Ojo por ojo Curioso el caso de Cassey Affleck, el hermano pequeño de Ben. A punto de convertirse en una de las estrellas hollywoodienses más rutilantes, ya que se ha embarcado en dos megaproyectos (Interstellar, de Christopher Nolan y Triple Nine, de John Hillcoat) que van a hacer subir su fama como la espuma, estrena en el transcurso de una semana dos películas pequeñas, una en Argentina y otra en España, cuyos títulos parecen hermanos gemelos. Por un lado tenemos esta La ley del más fuerte (Out of the Furnace), que ahora nos ocupa, y por el otro En un lugar sin ley (Ain´t them Bodies Saints), que se estrenan el ocho y el nueve de mayo respectivamente. Titulos que remiten a películas duras, a añorados westerns de clase B donde el protagonista se trenzaba en lucha contra un montón de bandidos para redimirse ante el sheriff y la chica del lugar. Pues bien, algo de esto hay en La ley del más fuerte: la historia de Russell Baze (Christian Bale) y su hermano menor Rodney (el propio Affleck), quienes viven en el Rust Belt, una zona desindustrializada que registra el índice de desempleo más alto de los Estados Unidos. El primero vuelve a trabajar en una acería a punto de cerrar después de haber pasado un tiempo entre rejas por unos temas que aquí no develaremos, mientras que el segundo acaba de volver de luchar en la guerra de Irak. Ambos sueñan con marcharse para encontrar una vida mejor, pero las cosas no se pondrán fáciles cuando se vean involucrados en unos turbios asuntos de peleas clandestinas que les conducirán a un trágico final. Si miramos el elenco actoral en su totalidad y nos entretenemos en ver los nombres de algunos de los productores que han apostado por este film de formato pequeño, nos daremos cuenta de que algo no acaba de cuadrar. ¿Qué hacen metidos en un proyecto tan intrascendente (en cuanto a beneficios que se esperan obtener) nombres tan ilustres como Ridley Scott, Leonardo Di Caprio, Zoe Saldana William Dafoe, Forest Whitaker, Sam Shepard o Woody Harrelson, a parte de los ya citados Christian Bale y Cassey Affleck?. Sería una pregunta interesante para realizarle al firmante de la propuesta, que no es otro que el virginiano Scott Cooper, quien alcanzara fama y prestigio con Loco corazón (2009), un film que consiguió entre otros el Oscar al mejor actor en la figura de Jeff Bridges y el Oscar a la mejor canción con The weary Kind, con música y letra de Ryan Bingham. Todo apunta a que se trataría de una estratègia basada en pasear el film por algunos festivales “indies” para que la producción fuera tomando forma y prestigio. Lo que ocurre es que La ley del más fuerte no tiene ni la fuerza ni el ímpetu del debut en la dirección de Cooper. Los personajes son planos y el envoltorio es mucho más atrayente que el regalo que esconde en su interior. Los diálogos pecan de pretenciosos y de demasiado trascendentes. Los giros de guión no son para nada creïbles y algunos personajes están demasiado caricaturizados, caso del malo de la función a quien da vida Woody Harrelson (no hay que perderse su forma de morir, que invita más a la carcajada que a la pena). El film intenta parecerse a otros con trasfondo de denuncia política que sí han alcanzado cierto grado de calidad. Nos referimos a títulos recientes como La sospecha; El ganador o La última pelea, mucho más sólidas en planteamiento y desarrollo argumental que esta propuesta que se queda a medio camino entre el drama social y el thriller de acción al uso.
Una propuesta perturbadora y excitante Estamos ante un caso de ejercicio de metacine realmente original. De cómo la vida y el arte se pueden llegar a confundir en una historia con ribetes y homenajes varios al cine de terror italiano de los años setenta, donde un ingeniero de sonido inglés es reclutado por una troupe italiana que está rodando una película de brujas, demonios y exorcismos. Lo que hace que esta propuesta sea distinta a otras similares es la capacidad que tiene el director del film, el también británico Peter Strickland (quien se dio a conocer al gran público hace unos años con el asfixiante thriller Katalin Varga) de ir envolviéndonos de manera paulatina en un universo tan brumoso como sucio. El cineasta domina los espacios cerrados como nadie y consigue gracias a pequeños detalles cotidianos crear una verdadera atmósfera pesadillesca. Aquí, el lugar utilizado es un pequeño estudio de grabación de sonidos donde se alternan el uso de los efectos sonoros más mundanos (con una predilección especial por el despiece y destroce de hortalizas varias) con la grabación en directo del doblaje de la película con voces muy, pero que muy tenebrosas. ¿Estamos ante una película de terror? Pues más bien no, si por terror entendemos visceras, sustos y violencia extrema. Ante todo estamos ante un trabajo inquietante, desasosegante, muy incómodo para el espectador. Vaya por delante que Berberian Sound Studio no es un film sencillo para el espectador. El ritmo es lento, las situaciones se repiten, en un claro “in crescendo” de la locura colectiva que puede ser el montaje sonoro de una película de terror. Y desde luego los logros finales del conjunto no se conseguirían sin el trabajo impresionante de su protagonista, Toby Jones, mucho más acostumbrado en deslumbrar en superproducciones estadounidenses (Los juegos del hambre, Capitán América: el primer vengador, La niebla) que en papeles minimalistas como éste. Jones interpreta a Gilderoy, un auténtico maestro a la hora de crear efectos sonoros (increíble el momento en el que hace vibrar una bombilla como si fuera un OVNI) que se verá involucrado en el montaje sonoro de un film de serie B con todo lo que ello conlleva de amateurismo e improvisación. Él, acostumbrado a colaborar en producciones menos siniestras, se encontrará completamente fuera de lugar en un país que no es el suyo y en un ambiente que para nada le es afín. Sus miedos ante lo que presencia, y sobre todo ante lo que intuye, se irán haciendo cada vez más grandes, hasta que llegue un punto en el que realidad y ficción se fundan en un muy atinado juego de espejos. Su interpretación, llena de matices y gesticulación contenida, contrasta de manera perfecta con el tipo italiano altanero y excesivo representado por los responsables de la dirección y el montaje del film. El conjunto bebe de ese continuo contraste que se crea entre todos los personajes aderezado con la constante presencia de elementos aterradores que dotan al film de un aire fantasmal continuo. Con toda seguridad, no estamos ante una obra que pasará a la historia del cine, pero sí ante una auténtica rareza a la que los devoradores de buen cine deberían dar una oportunidad, y es que en un cine, como el actual, donde lo distinto brilla por su ausencia siempre es de agradecer que existan personas que estén dispuestas a apostar por productos arriesgados que saben que no van a disfrutar del favor del público en general, quienes achacarán en el debe de la función su pretenciosidad y artificiosidad y lo endeble de un guión que propone más de lo que consigue; pero sí de los cinéfilos en particular, quienes sabrán paladear estos sonidos obtenidos del silencio más tortuoso.
Pequeño gran hombre Cierto día algún erudito en materia cinematográfica nos podrá explicar por qué esta pequeña obra maestra (otra más) dirigida por los hermanos Coen no ha sido nominada a mejor película en la pasada edición de los Oscars de Hollywood. Lo más imperdonable de todo es que los académicos tenían la oportunidad de escoger hasta diez títulos distintos para optar a premio, y al final se decantaron por tan sólo nueve películas candidatas. La única teoría que se me ocurre es que al público y a la crítica norteamericana no le gustan las películas de perdedores, y más concretamente aquellas propuestas en las que los “loosers” no acaban de asomar la cabeza en ningún momento, y acaban tan hundidos en la miseria como deberían acabar todos aquellos votantes ciegos que no han sabido ver las múltiples virtudes de un film que se disfruta desde el primer al último minuto de metraje. Nueva York. Año 1961: Llewyn Davis (excelente Oscar Isaac, en un rol que sin dudas lo marcará para el resto de su carrera) es un joven cantante de folk que vive de mala manera en el Greenwich Village. Con su guitarra a cuestas, sin casa fija y casi sin dinero, durante un fuerte invierno, lucha por ganarse la vida como músico tocando en pequeños garitos donde busca el favor de un público versado en la materia. Los pocos amigos que tiene le prestan toda la ayuda posible en forma de comida y sofá cama. De los cafés del Village decide viajar a Chicago buscando la oportunidad de realizar una prueba para el magnate de la música Bud Grossman (a quien da vida un comedido Fray Murray Abraham). A parte de Isaac, del resto del elenco actoral destacan sobremanera las figuras de Carey Mulligan (quien ya había coincidido como esposa en la ficción del actor en la estupenda Drive: Acción a máxima velocidad) y de Justin Timberlake, ambos dotados de una voz privilegiada con las que nos deleitan a lo largo del film con una serie de canciones aterciopeladas imprescindibles para todos aquellos amantes de la música en general y de la música folk en particular. La banda sonora es simplemente magnífica, con algunas piezas que se escuchan una y otra y vez sin descanso, ideal para una velada tranquila en la que uno se deje mecer por la melancolía y la desazón. A su lado, una serie de secundarios de lujo que se lucen en pequeños pero inolvidables papeles: el inmenso -en todos los sentidos- John Goodman dando vida a un personaje que se inspira en el actor estadounidense Everett Sloane, famoso por su participación en clásicos como La dama de Shanghai, Marcado por el odio, El ciudadano o El loco del pelo rojo, y el emergente Garrett Hedlund(Troya; Tron: Legacy), quien borda un atípico poeta de barrio tan silencioso como contundente. La crisis que atraviesa el protagonista tiene mucho que ver con la ironía del destino y con su incapacidad de estar en el lugar oportuno, en el momento oportuno (todo lo contrario a la frase famosa de John McClane en la saga Duro de matar). Alejada de ese modelo de película sarcástica que ha marcado una cierta filmografía de sus autores, estamos ante un relato íntimo y rabiosamente personal de alguien que busca el favor del público a la vez que anhela encontrar su lugar en un mundo cambiante, que no acaba de comprender. El tono puede parecer menor, como si los dos hermanos quisieran construir una película discreta, haciendo el menor ruido posible, pero de manera paradójica consiguen mantener un continuo equilibrio entre la discreción cómica y los apuntes dramáticos. El resultado final es admirable y, a pesar de sus penurias, podemos acabar amando a Llewyn Davis.
Mitología de andar por casa Existen directores a los que el paso del tiempo no les ha sentado nada bien. El finlandés afincado en Hollywood Renny Harlin es uno de ellos. Encumbrado por el público (aunque nunca fue muy del agrado de la crítica) con títulos tan exitosos como Duro de matar 2 (1990); Riesgo total (1993); Alerta en lo profundo (1999) o La isla maldita (2004, estrenada directamente en video en Argentina), su prestigio como cineasta experto en películas de acción fue decayendo progresivamente mientras sus trabajos eran cada vez peores. Los buenos tiempos en los que actores como Sylvester Stallone, Bruce Willis o Samuel L. Jackson eran fijos como cabezas de cartel pasaron a mejor vida, y ahora cuando vemos asociado su nombre a subproductos tan sonrojantes como Pacto infernal (2006); 12 desafíos (2009) o la reciente La leyenda de Hércules, film que ahora nos ocupa, no podemos más que echarnos las manos a la cabeza y darle la razón a quien acuñó la frase de que cualquier tiempo pasado fue mejor (Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre). Harlin intenta de manera infructuosa servirnos un peplum (género fílmico que puede conceptualizarse como cine histórico de aventuras que tuvo su época gloriosa allá por la década de los años sesenta del siglo pasado) recargado de efectos especiales bastante chapuceros y unas tres dimensiones tan cutres que podrían servir para mil y una parodias. La historia de Hércules y de algunos de sus doce trabajos le sirve como excusa para proponernos un ejercicio fílmico rodado de manera torpe y desaliñada, con un guión de culebrón tan simple y bochornoso que podría estar escrito por cualquiera que pasara por allí. Y qué decir de un elenco actoral que parece elegido de cualquier obra de teatro de final de curso, la mayoría de ellos dotados de mucho más músculos que cerebro, destacando sobremanera la poca expresividad del protagonista del film, un Kellan Lutz (visto en Inmortales y famoso después de haber aparecido en la saga Crepúsculo) que cada vez que mira a cámara parece estarse preguntando cómo demonios ha podido caer tan bajo. Estamos sin duda ante una mala mezcla de Gladiator, de Ridley Scott y 300, de Zack Snyder; una muestra de serie Z que alguien debería explicar cómo ha podido llegar a estrenarse en casi todo el mundo cuando muchas buenas películas jamás llegarán a ver la luz de una pantalla. Menos mal que la crítica ha sido unánime y ha condenado a esta infumable pérdida de tiempo a las mismas galeras en las que los protagonistas deben sudar la gota gorda. Escenas como la lucha con el León de Nemea, del que se cuenta que después de matarlo lo despojó de su piel parecen sacadas de cualquier pelea que tenía el Tarzán de Johnny Weismuller con aquellos cocodrilos de pega. O qué decir de aquellas otras en las que siguiendo la estética de videojuego debe enfrentarse a un sinfín de luchadores invencibles mediante alardes infográficos que parecen sacados de la peor de las películas de artes marciales chinas. En fin, un auténtico disparate disfrazado de periplo mitológico sin pies ni cabeza que viene a demostrar lo desorientado que el realizador se encuentra en este momento de su carrera. Y parece que la cosa no va a quedar ahí, porque ya tiene preparado un nuevo proyecto (la cinta de terror The Dyatlov Pass Incident) a punto de estrenarse que ya se ha podido ver en algún certamen de prestigio (concretamente en el Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya que tiene lugar en Sitges) y que ya ha sido vapuleada por aquél que ha tenido la oportunidad de sufrirla.
Sangre, sudor y lágrimas Steve Mcqueen (todavía hay quien le confunde con el mítico actor estadounidense) es un realizador de origen británico formado en el terreno del video arte vanguardista que alcanzó fama y prestigio en 2008 gracias a su aclamada ópera prima Hunger (vista en algunos Festivales de cine argentinos) que, entre otros, le sirvió para ganar el Premio Cámara de Oro de Un Certain Regard en el Festival de Cannes. Siempre acompañado de su inseparable actor fetiche y reciente megaestrella Michael Fassbender, el director repitió elogios y parabienes con su siguiente trabajo, Shame: sin reservas, por lo que su salto a terrenos hollywoodienses era tan sólo cuestión de tiempo. Y parece ser, por la cálida acogida de público y crítica a 12 años de esclavitud -su primer trabajo en tierras americanas- que ha entrado con muy buen pie, ya que se habla de este film como uno de los firmes candidatos a alzarse con un buen puñado de estatuillas en la próxima edición de los Oscars. Basada en un hecho real ocurrido en 1850, narra la historia de Solomon Northup, un músico negro que vivió con su familia en Nueva York hasta que fue secuestrado y vendido como esclavo en una plantación del sur de Louisiana. Durante más de una década, sufriría multitud de vejaciones y humillaciones por parte de una serie de amos (massas) que lo trataron como si fuera un animal. Aunque no se trata de la primera película sobre el tema de la esclavitud en los EEUU (ahí están títulos como la clásica Mandingo o la más reciente Django sin cadenas, sin olvidarnos la mítica serie de televisión de los años setenta Raíces), puede afirmarse que es una película que aborda el tema sin ningún tipo de tapujos ni limitaciones ante la cámara. Así, las escenas de latigazos y demás muestras de violencia física son tan crudas como escalofriantes. Desde un punto de vista épico, la película narra lo que ocurre cuando se obliga al cuerpo y a la mente a actuar por encima del límite, y el resultado del conjunto visto en pantalla es simplemente espectacular. No hay que olvidarse cuando se nombran las virtudes del film de la presencia de un elenco actoral en auténtico estado de gracia. Empezando por el protagonista, un sublime Chiwetel Ejiofor (visto en Gánster americano y Niños del hombre), quien aguanta el peso de la acción mediante una actuación matizada y apabullante. Especialmente en secuencias como en la que debe azotar a su compañera de penas o en aquella otra en la que, rompiendo en mil pedazos la cuarta pared cinematográfica, fija su dura y brutal mirada en el impertérrito pero arrepentido espectador; siguiendo por una pléyade de grandes actores contrastados, que cumplen a la perfección su cometido: el obligado Michael Fassbinder, en otra interpretación impresionante (y van…); el emergente Benedict Cumberbatch (en un papel no muy extenso pero que le permite lucirse igualmente); el guapo Brad Pitt (quien ejerce a su vez labores de productor y a quien se le ha encomendado el rol de bueno de la función, lo que no le favorece en demasía) y otros de la talla de Paul Dano, Paul Giamatti o Sarah Paulson; y finalizando con la que para quien suscribe es la auténtica revelación de la función: la joven actriz Lupita Nyongó, quien nos regala un auténtico recital interpretativo sobre todo en las escenas más duras del film. Los seguidores más acérrimos de Steve Macqueen, aquéllos que gustan de su estilo visual más aséptico y neutro, quizás no estén muy contentos con que el cineasta haya primado en esta ocasión más el contenido que el continente, en una clara muestra de domesticación por parte de una industria, la americana, que no suele ser muy amiga de artificios y experimentos. Aquí la estructura narrativa de 12 años de esclavitud es lineal y simple, pero no por ello el desarrollo de la trama pierde un ápice de su fuerza y brío.
Melodrama débil y sentimentalista con grandes actores Como bien dice la protagonista en un momento del film: “yo no robo libros, los tomo prestados”. Así mismo, el director de este drama de ambientación bélica (nos hallamos en los albores de la segunda guerra mundial en una Alemania lista y dispuesta para el desafío hitleriano) va tomando en préstamo todos los clichés y terrenos conocidos de este tipo de películas ambientadas en el conflicto bélico y nos cuenta una historia tan bonita en su superficie como horrible en su profundidad. Los hechos que tuvieron lugar en aquella época, donde los judíos que habitaban en tierras germanas fueron obligados a sufrir las más humillantes de las vejaciones han sido tratados por el cine desde múltiples ámbitos; desde la atrocidad palpable vista en películas como La lista de Schindler de Steven Spielberg o El pianista de Roman Polanski hasta la comicidad de La vida es bella. En Ladrona de libros, adaptación cinematográfica del famoso best seller del escritor australiano Markus Zusak, el realizador Brian Percival (conocido sobre todo en el ámbito televisivo por el éxito de la serie Downton Abbey), en una clara búsqueda del beneplácito por parte de los miembros de la Academia que eligen los trabajos nominados a los Oscars, nos ofrece un relato amable y bienintencionado de un episodio histórico muchísimo más sanguinario de lo que se refleja en pantalla. A través de los ojos de una animosa y valerosa niña adoptada por una familia de acogida alemana (estupendo descubrimiento de la emergente actriz Sophie Nelisse, quien ya apuntara maneras en Profesor Lazhar) se nos explica como el poder de las palabras y de la imaginación se convierte en una forma lícita de escapar de los tumultuosos eventos que la rodean, tanto a ella como a toda la gente que conoce y quiere. A parte de la ya citada heroína de la función, también vale la pena destacar la presencia de dos actores de solvencia contrastada sin los cuales el desarrollo de la trama bajaría muchos enteros. Nos estamos refiriendo a Geofrey Rush y a Emily Watson, perfectos en su composición de un matrimonio tan poco avenido como complementario con un corazón más grande que una montaña. Sus interpretaciones, tan pausadas como matizadas contrastan con otras más secundarias que no alcanzan toda la importancia que deberían a lo largo del relato. Algunos aspectos del guión quedan demasiado sueltos en un afán por condensar las quinientas cincuenta y dos páginas de la novela en tan sólo dos horas de metraje. Otras circunstancias positivas que hacen del visionado de Ladrona de libros una experiencia agradable son su cuidada fotografía (a cargo del operador alemán Florian Ballhaus), y su bellísima banda sonora, compuesta por el eterno aunque todavía imprescindible John Williams (quien, por cierto, ha recibido su nominación a los Oscars número cuarenta y nueve gracias al score de esta película). En definitiva, una propuesta a la que le falta fuerza y garra aunque cuenta con el desparpajo y talento de gran parte de sus protagonistas.
Deseos humanos Con el aval de haber sido la vencedora indiscutible en el último Festival de cine de Cannes 2013, donde consiguió conquistar la Palma de Oro además del Premio del Jurado, La vida de Adele se presenta como una de las propuestas más extremas y rompedoras de los últimos años. El director del film, el tunecino Abdellatif Kechiche, quien ya había alcanzado cierto prestigio entre público y crítica con alguno de sus trabajos anteriores, caso de Juegos de amor esquivo (2003) o la más reciente Venus Noire (2010), nos ofrece una obra carnal y visceral, un retrato despojado de cualquier barroquismo y elemento sobrante que muta a través de sus extenuantes ciento ochenta minutos de metraje en un relato seco y dolorosamente realista. Con la cámara pegada constantemente a la excelente protagonista, una emergente Adèle Exalchopourlos que deja boquiabierto a propios y a extraños con una interpretación tan arriesgada que podría marcarle para el resto de su carrera cinematogràfica, se nos explica el descubrimiento de su homosexualidad por parte de una chica que paulatinamente irá introduciéndose en una espiral diabólica de sentimientos al límite; todo ello de la mano de la que será su mentora y posterior confidente emocional, una no menos soberbia Leya Sedoux, quien da la réplica perfecta en un maravilloso duelo actoral a la protagonista. Pero si de algo se ha hablado hasta la saciedad cuando los sesudos entendidos han desmenuzado de forma laboriosa la película ha sido de sus abundantes y explícitas escenas sexuales, algunas demasiado duraderas para los escandalizados aunque necesarias para el desarrollo de la trama según otros. En efecto, las escenas de cama de las heroínas de la función son largas y gráficas como casi nunca antes se había visto en una pantalla de cine. Podríamos decir que dichas secuencias superan lo erótico para situarse en el terreno de lo pornográfico, aunque queda muy claro en todo momento que son fruto de la consecuencia lógica de una relación amorosa llevada al territorio más físico y corporal (además, vaya por delante que los genitales que aparecen en algunos instantes son falsos). Si hay que ponerle un pero a esta destacada producción, sería el engolamiento disfrazado de verbórrea intelectualoide que impera en algunas fases del film. Tanto Adele como Emma se mueven en los círculos culturales más “in” de su ciudad; una es maestra de escuela y la otra pintora y escultora, por lo que sus amistades son personas leídas y documentadas. Así, las líneas de diálogo que se van sucediendo suenan a pretenciosas y vacías. Si la idea del director era enfrentarlas al instinto animal que lleva a las dos chicas a practicar sexo con fruición, el resultado se ha conseguido con creces. Si por el contrario lo que se busca es dotar al conjunto de una sofisticación no apta para paladares poco cultivados, el producto final adolece de contundencia y profundización. Nuestra recomendación pasa por no dejarse amedrentar por su vasta duración y adentrarse en un trabajo diferente, algo a lo que el espectador medio no está acostumbrado. Se nota que estamos ante una adaptación mascullada, pensada y repensada una y mil veces, con un cuidado exquisito por ofrecer un producto digno que invite a la reflexión, algo que está muy caro en un cine donde por desgracia impera todo lo contrario.
Hechiceras de andar por casa Tras la subvalorada por el público y la crítica española La chispa de la vida (todavía pendiente de estreno en Argentina) el director vasco Álex de la Iglesia vuelve al terreno de la superproducción hispana al estilo mainstream hollywoodiense con Las brujas de Zugarramurdi -título local para Las brujas-, un híbrido de géneros que se mueve con mayor o menor fortuna entre la comedia, el cine de acción y el fantástico, en una mezcla tan estimulante como finalmente insatisfactoria. La película nos cuenta la peripecia de dos atracadores de poca monta, quienes en su precipitada huida junto al hijo de uno de ellos y un taxista y su cliente van a dar con sus huesos en un misterioso pueblo repleto de brujas y demonios varios. Sin duda, lo mejor de la función lo hallamos en el transcurrir de la primera media hora de metraje, aquella en la que los héroes asaltan una oficina de compraventa de oro situada en mitad de la Plaza del Sol de Madrid (uno de los lugares más conocidos y céntricos de la capital de España). Cuando son descubiertos por la policía deben poner pies en polvorosa y salir pitando con el botín. El momento es trepidante y tremendamente divertido, con una persecución que casi hace palidecer aquella carrera mítica de Los hermanos caradura (The Blues Brothers, 1980) donde se destrozaban una cantidad incontable de coches de policía. El brío y ritmo de esta escena garantiza el disfrute y el placer de estar contemplando una escena de acción bien rodada y con una puesta en escena exquisita que raya a gran altura. La pena es que el frenetismo de los diálogos punzantes y certeros y la acción desopilante se vaya diluyendo de manera paulatina con el paso de los minutos, y sea sustituida por otras escenas de cadencia más apelmazada que embarran el buen hacer de lo explicado hasta entonces. Cuando lo esotérico y lo paranormal hagan acto de presencia en la figura de esas brujas hambrientas de venganza y carne humana todo se volverá demasiado convencional y repetitivo. Es entonces cuando descubrimos al De la Iglesia de trazo más grueso y menos inspirado. El exceso y lo abrupto se apoderan de un relato que hubiera necesitado más reposo y sobre todo mucho más cariño por sus personajes, a los que abandona a su suerte en un sinsentido sonrojante de calamitosos efectos especiales. Todo acaba convertido en un tobogán de idas y venidas donde ya no importa el poso de la eterna lucha de sexos, tan bien cimentado en un principio mediante brillantes diálogos que mutan de la mañana a la noche en gritos y gruñidos convulsivos. El cineasta trata de embelesar a su audiencia mediante mecanismos de entretenimiento vacuo y un folklore rancio que no le pega para nada. Con todo y con esto, algunos gags aislados sobresalen entre tanta ampulosidad (impecable el del pasajero que insiste en que le lleven a Badajoz y que va siendo mutilado a medida que avanza el metraje.). Pero en definitiva, resulta poco bagaje para un proyecto de grandes dimensiones y mayores pretensiones que reúne a un elenco actoral de lujo (Mario Casas, Hugo Silva, Carolina Bang, Carmen Maura o Terele Pávez son auténticas estrellas de nuestra cinematografía patria) para desaprovecharlo en la mayoría de los casos al primar el esperpento y el espectáculo desmembrado y enloquecido.
Anatomía de un ¿asesinato? Con casi tres meses de retraso en cuanto a la fecha inicial fijada para su estreno en Argentina y un año después de su estreno en Italia llega a las pantallas Bella addormentata (La bella durmiente), el último trabajo del cineasta italiano nacido en Piacenza, Marco Bellochio. Y lo hace tratando un tema un tanto espinoso como es el de la eutanasia, centrándose más concretamente en un caso real que conmocionó a todo el país transalpino: el de Eluana Englaro, una mujer que estuvo en estado vegetativo, debido a un accidente de tráfico desde enero de 1992 hasta la fecha de su muerte. El motivo de la polémica suscitada se produjo cuando el padre de Eluana, ante la situación irreversible de su hija, apoyó la posibilidad de suspender el suministro de alimentos, dejándola morir. Esta decisión desató la controversia entre los diversos estamentos político-religioso-judiciales del país, en el ya de por sí habitual debate sobre lo idóneo de acabar con el sufrimiento de una persona próxima a su muerte acelerándola ya sea a sabiendas de quien padece la enfermedad o sin su aprobación. El film transcurre en el contexto histórico de los últimos días en la vida de Eluana, justo cuando el debate está en su punto álgido y los medios de comunicación se vuelcan en una noticia que se convirtió en portada de periódicos e informativos. El director reflexiona sobre el caso y lo hace a través de una serie de tramas paralelas, que por uno u otro motivo existen lazos emocionales con el caso real y principal. Así, asistimos a la historia de una actriz que abandona su profesión cuando su hija queda en coma profundo, dedicándose en cuerpo y alma a su cuidado mientras el resto de la familia aprueba o desaprueba la decisión; el caso de un senador que también vivió en carne viva un caso parecido y que ahora se ve obligado a posicionarse ante la Cámara apoyando la decisión de su partido, aunque su conciencia le dicte lo contrario; o finalmente el drama de una yonki que intenta suicidarse varias veces y que encuentra el respaldo inesperado en la figura de un doctor que se preocupa por su caso. Los distintos personajes que van pululando a lo largo de la acongojante trama se mueven entre la ira, la tristeza, la melancolía y el obstinamiento, que se convierten en ejes de las distintas acciones y referentes directos en un ir y venir de angustias y soledades. El realizador italiano se remite a desplegar posibles bifurcaciones producidas por un tema que siempre ha sido motivo de acalorados enfrentamientos entre partidarios de una u otra opción, sin tomar partido, simplemente exponiendo los motivos y sus repercusiones. Quizás a causa de ese aspecto, el film vaya perdiendo fuerza de manera progresiva, pues una vez realizada la exposición de las distintas coyunturas y no existir ningún tipo de enfrentamiento ideológico o un adoctrinamiento claro donde podernos agarrar para establecer un juicio de valor, tanto ético como estético, el desarrollo de la trama se encalla y por momentos parece ir a la deriva. Tampoco ayuda un elenco actoral al que se le da poco margen para la improvisación, y es una pena, porque intérpretes tan consagrados como Tony Servillo o Isabelle Huppert imponen tan sólo con su presencia, pero se los nota demasiado abigarrados e hieráticos. A su lado, una pléyade de jóvenes imberbes en roles secundarios destacan más por su inoperancia que por su buen hacer. En definitiva, estamos ante un film de planteamiento muy valiente, pero que se queda a medio camino en su objetivo de no molestar. El mismo tema de la eutanasia y de sus derivaciones religiosas fue mucho mejor tratado en Camino, del español Javier Fesser.
Morir de aburrimiento Una pésima adaptación del mito que intenta emular al clásico de la Hammer aunque no lo consigue. Pensar en la figura de Drácula y en las tres dimensiones nos puede llevar enseguida a un engaño comprensible. Espectáculo a raudales, efectos especiales por doquier o conseguidas escenas de acción, donde el vampiro campe a sus anchas a tocar de pantalla sería lo lógico para una coproducción que se vanagloria de haber recibido dinero de productoras españolas, francesas e italianas. Pues nada de esto se encontrará el despistado espectador que acuda a ver esta peliculilla de barraca de feria. Es muy triste observar como un director de la talla del romano Darío Argento, otrora maestro indiscutible del cine giallo de terror, avalado por títulos tan imprescindibles para el seguidor de género como Suspiria, Inferno o Rojo profundo, se ha comprometido a participar en este circo espantoso, donde el Conde Drácula puede llegar a matar a sus víctimas más con el aburrimiento que con sus afilados colmillos. Ya de entrada hay que ponerse en guardia si atendemos a que el libreto del film viene firmado ni más ni menos que por cuatro guionistas (Argento entre ellos). Y como se suele decir: muchas manos en un plato hacen mucho garabato. Y es que los españoles nos tiramos de los pelos cuando vimos que uno de los participantes en la escritura del guión definitivo no era otro que Enrique Cerezo, avispado productor de cine patrio que ha hecho fortuna explotando sin compasión todo el folklore más sonrojante a base de malos y peores proyectos. Una vez metido a presidente de club de fútbol (se trata del actual máximo mandatario del Atlético de Madrid, donde parece que no lo está haciendo nada mal, habida cuenta de los últimos éxitos deportivos conseguidos por la entidad bajo la batuta del “cholo” Simeone), parece que se atreve con todo y habrá querido probar fortuna como escriba…mejor no comentar los resultados. Cualquier parecido con el maravilloso libro escrito por Bram Stoker o con la espléndidas adaptaciones llevadas al cine, entre otros, por Tod Browning en blanco y negro o Francis Ford Coppola en color, es pura coincidencia, pues aquí se trata de ir engarzando escenas sin oficio ni beneficio, que producen más risa que otra cosa. Unos cuantos desnudos femeninos que nos retrotraen a la época del destape de los años 70 y una pésima utilización de las 3D, flaco favor consigue esta película para los valedores del novedoso formato, sobre todo cuando se desperdicia de esta manera en un carrusel de sinsentidos. Escenarios de cartón piedra, desfile de pelucas y disfraces dignos de un concurso escolar, e incluso el uso de filtros baratos que parecen extraídos directamente del PhotoShop para hacernos creer que es de noche son moneda común en una trama que no por conocida debe ser tan maltratada. Los actores que pululan como almas en pena entre fotogramas, seguramente han toreado en mejores plazas, y da auténtica pena ajena ver a intérpretes de la talla de Rutger Hauer -qué lejos queda Blade Runner…-; únax Ugalde (una ya no tan joven promesa del cine español cuya estrella parece que empieza a palidecer) o las guapas Miriam Giovanelli y Asia Argento (tratadas como meros objetos sexuales) intentando reflotar un barco hundido a base de despropósitos. El film tuvo su puesta de largo en una sesión de medianoche del pasado Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya (más conocido como Festival de Sitges), por donde pasó con más pena que gloria. Posteriormente consiguió estrenarse en alguna pantalla española para poder cobrar todas las subvenciones habidas y por haber, aunque su resultado en taquilla resultó deplorable. ¿La peor adaptación de Drácula de la historia del cine? Habría que discutirlo, porque a lo largo de la historia el mito ha sido maltratado hasta la extenuación, pero seguro que esta Drácula 3D se encuentra sin dudas entre las más pésimas adaptaciones. El Conde seguro que se está revolviendo en su tumba…