Probablemente el lector ignore quién es Harmony Korine, uno de los realizadores independientes más interesantes de los Estados Unidos. Muy joven, saltó a la fama como el guonista de “Kids”, aquel polémico film de Larry Clark. Luego, películas como “Julien Donkey Boy” causaron impacto en el circuito de festivales. Esta “Spring Breakers” (que refiere a las vacaciones breves de primavera en los Estados Unidos) es su primera película más o menos “grande”. El estilo de Korinne es crudo porque lo que busca es encontrar en lo raro, lo marginal, lo exuberante de la cultura estadounidense, ese halo de humanidad o de ternura que permiten explicar su existencia. Nos muestra gente que se pervierte, pero también nos pide que tratemos de comprenderlos, de creer que no están fuera de la humanidad. Aquí son cuatro chicas hermosas –todas estrellas adolescentes realizando un trabajo a contrapelo de los estereotipos que han encarnado–. Y también James Franco, como un delincuente simpático y en el fondo perverso que lleva a estas chicas (a alguna, al menos) al fondo de la delincuencia y el vicio. Pero Korine no quiere que juzguemos sino que comprendamos qué es lo que tiene de atractiva esa vida, y por eso en el fondo se trata de un cine fantástico, de una historieta acelerada o, mejor, de la vida real vista como una historieta trágica. Un film fuera de lo común, duro pero seductor como sus protagonistas.
Dejemos de lado la política; lo que estamos viendo en ese termómetro que es el cine de gran entretenimiento, constantemente, es el fin del mundo como lo conocemos. Aquí, Andrew Niccol, más un guionista que un director (“Gattacca,” “Simone”, “El señor de la guerra”) cuenta la historia de una invasión extraterrestre casi triunfante (usa los cuerpos humanos como huéspedes, a la manera de “Los usurpadores de cuerpos”) y de una resistencia que aún, en medio del desierto, se les opone. Una joven resistente es capturada y enviada como espía, pero ¡ay! ama y resiste a su vez. Basada en una novela de la destrozadora de mitos Stephanie Meyer, que hizo puré a los vampiros con “Crepúsculo”, este pastiche de ciencia ficción tiene algo a favor e interesante: la pelea de un realizador contra un material de base cuya cursilería es aplastante. En muchas secuencias lo logra, aunque no en lo que concierne al romance, que ocupa demasiado metraje. La manera como están retratados los espacios abiertos y el recuerdo constante del western es un llamado a cierta tradición (también política) y condena, en la puesta en escena, la mirada ultramoderna, pasteurizada, uniforme de las superficies metálicas. En esos detalles de diseño es donde hay que encontrar el verdadero sentido de un film que, por pereza o por presiones de producción, queda en lo narrativo demasiado pegado al lugar común
Shane Black es uno de los mejores escritores de cine de acción y, también, un muy –muy– buen director aunque su carrera solo conste de un título, el bello (y solo estrenado en video en la Argentina, así anda el mundo) “Kiss Kiss-Bang Bang”. Ese film describía cómo se narra una película y rompía todo molde. “Iron Man 3” es eso, también: una vuelta de tuerca sobre el género de los superhéroes. Aquí se trata de un ataque directo hacia Iron Man y hacia lo que significa, y se pone en cuestión la ontología del héroe. ¿Qué es lo que vale en el personaje, la armadura o la persona que la usa? Ese dilema, que atraviesa todo el film, implica trabajar también sobre qué lleva a Tony Stark a hacer lo que hace. Robert Downey Jr. es, qué duda cabe, un actor extraordinario y también un enorme comediante. Eso le permite al mismo tiempo mostrarnos el dolor del conflicto de Stark y tomar la distancia suficiente para que nos contagie el goce del vértigo. De allí que las extraordinarias y creativas (cuando ya parece todo inventado: he aquí el arte del director) secuencias de acción adquieren una fuerza y contagian un entusiasmo que no siempre se ve en estas películas. Por otro lado, la aventura real está armada según un modelo clásico, transparente, siempre interesante. Es imposible que no nos entusiasmemos con Iron Man, con su amor por Pepper, con su amistad, con su deseo de romper todo, con su inteligencia. A puro efecto especial, el film supera a sus antecesores (por lo demás muy buenos) en su peso humano y su complementario vértigo artificial.
Una mujer con una familia feliz se enamora de otro hombre. Pero lo que podrìa ser un cúmulo de lugares comunes, en manos de de Lencquesaing se torna un paisaje humano profundo, no exento de gracia o alegría a pesar de la seriedad del planteo. El realizador es, además, un intérprete perfecto de un film desparejo pero cuya frescura y falta de academicismo colocan por encima de cualquier prejuicio.
Ya integrado totalmente a Hollywood, el italiano Gabriele Muccino -el de El último beso- sigue contando historias de amor humanas y agridulces. Aunque no siempre acierta, hay que reconocerle convicción en lo que hace. Esta historia de un ex jugador de fútbol entrenando el equipo de su hijo para reconquistar a su familia tiene simpatía, calor humano y convicción, más allá de que a veces los convencionalismos de la trama suenan más a pereza narrativa que a tradición de género.
Después del enorme éxito global de ambas entregas de ¿Qué pasó anoche? (que además va a por una tercera), ese sub sub género de la fiesta alcohólica que se desmadra comenzó a difundirse con toda clase de variantes. En este caso, se trata del cumpleaños en el que un estudiante de raíces chinas en los Estados Unidos alcanza la mayoría de edad. Por cierto, aparecen los compañeros torpes que quieren que festeje a lo grande, las cosas que salen mal porque el alcohol se desmadra, las imágenes absurdas y ridículas, la escatología (en el sentido más amplio del término) y el sexo como un campo al mismo tiempo de atracción y de repulsión. El film cumple con su objetivo de hacer reír porque, en general, tiene el timing justo (el secreto de la comedia es siempre la oportunidad; nada es gracioso en sí mismo. Pero hay que considferar que, en cierta medida, todas estas películas son transgresoras solo en cuanto a las imágenes y hasta cierto punto: bien mirado, lo más revolucionario o molesto es que las fiestas post adolescentes no son más que excentricidades ocasionales e ingenuas. En esa modesta verdad radica el auténtico valor del film.
Si no conoce la obra del coreano Park Chan-wook, este film es una buena posibilidad para luego ir por films como “Oldboy” o “Sympathy for Mr. Vengeance”. El hombre combina varios elementos en su obra: la violencia, el miedo (no necesariamente el horror, no necesariamente lo sobrenatural) y el melodrama más absurdo, que en su estilo se vuelve siempre convincente. En este primer film “occidental”, narra lo que sucede a una madre (Nicole Kidman) visiblemente alterada por su viudez reciente, de su hija (Mia Wasikowska, la Alicia de Tim Burton), extraña y sometida a ciertos secretos, y de un pariente que llega a la casa y allí se instala (Mattew Goode). Hay algo del Hitchcock de “La sombra de una duda”, aunque el clima está más enrarecido, es mucho más tenso. Se respira la tensión sexual entre los personajes e incluso un aire glauco que recuerda a las hermanas Brontë, incluso si el título original del film (“Stoker”) nombra al autor de “Drácula”, Bram Stoker. Porque ese aire de represión y de posesiones es, de cierta forma, una actualización del cuento gótico y victoriano, detrás del cual se esconden los dos temas que obsesionan al realizador: la venganza y la validez de los lazos familiares. Chan-wook, aunque con menos pirotecnia que en sus películas más conocidas, tensa la cuerda del misterio hasta lo insoportable, aunque se trata más de una incógnita interna, por qué estas personas actúan como lo hacen. Los actores, todos, caen bajo el embrujo creativo del realizador, algo no tan frecuente como se piensa.
Interesante y bien realizada película de animación digital que parodia los films de aventuras. Su peor defecto es sobreabundar en referencias al cine de aventuras, pero incluso así, la simpatía de los personajes y el diseño, así como los efectivos toques de humor bien español hacen que la película cree un aura de encanto propio de lo mejor que puede darl el género. Fábula sobre los sueños y la posibilidad de lograrlos, apunta a un público infantil pero, por suerte, no excluye en lo más mínimo al adulto.
Víctor Laplace (quien ya había sido el General en la muy buena Eva Perón) dirige y protagoniza este film que narra a modo de ficción -incluso con elementos románticos- el exilio del líder político. La película cae, desgraciadamente, en varios lugares comunes, aunque intenta -y logra por momentos- mostrar la relación entre el icono y la parte más humana y falible del personaje, aunque su deriva recuerda mucho más a la televisión que al cine. El trabajo de producción y las imágenes son quizás lo mejor de la película.
Halle Berry atiende llamadas de emergencia, comete un error, queda traumada y el destino -fatalmente- le da otra oportunidad: debe intentar salvar a una chica secuestrada y detener a un asesino. Estamos en el terreno del género puro, del suspenso, del miedo a que pasen consas malas. Estamos, de paso, en el piso firme de la clase B, aunque este sea un film de presupuesto A. Esto no se dice con ironía sino con respeto: la clase B ha dado y da obras maestras. Si esta no lo es, responde más a cierta previsibilidad lógica ligada al tema y a que en algún punto los actores toman demasiado control de sus escenas, sin dejar que fluya realmente la trama como algo natural. Que sea convencional es lo de menos: esas “convenciones” nos permiten seguir con mayor empatía al personaje de la Berry (que está muy bien, en el amplio sentido del término, a pesar de los rulos) en lugar de estropearnos las sorpresas. Que importan menos que la tensión por la resolución de la intriga. De paso, Abigail Breslin también está perfecta como la víctima encerrada. Para sufrir con gusto.