Si algo no se le puede negar a los daneses dueños de una de las marcas de juguetes más populares del mundo es su capacidad de reinventarse. Según Wikipedia (fuente de información de brocha gorda) primero fabricaban muebles de madera estilizados, luego los hicieron más chicos en la época de la depresión, y finalmente se achicaron del todo: juguetes. Nace la marca LEGO (un juego de palabras danesas que significa “jugar bien”. Eran de madera en la época de la post guerra, cuando no había un mango. Bloquecitos de madera primero, de plástico más adelante, hasta que, a fines de la década del ’50, les incorporaron el sistema de encastre para que las creaciones de cada niño quedasen fijas. Millones de dólares y euros después, ya en nuestros días, la expansión llegó al mundo audiovisual. Los ladrillitos cobraron vida en “La gran aventura de Lego” (2014) dentro de un guión que se las ingeniaba muy bien para evitar el mote de “autobombo”. Lo hacía a partir de tres o cuatro secuencias muy sutiles en las cuales quedaba claro que toda esta animación que veíamos partía de la imaginación de un niño cuyo padre, fanático de la marca, melómano y muy celoso de las mega construcciones que componía en el sótano, ponía el grito en el cielo si el chico se acercaba a las maquetas. Tan astuto era el argumento que traspasaba la frontera del mundo animado y osaba jugar a la psicología de manual, al mostrar como el chico proyectaba en los personajes algunas de sus frustraciones. Así, el malvado Sr Negocios (voz de Will Ferrell, doblado por Ricardo Tejedo) no era otro que el papá, impidiendo que se rompan las estructuras armadas (o sea que los juguetes no se usen para jugar), mientras que su contraparte era, y es, Emmett (voz de Chris Pratt, doblado por José Antonio Macías), un trabajador de la construcción siempre alegre con el optimismo a flor de piel, alter ego del hijo, Finn (Jadon Sand), quien andaba frustrado por no poder compartir tiempo para jugar con su padre. Era una suerte de ruptura de la cuarta pared que resignificaba buena parte del texto cinematográfico. La película ganó mucha plata, así que tanto para TV como para cine se multiplicaron cual conejos, y ahora andan los títulos desparramados por ahí como los propios ladrillitos cuando los chicos terminan de jugar. Desde el afiche original se intuye que esta vez han ido por el camino menos conveniente porque se llama “La gran aventura de Lego 2: La segunda parte, y aunque la redundancia de “La segunda parte” pretenda ser un gag (al contar ya con el número 2 en el título) provoca la reacción inversa, además de resultar un presagio de lo inevitable. Dos decisiones en el guión de Phil Lord, Christopher Miller y Matthew Fogel y en la dirección de Mike Mitchell conspiran contra todo lo bueno hecho en su antecesora: La exacerbación desproporcionada del ejercicio de la autoconciencia y la ruptura del acto ficticio desde el arranque, esa “cuarta pared” de la cual hablábamos más arriba. Unos años después de que “todo sea sorprendente” (estribillo de la canción leit motive nominada al Oscar allá por 2015), lejos de serlo se ha convertido en una suerte de escenario post apocalíptico a lo Mad Max que cada tanto es invadido por “soldados” de la Reina SoyloqueQuieraSer (voz de Tiffany Haddish doblada por Laura Torres) para llevarse cosas o personajes. Emmett, entonces deberá juntar valor para ir en busca de sus amigos prisioneros. Es que en el plano real el sótano fue “invadido” por Bianca (Brookynn Prince), la hermana de Finn, que se lleva los chiches a su habitación y por ende el juego (o el armado del mismo) se volvió caóticamente organizado. Claro, el conflicto (de alguna manera hay que llamarlo) es que los hermanos tienen distinta manera de jugar con los mismos juguetes, y esto supone una tremenda discordia entre los universos que ambos niños plantean (el cuarto de ella y el sótano donde arma él), discordia que “sufren” los personajes en su versión animada. Esto lo entendemos porque cada tanto el guión salta a la dimensión real para explicarlo. Subestima la inteligencia de los espectadores (grandes y chicos) a los cuales les abre estas “ventanas” durante unos segundos solamente para no perder continuidad con la aventura que viven los personajes. De alguna manera, “La gran aventura Lego 2” comete el pecado de mostrar el truco. Revela que la fantasía no es tal, quitándole su valor intrínseco. De esta forma, o sea pensada desde el punto de vista de los LEGO ya instalados en lugar de hacerlo desde la subjetividad del ser humano que juega con ellos, como punto de partida para contar las situaciones, el producto final pierde su poder de generar interés emocional. Desde la realización integral el prodigio técnico es innegable, la animación conserva esa esencia cúbica y recortada que hace de la poca flexibilidad de los Lego una suerte de artilugio titiritero. También el diseño sonoro se destaca, gracias al cual los juguetes tienen su universo propio. Un par de canciones pegadizas, en especial la de los créditos, voces talentosas, tres o cuatro gags que funcionan al principio hasta que las risas se van apagando, y no mucho más. Un producto que, de seguir por esta vía, tiene una parada segura en la estación del aburrimiento.
Dentro del género del terror hay un pequeño conjunto de producciones que podrían inscribirse como difíciles de revisar en una nueva propuesta. Están ahí como inmaculadas por virtud de la época en la cual fueron realizadas dejándolas como si fuesen bustos de bronce en un museo. “El monstruo de la laguna negra” (Jakc Arnold, 1954), por ejemplo, sería imposible de ver hoy sin reconocer que el tiempo no ha sido generoso con ella, dado el propósito para el cual fue concebida, pero no deja de ser un clásico indiscutible y debidamente homenajeado en la criatura diseñada por Guillermo del Toro en “La forma del agua” (2017). “Suspiria” (y todo el cine de Darío Argento de los años ‘60 y ‘70) también están dentro de este grupo por más de una razón. Esta semana se estrena la nueva versión del ya clásico, y decimos versión porque tal vez el término remake queda corto. “Suspiria” es de esas obras que dejan a uno rascándose la cabeza. ¿Qué pasó? ¿Qué quiso contar? De la original sobrevive el esqueleto argumental. Susie (Dakota Johnson) es una bailarina proveniente de Ohio, Estados Unidos, que llega a Berlín en 1977 para formar parte de una rigurosa academia de danza manejada exclusivamente por Madame Blanc (Tilda Swinton), las señoritas Tanner (Angela Winkler), Millius (Alek Wek), Mandel (Jessica Batut) y Boutaher (Clémentine Houdart); mujeres de siniestra impronta. Susie va entrando en este nuevo universo y se va conectando con compañeras como Patricia (Chloë Grace Moretz) Olga (Elena Fokina) y Pavla (Fabrizia Sacchi), pero también atraviesa una suerte de mimetización con el macabro lugar que se va revelando como la casa de una secta oscura manejada por brujas. Más que una remake, decíamos, la película de Luca Guadagnino, responsable de la sobrevalorada “Llámame por tu nombre” (nominada al Oscar el año pasado), es una expansión del universo planteado hace más de cuarenta años por Darío Argento. Una expansión que conserva virtuosamente hasta la manera de filmar, incluidos los zoom repentinos propios de los años setenta, agregándole además tres ítems meticulosamente trabajados: La dirección de fotografía (Sayombhu Mukdeeprom) cuidada, elaborada, precisa; la banda de sonido de Thom Yorke (el líder de la banda Radiohead) que entrega sonidos y acordes generadores de climas ominosos e inquietos; y el gran trabajo de compaginación de Walter Fasano con cortes milimétricos de una justeza envidiable. Más tiempo entre cuadros le hubiesen quitado valor a los planos y menos hubiesen resultado caótico (la escena del montaje paralelo entre dos salones de ensayo, con el cuerpo de una bailarina llegando al pico máximo de expresión en el de arriba y la destrucción total del cuerpo de otra en el de abajo, es un ejemplo cabal) Entonces, con todo esto ocurriendo en la pantalla, ¿por qué éste estreno se cae a pedazos en paralelo con sus virtudes? El quid de la cuestión está en el guión, y en la preponderancia de un personaje en particular. En la original el vínculo entre las mujeres y su relación, con el claustro voluntario por acción de las brujas macabras, era el principal sustento de la alienación y del terror psicológico, usando la Berlín de la Guerra Fría como decoración histórica, sin ninguna injerencia importante en el desarrollo, más que una somera sugestión. La versión 2018 de dos horas y media (una hora más que su homónima anterior), no solamente intenta tomar el contexto político y social como un segundo personaje en detrimento de lo que sucede dentro, además lo hace de manera torpe y errática. Inserta información que ni el relato principal ni el espectador necesitan, como los ataques del grupo de ultra izquierda Baader-Meinhof con el secuestro del avión de Lufthansa como baluarte. Por si fuese poco, hay un psiquiatra (interpretado también por Tilda Swinton, pero con mucho maquillaje) que sufre todavía el dolor de una pérdida en la Segunda Guerra Mundial. Este personaje en particular intenta servir también de anclaje emocional para Sara (Mia Goth), una de las bailarinas que también se da cuenta de cómo viene la mano dentro de la academia. Cuando el dolor que se sufre dentro del edificio intenta ser una metáfora de las heridas que todavía no cicatrizan, es cuando Suspiria se vuelve pretensiosa y vacía. Párrafo aparte para el elenco. Todas están bien. Todo el elenco cumple con creces los desafíos físicos y emocionales que propone el guión, pero la química entre Tilda Swinton y Dakota Johnson (una actriz cuyo talento sobrevivió a la trilogía de las “Sombras de Grey”) traspasan la pantalla. Sus personajes se miran, se estudian, se admiran mutuamente, se desean y se complementan. Hay un erotismo latente en este vínculo (también en el resto porque el sexo, en especial el reprimido, no es un tema menor aquí) que logra imponerse hasta en los momentos de zozobra del guión y es gracias a la entrega de ambas. Irónicamente, el discurso establecido en el texto cinematográfico, al igual que el de la imagen, roza momentos de injustificada dualidad y hasta se le podría dar la razón a cualquiera que lo tilde de misógino. Responsabilidad absoluta del realizador. ¿Y el gore? ¿La sangre? Pues eso que ha caracterizado al cine de Argento de aquella época, esa truculencia artesanal de la cual el director hizo su marca de fábrica usando gran cantidad de sangre de utilería que ya en esos años se veía artificial, pero contaba con un público más naif y dispuesto a creérsela, también está aquí. En este sentido, el espectador va a ser testigo de cómo el cine se transforma en teatro mal filmado, el gore en una exacerbación del mal gusto y las acciones de los actores en movimientos contradictorios. Son unos veinte minutos de una orgía desproporcionada que hasta da la sensación de haber sido grabada por estudiantes de cine que no aprobaron ninguna materia. Lo que debía aportar al horror, se transforma en una secuencia que mueve a risa. Un verdadero paréntesis en el cual vale todo, aunque se rompan los códigos instalados hasta el momento. El producto final logra generar sensaciones encontradas, y si bien hay elementos, golpes de efecto, climas enrarecidos, y escenas de notable factura, como las mencionadas antes del show de la sangre final, el relato no logra sostener su poderío visual y sonoro, aun cuando varias de estas escenas quedan rumiando en la mente. Vuelven inexplicablemente más de una vez luego de haberla visto. Es eso. Esta “Suspiria” genera tanta intriga como intrascendencia. Es desconcertante. ¡Ah!, hay veinte segundos más al final de los créditos. Ni se moleste en entenderlos.
Está claro que no hacía ninguna falta una nueva entrega de “Cómo entrenar a tu dragón”. Ya de hecho estaba todo contado en la primera de 2010 con papel de regalo y moño, pero como suele suceder en Hollywood, la guita no es lo de menos, es lo de más. La segunda parte contó el crecimiento de aquél niño que veía en los dragones a verdaderos aliados, contrario al resto de la tribu vikinga que los veía como enemigos. “Como entrenar a tu dragón 3: el mundo perdido” arranca a pura acción con la banda de siempre tratando de salvar a los tira-fuegos de su cautiverio arriba de una flota de barcos. Si bien hay una autoconciencia humorística respecto de la forma de “entrar a escena”, el diseño artístico de los personajes tiene demasiada impronta a Los power rangers y una espada de fuego que se enciende igual que los sables laser de Star Wars. Hipo (voz de Jay Baruchel doblada por Eleazar Gómez), Astrid (voz de America Ferrera doblada por Leyla Rangel), Patán Mocoso (voz de Jonah Hill doblado por Héctor Emmanuel Gómez), Patapez (voz de Christopher Mintz-Plasse doblado por Ricardo Bautista), Brutacio (voz de Justin Rupple doblado por Carlo Vázquez) y su hermana Brutilda (voz de Kristen Wiig doblada por Karla Falcón) irrumpen torpemente en la escena con chistes y autoproclamas de todo tipo. Una forma rápida de reconectarse con los fanáticos si se quiere, pero hay que ver si los chicos que hace casi diez años tenían 7, 8 ó 9 años irían al cine hoy. Es que todo el producto final escrito y dirigido por Dean DeBlois es una suerte de híbrido entre las dos anteriores, o sea cuando las largas escenas de acción le roban tiempo a la trama, se pierde el alma emotiva de la saga, cuando esta intenta contar algo en los momentos de transición no parece poder decidirse entre profundizar el desarrollo de los personajes o proseguir con la anécdota de tratar de llevarse a los dragones a un lejano lar paradisíaco para evitar el contacto con los humanos hasta que estos aprendan a convivir en paz. ¿Cómo se sostiene la historia entonces? Con Chimuelo. El famoso “furia nocturna” y fiel mascota de Hipo. En realidad es al villano Grimmel (gran trabajo de voz del veterano F. Murray Abraham doblado por Ricardo Tejedo) a quien se le ocurre la idea de soltar a una versión femenina de los “Furia Nocturna” a fin de que la naturaleza haga su trabajo de distraer la atención de Chimuelo para lograr juntar a todos los animales y exterminarlos. Sobre esta amenaza, que aparece en el guión recién a los 25 minutos sin crecer con la suficiente fuerza, se sustenta el eje dramático de la aventura per sé y por otro lado, Hipo se ve forzado a erigirse como líder de su pueblo y conducirlo hacia una de sus ideas locas. Ambos argumentos lucen débiles. Lo que sí funciona bien es la potencia visual de éste estreno. Tanto en la aldea, como en la lúgubre niebla de los villanos, como en el propio mundo perdido, multicolor y luminoso, son prodigios de diseño reforzados por la poderosa banda sonora de John Powell. Más allá de esto, y de un buen trabajo de doblaje, hay una sensación de extensión innecesaria. Los que lleven a los chicos y anden cansados por el trajín semanal seguramente no se reprocharán esos quince minutos de sueño mientras los chicos se entretienen.
Ganadora o no de premios importantes, el verdadero ganador será el público que la vaya a ver No son pocos los antecedentes que hacen esperar una nueva película de Adam McKay con cierta ansiedad. Primero porque desde su debut como director de algunas emisiones de “Saturday night live”, el programa de humor crítico de la política e idiosincrasia norteamericana por excelencia, se ha empapado de esa cultura en la cual vive a pleno, la observa con minuciosidad, y luego se explaya con todos los dardos en sus textos cinematográficos. La última vez que lo hizo fue con aquella gran película de montaje vertiginoso sobre el estallido de la “burbuja hipotecaria” en Estados Unidos que se alzó con varios premios, incluyendo cinco nominaciones al Oscar 2016. Con el Oscar de mejor guión adaptado bajo el brazo, Adam McKay continúa su periplo a convertirse en un director de ficción en estado de alerta constante cuando se trata de observar la realidad coyuntural. Al igual que en su opus anterior, la presentación de los personajes sale con información muy concreta, concisa y específica transmitida en una compaginación rápida, aunque no por eso apurada. El Dick Cheney (Christian Bale) joven hace su entrada gritando, fumando, borracho en un bar en Wyoming. El corte inmediato es al 11 de septiembre de 2001 cuando, en ejercicio del poder, da órdenes tras el ataque a las Torres Gemelas. El otro corte inmediato es nuevamente a Wyoming, en el momento de su arresto por manejar ebrio. Uno es exceso autodestructivo y otro de poder. En forma paralela, con desarrollo de los tiempos narrativos en forma dispar, vamos conociendo por un lado cómo es que Dick Cheney fue llegando a la Casa Blanca de la mano de Donald Rumsfeld (Steve Carrell), y por otro el desarrollo de los acontecimientos inmediatamente posteriores al 11S. En ambos casos hay un narrador común que dice: “¿se preguntan quién soy? Estoy relacionado con los Cheney… pero ya veremos eso más adelante”, y bien vale la pena la espera porque si bien nada en política sucede por casualidad, esa conjunción entre buena y mala suerte que solemos llamar destino juega una parte fundamental. Pero eso no es lo único que se presenta como un cúmulo de situaciones en la vida del político, el guión está constantemente atravesado por un manto gigantesco de sarcasmo, ironía e impronta corrosiva respecto de su mirada general. Así como “La gran apuesta” en 2015 no era un escrache contra los hombres del mundo financiero sino una descripción crítica de ese universo, “El Vicepresidente: Más allá del poder” no panfletea contra Cheney,. simplemente se encarga de describir una estructura de poder cuyos puntos oscuros y gaps legales permiten que alguien como él haga lo que hizo sin ningún tipo de impunidad porque: “es legal”. Para una película de estas características es indispensable rodearse de talento, y sin dudas el de Christian Bale sube dos o tres puntos cualquier producción. A los kilos aumentados para llegar al phisyque du rol y las horas gigantes de maquillaje, el actor le agrega gestos, modismos, acento, neutralidad de mirada y postura corporal, de manera tal que no vemos a un actor haciendo de Dick Cheney, lo vemos a él. Algo parecido a lo que Ramy Malek hace con su Freddie Mercury en “Rapsodia Bohemia”. Actores que se adueñan de su personaje a un punto mimético. A ese trabajo se adosa la estupenda actuación de Amy Adams como Lynn, una mujer clave en todos los acontecimientos de esta vida retratada aquí. En el producto final todo está enmarcado en un estilo propio que además deja un par de momentos superlativos en el uso del metalenguaje, como por ejemplo la escena en la cual el matrimonio recita Shakespeare en la cama con una naturalidad que resinifica el texto. “El Vicepresidente: Más allá del poder” llega a instancias importantes en su recorrido con ocho nominaciones al Oscar, incluyendo mejor película y director. No ha ganado ningún premio importante hasta ahora, y probablemente no lo haga tampoco el 24 de febrero, pero eso no importará mucho. El verdadero ganador será el espectador que vaya al cine.
Entre la enorme cantidad de propuestas emparentadas con el género del terror hay algunas que se escapan de la medianía general y logran pasar las fronteras de lo aceptable. Otras, como en el caso de “No mires”, simplemente se plantan frente al espectador como una propuesta ambigua para luego avanzar en el relato y aferrarse o no al género. En este sentido el drama psicológico funciona como una suerte de amague que toma algunos elementos, sobre todo visuales, del terror y los utiliza medianamente bien para contar otra cosa. ¿Miente o engaña al espectador éste estreno? Algo del orden del conflicto fraternal se instala en la primera escena. Lo que vemos es la secuencia de una ecografía. En el útero materno hay dos bebés conviviendo. Moviéndose. Viendo sólo la imagen podemos colegir que están ahí simplemente. Con más imaginación podrían estar jugando, pero la música lúgubre y su respectivo in crescendo resignifican la ecografía hacia algo espeluznante. ¿Se están matando? Esta incertidumbre no tendrá respuesta en toda la película porque irá para otro lado la cosa, entonces: ¿fuimos hábilmente engañados o nos mintieron? Elipsis mediante, nos encontramos 18 años después con quien entendemos es una de las que estaba en el útero materno. Pese a convivir en un no la pasa nada bien María (India Eisley), además de sufrir en casa la severidad de su padre, y la casi ausencia de su anodinada madre, lidia con un acosador en el colegio y la oculta envidia hacia su amiga, cuyo novio desea fervientemente. De apariencia anoréxica y deprimente la joven no encuentra su lugar en el mundo, pese a no pasar ningún problema económico dada la casa y el barrio extremadamente rico en el cual vive. De a poco María va sintiendo una presencia misteriosa, alguien que la observa y le genera miedo. Una noche, desde el otro lado del espejo del baño, se aparece su otro “yo”, o mejor dicho su súper yo porque este reflejo no anda con vueltas a la hora de querer solucionar las cosas. Se llama Airam (o sea María al revés, por si esperaba alguna sutileza del guión). A partir de este momento del metraje el espectador podrá adivinar las buenas intenciones de esta producción, y al mismo tiempo será testigo del desmoronamiento argumental de esta burda mezcla, en versión femenina, de “Dr Jeckyll y Mr Hyde”! con “Alicia en el país del espejo”. En este aspecto la película se divide entre el antes y un ratito después de la aparición en el espejo, porque hasta ese entonces el juego del thriller dramático utilizando varios de los elementos del terror, a favor de instalar el miedo interno de un personaje asfixiado por los conflictos externos funciona realmente bien. Esas intenciones que se adivinaban como una forma efectiva para plantear no sólo los conflictos adolescentes, sino los cambios hormonales, las carencias familiares y la incertidumbre de un mundo en el cual María no se ve reflejada; se ven inexorablemente truncas al llevar el relato hacia la loquita rebelde capaz de cualquier cosa. Es más, el ritual mismo para que Airam intercambie su lugar con el de la muchacha es para que los psicólogos se hagan una panzada. De la misma forma, cuando “No mires” entra en etapa de definición, ya instalada como thriller psicológico convencional, en lugar de mantenerse fiel a la propuesta inicial comete un atropello en forma de vuelta de tuerca que no sólo hace retroceder todo al principio, sino que conceptualmente cambia (o niega por consecuencia) lo visto hasta ahora, por no decir que lo banaliza explicando lo innecesario. Nunca dejan de ser buenas las intenciones pero, por ejemplo, una dirección de fotografía impecable desde lo técnico no significa que instale la convención con el espectador. La oscuridad innecesaria de algunas escenas no le aporta nada al buen clima generado por la pulsión narrativa del director. Lo subrayan con demasiada obviedad y eso que hablamos de una producción que tanto en ese rubro como en montaje, dirección de arte, banda sonora, etc está bien facturado técnicamente. Todo lo que podía servir como una novedosa forma de ver los factores humanos que alimentan la “bestia” interna que llevamos dentro es atropellado por la decisión de elegir el camino fácil, el que haga funcionar éste estreno en la taquilla. Son riesgos, es cierto, pero ahora los correrá el espectador que pague su entrada.
Dentro del universo del policial, más específicamente en el policial negro, las premisas de construcción del argumento siguen siendo básicamente las mismas, por ejemplo un crimen inicial en circunstancias violentas, misteriosas y crueles; un enigma que luego se descubre como la punta de un iceberg que involucra a más gente de la que aparentaba al principio, y un detective con pasado pesado que afecta su presente y lo vuelve oscuro. Por supuesto no puede faltar la sordidez interna y externa del personaje central. Ya no se hacen como antes, pero de vez en cuando algún productor nostálgico se acuerda y apuesta de nuevo. “Destrucción” comienza de la manera tradicional. Erin (Nicole Kidman) baja del auto y se dirige a la zona donde se ha encontrado el cadáver de un hombre. “¿Quién es?”, preguntará, y en esas dos palabras entre signos de interrogación comenzará el engaño (no la mentira) al espectador para que éste quiera y necesite saber más. También desde ese minuto en adelante veremos un estupendo trabajo actoral de difícil composición que incluso sortea los clichés del guión con la suficiente solvencia como para minimizarlos. Su mirada está vacía, cansina, mortuori, y su andar no es muy superior al de un zombie. Una muerta en vida. Se tambalea al caminar, como si estuviese borracha, o le doliese algo, su voz ya casi no tiene vida. Está enterrada en litros de alcohol, cigarrillos y mucho dolor. Merced a flashbacks cuidadosamente instalados se cuenta la previa a todo éste presente: años atrás, trabajando de encubierto junto a su pareja y novio Chris (Sebastian Stan), ambos se infiltran en la banda de Silas (Toby Kebbell) a los efectos de conseguir las pruebas incriminatorias que lo saquen del circuito de ladrones de bancos. Algo sale espantosamente mal. Chris muere en ese trabajo y la vida de Erin se desmorona hasta perder sentido, incluyendo el casi completo abandono de su única hija, hoy adolescente, con quien casi no se habla. El crimen que vemos al principio es el disparador para que ella pueda cerrar el único capítulo que la mantiene viva. Más allá de la forma de rompecabezas con la cual está estructurada la historia y cierta manipulación del personaje por parte de la directora Karyn Kusama, “Destrucción” avanza como hacia adelante con la investigación, pero sin dejar de lado el eje principal. Ese descenso a los infernos que el espíritu autodestructivo de Erin hace funcionar como motor impulsor para hacer progresar el relato. Para colaborar con este estilo narrativo la realizadora maneja un tinte trágico que remite a la fantástica “Incendies” (Denis Villenueve, 2012). Nicole Kidman hace una demostración de versatilidad en la composición de su Erin. Le entrega todo y es gracias a eso que “Destrucción” se alza con un valor agregado. Sin un trabajo de estas características sería muy difícil llevarla adelante. Además, el asiduo concurrente a la sala podrá comprobar la enrome paleta de colores que la actriz australiana tiene si ya la vio como la reina Atlanna en “Aquamán”, todavía en cartel. Un buen policial en el inicio de una temporada cargada de variantes y previo a las nominaciones al Oscar.
Es evidente a esta altura, y luego de cuarenta y dos años, que Rocky Balboa es un personaje que le pertenece a la identidad cultural de cualquier país donde se haya estrenado. Lo hemos visto envejecer a lo largo de los años, hemos vivido en la pantalla sus momentos de incertidumbre, de gloria y de caídas múltiples. Conocimos a su familia. La personal y la deportiva. A lo largo de los años sufrimos el dolor de sus pérdidas afectivas, entre ellas su esposa, su mejor amigo y su entrenador y mentor (¡Ah!, ese delicioso trabajo de Burgess Meredith). El público fanático de Rocky sabe bien lo que va a buscar al entrar al cine porque el dueño de ésta pelota conoce a su público y le da lo que este quiere. Escribió (también dirigió a veces) una fórmula que jamás abandonaría en toda la saga pues sigue funcionando en el presente como un kiosquito. Cada tanto una nueva, y a cobrar. “Creed” se estrenó hace un par de años. Ya sin poder subirse al ring, inteligentemente, Stallone corrió al personaje central de las luminarias para darle paso a una nueva generación. Le sacó las riquezas, le devolvió la campera, el sombrero, la pelotita, pero sobre todo le endilgó aquello que su entrenador tenía: la sabiduría adquirida a lo largo de los años, expresada en razonamientos simples y de pocas palabras. Rocky está viejo, sí, pero más sabio. Este enroque fue tan provechoso que le valió al propio Sylvester Stallone una nominación al Oscar como actor de reparto por ese trabajo. Ahora sí, la nueva saga pone el foco sobre el hijo de Apollo Creed, Adonis (Michael B. Jordan), quién ya es campeón mundial al comienzo y está comenzando su vida en pareja con su novia cantante. La riqueza y la fama están ahí, como signo constante de la debilitación de las motivaciones que llevan a un boxeador a subirse al ring. Igual que en Rocky III digamos. Pero la amenaza no está en casa, viene de Rusia y se llama Viktor Drago (Florian Munteanu), Sí,. el hijo de Iván Drago (Dolph Lundgren). La revancha de aquella pelea de 1985 en la cual murió Apollo demolido a golpes, se produce en la generación siguiente. Viktor va a USA, muele a golpes a nuestro héroe, y si bien no se queda con el título por un tecnicismo el mundo es testigo de otro desastre en la familia Creed, igual que en Rocky IV digamos. En muchos aspectos se podría decir que “Creed 2: Defendiendo el legado” es casi una remake de aquella (no quieran ver cómo está Brigitte Nielsen), con lo cual todos sabrán cómo termina. Más allá de las convenciones y la tensión generada a fuerza del montaje tradicional de la franquicia, ésta presentación decrece en acción pero aumenta en el aspecto dramático. Es realmente bueno el anclaje que la trama propone en cuanto a la relación padre-hijo. El obedecimiento a los mandatos familiares y la rebeldía a los mismos le dan paso a ambos para tener su momento de redención. Tanto los rusos como los norteamericanos están signados por la ausencia de afecto, la incomunicación y acaso el miedo. Gracias a esto, Creed 2: Defendiendo el legado” mantiene vivo un relato que por su estructura convencional y predictibilidad se caería rápidamente. La película se instala sólidamente en el corazón del nostálgico porque sigue a rajatabla la premisa de visitar los eventos del pasado y traerlos como recuerdos al presente de la nueva generación. El encuentro entre Iván y Rocky es una muestra. La fuerza seguirá siendo la misma porque lo que prevalece siempre es el vínculo emocional que cada uno tenga con este universo. Si es por eso, vaya tranquilo.
Por más esperanzas que uno pudiera tener depositadas en la posibilidad de que Franck Dubosc abandone los personajes con impronta de pendeviejo de actitudes infantiles, “Amor sobre ruedas” se suma lastimosamente a “Disco” (2008) y “Camping 1” (2006) y “Campìng 2” (2010). En todas lo mismo: galán o playboy venido a menos, aunque se crea genial. El estreno de esta semana es la sublimación de todo lo anterior porque el señor Dubosc además de actuar, escribe y dirige con lo cual las libertades que se toma giran en torno a su forma de ver las cosas. Jocelyn es un tipo fachero, mujeriego a la antigua y con pocos escrúpulos en ese sentido. Misógino, engreído, y hasta se podría decir un mentiroso compulsivo. Muere su madre pero esto no parece afectarlo en nada, al punto tal que en su rol de guionista Dubosc ni se molesta en justificarlo. En la casa de la difunta el tipo se sienta en una silla de ruedas, y en esa posición conoce a una veinteañera vecina que, por supuesto, se convierte en objetivo sexual y la razón por la cual seguir adelante simulando ser lisiado. Pronto sabrá por qué la cosa no va a funcionar, pero mientras tanto la chica le presenta a su bella hermana Florence (Alexandra Lamy), quien de verdad está en silla de ruedas en una condición complicada. Pese a esto (tal vez porque ya está en el baile y hay que bailar, no lo sabemos) Jocelyn sigue adelante con su mentira. La innumerable cantidad de desaciertos de “Amor sobre ruedas” reside tanto en la displicencia para construir un personaje metido en una situación absurda, como en la instalación del verosímil de sus actitudes que supuestamente deberían resultar graciosas. El agravante de todo es la impunidad de un discurso que desde lo superficial, es decir lo anecdótico de la trama, pareciera perseguir la corrección política colocando al personaje como “alguien que aprenderá una gran lección”. Pero al tratarse de un triple rol, la falta de justificación pone a la realización integral dentro de un gran signo de interrogación frente a acciones que en los tiempos que corren podrían ser apológicas. En el costado amable de “Amor sobre ruedas” están la simpatía de Alexandra Lamy y… No, eso sólo, la simpatía de Alexandra Lamy. El resto es una búsqueda constante de fórmulas remanidas, sin imaginación y de una predictibilidad pasmosa. Dubosc elige a Gérard Darmon como intérprete de Max, el mejor amigo del protagonista, para proponer un anclaje a la cordura entre tanta insensatez, pero se irá diluyendo hasta la intrascendencia con lo cual sólo queda la historia de amor en sí misma cuyo éxito dependerá exclusivamente de la buena voluntad del espectador
Cuando un director, productor, y guionista ganador de, al menos, once Oscar en una de sus películas se aboca a un nuevo proyecto uno debe como mínimo prestar atención. No es un currículum común y corriente. Peter Jackson tiene peso propio en Hollywood, pero además es un gran contador de historias como lo ha demostrado en la saga de “El señor de los anillos” (2001-2003) o en “King Kong” (2005). Así pues, luego de la trilogía del “Hobbit” (2012-2014) y antes de dedicarse de lleno a una nueva aventura de Tintín, continuación de aquella de Steven Spielberg, se metió a producir y escribir la adaptación de “Máquinas mortales” junto a nada menos que Fran Walsh y Philippa Boyens (trío ganador del premio de la Academia por mejor adaptación, por cierto). Partamos de una base. La fuente original, o sea el cuarteto de novelas escrita por Philip Reeves es mediocre e inverosímil, pero en lugar de tomarse las licencias necesarias para corregir un par de horrores narrativos los guionistas eligieron ser literales. Así, este futuro post apocalíptico generado por la “Guerra de los 60 minutos” mantiene en la pantalla un par de ilógicas que dan un poco de vergüenza por su endeble justificación. La ciudad de Londres que se traslada montada en grandes maquinarias con ruedas, y la desaparición del pensamiento científico, son botones de muestra suficientes. Hera (Hester Shaw) es una rebelde del sistema y está tratando eliminar a Thaddeus Valentine (Hugo Weaving), el líder de Londres que, como casi todo político, tiene un tipo de discurso pero otro curso de acciones. En ese contexto conoce accidentalmente a Tom (Robert Sheehan), un chico perteneciente a la clase de historiadores, encargado de rescatar la vieja tecnología de las ciudades que son apropiadas. Ambos serán perseguidos al principio. y ya fuera de la ciudad se convertirán en involuntarios compañeros de saga. Como suele suceder en este tipo de historias habrá tribus asesinas, peligros de todo tipo y por supuesto un grupo de valientes que representa la resistencia. En este caso la “Che Guevara” contra el sistema es Anna Fang (la cantante Jihae). Este personaje en particular y su entorno será lo más interesante que esta producción va a ofrecer a lo largo de más de dos horas en una trama que por momentos se vuelve algo caótica en su explicación, con líneas de diálogo de una solemnidad e intrascendencia pasmosa, y una banda sonora que se encarga de subrayar todo e indicarle al espectador cómo tiene que sentirse. Mientras tanto, el público tendrá el doble trabajo de entender el sentido, la lógica dentro de un contexto ausente de tal, además de tratar de conectar con un elenco que trata de estar a la altura del género. Más extraño aún es la media docena de veces en las cuales pareciera que el relato arranca nuevamente, como sino terminara de entender su propio ritmo. Tal vez la inexperiencia de Christian Rivers como director sea la razón principal para entender que la película le quedó grande. Hay tres libros más, pero la peor noticia es que o debería arrancar todo de nuevo, o simplemente invertir en otra cosa.
Típico. Este estreno tiene hasta en el título el poder generador de prejuicios que impulsan al espectador a ir con muy pocas expectativas. En principio porque antes de entrar a la sala la pregunta “¿Otra vez se relanza Spider-Man, y encima de dibujitos animados?”, repica en la cabeza como mosquito de verano. Aquellos que decidan hacer caso omiso a la cuestión no sólo verán un producto entretenido, sino una verdadera demostración de alegría. Desde el punto de vista argumental no hay ninguna razón para la concepción de “Spider-Man: Un nuevo universo”. El disparador justificante para volver a contar que a otro joven lo pica otra araña radiactiva, y que otra vez volvemos a ver la misma historia pero con un chico negro, es débil per sé por lo reiterativo. Es decir, ya a esta altura no se puede asumir que nadie conoce esta historia. Pero el guión de Phil Lord y Rodney Rothman asumen este riesgo de repetición para centrarse en lo mismo hecho por el sexteto de escritores detrás de “Spider-Man: de regreso a casa”, estrenada el año pasado y que le dio ese enorme y saludable golpe de frescura: los problemas, ansiedades, cambios hormonales, inseguridades e identidad de un chico adolescente y su relación emocional, con el entorno familiar en particular y la sociedad en general. En los primeros veinte minutos se establece perfectamente el código autoconsciente y conceptual. La introducción de unos 120 segundos es del propio Hombre Araña (voz de Jake Johnson, doblado por Miguel Ángel Ruiz), narrando en off mucho de lo que hemos visto desde 2003 a esta parte (sobre todo en la trilogía de Sam Raimi). “Spider-Man hay uno solo” dice, y luego la historia se enfocará en uno de sus millones de fans. Miles Morales (voz de Shameik Moore, doblado por Emilio Treviño), está en su habitación a punto de ir al nuevo colegio al cual ha sido cambiado casi contra su voluntad. Su padre, Jefferson Davis, (voz de Brian Tyree Henry, doblado por Dan Osorio) es un policía simpático, pero a la vez crítico del superhéroe que su hijo admira. El vínculo es sincero, pero no está sólido como el que mantiene con su tío Aaron (voz de Mahershala Ali, doblado por Daniel del Roble). En realidad todos los vínculos le son complicados a Miles, quien además padece un severo enamoramiento de Gwen (voz de Hailee Steinfeld, doblada por Alondra Hidalgo), pero claro, es en este nuevo colegio por careta y elitista en el cual no se halla. En una incursión con su tío a viejas instalaciones subterráneas de Brooklyn aparece la araña que hace lo de siempre, y la vida del joven ya no será la misma. Hasta ese momento asistimos a una verdadera muestra de ritmo, enorme comicidad y excelente presentación de los personajes para construir una trama que nunca abandonará la propuesta de hablar de la adolescencia, pero a la vez será una buena aventura ingeniosamente armada porque los tres directores, Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, que tienen vasta experiencia como animadores y guionistas de varios éxitos del género en donde el humor ha sido una herramienta fundamental, aquí combinando perfectamente el humor físico con el que sale producto de diálogos punzantes y situaciones bien pensadas que generan una empatía casi automática. Además la producción está a cargo de los responsables de “Lluvia de hamburguesas” (2009), por eso no es casualidad el resultado final, ya que “Spider-Man: Un nuevo universo” está muy bien balanceada entre la comedia y la acción entroncadas, ambas alrededor de un mensaje sobre la juventud y su vínculo social. En lo anecdótico, porque no olvidemos que es una de superhéroes, se suceden una serie de encuentros con distintas versiones del arácnido (a cual más raro y gracioso) provenientes de distintas dimensiones. Será el trabajo en equipo y la convivencia en la diversidad lo que permitirá devolver a cada uno a su lugar y restaurar el orden. Desde afuera se puede adivinar lo bien que la han pasado todos haciendo éste film. Desde el ritmo vertiginoso al sonido, y desde la escritura a un excelente casting de voces, tanto en inglés como en el doblaje al español. ¿El verdadero Spider-Man? Sigue y sigue. Podemos esperar infinitos productos, pero difícilmente tan divertidos como este.