no derivar en el que durante buena parte de la trama se convierte en su obsesivo objeto de deseo, una bicicleta con la que poder echarle una carrera a su mejor amigo. Wadja representa un futuro que por desgracia todavía está a años luz de materializarse en Arabia Saudí. Si bien es cierto que soplan vientos de cambio, estos todavía se encuentran en fase iniciática, ahogados por una serie de tradiciones arcaicas que todavía están demasiado arraigadas en la población (y para muestra un botón, pues debido a las estrictas normas del país, en algunas de las locaciones del rodaje la directora tuvo que dirigir a los hombres desde una camioneta con un walkie-talkie, pues aún hoy en día existen zonas en el país que no permiten la mezcla de hombres y mujeres). El film se beneficia a la hora de su valoración poco objetiva del hecho de ser la primera producción realizada por una mujer en Arabia Saudí, lo que sin duda es un mérito incuestionable dado que en Arabia Saudí las salas de cine estuvieron prohibidas durante treinta años y sólo desde hace 5 empezaron a abrirse algunas, a tientas tímidas y, obviamente, plegadas a la segregación que impone la ley nacional entre hombres y mujeres. Por eso tan sólo nos queda aplaudir la valentía y el arrojo de Haifaa Al Mansour -hija del poeta Abdul Rahman Mansour, quien la introdujo en las películas de vídeo-, a la hora de levantar un proyecto como éste en unas circunstancias tan complicadas. Por supuesto los Festivales que han tenido la oportunidad de proyectar el film se han apresurado a recibir con entusiasmo tan atípica propuesta, y resulta extraño que no reciba algún premio en cualquiera de los certámenes en que se presenta: en 2012 recibió el premio CinemAvvenire a mejor película; premio CICAE y premio Interfilm en la Muestra Internacional de Arte Cinematográfico de Venecia; el premio Muhr Arab a mejor película y mejor actriz en el Festival Internacional de cine de Dubai; y el premio Netpac junto a una mención especial de la directora, en el Festival de Cine Noches Negras de Tallín. El desarrollo de la trama se beneficia de una historia que sorprende por sus constantes apuntes sociológicos, salpicados por una crítica soterrada que encuentra su máxima expresión en los jugosos diálogos que se establecen entre los niños que aparecen en el film. La conversación que mantienen los dos amigos sobre lo idóneo de ser un mártir para poder ganarse la bendición de Alá y vivir en el más allá rodeado de lujo y comodidades no tiene precio, así como la incomprensión por parte de la heroína de la función cuando los mayores sufren los avatares de unas leyes que parecen dictadas en épocas prehistóricas. Aunque no interesará a todos los públicos, La bicicleta verde resulta una película muy recomendable ya sea por sus cualidades cinematográficas, que las tiene, o para conocer otro mundo. Además huye de dramatismos presentando la realidad de forma alegre y con cierta esperanza, sin caer nunca en el aburrimiento ni en la reiteración.
La niña de mis ojos Aunque el título pueda llamar a engaño, no se trata de una advertencia al público de que no se le va a retornar el dinero en caso de que no le guste la película, aquí nos hallamos ante una condescendiente dramedy familiar que arrasó desde su estreno en la taquilla mexicana, rompiendo récords en cuanto a beneficios se refiere (frente a un presupuesto de cinco millones de dólares, el film logró recaudar la friolera de más de ochenta y cinco) y convirtiéndose en la primera película mexicana en llegar a los mil millones de pesos mexicanos a nivel mundial, catalogándose incluso por encima de la celebérrima Nosotros los nobles (Gary Alazraki, 2013) a la que arrebató el puesto. La propuesta cuenta con todos los tics y componentes propios de este tipo de cintas: protagonista un tanto torpe pero de enorme corazón; una niña guapa, pizpireta y más lista que el hombre, que todo hijo de vecino querría tener como hija; y una trama que combina equilibradamente situaciones más o menos cómicas y otras de marcado carácter melodramático. Todo bien medido y marcado con el único objetivo de llegar a conmover y convencer al mayor número de audiencia posible. Uno de esos trabajos que lleva tatuado desde su génesis el calificativo de para todos los públicos. ¿Pero esto que decimos es realmente así? Quien suscribe estas líneas cree que no, que si bien una amplia mayoría de espectadores se encuentra en su salsa cuanto menos se le exige en una sala de cine, existe otra menos concurrida a la que le gusta el riesgo creativo y los terrenos por explorar que te lleven a reflexionar, y en definitiva a vivir una experiencia diferente a lo acostumbrado. Este segundo grupo ni se debe acercar a los cines donde se proyecte No se aceptan devoluciones, un ejercicio con un nivel de azúcar y almíbar demasiado elevado para no llegar a ser perjudicial para la delicada salud cinéfila. El principal responsable del film, Eugenio Derbez, no esconde en ningún momento sus cartas: ya desde buen principio nos narra las peripecias de un viva la virgen con un alto índice de éxito entre exuberantes mujeres quien de la noche a la mañana verá mutada su donjuanesca vida cuando una de sus antiguas conquistas se presente en su apartamento con el fruto de su nada consolidado amor. Así, sin comerlo ni beberlo deberá lidiar como padre responsable y su posición de tarambana perpetuo quedará como un amable recuerdo. Así Valentín, que así se llama el personaje principal interpretado por el mismo director, pasará de la presumida libertad al convencionalismo más bostezante. Es precisamente en este momento de inflexión en el desarrollo argumental cuando entran en escena todo un arsenal de recursos vistos una y mil veces y que supuestamente buscan, de la manera más ruin y predecible, llegar a lo más hondo (y a la vez a lo más superficial) del -de antemano- entregado espectador. Si bien algún momento puntual no deja de tener su gracia y Maggie, la niña que funciona como eje de la acción, sorprende por sus dotes interpretativas innatas pues se trata de su debut en el terreno del largometraje (sin lugar a dudas lo mejor de la función, con una capacidad sorprendente para su corta edad de emocionar y enternecer fuera de lo común), se opta en la mayoría de ocasiones por utilizar un tipo de gag facilón, ordinario e incluso en momentos puntuales hasta escatológico, que fuerza la risa del menos riguroso y consigue fruncir el ceño a cualquiera que guste de un humor un poco más inteligente. A todo ello hay que unirle ciertos guiños, podríamos decir que cantinflanescos en el rol principal en los que desde luego la platea mexicana habrá visto un sincero homenaje al actor más grande de la historia de su cinematografía (ya veremos si entre nosotros los mohines y dislates dialécticos obtendrán el mismo efecto desternillante). Las secuencias se suceden y transitan a empujones desde la comedia pura del primer tramo, pasando por un punto de inflexión melodramático en su parte central, justo cuando parece que los lazos paterno-filiales van a llegar a romperse del todo debido a una serie de circunstancias que aquí no develaremos (pero que a muchos recordarán como remedo descafeinado de aquella mítica Kramer versus Kramer, de Robert Benton, que tantos torrentes de lágrimas llegó a provocar a finales de la década de los setenta). Por último, y coincidiendo con el segmento terminal (spoiler involuntario) del film, Eugenio Derbez apuesta sin tapujos por perlar los ojos con el drama más lastimero (aquí sí que es aconsejable y preferible tener los kleenex a mano, pues los giros de guión tan cafres que nos tiene reservado el remate de la función provocarán el derrumbamiento emocional del más duro). Del cine salimos con un auténtico nudo en el estómago. Menos mal que al cuarto de hora ya no te acuerdas de nada, pues las dos horas largas de metraje saturadas de escenas superficiales, diálogos de baratillo y actuaciones de TV movie de sobremesa dominguera no caben de llevar a engaño. Habrá quien pensará que ha visto una buena película, tan sólo porque haya sido capaz de emocionarse e incluso de reír a pierna suelta con las gracias del resuelto y químicamente intachable dueto protagonista. Pero para nada el fin debe de justificar los medios, y aquí se busca y se encuentra de manera descarada y con muy poco tacto abusar del sentimentalismo más primario y elemental y de la sensibilidad ajena. El que no se deje engatusar fácilmente ni por lo cruel del epílogo ni por el brutal giro de guión final, pasará página enseguida y buscará propuestas mucho más enriquecedoras y con mucho más cine en su interior.