Más aventuras que terror: el video maldito (uno lo ve y es boleta en siete días) es visto por una niña y su hermana -súper inteligente- y un grupo de amigos deben descifrar la maldición en solo 24 horas. Hay sustos y todo eso, porque el género lo exige. Pero es más interesante la trama detectivesca y la carrera contra el tiempo, toda con personajes muy jóvenes. Casi -pero ojo: casiuna película familiar.
Ah, qué terrible el mundo de la música clásica, tan arriba, tan lleno de intrigas y buenos modales, tan hipócrita. En fin, esos son nuestros prejuicios y, aunque Leopold Stokowski haya actuado con Mickey Mouse, van a seguir. Es un buen campo, entonces, para desarmar otros. El cuento que narra Tár es simple: alguien brillante y todopoderoso, una artista que además es una lúcida mentora y tiene opiniones fuertes y propias sobre la vida, cae desde la cima por una acusación de abuso sexual. Uno podría elegir secuencias de la película donde Cate Blanchett logra que creamos su personaje de un modo virtuoso. Ejemplo: la entrevista del principio, donde la actriz actúa de alguien que actúa ser espontánea. Ejemplo: la destrucción del wokismo en la persona de un estudiante imbécil, en un largo plano secuencia. Detrás hay un juego de poder donde ese-actor-que-siempre-hace-de-malo-en-lasde-superhéroes es el-malo-del-drama-realista. Por suerte, el film no carece ni de humor, ni de ironía ni de defensa de la (in)utilidad del arte, pequeño o grande. Pero no caigan en la trampa: esta es una sátira vestida de mayordomo inglés que pide no ser tomada (tan) en serio. Y si Blanchett se merece el Oscar es por tocar borracha un acordeón a los gritos o reventar a un tipo a patadas en el suelo más que por tomar miméticamente una batuta. Ah, pero cine al fin.
Ah, qué terrible el mundo del pop, tan bajo, tan lleno de artificios y vicios varios, tan hipócrita. En fin, esos son nuestros prejuicios y, aunque Leonard Bernstein haya hecho Amor sin barreras, van a seguir. Es buen campo, entonces, para desarmar otros. El cuento que narra Quiero bailar con alguien es simple: Whitney Houston, alguien brillante y carismático, llega a la cima con su talento y cae luego, hasta fallecer, por culpa de sus vicios. Uno podría elegir momentos, canciones de esta película donde Naomie Ackie logra que creamos estar en un recital constante de Whitney. Ejemplo: el himno estadounidense, la del Guardaespaldas, cualquiera. Detrás hay un cuento donde subir y caer y perder por amor está hilado de modo arquetípico. Por suerte, el film no carece de humor ni de defensa de la (in)utilidad del arte, pequeño o grande. Whitney Houston se merecía un Oscar.
Hasta ahora, las películas del realizador y dramaturgo Martin McDonagh han demostrado ser siempre interesantes. Es decir, no solo como objeto total del cine, sino secuencia a secuencia. El espectador no puede saber si lo que sigue a un momento será cómico o dramático, aunque en general -lo demuestran Escondidos en Brujas y Tres anuncios por un crimenel guión logra llevarnos a una distancia donde podemos sonreír incluso en la tragedia. Eso implica, de paso, tener actores que comprendan esos tonos en el filo de los géneros. Aquí narra cómo dos amigos dejan de serlo por la decisión de uno de ellos. También narra la vida en un pueblo perdido de una isla irlandesa, en la frontera entre la civilización y la barbarie, en realidad un mundo arcaico de brutalidades cotidianas que ha quedado al margen del mundo (el comentario final sobre la guerra civil en Irlanda es revelador al respecto). Pero esos dos tipos, el estólido Colm y el simplérrimo Pádraic (extraordinario Colin Farrell, de paso) son dos personajes de la vieja comedia muda, o de la Commedia dell'arte. Dos polinchinelas arrastrados por decisiones tan irrevocables como el paisaje detenido en el tiempo. En ese punto, este cuento nos lleva a lugares profundos a fuerza de sonrisas y de violencias normalizadas. Nada que ver con el cine que vemos cada semana, pero cine al fin.
Aunque adapta una novela de terror, esta es una película de Shyamalan hecha y derecha: lo sobrenatural se manifiesta antes de que podamos considerarlo una “sorpresa” y la vuelta de tuerca es más bien metafísica. En principio, una pareja de papás con su hija van de vacaciones y cuatro extraños los secuestan: debe morir alguien para evitar el Fin del Mundo. Una premisa fortísima que Shyamalan explota con elegancia y con una muy definida caracterización de sus criaturas. Y aquí viene lo que tienen todas sus películas desde el principio: una meditación, con las mejores herramientas del género y del entretenimiento, sobre la existencia de lo divino y el alcance de su poder. En este caso, la mirada no deja de ser pesimista. Shyamalan, que no siempre acierta (últimamente no lo hace muy seguido) es un autor que nos deja con más preguntas que respuestas incluso resolviendo de modo satisfactorio sus tramas. Hay pocos así.
Lo bueno de las fórmulas, cuando sirven para que se realice una película con el solo objeto de emocionar sin pausa al espectador, es que ese terreno conocido permite que nos relajemos (respecto de la pretensión de la película) y nos tensemos con la aventura. No estamos ante una película de esas que cambia la historia, pero sí de una manifestación noble de lo que llamamos entretenimiento. Hay un avión que lleva a un convicto peligroso. El avión es alcanzado por un rayo. Cae en una isla llena de terroristas y gente muy mala. El Capitán de la nave (Butler, de profesión “pego y tiro”) y el convicto son los únicos que pueden rescatar a la gente, subirla al avión y dejar el infierno mientras los malos deciden ir haciendo puré a cada rehén. Imagine todo lo demás: acertará. Pero eso es menos un defecto que una ventaja: ver, como quien mira una pintura abstracta, el diseño y dejarnos llevar por la tensión, que es efectiva. Un buen ejercicio de estilo aunque no se note.
Nadie puede hacer una biografía de Steven Spielberg salvo Steven Spielberg, porque la única manera es que sea una película de/a lo/con el estilo de Spielberg. Y aunque en los años 80, como productor, “contagió” muchos de sus modos a una generación de cineastas, el hombre sigue siendo único. Con ficción interpuesta y artificio evidente, narra en “Los Fabelman” la historia no solo de su familia sino de cómo le hubiera gustado que se resolviera el trauma familiar central en ella. Trauma descubierto y luego resuelto por el cine, por el arte cinematográfico que Sammy Fabelman va descubriendo poco a poco, pero sin detenerse nunca. Spielberg entiende, de paso, algo fundamental: no hay biografía que valga la pena solo como exhibición o ilustración de una vida. Para que una película sea una película, para que sea parte de un arte, requiere ser mucho más que eso, plantearse al menos una pregunta y arriesgar una respuesta. La pregunta aquí no es “qué es el cine” sino dónde y por qué el arte (el cine en este caso) se interseca con la vida. La respuesta es la expresión de un deseo. La última secuencia -donde brilla nada menos que David Lynch- desemboca en el plano más agradecido que un realizador haya hecho jamás. Y es, también, una respuesta “spielberguiana” a la pregunta: la vida, en su caso, es el cine.
La investigación de un caso de asesinato serial en Irán es la puerta de entrada a un mundo de tensiones sociales. Investiga una mujer: el asesino mata prostitutas. El fanatismo religioso gira alrededor del caso; también la administración de justicia y el rol de lo femenino en una sociedad represiva. Sin salir nunca del caso (que es apasionante), la película hace lo que el mejor cine debe: pintar un mundo y permitirnos comprenderlo.
Transformar la vida y las andanzas del bromista telefónico Tangalanga en una comedia de pretensión clásica es loable: una vida que funcionó alrededor de la risa como forma terapéutica merecía eso. Absolutamente amable, la película de paso logra demostrar -como si hiciera falta- que hay un gran actor cómico en Martín Piroyanski, que en cualquier otro contexto hoy sería una estrella del género. Válida y querible.
Necesitaríamos una página -o más- para responder la enorme cantidad de lugares comunes (creados en gran medida por la prensa dominada por la Iglesia Católica de la Costa Este de los EE.UU.) sobre la “depravación” de Hollywood y su población -aparentemente exclusivade palurdos atentos solo al dictado de sus glándulas. Tres horas le lleva a Chazelle disfrazar esta sarta de clichés sin la menor ambigüedad para decir “bueno, serán animalitos pero mirá qué buenas películas hicieron” en un clip exculpatorio. Esto, que ya hemos visto (y leído en el clásico del chisme destructivo Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger, molde de este despropósito al que no le falta un elefante con diarrea), está salpicado de la nueva conciencia woke estadounidense. Ejemplo: hay una lesbiana que besa a una mujer copiando una escena de un filme de Marlene Dietrich. Pero esta lesbiana es aquí china. Y sí, el protagonista real es un inmigrante mexicano. Se swabe que Hollywood fue hecho básicamente por inmigrantes (europeos en su mayoría, aunque también circularon latinos como Hugo Fregonese o el “Indio” Fernández). Lo demás es un director mostrando que puede mover como quiere la cámara pero que no tiene idea de aquello que decidió mostrar. Tres horas, amigos: después no se quejen de Avatar.