Publicada en la edición digital de la revista.
Tres adolescentes accidentalmente -siempre es accidentalmente- reciben enormes poderes sobrenaturales. Lo que comienza como una diversión termina de modo trágico en la medida en que el delirio se apodera de ellos. También realizada con cámara en mano a la manera de videos personales (o casi), el film trata de darle una vuelta de tuerca a ese nuevo subgénero de mutantes adolescentes superpoderosos que habría que empezar a tomar en serio como síntoma de que algo no está del todo bien en el mundo.
Mujer asesina poseída por el diablo; cura + científico + documentalista; cámara en mano y sustos. Una fórmula comercial más que parece funcionar bien con el asunto “exorcismos”, dado que permite aprovechar un ámbito cerrado de manera efectiva. Este film no elude ninguno de los lugares comunes de este subgénero y es, dentro de estos parámetros, efectivo e incluso (o sobre todo) efectista. En el fondo la idea e la de la lucha o la complementación entre la razón y la fe, pero el espectador se queda, sobre todo, con los sustos.
Iba a suceder tarde o temprano, sucedió cuando debía (a diez años exactos del acontecimiento): alguien iba a filmar un drama aleccionador sobre el 11-S. Aquí hay un chico que ha perdido a su padre y anda con una llave tratando de develar algo así como un misterio, y si esto le recuerda La invención de Hugo Cabret, responde al deseo de ambos films de contar algo “importante” a través de lo que se supone que es la mirada de un niño. Decir que Tan fuerte... es una mala película es exagerar. No lo es y no carece de elementos atractivos (la aparición de Tom Hanks, Sandra Bullock y el gigantesco Max Von Sydow -nominado al Oscar por este trabajo, cuando tanto lo mereció por su labor con Bergman o la magistral El Exorcista) o de momentos que convoquen una emoción genuina. Pero también el espectador tiene derecho de sospechar -sobre todo en la pretensión esteticista o, más bien, “lindurista” del realizador Stephen Daldry, aquel que filmó Billy Elliott y perpetró Las Horas- que no se trata más que de un gran camelo, una novela de la niña Andrea del Boca con las Torres Gemelas como excusa.
A John Le Carré, uno de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo XX, le debemos el haber agregado a los espías al conjunto de herramientas literarias (antes habían sido los detectives privados) que permiten describir la podredumbre de la sociedad global. “El topo” es aún su obra maestra y esta versión cinematográfica no carece de muchos de los méritos de la novela original. En primer lugar, la caracterización de George Smiley, ese espía veterano que debe descubrir a un infiltrado, interpretado por Gary Oldman. Oldman ha comprendido que Smiley no es un aventurero, sino el mejor jugador de un ajedrez humano. Smiley deliberadamente carece de todo atractivo, es gris y sus armas son los gestos módicos y las palabras laterales. Esa invención de Le Carré (que todo el mundo parezca hablar de cualquier cosa aunque estén hablando de otra y los comprendamos) está fielmente llevada a la pantalla. Pero hay problemas. El primero es la deliberada falta de énfasis: aunque nada es moroso, todo sucede en un universo carente de emociones. Claro que ese era un efecto literario, pero en el cine conduce en no pocas secuencias al tedio. El segundo es el demasiado cuidado de la ambientación, ese “otro lado” del Londres de los `60, carente de color y rebosante de tecnología lo-fi. En cierto sentido, la sobreactuación que eluden los actores cae en el ambiente. Todo es demasiado prolijo, fiel y controlado al extremo, lo que redunda en una ilustración con poca vida (toda la que hay es la de Oldman) de una gran novela.
Tres chicos -uno, especialmente- aprenden a volverse cartoneros en Córdoba. Pero lejos de ser este un documental “de denuncia”, y aunque no elude la realidad, se trata de mostrar el paisaje para entenderlo antes que para señalar con el dedo. Sin desdeñar el humor ni las emociones, dejando que cada situación se desarrolle en el tiempo que le corresponde, el realizador Hermes Paralluelo logra una película notable que rompe con la inercia declamatoria de tanto documental “social” reciente. Aquí hablan los pobres, no los universitarios con dedito levantado.
Adam Sandler es una de las mejores noticias del mundo de la comedia en las últimas dos décadas. Pero Jack y Jill, el film donde interpreta a un hombre y a su hermana, es una de las peores noticias del cine en los últimos dos siglos. Falta de gracia y de timing, lo peor es su ausencia total de inteligencia (algo que aparecía hasta en el chiste más escatológico en No se metan con Zohan, su mirada irreverente sobre el conflicto en Medio Oriente). Una mala idea peor ejecutada.
Lo mejor que ha hecho Robert Rodríguez en su carrera son sus películas infantiles, especialmente las tres Mini Espías, ejemplo de tratamiento respetuoso de la infancia, de sensibilidad universal, de humor y de inteligencia. También son -no es lo mismo que “buenas”- películas bellas. En este caso, además de darle por fin un papel digno de su talento satírico a Jessica Alba, crea aventuras con una capacidad humorística notable. La serie sigue siendo la mejor forma de acercarse, mediante la fantasía, a cómo piensan y se divierten los chicos de hoy.
Se sabe que Steven Spielberg es un maestro en eso de contagiar emociones. Se sabe, también, que a veces exagera con la fotografía o la música, o incluso la puesta de cámaras. Caballo... es sumamente exagerada en todos esos puntos, que se monta sobre la tradición del melodrama clásico -es, como Hugo o El Artista, otra “película sobre cómo eran las películas”- pero aquí los actores contagian una sinceridad notable que le otorga al film otro espesor. El cuento es el de la separación de un joven y su caballo durante algunos años de la Primera Guerra Mundial, y las peripecias del equino hasta que se abre la posibilidad del reencuentro. Es decir, una de Lassie pero con caballos. Pero también una película bélica, o una mirada de la guerra a través de un cuento novelado que va de la campiña inglesa a la sangrienta batalla del Somme. Con todo su diseño y con la tradicional manipulación spielberguiana, Caballo... provoca emociones genuinas y nos introduce en su universo sin cancherear y sin recordarnos, todo el tiempo, que “esta es una película a la antigua”. En cuanto nos enamoramos del caballo y el melodrama épico nos conquista, no hay más preocupaciones. Un film cómodo, es cierto, pero perfecto en sus propios términos.
Aclamado por cuanta academia anda funcionando en el mundo, premiado universalmente, El Artista es de esos films a los que resulta difícil oponerse. Pero como nobleza obliga, lo haremos: no es, ni de lejos, una gran película. Su capacidad para entretener depende exclusivamente de lo que cada uno entienda por “entretenimiento” (a diferencia del buen cine, que nos hace olvidar de nuestras categorías previas) y quizás de lo que consideremos “artístico” para el cine. Film mudo y en blanco y negro, tales características son impostadas. Narra la historia de la transición al cine sonoro en la persona de un actor que no puede hablar y una joven actriz que comienza a triunfar. Ah, y un perro, que es el elemento cómico-emotivo del asunto. Cada secuencia de la película está construida alrededor de algún tópico del cine, oscilando entre la sátira amable y el melodrama nostálgico plagado de citas y homenajes (en una secuencia clave, se utiliza la alucinante partitura romántica de Vértigo, aunque resulta más un chiche que algo que sea pertinente a lo que se narra). Como un desfile carnavalesco, pasan previsibles momentos cómicos, lacrimosos, paródicos, etcétera. Por cierto, algunos son buenos, pero el tono de sarcasmo condescendiente con que el film mira a sus personajes hace que nada tenga peso auténtico, que todo se mire “desde afuera”, como una exhibición de museo móvil. El Artista no es una película mala sino, en cierto sentido, mediana. Pero más alejada del cine de lo que su tema parece indicar.