A diferencia de la primera “300”, acá la gente se divierte. Para decirlo claro: aquella película que reproducía la demasiado “manipulada” historieta de Frank Miller era, a su vez, un prodigio de manipulación técnica –para que pareciese una “historieta en movimiento”– y un aburrimiento formal, casi una lección plástica sin vida. Esta sigue los mismos caminos visuales, pero intenta ponerle “otra cosa”. Y, por fin, esa “otra cosa” es el gigantismo desaforado de una fantasía heroica que tiene tan poco que ver con la “Historia” (aquella era la historia de las Termópilas, esta es la historia de un delirio bajo LSD) como con lo verosímil. Y, justo por eso, por su locura y sus ganas de divertir y divertirse, es que funciona. Las palmas se las lleva Eva Green, que pasó de Bertolucci a la Clase B (¿qué es este film sino un “Clase B” con presupuesto A?) siempre con pie firme. Aquí, hay una bella villana cuya modernidad no molesta en medio de túnicas espartanas: después de todo, nadie pretende que esto sea una lección de historia. Incluso la forma en que se manipulan la luz, los colores y los planos para otorgarles la “calidad dibujo” parecen parodiar sutilmente el primer film. Hay un guiño inteligente en este cambalache, que lo hace disfrutable. Deje los prejuicios afuera.
Es la simpatía de Vince Vaughn -y no otra cosa- la que logra que esta historia, la de un hombre cuya donación de esperma, veinte años atrás, ha resultado en más de 500 hijos, decide enfrentarse a ello y, en el camino -como siempre sucede en el cine- aprende algunas cosas. Vaughn es un gran comediante y su aspecto de niño grandote, de adulto a medio cocer, cuaja perfectamente con la historia, que solo tiene como aspecto poco trivial la enormidad de sus cifras.
George Clooney tiene dos clases de films como realizador: comedias con un trasfondo político y dramas con un primer plano político. Es bueno, Clooney: sabe dirigir actores y en general narra bien. Este film es un poco ambas cosas: la historia real de un grupo de expertos en arte a quienes se encomienda salvar obras de las garras de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Y funciona muchas veces y otras, no. Pero cuando acierta, lo hace con alegría. Un pequeño recreo y un film -sí- original.
¿Quién iba a decir, en los tiempos de La lista de Schindler, que ese amable gigante llamado Liam Neeson iba a desarrollar, ya maduro, una carrera como héroe de acción? Lo cierto es que le va bien en ese terreno y que tiene el aspecto necesario para la dureza. Este film es una serie de trampas dentro de trampas que no van a sorprender demasiado al espectador: un US Marshall (Neeson) recibe un mensaje de texto en pleno vuelo transatlántico. O depositan U$ 100 millones en cierta cuenta o morirá un pasajero cada 20 minutos. Imaginen lo que viene: primero, la incredulidad; más tarde el miedo y el error; más tarde aún el héroe signado como culpable; más más tarde, que todo es otra cosa. Y el villano sorpresa, como corresponde. Lo que sostiene esta película adivinada es la convicción de sus intérpretes y lo bien filmadas que están las secuencias de acción, lo que permite un suspenso notable en sus mejores momentos. Salimos pensando que necesitamos un poco más de Liam Neeson: superhombres que no lo parecen.
Los films que narran historias de vida suelen caer en el vicio de señalar con el dedo o querer convencernos de qué está bien y qué está mal. Un problema, por cierto. Y si bien este film, con justas nominaciones al Oscar para Matthew McConeaughey y Jarde Leto, no logra escapar del todo al vicio, al colocar el foco en la tensión que se establece entre las ansias de vivir del protagonista y cómo eso lo lleva a montar un negocio –y eso, y no otra cosa, a desafiar sus propios prejuicios– logra que la película sea, también y por suerte, otra cosa. La historia es real: un cowboy homofóbico que se contagia de SIDA por no usar preservativos, al que le diagnostican un mes de vida y que casi muere más rápido por tomar AZT, empieza a buscar tratamientos alternativos, logra sobrevivir y monta un negocio. McConeaughey es puro nervio, pura precisión en el film y eso diluye casi toda posibilidad de caer en la lástima o la lágrima fácil. El otro aspecto interesante del film es que está siempre en movimiento, que no se detiene demasiado en lo trivial sino que busca ir siempre al núcleo de la situación. El film no carece de humor, y plantea sobre todo la idea de la supervivencia a cualquier costo e incluso la del grupo heroico. La enfermedad, a fin de cuentas, es lo de menos. De lo que se trata es del melodrama del hombre en peligro, de qué se vale para sobrevivir y qué aprende en el camino.
Sí, revienta el volcán, hay enamorados, peleas, carreras, bolas de fuego, más peleas, más carreras, enamorados, etcétera. Una especie de compendio de cine de gladiadores más cine catástrofe más aventura romántica de parte del artesano Paul W.S. Anderson, especialista en films de aventuras sin pretensiones (ni él ni las películas, que tienen la sana costumbre de contar aquello que prometen). Un poquito prosaica, por cierto, pero disfrutable.
Seguramente ha visto Mr. Schmidt y Entre copas, de Alexander Payne. Nebraska tiene más de un punto en común con ambos y continúa la exploración sobre las relaciones (familiares, afectivas en general) que el director de Los descendientes emprendió en su obra. Ni lacrimógena ni hilarante, con el tono justo, cuenta la relación entre un padre y un hijo que apenas se conocen en un viaje hacia un probable tesoro. Bruce Dern no merece un Oscar, sino dos.
En estas eras de eclipse de los cines fuera de Hollywood (culpa de una pésima política cinematográfica, de la desidia de los exhibidores, etcétera) que se estrene este film es un acontecimiento. Un diletante, un escritor que tuvo su momento de gloria y hoy vive de escribir columnas, recorre la noche romana tras su 65 cumpleaños. Y sus encuentros esa noche, si bien pueden parecer una coartada para la nostalgia, son otra cosa: un revivir proustiano, alegre incluso, de lo que guardamos para nosotros. Hay una pequeña gran verdad en este film, o dos: la primera, que nuestra vida se inscribe en el tiempo pero nosotros mismos somos el tiempo, y allí está todo. La segunda, que la diletancia no es precisamente una mala palabra. Amoral en el sentido más sano del término, el viaje que propone La grande bellezza debe verse en la sala grande del cine. Un paseo que hace honor, pues, a su nombre.
Es probable que algún memorioso recuerde este dibujo animado que aparecía como relleno en la tevé argentina de hace décadas. En la tira, cada episodio de cinco minutos contaba cómo un perro superinteligente y su mascota humana viajaban en el tiempo y arreglaban las inconsistencia de la Historia. El autor fue un gran humorista, Jay Ward, que trabajaba casi solo con mínima tecnología (hizo también “Rocky y Bullwinkle”, “George de la selva” y “Superpollo”, entre otras). El personaje fue muy popular pero solo en los EE.UU. Esta adaptación a 3D con toda la tecnología, conserva menos el humor sardónico de Ward que el que surge de la acción y la aventura, aunque conserva ciertos toques de elegancia de la tira original. Pero lo que más pesa es el costado aventurero, dinámico, así como el tema clave de la mayoría del cine apto para todo público de hoy: la familia y sus variantes. Un perro adopta un niño, una niña tiene padres desaprensivos que o le exigen o se ocupan solo de su trabajo. El niño de papá perro es más “sano” que la nena “normal”, lo que no deja de ser, en tiempos –aun y sobre todo en los EE.UU.– de homofobia, un comentario sobre la realidad. Lo mejor de ese dato es que se contrabandea en la pura diversión y la aventura, lejos de ser una bandera demasiado evidente.
Imperfecta pero agradable, con pretensión “local” (lo inca, lo “latinoamericano”) pero con belleza y nobleza, este es un cuento de hadas y aventuras donde las ratas quieren destruir un reino de ratones (dejemos de lado cualquier alegoría). Lo que le falta en perfección lo compensa con dinamismo y humor, elementos que le dan a este cuento infantil (pero no pueril) un juego que lo vuelve agradable a la vista.