Hacer un buen slasher Slasher, ese subgénero del asesino exagerado de adolescentes que probablemente se estableció como tal en Black christmas (1974) de Bob Clark y cuyo mejor exponente seguramente sea Halloween (1978) de John Carpenter, fue durante años sinónimo de película de terror. De hecho, Wes Craven y Kevin Williamson hicieron Scream, que fue el homenaje y actualización autoconsciente del cine de terror, y cuyo corpus de referencias son mayormente los slasher de los 80. El slasher ha sido tan exitoso como explotado y agotado, aunque tiene cierta mística melancólica entre los fanáticos del terror y cada tanto retorna con algún buen exponente como por ejemplo esta película de Ryûhei Kitamura y también con otras tantas basuras que no vale la pena recordar. He tenido la suerte de encontrarme un par de veces con la filmografía de Kitamura. Primero viendo su salvaje Midnight meat train (2008), con su final raro y gore; y luego viendo esa maravilla llamada Godzilla final wars (2004) que es un delirante, desenfadado y recomendable festejo del 50 aniversario de Godzilla. El director japonés es claramente un cinéfilo sin filtro que conoce los subgéneros que explora y eso se nota en sus películas cargadas de homenajes y autoconciencia. Nadie vive es un slasher en toda regla, más allá de alguna vuelta de tuerca: 1-Tiene a un asesino carismático y casi sobre humano interpretado por Luke Evans, quien se dedica a matar y a decir frases inteligentes y graciosas toda la película. 2-Tiene a la antagonista virginal (Adelaine Clemens) que viene a ser su debilidad, el típico personaje que no muere pero que significa la muerte para todos los que están a su alrededor. 3-Transcurre en una cabaña en medio de la nada rodeada de bosques. 4-Hay un montón de asesinatos exagerados y cargados de detalles sangrientos. A pesar de su pequeñez, Nadie vive funciona a la perfección porque utiliza más o menos, los mismos mecanismos de Scream, pero sin tanta canchereada. Kitamura no nos deja olvidar que estamos viendo una película y al mismo tiempo nos empuja a disfrutarla a puro ritmo, retorcimiento e inverosimilitud pactada desde el principio con el espectador. Por otro lado, Nadie vive no es una de esas películas que uno puede utilizar para hablar del cine de terror actual. En principio porque es de 2012 y luego porque la verdad es que no se están haciendo películas como esta, sino todo lo contrario. El mercado está dominado por las buenas o aceptables películas de James Wan y luego por un montón de copias o “inspiraciones” de Actividad paranormal. Se habla de crisis en el cine de terror, pero lo cierto es que la mayoría de las películas siguen funcionando en taquilla, lástima que son malas. Kitamura demuestra que solamente hay que saber hacer un buen slasher.
La supremacía Rogers La oleada de películas de Marvel post Los Vengadores tienen un defecto argumental común: la ausencia del resto de los Vengadores en las películas individuales. Tanto en Iron Man 3, como en Thor: un mundo oscuro, y ahora en Capitán América y el soldado del invierno, los protagonistas enfrentan peligros lo suficientemente grandes como para necesitar del resto de los integrantes. Sin ir más lejos, en esta secuela de Capitán América: el primer vengador, que es básicamente una historia de corrupción dentro de SHIELD (esa súper agencia de seguridad e inteligencia del universo Marvel) se nota claramente la ausencia de Hawkeye (Jeremy Renner), a quien ni se menciona y es un componente importante de la agencia según lo visto en otras películas. De hecho, aparece un personaje segundón como Falcón para suplir esa ausencia, más allá de que este sea, en los cómics, un aliado histórico de Steve Rogers. También digamos que la segunda fase de Marvel está produciendo films más sólidos, aprovechando la consolidación de sus personajes. Iron Man 3 posiblemente sea la mejor de toda esta mega saga hasta ahora, y Thor: un mundo oscuro, aunque siga siendo irrelevante es un poco mejor que la original. En el caso de Capitán América y el soldado del invierno estamos ante una secuela que, aunque sea absolutamente diferente a la original, mantiene la calidad general. La historia es esquemática pero efectiva: al igual que las secuelas de Iron Man y Thor, el Capitán América se va a enfrentar a los demonios de su pasado (principalmente el soldado del invierno) y a la corrupción de la agencia para la que trabaja. La trama que funciona claramente mejor es la segunda: vemos a Steve Rogers convertido en una especie de Jason Bourne, fugitivo perseguido salvaje e implacablemente por sus enemigos. Esto significa ritmo y muchas escenas de acción que son muy buenas. Un gran acierto de Anthony y Joe Russo es hacer hincapié en la potencia física del Capitán América, poniendo de manifiesto su poder que es la fuerza y la agilidad, y dándole un poco de la espectacularidad que tienen de por sí los otros personajes, como Hulk. Por otro lado, tenemos la forzada historia del Soldado del Invierno, que tiene sus altibajos y que frena un poco la trama. Aunque el personaje en sí es un enemigo formidable para Steve Rogers, las escenas de lucha entre ellos son de lo mejor de la película con coreografías contundentes y brutales. Capitán América siempre me ha parecido un personaje simpático e interesante. A grandes rasgos su historia editorial es: nace como personaje obvio de la época, un súper-soldado súper-patriota estadounidense en cuya primera portada le está dando un puñetazo en la cara a Hitler, pero con el fin de la guerra desapareció como era de esperar. En los 70 es resucitado para liderar a Los Vengadores, intenta asimilar que su mundo ha desaparecido y se culpa por la muerte de Bucky, su protegido y amigo en la Segunda Guerra Mundial. En esta última década se lo ha visto liderar la resistencia en la serie Guerra Civil, donde muere (aunque estos personajes siempre resuciten) por enfrentarse a los defensores de la ley de registro de superhéroes, que es básicamente lo mismo que enfrentarse a la ley patriótica de Bush. Allí entiende que no sólo su mundo no existe más sino tampoco sus valores ni su definición de libertad. Estos vaivenes en la historia de Steve Rogers han sido bastante bien asimilados por los responsables de sus películas. Joe Johnston cuenta de manera excelente en su Capitán América: el primer vengador la construcción del símbolo, que es el que actúa como líder natural en Los Vengadores, de Josh Whedon. Es el tipo que lleva la bandera en el pecho, los valores y la voz de mando, el que estuvo en la peor guerra perpetrada por el hombre, el único que no tiene un pasado oscuro o reprobable. ¿A quién van a seguir si no? En la película de Anthony y Joe Russo Rogers termina por asumir su situación en el mundo, convirtiéndose en un líder general y aplicando su visión purista sobre esa agencia degenerada en la que se ha convertido SHIELD, trayendo consigo algo que todos estábamos esperando en el universo cinematográfico de Marvel: consecuencias, sea lo que sea que eso signifique.
Trampa y lugar común Las películas de metraje encontrado, del tipo El proyecto Blair Witch o Actividad paranormal, son la única tendencia de cine de terror que continúa firme desde 2007, con varios estrenos anuales de este tipo. Casi que se ha convertido en un subgénero, limitado y gastado, pero que implica una fórmula eficaz y tentadora: films baratos de buen rendimiento en la taquilla. Obviamente seguiremos viendo películas de esta índole por un tiempo más, hasta que el mercado esté lo suficientemente saturado. Ya se han reelaborado en este estilo unos cuantos tópicos del género: los infectados/poseídos que se comportan como zombis con REC y Diario de los muertos; lo sobrenatural y fantasmal con Actividad paranormal, sus secuelas y cantidad industrial de descaradas copias; monstruos mainstream con Cloverfield; exorcismos con El último exorcismo. El heredero del Diablo es El bebé de Rosemary de este estilo de películas. Digamos que visualmente este subgénero tiene cierta ventaja en cuanto a la posibilidad de generar sustos realistas y tramposos, y si el director de turno tiene la habilidad suficiente, se pueden generar ciertos climas enrarecidos de gran efectividad. Pero en fin, la habilidad no es algo común. Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillet (a los cuales a partir de ahora llamaremos “los directores”) tenían una historia, es decir, tenían que contar El bebé de Rosemary pero con el marido de la protagonista fuera del culto satánico que espera la llegada del anticristo, y actuando como un idiota que no se da cuenta, hasta que es demasiado tarde, de que su esposa está siendo manipulada para que traiga al mundo a uno de los hijos de Satanás (al parecer son muchos los que van a nacer). Está bien, son convenciones del género, aunque estos directores van más allá de las convenciones, transformando al espectador, que por convención sólo ve lo que filma el esposo -que por alguna razón lo filma todo-, en una conciencia electrónica que salta de cámara en cámara, desde las de seguridad de un supermercado hasta la excesiva cantidad de cámaras de vigilancia que el culto diabólico instala convenientemente en la casa de los protagonistas. Además, cuando la película debe asustar, apela justamente al susto tramposo que mencionábamos anteriormente: golpes de efecto de un instante que se cortan con momentos de tranquilidad, sumados a elipsis sin sentido, como cierto asesinato que no es mostrado no sabemos por qué: si nuestro punto de vista son las cámaras y hay cámaras en toda la casa… pero no, vemos una puerta y escuchamos un grito, es decir, trampa y lugar común. Y hablando de trampa estamos claramente ante una película de tráiler, uno de esos artefactos cuyas únicas escenas decentes están en el adelanto. Quizás lo mejor del film sea la actuación de Allison Miller (la chica embarazada del Diablo) que sin ser ninguna maravilla está a tono y tiene cierta mirada inquietante. Zach Gilford (el esposo) por otro lado, está peor, aunque lo cierto es que su personaje requiere cierta estupidez. También hay un intento de incorporar elementos típicos del cine de terror y redondear una narración más completa. Esto está logrado a medias, pero podríamos decir que en comparación con, por ejemplo, la primera parte de Actividad paranormal, estamos ante un exponente mejor acabado pero también más arbitrario. Seguramente se han visto peores cosas de este estilo, algunas hasta indignantes, por lo cual no podemos decir que El heredero del Diablo sea de lo peor que se ha hecho. Incluso es algo recomendable para ver una de esas tardes en las cual se ha perdido toda esperanza.
Esparcir la democracia Además de 300: el nacimiento de un imperio, este año se estrena la secuela de La ciudad del pecado. Pareciera que Frank Miller ha dado rienda suelta a su ambición y quiere retomar la senda ganadora de las adaptaciones de sus obras, que suelen ser exitosas. Miller es un autor con el cual tengo mis reservas: me resulta incómodo que me gusten demasiado sus obras porque, como es sabido, es un conservador recalcitrante, y muchas veces no esquiva la justificación de cualquier barbaridad que hagan sus personajes en pos de lo que él cree que es justo. A diferencia de Alan Moore, cuyos personajes se tambalean en una fina cuerda moral, uno sabe hacia dónde caerán los héroes escritos por Miller: un abismo reaganiano de violencia sin límites. Ahora bien, en la 300 original teníamos un personaje feroz como es Leónidas (Gerard Butler), cuyo mundo y valores están desapareciendo. Lo único que puede hacer es enfrentar su destino con honor y hacer pagar cara su derrota. Por momentos pareciera que esos 300 espartanos estuvieran ganando, pero todos sabemos que la derrota es su destino inexorable. Contada mediante un apartado visual único, 300 es una de las adaptaciones del formato comic al cine más particulares que se han hecho, y me atrevo a decir que funciona mejor en ese sentido que la Sin City de Rodríguez. Desde la primera escena se nota la ausencia de Snyder en la dirección de 300: el nacimiento de un imperio. Esa plasticidad visual tan singular está aquí reproducida torpemente, a tal punto que hasta parece que le hubieran robado la sangre digital al Mortal Kombat. Además tenemos otro tipo de héroe como es Temístocles (Sullivan Stapleton), un veterano militar que a diferencia de Leónidas lucha por el futuro, por un ideal de Grecia como gran nación. Con un poco de carisma, Stapleton interpreta un personaje mucho más complejo y entretenido que el solemne bodoque de Gerard Butler. Tenemos también a Eva Green, sin duda una hermosa mujer que lamentablemente cada día actúa peor: su interpretación de Artemisa luce lamentablemente artificial, incluso para un papel que requiere ser artificial en una película que lucra con la artificialidad. A pesar del acierto que es el personaje de Stapleton, Noam Murro insiste en embarrar la cuestión política del asunto, que es la principal falla de 300: el nacimiento de un imperio. Hablo de esto de poner en boca de Temístocles aquello de que los griegos no sólo luchan por Grecia sino que por la libertad. Es más, en algún momento habla de la idea de libertad, y no sé si no dice democracia. Si a esto le sumamos que se reduce el origen de Jerjes al de un niño dolido que sólo busca una venganza personal, y también que el imperio persa se extendía en el territorio que hoy es conocido como medio oriente, y encima recordamos que Grecia es considerada la cuna de la democracia y la civilización, no va hacer falta ningún dibujo, la carga ideológica que trae consigo la película de Murro es un tanto demasiado nefasta. Y desde allí lo único que le quedaba para hacer a Murro era mejorar y aumentar el espectáculo visual, pero no lo hace. Entonces asistimos a unas cuantas cámaras lentas de mutilaciones y asesinatos exagerados y sangre en cantidades industriales que por alguna razón no mancha a los griegos. Eso sí, a pesar de la brutal bajada de línea, 300: el nacimiento de un imperio no aburre. Aunque ahora pienso, si los griegos se tomaban tanto tiempo en matar a cada soldado persa y en festejar la crueldad no hubieran podido ganar ninguna batalla… en fin.
El Vesubio se demora Graecus (Joe Pingue), un hombre que se dedica al negocio del entretenimiento con gladiadores, mira una gran grieta en el estadio por donde se filtra arena, manda a llamar a Severus (Jared Harris), gobernador de Pompeii (a partir de ahora vamos a llamarle Pompeya en referencia al barrio marplatense y para evitar los chistes fáciles con Roberto Pompei). Discuten acerca de las condiciones de seguridad del estadio o arena: el primero, que lucra con la vida de unos pobres diablos a los cuales obliga a pelear hasta la muerte, afirma que no están dadas las condiciones para el espectáculo; el segundo, al que hasta ahora lo hemos visto como un político respetable dentro de la media corrupta general, responde que si el estadio aguantó durante cien años seguramente aguantará el espectáculo de hoy. Esta escena -inverosímil, ridícula, fuera de registro y, por sobre todas las cosas, absolutamente anacrónica- ilustra más o menos la forma en que funciona Pompeii: la furia del volcán. En principio, el molde en donde se cocinó todo esto es una mezcla de cine catástrofe y película histórica de aventuras post Gladiador. Pero en lo concreto estamos ante una vil copia del film con Russell Crowe con un volcán que explota al final. Paul W.S Anderson (¿Fusión entre Paul Thomas Anderson y Wes Anderson?) es una especie de Michael Bay especializado en hacer rendir el recurso 3D. Con una filmografía cuanto menos cuestionable (Alien vs. Depredador, varias entregas de Resident Evil, ¡Mortal Kombat!), podemos declararlo un auténtico mercenario del cine. Su película no tiene un presupuesto acotado: estamos hablando de unos 100 millones de dólares. Sin embargo, muchas de las secuencias no pueden ocultar su obvio origen digital, y si a eso le sumamos unos decorados berretas, llegamos a la conclusión de que Pompeii debería haberse estrenado como una producción original del canal Syfy con producción de Roger Corman. Es ocioso enumerar la cantidad de fallas de una película a la cual he calificado con un 2, con lo cual claramente estoy instando a que nadie la vea. Pero las críticas aceptables que ha recibido, y el hecho de que la función nocturna del jueves de estreno estaba absolutamente repleta, me obliga a recordarle al público y a la crítica que a pesar de que figuran cuatro créditos en el apartado de guión, este no existe. Además de la poca rigurosidad histórica, la película plantea un par de conflictos que se resuelven mal, fuera de timing, o no se resuelven en absoluto. Abundan las escenas donde el volcán, mediante temblores y ruidos, anuncia el desastre futuro, sin que nadie le preste demasiada atención, más allá de algún caballo enloquecido, y olvidando que todo aquel que va a ver la película ya sabe que el volcán va hacer erupción. Además, el flujo piroclástico arrasa la ciudad de acuerdo a las necesidades de tensión del guion, se contiene por un buen rato, y ni hablar de un improbable e innecesario tsunami digital gigantesco que aparece como por arte de magia. Anderson parece haberse olvidado también de dirigir a los actores, unas cuantas estrellas medianamente consagradas que básicamente actúan en el registro que quieren. Kiefer Sutherland está sobreactuado y poco creíble; el bueno de Harris no se molesta en ocultar su obvio acento inglés; Carrie-Anne Moss… bueno, yo no sabía que seguía actuando; Emily Browning es, al igual que Amanda Seyfried, una especialista en hacer malas películas, pero actúa peor. Ni hablar del protagonista, Kit Harington, alguien incapaz de generar empatía. Más o menos todos sabemos que Pompeya fue barrida por una erupción monumental del monte Vesubio en el año 79 d. c. y que muchas de las víctimas quedaron petrificadas en la posición en que murieron. La pareja protagonista de este delirio queda petrificada en el momento en el que se dan su primer y único beso, aunque el Vesubio llegó tarde a librarnos de la estupidez.
El concepto Robocop De las maneras en que uno puede encarar el análisis de una remake, ejercer la comparación con la original me parece la menos acertada y la más perezosa. Pero muchas veces, casi que nos vemos obligados a remitirnos al material original, por lo menos para ver cómo dialoga mínimamente con la nueva versión. En el caso de Robocop me resulta ineludible. La película de 1987 dirigida por Verhoeven contiene una gran lista de aciertos. En principio es una mezcla de policial violento y película que cuenta el origen de un héroe. El realizador aprovechaba todo los recursos genéricos y de producción que tenía a su alcance, desde los aceptables efectos especiales a los tópicos del policial de acción y hasta se apropiaba de un tema cronembergiano por excelencia como es la exploración de las consecuencias de la relación carne-máquina o naturaleza-tecnología. De pasada nos dejaba en claro que Robocop sólo era posible en Estados unidos y más específicamente en Detroit, esa ciudad pujante de las corporaciones automotrices que iba camino al desastre, y que dicho sea de paso, en 2013 se declaró en bancarrota y es considerada la primera necrópolis norteamericana. El concepto El primer error de esta remake es hacer discutir a los personajes, durante mucho tiempo, el concepto Robocop y sus implicaciones morales, científicas, económicas, bélicas, tecnológicas, políticas legislativas, etcétera. Aparece Gary Oldman interpretando al científico creador que está arrepentido desde el principio cargando la culpa de su problemática creación. Michael Keaton es el CEO cool posmoderno y canchero que claramente piensa que la ética está tan pasada de moda que lo único que hace es agarrar su teléfono y desparramar cinismo por toda la película, obviamente Robocop es su producto y lo manipula a su antojo. Jay Baruchel, que interpreta al publicista encargado de manejar la imagen del producto, es el único capaz de aportar algún buen chiste, pero está tan solo que lo hace con un poco de vergüenza. Jackie Earle Haley es el brazo duro de OmniCorp, un ser despreciable que odia a Robocop y al mundo, le gustan los robots lisos y llanos y no híbridos con dudas y conciencia. Samuel Jackson es el periodista funcional de la derecha de turno y sólo aparece para hacer su pequeño y lavado acto paródico. Todos lugares comunes sobreactuados y artificiales. El director José Padilha se equivoca por completo y filma dos horas de gente discutiendo acerca de este concepto de policía humano robotizado. Lo que en la película de Verhoeven se vislumbra, o se extrae en medio de la avalancha de violencia y acción aquí es explícito y aburrido. Encima las pocas escenas de acción, aunque correctas pero escasas y del montón, no terminan de agilizar un guión pobre y repleto de lugares comunes. Cronemberg Como decíamos, en la película de 1987 Verhoeven tomaba prestada la problemática de Cronemberg acerca de los cuerpos y la tecnología. En su película, Alex Murphy queda reducido a su mínima expresión, y de hecho parte importante de la trama se trata de cómo lo humano intenta tomar posesión del cuerpo robótico y así reconstruir su identidad, algo que Padilha sólo entiende a medias: su Robocop es tan solo Joel Kinnaman (y su escaso carisma) con un traje negro extravagante, al que tienen que mantener dopado, lógicamente, porque no soporta su nuevo yo. Es decir, Murphy está demasiado vivo como para considerar verosímil haber sido convertido en un hibrido mitad hombre mitad robot. Finalmente, el realizador deja pasar el tema, que se va volviendo tan confuso como el resto de las subtramas. Peter Weller es más que Joel Kinnaman aunque no hacía falta decirlo. La ciudad En el mundo planteado en esta nueva Robocop, nuestro héroe es utilizado con la vieja lógica de hacer creer al público que necesita algo que realmente no necesita. Un producto meramente marketinero que sólo sirve para presionar políticamente mediante la opinión pública. Entonces, es lógico que apenas sea retratado el estado de la ciudad que lo vio crecer. La Detroit de la película no parece una ciudad violenta desgarrada por el narcotráfico, el desempleo y la pobreza, con lo que Padilha deja escapar al vuelo otro tema que le podría haber dado la carga dramática que pretende alcanzar mediante los diálogos de personajes excesivamente solemnes. Encima la Detroit de esta película no sólo está mejor que la de la película de 1987, sino que también está bastante mejor que la Detroit actual. Es decir, un despropósito considerable. La nueva versión de Robocop hace que queramos volver a ver el clásico ochentero de Paul Verhoeven, que con 26 años de antigüedad es mucho más actual y entretenido que este artefacto poco feliz de Padilha, que sencillamente se queda a medias en todo.
Infancia recobrada Si hemos tenido algo de suerte y tuvimos una infancia lo suficientemente decente como para llamarla buena, seguramente tendremos recuerdos que nos pasaremos evocando toda la vida, tan sólo para rescatar el reflejo de aquellas placenteras sensaciones que nos parecerán a la distancia puras y de una intensidad inaudita. Este es el primer pensamiento en forma de sentencia que se me ocurrió ni bien terminé de ver La gran aventura Lego. El siguiente pensamiento fue que necesitaba un cigarrillo. Esto de la evocación de recuerdos es algo que está mucho mejor explicado en En busca del tiempo perdido, de Proust, obra que por ahora preferimos evitar leer, al menos por el resto de nuestras vidas, simplemente porque pasaríamos el tiempo que nos queda de existencia leyendo los recuerdos de Marcel y no podríamos evocar los propios. En fin, no seremos Proust pero digamos (develando la menor cantidad de detalles argumentales posibles) que el gran acierto de la película de Phil Lord y Christopher Miller es entender la mente infantil con respeto y ternura. Por lo cual nos encontramos en principio con una historia de una lógica anárquica y lúdica, que le da vía libre al sentido del humor sarcástico, que comparte con otras producciones que tienen a los muñequitos lego como protagonistas como Lego Batman: The Movie, pero a la vez, nos ofrece una aventura de mucho ritmo perfectamente construida, con espacio para temas como el amor, la amistad y el heroísmo. Para aquellos que en su infancia tenían un espíritu solitario e imaginativo, como por ejemplo este crítico, el efecto que produce esta película es hermoso y melancólicamente devastador. Continuamos, haciendo un esfuerzo sobrehumano para evitar hablar del giro importantísimo que tiene la trama. Lord y Miller (que han codirigido la excelente Lluvia de hamburguesas y la buenísima Comando especial), que deben ser unos amantes obsesivos del cine, se apropian de unos cuantos elementos de la cinematografía contemporánea que combinan de manera admirable. Es demasiado evidente hablar de la influencia del espíritu Pixar sobrevolando todo el film o el tema spielgberiano de la tensión en la relación padre-hijo. Tenemos al protagonista, Emmet, personaje que tranquilamente podría ser protagonista de una comedia de Ben Stiller, un ser genérico del montón que a la fuerza debe encontrar qué hay de especial o propio en él. Por otro lado, hay una cantidad enorme de gags repletos de referencias y homenajes, como la aparición de Batman, que es una burla constante y divertidísima al hombre murciélago de Christian Bale o los gerentes obsesivos que son una clara referencia a los centinelas de Matrix. La autoconciencia desquiciada que hay en La gran aventura Lego es esencial, no sólo para que los chistes funcionen sino también para no dejarnos olvidar de que a fin de cuentas estamos viendo un juego. Los directores parecen querer decirnos que ese espíritu lúdico es lo más importante que debemos rescatar para disfrutar de esta película y de todo básicamente. La gran aventura Lego reflexiona no sólo sobre lo que es enfrentarse al mundo siendo un niño, sino también sobre la importancia de la imaginación y ese primer contacto con la narración que alguna vez nos hará entender por qué hemos hecho lo que hemos hecho alguna vez. Sin embargo, al terminar de verla, la reacción más lógica al salir de la sala sería alejarnos cantando para adentro “¡todo es increíble!”
Convicciones Desde el estreno de Rocky Balboa (2006) Sylvester Stallone inició un proceso de revisión de su carrera. Película tras película, y con mayor o menor efectividad, lo hemos visto regresar a sus personajes emblemáticos, encarnar héroes de acción anacrónicos autoconscientes, y burlarse con cariño y nostalgia de toda una generación de actores que en los ochenta eran las estrellas del cine de acción. Y en cada una de estas películas flota la pregunta: ¿qué hacemos en el nuevo siglo los dinosaurios violentos como nosotros? A veces surge una interesante respuesta como Rocky Balboa o Los indestructibles 2, pero también hay espacios para abominaciones como John Rambo. Entonces, han pasado ocho años desde el estreno de Rocky Balboa y pareciera que este proceso interior y cinematográfico no le podría haber salido mejor al bueno de Stallone: ha vuelto a ser protagonista de películas de acción como en la entretenida Plan de escape y hasta ha generado una nueva franquicia con Los indestructibles que promete unas cuantas entregas más, al menos hasta que estos muchachotes empiecen a morir. En este contexto entra tranquilamente Ajuste de cuentas que es -además de la obviedad de enfrentar a “Rocky” y “De Niro-La Motta”- una comedia un poco fallida. Tenemos un arranque interesante, el rencor añejo de dos ex boxeadores, Razor (Stallone) y The Kid (De Niro), construido en unos pocos entretenidos minutos. Luego, con un esquematismo rígido, se despliegan las subtramas que cuentan lo que son las vidas de los protagonistas treinta años después y cómo esta rivalidad extrema ha afectado la vida de todos los que quieren. La historia de amor trunco entre Kim Bassinger y Stallone es burocrática, al bueno de Sylvester le cuesta bastante mostrarse como un ser sensible y romántico. Lo mismo sucede con la historia que le toca a De Niro con la aparición de un hijo mayor de edad al que no conocía. Ambas subtramas lineales y estiradas evidencian claramente su calidad de relleno. La película dirigida por Peter Segal (Locos de ira, Como si fuera la primera vez y otras cosas que prefiero no recordar) funciona mejor cuando se convierte en una comedia de boxeo, las burlas que recibe De Niro, la parodia y los guiños a Rocky por parte de Stallone. Tenemos la participación de dos comic relief, por un lado el insoportable Kevin Hart que no para de gritar y balbucear cada vez que aparece, y el divertido Alan Arkin que hace de viejo malhumorado desde que interpretó al abuelo cocainómano de Pequeña Miss Sunshine (desde este humilde lugar le pedimos que se deje de robar por lo menos dos años). Antes de que nos olvidemos, avisamos que hay que mirar después de los créditos dos muy buenos chistes. Retomando el principio, decíamos acerca de la revisión que ha hecho Stallone de su carrera, y cómo ha pensado los personajes que compone desde sus películas. En la opinión de este critico Sylvester no ha terminado de deconstruir hasta la médula el tipo de héroe que ha instalado desde hace treinta años, y lo mismo sucede aquí en Ajuste de cuentas. Stallone compone personajes de convicciones, inclaudicables, y ya que estamos, es la reserva moral de sus películas y por extensión de Norteamérica que como todos sabemos deber ser dura como el granito o -ya que estamos en el Siglo XXI- dura como el mejor material de aleación. Incluso deja los personajes más ambiguos y complejos para los demás, Schwarzenegger en Plan de escape, De Niro aquí y en Los indestructibles… bueno no hay personajes ambiguos en Los indestructibles. Más allá de los momentos divertidos de Ajuste de cuentas, sus fallas y repeticiones nos hacen pensar que tal vez se está agotando este mecanismo de resucitación de viejas glorias. Quizás sea el momento de que Sylvester arriesgue un poco o se muera, porque de filmar no va a parar claramente. Y para terminar una última certeza: De Niro filma demasiado.
Franquicia agotada Nuestro ya viejo 2013 terminó con una buena noticia: no hubo en todo el año una entrega de Actividad paranormal. Dos días después de comenzado el 2014, el director y guionista Christopher Landon nos arroja este spin-off chapucero, que le da un poco de aire a la agotadísima saga, pero que sigue siendo fallido y no levanta demasiado la cabeza que la cuarta entrega dejó muy abajo. Me considero un defensor de Actividad paranormal, aunque nunca dejé de aceptar que era un esqueleto de película, con un guión chato y su -demasiadas veces absurdo- único recurso de la cámara en mano. Sin embargo, la primera entrega ganaba en efectividad y creación de climas; la segunda ampliaba ese universo y le agregaba un par de sustos industriales que seguían siendo efectivos; la tercera era la peor hasta su momento pero se arriesgaba bastante intentando agregar material para la instalación de una franquicia que sólo terminaría cuando los números no dieran para más; y la cuarta entrega tira todo por la borda, la franquicia se ve más que agotada en todos sus elementos, abandonando los pocos puntos a favor de sus predecesoras y pareciéndose demasiado a las copias y sucedáneos berretas que la propia Actividad paranormal había generado. Actividad paranormal: los marcados tiene lagunas enormes en su (seamos generosos) guión y se vuelve tediosa en sus apenas 80 minutos de duración. Sin embargo, tiene un comienzo logrado, algunos buenos gags y cierto sentido del humor sobrevuela la primera media hora de metraje. Luego, cuando la cosa se pone seria y comienzan a aparecer las referencias a las anteriores películas todo se vuelve muy rutinario y aburrido, se evidencia la necesidad de repetir fórmulas y darle guiños al espectador para que no piense que está viendo otra cosa que nada tiene que ver con Actividad paranormal. Entre las pocas cosas a favor, encontraremos algunas referencias a Poltergeist y la divertida utilización de un Simón (ese juego de las melodías y las luces de colores) como una tabla ouija. Y entre las ridiculeces supremas nos veremos con unos pandilleros mexicanos matando brujas a escopetazos y un aparente poco justificado viaje en el tiempo. Todo esto llevó a que este crítico se riera bastante y termine calificando el film con un 5 y no un 4 ó 3. No es ningún secreto que los personajes de las películas de terror suelen ser lugares comunes ambulantes, de moral rígida e infantil y de caracteres esquemáticos, pero aquí Landon no hace ningún esfuerzo por obviar los famosos prejuicios que hay sobre los mexicanos en Estados Unidos, por lo cual, ya que en Actividad paranormal: los marcados los protagonistas son mexicanos, estaremos rodeados de: abuelas católicas que toman tequila y no hablan inglés; personajes que hablan como si salieran de una canción de Molotov; chicas morenas voluptuosas y promiscuas; pandilleros y ladrones por doquier; conventillos y fiestas ruidosas llenas de colores, tacos, personajes subempleados y un largo etcétera. No hay mucho más para decir acerca de este exponente del más sucio lucro. Quizás sea el momento de una frase ingeniosa y pavota al mejor estilo Catalina Dlugi. Ahí va: lo único paranormal que hay aquí es que se siguen haciendo estas películas.
La ignorancia es una bendición Ritual sangriento (que en inglés se llama We are what we are, algo así como Somos los que somos) es la versión norteamericana de la película mexicana de 2010 Somos lo que hay, dirigida por Jorge Michel Grau. Para terminar el año con la mayor sinceridad posible, este crítico quiere confesar que no vio la película mexicana, por lo cual lo anterior es sólo un dato anecdótico que sirve nada más que para no ningunear el verdadero origen de esta historia, que por otra parte es bastante buena. Este 2013 ha sido un año de aislados aciertos para el cine de terror: tenemos la excelente remake de Posesión infernal de Fede Alvarez, y dos intervenciones de James Wan en el circuito comercial, con la buena El conjuro, y la un tanto más irregular La noche del demonio 2, además de la simpática e intrascendente El último exorcismo 2. Esto en medio de una catarata de cosas fallidas e infladas como Mamá; porquerías como Ausencia; el innecesario estiramiento del uso de la cámara en mano proporcionado por las Crónicas del miedo 1 y 2; esa secuela absurda que es La masacre de Texas 3D, que se encarga de subrayar todo el tiempo las tetas de Alexandra Daddario; y también la absolutamente absurda Cacería macabra. Pero a Ritual sangriento la podemos ubicar entre las primeras. No vamos a encontrar nada nuevo en el argumento pero sí algo bien propio del género: es la historia de una familia de caníbales oculta en un pueblo olvidado de la América “profunda”. Podemos decir que si un 1% de lo que sucede en las películas de terror que transcurren en el sur olvidado de Estados Unidos sucede en la realidad, debe ser más agradable pasar un fin de semana en Termas de Río Hondo con Etchecolatz que pasear por aquellos páramos. Chiste aparte, el primer gran acierto de Jim Mickle es adaptar la historia a Estados Unidos de manera tan orgánica que así como está contada no podría suceder en otro lugar. Luego, el director hace una excelente lectura del registro que tiene que utilizar, por lo cual Ritual sangriento es en principio una tragedia clásica, y también un drama intenso que se apoya en la solidez de las actuaciones de sus protagonistas, sobre todo de Ambyr Childers y Julia Garner, que tiene una mirada cuanto menos perturbadora. Entonces Ritual sangriento se acerca más a la excelentísima Lazos perversos que a La masacre de Texas o a Despertar del Diablo (si no me creen comparen los pósters, son idénticos). También hay que decir que el resto de los personajes no tienen los matices de los protagonistas y sí parecen sacados de los estereotipos del género. La madre, el sheriff, el novio de una de las chicas, la vecina y hasta el médico (personaje importante que es quien pone en movimiento al guión) son más bien esquemáticos y predecibles. Y ya que estamos dentro de las pocas negatividades de este film, mejor mencionamos la absurda insistencia de Mickle en incluir diálogos en referencia al título y el conflicto de la historia. Tenemos a los personajes preguntando demasiadas veces por qué son como son o afirmando que son esto que son, lo cual es innecesario y sorpresivamente grueso para la sutileza que maneja el resto de la película. Pero volvamos con un punto positivo: el final es de una intensidad mayúscula. Habiendo dicho esto vamos ahora a hacer nosotros referencia al título de esta crítica, La ignorancia es una bendición. Uno de los principales temas que se desprenden de la trama es acerca de las creencias y las tradiciones ligadas a ellas. Una verdad que resuena en aquel chiste de hace un par de párrafos acerca de la América “profunda”, es que en el interior olvidado de los países existe, aún muy arraigadas, tradiciones, cultos y creencias, que en gran parte son reservas culturales pero que también contienen algún porcentaje de prácticas despreciables, hijas de la ignorancia y la persistencia absurda sólo por el valor histórico, como en el caso del toreo. Una de las cosas más terroríficas de Ritual sangriento es que nos muestra a Frank (Bill Sage) aferrándose descarnadamente (nunca mejor dicho) a su creencia porque es un hombre demolido, y ese es su único sostén existencial, eso que hace es lo que es, como claramente afirma una y otra vez esta película. A este crítico, que adhiere a un ateísmo de fast food, le asustan mucho ese tipo de personas. La ignorancia es una bendición (con toda la connotación religiosa de esta palabra); la ignorancia es felicidad dice un temazo de los Ramones; “hay cosas que no queremos saber” grita Flanders en un excelente capitulo de Los Simpson; la ignorancia puede ser una horrible tragedia, tal y como lo cuenta Jim Mickle en su buen Ritual sangriento.