Para hacer esta película menor pero tierna sobre una mujer que da a su hijo en adopción y pasa medio siglo buscándolo es necesario tener a) un director inteligente que no haga lagrimear automáticamente y b) actores inteligentes que manejen la ironía. El film lo dirige Stephen Frears y lo protagonizan Steve Coogan y Judi Dench, con lo cual la historia (triste pero trivial) va por los mejores caminos posibles, los más agradables.
No, no es una mala película. La historia es la de una persona buena y dotada a la que la necesidad lleva a robar. Muere (hace mucho, mucho tiempo) pero reencarna. Antes, se enamora. Su fin es salvar a la mujer de la que se enamoró. Por cierto, hay un villano fantástico y diabólico. El aspecto del film aúna el cuento de hadas, la novela dickensiana y una nocturna y estilizada Nueva York peligrosamente cerca de la postal navideña. Los actores, bien. ¿Por qué no funciona? Simple: demasiadas cosas y demasiado interconectadas. Los esporádicos momentos logrados o emotivos se diluyen con la necesidad de decir cosas, de convencer a la platea de la realidad del amor y de la fantasía (y en ese sentido es tan didáctica como un film que sacraliza la moral, la revolución o las ventajas del veganismo: lo que está mal es la sacralización). Colin Farrell y Russell Crowe, dos tipos duros, logran en sus secuencias contrabalancear el aire sacarínico que satura la puesta en escena. No se la pasa mal, pero se disuelve como un copo de nieve al calor de la memoria.
El brasileño José Padilha realizó hace tiempo un gran documental llamado “Ónibus 174”. Después realizó un film fascista de acción, “Tropa de elite”, cuyo mayor problema no era el fascismo sino su falta de pericia para narrar acción. “Robocop”, remake del clásico satírico del gran Paul Verhoeven, es su primer film en los EE.UU. Lo bueno es que se ve más o menos bien y algunos actores -especialmente Samuel Jackson- entienden de qué va la historia original. Lo malo es que se trata de una película inútil. Si Verhoeven, con un pesimismo absoluto, pintaba en 1987 cómo sería el mundo hoy y extrapolaba lo peor de la era Reagan sin ser aleccionador, Padilha hace lo contrario. El humor y la sátira van por un camino (para que sepamos que se trata de “Robocop”) y lo político y sentimental van por otro, con un peso didáctico enorme. En ocasiones, Padilha quiere innovar en las escenas de acción y mostrar algo de estilo. Lo que logra es un batiburillo que mezcla ángulos o procedimientos “creativos” con la ramplonería más lisa y llana. Poco queda de la fuerza expresiva del film original o de la diversión a mansalva de sus menos logradas pero estimables secuelas. En última instancia, habría que preguntarse por qué estos films vuelven a hacerse de manera anónima: las remakes solo funcionan cuando un artista usa la historia original como vehículo para su propio mundo, y el de Padilha es muy poco interesante, solo es violento.
El sueco Renny Harlin, que alguna vez demostró gran inventiva para el cine de acción (El largo beso del adiós o Alerta en lo profundo, grandes películas) aquí toma la leyenda del semidiós griego y hace una película clase B basada exclusivamente en las posibilidades de la tecnología. Al revés de Agosto, no contiene un ápice de humanidad o de empatía actoral. El resultado es igualmente poco interesante. ¿Dónde está el justo medio?
Hay películas que son apenas la ilustración de una obra teatral o un campeonato (casi televisivo) de interpretaciones “intensas”. Agosto es su paradigma: la historia de una reunión familiar alrededor de una madre monstruosa no es más que un montón de lugares comunes que el espectador puede disfrutar o padecer solo en la medida en que le caigan bien -desde antes- los actores. Sí, Meryl Streep actúa muy bien: el problema es que se nota que actúa.
Todo aquello que no debería hacerse en el cine (estetización del sufrimiento y la miseria, declamación, discursos engolados por parte de una “estrella invitada” -el coproductor Brad Pitt en este caso-, música rimbombante para subrayar lo que el espectador debe sentir, momentos sangrientos para que el espectador diga “pero qué barbaridad”, lágrimas de vaselina, puesta en escena decorativa) está aquí como una especie de catálogo del anticine. El realizador Steve McQueen, que supo ser interesante con Hunger y a quien podíamos ya ver como un probable manipulador con Shame, decide que lo único que importa es que el espectador aprenda la lección. Así, sus personajes, incluso a pesar del gran trabajo humano de ese gigante interpretativo que es Chiwetel Ejiofor, son apenas marionetas que escriben un mensaje unívoco, carente de ambigüedad (los malos son pésimos, los buenos son óptimos) y efectista, como el de la peor publicidad. Sobre la esclavitud, ahí están como grandes ejemplos Amistad, de Steven Spielberg o Django sin cadenas, de Quentin Tarantino. Esto es apenas un director mostrando lo bien que filma: nosotros somos, también, sus esclavos.
Una película animada ya no es una novedad. Y que tenga atractivo para todos los públicos, tampoco. Sí es una novedad, siempre, la capacidad de invención, el uso del medio para obrar maravillas ante los ojos de los espectadores. Es cierto que ya estamos quizás demasiado acostumbrados a la maravilla. Lo que cuenta entonces es la precisión, cómica o dramática, con la que eso nos llegue. Este film une a dos grandes artistas de la animación: el creador de “Aardman”, Peter Lord, y el de “Lluvia de hamburguesas”, Chris Miller, y narra una aventura épica en el mundo de esos bloquecitos para armar. Y si bien uno puede decir que es un gran “chivo”, lo que más importa es que la aventura de un héroe improbable en un mundo lleno de color y cuadrados peligros y limitaciones es de una gran belleza y efectividad cómica. Todo el universo inventado por el juego se transforma en un juego que se comparte con el espectador -y por una vez el 3D se justifica plenamente-, desarmándolo a partir de la gracia y una comicidad que nunca baja el tono. Cada plano está lleno de detalles que queremos seguir observando, mientras la historia nos lleva a otro tipo de juego, más consciente y más noble al mismo tiempo. De lo mejor que se estrena en el presente año, y de esas películas de las que no se espera nada, pero entregan absolutamente todo.
Néstor Montalbano se ha especializado, en la Argentina, en la comedia absurda y no poco cinéfila (es un entusiasta del cine de los sesenta y setenta). Aquí, con un título que homenajea al spaghetti-western, cuenta la fábula de un millonario que desea recuperar su cabellera, de un mito ancestral y de una puja por un negocio. Todo es humor y simpatía, aunque no siempre da en el clavo. Hablando de simpatía: se lleva las palmas el Pibe Valderrama.
La historia es la rivalidad, y luego la amistad, entre Walt Disney y P.J. Travers, la autora de Mary Poppins, mientras el primero trata de llevar el libro a la pantalla. Lo mejor del film es el juego entre Tom Hanks y Emma Thompson, que se dedican a hacer sonreír y llorar (cuidado: más lo segundo que lo primero, este film es un drama agridulce) generosamente. Lo demás es una especie de episodio Billiken de la historia (chica) del cine.
Esta es de esas películas que la crítica suele despreciar. Pero si lee esta sección, sabe que aquí a todas las consideramos libres e iguales. Pues bien: la idea es “Rocky contra Toro Salvaje”, más o menos, en tiempo de comedia. Pero ni Stallone ni Robert De Niro se toman la cosa en solfa. Una cosa es el humor, que abunda en el film, y otra la burla, que por suerte falta. No es, tampoco, un film geriátrico (nada de Último viaje a Las Vegas) sino simplemente el cuento de una larga rivalidad para nada mortal y sí algo trivial para quienes la ven desde afuera que encuentra el cauce para ser resuelta, aunque el transcurso acercará más a los púgiles como personas. Puro juego, además, entre dos actores que también creen que las películas nacen todas libres e iguales y que ponen su talento -generoso- al servicio de la diversión del espectador. No la desprecie y dele una oportunidad a este film sobre el tiempo. Gana por puntos, pero con contundencia.