La novela de Adolfo Bioy Casares es, quizás, uno de los grandes libros fantásticos creados en la Argentina, la historia de un hombre de barrio que lidia con la tristeza de su esposa hasta que ésta ingresa en un extraño instituto. La película de Alejandro Chomsky no logra ser más que una deslucida traslación que deja de lado los ricos matices de la pintura de costumbres del texto original y se sostiene solamente por algunas actuaciones (Luis Machín está realente muy bien).
¿Cuál es la diferencia entre este film y, por ejemplo, Supercool? No, no que Proyecto X tenga camarita en mano: la diferencia fundamental es que en Supercool los personajes eran seres humanos con cosas buenas y malas, tiernos y capaces de ser nuestros semejantes, mientras que en Proyecto X se trata de una manga de adolescentes idiotas, carentes de cualquier posibilidad de empatía con el espectador y dedicados a repetir todo lugar común de propagandas de cervezas y aperitivos.
Si hay un auténtico vine adolescente, es el de Gaspar Noé. Después de dos películas interesantes (Carne y Solo contra todos) donde mostraba su interés por lo sórdido y la preocupación sin por eso renegar de sus personajes, a partir del impresentable Irreversible (un alarde gratuito de violencia que tenía su pico en una secuencia de violación puesta para “provocar”, del mismo modo en que “provoca” un nene de quince años pintando un sexo en la puerta de un baño) produjo este film que es la historia de un joven dealer que muere y mira desde el cielo lo que le pasa a parientes, amigos y enemigos. Un enorme y complejo aparato cinematográfico que hace del “trip” final de 2001 -Noé es admirador de Kubrick- un pequeño gag. De paso, decide incluir cosas como un aborto explícito, sexo explícito, accidentes explícitos y toda posibilidad de ver cómo uno o varios cuerpos son apenas cosas que no pertenecen a los seres vivos y, por lo tanto, se los puede manipular y romper a gusto y placer del cineasta. Allá él, está en su derecho. Pero su provocación es vieja e inútil, y cae en el vacío que menta, más explicitud, el título del film.
Ex realizador de videoclips, McG logró instalarse en Hollywood gracias a sus dos películas de la serie Los Ángeles de Charlie, que tenían el mérito de la comedia alocada y la acción disparatada. Eran films desprejuiciados y libres. Después hizo la cuarta, fallida entrega de la serie Terminator (y la terminó, de paso) y se notó que, puesto a contar un cuento “serio”, algo fallaba: lo mejor seguían siendo los dibujos de acción de las explosiones y peleas. Con este nuevo film parece buscar un equilibrio: dos super agentes de la CIA se enamoran de la misma mujer y pelean con todas (todas) las armas a mano para conesguirla. Es decir, comedia romántica desaforada más acción igualmente fuera de riel. Y el resultado es decepcionante: las “invenciones” de acción dejaron de serlo y solo nos interesan en la medida en que sintamos algún tipo de empatía por los personajes (como sucedía con Los Ángeles..., donde lo que primaba era la capacidad cómica de Drew Barrymore and co.). Pero los personajes, con la probable pero no segura excepción de Reese Witherspoon, se vuelven muñecos del juego gráfico más que personas con un problema a resolver. Así, todo queda a mitad de camino, y la declaración del título (“This means war”, una frase célebre de Bugs Bunny), que promete la locura de un dibujo animado, queda disuelta en las fórmulas más repetidas. No aburre, pero se olvida.
Roman Polanski maneja, como pocos realizadores de las últimas cinco décadas, el absurdo que surge de lo real, las situaciones de encierro, el surrealismo cotidiano y -cuestión técnica- la dirección de actores. Sin dudas, es el director ideal para llevar a la pantalla esta obra de Yasmina Reza, éxito en todas partes -incluido nuestro país- dado que esta historia de dos pares de padres discutiendo “amablemente” la agresión de un chico de once años a otro deriva en una comedia negra y absurda que no dista mucho de los elementos de Cul-de-sac o Repulsión. El problema es que a Polanski aquí le interesa mucho más el texto que el cine, el actor que la puesta en escena, florearse con un reparto perfecto antes que dar del asunto una visión personal. Aún están sus planos enrarecidos por ese pequeño ángulo de cámara que vuelve todo caricaturesco, claro. Salvo que no siempre resulta pertinente. Los actores -Waltz, Reilly, Foster y Winslet, en ese orden de mérito- están muy bien. Pero esto no es más que teatro filmado de un modo casi impersonal.
Un cowboy –ni más ni menos– es trasportado inadvertidamente a Marte, donde su diferente contextura física le permite ser una especie de Superman menor. Unos seres inmortales dominan el planeta y hacen que los villanos lo saqueen con una ciudad andante (sic). En Marte hay, además, una raza belicosa, un reino pacífico, y una princesa científica con la que quiere casarse uno de los villanos, y Carter termina enamorándose, uniendo a los buenos contra los malos y aceptando su destino de héroe. Carter es un invento de Edgar Rice Burroughs, el “padre” de Tarzán, y el film intenta rescatar ese espíritu de aventura disparatada y de invención exótica del autor. Lo logra en más de un momento, así como hacer creíbles a la mayoría de los personajes. Sin embargo, en este paso al –casi– cine con actores, el realizador Andrew Stanton no logra mostrar la precisión narrativa de “Buscando a Nemo” y “Wall-e”, sus films anteriores. Sí la idea de que es necesario salir al mundo para aprender de él, aunque aquí aparece de modo más bien lavado. Lo mejor lo constituyen los momentos de acción y ciertos personajes (el líder de los marcianos de seis brazos, por ejemplo) realmente atractivos. Pero el espectador notará que en John Carter aparecen elementos que ha visto en “Flash Gordon”, en “La guerra de las galaxias”, en “Avatar”. No es culpa de este film, sino de que la saga de John Carter fue saqueada repetidas veces desde los años `20. Stanton lo sabe y por eso es que juega a exagerar motivos y decorados, a rescatar cierto aire camp de aquellas ficciones. El resultado no va más allá de un simpático anacronismo.
¿Cuántas veces vimos el romance entre un o una enfermo o enferma terminal y alguien? Bueno, es eso mismo, con la (mínima, intrascendente) diferencia de que la enferma en este caso es una persona alegre que acepta su fin y el enamorado renuente es el médico. Una de esas películas diseñadas para la lágrima fácil que manipulan al espectador de modo un poco obsceno, más allá de la simpatía de sus intérpretes.
Chica en la mala muy mala acepta un trabajo algo riesgoso: controlar a quienes salen de la cárcel bajo fianza. Por supuesto, no está calificada para tal cosa -lo que provee la dosis de comedia- y por supuesto, por razones un tanto absurdas, tendrá que perseguir a un muchacho que la desencantó alguna vez buscado por asesinato. Ingredientes de fórmula que funcionan aceitados en este film que podría alcanzar otras cimas si no se contentara con su vocación de relleno de salas.
Antes de que los vampiros cayeran en la virginidad idiota de la saga Crepúsculo, la bastante menos que virginal Kate Beckinsale comenzó a protagonizar esta serie casi clase B de chupasangres contra hombres lobo, una especie de versión femenina de otra serie bestial, Blade. No hay muchas novedades aquí más que la manera como la actriz -que fue ganando aplomo y autoironía a medida que pasaron los años- se mueve como auténtica bailarina en estas lides glaucas y azulinas. Lo que en el fondo resulta el único motivo para ver lo que no es más que una trama bastante anodina y repetida de una amenaza sin cuento, una heroína inverosímil y una alianza que solo el peligro sin cuento justifica. Metáforas aparte, efectos especiales también aparte -¿a alguien asombran ya las criaturas gigantes y sus parientes?- el único motivo para meterse en un cine en busca de disfrute es seguir el juego kinético de la Beckinsale, versión morocha y seriota (pero “seriota” en broma) de Milla Jovovich. A veces esas cosas justifican el cine, cómo no.
Nicolas Winding Refn es un realizador danés mucho –muchísimo– mejor que Lars Von Trier y sus ex Domáticos. Amante del policial negro e inspirado por los clásicos de acción americanos, fue responsable hace más de una década de un gran film violento llamado “Pusher”, que seguía la vida de un hampón de poca monta por las calles de Copenhague. En su momento, el film salió aquí en video, y nada más. Su carrera siguió –con altibajos– hasta “Drive”, una película que habría mejorado el promedio del Oscar pasado, de habérsele prestado atención. Es la historia de un hombre –Ryan Gosling– que conduce autos con enorme habilidad y –escudado en otros trabajos más decentes– se dedica a ser el tipo que les provee la huida a ladrones varios. Nunca trabaja dos veces para el mismo, mantiene una vida familiar y está en control de todo. Habrá, pues, un demonio (un genial Albert Brooks), una traición y una crisis de la que solo se puede salir a pura violencia. Refn logra equilibrar –algo dificilísimo en el cine de acción– el retrato psicológico de sus criaturas con el puro espectáculo de la adrenalina: en lugar de que uno disuelva al otro, aquí ambos se potencian y si nos importan las carreras inverosímiles, los golpes y los disparos, es porque nos importan estos personajes. “Drive” es de lo mejor que se ha estrenado en lo que va del año, una de esas películas que aparecen casi de la nada y guardan un secreto para compartir.