Empecemos por lo obvio: Hugh Jackman es bueno haciendo casi cualquier cosa. Por lo menos siempre es simpático y tiene una característica que anda faltando en los intérpretes contemporáneos: a pesar de tener un “tipo” definido (el de galán, digamos), inventa cada uno de sus personajes. Así, son totalmente distintos su Wolverine y su Jean Valjean, y ambos resultan igualmente efectivos, mucho más que las películas que los contienen. Porque el gran problema de “Wolverine inmortal”, una aventura al margen del universo mutante de los X-Men, es que el realizador James Mangold (responsable de algunas muy buenas películas como “Copland” o “Encuentro explosivo”, y otras muy malas como “Walk the Line” o “Identidad”) decide ser clásico y filmar una especie de homenaje a las películas de samuráis de Kurosawa, ampliamente influido por el cine americano. Jackman tiene mucha menos acción que en otros films, pero más elegante. El problema es que Mangold decide incursionar en la psicología del personaje, profundizar en las emociones. No es que no se pueda (es lo que hizo Tim Burton con Gatúbela en la obra maestra “Batman vuelve”) sino que el director no tiene la capacidad para lograrlo y deja un poco al garete a su actor, que resuelve como puede. Entre las intenciones y el resultado, falla el talento, en este caso no ausente sino desenfocado. Las secuencias de acción son muy buenas y compensan las fallas de un lujoso y noble film clase B.
Una de cal y una de arena. La buena nueva es que el duelo actoral entre Vincent Lindon (ex presidiario forzado a vivir con su madre) y Hélène Vincent (esa madre con quien tuvo una relación violenta, hoy enferma terminal) es brillante, sutil, construido a partir de los silencios y no de los exabruptos emotivos. La mala, la necesidad de que elementos “externos” se sumen a este esquema para hacerlo más “cinematográfico”. De todos modos, un drama humano sensible y, en general, preciso.
Turbo es la historia de un caracol que sueña con ganar las 500 millas de Indianápolis. Una locura de entrada, claro, pero narrada de manera concisa, sin desvíos y recto al punto. En los EE.UU., este sub género suele denominarse “underdog story”, la historia -casi siempre deportiva- de alguien que gana aunque no tenga, originalmente, cómo. Parte del sueño americano, claro, aunque en este caso sirve de vehículo para narrar la historia de un grupo y de dos pares de hermanos (unos caracoles, otros humanos). Hay buenos gags y nada es gratuito dentro de la fantasía de la película, aunque la originalidad brilla por su ausencia. Eso sí: la pandilla de caracoles locos que corre, vuela, salta y hace lo imposible es de las mejores invenciones del cine animado en los últimos años aunque, desgraciadamente, tienen menos tiempo en pantalla de lo que uno querría (están muy cerca, en su belleza de diseño y su carácter puramente “cartoonesco” y absurdo, de los venerables pingüinos de Madagascar).
Loable esfuerzo el de tomarse el tiempo para crear un film de animación realmente profesional. Lo ha hecho el equipo liderado por Juan José Campanella y ha logrado que “Metegol” luzca como una producción animada de primera A. Lo técnico es irreprochable y el diseño, en muchos casos, resulta de un enorme atractivo. El film cuenta una especie de cuento de hadas declinado (casi) en masculino: el de un joven cuyo único fin en la vida ha sido jugar al metegol y que, por amor y por desesperación, debe salir del autismo y enfrentar el mal –magia mediante–, ayudado por los jugadorcitos de plomo de su cancha ficticia. Hay un villano demasiado recargado, hay secuencias con brío y hay –necesario– el match final entre un equipo de principiantes y futbolistas ultraprofesionales que definen la trama. La mística futbolera, por suerte, se reduce solo a los diálogos de los jugadores, y el cuento moral gira en torno de la ambición desmedida. Lo mejor, en este último caso, es la idea de que no hay nada más aburrido que ganar siempre y que el verdadero atractivo de un deporte es que se trata de un juego. Ahora bien: el gran problema del film es que en gran parte es una serie de gags que no se relacionan entre sí. Hay invenciones felices –el avestruz-zapatilla, por ejemplo– que se esfuman de la imagen sin consecuencias. Y en muchas ocasiones falla el timing, disuelto por el diálogo o, más bien, el doblaje gracioso. Lo juguetón de varias secuencias resueltas a puro ritmo e imagen emparejan un film donde, cuando el movimiento cuenta la historia, funciona bien. Un digno empate.
Un tipo importante con problemas de dinero se encuentra con un tipo pobre pero con innato talento para la cocina. El resultado es una comedia social, una especialidad del cine francés, que termina hablando mucho más de la amistad a pesar de las diferencias de clase que de la haute cuisine per se. El resultado final es dinámico y leve, sostenido por sus actores, cuya capacidasd permite que sintamos simpatía por sus criaturas.
Auguramos éxito para esta película en Buenos Aires, una de las catedrales allenísticas del planeta. Tiene el defecto de su poca inventiva formal, y la virtud de dejarnos recorrer los contornos menos conocidos de un personaje al que conocemos más por las ficciones que ha hecho de él mismo que por su propio proceso creativo. Aparecen, pues, tanto el Woody lugar común como el otro, el que resuelve como un matemático (a veces falla, claro) sus ficciones. Otro film amable.
Dos virtudes tiene este documental sobre la vida de una mujer que, tras haber vivido de niña en un circo con sus padres, decide volver a ese mundo. La primera, las imágenes documentales, que guardan no solo el valor de ser huellas de un pasado imposible de recuperar sino que, además, son de una sutil belleza incluso épica (ver, por ejemplo, cómo se levanta la enorme carpa en un descampado). La segunda, no dar demasiados rodeos y dejar que el propio espectáculo -después de todo, es una película sobre el espectáculo- se adueñe de la pantalla para contar la historia. Andrés Habbeger -documentalista que tiene en su haber el fallido Imagen final- deja que los personajes, la memoria y la propia potencia de ese festival marginal que siempre ha sido el circo se adueñen de la puesta en escena y nos permite compartir con los personajes la experiencia de descrubrimiento o, en este caso, redescubrimiento. No faltan los apuntes sociales e incluso políticos, pero tienen menos peso (y su importancia es solo contextual) que lo que vemos de ese universo colorido y en vías de desaparición. Un film pura amabilidad.
Sí, la película es de lo mejor del año, pero requiere de desprejuicio. La historia es simple, el héroe y la heroína de siempre contra todos los peligros del mundo: de “La Ilíada” para acá no se ha inventado demasiado. Lo que sí inventa ese gran amante del cine que es Guillermo del Toro es una manera para que este bello, en ocasiones poético homenaje al cine de monstruos japonés y a las viejas series de robots gigantes (desde las “con actores” como “Ultramán” hasta ese arco que va de “Mazinger” a “Evangelion”), pero integrado a la poética americana del último recurso (que es el de la poética esperanza última) se vea bien. Esto no es “Transformers”: aquí la acción se entiende. Y es muy difícil de hacer con elementos que ocupan toda la pantalla por su tamaño relativo. Y a pesar de la gigantomaquia, Del Toro se toma el trabajo de, con pocos trazos, darles el espesor necesario a los personajes para que nos importen de verdad (si los personajes no importan, nada de nada importa en una película, sea un contemplativo film iraní o un despliegue de tecnología vertiginoso como este). Otra vez: si usted carece de prejuicios y, como decía Nietzche, se atreve a jugar con la misma seriedad de cuando era niño, va a encontrarse con un espectáculo notable, sintético (no hay una toma ni una secuencia de más), clásico, con sutiles apuntes políticos y sociales (el “muro” de defensa, la burocracia estatal) y con unos bichos y unos robots inolvidables. De eso trata el arte, justamente: de crear cosas que no podamos olvidar.
Carmen Guarini es una de las grandes documentalistas argentinas. En este film muestra a un grupo de alumnos de cine extranjeros registrando e investigando cómo se confeccionan esas baldosas que, en las calles de Buenos Aires, recuerdan a los desaparecidos. Sin acentos aleccionadores, solo con el registro del descubrimiento mutuo de una historia, Guarini permite una reflexión respecto de los modos de la memoria que exceden el contexto político y se vuelve universal.
Los hermanos Taviani mezclan aquí ficción y realidad. Se trata de mostrar cómo presos de una cárcel romana ponen en escena una versión de Julio César, la tragedia histórica de Shakespeare. El resultado es tierno y duro al mismo tiempo, reflejo de la realidad e investigación de cómo el arte, como metáfora, exorciza demonios. En algún momento el espectador puede sentir un exceso alegórico, pero la fuerza documental del film permite que no altere el resultado final.