Tentáculos, camiones, velocidad y mensaje ecológico con fuerte carga didáctica. ¿Suena a cóctel imposible? Lo es, pero aún así hay que decir que esta película para toda la famlia, que mezcla actores con imágenes generadas, logra entretener a partir de su premisa disparatada, imaginar lo que hubiera pasado si unas criaturas más o menos simpáticas de otro mundo operaran enormes camiones. En el centro de su historia está Tripp, un chico que quiere irse del pueblo y construye un camión con piezas de chatarra al que adora como a un amigo. Pero unos codiciosos empresarios petroleros, con Rob Lowe a la cabeza, sufren un accidente en una perforación y de allí surge una criatura que se convertirá en su amigo impensado, una especie de pulpo baboso y tentacular, desagradable pero inofensivo y bondadoso. Con buenos actores y buen ritmo, los chicos se van a divertir, y los grandes, bueno, no tendrán muchos motivos para quejarse.
El realizador de El sexto sentido, M Night Shyamalan, está de vuelta y en su mejor forma, lo cual no deja de ser una buena noticia después de una serie de películas que parecieron tapar la carrera del director clásico y prometedor, amigo del giro sorpresa final, bajo capas de desconcierto e incertidumbre. Los mensajes alegóricos de películas como La Aldea o Señales fueron lastre que pesó cada vez más en sus thrillers fantásticos, limando su inteligencia. Lastre que por suerte está ausente en Split/Fragmentado, el thriller esta vez psiquiátrico en el que el director indio se mantuvo pegado a su historia. El centro de Fragmentado es Dennis. O Barry, o Patricia, o Hedwig. Algunas de las más de veinte personalidades que habitan en el personaje que interpreta James McAvoy con entusiasmo gozoso y talento desbordante. Split abre con una escena que asusta, el secuestro de tres chicas por parte de un sujeto que no entendemos bien de qué va. Ellas, como nosotros, van descubriendo más pronto que tarde que el tipo está chiflado, sobre todo desde que lo oyen dialogar consigo mismo. Aunque Shyamalan no se detiene demasiado en el retrato de las víctimas, entendemos que son bien distintas. Una rubia malcriada y segura de sí misma, una morocha más quedada y obediente, y una outsider, la rara del colegio, a la que temen y desprecian, la única que tiene puntos en común con el victimario, interpretada por la mitad argentina Anya Taylor-Joy, la revelación de The Witch. Fragmentado transcurre por carriles conocidos y bastante previsibles, sobre una base absurda -¿porqué este tipo, tratado por expertos, no está internado?- que se incorpora con naturalidad y hasta con una broma mordaz hacia la psiquiatría, fascinada por sus sujetos de estudio. Inscripta en el subgénero de cautiverio en interiores laberínticos, que tantas buenos films viene regalando, parece un claro y bienvenido homenaje retro, en pro de la recuperación de la temática “psi” de Hitchcock a su discípulo Brian De Palma, como rica materia cinematográfica. Con sus debilidades, Shyamalan consigue mantenernos atrapados en su relato como las chicas en su cárcel, y desde ahí, cuando pone quinta, llevarnos a pasear por un camino que se vuelve montaña rusa, cada vez más juguetón y desaforado. McAvoy tiene mucho que ver en lo placentero que resulta el paseo. Y es obvio que no conviene contar nada que se acerque a su desenlace: al fin y al cabo, estamos hablando del nuevo film de algo así como el precursor de la cultura no spoiler.
Después de la estupenda Margaret, el director y guionista Keneth Lonergan, con producción de Amazon Studios, consigue llegar muy lejos con esta crónica de un hombre roto, una película de una tristeza tan abrumadora que te sacude. Sin manipulaciones ni golpes bajos, con una sensibilidad que fluye mientras despliega las capas de su relato. Apelando a un espectador inteligente que puede enfrentar, junto a su extraordinario elenco, las formas en que la pérdida y la culpa repercuten y marcan nuestra vida. Con una puesta del mejor cine independiente, en el que pueden contarse cuando parece que no se está contando nada. Esta es la historia de Lee Chandler -Casey Affleck-, un encargado de edificios que vive en un sucucho desangelado, desatasca los caños de los propietarios, libera de nieve las puertas y así ve pasar los días. Hasta que su vida anterior, su pasado, irrumpe en ese presente: su hermano ha muerto. Es evidente, porque además una serie de flashbacks nos lo van mostrando, que Lee tenía con su hermano una relación cercana y afectuosa. Pero el tipo parece tan catatónico que cuando lo despide, su breve muestra de dolor conmueve. Así que el hombre parte a su ciudad, la del bello nombre y título de la película, donde su hermano, consciente de su muerte cercana, dejó arreglados sus asuntos. La sorpresa, para Lee, es que lo designó tutor de su sobrino Patrick, un adolescente de 16 años (Lucas Hedges) maduro y adaptado pero menor de edad al fin. La relación del tío y el sobrino es cálida, pero está claro que Lee no es capaz, ni tiene ganas, de hacerse cargo de nadie. De a poco, a través de escenas en apariencia anodinas que siguen alternándose con flashbacks, Lonergan va completando el relato retrospectivo hasta revelar el tremendo episodio que lo transformaría en esa especie de muerto en vida, con cara de nada, que tenemos enfrente. Una herida abierta que explica, por ejemplo, que Lee de vez en cuando se emborrache para agarrarse a trompadas con el primero que pase, en estallidos de violencia sordos, animales, profundamente perturbadores. Somos nosotros, espectadores, los que recibimos esas piezas de información y construimos con ellas el retrato de este sujeto, sostenidos inevitablemente por nuestras propias experiencias con los dolores de pérdida, en ese diálogo silencioso que producen las obras de arte cuando son honestas y verdaderamente profundas. Es cierto que Lonergan, en semejante bajón, tiene el talento y la humanidad suficientes como para trasladar a su película el pulso de ese pueblo al que Lee no quiere volver, con sus distintos personajes, de distintas generaciones, y así hacernos el trago más fácil de tragar. Entre ellos, claro, destaca el joven Patrick, sus novias y su grupo de amigos, firmes en la compañía durante el duro momento de su compañero. Su aporte de energía hormonal, en contrapunto con el sombrío tío Lee, produce los momentos más sutilmente divertidos y hasta humorísticos de la película, que los tiene y se agradecen. Y porque sutileza es una virtud tan presente en este duro relato, queda en el debe cierta recarga en la desgracia, incluidas un par de escenas que están al borde de pasarse de la raya del buen gusto general, que parecen de más. Si Manchester by the sea es un viaje tan contundente, sin duda una de las mejores -¿la tapada?- de las nueve nominadas a mejor película en los Oscar, es en buena parte gracias al que parece el premio número puesto, y justo: la interpretación de Casey Affleck (¿alguien duda de que es el mejor actor de los dos hermanos?). Contenido aún cuando estalla, su composición es un verdadero espectáculo en sí mismo: verlo, y escucharlo con su extraña voz característica, es intuir la presencia de su terremoto interno.
Nominada al Oscar. La historia de Saroo, un niño que se pierde en India y después de meses en las calles es adoptado por una amorosa familia australiana. Pero a esa primera parte, angustiante y bella, con el pequeño actor Sunny Pawar robándose la escena, le sigue una segunda, con Saroo adulto, interpretado con sensibilidad por Dev Patel, que es más convencional, maniquea y previsible (y auspiciada por Google Earth). También, con algunos agujeros narrativos que desinflan el relato y le quitan fuerza. De todas formas, hay que ser de piedra para no conmoverse con este drama humano contemporáneo, tan impactante que ni necesitaba los empujones sentimentales de esta película.
Superproducción chino estadounidense con héroes blancos que salvan a los orientales, sí, pero también una entretenida y muy vistosa recreación de una leyenda sobre el origen de la Muralla china. Con el aporte de los visuales generados por computadora y un grupo de intérpretes principales, chinos y occidentales, muy carismáticos. Con Matt Damon y el chileno Pedro Pascal (Narcos) a la cabeza.
El musculoso Vin Diesel desciende a toda velocidad una colina sobre un skate para llegar a tiempo a colgar a la gente al cable así pueden ver el partido de fútbol. Así de bueno y de extremo es Xander Cage, el personaje que, claro, no tarda en ser llamado para servir a los servicios de inteligencia: no hay nadie como él cuando hay apuros importantes. Sin personajes creíbles -ni siquiera la gran Toni Colette, en plan jefa dura, puede imprimirle un poco de humanidad al suyo-, sin más historia que el pavoneo de Diesel en largas secuencias posadas al ridículo, todo el tiempo deseado por las mujeres y cancherísimo con los enemigos. Alguna buena secuencia de acción, como la de la autopista de choque múltiple, no basta para hacer de xXx: Reactivado una experiencia olvidable al instante.
Muy elogiada por la crítica estadounidense, y con un tema especialmente delicado en ese país como es -al igual que en Talentos ocultos- la cuestión racial, Luz de luna es la historia de Chiron desde su infancia hasta su adultez. Un niño que crece con una madre adicta y enemigos en el colegio, que lo rechazan por su tímida homosexualidad. Un niño que crece en un lugar donde nada que no sea convertirse en dealer o delincuente, si no muere en el camino, parece posible. Dividida en tres capítulos, tres etapas de esa vida, Luz de luna tiene un tono seco, minimalista, y construye su retrato con una serie de escenas en las que sobran las palabras, como un espejo de su personaje, al que le cuesta expresarse. Son entonces algunos gestos, miradas, silencios o brotes de violencia los que puntúan esta crónica de crecimiento. La puesta recuerda a cierto cine independiente norteamericano, con secuencias en las que aparentemente no pasa nada y se dice menos, y la tremenda melancolía de lo que se muestra aparece clara y pura, sin necesidad de explicaciones, música, ayudas. Así, desde el lado de un personaje que no se esfuerza por comprarnos con simpatía o carisma, Luz de luna cuenta cómo es hacerse hombre cuando todo está en contra. Pinta esa proeza, con semejante valentía y ausencia de demagogia, y pintarás este mundo.
La directora de Los Rubios, Albertina Carri, vuelve a contar en primera persona las idas y vueltas sobre la idea de hacer una película, esta película, de enunciado complejo. Basada en un libro de su padre, Roberto Carri sobre la figura de Isidro Velázquez (Formas prerrevolucionarias de la violencia), último gaucho alzado de la argentina. Y sobre la película que nadie vio realizada sobre el personaje. Carri lo pone así: "¿voy realmente tras los pasos de ese fugitivo de la justicia burguesa? ¿O es que voy tras mis pasos, tras mi herencia? Viajo a Chaco, a Cuba, busco una película desaparecida, busco en archivos fílmicos cuerpos en movimientos que me devuelvan algo de lo que se fue muy temprano. ¿Qué busco? Busco películas, también una familia, una de vivos, una de muertos; busco una revolución, sus cuerpos, algo de justicia; busco a mi madre y a mi padre desaparecidos, sus restos, sus nombres, lo que dejaron en mí. Hago un western con mi propia vida. Busco una voz, la mía, a través del ruido y la furia que dejaron esas vidas arrancadas por aquella justicia burguesa". Vale transcribir este fragmento porque sus palabras describen con precisión qué es Cuatreros, bajo la forma de una serie de pantallas divididas con una enorme , y muy rica, cantidad de materiales de archivo, contrapunto y diálogo de lo que se dice. Y lo que se dice es todo, en una película que no tiene silencios, sino una catarata textual, la omnipresente voz de Carri. Es un texto recargado, de frases largas sin comas y párrafos que no toman aire, a veces furiosos, otras más simpáticos, siempre dando cuenta de una inteligencia viva y un poco neurótica. En esos dos elementos, las palabras y las imágenes de archivo, se apoya esta original y algo excéntrica nueva película de la directora, cuya aspereza intelectual irritará a muchos pero cuyo resultado, después de atravesarla, es contundente, apabullante, difícil de transmitir. Dicho sea esto, entre tanto audiovisual premasticado, como aplauso.
La directora Milagros Mumenthaler (Abrir puertas y ventanas) adapta libremente un libro autobiográfico de la fotógrafa Guadalupe Gaona, sobre la búsqueda de Inés (Carla Crespo), que transita soltera el último tramo de un embarazo. Un presente atravesado por los recuerdos de una infancia feliz, en la casa familiar de Villa la Angostura y sus imponentes paisajes naturales, hasta la desaparición de su padre. En una de las primeras escenas, Inés llama al equipo de antropología forense para averiguar sobre esa búsqueda, que requiere de su ADN, el de su hermano Tomás y el de su madre (Rosario Bléfari). Lo que Mumenthaler hace con esta historia de hijos de la violencia política es una delicada, sutil crónica de sus huellas en la intimidad de estos personajes. Entre las memorias, armadas con fragmentos de viejas fotografías y bellísimas secuencias que recrean, con la imagen blureada o con ese grano y color de las imágenes de antes, el tiempo pasado. El cine como herramienta para atrapar, y unir, los extremos del paso del tiempo, exponiendo sus huellas. Hay no pocos hallazgos en ese camino, por el que la acompañaron muy bien sus intérpretes. La escena en que Inés retoca la única foto que tiene sola con su papá mientras la madre, que recién ha aprendido a usar el chat, aparece sobre la imagen en forma de ventanitas de diálogo. O el baile que Inés niña baila en el lago con el renault cuatro verde de su padre, poética y emocionante. O la elegancia de su desenlace. En las antípodas de cualquier subrayado, entretenida y sólida, una película hecha con inteligencia y corazón.
Simpática comedia binacional, Decime qué se siente saca partido de la grieta futbolera para una road movie de dos amigos brasileños hacia Argentina en busca de venganza. Venganza amorosa: uno va con el corazón roto después de encontrar a su "namorada", a quien iba a pedirle casamiento, no sólo con otro, sino ¡con un argentino! Lo acompaña, o más bien lo lleva, el amigo con un plan consuelo revanchista: cruzar la frontera para conquistar al mayor número posible de argentinas. La irritación idiomática, la competencia absurda, cruza las secuencias de esta aventura políticamente incorrecta, con varios momentos de humor eficaz, otros menos logrados, y una falta de pretensión que suma a la frescura del resultado.