Antes de que existiera Luc Besson, ese director francés que busca recrear Hollywood, existía -y sigue existiendo- Jean-Jacques Annaud, un artesano a veces cumplidor que también busca que cada una de sus películas sea un evento internacional. Es lo que sucede con esta abentura político-ideológico-romántica que mezcla el relato tradicional, el cuento en estado puro, con el peso contemporáneo de las guerras por el petróleo. El problema de Annaud es que no puede decidir si lo que pesa más es el espectáculo o la política, y en ese indecidido término medio todo queda en una serie de postales, alguna buena secuencia y poco más.
La directora británica Lynne Ramsay es una de las más originales de los últimos años. Sus dos películas anteriores (Ratcatcher y El viaje de Morvern) mostraban una inusual sensibilidad para conjugar en la imagen lo cotidiano y lo extraño, y para crear un auténtico lazo de empatía entre el espectador y sus criaturas sin necesidad de seguir una narración tradicional. Lo mismo logra en este film sumamente intenso -en gran parte mérito de su actriz, la perfecta Tilda Swinton- donde se investiga la naturaleza del mal a través de la historia de un adolescente obsesionado con castigar a su madre, capaz de decisiones terroríficas. Es una película de suspenso, por cierto, pero tiene otra dimensión: la de investigar cuál es la verdadera naturaleza del amor familiar, y de preguntarse si existe por encima de cualquier otra cosa. Inquietante en lo formal y narrativo, tensa y atractiva, resulta de esas películas con mucha más tela para cortar una vez que se acaba la proyección.
Dioses, hombres y peleas a lo bestia. El film no propone mucho más y es, en su sencillez, efectivo. Lo más interesante de esta película es que promete y cumple con una gozosa desmesura, con el vértigo físico y el humor de no poder tomarse tanto cataclismo titánico en serio. Vieja aventura con nueva tecnología, cumple también con la tarea de que sus intérpretes se diviertan reventando monstruos y agarrándose a espadazos y trompadas. Sí, otra fantasía infantil, aunque disfrazada de cataclismo.
Esta adaptación del escritor para niños Theodore Geissel (o Doctor Seuss) es una fábula ecológica bastante transparente. La sabiduría de la película consiste en que eso no opaca ni el humor ni -esto es clave- las preocupaciones más íntimas de los personajes (el amor o, más bien, el primer amor del protagonista “humano”). A un diseño bello y funcional se suma un guión preciso, lo que transforma el film en mucho más que una alegoría para educar a los chicos sino en un cuento que merece la pena ser contado.
Una comedia burguesa -que no se lea en esto ninguna descalificación- donde un padre divorcidado, casi adicto al sexo y con una vasectomía en proceso (Jorge Drexler) se reencuentra con un viejo amor físico (Valeria Bertuccelli) sin hijos, recién separada, que acaba de enterrar a su padre. Pasan muchas otras cosas, y hay secuencias directamente cursis hasta que adivinamos que es la imaginación (necesariamente cursi) de uno de los personajes. Pero más allá de sus múltiples hilos -que incluyen un campeonato de poker y el “regreso de la trova rosarina”- lo más interesante es que no deja soluciones simples: no podemos adivinar si, luego de su final, las cosas seguirán el curso feliz que parecen tener. El problema básico del film es técnico: en cierta parte de su desarrollo, tantas ideas no cuajan entre sí, y algunos personajes pierden peso. Por otra parte, no es poco mérito que Norma Aleandro logre el trabajo más equilibrado y cinematográfico de su carrera. De apariencia tersa y simple, hay algo más en esta película, incluso a pesar de sus debilidades.
David Cronenberg es uno de los mejores cineastas actuales. No porque sea un enorme creador experimental, no porque sea un campeón de lo popular, sino por lograr el equilibrio entre ambos polos sin dejar de ir al fondo de sus temas. Aquí la historia es de esas que conllevan el riesgo del cine “Billiken”: Carl Gustav Jung (Michael Fassbender) tiene una paciente difícil (Keira Knightley) y apela a Sigmund Freud (Viggo Mortensen). Y no, no es –aunque también es– la historia del psicoanálisis, ni –aunque también lo es– la historia de una amistad y una competencia profesional. Sobre todas las cosas, Cronenberg opta por el clima fantástico, por la aventura y por el suspenso de encontrar el secreto dentro de una persona. El eje de esta relación angular es el personaje de la Knightley, que combina brillantez intelectual con violencia no siempre contenida. Y uno de los mayores aciertos es contar con tres actores de enorme presencia y manejo del cuerpo para lo que podría definirse, apresuradamente, como thriller intelectual. Hay mucho más humor del que parece en este juego del gato científico y el ratón imaginado, producto de las típicas malicias e ironías del autor de “Videodrome” y “Una historia violenta”. Como en todos sus films, la vida inconsciente estalla debajo de la apariencia de la normalidad, y se filma con esa distancia justa que lo muestra todo, al mismo tiempo, fuera del mundo y demasiado cerca. Lúdico, sexy y divertido, el film es el puro estallido de lo inconsciente, un policial negro del alma.
Nacida como una serie de Internet -que se puede ver- El vagoneta es la historia de alguien que quiere vivir sin trabajar explotando un cartel enorme sobre su casa. Los productores del film fueron al Festival de Mar del Plata y, con desparpajo y no poca precisión, cranearon este largo simpático, con hallazgos humorísticos potables y mucha caras conocidas. El film tiene el mérito de su frescura , incluso si a veces es desprolijo. Les viene bien una oportunidad, no lo dude.
En realidad, el gran actor de Defendiendo al enemigo es Brendan Gleeson, el gordote colorado irlandés que aquí, en El Guardia, se muestra como el gran comediante que es. Un vigilante de pueblito irlandés ve cómo llega a su coto el FBI personificado por otro buen comediante (aunque lo disimule haciendo dramas), Don Cheadle. Cheadle realmente funciona como un gran partenaire para los desbordes controlados de humor de pueblo chico que encarna Gleeson, y sin que el film sea una gran comedia, alcanza para que uno lo vea con sonrisa permanente.
¡Qué actor raro es Ryan Reynolds! Parece que tiene carisma y atractivo, pero uno lo ve moverse cinco minutos y se desencanta. Aquí es un agente de la CIA totalmente frustrado que espera salir de cuidar una “casa segura” en Sudáfrica. Hasta que llega ese super agente que bien puede ser el mal o el bien, hay un ataque y una fuga y el pobre muchacho tiene que seguir a Denzel Washington, nada menos, un señor que, puesto al lado en la pantalla, simplemente lo aniquila. Salvo por esa presencia de un tipo que conoce cada gesto y mantiene ese estado de ambigüedad moral que se crea con el puro ejercicio de actura con todo el cuerpo, el resto es un film más de “acción à la mode“, con la cámara nerviosa de la saga Bourne y las vueltas de tuerca de rigor. Lo más llamativo, se dijo, es el desequilibrio en el factor carisma, que parece casi una broma en un film que no carece de humor, aunque rara vez funciona (otra vez: tiene más gracia Denzel que Reynolds). Un thriller más, agradable y olvidable.
Dejemos de lado el hecho de que “Los juegos del hambre” se base en la primera de una serie de novelas de enorme éxito entre adolescentes en los Estados Unidos. Es un dato menor, como es un dato menor la historia: en el futuro, en ese país, un Estado totalitario pide a sus “distritos” que entreguen un chico y una chica de entre 12 y 18 años, que durante dos semanas participan de un reality show donde deben matarse y solo uno quedar con vida. Sabemos que hubo antes una “rebelión” contra la metrópolis. Sabemos que los chicos de los distritos “ricos” entrenan en academias toda su vida para ofrecerse como voluntarios, y los pobres no tienen más remedio que ir por sorteo. Aquí sucede que una joven toma, voluntariamente, el lugar de su hermanita de 12 años. A partir de allí, el realizador Gary Ross –que tiene dos muy buenas películas en su haber, “Amor a colores” y “Alma de héroes”, donde la cuestión social aparece como columna vertebral de un relato fantástico o épico– despliega algo más que un film épico con la televisión de fondo: un cuestionamiento permanente sobre cómo se hacen films en Hollywood y cuál es el verdadero sentido (estético y moral) de contar cualquier tipo de historia. Todo el film es el rostro y el cuerpo de Jennifer Lawrence, que nos contagia piedad, desesperación, coraje e incluso –gran detalle del film– la sutil autoconciencia de comprender las reglas del espectáculo. Puede verse como un entretenido film de aventuras, pero ¡atención!, que esconde varias capas que la hacen memorable.