La segunda película de Alejandro Magnone nos habla de una inmigrante armenia, en la piel de Norma Aleandro, quien sufrió, vio y atravesó de pequeña el genocidio armenio. Emplazándose en el año 2005, la génesis del film indaga en los conflictos y las problemáticas existentes en vida de personas de una generación hermanada por el sufrimiento y el desarraigo familiar. Producto de una ficción con fuerte anclaje en los hechos históricos que sirven de inspiración, el relato vertebra la universalidad, también siendo lo suficientemente sensible como para instalarse en la particularidad de las experiencias de su núcleo protagonista. No es mérito menor encontrar amabilidad en medio de un panorama tan desolador. Allí reside el acierto de un director, lo suficientemente curioso como para inspeccionar en lo pintoresco de la cultura y gastronomía autóctona, aspectos, tramando lazos afectivos evidentes. Su intención radica en rescatar historias coincidentes con aquel hecho atroz, con miras a la búsqueda de la comprensión acerca de lo sucedido. En 2015 se cumplieron cien años del genocidio armenio; también hemos sufrido nuestros terremotos por estas latitudes. Reinterpretar el sufrimiento de un pueblo, bajo nuestras coordenadas sociales, es sinónimo de memoria, madurez, autocrítica, independencia y evolución. Aspecto a destacar, el film nos convida del regreso al cine de nuestra gran Norma Aleandro, en conmovedor retrato, luego de varios años alejada de la gran pantalla. Acompañan a Norma brillantes intérpretes como Lidia Catalano, Manuel Callau, Héctor Bidonde y Florencia Raggi. “El Secreto de Máro” es un loable hallazgo de la reciente cosecha cinematográfica nacional.
Ganadora del reciente concurso “Blood Window”, esta apuesta al género sobrenatural bajo una mirada de autor, nos trae el desafío que enfrenta una familia, buscando sobrevivir en horas críticas que presagian el apocalipsis. Una mirada de corte netamente religioso anuncia que el lado correcto elegido salvará a unos pocos. Enmarcado en los límites de un thriller fantástico, “Lo Inevitable” transcurre a mediados de los años ’50. El realizador de “Pájaros Negros” se inspira en el cine de M. Night Shyamalan (a quien homenajea, de modo explpícito), construyendo un producto de infrecuente hallazgo en nuestro medio. Un detallista tratamiento del color y la gravitación de personajes perturbados por inquietantes traumas internos conforman las principales características de un film en donde el factor externo actúa como desencadenante. La llegada de un extraño coloca en jaque creencias y devela secretos, favoreciendo a la construcción del clima. Claustrofobia e incertidumbre buscan elevarse como condiciones que impacten en el espectador. Fercks Castellani presta especial atención al conflicto autocontenido en las dimensiones de una cabaña, terreno propicio para un atractivo uso del fuera de campo, como instrumentación de una intriga siempre sugerida y nunca explícita en dar conclusiones. Entre falsos profetas y funestas profecías, la imaginación dará forma al miedo que no se representa con imágenes.
El subgénero de cine judicial que siempre nos resulta atractivo y tan profusa historia ha tramado. Aquí, la complejidad de un caso de asesinato esconde su verdadera naEl subgénero de cine judicial que siempre nos resulta atractivo y tan profusa historia ha tramado. Aquí, la complejidad de un caso de asesinato esconde su verdadera naturaleza. Esta premiada película es la más reciente adaptación de un best-seller autoría de Ferndinand von Schirach, abogado y nieto de las juventudes hitlerianas, publicado en 2011. Su responsable es un fenomenal hito de ventas: posee obra traducida a más de treinta idiomas. Escritor y jurista alemán, von Schirach es autor de los volúmenes de cuentos “Crimen y Culpa”. La inquietud fundamental que nos presenta “El Caso Collini” gira alrededor de la pregunta: ¿porqué lo hizo? ¿cuál fue el auténtico móvil del delito? Tensando la cuerda del suspenso bien entendido, logra interpelar, indagar y cuestionar ciertas circunstancias derivadas de la posguerra, esa porción de la historia a la que la nación germana está moramente obligada de confrontar. El olvido que suele maquillar la carencia de autocrítica no es, precisamente, un pecado cometido por el director Marco Kreuzpaintner (“Tormenta de Verano”). La jerga legal y una narración en flashback cumplirá con los requisitos y convenciones de la vertiente genérica. Sabiendo que es pertinente inquietar, el film se aboca en desnudar cuestiones contingentes al proceso de enjuiciamiento que dará justo castigo a los culpables. Un ensayo acerca de la memoria.
Cosechando múltiples premiaciones en festivales a lo largo del último año (fue presentada en Sundance 2021), la reciente nominada al Oscar “Coda”, es un remake en inglés de la película en francés “La Famille Bélier” (2014). Una serie de singulares escenas nos conmueven, tanto por su profunda simplicidad como por la autenticidad que ostenta la directora y escritora Sian Heder, a la hora de transmitir las emociones de sus personajes. Una cena familiar en donde los comensales se comunican, en silencio, solo a través de señas. Un feliz cumpleaños que puede ofrecerse de mil formas bellas distintas. Un canto entonado en silencio, no hay testigos de aquel talento oculto, tan solo las aguas tranquilas reflejan la oscilación de aquellas notas. El descubrimiento de una vocación, acaso un tesoro disfrazado en una voz de arena y pegamento, decía Bowie de Dylan. Lo importante es tener algo que decir. “Coda” comprende a la música como luz del alma y elemento alquímico que ilumina el camino de una misión: trascender. Heder sabe perfectamente que acorde pulsar y son los pequeños detalles los que convierten a “Coda” en una gran oda que rescata la belleza primal del cine mudo. Del bullicio al silencio, a veces una brecha imperceptible conduce los designios de este coming of age para la dupla de hermanos protagonistas. Hay una mirada sensible, acerca de aquel mundo que encasilla y posterga a todo aquel distinto en su condición. Compasiva, aunque no condescendiente, sabe bien que tono dramático inferir para no caer en el abordaje burdo y previsible. ¿Cuánto sacrificarías por otro ser humano?, pregunta el histriónico profesor de música. La contundencia de aquella escena significa al film por completo. Poderosa, emotiva y genuina, su acierto se apoya en el talento de un elenco inmejorable. Tampoco es casualidad la inclusión en el excelso reparto, liderado por la joven Emilia Jones, de la ganadora del Oscar Marlee Matlin (“Hijos de un Dios Menor”, 1986). Hay una relación entre discípula y maestro planteada de modo exquisito. Hay verbos inevitables que conforman la huella del camino: desafiar, exigir, disciplinar, educar. Allí está esa adolescente, desafiando todo mandato familiar habido y por haber, destinada a cumplir una misión, el peso de su sueño. La clave implica elevarse por encima del paisaje que ofrece un negocio familiar pesquero, dentro del grisáceo marco geográfico de un pueblo que poco tiene para ofrecer. Puede el juicio de un semejante herir la susceptibilidad y la autoestima de aquel poseedor de un talento, un don, a la vez una extraña en una familia donde parecería no pertenecer. Al fin y al cabo, destaca la labor de aquel guía espiritual y musical, encargado de convencer a la muchacha de su capacidad, convirtiéndose en el mecanismo de ignición para aquel revelador descubrimiento. De ponerle una voz, poderosa, reconocida como propia e impostergable en su escucha, a ese talento que simula un diamante en bruto. La simbólica utilización del silencio y los sonidos para transmitir la lucha personal de cada personaje, así como la interacción de unos con otros, son pura poesía en movimiento. Una perfecta diagramación de la subjetividad en la elipsis sonora. Su enfoque es en absoluto trágico, prefiriendo una búsqueda luminosa, que no prescinde jamás del humor, incluso como salvataje en sus trances más amargos. Música intradiegética y extradiegética, casi sin distinción, abrevan en posibles simbolismos. Signos, pentagramas y más señales. Se trata de confrontar nuestros monstruos internos. Este eficaz film nos resulta una aleccionadora alegoría acerca de las formas del lenguaje, también un ensayo sobre la comunicación humana, colocando a la música como vehículo liberador en su bendito y ceremonial ejercicio. Hay algo allí vibrando, extremadamente puro, sanador e intocable.
Insípido aporte cinematográfico que busca recrear las hazañas de un heroico bombero ruso, durante la trágica explosión en Chernobyl. Quien mejor que la propia industria rusa para contar su verdad acerca de los funestos hechos que tuvieran al mundo en vilo, ocurridos en abril de 1986. Puede concebirse la presente película como un acto contestatario a la exitosa serie protagonizada por Jared Harris, Stellan Skarsgaard y Emily Watson, aclamado producto de HBO, estrenado en 2019. Si la serie, con denodado compromiso social y un cabal entendimiento del entramado político, pretendía colocar en contexto el daño ecológico sin precedentes causado por la central nuclear, buscando visibilizar a los responsables del desastre, aquel factor brilla por su ausencia en un largometraje ingenuo, solapado y por demás insuficiente a la hora de responder interrogantes acerca de los auténticos responsables del desastre. Tomando mínimas consideraciones ideológicas acerca de la situación política que atravesaba la, por entonces, Unión Soviética, la realizadora Danila Koskovskiy se ocupa, mediante el empleo de una solvente técnica visual, en colocar el punto de interés sobre la lucha en contra de las adversidades que suele convertirse en el núcleo central de todo cine de catástrofe que se precie de tal. Podemos revisar la profusa producción del subgénero, desde su eclosión a mediados de los años ’70, con películas hollywoodenses como «El Coloso en Llamas» o «Poseidón». Mediante un diseño conceptual que no escapa al cliché y recurriendo a escenas de impacto que no traducen caudal emotivo alguno, existe en «Chernobyl» un nulo interés por revisar el pasado. Por el contrario, la subtrama romántica que, incomprensiblemente, se dimensiona ante nuestra incredulidad, desperdicia enorme cantidad de metraje y se convierte en un lastre narrativo que dilapida el considerable potencial del film.
Editada en 2008, por Laura Alcoba, la novela “Manèges, Petite Histoire Argentine” retrata su infancia y adolescencia. Radicada actualmente en París, es también autora de las novelas “Jardín Blanco” (2010), “Los Pasajeros del Anna C.” (2012) y “El Azul de las Abejas” (2015). Hija de militantes, Laura habitó la ‘Casa de los Conejos’, ubicada en la ciudad de La Plata. Allí funcionaba, oculta tras una fachada, la principal imprenta de Montoneros que publicaba el periódico “Evita Montonera”. Aquellos días vividos en la inocencia infantil corrompida, en donde se perpetraban actos de represión ilegal contra militantes. Un panorama de contemplaba la existencia de centros de detención y robos de recién nacidos. Esta es la cruda historia que lleva a la pantalla la realizadora Valeria Selinger, desde la mirada de una niña acostumbrada a mutar de piel para sobrevivir. Nos encontramos en el año 1975. En Argentina, se respiraban aires opresivos. Se cernía la noche de un baño de sangre inminente, proliferaba el miedo a vivir en la clandestinidad y nuestras libertades individuales estaba a punto de ser cercenadas, del modo más cruel y perverso. Censura, persecución y muerte serían el denominador común de un nefasto lapso que se prolongaría hasta 1983. “La Casa de los Conejos” nos habla acerca de la verdad resquebrajada y un espacio físico como refugio para pensar nuestra identidad: aquellos secretos que conforman una realidad tergiversada, como mecanismo de ocultamiento. Una historia abordada previamente en el ámbito cinematográfico nacional por “Infancia Clandestina” 2012), del notable Benjamín Ávila. La represión justificada y el autoritarismo validado por el aparato represor, a las puertas de la última dictadura, desnuda la cara del poder que avalaba al sometimiento, la brutalidad y la violencia, acallando voces. La denuncia y delación a sospechosos de subversión alimentaba la atmósfera imperante de miedo, aspecto presente y constatable en el valiente y mejor logrado film de Benjamín Naishtat, “Rojo” (2018). La historia mil veces contada ya por nuestro cine, que se repite en la simplicidad que desprende la perspectiva de una niña. Abordando temas como la pérdida de la inocencia y las mentiras compradas como verdad, “La Casa de los Conejos” prefiere una estética minimalista. Su registro ficcional cruza la esencia con el enfoque documental que reconstruye los ecos de una Argentina oscura. Sin embargo, observamos un uso del lenguaje cinematográfico demasiado monocorde, resultante en diálogos un tanto acartonados, una implementación de planos poco favorecedora y una puesta en escena no precisamente ingeniosa. Mediante un elenco que incluye a Paula Brasca, Mora Iramaín García, Guadalupe Docampo, Darío Grandinetti y Miguel Ángel Solá, la autora conserva la memoria viva que repudia el horror militar; la libertad siempre nos rescatará de un tiempo atrás hecho de atroz silencio. En “La Casa de los Conejos”, la denuncia adquiere ese matiz conmovedor a su cruento desenlace. Aún víctima de cierta desprolijidad en el relato y dejando entrever un vuelo creativo cercenado por cierta carencia de ideas (que no implica economía de recursos), la voz de los protagonistas otorga entidad al miedo y al peligro inminentes. Es una prosa que relata días vividos a la sombra. Una herramienta de lucha y concientización, como elemento transformador de la acuciante realidad.
Una línea de tiempo que se retrotrae más de medio siglo atrás. Durante la década del ’60, los amantes de la ciencia ficción conocieron “Duna”, de Frank Herbert, prolífico fotógrafo y periodista que construiría una auténtica cosmogonía alrededor de las cinco secuelas que componen el universo desértico. Una pieza literaria destinada a convertirse en un clásico de culto. La empresa de llevar a la compleja novela a la gran pantalla, por parte de un joven e inquieto David Lynch, se convertiría en una odisea, hacia 1984. Producida por el legendario Dino De Laurentis, se insertaba dentro de un panorama del cine sci-fi posmodernista regido por la omnipotente saga de “La Guerra de las Galaxias”. Guerreros galácticos, batallas épicas y un salvador con poderes paranormales, en la piel de Kyle MacLachlan, a punto de convertirse en actor fetiche del siempre impredecible Lynch, conformaron los elementos preponderantes de esta mastodóntica transposición. Sin embargo, el veredicto de la crítica fue, en absoluto, aprobatorio. Sucede que el director nativo de Montana, por aquel entonces, no gozaba de los pergaminos y la validación como cineasta ultra respetado que hoy ostenta el responsable de logradas gemas como “Prisioneros” (2013) o “La Llegada” (2016). Desde su inquietante “Maelstrom” (2000) a su abrasiva “Polytecnique” (2009), Dennis Villeneuve se ha confirmado como un visionario arquitecto visual, perfeccionista orfebre de la imagen cinemática. No resulta extraño que haya sido elegido para dirigir la inesperada secuela de una de las películas de ciencia ficción más fenomenales de todos los tiempos, la distópica “Blade Runner 2049” (2017), digna heredera futurista, ciberpunk y neo-noir de la magna obra de Philip K. Dick. Su interés casi fetiche por la literatura apocalíptica parece no agotarse, encargándose de una nueva adaptación de “Duna”, uno de los estrenos cinematográficos del año. ¿Quién mejor que él para vestir de imágenes en movimiento la siniestra cosmovisión del incomprendido Herbert? Nacido en Québec, este brillante cineasta reconocido internacionalmente, se vislumbra como uno de los talentos más atractivos del mapa industrial contemporáneo. Aquí, se muestra, por enésima ocasión, en excelente forma. En Villeneuve, todo cobra magnitud operística: “Duna” es un abrumador poema visual que toma prestada una página del manual shakesperiano consumando la más exagerada tragedia. Como indudable marca autoral, una compleja estructura dramática nos lleva a desconfiar de sus extrañas criaturas, mientras un tratamiento narrativo fuera de lo convencional otorga dinamismo a sus relatos, brindando algunos de los más impactantes momentos cinematográficos del nuevo milenio. La novela le cae como anillo al dedo para su siempre grandilocuente puesta en acción. Su detallismo es tal, que objetos portadores de verdades milenarias adquieren la significancia grandiosa de resolver la narrativa de forma elocuente y original. Allí radica la grandeza de un cineasta de inagotable creatividad, capitalizando para sí el inmenso potencial de tan épica novela. Prestemos atención al perturbador uso de la música (en manos del proverbial Hans Zimmer); también a la sorprendente inventiva para que los médanos desérticos cobren vida propia como si de una pieza de opt-art se tratara. Ubicándonos en un futuro distante, una fastuosa puesta en escena recrea las coordenadas histórico-temporales, mientras una paleta de colores saturados transmite cierta falta de esperanza respecto a la condición humana. Para el autor, los temores más resonantes e intrínsecos se vuelven realidad sin compasión por sus personajes. Su pesquisa se vale de elementos cruciales para cimentar una mirada impactante sobre la incomunicación humana, la identidad y los miedos. “Duna” se conforma como un espectáculo visual y sonoro, un blockbuster distópico en donde metáforas lo suficientemente logradas suelen representar deseos reprimidos. Villeneuve utiliza una única perspectiva: sus personajes conllevan un sentido insustituible del honor y la venganza, concatenando un all star que incluye a intérpretes de la talla de Timothée Chalamet, Rebecca Ferguson, Javier Bardem, Oscar Isaac, Josh Brolin, Stellan Skarsgaard y Charlotte Rampling. La sofisticación del canadiense no llega al delirio colosal y lisérgico de Jodorovsky, así y todo, sabe valerse de su inagotable cantera de recursos para adaptar a esta auténtica odisea esteparia, haciendo gala de una personalidad arrolladora.
En Francia, a fines del siglo XVIII, una pintora llega con el encargo de realizar un retrato de bodas de una joven próxima a casarse para cumplir con el designio de su madre. El vínculo que establecen la muchacha (quien acaba de abandonar un convento) y la retratista acrecentará las dudas que la primera posee sobre su futuro matrimonio, al tiempo que despertará sentimientos entre ambas. Estéticamente e históricamente, situándonos en dichas coordenadas, su mirada se inspira en el romanticismo pictórico, esa corriente que sucede a la pintura neoclásica imperante de finales del XVIII, y que se manifestó en diversas expresiones, propiciados por la revolución francesa. Esta poderosa premisa argumental, encierra en su sencillez una profunda indagación de caracteres. Es un elogio al cortejo, a la mirada y al misterio que encierra todo acto creativo, en donde pintor y retratado se ven como protagonistas de un amor cronológico contado con las herramientas que proporciona el cine. El dialogo creativo se puesto en escena por la potente voz autoral de Céline Sciamma: quién observa y quién es observado nos devuelve la imagen espejada de una mujer mirándose en la otra, un acto que exige reciprocidad. También, como una metáfora para entender los designios de una obra y el acto creativo en sí. ¿De dónde proviene la inspiración? ¿Cómo se manifiesta? Para ciertos artistas, una imagen aparece acompañada de un color, una sensación, un despertar. Para otros, a veces es se trata, tan solo, de un diálogo: ellos se pronuncian y la imagen, mágicamente, responde. Esta correspondencia entre las partes nos habla, a las claras, de un diálogo amoroso como forma de abordaje a la obra. A quien se ha de embestir creativamente, debiendo saber que el arte está primorosamente atravesado por el factor lúdico. El artista se coloca máscaras y no persigue reglas, por el contrario, explora el lenguaje y sus perspectivas. ¿Qué sucede cuando los sentimientos entran en juego excediendo el lienzo, como aquí? El acto amoroso, claramente, cobra otra magnitud. La directora de “Tomboy” y “Girlhood” nos convida con el enésimo paralelismo que traman cine y pintura. Los trazos sobre el lienzo que van conformando un retrato se convierten en instrumento para un relato austero que abreva en los simbolismos existentes entre arte y relaciones afectivas. El amor como acto para saber aquello de lo que se es capaz. El elogio del amor en su rango poético y también una reivindicación a las mujeres pintoras de la época, relegadas o ignoradas en su tiempo, como tantas veces el cine ha abordado. El artista encierra misterios insondables en su condición y en su camino persiste, buscando aquello que no aún encontró y denodadamente persigue. También de eso se tratan vínculos humanos. Comprendiendo el arte es una forma de manifestarse, innata a todo ser humano, entendiéndolo como un dispositivo, a través del cual, el ser creativo encuentra un instrumento para expresar su mirada del mundo, aquí el impulso creativo se traduce en ese llamado inconsciente que cada artista recibe, algo semejante a una fuerza desconocida –fuera de todo parámetro y capacidad de control sobre ella- a la que se ha de obedecer, consecuentemente. “Retrato de una Mujer en Llamas” nos deja en claro que la pérdida de libertad y capacidad de fascinación sobre aquello que lo rodea restringe, indefectiblemente, al ser creativo. Y en este acto creativo, podríamos trazar un enésimo paralelismo: el proceso creativo arroja al artista hacia un estado particular, convirtiéndolo en un definitivo integrante de otra dimensión espacio-temporal. El acto de pintar es irracional, inconsciente e ingobernable, y ese horizonte creativo se convierte en pulsión de vida. De esa necesidad imperiosa de manifestarse, a través de una mirada estética de concebir el mundo y sus cosas, la existencia del artista cobra sentido. Infinita cantidad de artistas, pensadores y también consumidores de arte, se han preguntado, desde tiempos inmemoriales, de donde proviene la inspiración. Aquel tesoro tan preciado y, en ocasiones, extraviado. Hipnótica y sutil, “Retrato de una mujer en llamas” expone un dolor físico como metáfora del acto creativo. El artista se alimenta de quimeras, busca transmutar su piedra filosofal, navega aguas profundas de universos paralelos, pretende dar vida a aquello que no existe, surcar los sentidos de un lenguaje, desafiar utopías. A través de su sensibilidad manifestada, el artista confluye en la obra de arte sus más íntimas inquietudes. Aunando aptitudes, teorías y prácticas sobre el lenguaje, consuma su acto final: la expresión artística como ejercicio absoluto de libertad. Ese que también desafía mandatos de época, con consecuencias emocionales devastadoras. La realizadora francesa subversiona mandatos de la época y conquista a la crítica obteniendo el Gran Premio de Cannes.
Lautaro Delgado Tymruk y Esteban Perroud codirigen “Treplev”, recapitulando la gira por Francia que lleva a cabo el elenco de “Los Hijos se han Dormido”. La compañía que giró por el viejo continente estuvo integrada por -entre otros- María Figueras, María Onetto, Claudio Da Passano, Ernesto Claudio y el propio Lautaro Delgado Tymruk, quien interpretó a Treplev. La obra adapta la emblemática “La Gaviota” de Anton Chejov, maestro del relato corto y emparentado al naturalismo y realismo literario. Escrita y dirigida por Daniel Veronese, esta impar figura de nuestro medio teatral, actor, dramaturgo, titiritero y director, es un habitué a adaptar la obra del maestro del teatro ruso: de “Tres Hermanas” conocimos “Un Hombre que se Ahoga” y de “El Tío Vana” su versión denominada “Espía a una Mujer que se Mata”. Llevada al formato cinematográfico, se autodefine por naturaleza, bajo la afirmación de lo que no pretende ser: ni un homenaje del cine al teatro, ni viceversa. Partiendo desde los conceptos de potencialización y complementación, su intención es adivina en derriban el mito existente acerca de la pugna entre ambos formatos, el teatral y el audiovisual. El devenir de la compañía teatral nos llevará a inmiscuirnos de las peripecias que las rutas galas deparan, tramando una suerte de fábula del detrás de escena teatral, también un posible manifiesto acerca del arte de la representación. En este sentido, es interesante la mirada que la dupla de directores lleva a cabo acerca de la dirección actoral, ensayando una sentida declaración de amor al acto de la representación. A través de capítulos episódicos, “Treplev” aborda con profundidad y sensibilidad este diario lúdico musicalizado por el prolífico y versátil Daniel Melingo.
Ridley Scott tiene casi ochenta y cuatro años. Se ha pasado la mitad de su vida dirigiendo películas. Su palmarés nos arroja un resumen de obras maestras incontrastables: “Alien” (1979), “Blade Runner” (1982), “Thelma & Louis” (1991), “Gladiador” (2000), “Black Hawk Down” (2001). Un cine mainstream, grandilocuente, fastuoso. Pero, quizás, la línea paralela que más claramente pueda establecerse con su trayecto cinematográfico sea con su ópera prima “Los Duelistas” (1977), una fantástica recreación de época protagonizada por Harvey Keitel y Keith Carradine. Aquí, otra producción vuelve a colocar al realizador británico, ganador del Premio Oscar, en el centro de atención de la cartelera local. Basada en el libro “The Last Duel: A True Story of Trial de Combat in Medieval France”, de Eric Jager, el veterano Scott nos sumerge en la apasionante historia del último juicio por combate a duelo celebrado en París. Para ello, nos sitúa en el invierno del año 1386. Estamos en plena Edad Media, una era en donde las relaciones humanas se regían por en teocentrismo. Un tiempo brutal, en donde multitudes vivaban duelos a muerte. Pan y circo para el festín de tiempos perversos. Nunca se agota el apetito humano para contemplar a los de su especie masacrarse, unos a otros. El conocimiento carnal, estamos concebidos para dominar, aunque el acto no amerite placer. El terror engendrado en la aniquilación del prójimo, estamos hechos para aparentar y amañar vínculos. No debería de sonarnos lejano o pasado de moda: aunque en nuestras coordenadas temporales se viralicen hechos brutales a través de una pantalla virtual, puede cambiar la forma, pero no el sentido. Old habits die hard, hay hogueras que siguen avivando el fuego. Es ese nervio el que sabe pulsar el benemérito Scott. Existen cuestiones de la condición humana que son atávicas y que hablan acerca de nuestra esencia. ¿Cuánto importa la vida? Allí está el hombre de aquel tiempo (o de este tiempo) pugnando por poder, justicia y honor; corrompiéndose, midiendo su orgullo mirándose al espejo (o al ombligo), inmolándose por una causa (¿valedera?) o hablando con Dios…con ese Dios al que nos fuera inculcado temer. Formas atroces de castigo, como un duelo a capa y espada. Enceguecidos en combate, la vida pende de un hilo o se apaga mediante un golpe de gracia veloz como un relámpago. Arder. Lapidar. Demoler. Desgarrar. Atar. Vejar. Torturar. Apenas un juego para aquella perversa plebe que vitoreaba al verdugo y condenaba a la víctima desde su confortable platea. Reyes y lacayos. La perversión que no distingue clases. No hay aprecio por la vida, solo ansias de dominación que se miden en acres de tierra. Intereses sádicos, enfrentamientos salvajes. Modos de entretenimiento para la masividad. La exhibición de la muerte era un espectáculo que ‘pagaba’. Y que solía comprarse a raudales. El castigo penal, disfrazado de elección por mandato divino ¿Ven lo que puede ocurrir si transgreden la frontera estipulada por hombres jugando a ser Dios? “El Último Duelo” es una gran película y posee una serie de aspectos dignos de destacar. No resulta menor observar que los créditos de guion corresponden a Ben Affleck y Matt Damon. Vaya si la dupla posee suficiente historia firmando argumentos para la gran pantalla. Amigos carnales en la vida real desde la adolescencia, han prolongado su camaradería al plano profesional, obteniendo, hace más de dos décadas ya, un galardón de la Academia por “En Busca del Destino” (1997), de Gus Van Sant. El hecho de hacerse cargo de la presente adaptación (en tripartito con Nicole Holofcener) añade nostalgia y talento en dosis equitativas al suculento plato servido por Scott. El film nos trae la historia real de Jean de Carrouges, quien luchaba por su vida en el frente de batalla, desde un arco cronológico que comienza en 1370. Durante una de sus expediciones, su esposa, Marguerite, había sido víctima de una violación, perpetrada por el mejor amigo de Jean, el escudero Jacques Le Gris. Cine de época como hace tiempo no se veía. Caballos cabalgando surcando el viento, espadas atravesando cuerpos, armaduras chocando, fuego crepitando, multitudes enfervorizadas. Ridley Scott filma una reproducción histórica con tremenda visceralidad. Coloca la cámara de un modo prodigioso; resulta exagerado enumerar las virtudes de un cineasta experto en el cine épico y el drama histórico. La puesta en escena no escatima detallismo, acorde a una tremenda superproducción. Obras arquitectónicas del medioevo capturan nuestra atención. En sus interiores, se nos hace partícipes del banquete orgiástico. No faltarán bebidas espirituosas ni velas que se consuman al amanecer. Scott filma cada cuadro como si de una pintura en claroscuro se tratara. Conocido por su estilismo visual, el inagotable realizador intenta en esta ocasión un recurso inaudito en los más de treinta largometrajes que a la fecha ha dirigido. Recurre al punto de vista múltiple que volviera a “Rashomon” (1950), de Akira Kurosawa, un auténtico precursor. Es decir, un mismo acontecimiento es narrado de forma singular, desde el punto de vista de aquellos involucrados. Puede que la técnica aquí resulte (levemente) reiterativa en su puesta en práctica; puede también que ciertos desniveles narrativos (y alguna que otra licencia idiomática de dudosa elección) resientan la mecánica de adaptación. No está exenta de polémicas decisiones históricas, como el lugar que ocupaba la mujer desde la visión de la Iglesia. Anacronías aparte, lo cierto es que “El Último Duelo” es lo suficientemente detallista como para otorgar a cada reconstrucción ofrecida (a manera de capítulos que vertebran el film) la singularidad necesaria que grafica a cada porción de ‘verdad’. Y en dicha autenticidad radica la belleza imperfecta de la memoria. Habrá sutiles diferencias que el espectador deberá saber codificar. Sabemos que los recuerdos, a veces, suelen mentir un poco. Pura cuestión de subjetividad; en absoluto afán de descuido. No desperdiciemos un segundo de atención y notaremos, por ejemplo, las similitudes y diferencias que guarda la tan valiente como incómoda escenificación de un acto sexual sin consentimiento. Un sólido elenco actoral otorga calidad al relato. Allí está Matt Damon (de regreso con Scott, desde “The Martian”, 2015), exhibiendo en cada gesto la ferocidad física y el primitivismo mental de su engreído personaje. Allí está Adam Driver, sosteniendo hasta último momento su inocencia. Allí está un ¡¿platinado?! Ben Affleck, portando la investidura de un conde tan incapaz de arriesgar su pellejo como sí de perderse juerga alguna. Allí está Jodie Comer, cumpliendo una inmejorable presentación ante la platea cinéfila, luego de una dilatada incursión en series de TV. Comer es la encargada de otorgar a la película un giro fundamental y principal sustancia de su discurso de hondo compromiso social: la valentía de la denuncia pronunciada por Margueritte nos brinda certezas acerca del postergado rol de la mujer del medioevo. Una postergación que no es solo generacional, podemos escuchar de su boca frases que nos resultan extrañamente familiares. Hablando de valores arcaicos, es interesante la examinación que la película hace acerca de la mirada científica. Confrontando la vertiente médica, inserta en aquel paradigma amparado en verdades oxidadas, con la coyuntura actual que debate nuevas perspectivas para la educación sexual y el aborto legalizado. Con menos decoro y más honestidad, Scott expone sin tapujos los crímenes sexuales perpetrados por la Iglesia durante un tiempo. El clero opina, sin decoro alguno en inmiscuirse en la privacidad de un dormitorio, acerca de relaciones sexuales por puro placer…al servicio de la asegurada herencia. ¿Cuánto es que realmente hemos evolucionado como especie? Para ello, resulta vital el capítulo en donde se otorga voz y voto al personaje femenino. Un testimonio necesario de ser escuchado, atendido y cotejado. Vale la pena reflexionar acerca del endeble lugar que ocupaba la mujer, inmersa en un panorama social patriarcal y autoritario. Puede la osadía de Margueritte no limitarse a colocarla tanto en el lugar de mártir social, como de esposa insatisfecha, como de rebelde precursora. Puede que determinadas dinámicas sociales estén afortunadamente cambiando para que absorbamos aquellos que escuchamos no con la indignación de tiempos con menos apertura ideológica, sino con cierto aire de incredulidad: dichos obsoletos valores son los que se homologaron como válidos, ayer nomás. La dominancia masculina y la sumisión femenina era algo, simplemente, dado por sentado, en el siglo XIV…y en el XX también. Humanos, seamos conscientes de la brutalidad y la banalidad que, sistemáticamente, aceptamos, homologamos y reproducimos en cada centuria. En “El Último Duelo”, el cine dialoga con la condición humana de modo convincente. Es un film poderoso que nos interroga. Cuánto daño hemos hecho, cuánto más por corregir aún.