No todo lo que brilla es oro En lo más profundo de la selva de Indonesia se esconde un preciado tesoro. Así lo cuentan las noticias y hasta el mismísimo realizador, Stephen Gaghan, quien a sus 52 años retoma la temática de los negocios petrolíferos y minerías que en 2005 lo llevó a la fama cuando dirigió Syriana (2006), por la que George Clooney ganó el Oscar a Mejor Actor de Reparto. Con el mismo espíritu encara El Poder de la Ambición (Gold, 2016). En esta ocasión, Gaghan pone en escena a Matthew McConaughey en la piel del un hombre de negocios que supo soñar con enriquecerse vendiendo humo, literalmente. La génesis del proyecto se basa en un hecho real de 1980, cuando una compañía minera canadiense garantizó la existencia de un yacimiento de oro en Indonesia y resultó una gran estafa. Sin más preámbulos, Gaghan le encarga el guión a Patrick Masset y John Zidman, quienes en 2001 trabajaron juntos en la escritura de Lara Croft: Tomb Raider y lo convirtieron en un clásico; aquí nuevamente avanzan sobre una nueva aventura, pero, lejos del universo fantástico, encausan la vorágine real y cuestionan la credibilidad y sustentabilidad de los negocios que cotizan en la Bolsa de Wall Street. Con esta premisa presentan el alocado sueño de un ex hombre de negocios, Kenny Wells (McConaughey), cuya reputación pende de un hilo e intenta salir de la pobreza convocando a un geólogo cortado por la misma tijera y con su misma ambición, Michael Acosta (Edgar Ramírez), y lo convence de apostar lo que no tienen, mediante el financiamiento de poderosos empresarios, para viajar a Indonesia (más precisamente, a Kasana) y develar si la mina de oro con que Wells soñó varias oportunidades existe o no. La risueña dupla por momentos recuerda a Owen Wilson y Vince Vaughn en Aprendices fuera de Línea (The Intership, 2013), ya que también deciden ir tras su sueño sin cuestionar si es un divague, o una simple señal del destino. Es evidente que proponen desterrar el mito de la brillante performance de los empresarios y las multinacionales que invierten enormes cantidades de dinero para evidenciar el mero arte competitivo que existe entre ellos, y en pos de ganar la partida y apremiados por el reloj, a veces, descuidan su rol de chequear previamente fuentes y confiar pre-invertir. Aquí se enfatiza en resaltar esta inoperancia y resetear esta cuestión de lógica ilógica que pone en jaque al “team” que permite el funcionamiento de la Bolsa que -cual ruleta rusa- juega constantemente con los empresarios y abre el juego a la eterna pregunta retórica: ¿Quién estafa a quién? Así avanza esta gran estafa que logra entretener al público en una aventura todoterreno donde todos sus elementos encajan a la perfección: Desde la dupla McConaughey-Ramírez que se luce al borde del delirio con su elocuente plan plagado de corrupción, juegos de seducción y “sueños americanos” utópicos, al ritmo de una banda sonora -al estilo del cine de Scorsese- que marca el pulso de las escenas, hasta la impecable impronta de sus cuadros selváticos que cautivan al espectador con sus montajes perfectos. En esta materia, es interesante la escena donde un empresario desafía -y acorrala, literalmente- a Wells cuando, previo a cerrar negocio, le propone que el destino elija. ¿Cómo? Entrando a una jaula donde hay un tigre hambriento, enfrentarlo, y si Wells gana, cierran el trato. Elocuente idea para un hombre de negocios que, al parecer echa la suerte al azar ¿Será Wells capaz de poner en riesgo su vida? ¿Ganará “El hambre o las ganas de comer”?. A grandes rasgos, el film de Stephen Gaghan denota su edad, trayectoria y objetivo. Si bien pudo ahondar en los fallidos de la candente Bolsa de Wall Street, esta vez optó por hacer una historia atrapante apta para todo público y digna de ver en los tiempos que corren para abstraerse un rato de la realidad y zambullirse en el mero entretenimiento, sin exigir demasiado a las neuronas.
Menos es más A más de una década de La Momia (The Mummy, 1999), dirigida por Stephen Sommers, llega el reebot de la clásica historia que parece no tener fin. Su cuarta entrega es la génesis del Dark Universe que Universal Studios puso en manos del director Alex Kurtzman, otrora guionista de las flamantes historias y secuelas Star Trek (2009 y 2013), Transformers (2007) y Nada es lo que Parece (Now You See Me, 2013). En esta ocasión, el regreso de La Momia, que entre 1999 y 2008 tuvo como estrella a Brendan Fraser (sin mencionar la primera versión, de 1934, protagonizada por Boris Karloff), ahora tiene a Tom Cruise para hacerla resurgir. El guión de Jon Spaihts –Doctor Strange: Hechicero Supremo (Doctor Strange, 2016)- tiene aventura y los personajes están claramente divididos en héroes y villanos. Narrativamente sigue la lógica de la trilogía que la precede pero, a diferencia de aquellas historias que pivoteaban con seres ficcionados que poco tenían que ver con la mitología egipcia, aquí Spaihts denota que investigó los hechos faraónicos egipcios y se basa netamente en la mitología verídica. La trama gira en torno a cómo un grupo de arqueólogos del siglo vigente descubren el cadáver de Ahmanet (Sofia Boutella), una bella princesa egipcia cuyo prometedor destino de ser reina quedó trunco luego de que su padre le diese el trono a su hermano; ante este hecho la joven busca vengarse, asesina a su progenitor y hace un pacto con Seth -Dios ctónico, deidad de la fuerza bruta y lo incontenible- en busca de revancha y poder. Los fieles sirvientes del padre la momifican viva, y la sepultan en lo más profundo de las arenas del desierto. Ahmanet despierta en Londres, a raíz de una excavación arqueológica, y desencadena la poderosa maldición que parece haber incrementado, año tras año, en su interior, mientras permanecía sepultada, con el único propósito de destruir la humanidad. En este sentido, el guión no convence: al despertar en la época vigente, la Momia carece de motivos para vengarse, ya que es imposible redimir el pasado. Y aquí es donde el film descarrila por completo y el género terror que busca Dark Studios, produce el efecto contrario y desternilla al espectador. Spaihts aborda correctamente el complejo universo de lo paranormal y las dimensiones desconocidas, pero sus historias plagadas de héroes versus villanos que subyacen el mundo terrenal siempre tienen un propósito y una misión coherente; así lo hizo en Doctor Strange. Sin embargo, aquí su propuesta no encaja porque la lógica que lo caracteriza está ausente y el relato carece de credibilidad. La Momia tiene una misión clara: deslumbrar al espectador. Y para lograrlo, cuenta con un elenco de lujo, encabezado por Tom Cruise (Misión Imposible) que abrirá la tumba de esta criatura y enfrentará las maldiciones de Ahmanet junto a los arqueólogos y geólogos protagonizados por Annabelle Wallis (de la serie Peaky Blinders), el español Javier Botet -(monstruos habitual en films como El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) y La Cumbre Escarlata (Crimson Peak, 2015)- y Russell Crowe como el Dr. Jekyll, un apasionado por el mundo paranormal, que hasta último momento no se sabe si tomará las riendas del bien o del mal. Hasta aquí, mucho ruido y pocas nueces porque recurrir a estas estrellas para levantar vuelo mediante las reiterativas escenas de acción no suma. Contrariamente, el espectador espera más de sus personajes -que únicamente buscan sobrevivir- y la película se estrella. Si bien técnicamente por momentos funciona, no va más allá del excelente montaje y del esperado “efecto sorpresa” al ritmo de la música -típica de escenas de suspenso- a cargo de Brian Tyler. A grandes rasgos, hubiese sido bueno no despertar a la momia. Si bien los efectos especiales cautivan, sin ellos la trama pierde impronta y creatividad. Jon Spaihts podría haber ahondado en hechos verídicos de la mitología egipcia (Amon-Ra) y darle un aire fresco al mito, y desperdició la oportunidad de aprovechar más los recursos tecnológicos para encauzar la momia en la época vigente y, hasta tal vez, enfrentarla cara a cara con la plaga de violencia circundante. Esta Momia, por primera vez femenina, abre la puerta a una continuación, susurrando, entre líneas, que hay momias para rato.
Utopías reales Perdidos en París (Paris pieds nus, 2016), es la cuarta película que la pareja de realizadores Dominique Abel y Fiona Gordon ruedan juntos. Su misión es clara: con el mismo tinte de Rumba (2008) rescatan elementos de comedia negra para hacerlos relucir. La formula es acertada, ya que aborda desde lo efímero, lo central, y convierte lo simple en atrapante fusionando criterios estilísticos de antaño con decisiones artísticas modernas, generando así un nuevo paradigma al borde del delirio sano. La trama por momentos recuerda al film Hacia Rutas Salvajes (Into the Wild, 2009), de Sean Penn: enfatiza la necesidad de perderse para encontrarse, y muestra cómo un viaje puede resultar el puntapié inicial para convertir ideas en proyectos a partir del simple contacto con un otro, ajeno, a la cultura propia, que desde otro estilo de vida aporte una mirada que ayude a ver posible lo imposible y abra puertas a nuevos rumbos en un acto de iluminación. También rememora la esencia del director Jacques Tati al mostrar el lado B de la ciudad de las luces a través de situaciones cotidianas, previsibles y banales que transcurren en las modernas calles parisinas para develar qué hay detrás de la “capital del arte”. El guión funciona a la perfección: Apela a la tragicomedia con recursos como el slapstick y la ausencia de diálogos. En esta línea, el tono burlesco, casi circense, resulta acertado para transmitir cómo se vive y sobrevive en París. También hay una marcada arista psicodélica -al estilo Woody Allen- que muestra cómo el destino separa y, al mismo tiempo, une en infinitos encuentros inesperados a dos personajes solitarios con vidas totalmente opuestas: Él homeless, ella viajera, interpretados formidablemente por Gordon y Abel con sus mismos nombres. A grandes rasgos, la historia gira en torno a cómo una introvertida bibliotecaria canadiense se anima a viajar a París para cumplir su sueño de ser “mochilera” con la heroica intención de salvar a su tía Martha (Emmanuelle Riva) que padece demencia senil y se resiste a internarse en un geriátrico. Sin embargo, apenas desembarca su sueño se torna una pesadilla: pierde su equipaje y con él sus documentos y la dirección de su tía. Aquí la narración semióticamente juega con el significado de “perderse” y pasar de ser “voyeur” a una desafortunada “forajida” cuando atraviesa -cual efecto dominó- una cadena de desastres que parece no tener fin hasta que logra dar con el domicilio de su tía. Pero llega tarde: Martha ha desaparecido y Fiona, abrumada por la situación, nuevamente recorre las calles en busca de la anciana que huye para no ser encerrada en un asilo. Allí se cruza con Dominique (Abel), un homeless que sobrevive, como puede, a contramano de la desgracia y le cuenta que encontró una mochila con ropa y dinero que “cambió milagrosamente su vida”. Fiona, indignada, le informa que esa mochila le pertenece y éste huye. Con este desenlace, previsible, avanza la historia que encuentra la fórmula para divertir al espectador en los recurrentes gags entre ellos cuando el destino los cruza en constantes enredos, fieles al estilo Chaplin. Sin duda, la clave del éxito es la fusión del elenco con la artística. Desde el colorido banner publicitario que combina los colores rojo, amarillo y verde, e incorpora los personajes centrales caricaturizados con los pies colgando en el aire, hasta el titulo donde adelanta geográficamente que la historia se anclará en París. Esta estética, a cargo de Claire Childeric y Jean-Christophe Leforestier, se acopla perfectamente a los movimientos de cámara y planos coloridos en el montaje de Sandrine Deegen donde, por excelencia, es el cuerpo lo más importante. Y aquí cabe destacar el impecable cóctel de actores, empezando por la impecable performance de la dupla que con sus morisquetas milimétricamente calculadas, generan empatía en el espectador. Vale destacar cuando bailan una sensual coreografía tanguera al son de la banda sonora de electro-tango de Gotan Proyect. Y como si esto fuera poco, puede verse una de las últimas interpretaciones de Emmanuelle Riva. A ella se suma la participación especial de Pierre Richard, leyenda de la comedia. Aquí, todos los personajes ensamblan a la perfección y se rescatan mutuamente, una y otra vez, ante situaciones límite. Si bien, por momentos, recuerda a La Bahía (Ma Loute, 2016) de Bruno Dumont, que también pivotea al borde del delirio y se mete de lleno con el género de la comedia negra para rememorar el cine vanguardista, Perdidos en París tiene personalidad propia y logra cautivar al espectador. La dupla Gordon-Abel denota el amor que los une los une en un perfecto punto de ebullición creativo donde proponen, a conciencia, un disparatado viaje al absurdo con actuaciones descomunales y exacerbadas que marcan lo bueno reírse de uno mismo, además de mostrar cómo en ocasiones la desgracia une a los humanos y las acciones resultan más efectivas que las palabras.
Cuando las luces se apagan El cine argentino sorprende una vez más renovando la cartelera con un drama atípico. Esta vez, de la mano del director Maximiliano Pelosi –Otro entre Otros (2009), Una Familia Gay (2013), Las Chicas del 3º (2014)- que se mete de lleno con un tema escabroso, vigente y latente de la agenda pública social: el aborto. La osada propuesta está basada netamente en mostrar la maternidad como un mandato social impuesto que, muchas veces, se torna una frustración para la mujer cuando ésta no puede cumplirlo. Desde aquí, Pelosi aborda cómo este hecho puede, o no, afectar a una joven pareja con deseos de ser padres primerizos. Pone todas las fichas en mostrar el lado oscuro de este hecho aparentemente natural, mágico, auténtico y con el esperado final feliz de traer una persona al mundo, y lo cuenta a través de los ojos de una mujer que pierde un embarazo a los treinta años. En este sentido, el objetivo principal del largometraje es llamar a la reflexión a la sociedad para repensar el mandato social, impuesto, a cumplir en la década de ’30 y reconsiderar los tiempos reales de las nuevas generaciones que mientras corre el reloj biológico intentan apresurar las cosas, a punto tal de congelar los óvulos. Sobre este eje avanza la trama sin mayores expectativas para el espectador que observar cómo la joven arquitecta Mariel (Juana Viale) pasa de estar felizmente casada con Santiago (Diego Gentile) y sentirse plena a raíz de su reciente embarazo, motor principal de un futuro prometedor y próspero. Además, le otorgaron un crédito en el banco para pasar de inquilinos a propietarios, y su jefa la dejo por primera vez a cargo de un proyecto artístico único: una famosa exhibición de obras de arte donde ella tendrá un deadline de 10 días para hacer la puesta de luces y lograr así un ascenso en la empresa. ¿Podrá Mariel en este momento cumplir los plazos de su jefa durante su embarazo? ¿Recibirá Mariel la colaboración de ella y sus compañeros o será una pura batalla de egos que abre el juego a una competencia laboral? Así avanza el guión hasta que da un giro de 180 grados cuando Mariel se entera, en el transcurso del tercer mes de gestación, que el desarrollo del embrión se ha interrumpido y debe quitárselo de su vientre. Ella entra en pánico y la historia pivotea entre cómo sufre la triste noticia y cómo esta “muerte en vida” antepone el hecho de perder estas grandes posibilidades. Sin duda, aparece una nueva incógnita: ¿Podrá Mariel concretar sus sueños? Pelosi juega semióticamente con el hecho de dar a luz en las obras versus dar a luz en la vida real, y plantea los tiempos de la espera de la ansiosa Mariel que quiere quitarse a toda costa este peso de encima, mientras la medicina le indica que debe esperar que su cuerpo despida “naturalmente” el embrión. Entretanto, los días transcurren y ella debe enfrentar las presiones laborales y sociales, tales como la firma del contrato y las reuniones de amigos donde la pareja decide callar la verdad. La temática recuerda a La Joven Vida de Juno (Juno, 2007), de Jason Reitman y Plan B (The Back-Up Plan, 2010), dirigida por Alan Poul, donde ambas protagonistas también sufren la maternidad y las discusiones de pareja están a la orden del día. Aquí, Mariel permanentemente reclama que Santiago no es capaz de comprender el duro momento que está atravesando y reinan las clásicas frases: “Yo lo llevo, no vos”, “Siento culpa si salgo y me divierto”, en detrimento a la actitud de su marido que, pese a que también sufre, por momentos se muestra indiferente para que todo siga su curso. Perfectamente, entrelineas, se ve un intento del cineasta de captar la psiquis de su personaje para que el espectador logre meterse en la piel de Santiago y descifre qué le sucede a este hombre que detrás de esa imagen de protector de familia (también impuesta como mandato social) debe mostrarse fuerte mientras el futuro de la pareja pende de un hilo. Hay falta de comprensión e intereses confusos cuando ella le cuestiona que la plata destinada al bebé no debe tocarla para arreglar algo tan frío como los detalles del departamento porque “uno nunca sabe qué va a pasar”. Otra de las frases circundantes durante el film que se unen al dedillo con la artística dotada de escenas de ritmo lento. A nivel actoral, quizás la encarnación del personaje de Mariel en Juana Viale cause rechazo en la primera instancia pero teniendo en cuenta la visión del director, dio en la tecla. Mariel no transmite nada, sólo se la ve impactada ante esta situación, y lo único que atina a hacer, literalmente, es sentarse en el inodoro a esperar despedir el feto. Diego Gentile, visto en El Muerto Cuenta su Historia (2016) y la premiada Relatos Salvajes (2014), es quien se luce nuevamente al interpretar un personaje que requiere de momentos tensos -con llantos incluidos- que Juana no logra transmitir. La dupla funciona. Sin duda, la revelación es la participación especial de Graciela Alfano, quien interpreta a la famosa artista que Mariel debe deslumbrar con su puesta de luces en la esperada muestra. Será ella quién elocuentemente acompañará a Mariel hasta el último momento. Completan el elenco Claudio Gallardou, Roxana Berco y Victoria Césperes, entre otros. Párrafo aparte para la artística que, mediante la simpleza, resuelve correctamente el objetivo: mostrar cómo estos días de transición se hacen eternos, aún para el espectador. La película está compuesta por cuatro locaciones: el departamento de la pareja, el estudio de diseño, la casa donde será la exhibición de arte y el hospital. Y están los elementos de utilería idóneos como la notebook desde la cual Mariel busca en Internet alternativas para perder el embrión. Esto, más el ritmo lento en que transcurren las escenas acompañadas por música acorde, son decisiones más que acertadas y suman al drama, considerando que el foco es mostrar aquello que a simple vista no se ve, a partir de detalles de la cotidianidad. Así, Mariel Espera (2017) -metafóricamente- espera y desespera. Aporta su granito de arena a los dramas circundantes pero no logra cautivar. Quizás en esta nueva entrega, hubiese sido interesante que el cineasta optimice la temática para abrir nuevos frentes, tales como el congelamiento de óvulos, que también mantiene en vilo a la sociedad, para reforzar su idea inicial de cuestionar el mandato social de la maternidad como el sueño de toda mujer. Si bien muestra los contratiempos de la “dulce espera”, no termina de cerrar cómo la sociedad puede cambiar su visión ni propone ideas para que estas madres no lo vean como pérdidas y resultados fallidos sino como una nueva posibilidad de ser felices a través de otros métodos.
Cuando pase el temblor “A veces ignorar la verdad es la única manera de sobrevivir”, sostiene el director Nicolás Tuozzo desde el banner publicitario de su último largometraje, Los Padecientes (2017), basado en el best-seller del psicoanalista Gabriel Rolón. Con esta frase, para nada casual, el cineasta explica y justifica desde el inicio la génesis de su proyecto, marcando a las claras una nueva etapa en su carrera, alejándose del cine independiente que lo vio nacer en Próxima Salida (2004) y Horizontal/Vertical (2008). Estamos ante un drama comercial, oscuro, llevado a la ficción por Fox Internacional en coproducción a Telefé con la intención de abordarlo como thriller psicológico empapado de suspenso. Sin embargo, este género se anula desde el primer minuto con las decisiones artísticas de los guionistas Marco Negri, Rolón y Tuozzo al sugerirle constantemente al espectador dónde debe hacer foco para descifrar de antemano la trama. La película es fiel al libro: centra su eje en esclarecer el asesinato del poderoso empresario Roberto Vanussi (Luis Machín), que fue encontrado acuchillado en un descampado cercano a su domicilio, y gira en torno a cómo sus hijos buscan sacar la verdad a la luz, a contrarreloj de la justicia, que quiere cerrar el caso lo más pronto posible. Para ello, la mayor de los hermanos Vanussi, Paula (Eugenia Suárez), acude al reconocido psicoanalista Pablo Rouviot (Benjamín Vicuña) y le pide ayuda para demostrar la inocencia de su hermano Javier (Nicolás Francella), acusado del crimen por padecer graves trastornos psiquiátricos. Pablo, atónito ante la situación, y firme a su juramento profesional y filosofía descarteana de “Pienso, luego existo”, pone en duda los hechos y emprende la investigación junto a los policías y abogados, enfrentándose a los médicos que mantenían al joven aislado de la sociedad, inducido a un coma farmacológico. Pasan los días y Pablo, cual pesadilla, descubre que nada es lo que parece. En esta dirección, con ritmo lento, avanza el guión, que minuto a minuto incorpora zonas oscuras detrás de la imagen del “Padre de familia”, tales como su relación con la red de trata de mujeres menores, el abuso sexual sobre ellas y la violación de sus derechos. Aquí hubiese sido interesante ver un quiebre argumentativo que desarrolle los escabrosos temas que propone; pero los pasa con liviandad, más teniendo en cuenta que el guión fue escrito junto a un psicoanalista. Por otro lado, como adaptación la falta de giros está a la orden del día; Tuozzo se limita al texto de la novela y no ahonda el conflicto, y sólo muestra mediante flashbacks los oscuros negocios de Vanussi, haciendo constantes planos detalle acompañados por diálogos explícitos y la voz en off de Rolón, que remarca, aún más, la seriedad del asunto que atraviesan sus personajes y pide a gritos un desenlace, totalmente ausente. Quizás podría pensarse que el eje fue puesto en el elenco, encabezado por la dupla Vicuña-Suárez, actual pareja en la vida real desde El Hilo Rojo (2016), de Daniela Goggi. Sin embargo, no resultan convincentes en sus respectivos papeles porque, paradójicamente, a la película -que contiene escenas carnales puestas al servicio de la trama-, se convoca a una actriz que no creció desde su protagónico en Abzurdah (2015) y que además decidió no filmar más escenas que contengan desnudos. Este detalle le resta a su caracterización. Pero al igual que el Yin-Yang, se divide en dos planos el elenco también y la historia logra transmitir el horror de esa familia atípica, que por momentos recuerda el exitoso policial El Clan (2015) gracias a la impecable actuación de Luis Machín, quien interpreta a la perfección la figura monstruosa de Vanussi y recuerda por momentos a Anthony Hopkins cuando encarnaba a Hannibal Lecter. Ángela Torres se luce en su rol de hija menor que evade la realidad a través de la música, cuyo look recuerda las pequeñas de El Resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, mientras que Nicolás Francella se pone en la piel del lunático Javier. Sin duda, ellos dirigen la batuta actoral, pero los personajes en su conjunto desconciertan, más aún cuando aparece en medio de las escenas dramáticas con algo más de color, de la mano de Pablo Rago, quien compone al amigo “gracioso” de Rouviot, “El Gitano”, y aporta humor en momentos que no amerita. A grandes rasgos, Los Padecientes es una historia que si bien cumple en términos artísticos, narrativamente daba para más y deja sabor a poco. Tuozzo, en pos de difundir su postura frente al efecto sanador de la psicoterapia ante hechos de extrema violencia –lo que necesariamente deben salir a la luz para hacer justicia-, descuida el guión. Si bien el argumento es coherente y correcto, esto no se refleja en el resultado final. Todo lo contrario, el director transmite inseguridad y falta de compromiso frente al tema central que propone, la trata de mujeres, al manejarlo de forma trivial y remarcar hasta el cansancio que “A veces ignorar la verdad es la única manera de sobrevivir”.
Ver para creer El cineasta y guionista español Gerardo Olivares debuta en la cartelera nacional con su El Faro de las Orcas (2017), un drama basado en hechos reales que completa su trilogía dedicada a la relación hombre-animal con el objetivo de remarcar cómo a partir de esta conexión con la naturaleza el hombre logra redescubrir sus capacidades; temática también abordó en la exitosa Entrelobos (2010) y luego en Hermanos del Viento (2015). Sin embargo, en esta ocasión presenta una nueva arista: la conexión entre el reino animal y los niños con capacidades diferentes. Es una historia de amor inspirada en la novela Agustín, Corazón Abierto, del guardafauna Roberto Bubas, donde cuenta su peculiar relación con las orcas y cómo este mamífero marino salvaje es capaz de producir estímulos en niños con autismo y despertar en ellos una mejor relación con el mundo que los rodea. Pero la premisa no muere en la génesis del proyecto: si bien cuenta la relación que Beto tiene con las orcas no es una simple adaptación de la novela autobiográfica. La trama avanza y focaliza su atención en la psiquis de los personajes. Para empezar, Lola (Maribel Verdu), cómo una joven madre soltera que viaja desesperada desde Europa hasta la Patagonia argentina para encontrarse con el biólogo Beto Bubas (Joaquín Furriel). Él podría ayudar a que su hijo autista Tristán (Quinchu Rapalini) se recupere del síndrome de Asperger, ya que milagrosamente un buen día el niño vio a Beto jugar con las orcas en un documental de televisión y, a partir de ese momento, demostró una extraña empatía y respuesta de estímulos. Sobre este eje gira el guión que pivotea entre el último recurso de Lola para encontrar una terapia alternativa que despierte a Tristán de su mundo interior y, cómo este pequeño cambia la vida de todos, incluso la de Beto a raíz del amor, el respeto y la admiración que todos sienten por estos animales. Al mismo tiempo, es interesante cómo se interpela lo sentimental al jugar con la soledad que ambos sienten en el mismo espacio-tiempo: Beto al permanecer en un lugar alejado del mundo, y Lola, que pese a tener a su hijo, se siente en soledad, hasta que algo ocurre en esa interacción con el mundo animal que les cambiará esta visión. No sorprende que Olivares haya aceptado llevar esta historia de vida a la ficción: siempre presenta a la madre naturaleza y su entorno como único refugio y lugar en el mundo, al que se debe proteger por estar en constante peligro de extinción. En este sentido, resulta interesante ver cómo desmenuzó el hilo conductor de la historia para llegar a la vida de Tristán. Es desde el documental que emerge el rodaje, y éste tinte se hace presente a lo largo de la película gracias a la capacidad de Olivares de llevar a buen puerto documentales para televisión. El director se inspira y apoya netamente en ése material de archivo donde se ve cómo el guardafauna Beto vive y se desvive por los animales, pese a la existente ley que prohíbe el acercamiento del ser humano hacia ellos, para retratar el documental del documental. Aquí lo que nutre al guión justamente es rever por qué está prohibido el acercamiento teniendo en cuenta la historia peculiar de Tristán. El film sirve como instrumento para poner sobre la mesa temas como autismo que, resaltan, no es una enfermedad sino un desorden en el cerebro. Sin duda, en esta historia la herramienta del documental es el balón de oro para que Tristán gane el partido, pero técnicamente hubiese sido imposible llevarlo a cabo sin el enorme trabajo del equipo de producción, a cargo del productor Luis Puenzo, ganador del Oscar a Mejor Película Extranjera con La Historia Oficial (1985) que supo dónde poner el ojo para dar rienda suelta a este tipo de cine pocas veces visto en materia nacional por la complejidad de filmar con animales salvajes y hoy es posible gracias a animatronics. Para esta coproducción entre España y Argentina se utilizaron dos animales para emular los movimientos salvajes de la orca: una cabeza de orca que movía la boca y el “submarino orca” a escala real de 6 metros, ambos construidos por David Marti, multipremiado por el maquillaje y los efectos de especiales de films como El Laberinto del Fauno. Este trabajo en conjunción a las locaciones paradisíacas en los escenarios naturales de Camarones, Península Valdés, las Islas Canarias y Fuerteventura, hacen que la película cobre vida. La dupla que encarna los protagonistas no podía pasar desapercibida: la española Maribel Verdú y el talentoso actor Joaquín Furriel, que vuelve al ruedo con una performance impecable en la encarnación de Beto y demuestra que, luego de 100 Años de Perdón (2016), donde interpreta un delincuente, es capaz de desenvolverse en cualquier personaje. Ambos intérpretes logran transmitir la magia de la naturaleza y despertar todos los sentidos mediante escenas donde se ve cómo Beto se zambulle en el mar, llama a las orcas con su armónica y juega con ellas mientras el niño contempla la escena y comienza a contactarse con la naturaleza, a tal punto que despierta en él nuevos estímulos. Al elenco lo completan el pequeño Joaquín Rapalini, Ana Celentano, Ciro Miró, Osvaldo Santoro, Federico Barga, Zoe Hochbaum y los trelewenses Juan Antonio Sánchez y Alan Moya. El Faro de las Orcas es una caricia al alma y cumple en materia de producción artística, sonora y actoral. Podría deducirse, quizás, que Olivares siembra con este trabajo la esperanza de aportar luz en este terreno incierto pocas veces visto en cine nacional. El realizador, fiel a Beto, desliza en su largometraje el siguiente mensaje “Hay gente que no quiere entender aquello que no entiende y otra que no quiere entender aquello que le molesta”, e invita al público a disfrutar de una película en familia que deja una enseñanza y emana amor y ternura.
Aquellos otros, somos nosotros A 35 años de la Guerra de Malvinas, el director y productor Rodrigo Fernández Engler se centra en este marco para la realización de su última película. Desde 2007, cuando dirigió Cartas a Malvinas, dejó implícita su necesidad de honrar la vida de los soldados que vivieron un mar de atrocidades en nombre de la patria. Hoy, diez años después y con el apoyo del INCAA -que en aquella oportunidad no tuvo- vuelve al ruedo con Soldado Argentino sólo Conocido por Dios (2017) para llamar a la reflexión a la memoria colectiva con el objetivo de cuestionar y revisar los valores vigentes en la sociedad nacional que aún hoy permite que este episodio gris de la historia argentina conlleve el nulo reconocimiento por parte del Estado a los combatientes. Soldado Argentino está inspirada en los trágicos acontecimientos ocurridos en el archipiélago, en 1982. El guión presenta dos aristas bien marcadas. Por un lado, apunta a reconocer los derechos de los veteranos de guerra que lucharon con coraje y heroísmo en nombre de la patria e increíblemente hoy, ya con medio siglo de vida a cuestas y el estigma bélico presente, en lugar de ser considerados héroes por la sociedad, mendigan su reinserción social. Por otro lado, busca mediante valiosos testimonios de familiares y allegados de excombatientes romper el silencio y sacar a la luz con nombre y apellido aquellos caídos en batalla cuyas vidas quedaron detenidas -para siempre en ese instante de juventud en el cementerio del Puerto Darwin para que éstos soldados dejen de ser únicamente conocidos por Dios. La génesis de la historia es la conocida leyenda del soldado Pedro: El último excombatiente caído la noche previa a la rendición que fue enterrado en el cementerio sin ser identificado. El largometraje se centra en cómo dos amigos entrañables de la infancia, oriundos de un pequeño pueblo de Traslasierra, Córdoba, distanciados por sus diversas ideologías y carreras, se reencuentran en la guerra. Ellos son Ramón -Sergio Surraco, visto recientemente en la serie televisiva Herederos y recordado por la película Puerta de Hierro, el exilio de Perón (2012)- que optó por la carrera militar y combatirá en las batallas finales, cuerpo a cuerpo contra los ingleses, y Juan Soria -Mariano Bertolini, visto en la película El Visitante (1999), junto a Julio Chávez-, que por ser aspirante a Bellas Artes se desempeñará en la sección del subteniente Quiroga y vivirá un derrotero contra el hambre y el frío en paisajes desolados. Este dúo no sólo se unirá en el campo de batalla sino también por amor a Ana, la hermana de Ramón, interpretada por Florencia Torrente, con quien Juan mantiene una relación. Este personaje apela como subtema para continuar la historia postguerra y revelar cómo el amor incondicional que Ana les tiene funciona de motor para impulsar diez años después una ardua lucha por honrar sus vidas. La trama cuenta con tres momentos bien marcados: antes, durante y después de la guerra. Así logra situar al espectador desde el primer minuto en espacio-tiempo a través de un plano donde aterriza -cual dron- sobre el archipiélago, acompañado por un graph del año marcado a fuego: 1982. Dato no menor, teniendo en cuenta su anterior trabajo y más aún la película Iluminados por el Fuego (2005), de Tristán Bauer, que abusaban de material de archivo para construir la narración. En este sentido, es interesante cómo el director mediante, la simpleza del guión, logra la empatía del espectador hacia los soldados y deja de lado lo conocido -entendiendo que es de público conocimiento- para ahondar en un terreno más osado: la psiquis de los excombatientes para entender, a buena hora, cómo vivieron la contienda que transformó sus vidas. Sobre este eje avanza de manera unirideccional Soldado Argentino: retratar las secuelas de una guerra que pareciera no tener fin. Otro punto a favor de la película está en cómo Fernández Enger supo elegir las locaciones de idéntica topografía a Malvinas, ya que se rodó en Comodoro Rivadavia (Chubut), Bahía Blanca, Córdoba y hasta en plena Base Naval Puerto Belgrano (Punta Alta, Buenos Aires). Su perfecta fusión de paisajes junto con la artística que cuenta con los medios, vehículos anfibios, helicópteros e instalaciones de época le dan impronta al film y consiguen, junto a la música compuesta por Claudio Vittore y el grandioso elenco que, eficazmente encarna a estos héroes, reflotar y recrear a la perfección este capítulo sangriento de la historia nacional. Sin duda, el enorme carisma demostrado de Mariano Bertolini, Sergio Surraco, Fabio Di Tomaso, Ezequiel Tronconi, Hugo Arana y Florencia Torrente, únicamente merece aplausos. Ellos, junto a la participación de la Armada Argentina, el Ejército Argentino y la Fuerza Aérea Argentina, hicieron posible este trabajo. Rodrigo Fernández Engler da en la tecla, y a 35 años de la tragedia transmite la urgencia de abrir el diálogo en la sociedad para definir esta situación que transformó la vida de los soldados. Su mensaje sobrepasa la pantalla grande y la película logra sumar su granito de arena e indudablemente dará que hablar, intentando brindar en vida el reconocimiento que tanto merecen y esperan los soldados argentinos. Finalmente se destierra el mito de vencedores y vencidos en post de cambiar esta triste realidad para fomentar la unión como ciudadanos, de manera que la historia de los caídos no quede únicamente en las tumbas.
Había una vez… ¡ un circo! Una vez más, el director, productor y actor frances Roschdy Zem utiliza el cine como herramienta para reflejar su ideología política en detrimento a los nulos avances socio-culturales de su país de origen, Francia. Para él, su nación pareciera no aplicar la frase “Todo pasado fue mejor” ni “El pasado, pisado”; por eso en sus películas apela a conmover al espectador a través de historias basadas en hechos reales que dejan en evidencia los nulos avances de los gobiernos de turno frente a causas sociales que requieren urgentes acciones y están pendientes y tapadas. Así lo hizo en Omar M’a Tuer (2011), un policial de tinte dramático que abordaba a la perfección el femicidio y fue nominado como Mejor Película Extranjera en los Premios Oscar de 2011. Seis años después, Monsieur Chocolat (Chocolat, 2016) sirve de motor para repensar la lucha por abolir la esclavitud y la discriminación racial que parece no tener fin. En términos narrativos, el guión no va más allá de la biografía de Rafael Padilla, más conocido como Chocolate (Omar Sy), el primer artista negro que trabajó en un circo francés durante el siglo XIX. El eje pivotea en la relación que construye con el payaso Foottit (James Thierrée) y las andanzas de esta dupla por el universo circense hasta alcanzar la fama parisina, a tal punto de que son elegidos por los hermanos Lumière para sus primeras películas. Y es aquí, en este preciso punto ascendente, donde Zem se mete de lleno con el terreno psicológico de sus personajes y da rienda suelta a la vida de Rafael y cómo pasa de amateur nacido del anonimato a profesional admirado, mientras en él aparece una duda constante sobre la génesis de su fama: duda de si es producto de su don actoral o de su propia condición racial, de la que él también -inconscientemente- realiza una parodia al aceptar que Foottit (el payaso de raza blanca) le patee el trasero todas las noches para que el público estalle en carcajadas. Este quiebre de la trama logra conmover al espectador. Zem entremezcla sentimientos antagónicos como amor, odio, alegría, tristeza, para remarcar cómo afecta, o no, la mirada del otro la propia sobre la raza. Aquí hay escenas que es imposible pasar por alto, como la que Chocolate es golpeado por la policía: aquí el prejuicio por partes de las fuerzas armadas es protagonista junto con el abuso frente al indefenso Rafael. En contrapartida, mientras la sociedad parisina flamea el cliché colonialista del negro sumiso, se mezclan en lo narrativo –causalmente- elementos claves del circo: alegría, emoción, ilusión, que pueden interpretarse como parodia de la misma sociedad. En tanto, los elementos mutan al son del amor que vive Chocolate con su esposa. Así, la película combina este trasfondo dramático con la comedia de los payasos y sus actos en el escenario; cuadros que son acompañados con una artística acorde tanto en lo musical, a cargo de Gabriel Yared, como desde la dirección de fotografía, por parte de Thomas Letellier. La dupla Sy-Thierrée contagia la magia del circo al espectador y sus sonrisas sobrepasan la pantalla grande, generando climas de tensión y alegría. Si bien aquí el mérito principal corre por cuenta del actor y comediante, Omar Sy -visto en Amigos Intocables (Intouchables, 2011)-, que explota sus roles y los lleva al extremo, Thierrée también aporta lo suyo como personaje secundario. La combinación de ambos le da impronta al film y logra desapegarse de las clásicas películas que rozan lo chavacano por los elementos que utilizan para abordar la temática de la discriminación racial, como 12 años de Esclavitud (Twelve Years A Slave, 2013), dirigida por Steve McQueen. A grandes rasgos, Monsieur Chocolat es una historia atrapante con un desenlace estremecedor; amargo y simultáneamente dulce como el verdadero sabor del chocolate. Como el sabor de la vida misma del pionero del entretenimiento cirquense que, tras su muerte, en 1917, fue olvidado. La película logra su cometido: deleitar a su público con un banquete de emociones a flor de piel a través de un drama ficcionado que se luce gracias a su elenco. Zem entendió que en los tiempos que corren es posible desde cualquier marco, inclusive aquel que se nutre de la comicidad -o una comicidad “aparente”-, socavar historias y causas emergentes para a partir de allí crear un cambio, positivo.
Lo esencial es invisible a los ojos Para su segundo largometraje, La Idea de un Lago (2016), la directora Milagros Mumenthaler retoma el contexto histórico del Golpe de Estado que sufrió Argentina en 1976. El film es un guiño, subliminal, a la memoria colectiva y apela como llamado a la reflexión a casi 41 años del mal llamado Proceso de Reorganización Nacional. A grandes rasgos, Mumenthaler suma su granito de arena a la enorme lista de producciones nacionales que mejor interpelan la psiquis del espectador y abordan, exprimiendo al máximo, este capítulo sangriento de la historia nacional, tales como La Historia Oficial (1985), dirigida por Luis Puenzo. La génesis del largometraje nace con el libro de poesía y fotos Pozo de Aire, de Guadalupe Gaona. Mumenthaler se sirve del libro como elemento de inspiración para construir una visión propia. Una ficción audiovisual, de tinte dramático y documentalista. Busca, a partir de una foto, contar la de una joven treinteañera, Inés Acevedo (encarnada por Carla Crespo), que está embarazada y precisa urgente descifrar la muerte de su padre -militante peronista- desaparecido el 21 de marzo de 1977. Inés es escritora y su objetivo es reconstruir la vida de su padre -y con ella, su memoria- mediante un libro autobiográfico donde ilustra cómo siente esta ausencia. Para ello se vale de fragmentos que le cuenta su madre Julia Novillo Quiroga, también militante (Interpretada por Rosario Bléfari). Estas palabras, junto a las fotos que recopila del álbum familiar, le permitirán rearmar el pasado. Así, la trama gira en torno a su fuerte deseo de conocer qué sucedió y curar esa herida abierta para llevar adelante el nuevo desafío de la maternidad. La Idea de un Lago es un largometraje de narrativa retórica, marcada por los militantes que desaparecieron sin dejar rastro durante el proceso de la dictadura militar, y que vuelven como fantasmas a reclamar justicia mediante la voz de sus familiares que no los olvidan y buscan reconstruir este capítulo, incierto, mediante escasos recuerdos fotográficos para valerse de ellos como pruebas en post de un sano juicio. Esta premisa es atravesada por una constante postura política a favor de la Juventud Universitaria Peronista. Sin embargo, la directora abandona este nicho partidista y se mete de lleno desde el plano poético que mejor la caracteriza desde su ópera prima, la multipremiada Abrir Puertas y Ventanas (2011). Aquí no sólo es interesante cómo la fotografía sirve de instrumento para registrar la realidad sino también la directora contrapone la vida versus la muerte en la vida de la protagonista. Pareciera que para que Inés pueda avanzar en el primer plano y darle vida a su hijo, necesariamente, debe realizar el duelo y cerrar esa herida abierta que transformó el presente de esta familia compuesta por Inés, su madre y su hermano, Tomás. Este homenaje real al padre de Guadalupe -la escritora del libro que origina esta ficción- es lo que le da impronta al film. El hecho de que Guadalupe sea la fuente del caso y retrate los sucesos en primera persona ayuda a construir a la perfección los personajes, quienes manejan sus emociones y, a su vez, acallan sus convicciones políticas por miedo a lo que pueda suceder. Párrafo aparte para la artística del film, que fusiona a la perfección lo visual de la fotografía con el cine. Aquí abundan las locaciones rodadas en los paisajes sureños de la Patagonia argentina -más precisamente, Neuquén-, que aportan su toque mágico. En esta historia nada es casualidad sino causalidad; todo elemento que Milagros incorpora esta perfectamente pensado, incuso la música, que entremezcla las escenas en un perfecto ensueño e ilustra lo incierto de lo real. Esta conjunción de elementos visuales y sonoros son los que intervienen la psiquis del espectador, a través del ojo de la joven Inés, los recuerdos con lo real. Cabe destacar la escena en el lago donde Inés protagoniza una danza acuática con el auto de su padre, un Renault 4 celeste, que se torna caricaturesco frente a la mirada de una niña que percibe las luces frontales como los ojos del auto que cuando prenden y apagan pareciera un parpadeo. En un flash danza y ríe con él. Se la ve feliz, como si estuviese realmente bailando con su padre al ritmo del tema “Sound sound blue… laralaralalaaaaa”. Esta espléndida utilización de la música –vista también en Abrir Puertas y Ventanas– convierten en mágicas escenas de la vida cotidiana, como la que Inés, durante unos 30 segundos, mira una foto que tiene colgada en la pared de su habitación, a modo de cuadro, y pasa a una elipsis que muta de la foto a una escena en tiempo “real”, en clave de flashbacks, donde ella se recuerda de niña con el padre. Así, a pura emoción, avanza La Idea de un Lago de manera unirideccional con el objetivo de retratar esa ausencia del peor capítulo de la historia nacional como una obsesión. En buena hora aterriza en la cartelera porteña tras su exitoso recorrido por el BAFICI y festivales internacionales de San Sebastián y Locarno. Elogios y aplausos más que merecidos y no sólo a Milagros y Guadalupe sino también al excelente equipo de producción y arte escénico cuya utilería, arte y vestuario con los entrañables objetos ochentosos –hoy vintage- como el teléfono con cable, la radio, entre otros. Aquí, sin duda, estamos ante el universo de lo abstracto, producto de una laguna mental. Estamos ante un drama excepcional, y una infaltable en la lista del 2017 que mucho tiene por ofrecer.
Lo esencial es invisible a los ojos A 74 años de la Segunda Guerra Mundial, el espíritu bélico continúa dando batalla en el campo del séptimo arte. En esta ocasión es Robert Zemeckis quien retoma la vieja cuestión y pone en escena un thriller romántico de época, donde la génesis militar pivotea con un amor entre dos agentes encarnados por Brad Pitt y Marion Cotillard. Los constantes juegos de seducción entre Max Vatan (Brad Pitt) y Marianne Beausejour (Marion Cotillard) intentan cual guerra de egos entre dos agentes -vista en películas como Sr y Sra. Smith (Mr. And Mrs. Smith, 2005)- ser “aliados” mientras Max se empecinará en investigar a muerte a Marianne. Ambos seducen en las escenas eróticas al estilo Titanic (1997) que el actor de Conoces a Joe Black (Meet Joe Black? 1998) y la actriz de la reciente versión de Macbeth (2015) logran protagonizar a la perfección. El guión transcurre en Londres y no tiene demasiados giros más que el conflicto bélico como obstáculo para enamorarse. El objetivo principal es descifrar bajo un clima de suspenso y espionaje si Marianne pertenece, o no, al bando nazi. Sin embargo, la película cuenta en contraposición con escenas románticas cuyas locaciones compuestas por guiños de los años dorados hollywoodenses que la hacen brillar, sobre todo si se considera el drama narrativo de trasfondo. Y en este sentido es una buena jugada la de Zemeckis al mezclar lo bélico con el romance ya que por momentos esta esencia logra remitir a la trilogía del director Richard Linklater nacida con Antes del Amanecer (Before Sunrise, 1995) y convierte simultáneamente la mirada del guionista, Steven Knight (creador de la serie Peaky Blinders) en una propuesta más que interesante. Otro punto atractivo del largometraje es observar cómo aparece la vida versus la muerte en la escena del hospital alemán que se ve bombardeado por los británicos al momento de dar a luz a una niña. ¿Será que la muerte está tan segura de vencer que nos da toda una vida de ventaja? En sintonía con este magnífico arte escénico, se destaca el elenco que pulula desde el norte de África, donde al personaje de Brad Pitt se le ha comandado una misión exclusiva de espionaje, hasta Londres, donde la joven Marianne intentará seducir su entorno clasista para permanecer en estado de refugiada y salvar su vida. No se quedan atrás las participaciones de las actrices Lizzi Caplan, de la serie Master of Sex, y Charlotte Hope, que se convirtió en furor tras Game of Thrones, en conjunto con el actor Mad Men, Jared Harris, y Matthew Goode. Aquí quienes resultan ser los verdaderos aliados son Robert Zemeckis y Steven Knight. Este thriller que no termina de anclarse en un puerto específico y pivotea entre drama, bélico y romántico parece sugerirle al espectador: “Elige tu propia aventura”. Sin duda es una historia intensa que, pese a su larga duración (por momentos innecesariamente extensa), logra su cometido: transmite el abrumador clima de tensión que dispara una guerra; lo atormenta de situaciones donde la vida y la muerte juegan un rol fundamental; lo cuestiona respecto a los valores intrínsecos en ambos bandos de “aliados”; lo cautiva con escenas eróticas; lo enamora con bellos paisajes, y hasta pareciera cuestionarle: “Vos… ¿de qué lado estás?”.