En un año pésimo para el cine, menos mal que aparece una película de Wes Anderson. Incluso una película menor de Wes Anderson es mejor que todo lo que se filma hoy. La crónica francesa es una gran sátira tierna, una especie de continuación (estética, no temática) de El gran hotel Budapest, con un elenco gigantesco haciendo papeles raros y esos planos fijos que, en realidad, son un conducto a la caricatura. Esto es una comedia absurda no sobre el periodismo (vemos tres historias publicadas por una revista bastante intelectual; vemos esa revista por dentro) sino sobre por qué narramos, por qué nos gustan los cuentos. Anderson utiliza encuadres y colores que recuerdan constantemente el dibujo animado; de hecho, incluye en cierto momento el dibujo animado. Juega con los formatos posibles y se ríe de las vanguardias estéticas disfrazándose de vanguardista (el episodio sobre una rebelión juvenil, por ejemplo, parece satirizar a la Nouvelle Vague, que no obstante es una gran influencia en el realizador). La generosidad aliada a la confianza por la inteligencia del espectador (nada es más intelectual que la risa) hacen de esta película absolutamente original -aunque conocemos el estilo Anderson el film está a contramano de cualquier cosa- un oasis. No lea más este texto y vea La crónica francesa.
Alguna vez, en el remoto pasado, Edgar Wright fue un hábil parodista. Después se convirtió en autor de culto (cool) e hizo “Baby, el aprendiz del crimen”, un film donde tomaba el género criminal-chorros-conductor de ladrones y lo convertía en un objeto pop mayúsculo. Divertidísimo. Intenso hacia el final, cuando lo trágico del melodrama negro se hacía presente. La misma operación realiza con “El misterio de Soho”, solo que con el drama sobrenatural con ribetes oníricos. Pero algo falla: la abundancia de estilo, de vueltas de tuerca sexys, de canciones para corear, del rostro de Taylor-Joy, parecen indicar que nada tiene que importarnos demasiado. El factor humano se disuelve en esa última media hora de truculencias varias. Es una pena, porque el material no es del todo malo y por momentos Wright parece preocuparse por lo que narra.
ARCHIENEMIGA DEL CINE Debo agradecer a Chloé Zhao y al film Eternals por devolverme las ganas de dejar de lado la diplomacia, de desatarme, de elevarme cual semidiós seudoheleno por encima del léxico correcto y permitirme en una crítica, como cuando era chico y creía que solo se trataba de eso, ejercitar el arte de insultar. Eternals es la historia de diez semidioses creados por un Celestial (un ultradios) en una mitología bastante boba. Fueron enviados a la Tierra desde un planeta que aparentemente se llama Olimpia (u Olympia, u Olivia, o Laferrere, para el caso da igual) para proteger a la humanidad de unos cosos monstruosos, mitad dragones mitad rabo hervido (¿vieron alguna vez rabo hervido? Riquísimo en el puchero, además da un gran caldo; si hacen puchero, agreguen rabo; perdón, bueno, los cosos estos recuerdan las fibras transversales de carne en el hueso de rabo) llamados Desviantes. Los semidioses-FBI intergaláctico, con los superpoderes más locos del cómic, solo tienen como fin reventar a bifes a los Desviantes y enseñarles a los incipientes humanos a usar ladrillos, hacer surcos en la tierra, plantar semillas y, a juzgar por lo horrible de los fondos digitales, a usar el Movie Maker (bueno, estamos hablando de los albores de la Humanidad). Pasan muchos años y en un par de momentos se preguntan por qué mejor no impiden que los humanos se revienten entre ellos. Dado el secreto (que la Tierra es el huevo para que nazca otro Celestial que, en lugar de alimentarse de clara de huevo como cualquier pollito, se nutre de la inteligencia de los humanos, vaya a saber uno cómo) el espectador también se pregunta por qué no intervienen. Lo único que parecen querer los Eternals es volver a su planeta. Bueno, no. Se enamoran de la Tierra y de los humanos. Bueno, no. Se enamoran entre ellos. Bueno, no. A veces se casan. Bueno, no sabemos qué quieren. Tampoco sabemos mucho qué quieren los Desviantes que reaparecen de golpe. En realidad no sabemos un pito y tampoco es que vayamos a entender mucho al final. Eso sí, en el transcurso vemos que a) la toma de Tenochtitlán no es una guerra “sino un genocidio” (sic); b) que la bomba atómica es un horror quéspanto miráloquehice; c) que Kit Harington zafa porque solo tiene tres escenas; d) que a Salma Hayek le quedan mal los cuernos y e) que Angelina Jolie se divierte porque -sospechamos- se da cuenta de que esto es una gansada ultra atómica. Que los Eternals tomaron todos los cursos en el Inadi y así están conformados por un rubio, una rubia, un negro, tres asiáticos, una latina, una muda, un indio y una adolescente que no crece. Descubrimos que Zhao ha leído las Grandes Joshas de la Literatura Universal y Popular porque cita explícitamente -e x p l í c i t a m e n t e – a Peter Pan, en lugar de dejarnos adivinarlo o pensarlo metafóricamente a sus espectadores. En cambio, no descubrimos que le gustan los atardeceres porque ya lo sabíamos gracias a la sobre inflada parábola reaccionaria y fea de Nomadland. Verá el lector que no estamos contando mucho de la trama (aunque le metimos flor de spoiler, tampoco le dimos el definitivo, por si se anima a las dos horas tres cuartos de una película que tranquilamente podía durar un hora y media) porque no solo no se entiende mucho sino que tampoco importa. Ni quiénes son los villanos, ni por qué aparecen, ni por qué se da vuelta el que se da vuelta, ni cuáles son los superpoderes de estos chabones (bueno, sí, pero uno se pregunta cómo el ars telepática del morocho de ojos claros es tan importante como el puño rompe piedras de otro de los personajes) ni casi nada. El asunto es que hace como quinientos años (un par de ídems en el caso de estos seres) que no se ven y se juntan porque en siete días el mundo se va a hacer pelota. Los que la comparan con la Liga de la Justicia de Zack Snyder porque es un grupo que se junta ante una urgencia no vieron nunca Los siete magníficos, ni Los siete samuráis, ni La diligencia, ni Rambito y Rambón. En fin…, estos influencers. Supongo que esa comparación perezosa viene del hecho de que el personaje principal (la actriz sinoamericana -como Zhao- Gemma Chan) trabaja en un museo como la Mujer Maravilla del nuevo universo DC. O que Ikaris vuela, es superfuerte y lanza rayos con los ojos. Igual no hay ningún Batman, pero sí una Flash (que es sorda). En fin, Eternals es un compendio de todos los afiches bien pensantes del presente dichos con la gracia de un político leyendo el teleprompter, de lecciones de vida más o menos intercaladas por secuencias de acción que, salvo la última, resultan completamente gratuitas, figuritas para darle un poco de ritmo a un relato cuyo texto tampoco es demasiado brillante (los guionistas parecen haber sido los mismos de la campaña de Facundo Manes, digamos). Chloé Zhao cree -y ya lo vimos tanto en Nomadland como en The Rider y en Songs my brothers taught me, donde todavía pensábamos que había una mínima probabilidad de cine- que la pantalla es un aula donde, con la sonrisa de la Señorita María Isabel, nos enseña a ser buenos. Que las imágenes son algo así como salvapantallas para relajar la vista. Que los cuentos y las escenas de acción son el recreo entre lección y lección, necesario para despejar la cabeza y recibir como alcancía hueca las monedas de sabiduría rancia de la realizadora. Nada de ambigüedad, mucho menos de épica aunque haya trompazos bien dados. La épica necesita de un mito, los mitos no carecen de ambigüedades. Y aquí sí, hay una ambigüedad gigante que se resuelve en el buenismo más idiota. Es triste ver que algunas preguntas fundamentales, incluso metafísicas (“¿Por qué me hicieron así?” dice Sprite-Campanita) pasan de largo ante las aserciones indudables. Por un momento, se podría pensar que el hecho (lo señalamos a la salida de la privada con varios colegas y creo que nadie pudo dejar de mencionarlo) que uno de los “Eternals” sea negro, gay y esté casado con un musulmán todo al mismo tiempo es satírico de este estado de cosas. Cuando resulta que no, vemos que la realizadora cae en el didacticismo imbécil. Lo mismo sus discursos sobre el devenir histórico: se le nota a la legua el deseo de cancelar la Historia. Porque aquí está el gran tema y la gran falta de esta película moral y estéticamente mala que es Eternals. Para la angelical Zhao, todo el devenir humano está mal: el hombre es bueno pero si se lo vigila es mejor, y el gran pecado de estos semicosos es no haber intervenido para evitar los males. No se le ocurre que los aztecas, los mayas y los incas incurrieron en genocidios tan grandes como el de los conquistadores españoles, por ejemplo. Los Eternals tienen como misión en la película corregir el delito (¡divino!) de no haber cancelado la Historia. Pero hay un problema no solo moral en esto, sino estético: de haberlo hecho, no habría habido nunca cuentos, épica, cine. No nos emocionarían ni John Ford ni Mickey Mouse. Habríamos sido amebas meditantes alcanzando rápidamente el Nirvana. Probablemente eso es lo que a Zhao le interesa: la inanidad absoluta. Cínica manera de expresarlo al servicio de un blockbuster de 200 millones de dólares, pero eso, amigos, es un detalle. Chloé Zhao cree que es más lindo mirar una puesta de sol que ir al cine. La prueba: el único Eternal que no se aburre es Kingo, estrella del cine de Bollywood después de ser superhéroe, que hace de comic-relief con ese ayudante que registra en camarita, como un documental, a los otros supertipos. Zhao disuelve esa subtrama porque es un elemento extra que habla del rol del arte en la vida, que tiende a lo divertido, que reduce la solemnidad, que otorga algo de aire no-del-tod-serio a su compendio ilustrado de buenismo subnormal. Y como vimos, a Zhao las películas y su liviandad feliz no le gustan absolutamente nada. El cine encontró a su archienemiga.
El canadiense Dennis Villeneuve vuelve a utilizar el plano gigante, subrayado, solemne, para hacer algo con la ciencia ficción. La novela de Frank Herbert tuvo un par de adaptaciones: la más notable sin dudas ese fracaso hermoso que fue la de David Lynch, llena de momentos extraordinarios. Ninguna logró borrar algo fundamental: el texto es mediocre. Y el gran problema de esta versión Villeneuve es que el director no se da cuenta de eso y se toma todo en serio. Como dijo alguien (mi colega Quintín, de los mejores críticos de las últimas décadas, idioma aparte), es un cine de ingenieros. Agreguemos: de arquitectos, de diseñadores de producción, de fotógrafos, de sonidistas, incluso de actores. Un cine de capas que no se unen en busca de una emoción sino que simplemente se superponen buscando, por su propia presencia, obnubilar al espectador. La historia se cuenta fácil: un imperio galáctico hace pelear a dos clanes por una ventaja económica en un planeta desierto y resulta que el retoño de uno de esos clanes es una especie de mesías liberador. Hay alguna batalla, varias peleas, unos gusanos gigantescos, un poquito de misticismo, y cero (cero) alegría, humor o diversión en un campo que lo pide a gritos. Duna, esta Duna, es una serie de imágenes sin cuajar en principio apabullantes pero que se escurren como arena entre los dedos.
El problema de los “films de época” suele ser que la época se impone al film. Es decir, que el diseño se impone de modo decorativo a la historia, en vez de integrarla. No es este el caso: que todo transcurra a finales del siglo XVIII implica un entorno preciso que amplifica el drama de las protagonistas. Esta es una historia de amor entre dos mujeres: una joven recién salida de un convento y a punto de casarse, y la pintora encargada de hacer un retrato de su boda. La relación entre ambas es, y aquí está el mayor acierto de la película, totalmente realista, y la pasión cobra tal fuerza que rompe el contexto histórico: la desnudez (física, de los sentimientos) nos hacen olvidar en qué tiempo estamos y, de tal modo, todo se vuelve universal. Por supuesto, estamos en el terreno del melodrama (donde la pasión, lo irracional se enfrenta a las normas sociales) y eso emerge, pero lo hace en medio de un juego vibrante de lo dicho y de lo no dicho.
Es una extraña historia este cuento medieval. Por un lado, la historia cuasi real del último duelo autorizado en suelo francés entre dos amigos que se vuelven enemigos porque uno de ellos ataca a la mujer del otro. Y la mujer no calla, una fábula por lo tanto que reverbera en tiempos del Mee Too. Por supuesto, lo mencionamos porque es como debe leerse la intención “de superficie” de esta película. Pero estamos hablando de un filme de Ridley Scott. Scott tiene un tema: el enfrentamiento eterno entre un hombre y su doble, un doble que lo complementa y se le opone. Eso es lo que aparece en su opera prima (no casualmente) llamada "Los Duelistas", en Alien -entre Ripley y el Monstruo-, en Blade Runner, en Gladiador, en Gánster Americano, incuso en Misión Rescate, entre el científico y el planeta hostil. Así que en ese sentido debe mirarse, dejando de lado la vibración “de actualidad” de la historia, esta película. Por cierto, no significa que el gran espectáculo (otra de las constantes de Scott: el espectáculo y la fantasía de los géneros amplifica lo real) siempre produzca una buena película (ahí están Cruzada o Éxodo), pero aquí, en la medida en que Scott puede complementar la actualidad con sus preocupaciones más universales, las cosas funcionan.
Aunque en cierto sentido la película “cierra” su historia con un deux-ex-machina un poco apresurado, hay una idea. Una idea es ya mucho en el cine que nos atosiga semana a semana desde hace algunos años. Aquí el cine de terror se combina con su verdadera matriz, la del melodrama. El amor, llevado a un extremo, lleva a extremos desaforados, a la locura de ir más allá de lo posible. Los temas de esta película son los del doble -hay una casa que es igual a otra casa; una mujer o mujeres que son como otra mujer- y la idea de ir en contra del destino, contra el Mal en estado puro que es la nada misma. El vector es menos el efecto especial (los hay) que el trabajo de Rebecca Hall, que es un cuerpo y un rostro sometidos primero a la pérdida, luego a la tristeza, luego a la incredulidad, luego a la desesperación, luego al horror. Y en cada etapa de ese viaje, llevado a cabo con mano diestra, nos lleva con ella a los espectadores, hasta que el tapiz fantástico se nos vuelve creíble. No es perfecta la película, pero apunta a algo más que asustar: apunta a contarnos que el miedo vive con y en nosotros.
Empecemos por el problema: muchas de las secuencias de artes marciales (las coreografías son excelentes, en general) incluyen momentos donde no se ve el cuerpo entero. Puede parecer un detalle de obsesivo, pero afecta el resultado final de esta versión superhéroes del tradicional género wuxia (grandes novelas con artes marciales) asiático. Aquí hay dos películas: la historia de un hombre que fue malo, se redimió por amor y volvió a caer en el mal ante la pérdida del ser amado (lo que además conlleva a un melodrama familiar) y la de una serie de leyendas fantásticas, un auténtico cuento de hadas. El lazo entre los dos estratos es Shang-Chi, el personaje que interpreta Simu Liu, y es su actuación -con todo el cuerpo- la que puede unir el registro cómico de Awkwafina con el trágico del gran Tony Leung (el favorito, y con razón, de Wong Kar-wai, tan comprometido aquí con su personaje como en Happy Together, aquí más cerca de su perfecta performance de Infernal Affairs, la versión original de Los infiltrados). Lo mejor de Shang-Chi es que la combinación de elementos funciona y que el espectáculo, en general, conmueve la vista y llega a una emoción real. Raro si se tiene en cuenta que es una obra tejida a puro lugar común.
Es un problema el cine basado en obras de teatro: tienden a crear elementos artificiales para “airear” el texto, hacerlo más cinematográfico. Algo de eso pasa aquí, pero es tan fuerte el trabajo de los actores que el cine vuelve a funcionar como un enorme documento de la cómo los intérpretes pueden crear un mundo. La historia de una familia afectada por el creciente deslizamiento al desconocimiento, Alzheimer mediante, de un padre que intenta resistir los embates de la enfermedad tiene algo que otras historias similares no tienen: inteligencia. Es Hopkins el sostén, sí, y tiene un Oscar bien ganado porque le otorga humanidad e ingenio a su personaje; y es Colman la extraordinaria partenaire en ese juego que no puede jugarse solo. La otra gran característica es cómo el espacio familiar se disuelve y se convierte en el de la convalescencia, ese juego en el que el ambiente acompaña la trama.
Es rara la obra del realizador Shawn Levy: puede hacer películas bellas y divertidas para toda la familia (“Una noche en el museo”, “Gigantes de acero”) y también películas torpes y aburridas. Pero hay en las buenas un auténtico espíritu lúdico, de hecho el juego es en gran medida un tema: se lo ve como vehículo de crecimiento. “Free Guy” es un poco eso, y juega con el tema central de estos tiempos: el estatuto de la realidad. Hay un personaje secundario de un videojuego participativo (un Ryan Reynolds cada vez más cómodo en su rol de comediante) que, un poco como en “The Truman Show” (la película a la que más le debe cosas, aunque no falta mucho de “Ready Player One”, o de “Matrix”), toma conciencia de quién es y comienza a revolucionar ese universo virtual. El despliegue visual es suntuoso aunque a veces hay demasiado ruido visual; lo que vuelve a la película una experiencia que vale la pena es básicamente el costado Harold Lloyd de Reynolds, que ha creado ya un personaje propio: el irónico torpe que tiene que aprender cómo funciona el mundo que lo rodea y termina controlándolo. Por ese lado, Free Guy es un festival Reynolds.