Abundan los libros que tratan de manera “sincera y sin tabúes” la maternidad. Los hay científicos, sociológicos, de auto ayuda, humorísticos, etcétera: es evidente que la cuestión se ha vuelto una preocupación importante. De hecho, incluso hay films sobre el tema, desde las comedias alocadas (Nueve meses) hasta los dramas (Haut les coeurs!). Este film (francés, la mayoría de los que tocan el asunto lo son) es un recorrido desde el punto de vista más realista y femenino posible de lo que implica ese cambio absoluto en la vida. Tiene un defecto: nada de lo que veamos nos va a resultar original. Y una virtud: que no busca la originalidad sino tratar de, mediante la ficción y la imaginación, transmitir una verdad que de otro modo se volvería inasible. Entre los mayores aciertos de un film ciertamente prolijo y “producido”, se cuenta poner en negro sobre blanco la relación que hay entre el sexo y la maternidad, que siempre se muestran como dos caras opuestas y no complementarias.
Las últimas películas de Tim Burton muestran que el preciso realizador de Batman Vuelve y El joven manos de tijeras pasa por una etapa de desconcierto. Esta versión de la célebre serie inglesa de traiciones familiares y vampiros, vuelta comedia de costumbres, es un catálogo de lo mejor y lo peor del realizador. La historia del resucitado chupasangre Barnabás Collins que decide ayudar a su familia -y al negocio que la sostiene- tiene varios momentos notables donde el humor es trascendido por la invención y el lirismo (notablemente, la secuencia final, cargada de acción, de violencia, de drama y de romanticismo) y otros donde la pereza manda. Debe de haber sido demasiado grande la tentación de tener un vampiro de 200 años en 1972 y jugar al anacronismo como para resistirla, y el costado circense de Burton encuentra en esos elementos un vehículo para toda clase de chistes, algunos de mal gusto no por lo groseros sino por lo adivinables. Sin embargo, nada de esto es tan notorio en el film como un conservadurismo que, es cierto, Burton siempre tuvo (siempre fue un defensor del amor, la familia, el trabajo y las pequeñas comunidades, incluso disfrazadas de freaks, como se advierte revisando un poco su filmografía) pero que siempre era matizado por la fuerza de lo irracional y lo fantástico. Aquí ese matiz, ese terror que asoma por momentos, es apenas una excusa para el chiste retorcido pero previsible. Quizás Burton haya, finalmente, dejado la infancia. Sería una pena.
Una super hiper recontra espía es traicionada por sus empleadores/creadores y busca venganza. OK, ya la vio unas cuántas veces y el hecho de que el personaje central sea mujer (¿recuerda Salt?) no es una originalidad, precisamente siempre con Steven Soderbergh, toma los elementos de un género o un tipo de films y lo mira “desde arriba”, sin involucrarse demasiado, como si jugara solo a la ironía. Y el problema es que ese desapego conspira contra cualquier emoción real.
Los documentales de Disney Nature se van transformando en un género en sí mismo, aunque proceden de la vieja tradición (también marca Disney) de las “aventuras de la vida real”. Lo más asombroso de Chimpancés no es tanto el relato que nos va armando sobre uno de esto animales sino la precisión casi sobrenatural con la que se capturan las imágenes para construir ese relato. A pesar de su tono de fábula infantil y sus “enseñanzas” sobre la familia y las relaciones (los animales no son seres humanos, pero eso siempre se elude), el solo espectáculo natural asombra.
En una sociedad represiva como la de la Irlanda victoriana, una mujer decide ocultar su género para poder llevar la vida que desea, trabajar, encontrar más que una supervivencia atada a la dominación masculina. Pasa en ese estado treinta años y tiene dos problemas: una mujer se enamora de ella, ella se enamora de un hombre. El realizador Rodrigo García (pura trivia: es el hijo de Gabriel García Márquez, pero ese dato no tiene nada que ver con su trabajo) ya ha retratado más de una vez el espíritu femenino (Con solo mirarte, por ejemplo) con mayor sensibilidad y atención a los personajes que a una puesta en escena realmente cinematográfica. No es necesariamente un defecto y en este film, cuyo peor defecto es ser un poco largo para la historia que narra, es la alternativa más adecuada para comunicar las contradicciones que sufre su personaje central, una creación perfecta de la gran Glenn Close. Film de actores, un poco televisivo pero emotivo.
Las primeras tres películas de Ridley Scott merecen figurar en la historia grande del cine. Especialmente Alien y Blade Runner mostraban una preocupación metafísica y un rigor en la puesta en escena notables. Después algo pasó y sus buenas películas carecen de ese peso que las fija en la memoria. Prometeo se promociona como una “precuela” de Alien y lo es, dado que narra el primer viaje a aquel planeta mortal y el origen de aquellos monstruos. Pero es también y a su modo una precuela de Blade Runner, dado que el film gira alrededor de David, un androide, el personaje interpretado por Michael Fassbender, que vive preguntándose cosas sobre el mundo y lo somete a prueba de un modo al mismo tiempo inocente y cruel. La historia es la del encuentro entre la Humanidad y sus creadores en un lugar remoto, y de la indiferencia o directo odio de los creadores por sus criaturas. Es raro, pero su virtud y su defecto son el mismo: tomarse su tiempo para mostrar el mundo que nos presenta e introducirnos paso a paso en los problemas que plantea. Hay terror y hay horror fisiológico, pero estalla en algunos momentos puntuales -una mujer que se realiza una operación a sí misma, joya del espanto visceral- para otorgarle mucho más peso a las dudas de los personajes. Hay además, cierto humor y alusiones sexuales, aunque todo gira, constantemente, alrededor de la duda metafísica sobre el origen y el sentido de la vida, ni más ni menos. Un film paradójico: espectacular a escala humana.
Veamos: corralito, jubilado que va con granada al banco para hacerse con sus ahorros, un caso más o menos real, y el “qué mal que estábamos entonces”. No mucho más en una película que, para ser de suspenso, se pasa de didáctica y, para ser didáctica, se ve lastrada por la necesidad de ser un film de género. Más allá del correcto desempeño de los actores, una producción más televisiva que cinematográfica, que parece terminada de modo apresurado y desprolijo.
Hay películas que usan el encanto del cine para ir contra el encanto del cine. Por ejemplo, esta: nos dice que la fama es puro cuento, que qué terrible pelea de egos es ser una estrella, que qué difícil ser un gran actor o actriz cuando se es bello y sexy, que qué terribles los medios, etcétera etcétera. Pero este breve romance entre la gran estrella y el jovencito inexperto (eso es) apela al glamour, la imitación y el brillo prestado de aquellos grandes nombres para intentar desmitificarlos. Por suerte no lo logra. Sí, los actores están bien, puro cine inglés.
Si hay que ser sincero, esta película es de una liviandad que su aura oscura no llega a desmentir. Dirigida por James McTeigue, alguien que supo hacer un gran film con V de Venganza (una de las mejores fantasías políticas de los últimos años) cuenta cómo en la Baltimore decimonónica un asesino serial se inspira en los relatos de un tal Edgar Allan Poe para cometer sus crímenes, y de cómo un detective y el escritor unen fuerzas para detenerlo. La idea no es del todo original (¿alguien recuerda a Sherlock Holmes y Freud en El caso final, allá por los 70?) y el film tiene la virtud de concentrarse en la trama detectivesca y en el aspecto sombrío del diseño en lugar de intentar una vindicación didáctica del escritor. Hay cabos sueltos, por cierto, y momentos que parecen realizados por pura rutina, pero el resultado final es el de un policial apenas raro bastante entretenido. John Cusack como el autor de El caso del señor Valdemar demuestra ser -no tan paradoja: Poe fue un interesante escritor satírico también- un gran comediante.
¿Qué es lo que tienen de bueno las pelìculas de la serie Madagascar? Son, por cierto, mejores que la media, y tienen por lejos uno de los mejores diseños para un dibujo animado digital. Justamente en el diseño es que reside el encanto: los personajes de Madagascar no son “realistas” sino perfectas caricaturas que interpretan de modo transparente el estilo de los comediantes que les otorgan las voces. No es que se parezcan fìsicamente, sino que el movimiento de Alex el león es similar al de un Ben Stiller con disfraz de león. El otro acierto es la libertad: nunca se toman en serio, cuando aparece la oportunidad de un gag en la trama, se aprovecha y los dibujantes tienen el tiempo justo para ejecutarlo. Por último, los pingüinos están dentro de las mayores invenciones cómicas del cine reciente. Aquí los animales de siempre (cuatro monos, cuatro pingüinos, dos lemures, una llama más león, cebra, hipopótamo y jirafa) siguen tratando de llegar a Nueva York, entran a Europa por Montecarlo y se vuelven perseguidos de la justicia (o algo así) para terminar escondidos en un circo. Cada etapa del relato es la excusa para un momento de humor desaforado en la vieja tradición del cartoon clásico, aquel que -no se sorprenda, así era- no se hacía para chicos sino para burlarse de la realidad en un mundo donde podía pasar absolutamente cualquier cosa. Eso mismo es Madagascar 3: mostrarnos en pie de igualdad con los animales, como los animales que somos.