La irlandesa que clavaba el visto En Irlanda, a mediados del siglo pasado, la vida no era fácil aún para los jóvenes de gran capacidad intelectual, de moral irreprochable o incluso teniendo ambas condiciones. Eilis Lacey (Saoirse Ronan) se ha forjado una excelente reputación como estudiante y trabajando a tiempo parcial en el almacén de su zona comandado por la insufrible señora Kelly, lo cual provoca que la iglesia a través del padre Flood (el siempre sólido Jim Broadbent), le consiga una plaza de residencia y un trabajo estable en Brooklyn, Nueva York. Para ello debe dejar a su madre viuda y a su hermana (con la que la que tiene un vínculo especial) y así poder probar suerte en ese nuevo mundo. Eilis acepta la propuesta y decide viajar a esa ciudad de grandes oportunidades. Una vez allí -y luego de un período razonable de adaptación- el cambio es tan grande en su vida que la lleva a tener una actitud totalmente distinta al frío y distante comportamiento que lucía cuando llegó. La causa más grande es el haber conocido a Tony (Emory Cohen) que completa casi a la perfección sus necesidades afectivas y la hace aceptar y corresponder el amor por primera vez en su vida. Este muchacho italiano representa algo así como el marido ideal para los valores que le han sido inculcados a la chica irlandesa. Pero por cuestiones argumentales que no conviene revelar, la pobre Eilis se ve obligada a volver a su tierra por un tiempo no determinado y esto dará vuelta su mundo una vez más, ya que todo ha cambiado y las oportunidades se le ofrecen casi de manera vertiginosa. Ahora deberá decidir pero no entre cero y una oferta tentadora, sino entre dos opciones que la completan y le dan sentido de pertenencia de maneras diferentes pero igual de satisfactorias. Uno de los problemas más grandes que tiene Brooklyn es su extremada corrección y mesura en todos sus aspectos. Los conflictos, ya sean menores o centrales, tardan en aparecer y sólo surten efecto porque a esas alturas, ya está dada la empatía con lo que le sucede a Eilis, cuya vida se parece a la de millones de personas que en algún momento llegan a creer que jamás serán profetas en su tierra y deciden emigrar. Y hablo de problemas porque la extrema prolijidad atenta con no poder mantener abiertos los párpados más pesados del espectador, aquellos que entienden de sobra que no hay historia atractiva sin conflicto, su real motor y generador de situaciones. Esos mismos párpados se cerrarán en una buena siesta si eso no aparece y termina convirtiendo a la sucesión de fotogramas en una anécdota sosa e intrascendente. El que esto no suceda en la candidata al Oscar Brooklyn es en buena parte mérito de la gran Saoirse Ronan -también candidata a mejor actriz- que viene demostrando su capacidad para transmitir emociones y lograr que podamos ver a través de esos ojos de aparente frialdad y profundidad infinita. Claro que John Crowley fue quien la puso allí y construyó la historia a su alrededor con excluyente protagonismo, pero no se puede dejar de decir que con lo fácil que le hace las cosas la actriz con sólo aparecer en pantalla, el director pudo haberse esmerado un poco más en salir de la comodidad de un relato tan estandarizado. Los personajes que rodean a Eilis son queribles a pesar de lo estereotipados y del poco desarrollo que tienen. La odiosa dueña de la tienda en la que tiene empleo parcial en Irlanda antes de partir -luego fundamental en la resolución de la historia-, la madre viuda que mantiene distancia por su largo duelo, la hermana compinche sobreprotectora, y luego están las nuevas compañeras y convivientes de la joven irlandesa en la casa de Brooklyn, tan predecibles que hasta puede jugarse a adivinar sus diálogos en las situaciones que comparten, la mayoría de ellas en la mesa de la anfitriona, una anciana moralmente irreprochable que convierte a Eilis en su favorita pero no deja de tratar al resto del rebaño como a hijas apenas descarriadas a las que debe llamar al orden con regularidad. Y por último los pretendientes, ese italiano brooklinalizado sin aristas que no puede dejar de ser el primer hombre que toda chica al estilo Eilis quisiera conocer, o el irlandés universitario -el versátil Domhnall Gleeson que no ha dejado de aparecer en película que se precie en el 2015- y que en la primera etapa de su vida en Irlanda le era inaccesible y a su regreso estaba a sus pies siendo todo ternura. Todos ellos son piezas de un puzzle tan limpio y perfecto que por funcionales pierden atractivo. Y entonces resulta tan pasteurizado y aséptico ese ambiente creado, que logra, sin embargo, que el conflicto final sea efectivo por una simple cuestión moral. Esto provoca una ruptura y genera un debate que no por pequeño deja de ser interesante. Todo se justifica por la última decisión que debe tomar Eilis, en la cual nos involucra porque resulta imposible mantenerse al margen y no opinar -a la manera de cualquier director técnico- sobre la vida de quienes nos importan, de determinar sin dudas qué debe hacer y cómo repercutirá sobre sus afectos. Y allí probablemente nos damos cuenta del mérito real del film, nos ha metido de lleno en un mundo de más de sesenta años de antigüedad en el que las relaciones a distancia -y no hablo sólo de las amorosas sino también de las familiares- dependían de intercambios epistolares en papel o -ya pensando en urgencias- llamados telefónicos muy costosos y para nada privados. Quizás en los tiempos presentes del Skype, de videollamadas y toda clase de gadgets a nuestro alcance que antes sólo veíamos en películas de espías, resulte difícil entender el precio de mantener vivos los afectos con la distancia de por medio, pero la película lo logra y al menos parcialmente podemos sentir lo peligroso de la falta de noticias para mantener vivas ese tipo de relaciones. Como si el “ojos que no ven corazón que no siente” resumiese esta anécdota a la perfección. Brooklyn es una de las nominadas a mejor película en los premios que otorga la Academia, a mi entender sólo porque este año no hubo demasiadas sorpresas o títulos que pretendan, por gusto del público o beneplácito de la crítica, arrasar con una buena cantidad de premios. Entonces no es injusto que esté allí, porque es fiel testimonio de la prolija mediocridad de la producción actual de mayor alcance comercial.
La historia de una chica Las historias sobre cambio de sexo han sido de las temáticas preferidas en el cine para generar debates y polémica aún hasta por estos días en que el tabú pasa -a la inversa de como sucedía hace unos años- por la incapacidad de dejar de lado las posiciones más conservadoras. Y así es como Tom Hooper -ganador del Oscar por El discurso del rey- se anima a contar los pormenores que hubo detrás de una de las primeras operaciones de cambio de sexo (en realidad la segunda) hace cien años atrás. La historia nos ubica en 1926 en la ciudad de Copenhague en la que vive el matrimonio compuesto por Gerda Wegener (Alicia Vikander) y Einar Wegener (Eddie Redmayne), ambos pintores y cultores de una relación idílica de compañerismo y romance incondicional. Einar es más exitoso pero no tiene problemas en ayudar a Gerda a encontrar su estilo, aún posando para ella en condiciones poco usuales para que pueda inspirarse y pintar con un modelo sin restricciones. Y allí es donde se desata el conflicto, cuando al calzarse medias de seda, zapatos de taco y una buena peluca, el hombre se siente extrañamente reconfortado. Y siendo este un disparador que ninguno de los dos esperaba se convierte primero en un juego fetichista y, más tarde, en el drama de la búsqueda por la verdadera identidad sexual. Pero La chica danesa no es una película que busque resaltar el morbo ni transgredir desde lo explícito. De hecho las escenas íntimas son muy medidas y los momentos de mayor complejidad emocional no llegan a provocar al espectador lo suficiente para incomodarlo. Y está bien que así sea porque la verdadera transgresión es la de la evolución de este amor entre Gerda y Einar a pesar de lo sucedido. Ella diciendo “necesito a mi hombre” casi en tono de súplica y él -devenido en otra ella- imposibilitado de dárselo, debieran ser parte del suceso que marca el límite de cualquier historia romántica. Pero en lugar de eso es el punto elegido para que ambos decidan -sin enunciarlo- convertir ese sentimiento en otra clase de amor, del tipo que es capaz de prescindir de lo sexual para evolucionar. A diferencia de otras historias con temática similar como la consagrada El juego de las lágrimas (1992) -en la que la relación parte desde el ocultamiento de la sexualidad de uno de los implicados para luego provocar la ruptura- aquí todo es transparente y también una gran moraleja sobre cómo en toda relación de afecto genuino lo más importante es la sinceridad. No en desmedro de la adaptación de los sucesos reales se hace necesario destacar que el personaje de Gerda está basado en una mujer bisexual (Gerda Gottlieb, 1886-1940) cuya relación con su pareja Einar Wegener era de carácter abierto. Y aunque aparentemente estas cosas pasaban hace cien años sin que pudieran mantenerse en absoluto secreto, el director decide pasteurizar esos detalles y focalizar el conflicto en lo que le sucede sólo a Einar y cómo eso influye en la heterosexualidad de su esposa en esta versión de ribetes más convencionales. Es una pena en todo caso que las miradas críticas más prejuiciosas se posen sobre la interpretación de Redmayne o sobre la intención del director de abordar un tema tan “oscarizable” como si se tratara de un pecado egocéntrico y no de una consecuencia de sus elecciones sobre algo que merece ser narrado. Hay una intención y un foco evidentes puestos en el rostro y la actitud del personaje de Einar/Lili. Hasta el maquillaje juega a favor de eso aunque la hermosa Vikander se robe -casi a cara lavada- cada escena dándole un dramatismo que conmueve y logra que el espectador sienta el dolor y el proceso de transformación de los sentimientos de la mujer por su marido. Ambos conforman una pareja visualmente atractiva y la belleza andrógina y adaptable de Redmayne la convierte casi en un trío de roles definidos de manera impecable en cuanto a la tensión que se genera. Esto incluso atenta contra el viaje que emprende Einar en busca de su identidad, de las acusaciones de esquizofrenia, de los tratamientos para curar su “enfermedad” y un gran etcétera. Todo empequeñece frente a la verdadera historia que es la de la relación con Gerda. Es ella quien ante la confusión de Einar se mantiene centrada y lo sostiene, lo ayuda a creer que su cordura está intacta y a aceptar que lo que le pasa por dentro no es una elección que haya podido tomar de manera consciente ni una enfermedad. La chica danesa también acierta en hacer tácita a la reacción social. Hubiese sido demasiado efectista apoyar el conflicto en el escándalo al revelarse, aún en el entorno artístico en el que la sensibilidad y emociones buscan alternativas permanentes de apertura. Son más los personajes comprensivos y tolerantes que rodean a la pareja que los que condenan o segregan y que -uno supone- representaban a un segmento mayoritario en la sociedad europea de entonces. La recreación de época, las locaciones y la elección de la paleta de colores en la puesta en escena son de carácter tan pictórico como la profesión de sus personajes, esa exquisita manera de narrar la historia desde lo visual marca un contraste entre la alegría de los tonos y la intensidad del drama, como una manera de decir que las cosas suceden sin que se puedan ocultar con pinceladas de alegres colores. La primera voz de la película va dirigida a Gerda y es una mujer que le dice “ojalá pintaras tan bien como tu marido, debes estar tan orgullosa de él” y eso resume bastante bien de qué va la historia, la de una mujer que busca superarse sin competir con su ser amado y -por sobre todo- sin dejar de sentir orgullo por él. En definitiva así como sucede con el planteo de la historia, La chica danesa no deja de ser un título tramposo porque no habla del resultado de la transformación de Einar Wegener, sino de la extraordinaria mujer que es su esposa. De hecho se explicita cuando Gerda visita a uno de los amigos de su marido; “es una chica danesa” dice la secretaria para anunciarla y claro, en apariencia es sólo eso aunque resulte pobre y contradictorio para definir las enormes dimensiones del carácter de esa mujer.
Me quiero cortar el párpado ¿Puede tomarse a Creed como una entrega más de la saga Rocky? La respuesta la da el mismo director cuando no inicia los títulos de la manera habitual, con las letras corriendo de fondo mientras suena la inconfundible melodía. Y esa intención es ineludible, tal como lo sería en una película de Bond que no comience con la clásica gunbarrel -que de hecho no exhibe la única extraoficial protagonizada por Connery, Nunca digas nunca jamás-. Lo cual nos dice que en realidad nos trae una suerte de spin-off, una película que incluye a Rocky Balboa y a algunos personajes de su entorno sin que él se constituya en la estrella principal. Esto puede tomarse como una actitud de respeto por la saga o bien como una falta de compromiso por asumirlo, porque en definitiva la historia es prácticamente la misma desde el punto de vista de la elipsis deportiva y del camino que recorre el aspirante hasta lograr su cometido. Pasa que también hay otra historia por contar y es esta suerte de destino al que se ve enfrentado Adonis Johnson (Michael B. Jordan), hijo biológico de Apollo Creed -primer rival de Rocky por el título- al cual no parece poder ni querer renunciar. Y en virtud de esto es que llega a establecer el vínculo paternal que construye con este Rocky Balboa -un Stallone que ya juega de taquito a ese personaje que no deja de darle satisfacciones-, y que por supuesto tampoco deja de recordar al que tuviese él mismo con el querido Mickey (Burguess Meredith) en las Rocky I, II y III. Como tampoco puede olvidarse a esa romántica historia que llevara también en las primeras entregas con la adorable Adrian (Talia Shire) y que aquí se repite entre Adonis y Bianca (Tessa Thompson). O las tentaciones de ofertas que le hacen llegar por aceptar peleas renunciando a ciertos procesos del entrenamiento previo, o la rebeldía del discípulo ante el indiscutible dictado del maestro, etcétera, etcétera. En realidad, por más que busquemos y tratemos de dar nuevos aires a este refrito, no descubriremos nada que no hayamos visto antes. Nada que no haya pasado en una Rocky “legítima”. Y quizás ese sea el problema mayor, ¿es entonces Creed un reboot de la saga de Rocky? Tampoco podríamos dejar de verlo así, y sin la intención de adentrarnos demasiado en la trama y mucho menos de develar el final, hay varios elementos para considerarlo. Pero el director no deja de ir por el mismo camino, algo que molesta cuando se intuye que no se jugará por romper ese esquema, por reorganizar esas piezas y armar un nuevo desafío que no se quede en ese reinicio de nuevas peleas que al no ser protagonizadas ya por el semental italiano, uno ve casi con desgano, aunque el mismo viejo Rock te sugiera con su mirada y movimientos de cabeza: “aplaudan al hijo de mi amigo Apollo porque yo lo estoy haciendo”. Esta situación incómoda resulta comparable a cuando se ve en un afiche “Quentin Tarantino -o el director que más los identifique- Presenta:”. Creed tranquilamente podría ser una “Rocky Balboa Presenta” pero hay que entender algo: jamás será Rocky el que entre al cuadrilátero, nunca más y tal vez sea difícil de aceptar que alguien pretenda entrar en sus zapatos -o debiera decir guantes-. De hecho Sylvester Stallone está increíble en su papel, no sólo porque es el que más ha interpretado en su vida, sino por como lo ha hecho madurar. Y ni por lejos pasa lo mismo con Michael B. Jordan que sin estar mal, no logra conmover como debiera. ¿O acaso no recordamos al semental dándole a las reses con furia a puño pelado hasta sangrar, corriendo hasta el límite de sus posibilidades y luego recibiendo hasta el último golpe devastador en el ring sin dejar de levantarse una y otra vez? Y todo eso a partir -y a pesar- de vivir entre la pobreza más absoluta y al tiempo que intenta, con suma torpeza, seducir a la dulce Adrian tratando de convertirse en un hombre de bien. Y siempre eso será poco comparable al “sacrificio” que hace Adonis cuando deja su trabajo estable o la comodidad que le brinda su madre adoptiva para convertirse en boxeador profesional. Esa voluntad de hierro, esa disciplina autoinfligida que hicieron al boxeador italiano merecedor de su apodo de roca, son los que aquí no aparecen o apenas asoman tímidamente. Se puede simpatizar y empatizar con Adonis, por supuesto, pero no a los niveles a los que estábamos tan mal acostumbrados. Stallone dejó la vara muy alta y estas son las consecuencias. Y disculpen si no puedo dejar de referenciar a ese boxeador tan poco lúcido como insistente que me hacía sufrir y llorar -literalmente- pero no acepto imitaciones baratas, no con él, no con Rocky Balboa, no a costa suya. Entonces veo a Creed como lo que es: una imitación de la gloria irrepetible, el intento por reflotar la herencia del mejor, del único que ha sabido trasladar la emoción del boxeo al cine y que ha logrado en la sexta entrega de la saga, terminar con broche de oro y a lo grande. ¿Existía la necesidad de reabrirlo? Una vez más, la respuesta la dan el nombre elegido y la presentación que con timidez nos sugieren: “esta no es otra película de Rocky”. Ryan Coogler es un director con sensibilidad y ya lo ha demostrado con su Fruitvale Station (2013) pero así como logró imponer a Michael B. Jordan como actor a tener en cuenta, su visión para jugar con las posibilidades que ofrece este subproducto de Rocky no me parece la más acertada. Ha filmado una película más con la excusa de boxeo y sin medir con eficiencia la pesada herencia de un clásico insuperable. En el medio y a modo de sello nos deja un round entero filmado en prolijo plano secuencia y unos graphs muy simpáticos junto a cada boxeador a modo de ficha con los datos técnicos, como si estuviésemos viendo un videojuego o bien una de gángsters a lo Guy Ritchie presentando a cada rufián con el arma que más le gusta usar. Y un golpe bajo (aunque liviano por la resolución) que en realidad no es más que es una excusa para mostrar mediocridad en un disparador dramático por demás de convencional. Cuesta ver a Creed como una película siquiera trascendente, que tampoco pasará al recuerdo como algo que esté tan mal. En términos boxísticos, un golpe que ni siquiera deja marca o algo por cicatrizar.
Cuando el muñeco no alcanza Las películas de terror con muñecos parecen ofrecer cierta garantía desde su propia promoción. Por lo general se trata de afiches con su cara de plástico o porcelana rota o alterada y con una sonrisa diabólica, asomando a veces entre penumbras. Y desde hace unos años, los realizadores que los eligen como tema o personaje parecen aprovecharse del momento en el que una gran cantidad de adultos está confesando que en su niñez, lejos de disfrutar la compañía de esos muñecos, le causaban pánico, angustia y algún que otro sentimiento inconfesable. Porque parece que eso de que muñecos, payasos y títeres den miedo ocurría mucho antes de que se viese en la película Chucky (1988), y no sólo por habérselo ganado a fuerza de asesinatos sangrientos como los ejecutados por el monigote pelirrojo poseído por el espíritu de un delincuente. A veces, con su sola presencia basta para inquietar. En el caso de El niño las cosas parecen ser mucho más sutiles pero no menos demenciales. Todo comienza con la contratación de una niñera (Lauren Cohan, de The walking dead) por parte de un matrimonio de ancianos para que cuide a su pequeño hijo con motivo de un viaje al que no pueden llevar a la criatura. Antes de que uno saque cuentas y conjeturas para poder presumir que seguramente ese crío no sea heredero biológico, el niño entra en escena en forma de un bonito muñeco a quienes sus dueños tratan como a un ser humano auténtico. Greta -tal el nombre de la niñera-, ni siquiera amaga a salir corriendo y acepta, en cambio, la oferta siguiéndoles el juego. Pero cuando queda sola y con una lista de instrucciones a seguir para su cuidado, se da cuenta de que quizás el muñeco no sea tan inerte como sus materiales de fabricación sugieren. En medio de esa experiencia la chica deberá lidiar con un simpático y seductor empleado de mantenimiento de la mansión (Rupert Evans) y luego con su despreciable ex, quien la ha seguido hasta allí a pesar de una ruptura traumática que no habla demasiado bien de él. Pero en definitiva el triángulo amoroso será lo de menos. William Brent Bell es un joven guionista y director que viene de dirigir dos films del género un tanto particulares: Con el diablo adentro (2012) narra la historia de una posesión y su exorcismo en medio del Vaticano; e Inhumano: la leyenda renace (2013), sobre licantropía con un enfoque que resulta al menos interesante. Podría decirse que en ambos marca un estilo, que quizás no se note del todo en el film que nos ocupa, porque El niño no deja de recordarnos constantemente a piezas superiores que la antecedieron, como Los otros (2001) o la reciente Annabelle (2014) sin que se trate de una obra maestra. Y tal vez el problema esté en que el director quiera tomarse demasiado en serio esta película y cuando se vuelve un poco solemne o explicativa se torna aburrida. Hay un intento de creación de climas, logrado en base gracias a la escenografía que se circunscribe mayormente a la mansión y a una fotografía que se aprovecha del tono lúgubre de rincones que nunca ven la luz. La idea de una mujer en soledad cuidando a un muñeco al que un par de ancianos se empecina en tratar como a un niño ya es un punto de partida espeluznante. La presunción de que pueda cobrar vida en cualquier momento es una situación ideal para que se construya un ambiente opresivo que hiele la sangre ante el menor ruido o movimiento cuando la persona que lo percibe se encuentre sola. De hecho más de un espectador elegiría ese mismo momento para dejar de ver la película al imaginar lo que pueda surgir a partir de allí, de puro miedo y merced a lo que su propia imaginación proyecte. Pero en el afán de no perder la atención, el director olvida lo valioso del suspenso y hace que la trama se precipite. La historia de amor incipiente interrumpida primero por el fenómeno en apariencia sobrenatural, luego por la aparición intempestiva de un tercero en discordia y la resolución demasiado temprana de lo que realmente pasa con ese “niño” tan particular atentan contra un hilo que debiera ser cada vez más intenso, más asfixiante. La ausencia de gore, de escenas fuertes no sería tan notoria si el suspenso fuese por el lado de lo psicológico. Pero no es el caso: los intentos son bastante burdos, las demostraciones, las pruebas de que algo raro sucede se resuelven con demasiada premura para el tono en el que debiera funcionar la historia. De todos modos, a pesar de esos fallidos El niño no es un despropósito, cumple con el entramado sugestivo que lleva a querer saber qué hay detrás de ese enigma, si es de orden sobrenatural o si tendrá una explicación posible dentro de lo racional. Cumple también con la resolución de la historia sin dejar cabos sueltos que molesten. Cumple con menos de lo que promete, es verdad, pero no como para que dejemos de aborrecer a esos seres de plástico o porcelana que alguien quiso que se parezcan tanto a nosotros, sobre todo en su crueldad.
Chofer, chofer, apure ese motor Hace algunos años el director independiente inglés Scott Mann nos regalaba la interesante La competencia (The tournament, 2009), una película de acción cuyo mayor atractivo era contar como protagonista a Robert Carlyle jerarquizando el reparto y a Ving Rhames sugiriendo que probablemente se tratara de otra de esas realizaciones de bajo presupuesto que el morocho grandote suele rodar mientras le toca participar de alguna de la saga de Misión: Imposible. Y más allá de todo prejuicio, La competencia -una suerte de batalla de asesinos mercenarios en una sola locación con el objeto de reducir la mano de obra- resulta ser un entretenimiento de acción y suspenso digno de ser recordado con satisfacción. Ahora y de la mano del mismo realizador llega Bus 657, un thriller con varias referencias de clásicos del género. Mucho de eso hay y hasta sobra en elementos a los cuales citar; podemos recordar a Máxima velocidad (1994) de Jan de Bont con Keanu Reeves y Sandra Bullock tratando de evitar que un autobús explote en pleno viaje, a John Q (2002), con Denzel Washington tratando de salvar la vida de su hijo tomando rehenes en un hospital, y a cualquier otra en la que un criminal empatiza con su captor/a al punto que terminan trabajando juntos para minimizar el desastre. Y eso sin contar en las que Robert De Niro hace de mafioso. Pedacitos de películas emblemáticas colocados estratégicamente en esta historia que en definitiva no queda tan mal como rompecabezas. En Bus 657 hablamos de Vaughn (Jeffrey Dean Morgan) que trabaja de croupier para Mr. Pope (De Niro), el afable e implacable dueño de un casino que es su orgullo y el imperio que pretende dar como herencia a su hija (Kate Bosworth). Cuando Vaughn -que también tiene otra hija- no puede postergar más el ocuparse de los problemas de salud de la pequeña, acude a su jefe para pedirle ayuda económica. Pope se niega de manera rotunda y sin otras alternativas, el hombre acepta la propuesta de Cox (Dave Bautista) de asaltar el casino con su banda, todos enmascarados a la tradicional usanza. Por supuesto, las cosas saldrán como nadie esperaba. Hay que reconocer que más allá de los clichés del género que el espectador avezado detecta sin esfuerzo, la película funciona, mantiene la tensión y brinda alguna que otra sorpresa. Las escenas de acción están filmadas con pericia, los duros de siempre resultan creíbles. Gina Carano se siente cómoda en ese rol de policía recia que podría llevar el mismo nombre en todas las producciones en las que lo ha interpretado (de todos modos no quisiera que intente en un drama romántico para no tener que hablar de su conocimiento de los propios límites en la composición dramática), Bautista es la misma bomba a punto de explotar en segundos de siempre y Dean Morgan, ese clon de Javier Bardem hollywoodizado, dota de la sensibilidad necesaria a este padre atormentado. Es destacable que luego del increíble héroe/villano que hiciera en Watchmen: los vigilantes, el actor siga demostrando tanta solidez sin importar el mayor o menor esfuerzo que implique el desarrollo de su personaje. Y a De Niro no hay que pedirle nada a esta altura, mucho menos que se esfuerce en profundizar sus interpretaciones, cosa que quizás sería mejor que no intente para evitar el exceso de sus muecas habituales. No obstante hay que agradecerle a este otro Mann -que por momentos parece discípulo de Michael- que se haya tomado el tiempo de dotar de cierta profundidad a los vínculos de sus personajes. Si algo separa en calidad a las producciones del género policial es la capacidad de sus realizadores para lograr que un disparo certero termine con alguien que de verdad le importe al espectador y eso se logra componiendo de la manera más detallada posible su background. Entonces tenemos padres separados con intereses comunes pero distintas formas de conseguirlos, padres e hijas con temas no resueltos entre ellos, agentes de la ley corruptos dispuestos a todo y otros apegados al reglamento pero con sensibilidad, sin dejar de mencionar a esos villanos que casi son malos porque sí y llenan la pantalla de pura bestialidad glorificada. Todo en 93 minutos, algo que los narradores devotos de las interminables historias de más de 180 debieran aprender. El collage funciona, conmueve, entusiasma y saca sonrisas. También hay algo que parece otro intento por refritar ideas que funcionaron en los 90’s, pero eso no basta para descalificar un trabajo que intenta ser digno y preciso en sus intenciones. En definitiva, quizás el Bus 657 no sea el mejor transporte que se pueda tomar: su carrocería es vieja y ha sufrido más de una modificación, sus pasajeros son los de siempre por lo que a estas alturas ya caen simpáticos, no se sabe hasta último momento si confiar en el chofer y es muy pero muy probable que no se detenga en la parada solicitada. Y sin embargo, nada puede salir mal.
Los osos más odiados Una de las primeras cosas que me impresionó de El renacido fue la osadía del director al atreverse a jugar con el espacio tan abierto, tan desbordante que ofrecen estos parajes escogidos de la naturaleza como escenario luego de haber filmado la claustrofóbica Birdman en los angostos pasillos de un teatro. Y también, ya con una mirada un poco más profunda, el haber salido de la parodia -y auto parodia en el caso de Michael Keaton- que nos ofrecían los personajes y situaciones de esa comedia dramática tan ligada a los egos del artista y al implacable paso del tiempo. Todo para meterse casi de inmediato en una aventura salvaje y de supervivencia digna de ser retratada por autores de la talla de Werner Herzog, por citar un nombre que se lleva bien con este tipo de historias. Supongo que algunos tendrán el insulto a flor de labios -sobre todo los detractores de Iñárritu- ante la evocación de ese director tan prolífico y que goza de tanto prestigio, pero no se puede dejar de reconocer la ambición en el proyecto de este cineasta (¿latino?) al presentarnos la historia de un sobreviviente motivado por la venganza y obstaculizado de la peor manera por la cruel naturaleza. El renacido toma la historia real de lo que le sucediera a Hugh Glass, un guía explorador que en los inicios del Siglo XIX acompañó a un grupo de soldados en su avanzada y luego de ser atacado de manera casi fatal por un oso, fuese traicionado y dado por muerto por algunos de sus compañeros. A partir de allí la historia consta de una sucesión de desgracias que se abaten sobre este hombre cuyos objetivos principales son sobrevivir y vengarse. La premisa es simple pero ese viaje se ofrece llenándonos las retinas de puro espectáculo, merced a la impecable fotografía que nos envuelve y hace descubrir a la naturaleza como personaje. Porque más allá de un oso voraz y salvaje de garras afiladas, lo que acompaña en ese renacer a Glass es ese entorno en que las aguas heladas no dejan de fluir ni la nieve deja de golpear con fuerza impulsada por vientos tan gélidos como inclementes. Es esa misma naturaleza furibunda que cansada de ser invadida expulsa a modo de anticuerpos a los intrusos que osan intentar violarla y aquí cobra protagonismo de manera singular. Y puede reprochársele a esta película quizás, un exceso de metraje o una falta de profundidad argumental pero nunca que su máximo responsable haya dejado de dirigir hasta hacer explotar a ese personaje tan fascinante e impredecible, disfrazado de gigantesca locación. Iñárritu estuvo trabajando varios meses en Ushuaia, al sur de nuestro país luego de un buen tiempo rodando en el norte de Canadá. La elección de nuestro suelo no fue por decisión en primera instancia de la producción sino por las inclemencias climáticas que comenzaron a azotar los sets en los que estaba previsto el total del rodaje. Y tal como dijo alguien por allí, gracias a eso podría tomarse también a esta película como a una hermosa colección de wallpapers. ¿Juega eso en su contra? Claro que no, así como tampoco lo hacen los pretenciosos planos secuencia a los que es tan afecto el director mostrando una pequeña batalla al principio que no hacen más que hacer de prólogo a la verdadera acción y a lo que vendrá de la mano de lo peor de los instintos de hombres blancos o indios por igual. El Hugh Glass interpretado por DiCaprio es un hombre que sufre casi desde el minuto cero de la historia, la intención de que el espectador empatice con su personaje es evidente en este sentido, al margen de la demostración de amor por su hijo mestizo que también lo pone en el lugar de padre querible. Y así su supervivencia se convierte en la nuestra, haciéndonos sentir la dualidad del disfrute de esos paisajes tan bien fotografiados -con cámaras tomando sólo con luz natural- frente a la necesidad de que este hombre vapuleado pueda salir de esos parajes tan hostiles. Por otro lado tenemos a Tom Hardy -ese actor tan en boga de rendimiento desparejo- logrando un perfil odiable necesario como para convertirse en el objetivo de la venganza del personaje central. Un tanto sobreactuado, es probable, pero nada que no se pueda soportar. Y al menos logra que nos olvidemos por un momento de que DiCaprio sigue buscando su Oscar y se le noten esas ganas en cada lágrima que suelta aunque no haya –esta vez- garras de oso que lo atraviesen. Pero esto no arruina los climas como así como tampoco el escaso background que tenemos de los personajes. El de Glass, más elaborado, nos muestra una familia perdida y eso completa el panorama, aunque tampoco haga tanta falta en esta historia de supervivencia en la que el director logra trasladar esa sensación de claustrofobia de su película anterior al espacio abierto, del que cuesta tanto salir y corta tanto el aliento como en el pasillo más angosto de un teatro o un ascensor. El resto del elenco que cuenta con nombres cada vez más frecuentes como el de Domhnall Gleeson (Star Wars VII, Cuestión de tiempo) o el tradicional Lukas Haas (Testigo en peligro, El origen) aporta la solidez de las caras conocidas de siempre que en cierta forma son utilizadas como garantía de calidad. El crimen es, en realidad, que se los aproveche tan poco. Personalmente no considero que Iñárritu sea un genio insuperable, de hecho no me vi sorprendido por su obra previa hasta Birdman -que casualmente también despertó odios por doquier-, sí creo que es un narrador audiovisual notable que sabe dotar a las locaciones y ambientes en los que trabaja de vida auténtica, a veces más elocuente que la de sus propios actores humanos. El renacido tiene todo para convertirse en un buen film de aventuras y supervivencia pero también la crudeza suficiente y solemnidad necesaria para excluirla del multi-target. No estoy en condiciones de vaticinar si DiCaprio finalmente se llevará el Oscar por su interpretación, aunque la película tenga serias chances de ganar varias estatuillas. De lo que no me caben dudas es que de que aquí en más tendremos una mirada más cautelosa sobre los osos aunque se llamen Yogui o Winnie The Pooh.
La piedad del asesino Las historias policiales que implican la búsqueda de asesinos en serie siempre fueron una apuesta segura en el cine del género y aún hoy, hasta las más triviales y remañidas, poseen un público cautivo que no tiene problemas en sorprenderse con giros argumentales reiterativos y de poca exigencia intelectual. No obstante, cuando un guión de estas características llega a la mesa de un productor, siempre surge la tentación de convertirlo en algo más interesante -o más comercial desde lo supuestamente innovador, según la óptica-. La base está y se sabe exitosa, ¿se podría mejorar? Cuando los guionistas de Solace (título original) presentaron el primer script, la productora tenía como objetivo adaptarlo para realizar la secuela de Pecados capitales, aquel thriller impactante en el que Brad Pitt y Morgan Freeman descubren que Kevin Spacey era de cuidado mucho antes de convertirse en el perverso Frank Underwood de la serie House of cards. Pero en medio de la adaptación varias cosas atentaron contra esto, sobre todo el fichaje de Anthony Hopkins que llevó a los productores a retomar la idea original propuesta que poco tenía que ver con la historia del asesino de los pecadores capitales que iba a continuar a modo de secuela. Y en efecto y de acuerdo a esa propuesta, En la mente del asesino presenta la búsqueda de un criminal muy particular que se adelanta gracias a su don de clarividencia a sus captores obligándolos a recurrir a otro psíquico -antiguo colaborador del FBI- que parece el único capaz de acercarse a la real motivación del homicida. Pero la sorpresa es grande cuando el consultor llega a las primeras conclusiones luego de ser contactado por el propio perseguido, quien demuestra estar muy interesado en que la sangrienta campaña que ha emprendido concluya con la ayuda de los detectives. Y quizá este sea el punto más cercano a una historia como Se7en, en la que el asesino construía una trama con engranajes tan aceitados que le permitía incluir a sus perseguidores como si se tratara de la última pincelada crucial de la obra maestra de un artista consagrado. No es este un dato que vaya a arruinar el argumento de los desprevenidos porque se plantea casi desde el inicio, pero sí resulta interesante la ejecución de las víctimas de la manera tan piadosa que elige el asesino. Es un buen punto de partida para llegar a que se replantee la propia idea del espectador sobre el significado de muerte digna, el derecho sobre la vida propia aún estando afectado en ciertas decisiones, o sobre la manera en que cada uno elige morir aún a sabiendas del sufrimiento inminente de una horrenda agonía. Incluso en uno de los casos la historia se mete en otro tipo de conflictos que intentan abrir una suerte de sub-debate sobre sexualidad culposa y las implicancias de no hacerse cargo, entre otras cosas por demás sabrosas para el intercambio de ideas. Son detalles que enriquecen una historia que no escapa por otra parte del esquema convencional ni parece pretenderlo. Siendo este el eje fundamental sobre el que se plantea la discusión, En la mente del asesino no deja de ser un recreo visual lleno de imágenes que ilustran estas premoniciones que tanto el asesino como su cazador tienen a modo de recurso. Las objeciones en los miembros “no creyentes” del equipo duran poco y se rinden ante la evidencia del resultado eficiente de lo expresado por el personaje de Hopkins, así como de las pistas que deja el asesino interpretado por Colin Farrell. Y hablando de Farrell, si bien su participación aquí es acotada y signada por el misterio, hay que reconocer que esa mirada desafiante que es su signo -y también cruz- resulta muy adecuada para representar a este psicópata de motivaciones no tan convencionales. Lo mismo sucede con Hopkins, quien habiendo confesado recientemente a un colega en un reportaje que no encara un real trabajo de investigación para cada personaje que interpreta y para él cada papel es “sólo un trabajo más”, resulta curioso cómo con sólo una mirada cansina y un rostro ajado puede dotar de tanta sensibilidad a su personificación. Cuesta creer que Sir Hopkins a estas alturas no se reconozca como actor de método y lo que destila en pantalla sea sólo su talento natural al expresarse. Por su parte, Jeffrey Dean Morgan contribuye con poco esfuerzo al igual que su compañera -la blondísima Abbie Cornish- a generar la química necesaria con ambos para darle un sustento identificatorio o empático a la relación que los hace queribles en conjunto. Sin embargo En la mente de un asesino no deja de ser una película pequeña, un thriller que busca entretener a modo de un videoclip pero con el gran mérito de no pretender convertirse en obra maestra del género ni de tener siquiera una duración que ponga a prueba la comodidad del espectador. No obstante, sería injusto no reconocer la intención de generar controversia aún hasta en su último giro argumental, que puede dejar un gusto amargo pero no exento de polémica y culposa complicidad.
Gángsters de corazones Lo primero que podría decirse sobre esta historia de mafia ambientada en el corazón de Londres en los sesenta, es que más allá del contexto se reduce a un triángulo amoroso construido a partir de dos personas y tres personajes. Porque aunque no se tarde demasiado en creer el trabajo del actor que interpreta a los gemelos Kray -con antecedentes ilustres como el de Jeremy Irons en su doble rol de Pacto de amor que mantuvo la vara bien alta-, el ejercicio de buscar a qué trucos apela Tom Hardy para diferenciarse de sí mismo es inevitable. Y lo logra, a veces con torpeza y otras con cierta solvencia pero sin que derive en problemas graves de identificación. Si bien Hardy sobreactúa y afecta un poco la credibilidad, el hecho de que Ronald -uno de los gemelos interpretados- utilice anteojos al igual que el real, facilita las cosas tanto como para cuando Superman necesita diferenciarse de Clark Kent. Y ya una vez convencidos de que estamos viendo a dos personas muy diferentes, la discusión se va para otro lado, proponiendo desmenuzar el vínculo enfermizo entre esos dos gemelos que han decidido progresar teniendo como medio esa profesión violenta que anuncia el título -la mafia del control del juego-, hasta que llega el interés amoroso encarnado por esa belleza celestial -y un tanto estereotipada- de Emily Browning para cambiarlo todo. Ese triángulo al que hacía referencia sigue repitiéndose en la metodología narrativa porque también Leyenda: la profesión de la violencia cuenta tres historias; la del amor entre Reggie y Frances, la del vertiginoso ascenso y caída de la organización criminal de los gemelos Fray, y la de la insania y tono inquebrantable del vínculo fraternal entre Ronald y Reggie. La anécdota de base real es tomada por Brian Helgeland (Corazón de caballero, Revancha) a modo de biopic y narrada desde el punto de vista de Frances, quien termina aportando la cuota de cordura necesaria para medir los alcances morales. Porque al parecer Helgeland necesita definir ciertas situaciones y excesos implantando un regente moral. Quizás uno de los pocos pecados del director sea no dejar que se juzguen esas cuestiones desde fuera de la pantalla e intentar justificar la muerte de otros “profesionales de la violencia” a los que considera menos dignos de mantenerse con vida que sus eventuales verdugos. La voz de Frances comienza haciendo una descripción en off de los Krays, incluso poniéndolos en el mismo nivel de importancia aunque su relación fuese sólo con Reggie mientras que con Ronald se limitara apenas a una suerte de trato frío obligado por el vínculo. Pero lo hace, los describe de manera omnisciente como a seres entrañables de su familia a quienes extrañará dolorosamente -sin dar detalles del por qué del distanciamiento- y de igual manera a pesar de todo. Intenta poner en palabras lo que luego en acción cobra dimensiones difíciles de aceptar para quien desee una relación convencional. Porque luego todo se degenera y es ella misma quien deberá buscar un límite o proponer una elección. Pero el objetivo de los Kray siempre fue claro aún desde antes de conocerla: avanzar con su propia organización, exterminar a los rivales de su estatura y pactar con los grandes, sabiendo en qué momentos deben pelear, en cuáles ponerse firmes o simplemente bajar un poco la guardia para ganar en una negociación. Y aunque ella, la Frances dentro de la historia lo sufra, la voz omnisciente parece entenderlo, al igual que a la larga y sin mucho esfuerzo gracias a ella, lo hará el espectador. El cuento resulta efectivo en parte gracias a que el “trío” de intérpretes funciona de maravillas y se completa con una segunda línea que sabe incluir a los sospechosos de siempre, esos soportes esenciales como los buenos de Paul Bettany, David Thewlis, Christopher Eccleston y el rescatado Chazz Palminteri -hablando de sospechosos habituales- que volvió de los 90 para que las nuevas generaciones puedan ponerle un rostro digno a los jefes de la mafia en las producciones del género. Podría objetarse algún detalle como el uso de ciertos clichés para definir relaciones insanas entre hermanos o socios de empresas -delictivas o no- que la conducen a su caída. Es la aparición inevitable de ese enemigo interior que atenta contra la evolución perfecta cuando ya no existe competencia externa. También es cierto que los personajes que terminan muriendo de una manera violenta lo hacen a la usanza tradicional, es decir buscando que el espectador los desprecie y empatice con el asesino. Se hubiese agradecido menos justificación para algunas ejecuciones pero no se puede culpar al director/guionista por aplicar una fórmula de éxito tan probada. La realidad es que Helgeland compone escenas y planos de una manera tan agraciada -y con bandas de sonido prodigiosas como en este caso- que convierte a la violencia en un personaje más, acompañando a la historia sin dañarla y llevándola hacia una evolución lógica. Hay lealtad, traición, locura, prejuicios y muerte en dosis aceptables para que todo fluya y converja hacia un final más que razonable. Pero no existen objeciones que alcancen para restar méritos: Leyenda: la profesión de la violencia es una historia de criminales que no carece de pasiones ni de afectos genuinos, esos que a la larga afectan cualquier negocio por frío y calculado que sea. Y todos sabemos que el amor vence al odio, salvo que tengas una .38 o un puñal en el bolsillo y estés dispuesto a usarlos para defenderlo.
Búsqueda Implacable a la cordobesa ¿A quién se le habrá ocurrido que Daniel Aráoz puede ser una suerte de émulo de Liam Neeson, como un exponente del héroe de acción de estas latitudes? Es innegable que el querido actor supo darnos muy buenos momentos televisivos en virtud de ser gracioso, locuaz y desfachatado, entre otras características que incluyen su carisma y gracia natural en su habitual tono cordobés. Y ha demostrado cierto histrionismo al componer situaciones dramáticas y personajes oscuros como en El hombre de al lado. Incluso ni siquiera cuesta mucho imaginarlo en alguna situación ficcionada en la que salga a los tiros, desencajado y furioso como una suerte de ángel vengador a quien la cordura ha abandonado sin retorno. ¿Por qué no? Todo eso suena admisible pero lamentablemente no se refleja para nada en su trabajo en esta película. Y como el argumento se construye a partir y alrededor de su personaje, allí se genera el principal problema. La historia comienza cuando Juan (Aráoz) llega al cementerio a dejarle flores a la tumba de su madre recién fallecida. Allí es donde su hermano Vicente (Ziembrowski) -a quien lo une no sólo el parentesco sino un antiguo vínculo criminal- se entera de que está vivo luego de que él mismo mandara a matarlo siete años atrás. Esto desata una nueva cacería por parte de Vicente y a la vez una venganza por parte de Juan que tiene más de una cuenta pendiente con él y sus secuaces desde que decidiera darse por muerto y desaparecer. El cine de acción de calidad sigue siendo una deuda en nuestra producción local. Desde aquel Un oso rojo de Adrián Caetano no se ha visto una película argentina que tome elementos de ese género de supremacía hollywoodense y los vuelque con éxito en la pantalla manteniendo o agregando elementos de nuestra idiosincrasia. Descontando, claro, la otra pata menos glamorosa al estilo de cosas tan fallidas como Socios por accidente o Peligrosa obsesión, que escondidas en la comedia de explotación de figuras mediáticas y sin problemas de presupuesto convierten a sus directores en meros agentes conductores de la mediocridad. Pero tampoco es este el caso de 8 tiros, ya que se nota el intento por hacer las cosas bien -de hecho hay planos bastante logrados y una estética interesante- aunque no logre conmover o hacer una marca de valor en el género. No obstante se celebra el intento por diferenciarse aunque ya existan demasiadas películas sobre hombres traicionados que vuelven de la muerte para vengarse en el mundo como para que se haga otra a nivel local que no aporte nada. Es cierto que existen momentos interesantes, Brédice, Ziembrowski y Serrano juegan bien sus roles y logran darle un móvil a la acción pero chocan con la dureza de Aráoz cuando recita sus textos de manera monocorde o frunce el ceño como si estuviera constipado, que es en el 99% del metraje. Puede intuirse que la búsqueda de la identidad del film o al menos esa intención de diferenciarse que persigue el director es a través de la exhibición de los automóviles que usa el personaje central que se moviliza de a ratos en el “8 tiros” del título -un Ford de los años 30 modificado-, el Mustang deportivo o en la moto chopera a los cuales alterna sin que realmente se justifique más que para pasearlos como si estuviese en un desfile y tenga que responder al cambio de vestuario. Pero ese detalle no alcanza para lograrlo o darle un sentido diferencial a las distintas escenas, es sólo un dato de color que queda desdibujado. No imagino al Transportador de Besson probando distintos automóviles para que su público diga cuál le queda mejor, ni tampoco a James Bond utilizando alguna de sus máquinas infernales sin una mínima excusa que justifique la elección, aunque en su caso ni siquiera la necesite. Lo importante en definitiva es que más allá de los paseos motorizados Juan vaya eliminando a sus asesinos con la estructura clásica piramidal, al tiempo que intenta reconciliarse con el pasado. En el camino vuela un par de cosas alejándose sin mirar atrás como lo manda el cliché del género pero lamentablemente sin la gracia necesaria, como si fuese un formulario a completar. Y para empeorar esa situación de “quiero mostrar que estoy haciendo una de acción con recursos” hay un plano secuencia bastante extenso que sigue al personaje por una escalera al tiempo que va topándose con “gángsters” cruzados de brazos que posan como para un videoclip y luego corta terminando con un clima que no se logra construir. La suma de estos elementos hace que pueda decirse que este es un film de acción sin la suficiente acción. No hay peleas que duren más que un par de trompadas o golpe con elemento contundente, tiros que no se resuelvan por corte o fuera de campo o por algún agregado digital que molesta por lo notorio. O bailarinas eróticas de pole dance desganadas y prostitutas que parecen no haber visto ni una película del género con esas típicas escenas, mucho menos haber investigado cómo tener una actitud natural al desarrollar esa tarea. Si bien es su primer largometraje, Bruno Hernández es un director con experiencia y que ha pasado por casi todos los rubros guionando series locales y haciendo publicidad con el apoyo de Marcos Carnevale, que se suma aquí a su equipo de producción. Sin embargo, 8 tiros, aunque no es un total despropósito, se queda corto en la potencia de la propuesta. Y que Aráoz se afloje un poco, que le quedan mucho más disparos en el cargador.
Las malas apuestas de McKay ¡Qué terrible responsabilidad debiéramos asumir si nos pasara, como en Destino final (James Wong, 2000), que se nos diese la posibilidad de conocer de antemano un suceso trágico de gran alcance! Algunas de las inevitables preguntas serían: ¿podríamos modificarlo? ¿Hasta dónde y para qué? ¿Y si no nos conviniese evitar lo que suceda? ¿Y si pudiésemos sacar provecho de la desgracia? Sin que se encuadre en el planteo fantástico del título citado, tal es la premisa de La gran apuesta, del habitual director de comedias Adam McKay (Al diablo con las noticias, Policías de repuesto), que también aquí se encarga del guión basándose en el libro homónimo de Michael Lewis. La historia describe la manera en que varios corredores y analistas pudieron anticiparse y obtener beneficios de la catastrófica caída del mercado inmobiliario en EE.UU. que dejó a miles de personas en la calle o sin vivienda a lo largo de todo el país, entre el 2007 y el 2010. De este tema también se había ocupado El precio de la codicia (J.C. Chandor, 2011) pero con mucha más formalidad en la narrativa y brindando un apasionante paseo ascendente por las estructuras de poder de una compañía de inversiones típica. McKay, en cambio, intenta darle a esta historia de miserias y ambiciones un tinte humorístico y descontracturado por momentos, mientras que en otros se aferra al dramatismo intrínseco de la situación y lo baña de una moralina pegajosa, lo cual genera un contraste difícil de digerir. Todo comienza con la historia de Michael Burry (Christian Bale), un niño prodigio que con un ojo menos y al borde del autismo se convierte, años después, en un brillante analista del mercado de inversiones. Es quien proyecta la inminente caída de la bolsa inmobiliaria y quien inicia la campaña para que sus jefes inviertan en bonos de seguros de cobro improbable gracias a las escasas posibilidades de que el mercado falle de manera tan estrepitosa. Esta maniobra (arriesgada y estúpida según la mirada de quienes toman la apuesta) llama la atención de otro corredor, Jared Vennet (Ryan Gosling, el narrador oficial) quien se pone en contacto con Mark Baum (Steve Carell) y su equipo al mismo tiempo que otro agente retirado, Ben Rickert (Brad Pitt), se presta a ayudar a enriquecerse con ese juego sucio a sus amigos principiantes. Todos ellos serán quienes apuesten a que gane la miseria sin que sus caminos se crucen necesariamente. La película va y viene al tratar de explicar (primero en densas y abrumadoras conversaciones técnicas y luego de manera jocosa con cameos de celebridades sorpresa) de qué diablos están hablando todos esos tipos de saco y corbata con semblante tan adusto y consternado. Pero la preocupación de McKay por exponer los engranajes del sistema y desnudar su funcionamiento no se detiene sólo en eso y busca saciar la necesidad de denunciar la existencia de esta gente que una vez confirmada una catástrofe, intenta lucrar con lo que muchos otros se perjudicarán. Los exhibe cuando pone en boca de ellos la excusa del daño inevitable y cuando muestra la elección que hacen de dejar de ser simples espectadores para utilizar, en cambio, sus conocimientos y así lograr una pequeña tajada. Son y se admiten carroñeros y esta vez tienen ante sí a una montaña de cadáveres de los cuales se aprovecharán porque está en su naturaleza como parte de la cadena alimentaria financiera. La gran apuesta pretende convertirse un nuevo relato de verdades incómodas pero termina molestando por varias razones: en principio, porque no decide si va en serio o quiere hacer reír, si quiere ajustarse a la realidad o caer en representaciones más convenientes y flexibles, o si apelará a discusiones macroeconómicas formales o a gags del tipo “chica en un jacuzzi ensayando una explicación más colorida y digerible”. Es decir, sabe que los temas que toca son de naturaleza demasiado técnica pero no los simplifica ni traduce sino que los replica a continuación de algunas escenas con recursos paradójicamente inexplicables. Y también molesta porque no deja tomar partido o definir lo ético de las acciones de los personajes según la percepción propia, declamándolo abiertamente. Como si en alguna de Batman nos recalcaran a cada rato lo malo que es el Guasón. Como si al director le molestaran los grises y necesitara definir quién está de cada lado, de manera casi religiosa para que el espectador no se confunda. Entonces La gran apuesta termina siendo la de McKay al animarse a experimentar con este subgénero que se ocupa del universo bursátil. El resultado es un collage narrativo que nada tiene que ver con los trabajos previos de gente como Oliver Stone, Martin Scorsese o el documentalista Michael Moore. No sería necesariamente malo ese alejamiento de los próceres de las desventuras en Wall Street si el director se hubiese definido con la misma identidad autoral que logra en sus comedias. Pero como no es así, sólo se puede decir que La gran apuesta no es más que otra forma de contar una historia de buenas y malas inversiones, que siempre dependen de decisiones tan individuales e inexpugnables como la de darle un par de horas a esta película en lugar de leer Ambito Financiero.