Las películas de Marvel, en cierto sentido, no decepcionan: proveen de acción, aventuras y personajes que nos interesan por lo menos el rato que las vemos. Son honestas en ese sentido. También son bastante anónimas: salvo excepciones (principal la de James Gunn con "Guardianes de la Galaxia"), las secuencias de acción están realizadas por un equipo de ingenieros efectivos, y el resto es “la película” del director. Eso, ni más ni menos -así de canónico- es Black Widow. Salvo por la excepción notable de los actores. Johansson quiere mucho a su personaje, y gracias a eso, nosotros también. Black Widow pasa de chica sexy y dura (en Iron-Man 2, su primera aparición) a esta hermana mayor constantemente conmovida por la suerte de su (falsa) familia. Florence Pugh logra transmitir al mismo tiempo humor y desamparo. Finalmente, es la historia de un grupo de personas unidas por el azar manipulador del espionaje que encuentra en el cariño mutuo un arma. Ahora bien: ese film familiar es breve y se entreteje en el otro, el de la espectacularidad, no siempre de modo efectivo. La fórmula “la acción es el vehículo del drama humano” requiere que cada trompada, cada tiro, se impregne de importancia. Cuando no sucede, la desconexión notable lleva en ocasiones al desconcierto o el tedio. Sí, es una linda película para ver en el cine, completa un álbum. Pero la mayonesa, en ciertos momentos, parece cortada.
Hay algo que transforma las películas de esta serie en algo aparte dentro del cine de franquicias: aceptar su condición de retorno a la infancia. Dejemos de lado la historia Dom -Vin Diesel- tiene que salvar al mundo de un villano que resulta ser su hermano, hay deudas del pasado y asuntos familiares varios, marca de agua de la franquicia) y pensemos que estos tipos hacen en la pantalla grande, a todo volumen, con todo colorido y la participación de actores gigantes con ánimo de divertirse (Helen Mirren, señores... ¡Helen Mirren!) lo que hacíamos nosotros (y por suerte siguen haciendo nuestros chicos) con sus autitos de juguete, con sus muñecos, con sus bloques de construir: armar cuentos imposibles donde los autos vuelan y los buenos ganan. Una vez que nos permitimos volver a la infancia -a la infancia inteligente, creativa, a la infancia-esponja de quererlo todo porque no hay límites para la diversión-, Rápidos y Furiosos, tenga el número que tenga, nos va a regalar una salida amable y sonriente al mundo que nos rodea. Dejemos de lado -aunque no, mejor no- la precisión técnica de las escenas de acción (más increíble en las secuencias de pelea cuerpo a cuerpo, dicho sea de paso). Lo mejor, en tiempos de prohibiciones, es que nos abre la puerta para salir a jugar.
¡Derelicte! Es falso que nunca haya sido sencillo ser crítico de cine. Cuando las películas eran “difíciles”, era más fácil: quedaba espacio para imaginar sentidos. De hecho, había mucho cine hecho para eso, de manera programática. Claro que, en ocasiones, caía en el campo de la criptografía: esto es símbolo de aquello, y ya está. El film se volvía no un misterio sino algo más trivial: un enigma, un juego de ingenio cuya solución era sencilla. Y listo, pasábamos a otra cosa. En esos mismos tiempos (remotos, nebulosos, con mezcla de décadas), Hollywood era también sencillo: películas abiertas, claras en sus intenciones y paisajes, en sus personajes y motivos. Ventanas a otros mundos que solían parecerse a este. El cine era un arte, por supuesto, pero en secreto: no hacía falta considerarlo siempre como tal para poder acercarse a él. De hecho, era mejor no considerarlo “arte” para que el discurso académico no lo contaminara, para que todavía fuera (incluso el cine “difícil”) un espacio de libertad donde hasta el crítico (más conocedor, más avezado, más entrenado en el mirar) tuviera cómo ejercer su escritura creativa. Olvídense, ya pasó. Hoy es más difícil que nunca escribir sobre cine porque las películas se muesrran en dos anaqueles: el de la exposición didáctica utilitaria y el de la sensación primaria inmediata. En el medio hay muy, pero muy poco. Es en ese “lugar del medio” donde el crítico realmente se siente con ganas de escribir y de ser leído, de comunicarse con el lector/espectador que está del otro lado. De ahí que muchas veces zapemos en los blockbusters gigantescos en busca de escenas más o menos humanas que les otorguen sentido. Pongo un ejemplo totalmente personal: para mí, la secuencia de Scarlett Johansson, Chris Evans y Paul Rudd más el sándwich en Avengers-Endgame, o la del almuerzo con Tony Stark, es lo que le da peso y gracia a todo lo que pasa. Algo así dice Quintín en el librito que editamos, “La vuelta al cine en 40 días”, que en el cine de acción, antes, las escenas de diálogo eran el descanso entre las aventuras que movían la trama, y hoy es al revés: las escenas de acción desaforadas son la excusa para que los diálogos y la calma puedan decir algo que valga la pena. Bueno, eso es consecuencia de aquello de lo que hablamos más arriba. Pero incluso hoy hay raras ocasiones, rarísimas realmente, donde el crítico se ve incómodo. A la repetida pregunta “qué estoy viendo” se la responde con muchas proposiciones diferentes a la vez, o no se la puede responder. Esto puede suceder con películas -uf- “difíciles”. La cosa es más interesante cuando sucede con las películas “fáciles”. Esto es lo que pasa con Cruella, de Craig Gillespie, un objeto audiovisual de los más raros que ha dado el mainstream en estos años de desconcierto y fórmula. En principio, responde a la moda Disney de revisitar sus clásicos animados. A veces se hace desde la remake (la genial El libro de la selva, la excretable La Bella y la Bestia), a veces, desde el “relato de orígenes” (Maléfica). Aquí estamos en la segunda estrategia: vemos de dónde viene Cruella DeVil, la villana de 101 Dálmatas (perdonen, soy grupo de riesgo: para mí se llamaba La noche de las narices frías). El film combina -y lo hace bien- tres elementos: el duelo cómico entre dos personajes (Emma Stone y Emma Thompson), el melodrama de venganza y el film de robos y planes locos. El tono parece de comedia sarcástica y tiene momentos que efectivamente lo son. Otros, no. Cruella tiene otro punto: la joven Estella (Stone) se transforma en Cruella a la manera de Batman o Superman. Como Batman, busca vengar la muerte de su madre (o de quien cree su madre); como Superman, descubrirá que sus “superpoderes” (su genialidad como diseñadora de modas y su inteligencia prodigiosa) viene del más inesperado de los orígenes. Solo sus secuaces (ahí todo parece un episodio de la serie Batman del 66, volveremos) saben de la doble vida. Finalmente, Estella asumirá una única personalidad. Dicho de otro modo, la película suma a los elementos que describimos el del que domina hoy la taquilla: el del superhéroe. ¿Y Cruella quién es? Bueno, el alter ego de Estella es una diseñadora pop y punk que viene a romper con la tradición que representa su antagonista, la Baronesa, que Emma Thompson modela como una parodia de la Meryl Streep de El diablo viste a la moda (que ya era una sátira, digamos todo). Cada vez que la Baronesa presenta un evento chic y haute coûture, viene Cruella y le monta una performance que recuerda un poco a Mugatu. Suenan en esas secuencias Bowie, Ike & Tina Turner cantando a Zeppelin, The Clash e Iggy Pop. Hay que ver a Cruella un poco borracha (sí, se bebe, y Estella se emborracha un par de veces) cantando “I wanna be your dog”. Aunque no debería, les recuerdo que esta es una película de Disney. Pero por muy disruptivo que parezca, no lo es. No, no, para nada. Finalmente habrá un secreto familiar, un plan maquiavélico de venganza y un final feliz, o algo así. El secreto familiar, les cuento, viene directamente del cuento de hadas, pero no de las versiones Disney sino del puro Grimm o Perrault, o incluso del mito griego: una madre que manda a matar a su vástago, vástago al que la piedad rescata. No es madrastra contra niña adolescente sometida a servidumbre, sino pedido monstruoso que desmiente el “instinto maternal”. Todo esto, sigue diciendo el crítico, es muy extraño: ¿sigue siendo una película de Disney? Sí, amigos: ES una película de Disney. En Disney, el mundo donde transcurre el cuento es una sumatoria-resumen de la imaginación sobre un tipo dado. Por ejemplo: el mundo de la Bella Durmiente es una Francia medieval idealizada; la Italia de Pinocho, lo que alguien imaginaría que era un pueblito piamontés del siglo XIX. La Londres de Cruella es un promedio que va de 1965 a 1976, de los Beatles (se escucha “Come Together”) y los Stones (la última canción es -¡en una película de Disney!- “Simpathy for the Devil”, no por previsible menos perfecta) a Joe Strummer (“Should I Stay or Should I Go”). Es decir, lo que alguien imaginaría que podría ser ese mundo “promedio”, transformado por la magia de la distancia temporal en una tierra del “había una vez”. Claro que es, también, el mundo de la liberación sexual, de la ruptura de muchos conceptos tradicionales (como, sustancial, el de “familia”) y de música aliada al ruido. Así que incluso con todas sus rarezas, el mundo de Cruella es consistente con la manera en que Disney crea sus universos ligados -pero no miméticos- al real. Y además, dado que tenemos que tener simpatía por Cruella, voy a espoilearles algo: nunca hace un tapado con dálmatas, sino que copia sus manchas en una prenda. De hecho, se hace amiga de ellos, aunque son prima facie los culpables de la muerte de su ¿madre? Ahí es donde el Alto Comisariado Para la Corrección Política funcionó bien. Una madre puede mandar a asesinar a su hijo, pero guay de matar un perrito. Con todo esto, el lector pensará que la película no me gustó ni medio. Al contrario, me gustó mucho. Como ven, estoy escribiendo bastante, porque cada vez que pienso en un detalle, aparece algo que me parece que vale la pena decir. Dijimos que volveríamos al Batman de Adam West. Pues bien: Cruella hace con las “nuevas adaptaciones para nuevos públicos y ¡con personas!” de los cuentos de Disney lo que aquella serie, de intención ostensible y literalmente humorística, le hizo a los superhéroes: mostrar lo ridículo de la reescritura. Más allá de que, probablemente, el realizador no se haya dado del todo cuenta (igual hay que seguirlo: ya trató el tema de rivalidad madre-hija en I, Tonya, de la que Cruella parece un avatar), el asunto funciona como si ya los mecanismos de control fueran tan absurdos que la realidad, la rebeldía, la necesidad de crear algo se le escurriera por entre las costuras. Hay un momento clave en el film: cuando un vestido que parece de canutillos de oro se convierte en un mar de polillas que devoran los modelos mejor y más fríamente diseñados. Exactamente lo mismo pasa con Cruella, una película finalmente punk por el absurdo. Como diría el mencionado y gran Mugatu, un film ¡Derelicte!
Otra película con mala suerte que narra el nacimiento de una nueva generación de X-Men. Trabajada como un film de horror (los personajes permanecen encerrados en un lugar ominoso), tiene varias a favor: capturar la angustia adolescente, mostrar un creíble y delicado romance entre dos chicas, hablar del miedo de frente. Tiene sus aristas trágicas y, aunque retrasada y re-hecha, se nota un deseo de usar los mecanismos del cine como metáfora.
Hay días en el que el crítico de cine se siente desconcertado ante lo que ve y le cuesta encontrar un camino claro para decir qué piensa de una película. Con Hermosa venganza es complicado. Por una parte, es un thriller: una mujer joven pero ya no tanto tiene la compulsión de asustar imbéciles. Se viste provocativa, va a bares, finge emborracharse, se deja llevar a algún lado por algún tipo y de pronto se “desemborracha” y le hace pasar un pésimo momento al idiota de turno. Detrás, hay una historia: su mejor amiga, su hermana, fue abusada en el College, era brillante alumna, nadie le creyó, se suicidó. En medio de todo esto, la protagonista encuentra la posibilidad de una venganza directa y allí va. Todo está bien, pero todo está mal. Está bien el trabajo impecable de Carey Mulligan, está bien que la realizadora y guionista Fennell no eluda que nuestra chica es, también, una especie de psicópata a la par de aquellos que encuentra. Pero detrás de todo esto hay una idea oscura, una especie de justificación del fanatismo, de que cualquier medio se justifica en pos de algo de justicia. Quizás ese punto perturbador en este universo caricaturesco que vivimos sea lo más perturbador de un film oscilante.
Destrozada por la crítica, terminada en 2017 pero intervenida con re-rodaje intensivo en 2018, retrasada por la pandemia, es probable que Caos: el comienzo, basada en una exitosa novela/trilogía de fantasía juvenil, sea la película con más mala suerte del Hollywood actual. No lo merece por varias razones. La primera, que las secuencias de acción, que abundan en esta especie de western donde algo extraño extinguió a las mujeres, los hombres tienen un rarísimo problema telepático y justo cae una chica, son comprensibles y tienen drama. Segunda: que los actores creen en lo que están haciendo (Mikkelsen y Holland son muy buenos). Tercero, que el ambiente de western futurista respeta la relación del hombre con el paisaje, básico en aquel género de enorme nobleza. Sí, es cierto, por momentos la trama se resuelve a los ponchazos, pero también es cierto que el film construye un mundo convincente donde los problemas morales se construyen y resuelven gracias a la imagen.
¿Qué le importa a Christopher Nolan? Después de muchas películas, queda claro que le interesan mucho más la arquitectura del guión y el ingenio que la inteligencia. Nolan ejerce el cine como un deporte de alta competición, se propone un objetivo espectacular y va a por él, en este caso narrar una historia de espionaje y ciencia ficción donde el tiempo va -en ocasiones a la vez- hacia atrás y hacia adelante. Pero una vez que dejamos de lado el dispositivo, que decidimos que tratar de entender qué escenas (o elementos de la escena) “rebobinan” y cuáles no, nos encontramos con una película al estilo James Bond con espías super sofisticados y un villano megalómano que quiere destruir el mundo. No hay más que eso, y el trabajo constante de parte del espectador de decidir qué es lo que está viendo. Lo que no sería un problema (el cine moderno cuenta con la participación del espectador) si hubiera personajes con los cuales empatizar, por ejemplo (el hecho de que nunca sepamos el nombre del protagonista es sintomático), o algo que nos conmueva. Y no, no lo hay. De hecho, el engorro de la trama (que no sofisticación) bascula entre la caricatura total y querible de Bond y la seriedad grave de las (malas) películas basadas en John LeCarré. El resultado no es una reflexión sobre el tiempo, sobre la redención, sobre algo, sino una serie de figuras de guión más o menos ingeniosas. Un capicúa sin suerte.
Paul W.S. Anderson es el más desaforado realizador de clases B (con plata) que existe. Especialista en llevar al cine videojuegos (su serie Resident Evil) y en ponerle humor loco a todo (vean su versión de Los tres mosqueteros, una de superhéroes desquiciada), hizo de Milla Jovovich (su pareja) una estrella de acción dura y querible a la vez. Monster Hunter es eso mismo: la Milla termina no sabe cómo en un planeta extraño con sus amiguetes soldados y resulta que hay bichos gigantescos con poderes extrañísimos a los que, como corresponde, tienen que hacer boleta antes de ser boleteados por ellos. Si el léxico de esta crítica le parece demasiado coloquial, sepa el amable lector que cuaja perfectamente con la película, que se propone ni más ni menos divertir al espectador con nobleza y sin pretender ir más allá de lo que le toca. Justamente por eso, resulta que nos interesan los personajes, que los bichos nos parecen terribles y que sonreímos constantemente con las aventuras de estos tipos. El cine es eso: ver cómo hacemos con ese monstruo gigante que es la pantalla.
Uno no termina de entrar al universo aparentemente panteísta de Malick, un tipo que parece jugar a otra cosa. La historia central es la de un austríaco que decide no pelear para los nazis, pero es también una especie de “respuesta” a El árbol de la vida, un paisaje contemplativo sobre el universo real y el moral, y la eterna pregunta por la divinidad. Por momentos es bellísima, pero en otros es trivial, como si Malick aún no hubiera vuelto de su retiro en –imaginamos– Urano.
Gracias a los superhéroes, podemos decir que definitivamente el cine entró en la era de las superescenas. No en los superrelatos, no en los superpersonajes: solo en las superescenas. Estamos ante un cine que no es barroco –el barroco cuestiona sus propios modos, siendo simplistas– sino rococó, donde todo lo que queda es ornamento. No necesariamente una película realizada bajo ese criterio es “mala”. El problema no es si la pasamos bien o mal sino si tiene sentido verla o no. Podemos pensar, también, que tiene más sentido comer que ir al cine, pero por alguna razón necesitamos del arte. “Bloodshot” es una película rococó en el sentido más lato del término. Adapta un cómic que tiene solo veinte años y que ya reciclaba una tradición de ochenta; utiliza elementos de otras películas (hay un soldado muerto, revivido como máquina con superpoderes que recuerda mucho a “Wolverine” y es usado para matar con una manipulación que viene directamente de “Memento”) y la dirige un experto en efectos especiales y videojuegos, utilizando el criterio de que cada secuencia sea lo más espectacular posible, no importa cuán inhumana parezca. Está bien, Vin Diesel es simpático, el tema básico es el leit motiv del nuevo siglo (el estatuto de la realidad) y hay tiros y patadas a lo bestia. Al terminar, podemos preguntarnos si no vimos este collage antes. La respuesta es sí, aunque la pregunta ya no tiene sentido.